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Emociones de ida y vuelta

Todo estaba listo, yo llevaba mi carta encima, aquella con la cual había llorado
tantas veces después de leerla repetidamente, y la nota en la nevera : “Papá,
mamá, siento haceros esto, la verdad en el pasado podría haber evitado la locura
que estoy cometiendo. Un beso muy grande. Os quiero”. Aquello me dolía, me
dolía cómo nunca antes me había dolido nada, esa forma de irme de casa, sin
despedirme de una manera digna de aquellos a los que yo llamaba padres, pero
era la única alternativa que me quedaba para descubrir la verdad. Salí de casa y
me dirigí a la estación de autobuses sin saber con exactitud cómo concluiría todo
esto. Sólo recordaba las duras palabras que leí en aquella carta que había recibido
apenas hacía una semana.
El sitio al cual me dirigía se encontraba en Santander, de modo que con parte del
dinero que cogí para emprender este viaje me pagué un billete para ir en el
primer autobús que saliera.
Una vez sentada leí una y otra vez la carta, sin parar de darle vueltas al asunto.
Esa carta era de un Centro de menores de Santander, resulta que mi madre
biológica quería conocerme, y no podía hacerlo sin mi aprobación. Recuerdo la
primera vez que leí esas dolorosas palabras “madre biológica”. Eso sólo
significaba que mi vida había sido una mentira, aún no me creía que yo pudiera
ser adoptada... ¿y mis similitudes con mis padres adoptivos? mucha gente decía
que nos parecíamos, en los gestos, en las expresiones, en la forma de andar...
¿Cómo sería mi madre biológica?, ¿qué podía esperar yo de una madre, si desde
siempre había tenido una? Aquella que se emocionó cuando me vio dar mis
primeros pasos, la que me ayudaba a hacer los deberes cuando llegaba a casa, la
que me arropaba por las noches y me leía extraordinarios cuentos que sólo ella
sabía... ¿Y mi padre?¿el que me enseñó a montar en bicicleta y me llevaba al
parque en invierno y a la playa en verano? Ese era mi padre, y yo lo quería como
tal, sólo a él.
Era imposible que un insignificante papel, que yo podía romper fácilmente,
afirmara lo contrario, asegurando que una mujer quería conocerme por el simple
hecho de que yo llevase sus genes. Esa mujer no me había educado, ni siquiera
sería capaz de conocerme si un día nos cruzásemos por la calle, ni yo a ella, y eso
para mí, no era una madre, por mucho que lo dijese ella y el centro de acogida.
Además en la carta ni tan siquiera se mencionaba a mi padre biológico, lo cual
era aún peor, puesto que para mí era como si éste no existiera.
Tal vez el haberme lanzado a conocer la verdad me ayudó a aclararme las ideas,
pues llevaba conmigo la extraña sensación de que cada vez tenía menos ganas de
llegar a mi destino, de hecho, siempre me ha dado miedo la verdad, ya que por
mucho que nos enseñen de pequeños a decirla, en ocasiones como esta duele
demasiado.
Yo seguía ensimismada en mis cosas, habían pasado horas, hasta que llegamos a
Santander. Me bajé del autocar y pregunté a varias personas por el centro en
cuestión. Pensé en coger un autobús, pero preferí ir andando, para intentar poner
en orden mi cabeza, ya que después de muchas horas dándole vueltas al asunto,
llegué a la conclusión de que no me veía con ganas de llegar y decir: “Sí, quiero
conocerla”, básicamente porque no sabía a quién me iba a encontrar, ¿a mi
madre? y, sobretodo, ¿por qué ahora? Tenia muy claro que mi madre no estaba en
Santander, mi madre estaba en Barcelona, junto a mi padre, y ambos muy
preocupados por mí, seguramente.
Fue entonces cuando me encontré en la puerta del Centro de menores. Estaba
temblorosa y con los ojos llorosos debido a mi fuerte nerviosismo.
Me dirigí a la recepción y cuando la mujer que atendía me preguntó qué era lo
que deseaba, yo, con un nudo en la garganta, contesté: “Deseo ver a mis padres”,
entonces me di la vuelta y salí de aquel lugar, para dirigirme a la estación de
autobuses y volver cuanto antes a Barcelona.

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