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No tiene nada que ver con que este domingo sea día de los
Inocentes. En absoluto. Ni con los niños degollados, ni con las
bromas tradicionales hechas al prójimo incauto. El caso es real
como la vida misma –la vida española misma, maticemos– y sale
en los periódicos: madre condenada a cuarenta y cinco días de
cárcel y a un año de alejamiento de su hijo de diez años, porque
hace dos, en el curso de una refriega doméstica, le dio una colleja
al enano, con tan mala suerte que éste se dio contra el lavabo y
sangró por la nariz. Y claro. En este faro ético de Occidente donde
moramos, tan salvaje agresión doméstica no podía quedar sin
castigo. El hecho de que hayan pasado dos años desde entonces,
y de que el menor fuese un poquito gamberro y desobediente, se
negara a hacer los deberes y acabara de tirar a su madre una
zapatilla, corriendo a encerrarse a continuación en el cuarto de
baño, de donde no quería salir, no fue considerado atenuante por
la dura Lex sed Lex. Tampoco se tuvo en cuenta que se trataba
de un incidente aislado, y no de malos tratos habituales; ni el
hecho obvio de que, en un pueblo pequeño como es el de esa
familia, una orden de alejamiento supone que uno de los dos,
madre o hijo, debe hacer las maletas y largarse del pueblo.
Pero no hay mal que por bien no venga, oigan. Todo esto me ha
dado una idea. De pequeño me sacudieron las mías y las del
pulpo; y va siendo hora, creo, de que los culpables de aquel
infierno paguen lo que hicieron. Yo también exijo justicia. Mi padre,
sin ir más lejos, me dio una vez cuatro bofetadas que hoy le
habrían costado, por lo menos, un destierro a Ceuta. Y mi madre,
hasta que tuve edad suficiente para inmovilizarla con hábiles
llaves de judo, no vean cómo nos puso con la zapatilla, durante
años atroces, a mi hermano y a mí. Guapos, nos puso. Por no
hablar de los Maristas, donde el hermano Severiano nos torturaba
bestialmente dándonos capones en clase, y donde el Poteras –a
quien Dios haya perdonado–, cada vez que le pegábamos fuego a
una papelera o escribíamos El Poteras es un cabrón en la pizarra,
nos aplicaba la intolerable violencia de endiñarnos con el puntero
y la chasca sin respeto por nuestros derechos humanos. Como en
Guantánamo. Y así ha salido mi generación, perdida. De trauma en
trauma. Por eso va siendo hora de que los culpables rindan
cuentas a la Justicia. Memoria histórica para el nene y la nena.
Barra libre. Así que voy a pedirle al juez Garzón que abra una
causa general que los ponga firmes a todos. Que encierre en la
cárcel a los que sigan vivos, que alguno queda –tiembla,
Severiano–, y desentierre a los otros para escupir sobre sus
huesos. A mi padre, por ejemplo, ya no lo pillan. Lástima. Pero mi
madre sigue ahí, tan campante. Sus ochenta y cuatro años no
tienen por qué ponerla a salvo de su cruel salvajismo de antaño.
En esta España, líder moral de Occidente, lo de la zapatilla no
puede quedar impune. O sea. Más vale tarde que nunca.
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