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Ella me llevaba de la mano liderando el rumbo (aún no nos habíamos perdido). De aquí
para allá. Entre callejuelas acicaladas de farolillos rojos. Subiendo cuestas adoquinadas,
intentando seguir unos letreros que juro no podían entenderse por mucha imaginación que
uno pusiera (pero que ella parecía entender). Su corazón palpitaba por este desconocido
mundo, esta nueva tierra, aderezada con un aire desigual endulzado por el azúcar que yo
eché. ¡Sí! Todo por una ironía… ¡En qué momento se me encendería la bombilla!
Toda esta historia nace por ella, que me preguntó asustada al comprender que tendría que
pasar las Navidades a miles de kilómetros de su Inglaterra natal, lo siguiente:
— Papá, ¿Santa Claus sabrá que estaré en China estas Navidades? ¿Verdad?
Buena pregunta. Inteligente de mí, no se me ocurrió otra cosa que responder a una niña
de siete años esta reliquia:
— Querida hija mía… Si Santa Claus… ¡Vive en las recónditas tierras de China!
— ¿Pero no vivía en… en… en el norte?
— ¡Ah! ¡Bobadas! ¡Eso es lo que te han contado a ti! (yo mismamente en repetidas
ocasiones) Querida mía, el gran secreto radica en que todos los juguetes vienen de
China— y así fue como empezó todo—. Mira— y di la vuelta con fe ciega a una
de sus muñecas predilectas, que bajo su ropa interior y en una de sus nalgas, lucía
como el ganado, el estigma de su origen— ¿Ves dónde se hizo Margaret, la
muñeca que te trajo Santa Claus, precisamente, el año pasado?
Mi hija leyó con torpeza muy despacio y sus grandiosos ojos verdes, una vez entendió lo
leído, se abrieron de fascinación.
Made in China.
Para poder probar mis encrespadas teorías y hacer fidedigna mi historia (prescindiendo de
toda realidad esperpéntica, por supuesto), en aquel momento no se me ocurrió otra cosa
que dibujar a mi hija un Santa Claus para salir airoso de tamaño entuerto. Así me quedó:
En efecto, era un Santa Claus fuera de lo normal, más efectivo para la ocasión; tenía un
poco de carpintero y un aire virtuoso, rasgué sus ojos intentando darle una pincelada
oriental (¡Si Coca-Cola lo viera!) y le convertí, con palabras, en un amante de los
juguetes tallados a mano y a corazón. Sé que todo este planteamiento era un tanto
grotesco y juro que mi única intención era hacer más llevadera la Navidad que mi hija
estaba a punto de afrontar en China, donde no se vería rodeada del espíritu típico de las
fiestas y por vez primera, debía desafiarlas sin su madre.
Caminamos muchísimo durante toda la tarde, todo el poblado era como un endiablado
laberinto en el que sin percibirlo, acabamos perdiéndonos retirados en su periferia. Al
percatarme de nuestra delicada situación y viendo que la noche estaba al caer, pregunté a
un hombre por un hotel donde podríamos pasar la noche. El hombre, menudo, no se
enteró ni de una palabra (a pesar de acompañarlas con gestos engrandecidos y muecas de
payaso); finalmente nos hizo una serie de señales que tuve que descifrar. Orgulloso, creí
en ese momento que cazó al vuelo la palabra hotel y que me señaló la dirección a seguir
para encontrar uno, no obstante lo que hizo fue apuntar la ruta que nos llevaría directos al
hogar donde habitaba Wang. ¿Y por qué? Por que era el hombre que guardaba una
inverosímil analogía con el dibujo que hice a mi hija del Santa Claus oriental y que
sostenía en su mano con orgullo ya que su misión, aquella Nochebuena, era encontrarlo.
Se me rompía el corazón saber el motivo de tan obsesiva pesquisa y no poseía el coraje
suficiente para preguntar a esa niña de seis años qué pediría a Santa Claus si lo tuviera
delante y en persona…
Caía la tarde. Todo estaba cubierto de nieve y ésta parecía dormir. El cielo estaba claro,
límpido y despejado.
Mi hija advirtió unas decenas de lámparas chinas navegar por el cielo, llevadas por el
viento. Era fastuoso ver todas esas llamas volar acompasadas por el único sonido de
nuestra emoción.
Papá, debemos estar cerca del lugar más mágico del mundo… dijo ella. ¡Mira! ¡Allí hay
una cabaña!
En efecto, por fin, vimos el hogar de la familia de Wang (lo que yo pensaba todavía que
era un hotel). En el exterior, un niño de unos cinco años de edad, prendía la llama de una
lámpara en compañía de un hombre mayor. Desde la distancia era difícil verlos pero sus
rostros se alumbraron y vibraron con la llama. Poco a poco, la lámpara levantó el vuelo y
se unió a los centenares de ellas que viajaban vete a saber dónde. Parecían muy exaltados
y emocionados por su tono de voz.
Entonces sobrevino un hecho inaudito.
El viento que las transportaba hacia el oeste, donde el sol se había dejado caer, se detuvo
y todas las lámparas quedaron estáticas, colgadas del cosmos, como si el cielo sostuviera
la respiración. A los pocos segundos, el viento cambió de dirección y sopló en sentido
contrario, hacia el este, llevándose consigo todas las lámparas hacia donde la Luna
empezaba a asomar.
El niño y el hombre apoyado en su bastón, al vernos, vinieron a toda prisa para reunirse
con nosotros. Estaban verdaderamente agitados por lo que acababa de acontecer y sentían
la necesidad de compartirlo. Nosotros del mismo modo lo estábamos pero no fuimos
capaces de entendernos aunque latiéramos con la misma pasión.
Papá…
¿Qué?
¡Qué consternación! Pensé con rostro avinagrado, ¡no había otro lugar, ni otro hombre
en toda China! ¡Eran casi idénticos, por no decir que parecía haber posado para mi
dibujo!
Mi pequeña afligió la mirada, dejándola caer al suelo, si bien supe que no cambié su
opinión.
El hombre me miró con cautela y sonrió. No era una sonrisa sincera del todo, pero lo era.
Yo hacía gestos de tener mucho frío, dibujé con mis manos un techo e hice que dormía en
una almohada. Después él miró a mi hija, me habló y, por sus señas, me dio a entender
que hiciera el favor de pasar dentro de su cabaña.
Al entrar percibí un sugestivo olor a sopa. Un fuego calentaba y varias lámparas con
velas deseaban alumbrar lo que parecía ser un salón. Una bella mujer surgió de entre unas
mamparas. Creo que Wang me la presentó como Lixue, rápidamente señaló al pequeño y
dijo Chew.
Salieron Chew y mi hija abrazada a Margaret que tenía su trasero al aire (prueba
inequívoca de que acababa de enseñarle a Chew dónde se hizo su muñeca). Chew cambió
el nombre de mi hija por Xiang y mi hija llamaba a Chew “Achú”, como si de un
estornudo rudo y adusto se tratara.
Ante aquel árbol glorioso, mi hija ratificó que estaba en el hogar de Santa Claus y Chew,
estaba fascinado por lo extraordinario del árbol y debió pensar que mi hija trajo hermosos
hechizos a su casa.
Supe que Chew nunca olvidaría a mi hija. Ni mi hija el hogar de Wang, Lixue y Chew.
Era impresionante oír a mi pequeña mantener un diálogo natural con el niño Chew.
No sabía—dijo ella— que Santa Claus fuera tu papá. ¡Tienes tantísima suerte! ¡No
podría imaginar tenerlo!
En seguida Chew contestó algo verdaderamente gracioso, no porque yo lo entendiera,
sino porque Wang y Lixue rompían en carcajadas.
Cenamos verdura y sopa y la noche se prolongó hasta más o menos las once. Sentados
junto al calor del fuego, me levanté y me dirigí hacia la ventana. Mi hija estaba al lado de
Wang y le miraba con admiración. Él devolvía la mirada a mi pequeña y fue en ese
preciso momento cuando ella pidió su regalo de Navidad.
— Querido Santa Claus… hemos viajado muy mucho para venir a pedirte solo un
regalo. Esta Navidad mi papá y yo apreciaríamos mucho que nos devuelvas a
mamá. ¡Sólo eso! — dijo en voz baja y temblorosa, con alguna lágrima
asomando.
Sentí como si oprimieran mi pecho con toneladas de piedras encima. Recordé a mi esposa
y me hundí al no tenerla a mi lado. Ella siempre se encargó de todo esto. Ella era la
Navidad. Y sin su aroma comprendí que era imposible que la Navidad existiera. ¡No
podía derrumbarme ahora, en medio de China, vete a saber dónde! Wang miró la doliente
mirada de mi hija y, sin saber qué la afligía, la rodeó con su brazo para reconfortarla.
Salimos sin abrigo caminando descalzos sobre la nieve. Los farolillos del árbol todavía
seguían encendidos.
A lo lejos, sobre el horizonte, una forma difusa, con luz propia y de color bermellón,
apareció volando a cierta altura del suelo. Zigzagueaba al azar. Los farolillos del árbol de
Navidad se descolgaron de éste, elevándose atraídos por el cuerpo incandescente.
Voló por encima de las montañas. Se dejó caer por los valles. Se enredó entre los árboles
iluminándolos con miles de farolillos de colores. Pudimos apreciar cómo se acercaba
como una serpiente levitando encima de la arena. Era enorme. Brillaba tanto que era
difícil presagiar su forma, aunque pude distinguir claramente una cola y unas garras…
hasta que deduje, sin aliento, que era un dragón.
Después de deslizarse por todos los árboles del valle y encenderlos uno a uno con
farolillos de color, voló muy alto hasta esfumarse por completo de nuestra visión.
彩
Noté que alguien cogía mi mano. No tuve que mirar para saber quién era. Me apretó con
solidez y me susurró: Papá, quédate conmigo. Gracias por haberme traído hasta Santa
Claus. Han sido las Navidades más maravillosas que…
...¡pero no ha entendido nada de nada de lo que pedí! Exclamó en voz baja, en secreto.
Está claro que Santa Claus no me ha entendido. Pero aprenderé chino, papá, ¡lo haré! Y
las Navidades próximas, regresaremos aquí y me entenderá y en lugar de un enorme
Dragón rojo, nos devolverá a mamá.
Sí. La ilusión es la naturaleza de estas montañas, ¡hemos llegado al lugar más mágico del
mundo! ¡Feliz, felicísima Navidad hija mía!
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