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algo raro está pasando 3
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© ramón qu
© ed barrio, Santander 2010
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ALGO RARO
ESTÁ PASANDO
Ramón Qu
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algo raro está pasando ...............................................9
aquí ..........................................................................11
como por arte de magia ...........................................19
de película ...............................................................21
comunicado interno .................................................27
tiempo de descuento ................................................29
zapatos de piel de napa ...........................................37
una humilde cebolla ................................................39
la mirada más triste .................................................43
puntos de vista ........................................................51
el acantilado ............................................................53
el viejo reloj del salón ............................................55
cuestión de años ......................................................63
el cuarto b ................................................................65 7
ni por esas ...............................................................77
la bondad de la banca .............................................79
¡vaya usted a saber por qué! ...................................93
casi un cuento ..........................................................95
fotos .......................................................................101
cuestión de amigos ................................................103
el alcalde ................................................................107
mi experiencia más importante de este verano ......123
una receta ...............................................................127
ellos ........................................................................131
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“De niño me tropecé con el misterio
y comencé a coleccionar palabras.
De joven me tropecé con la palabra
y comencé a coleccionar misterios
De mayor soy esa colección perpleja
de tropiezos, misterios y palabras”
(Ricardo Uriarte)

ALGO RARO ESTÁ PASANDO 9

E stoy desconcertado, os lo juro, sumamente


desconcertado. Y preocupado, muy preocupado.
Por eso os escribo. Porque la cosa es grave, en extremo grave. O
al menos yo lo creo así. Os lo cuento. El otro día, no recuerdo
si fue ayer, antesdeayer o mañana, decidí salir a la calle. Y lo
hice. Salté de la cama, me puse las playeras rotas, me embutí
los vaqueros y la camisa de leñador, cerré la puerta de un buen
portazo, bajé las escaleras de tres en tres (bueno, de dos en dos;
de tres en tres lo hacía de niño) y, tras detenerme unos segundos
en el portal, me lancé a la calle. ¡Vaya sorpresa me llevé! Yo
esperaba encontrarme casas, gentes, coches, perros, algún bar
y algún comercio… pues de eso ¡nada de nada! No había casas,
ni gentes, ni coches, ni perros, ni bares, ni comercios; sólo
había casas, gentes, coches, perros, bares y comercios. ¿No os lo
creéis? Pues os lo juro y os lo repito: no había casas, ni gentes,
ni coches, ni perros, ni bares, ni comercios; sólo había casas,
gentes, coches, perros, bares y comercios. Os podéis imaginar
el susto que me llevé. No soy valiente, tampoco audaz y mis
piernas flaquean a la menor amenaza, por lo que me di la media
vuelta, me metí en el portal más pálido que las baldosas y subí
las escaleras de tres en tres (esta vez sí, palabra) No terminaron
ahí mis cuitas ¡qué más hubiese querido yo! Porque, mientras
subía las escaleras de tres en tres y con el corazón a punto de
reventarme el pecho, yo anhelaba reencontrarme con mi
cocina llena de platos sucios, mi radio siempre encendida, mi
biblioteca repleta de libros, mi cama deshecha, y ¿qué creéis
que me encontré cuando con un suspiro de alivio entré en
casa? Exacto, lo habéis adivinado. Ni rastro de mi cocina llena
de platos sucios, ni de mi radio siempre encendida, ni de mi
biblioteca repleta de libros, ni de mi cama deshecha. En su
lugar, sólo había una cocina llena de platos sucios, una radio
encendida, una biblioteca repleta de libros y una cama deshecha.
Di un grito y corrí como un loco a un rincón. Y allí me quedé
acurrucado durante horas, hasta que ayer o antesdeayer o
mañana, no recuerdo bien, me levanté de un salto y me senté al
10 ordenador para contaros mi experiencia. ¿Comprendéis ahora
por qué estoy desconcertado y preocupado?, ¿os ha pasado a
vosotros algo parecido? Contestadme, por favor ¿No os parece
que algo raro, muy raro, está pasando?
AQUÍ 11

E ra el que mejor lo hacía. Y desde entonces todos


lo hacen. Me lo dijo el viejo el mismo día en que
llegué, mucho antes de que sucediese: “Es la única manera”.
Pero yo los vi. Con absoluta claridad los vi. Recuerdo que el
traslado había durado toda la noche y no había pegado ojo.
Cuando me sacaron era ya mediodía. Me encontraba muy
cansado y me senté en las gradas de cemento que forman un
semicírculo de unos tres metros de altura y diez metros de
diámetro. El sol estaba en lo alto y caía a plomo. No había una
sola sombra. La luz cegaba y te obligaba a bajar los ojos; pero
el suelo reverberaba, y entonces no sabías donde mirar y tenías
que cerrar los párpados. Los hombres, en grupos o solos, en el
polvo o en las gradas, parecían piedras arrojadas de cualquier
manera. Yo no paraba de sudar y mi piel ardía. Me cubrí la
cara con las manos y me pregunté por qué. El tiempo pasaba
despacio, interminable, sin una nube, igual a sí mismo y al
sol en lo alto. Busqué refugio en el lugar más recóndito de mi
cerebro. Y allí, todo se me hizo negro.
Me despertaron unos zarandeos. Estaba caído sobre las
gradas, de lado, hecho una bola. Quise levantarme al punto, pero
una mano sarmentosa se posó en mi hombro y me lo impidió.
–¡Despacio, despacio!
Me quedé inmóvil y miré desde el suelo. Un viejo me
miraba a su vez. Delgado y de escaso pelo blanco, tenía un rostro
alargado, quemado por el sol, de ojos pequeños, nariz ganchuda y
boca fina. Su mentón parecía la punta de un zapato. Me sonreía,
pero no con la boca o la mirada, sino con el mar de arrugas que era
su cara. Entonces me di cuenta de que ya se podía mirar. Mis ojos
buscaron el cielo. El sol no estaba; en su lugar, una luz imprecisa
teñía el aire como de polvo rojizo. Me levanté tratando de hacer
de las palabras del viejo carne de mis músculos. Cuando logré
sentarme en la grada, descubrí el origen de aquella luz: un trozo
del horizonte parecía envuelto en llamas. El viejo me ofreció un
cigarrillo. Lo cogí y me lo puse en la boca. La mano sarmentosa
encendió un fósforo y lo acercó a la punta del cigarrillo. Chupé y
12 sentí el golpe caliente del humo. Era asqueroso aquel repentino
ardor en la boca reseca, sin embargo volví a chupar con fruición.
Fumamos en silencio. Cuando di la última calada, tiré la colilla
al suelo y la pisé.
–No deberías fumar así –dijo entonces el viejo.
–¿Así?, ¿cómo? –pregunté sorprendido.
El viejo no me respondió. Seguía fumando. Retenía
por largo rato el humo en los pulmones y luego lo soltaba poco
a poco. Cuando la brasa llegó al filtro aún dio otra calada.
Entonces dejó caer la colilla y me contestó:
–Tan rápido y pisando una colilla tan grande.
–Yo fumo como quiero –fanfarroneé.
El viejo resopló y dijo:
–No hace falta que te hagas el duro conmigo. Se nota a la
legua que no lo eres. Tu sudor huele a miedo… No, no te irrites.
Aquí no hay sudor que no huela a miedo. Y te daría igual ser un tipo
duro, en unos días sudarías miedo como todos. Lo del cigarrillo
era un ejemplo. Sólo quería decirte que ha llegado la hora.
–¡¿La hora?! ¿La hora de qué?
Fue entonces cuando me lo dijo. Recuerdo que me lo
tomé a broma y me reí con ganas. El viejo volvió a resoplar y me
advirtió con tono solemne:
–Ríe, ríe mientras puedas; pero pronto te darás cuenta
de que es la única manera.
–¡¿La única manera?! –logré articular aún entre risas–
Pero si eso es imposible… imposible y absurdo. Además, ¡ni
siquiera hay!
–Sí, sí lo hay. ¿No lo hueles? –Aspiró con fuerza, como
si quisiera meterse en los pulmones hasta el último gramo de
aquel aire polvoriento y caliente– Está escondido.
–¿Escondido?
–Sí, escondido.
–¿Dónde?
–En todos los lados, entre los dedos del aire.
Lo miré y me aparté un poco. En aquel momento tuve la
certeza de habérmelas con un loco. El viejo no pareció percatarse
ni de mi mirada, ni de mi movimiento. Y si lo hizo no les dio la 13
menor importancia. Simplemente siguió hablando con el tono
cansado de quien se ve obligado a explicar lo evidente:
–Cuando llegué aquí yo también me reí cuando me lo
dijeron. Pero no tardé en comprobar lo equivocado que estaba
y, al final… –se interrumpió durante unos segundos; luego
añadió, señalando con un movimiento casi imperceptible–:
Mira a ese tipo. Es el que mejor lo hace. Si hay alguien que
pueda lograrlo es él.
Miré al hombre indicado. Estaba de pie, junto al
primer escalón de la grada. Era bajo y gordo, y nada había en sus
facciones que destacara o transmitiese algún tipo de excelencia:
una cara mofletuda, unos ojos pequeños, una nariz ancha, una
boca de labios gruesos y una barbilla breve, casi engullida por la
papada. Me pareció una especie de huevo con palotes a modo
de patas y brazos, y nada me habría extrañado que se hubiese
abierto de repente para dar salida a un lechón sonrosado. No
sin cierta ironía pregunté:
–Y de lograrlo, ¿qué pasaría?
–¡¿Qué pasaría?! ¡Valiente pregunta! Lo que todo el
mundo quiere que pase.
–¿Te refieres…?
–¿A qué me voy a referir si no? –me cortó con
impaciencia. Ya más calmado, añadió: –Lograrlo es muy difícil,
algunos como tú dicen que imposible. De hecho, aquí nadie
recuerda que alguien lo haya conseguido. Yo ya soy muy viejo
y nunca lo lograré, pero si hay alguien que pueda es él. De eso
no te quepa la menor duda. Y lo logrará cualquier día; mañana,
pasado, dentro de un año o de veinte, incluso, ¿por qué no?,
ahora mismo, pero tarde o temprano lo verá, y entonces…
–¿Lo has hablado con él? –volví a preguntar. Esta vez
interesado a mi pesar.
–¡¿Para qué?! –exclamó, agitando las manos
sarmentosas en el aire –Él nunca habla; aquí nadie habla.
–Tú has hablado conmigo.
–¡Oh, eso es porque eres nuevo! Y a los nuevos les
14 hablo una única vez para advertirlos.
–¿Una única vez? ¿Quieres decir que no volverás a
hablar conmigo?
–Ni yo, ni nadie, muchacho, ni yo, ni nadie. Por eso
grábate bien en la mollera lo que te he dicho: fíjate y trata de
aprender de él cómo se hace. Recuerda que es la única manera de
que aquí el tiempo no te pudra por dentro y lleguen los buitres.
–¿Los buitres?
–Sí, los buitres. Cuando mueres te arrojan lejos, muy
lejos, en la llanura y entonces aparecen los buitres…
El viejo se levantó. Traté de retenerlo con nuevas
preguntas, pero no me hizo caso: descendió por las gradas y
se situó junto al hombre con aspecto de bola. Los dos estaban
inmóviles. Miraban con fijeza a un punto elevado frente a sí. Y
no sólo ellos. Algunos de los hombres que se desparramaban
por el recinto hacían lo mismo. No todos. La mayoría parecía
no hacer nada. Sentados, tumbados o de pie tenían la vista
en el polvo. El incendio del horizonte se iba extinguiendo
poco a poco en una oscuridad progresiva. Nubes bajas fueron
cubriendo el cielo como la tapa de un ataúd. El silencio era
completo. La tierra exhalaba el calor retenido durante el día. El
punto hacia donde miraban era tan negro como cualquier otro.
Sonó la hora de ir a dentro. En una única fila, como hormigas,
fuimos entrando.
Desde aquel día, todos los días fueron el mismo día.
Nos sacaban al amanecer, cuando el aire aún guardaba rastros
de la frescura de la noche. Pero aquella atmósfera tibia pronto
desaparecía y, más que un alivio del que se podía gozar, era
como un malévolo recordatorio de lo que habías perdido para
siempre. Porque enseguida llegaba el sol. El sol aplastando la
tierra con su enorme presencia, secando el aire con aliento de
horno, golpeando sobre nuestras cabezas, penetrando en el
cerebro, agrietando la conciencia. Y al cabo, el atardecer, el
incendio en el horizonte, la luz rojiza, el último sudor en las
cosas, las nubes bajas, la progresiva oscuridad que se cerraba
como la tapa de un ataúd y la vuelta a dentro en fila de hormigas.
Y así, día, tras día, siempre el mismo e inevitable día… 15
Al principio, me negué a aceptar la realidad. Subía y
bajaba las gradas, iba de un lado a otro, buscando una forma de
escapar. Pero pronto comprobé la completa inutilidad de mis
esfuerzos: aquí no hay salidas, ni entradas, sólo está la llanura,
polvorienta y sin una brizna de vegetación, que se extiende
por todos los lados, mucho más allá de lo que puede abarcar
la vista. Innumerables veces traté de reanudar mi charla con el
viejo. Me acercaba a él, le hablaba, le rogaba, incluso llegaba
a zarandearlo. Era inútil. No me contestaba, no me miraba,
como si no existiese. Y lo mismo ocurrió con todos aquellos a
los que me dirigí. Desesperé entonces y empecé a pasar los días
hecho un ovillo en el polvo o en las gradas. No sé cuanto tiempo
duró esa situación. Quizás fuesen semanas, meses o años. No
lo sé. Simplemente recuerdo que quería acabar, que de hecho
me estaba acabando. Y sin duda así habría ocurrido, si no llega
a ser porque una mañana, poco después de que nos sacaran,
noté que el viejo no estaba entre nosotros. No di importancia
a su ausencia. En realidad, nada, ni nadie me importaban. Aún
quedaban restos de tibieza en el aire cuando descubrí, lejos,
muy lejos, puntos que se desplazaban en el cielo. Al pronto
no supe muy bien que podrían ser, pero no tardé en imaginar
que eran. Grité, señalé, traté de llamar la atención del resto de
los hombres. Fue inútil. Nadie me hizo caso, nadie miró a los
puntos que seguían planeando lejos, muy lejos, y si alguien lo
hizo no dio la más mínima señal de ver nada. Reí; reí entonces
como si todo en mí fuese risa; reí mientras el sol avanzaba hacia
lo más alto; reí hasta caer al suelo; reí hasta que mi conciencia
se adormeció en la negrura; reí hasta que de pronto comencé
a sentir que un pitido taladraba mis oídos. No hice caso y creí
seguir riendo ovillado en el polvo. Sin embargo, el pitido,
agudo e interminable, no tardó en verse acompañado de unos
golpes como de martillo en las sienes. Al principio leves, fueron
haciéndose cada vez más fuertes, hasta el punto que temí que mi
cráneo se partiese en pedazos. Dejé de creer que reía y me llevé
las manos a la cabeza con la vana pretensión de usarlas de escudo;
16 pero los golpes continuaron, al tiempo que miles de agujas, tan
pronto al rojo vivo, como hechas de hielo, se clavaban en mi
cerebro. El aire ya no entraba en mis pulmones y el corazón latía
desbocado. Imágenes de tacto arenoso bailaban por dentro de
mis párpados cerrados; se estiraban y se encogían, se retorcían
y fragmentaban en un fondo de sangre y entre destellos
blancos. Eran buitres, decenas de monstruosos buitres. Algo
dentro de mí se rebeló y me puse en pie de un salto. Sudoroso,
jadeante, temblando, me vi en medio del atardecer. Busqué
con los ojos al hombre que mejor lo hacía. Como siempre, allí
estaba, junto a las gradas, de espaldas a la caída del sol, mirando
hacia la parte del cielo donde la oscuridad progresaba. Fue en
aquel momento cuando me acerqué a él y comencé a imitarlo.
Y lo seguí imitando no sólo aquel atardecer, sino también el
siguiente y el siguiente y el siguiente, por un tiempo del que
mi memoria no guarda medida. Nunca logré ver otra cosa que
el progresivo avance de las tinieblas y las nubes bajas, cayendo
sobre nosotros como la tapa de un ataúd. Sin embargo, aquella
repetida visión de nada no disminuyó un ápice mi necesidad
de intentarlo cada atardecer; muy por el contrario, la aumentó,
como si se alimentara y creciese con la repetición del fracaso.
Los días seguían siendo iguales a sí mismos; sin embargo, yo ya
no me sentía el mismo. Había dejado de pasar el día ovillado
en el polvo o en las gradas, esperando y deseando el fin. Ahora,
mientras el sol recorría lentamente el cielo haciendo suyas todas
las cosas, yo pensaba que ya no era de él, que ya había vuelto a
pertenecerme a mí mismo, que, en cuanto llegase el atardecer,
lo volvería a intentar y, ¡esta vez, sí!, lo lograría.
Ocurrió un atardecer. Estaba dando mi paseo diario,
dispuesto ya a acercarme al hombre que mejor lo hacía, cuando
oí un grito a mis espaldas. Aquello era extraordinario, así que
alarmado me giré y busqué el origen del grito. Era uno de los que
también miraban. Señalaba a las gradas. Miré en la dirección
indicada. Yo estaba algo alejado, pero podía imaginar lo que
tantas veces había visto: el hombre que mejor lo hacía. Llevaba
la misma ropa tosca que todos, pero en él daba la impresión de
mayor ligereza y menor bastedad. De espaldas a la caída del sol, 17
miraba hacia la parte del cielo donde la oscuridad progresaba.
Tenía la cabeza ligeramente adelantada con respecto al tronco,
que, a su vez, se inclinaba hacia el frente. Su inmovilidad era
completa y los ojos parecían flechas a punto de volar, impulsadas
por el tenso arco que formaba su ceño alzado. Incluso la pequeña
barbilla pugnaba por salir de la bolsa de la papada, aferrándose
a la repentina solidez que le ofrecían las mandíbulas apretadas
con fuerza y la sonrisa que parecía llenar de firmeza el rostro.
Sus brazos y piernas, cortos y delgados, parecían resortes en el
instante previo a saltar lejos, muy lejos… El hombre que había
gritado, volvió a gritar. Hacía tanto tiempo que no escuchaba
una voz humana que, al principio, no entendí sus palabras. Pero
pronto logré captar el significado. Exclamaba:
–¡Mirad! ¡Las ropas! ¡Se mueven! ¡Lo está viendo, lo
está viendo!
Desde mi posición y a la luz turbia y enrojecida del
atardecer no alcancé a ver el movimiento de las ropas. Quise
acercarme, pero un pensamiento me retuvo. Si él lo estaba
viendo, si estaba moviendo sus ropas, es que estaba allí, entre
los dedos del aire, y entonces yo también podría verlo. Miré.
Miré con todo mi ser. Miré como nunca antes había mirado.
Miré hasta que la oscuridad y las nubes bajas cayeron como la
tapa de un ataúd. Miré hasta que llegó la hora de entrar. Mire y
miré, pero no logre ver nada, absolutamente nada.
A la mañana siguiente el hombre que mejor lo hacía
no apareció, ni nunca más volvió a aparecer. Antes de que el
silencio cayera de nuevo entre nosotros, corrió de boca en boca
el rumor de que había logrado escapar. Pronto ese rumor se
convirtió en convicción absoluta. Desde entonces ya nadie duda
de que sea la única manera, y todos lo hacen. Yo no. Sé que no
escapó. El mismo día de su desaparición lo supe. Se lo dije a los
demás, pero no me creyeron. Se los señalé, pero no quisieron
mirar. Por eso he dejado de hacerlo. Porque yo los vi el día de su
desaparición. Los vi con claridad, en la lejanía, como puntos en
el aire, sobrevolando la ardiente e interminable llanura.
18
COMO POR ARTE DE MAGIA 19

E s difícil de creer, pero fue un cambio rápido, de


golpe, en un abrir y cerrar de ojos. Al principio,
tenía una hoja larga y limpia, y un puño y un brazo y un pecho
henchido sobre el que se alzaba una cabeza de pelo encrespado.
Pero eso fue al principio, durante unos segundos que parecieron
hacer eternos la respiración de la olla y el goteo del grifo en el
fregadero; luego, de golpe, en un abrir y cerrar de ojos, sesgó
el aire al encuentro del grito. Ahora ya no tenía el puño, ni el
brazo, ni el rostro afilado con barba de unos días; ahora tenía la
hoja sucia y hundida, y la empuñadura al aire, entre dos pechos
pequeños, redondos, todavía duros, a un palmo de una melena
negra desparramada por el suelo y de un bonito lunar en una
mejilla carnosa, cada vez más pálida. Es difícil de creer; lo sé.
Pero fue así, tal y como os lo cuento, mientras del patio llegaban
los ecos de las charlas de los tendales: un cambio rápido, de
golpe, en un abrir y cerrar de ojos, como por arte de magia.

20
DE PELÍCULA 21

D icen que cuando morimos vemos la película


completa de nuestra vida. Eso dicen y eso fue lo
que le pasó a nuestro héroe… Bueno, no del todo. Cierto que
en el momento en que su coche se estrelló contra el árbol, pudo
contemplar toda su existencia; pero no es menos cierto que
matarse no se mató. Quedó bastante maltrecho y salvó la vida
gracias a la rápida intervención de los servicios sanitarios. Sin
embargo, cuando despertó en la cama del hospital, no pareció
dar mucha importancia al hecho milagroso de seguir vivo.
Vendado como una momia, con las piernas colgando de unas
pesas, los brazos asaeteados de agujas epicraneales y rodeado
por enigmáticos aparatos, únicamente tenía pensamientos para
una cosa: aunque sólo había durado un instante, no podía sino
admitir que la película de su vida le había aburrido de forma
soberana. Con un argumento pobre, una trama deshilvanada,
unos personajes ramplones, unas peripecias sin interés y ni un
solo efecto especial, carecía por completo de tensión y ritmo,
y resultaba plana y monótona hasta la extremaunción. Morirse
era inevitable, pero no lo era tener que hacerlo entre bostezos.
Nuestro héroe decidió cambiar la película de su vida.
Nada más salir del hospital después de una larga
convalecencia, puso manos a la obra. Lo primero que hizo fue
transformar el aspecto del protagonista, o sea, de él mismo. Se
peinó el pelo hacia atrás, se dejó unas patillas largas y finas, y
en vez de los trajes de corte clásico que siempre había llevado,
comenzó a vestir ropas juveniles, siendo sus preferidas los
pantalones y chaquetas de cuero negro. Su mujer, amigos
y compañeros de trabajo achacaron estos cambios a unas
comprensibles, aunque algo extravagantes, ganas de vivir,
nacidas de haber estado tan cerca de la muerte. Más difícil les
resultó dar explicación a las otras nuevas peculiaridades de
nuestro héroe. Ahora, era un gesto muy suyo mirar todo a través
de la ventana que simulaba formar ante sí uniendo, con la punta
de los pulgares extendidos, las palmas de las manos abiertas;
también se había vuelto muy típico en él cambiar el lugar o
22 la postura de la gente, aunque para ello tuviese que emplear
empujones o descruzar brazos y piernas ajenos con sus propias
manos; a veces, se empeñaba en modificar las conversaciones,
y si alguien, por ejemplo, decía: “Tengo sueño”, no cejaba hasta
que ese mismo alguien rectificaba y sentenciaba: “Toda la vida
es sueño; y los sueños, sueños son”. Se empezó a hablar de shock
post-traumático y de traumatismo craneal.
Nuestro héroe, conocedor de estos rumores, disimulaba
y se reía para sus adentros. Sin embargo, no tardó en darse
cuenta de que, salvo por las redobladas atenciones de su mujer
y la actitud conmiserativa de los amigos, todo seguía igual. Su
vida continuaba siendo plana, monótona y aburrida. Se dijo,
entonces, que para hacer una buena película de su vida no
bastaba con cambiar el aspecto del protagonista, perfeccionar
los encuadres o mejorar la forma de actuar y decir del reparto,
sino que era necesario una buena historia, un argumento
bien construido, lleno de conflictos, enredos, giros y golpes
inesperados. Durante una larga temporada vio centenares de
películas y leyó centenares de guiones. Cuando consideró que
estaba bien documentado, se puso manos a la obra. Tuvo su
primera gran ocasión con la muerte repentina del socio del
jefe de la empresa para la que trabajaba. Ni corto, ni perezoso
decidió aprovechar la oportunidad dramática. Fue un verdadero
clímax, un plano cargado de intensidad y tensión, cuando, en el
momento en que el silencio era más recogido y el pesar llenaba
todos los corazones, nuestro héroe, señalando con un índice
el ataúd y con el otro al jefe, acusó a éste de haber asesinado a
su socio para quedarse con toda la empresa. ¡Qué gritos!, ¡qué
miradas!, ¡qué gestos!, ¡qué caras de sorpresa e indignación! Sí,
fue una escena realmente conseguida, tan bien realizada que
sólo tuvo que gritar media docena de veces “¡corten!”, cambiar
de posición a tres enlutados asistentes y rectificar apenas un
par de líneas de diálogo. Todo un éxito, por más que fuera
expulsado de malas maneras del camposanto y del trabajo.
No le duró mucho la alegría a nuestro héroe por este
logro. Pasadas unas semanas, tuvo que reconocer que su vida
había caído de nuevo en el tedio y la monotonía. Todo el día 23
en casa y sin nada que hacer, sus días transcurrían iguales,
repitiéndose los unos a los otros de forma cada vez más apagada,
como un eco que se extingue. Entonces volvió a ver los mismos
centenares de películas, volvió a leer los mismos centenares de
guiones y, documentado, volvió a poner manos a la obra. Con
gran sentido de la ambigüedad y el equívoco, fue sembrando
indicios ante su esposa que parecían indicar una probable
infidelidad por su parte. La mujer, al principio incrédula, más
tarde suspicaz y al cabo celosa, terminó por descubrir una
apasionada carta de amor que nuestro héroe había olvidado
de forma astuta en el bolsillo de la chaqueta. En esta ocasión
no tuvo que realizar ningún corte, ni cambiar ninguna línea
de diálogo. Todo salió redondo, perfecto, en tiempo real, en
plano secuencia. Fue en la cena como mandan los cánones. Ella
actuó y habló como si nada supiese, él actuó y habló como si
nada temiera; ella le tendió en los postres la trampa adecuada,
él cayó en la celada de la forma exigida; ella entonces acusó, él
entonces negó; ella esgrimió la carta, él balbuceó; ella se puso
en pie, él se encogió en el asiento; ella gritó, él rogó; ella le exigió
el divorcio, él se lo concedió; ella salió dando un portazo, él se
quedó en la cocina con la satisfacción del artista que alcanza su
obra cumbre.
Sin trabajo y sin esposa, recurrió a los amigos. Ya tenía
pensada una emocionante historia: Juan, íntimo amigo de Luis,
intentaría asesinar a éste por ser amante de su esposa. La escena
cumbre se produciría en el domicilio de Luis. La atmósfera sería
tensa, la iluminación dura, los diálogos broncos, los silencios
cargados; Juan, mascando la rabia, sacaría una pistola ante el
rostro demudado de Luis; Juan, vengativo e inmisericorde,
apuntaría a Luis que, indigno y cobarde, imploraría por su vida;
Juan soltaría una carcajada sardónica, Luis un lastimero gemido;
ya aprieta el gatillo Juan cuando, de improviso, nuestro héroe
aparece en el plano y, arrojándose sobre el hombre armado,
logra desviar el disparo en el postrero instante; la bala haría
añicos el costoso jarrón de porcelana china favorito de la mujer
24 de Luis… Sin embargo, nuestro héroe no tuvo oportunidad de
dar realidad a tan magnífica escena. No sólo Juan y Luis, sino la
totalidad de amigos y conocidos huían nada más verlo, hartos
de tener que salir o entrar, sentarse o levantarse, hablar o callar,
según ordenara nuestro héroe con su particular sentido del
ritmo y la tensión. Dolido por este fracaso, durante un tiempo
se dedicó a hacer exteriores. Era frecuente verlo en la calle
deteniendo el tráfico, reordenando a su gusto el deambular de
la gente o tratando de persuadir a un orondo carnicero de que
cambiase tanto de naturaleza como de negocio, pues lo que él
en verdad necesitaba para su escena, allí y precisamente allí, no
era una carnicería sino un restaurante italiano y un cocinero
con aspecto y ademanes de prima ballerina.
Cierto día, se le acercaron dos individuos. Con gran
pompa le dijeron que eran de “jólivud” y deseaban proponerle
un “gud bisnis”. Todo orgulloso se subió con los dos individuos
a la ambulancia. Pasó el resto de sus días en un psiquiátrico.
Fue bastante feliz, y era digno de ver el entusiasmo, la seriedad
y el empeño que ponían el resto de los pacientes en seguir sus
sabias instrucciones de director experimentado. Lo malo fue
cuando trató de hacer una versión de “Rebelión en la granja”. El
entusiasmo, la seriedad y el empeño que pusieron entonces los
pacientes en el proyecto alcanzaron tal grado que los médicos,
alarmados, recluyeron en total aislamiento a nuestro héroe por
una larga temporada.
Falleció a los ochenta años. Dicen que murió diciendo:
“Éste es el comienzo de una gran amistad”

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26
COMUNICADO INTERNO 27

L o primero es cazar a uno. Pero cuidado, esos cerdos


suelen ir en bandas como los lobos y no conviene
enfrentarse a ellos cuando están juntos. Por lo tanto, vigiladlos,
estudiad sus rutinas: cuándo salen, cuándo entran, a dónde van,
de dónde vienen, por dónde pasan. Una vez que conozcáis sus
recorridos habituales, seguidlos sin que os adviertan, esperad
a que se separen y continuad tras la pista del que veáis más
débil. Escoged una noche oscura, un barrio alejado, una calle
solitaria. Desplegaros de tal forma que cerréis cualquier vía de
escape. Comprobad que no haya testigos. A un gesto de vuestro
jefe, os abalanzáis todos a una. Si la pieza se resiste golpeadla,
pero teniendo buen cuidado de que no pierda el conocimiento
¡debe saber lo que le pasa! Cuando lo tengáis inmovilizado, le
comunicáis la sentencia, pero sin insultos ni gritos, ecuánimes
y serios, como lo que realmente somos, los legítimos ejecutores
de lo que todo el mundo piensa: que estamos hartos de que
nos quiten nuestros trabajos, de que asalten nuestras viviendas,
de que ensucien nuestras calles, de que no sigan nuestras
costumbres, de que amenacen nuestra civilización, de que
miren a nuestras mujeres… Después rociadlo bien. Esto es
muy importante: sin empaparlo a conciencia de gasolina es
difícil que prenda. Luego le dais fuego, sacáis unas fotos y
salís corriendo. Por ahora somos pocos y no conviene que nos
detengan. El valor se nos supone, no tenemos que demostrarlo,
sino ser eficaces. Buena suerte.

28
TIEMPO DE DESCUENTO 29

–¡¿I mportante?! –exclamó el hombre como


sorprendido por la pregunta. Luego añadió
con tono dramático: –Es nuestra última oportunidad.
Estaban de pie en el vestíbulo. La mujer trataba de
colocar bien el abrigo y la bufanda al hombre, que no paraba
de moverse.
–Seguro que tenemos suerte –le animó la mujer.
–¡Más nos vale!
–Pero no te pongas muy nervioso, ¿me lo prometes?
“Te lo prometo” contestó el hombre. Había abierto la
puerta del piso. En la escalera reinaba el silencio. La luz de la caída
de la tarde penetraba por una pequeña ventana y dibujaba un
recuadro amarillento en el suelo. El hombre cogió el ascensor. El
ruido del mecanismo ronroneó durante unos segundos. Cuando
cesó, la mujer se asomó por el hueco de la escalera.
–Y no te quites la bufanda que hace mucho frío – gritó
la mujer.
Esta vez el hombre no contestó. La mujer siguió
asomada hasta que oyó el golpe de la puerta del portal;
entonces suspiró y entró en el piso. Cerró el armario del
vestíbulo y se dirigió a la sala de estar. La televisión, encendida
pero sin sonido, mostraba imágenes de hombres en camiseta y
pantalones cortos detrás de un balón. La mujer sonrió, se sentó
y cambió de canal. Escogió uno que daba imágenes de parajes
naturales. Le gustaban aquellos paisajes de ríos estrechos, de
valles encajonados, de laderas empinadas pobladas de bosques,
de paredes rocosas cubiertas en las altas cumbres de mantos
de nieve. Si antes había sonreído como una madre ante las
travesuras de un niño, ahora sonreía como una muchacha.
Recordaba las excursiones que hiciera con su marido en los
tiempos en que empezaban a ser novios, apenas tres años atrás.
Habían caminado por riberas similares, aturdidos por el fragor
de las aguas jóvenes y bravas; habían explorado valles y bosques
semejantes, avanzando, retrocediendo, subiendo, bajando,
según lo abrupto del terreno o lo espeso de la vegetación les
30 cerrara o les abriera el paso; incluso habían ascendido cumbres
parecidas por caminos empinados, estrechos, pedregosos,
de excitantes vértigos. Su sonrisa se amplió con hoyuelos de
travesura, cuando la imagen de un gran roble junto a una cabaña
de montaña le trajo a la mente la primera vez que hicieron el
amor. “¡Eso sí que eran buenos tiempos!” exclamó de repente.
Se asustó al oír el sonido de su propia voz. No era que temiese
hablar a solas porque lo creyera síntoma de locura. Desde niña
había tenido esa costumbre y de mayor la había conservado
sin que nunca le hubiese preocupado lo más mínimo. Por el
contrario, le gustaba hablar en voz alta consigo misma. Le
ayudaba a pensar, a concentrarse, a realizar con más empeño
y eficacia las tareas que en cada caso le ocuparan. No, no era
eso. Era que últimamente temía lo que se pudiese decir. No
se le escapaba que, hasta cierto punto, ese temor era absurdo.
Después de todo, su voz era suya y ella era ella, ¿qué se podía
decir que ya no supiese? Aunque, por otro lado, ¿no sería ese
precisamente el problema? Siempre había respetado mucho las
palabras. Para ella no eran simples sonidos con significados más
o menos precisos, más o menos importantes; para ella, cada vez
que una palabra salía de la boca de alguien, se convertía en un
ser invisible, pero activo, que permanecía ya para siempre en la
vida de los que habían hablado y escuchado, bien como ángel,
bien como diablo.
Apagó la televisión, se levantó y salió al vestíbulo. Fue
recorriendo el piso de setenta metros cuadrados, habitación
por habitación. Primero la cocina, amplia, luminosa, con
todos los electrodomésticos recién estrenados: la cocina con
horno, el frigorífico de tres estrellas, el microondas inteligente,
el calentador estanco, y los armarios tan cómodos, chapeados
con melamina imitación a cerezo, a juego con la mesa y las
cuatro banquetas; después el baño, de dimensiones demasiado
reducidas para su sueño de una bañera de hidromasaje, aún más
empequeñecido por la imprescindible presencia de la lavadora
pero, al fin y al cabo, limpio y funcional; luego, la futura
habitación de los niños, todavía sin amueblar, mucho dinero
todo de golpe, utilizada a la sazón como trastero y cuarto de 31
la plancha; por último, su orgullo, el dormitorio, donde había
desarrollado, sin más trabas que las dimensiones, sus particulares
gustos decorativos. Las paredes, de un suave tono gris perla,
roto por media docena de litografías de cuadros abstractos
e impresionistas, contrastaban con los muebles: la cama de
bancada invisible y sin cabecero, con una gran plataforma color
ébano; las mesillas en el mismo color, con soportes livianos y
detalles en acero; el armario de puertas correderas estilo japonés;
la cómoda ancha, sencilla, bajo un gran espejo de marco color
ceniza. La mujer entró en el dormitorio y acarició las hojas del
ficus y las ramas colgantes de la esparraguera que daban una
pincelada de verde vivo a ambos lados de la ventana. Apoyó
la frente en el cristal y miró al exterior. La nueva urbanización
languidecía en una quietud descarnada. Los bloques de pisos,
simétricamente distribuidos, parecían darse la espalda, como
absortos en la reflexión sobre su propio sentido. Filas de árboles
jóvenes, clavados como delgados mástiles desnudos, pugnaban
por enraizar en las tiras de tierra que flanqueaban las amplias
calzadas y aceras. Había unos pocos coches aparcados; y las
farolas, altas y estilizadas, aún esperaban su hora. La mujer se
apartó de la ventana, se giró con brusquedad y contempló por
unos segundos el alegre colorido de los cojines coquetamente
distribuidos sobre la cama estilo Zen. “¡No!, ¡no!, ¡no!” gritó
de repente como tratando de contener con aquella triple
negación las palabras que pugnaba por salir de la garganta.
Casi corriendo salió del dormitorio y volvió a la sala de estar.
Se sentó y trató de concentrarse en la respiración. Los minutos
pasaban lentamente, de puntillas, como temerosos de romper
el silencio. La presión en la garganta fue desapareciendo poco
a poco. Sumida en la creciente oscuridad, la mujer miraba el
vacío. En el exterior, a las farolas ya les había llegados su hora
e iluminaban, con una luz todavía amarillenta, a un hombre
y un perro que pasaban junto a un gran cartel de promoción
inmobiliaria.
Eran las diez de la noche. La mujer acababa de hacer
32 la cena. Oyó el ruido del ascensor, la llave deslizándose en la
cerradura, la puerta abriéndose y cerrándose, los pasos en el
vestíbulo. Esperó sonriente. El hombre apareció en el umbral
de la cocina. No se había quitado el abrigo y llevaba la bufanda
en la mano. Tenía los hombros hundidos y la cabeza baja.
–¿Qué ha pasado? –preguntó ansiosa la mujer.
El hombre dio un paso; levantó la cabeza; su rostro era
una caricatura de la desolación.
–¿No ha habido suerte? –volvió a preguntar la mujer,
dando a su vez un paso.
El hombre negó y se cubrió la cara con la mano que
sostenía la bufanda. Sus hombros comenzaron a agitarse,
contenidos.
–No te preocupes –trataba de consolarlo la mujer,
sinceramente preocupada por el disgusto de su marido.
La agitación de los hombros crecía por momentos.
–Seguro que la próxima vez…
De pronto, desde detrás de la mano, brotaron unas
carcajadas incontenibles. El hombre descubrió el rostro y exclamó:
–¡Ha sido grandioso!, ¡épico!, ¡histórico! Nunca
agradeceré bastante a Esteban que me haya invitado.
–Entonces, ¿habéis ganado?
“Sí, tonta, sí: ¡hemos ganado!” proclamó con entusiasmo
el hombre, enarbolando la bufanda. Luego, se abrazó a la mujer
y la llevó bailando todo a lo ancho y largo de la cocina.
–En el tiempo de descuento, mi niña, en el tiempo de
descuento metimos el gol.…
Siguieron bailando. Giraban y giraban en torno a
la mesa. La mujer se dejaba llevar, se apretaba contra él, reía.
Cerró los ojos. Pegado el rostro al pecho del hombre sentía los
latidos, la respiración que acariciaba su cabeza; agarrada con
fuerza, sus pies apenas tocaban el suelo. Aguas bravas y jóvenes.
Valles y bosques. Cumbres. Vueltas y más vueltas. Un roble.
Una cabaña. Volaba.
Al cabo, exhaustos y jadeantes, se separaron y se
dejaron caer en las banquetas. Mientras recuperaban el aliento,
se miraron sonrientes, en silencio, todavía las manos enlazadas. 33
Cuando sus respiraciones se aquietaron, el hombre comenzó
a contar los pormenores del partido. Ella lo escuchaba sin
prestar atención a sus palabras. Se dejaba llevar por la música
de su voz, disfrutando por adelantado del momento en que él
terminara y ella, como si nada pretendiese, lo condujera adonde
ya cada poro de su piel deseaba y abría. El hombre continuaba
narrando el encuentro. Con tono sesudo y didáctico, habló
de la disposición táctica de su equipo: la defensa adelantada
y en línea, la superioridad numérica en el centro del campo, la
subida de los laterales, la presión asfixiante de los delanteros,
el buen trato del balón. Lamentó las múltiples oportunidades
perdidas; citó con tintes proféticos la vieja verdad futbolística
de “quien perdona, pierde”; recordó estremecido como a
diez minutos del final el equipo contrario les cogió en una
contra y a punto estuvo de marcar... Entonces el hombre se
interrumpió y se puso en pie. Tras unos segundos de calculado
silencio, continuó su relato con énfasis apasionado. Se movía y
gesticulaba, representando dramáticamente sus palabras.
–¿Te imaginas? El empate nos llevaba a segunda… y el
balón que no quería entrar y el reloj que corría y corría como
una liebre… Entonces, el muy hijoputa del cuarto árbitro saca
el luminoso y ¿lo querrás creer?: ¡sólo añade dos minutos!,
¡dos míseros minutos, cuando por lo menos tenían que ser
cinco! ¿Te das cuenta?: ¡sólo dos puñeteros minutos nos
separaban del abismo de segunda! ... Había que dar el último
arreón, atacar con todo. Los disparos desde fuera del área, los
centros a la olla se sucedían pero ellos, colgados del larguero,
eran como un frontón. ¡Ya solo quedaba un minuto!, ¡un solo
minuto!... Entonces, un defensa suyo saca el balón de la raya y
lo manda a corner. Es nuestra última oportunidad, suben todos
al remate ¡hasta el portero!, en la grada se produce un silencio
estremecedor, la tensión es insoportable, Gandarillas saca al
primer palo, Quique la peina y Cagigal solo en el segundo palo
remata, y ¡¡¡Gooooooolllllll…!!!
Y el hombre levanta los brazos, agita la bufanda,
34 corretea por la cocina. La mujer ríe y aplaude. Tras dar unas
cuantas vueltas, el hombre se detiene en el mismo sitio de
antes. Aún enarbola la bufanda y sonríe por unos segundos,
pero, poco a poco, los brazos caen y el rostro se vela en un
progresivo silencio. Sus ojos están inmersos en un punto donde
no puedan encontrar la mirada de la mujer, que ya no aplaude,
ni ríe. La bufanda pende de la mano, toca el suelo, movida
apenas por un ligero temblor. Los labios también se estremecen
y el ceño fruncido marca en la frente dos arrugas paralelas. De
pronto, como si volviera de ningún sitio, como despertado
por un resorte, con tono febril y el rostro descompuesto, el
hombre vuelve a contar ese último minuto. Y de nuevo finge
ser Gandarillas oteando el área desde el banderín, haciendo el
gesto secreto con la mano, golpeando el balón con la zurda y
el interior del pie; de nuevo simula que es Quique saltando,
moviéndose, fajándose, saliendo disparado hacia el primer
palo para peinar el balón; de nuevo es Cagigal, desmarcado
en el segundo palo, rematando a placer, alzando los brazos,
celebrando el gol. Y, ante la mirada ya alarmada de la mujer,
el hombre aún se aferra por tercera vez a su relato. Ahora lo
repite inmóvil, sin un gesto, sin una inflexión en la voz, con la
mirada perdida en el vacío, hasta que el grito de gol se le ahoga
en la garganta. Entonces se derrumba en la banqueta y sume el
rostro en las manos, la cabeza vencida a las rodillas.
La mujer, paralizada, le contempló en silencio por unos
segundos. Luego, con tono lleno de temor, le preguntó:
–¿Qué te pasa?
El hombre no contestó. Y ella lo prefirió así: que callara,
que no respondiese ni en un minuto, ni en una hora, ni en el
día siguiente, ni en todos los días siguientes. Sí, lo prefería de
esa manera… sin embargo, volvió a preguntar:
–¿Qué te pasa?
Y el silencio todavía duró un poco más. Y la mujer se agarró,
se apretó y se dejó llevar por él. Y en ese breve tiempo detenido creyó
escuchar el fragor de aguas bravas y jóvenes, el tremolar de las hojas, el
viento de las cumbres, los chasquidos del roble y los quietos susurros
de la cabaña. Pero entonces el hombre habló. 35
–¡¿Qué me pasa?! ¡Qué crees que me puede pasar!
– exclamaba, descubierto el rostro, mirando con fijeza a la
mujer – ¡Qué absurdo!, ¡qué estúpido y absurdo soy! ¡Qué me
importan a mi Gandarillas, Quique, Cagigal y todos los goles
del mundo! Nosotros sí que vamos a bajar a segunda; nosotros
sí que estamos en el tiempo de descuento. Dos semanas, sólo
quedan dos semanas y para nosotros no habrá gol en el último
minuto, ¿entiendes?, ¡no lo habrá!
La mujer percibió entonces su bullir en la garganta. Sintió su
sabor amargo, la quemazón en la lengua, el empuje brutal con el que
pugnaban por salir. Apretó los dientes, cerró los labios, se llevó las
manos a la boca. Pero nada pudo. Las palabras saltaron, inevitables,
una por una, en toda su extensión y exacto significado:
–Vamos a perder el piso, ¿verdad?
El hombre se levantó y se fue. La mujer oyó el golpe
seco de la puerta del dormitorio. Sola, en la cocina, supo que ya
estaban allí. En el piso. Invisibles y vivas, entre ellos.

36
ZAPATOS DE PIEL DE NAPA 37

C aminaba por la playa, junto a la orilla. El paso


lento, la vista baja, sus zapatos de piel de napa
marrón se hundían en la arena aún húmeda de la marea
anterior. Siguió andando un buen rato, ajeno al rumor del
mar y al sol que aparecía y desaparecía entre las nubes. A veces
sus labios se movían, acompañados de un aleteo fugaz de las
manos; entonces se detenía, alzaba la mirada y agitaba con
brusquedad la cabeza. Fue en uno de esos momentos cuando
descubrió al niño. Estaba de rodillas, al lado de un castillo de
arena. El agua ya alcanzaba los muros y el niño cogía puñados
de arena y trataba de reforzarlos. Era inútil. Las olas no cejaban
en su empeño, incontenibles, cada vez más fuertes. Al final, los
muros cedieron, el mar penetró en el interior, la torre se hundió
y el castillo entero no tardó en convertirse en un montón
informe de arena mojada. El palo que había hecho de mástil
fue arrastrado por la espuma.
“Que pena ¿verdad?” dijo el hombre. El niño lo miró
por un instante y, sin contestarle, cogió su pala de plástico y
llenó el cubo con la arena del montón que fuera castillo. Llevó
la carga unos metros más arriba de la línea de la marea, que
seguía avanzando. Repitió la operación varias veces con gesto
serio y concentrado. En ocasiones se detenía y, observando el
progreso de su labor, canturreaba por unos segundos. Luego,
con un brinco y una carrera, reanudaba su empeño. Cubo a
cubo, el montón fue creciendo. Por fin, el niño posó el cubo
y la pala, y dio unas vueltas en torno al montón. Lo miraba
con fijeza, desde diferentes ángulos, como sopesando si había
alcanzado el tamaño adecuado. Siempre con el mismo gesto
grave y absorto, ahora parloteaba para sí.
El hombre le había estado contemplando en silencio,
con la cabeza ladeada y un tanto abierta la boca, pero cuando
el niño se puso de rodillas y metió las manos en el montón de
arena, sus labios se cerraron de golpe y se arquearon en una
sonrisa. Y la sonrisa no tardó en hincharse y en hacerse risa;
y la risa, creciendo y creciendo, pronto explotó en carcajadas.
38 Unas carcajadas informes; unas carcajadas incontenibles; unas
carcajadas cada vez más fuertes que estremecían su cuerpo y le
hacían tambalearse. El niño lo miró con los ojos abiertos de par
en par, dudó por unos instantes, para de pronto salir corriendo
y desaparecer playa arriba. Y allí quedaron la pala, el cubo y el
nuevo montón de arena. Y también el hombre. Presa aún de las
carcajadas, no advertía que las olas ya le alcanzaban y dejaban
un palo en el charco donde se hundían sus zapatos de piel de
napa marrón.
UNA HUMILDE CEBOLLA 39

É rase una vez un cocinero de gran fama y talento.


Tenía un restaurante con un montón de estrellas,
tenedores y gente adinerada. Su carta elevaba al olimpo del
paladar a sacrificados representantes del mundo animal, del
vegetal e incluso del mineral. En sus bodegas atesoraba las
añadas más codiciadas. Entrevistado por periódicos, revistas,
radios y televisiones, gustaba de decir que “la cocina es una
metáfora de la vida”. Era un titular asegurado; ligero y digestivo
como su premiada “sopa de hierbas aromáticas”
Cierto día se encontraba solo en su casa. Atardecía y
desde el ventanal abierto del salón podía ver los últimos pasos
del sol, titilando en el mar camino de un horizonte encendido
de rojos y dorados. En el cielo las gaviotas trazaban lenguajes
secretos. Un rumor con gusto de sal acariciaba la atmósfera
tibia y serena. Suspiró, embargado por los pensamientos que
parecía posar ante sus ojos el batir constante y blando de las
olas. Empezaba a comprender el sentido último de todas las
cosas, cuando sintió la llamada inoportuna del apetito. Volvió
a suspirar, encantado con aquella aleccionadora paradoja que le
tornaba al cuerpo en el preciso momento en que se perdía en el
alma. Se levantó del sillón ergonómico y se dirigió a la cocina.
Arrebatado por la conciencia de la vanidad de las vanidades,
optó por una respuesta estoica a la demanda de su estómago:
haría una tortilla de patatas con cebolla. Rió para sus adentros,
orgulloso del desafío prometeico que con aquel sobrio plato
lanzaba a la totalidad del universo indiferente y frío. Cogió
un par de huevos, una patata grande y una humilde cebolla.
Quizás entonces una gaviota estuviese trazando en el cielo un
símbolo arcano; o una ola dejando en la arena el pecio de una
verdad profunda; o el rayo verde se hubiera disparado en el
horizonte como lejano faro de esperanza… Sí, quizás estuviesen
sucediendo todas estas maravillas allí fuera, mientras la noche
sacaba del armario de la galaxia su capa de leche y lentejuelas;
pero ¿qué importaba?, ¿acaso aquella humilde cebolla no había
sido cocinada en el horno de una supernova?, ¿acaso no estaba
40 hecha también de polvo de estrellas? Porque, en aquel preciso
momento, nuestro afamado y talentoso cocinero miraba la
cebolla que sostenía frente a sí con hamletianas maneras. Y
de esa guisa permaneció un buen rato, olvidados el estómago
y la tortilla de patatas, ajeno a la música de las esferas y al
eterno girar de los cielos, hasta que por alguna inefable razón
comenzó a pelar la cebolla. Desprendió la piel, que cayó al
suelo en ligero vuelo como una inútil envoltura de crisálida.
De pronto colombino, alargó el brazo cuán largo era y se
quedó contemplando con ojos de infinito océano el desnudo,
redondeado y rojizo bulbo; luego, acercó a su oronda panza
el preciado descubrimiento y empezó a quitar capa tras capa
de las entrañas de la indefensa cebolla. Al principio sus dedos
se mostraron mecánicos y hábiles, de cocinero experimentado;
pero, según se iban acercando al centro del bulbo, fueron
adquiriendo un progresivo temblor de ansiosa búsqueda. La
cada vez más disminuida cebolla parecía saltar y bailar entre
las yemas, como si pugnara por huir del creciente hervor de
las manos. Las capas caían blandas al suelo, al modo de trozos
aún curvados de pelota. Al final, ya menor que una canica,
exhaló su última capa y el cocinero se quedó sin nada entre las
manos. Fuera, la noche ya había desplegado su capa de leche y
lentejuelas, las gaviotas dormían en los acantilados, el rumor del
mar salaba el silencio y el débil resplandor de la espuma trazaba
líneas fantasmales a los pies de la arena. Pero el cocinero no
lloró. Nunca había llorado en su vida, ni siquiera cuando de
pinche cortaba ajos, patatas y cebollas, ¿por qué iba a hacerlo
ahora? No, no había motivo alguno, por más que la Luna fuera
nueva y se escondiese de la sed de plata de la Tierra. Después de
todo, quizás la cocina fuese una metáfora de la vida, pero si de
algo pretendía estar seguro ahora era de que la vida nunca sería
una metáfora de las humildes cebollas.
Se fue a la cama sin cenar y soñó con sopa de estrellas.

41
42
LA MIRADA MÁS TRISTE 43

E l repartidor tenía la mirada más triste que había


visto en su vida. Al menos eso pensaba Roberto
Güemes. Se lo encontraba todas las mañanas desde que le
trasladaran a las nuevas oficinas de la Delegación. De eso hacía
ya un par de meses. Sobre los sesenta años, bajo, menudo y
con un bigote un tanto ridículo, llevaba bandejas de pasteles
y tartas de una furgoneta a una lujosa cafetería de aquella
zona céntrica de la ciudad. Los primeros días no reparó en él.
Embutido en un abrigo ya un tanto raído, con paso cansino y la
vista baja, siempre caminaba hacia el trabajo ensimismado. Lo
había hecho así durante los casi veinte años que había estado
trabajando en las antiguas oficinas y así lo hacía ahora, sin que
el cambio de lugar y trayecto despertase en él la más mínima
curiosidad. Sin embargo, una mañana sus respectivos trayectos
los aproximaron tanto que estuvieron a punto de chocar. Fue
entonces, aún con el sobresalto de quien es arrancado de súbito
de sus pensamientos, cuando las miradas de ambos se tropezaron
por primera vez. El encuentro apenas duró un instante. El viejo
repartidor, cargado de bandejas, le sorteó con gran habilidad
y, sin decir una palabra, siguió su camino en dirección a la
cafetería. Roberto Güemes, en cambio, se quedó parado en
medio de la acera. Pegada al costado, su mano derecha agarraba
con fuerza el asa del portafolio; la izquierda, alzada hasta el
pecho, había quedado paralizada en el instintivo ademán de
amortiguar el choque. La inmovilidad duró unos segundos,
luego reanudó el camino. Su andar era ahora más rápido y
balanceaba el portafolio con fuerza, como si se empujara con
él. Sentía un nudo en el estómago. Llegó a la oficina, saludó con
un gesto a los compañeros y se sentó a su mesa. Quiso entonces
ponerse a trabajar pero no pudo. Aún veía frente a sí la mirada
del repartidor. Y la siguió viendo durante todo el resto de la
jornada. Cuando se fue a dormir, decidió que a la mañana
siguiente buscaría los ojos del repartidor para comprobar si
su mirada era tal y como la había sentido o si todo había sido
producto de la ocasión y de la mente. La mirada más triste del
44 mundo flotó en sus sueños.
Salió de casa más temprano de lo habitual. Al llegar a
las cercanías de la cafetería pudo comprobar que el repartidor
no había llegado. Consultó el reloj: era demasiado pronto. Se
demoró mirando los escaparates de las tiendas, aún cerradas.
Pasaron veinte largos minutos. Roberto Gúemes tenía la
impresión de que todos los adormilados viandantes que pasaban
junto a él sabían la razón de la espera y le miraban riendo para
sus adentros. Cuando ya su paciencia y vergüenza llegaban al
límite, observó con el rabillo del ojo que la furgoneta estaba
aparcando. Esperó a que el repartidor saliera del vehículo y
cargase con las bandejas de pasteles y tartas. Calculó la velocidad
de los pasos y la distancia que los separaba. Echó a andar. Con
la cabeza inclinada, miraba por debajo de las cejas. Poco a poco
los trayectos de ambos se fueron acercando. Diez metros, cinco
metros, dos metros. Roberto levantó apenas lo necesario la
vista... La mirada del repartidor le estaba esperando. Le pareció
que brotaba mortecina de unos ojos oscuros, se asomaba tímida
al mundo por un instante, para languidecer en unas cuencas
hundidas, y extenderse y depositarse como una niebla cenicienta
por todo el rostro. Al verla, sintió un chasquido de hojas secas,
un olor a lluvia, un tacto de sombras, como si, de repente, caído
de algún ayer, estuviera sosteniendo en la palma de la mano un
ser frágil en el último pálpito. Roberto Güemes fue el primero
en apartar la vista. Empujándose con el portafolio, se alejó con
paso rápido y un nudo en el estómago. Tenía la sensación de
que la mirada del repartidor le seguía, clavada en su espalda.
Cuando llegó a las puertas de la Delegación, se volvió con
torpe disimulo. El repartidor ya no estaba a la vista, pero la
mirada más triste que había visto en la vida parecía aún flotar
ante a sus ojos.
A sus cuarenta años, Roberto Güemes ya no esperaba
nada de la vida, pero tampoco pensaba desesperar por nada.
Si bien admitía que no había alcanzado sus sueños juveniles,
consideraba que estos no se habían tornado, con el paso del
tiempo, en pesadillas que le atormentasen con la frustración o
el arrepentimiento, sino en desvaídos recuerdos merecedores 45
tan sólo de una sonrisa comprensiva o, simplemente, de un
completo olvido. Sin aparente nostalgia por el pasado, al parecer
sin temor al futuro, su existencia transcurría en un presente que
estimaba inmutable y hasta quizás eterno. Llevaba una vida bien
organizada, aunque algo solitaria. No gustaba de sobresaltos,
ni de complicaciones, prefiriendo una monótona tranquilidad
a la excitación de las novedades. Orgulloso de sus principios,
detestaba a quienes pretendían defender valores morales
elevados, cuando, en realidad y según él, tan sólo recubrían
de bellas palabras inconfesables intereses y debilidades. A su
entender, cada individuo era una fortaleza en un paraje repleto
de trampas, trincheras y escaramuzas. Combatir era absurdo;
pactar, racional. “Vive y dejar vivir” le gustaba sentenciar desde
un cómodo y amable egoísmo.
Roberto Güemes se tenía, pues, por hombre
pragmático, con gran control de sí mismo y poco dado a
fantasías y sentimentalismos, por eso no lograba entender la
razón de que la mirada del repartidor le perturbase de tal forma.
Pero así era. Los encuentros se fueron sucediendo y, cada vez
que su mirada se cruzaba con la mirada del repartidor, el mismo
doloroso sentimiento invadía su ser y ya no le abandonaba.
Mucho reflexionó al respecto y muchas teorías elaboró para
tratar de explicarlo, pero ni el mucho tiempo, ni las muchas
teorías lograron satisfacer su razón y evitar el malestar. Dada su
forma de ser y de ver el mundo, parecía evidente que la mejor
manera de resolver el problema era salir de casa unos minutos
antes. De hecho, pasados unos días del primer encuentro, todas
las noches se acostaba con ese propósito; pero, para su propia
sorpresa y aunque hubiese madrugado media hora más, siempre
había algo que le demoraba el tiempo suficiente para cruzarse
con el repartidor. Eran demoras absurdas, sólo justificables por
el deseo inconfesado de ver la mirada más triste del mundo.
Y, en el fondo, él lo sabía. Con el transcurrir de las semanas,
la situación llegó al extremo de afectar a su trabajo. Por unos
descuidos incomprensibles en su probada eficiencia, traspapeló
46 dos importantes expedientes. El caso no llegó a mayores porque
otro funcionario advirtió el error; pero, para su vergüenza y
humillación, recibió una advertencia del director. Entonces
decidió tomar cartas en el asunto: abordaría al repartidor.
A la mañana siguiente de tomar la resolución, Roberto
Güemes no vio al repartidor de mirada más triste del mundo;
en su lugar, un joven transportaba las bandejas de pasteles y
tartas de la furgoneta a la cafetería. Dio un suspiro de alivio,
relajó el paso y llegó al trabajo con una alegría desbordante.
Durante toda la jornada charló de forma animada, y hasta hizo
un par de torpes bromas para sorpresa de sus compañeros de
oficina. Desafiante, tuvo incluso la audacia de tomar un café
y un croissant a media mañana en la cafetería donde el viejo
repartidor llevaba las bandejas de pasteles y tartas. Volvió a casa
sintiéndose el de antes, el de siempre, él mismo. Por primera
vez en mucho tiempo durmió sin soñar con la mirada más
triste del mundo. Ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro,
apareció el viejo repartidor. Sin embargo, existía la posibilidad
de que estuviese de baja o de vacaciones, por lo que, aunque
esperanzado, decidió no echar las campanas al vuelo. Cuando
pasó una semana sin que apareciese, estuvo casi seguro de que el
joven repartidor había sustituido de forma definitiva al viejo.
Cabría pensar que las aguas volvieron a su cauce
y Roberto Güemes a ser definitivamente quien era: el
funcionario serio y eficaz, ni atraído, ni rechazado por el
resto de sus compañeros. Sin embargo, no fue así. Su obsesión
–como acabó por calificarla– tomó un inesperado curso.
Lejos de temer el encuentro con el viejo repartidor, ahora iba
cada mañana camino del trabajo con la esperanza de verlo… y
cada mañana sólo hallaba al joven que tarareaba canciones de
moda mientras transportaba las bandejas de pasteles y tartas.
Entonces su paso se ralentizaba y su portafolio pendía inerte
de la mano, como a punto de desprenderse. El doloroso nudo
en el estómago que sintiera antes cuando se cruzaba con el viejo
repartidor, se había transformado en un no menos doloroso
vacío por su ausencia. Ahora, donde quiera que estuviese, le
parecía sentir un chasquido de hojas secas, un olor a lluvia, un 47
tacto de sombras; ahora, pusiera la vista donde la pusiese, veía
aquella mirada mortecina que brotaba de unos ojos oscuros y
unas cuencas hundidas, y le cubría con una niebla de tristeza.
De nuevo volvió a no entender lo que le pasaba, de nuevo
volvió a tener problemas con su trabajo, de nuevo volvió a
soñar que sostenía en la palma de la mano un ser frágil en el
último pálpito. Como caído de algún ayer. Al cabo, reconoció
que necesitaba saber que había sido del hombre con la mirada
más triste que había visto en su vida.
Aquella mañana, Roberto Güemes se levantó a la
hora habitual y salió de casa dispuesto a interrogar al joven
repartidor. Le encontró en el lugar acostumbrado, descargando
las bandejas de pasteles y tartas, mientras tarareaba una
conocida canción de amores desgraciados. Se acercó a él y, tras
presentarse, le preguntó si conocía al antiguo repartidor.
–¿A Paco se refiere, usted? –Le contestó el joven–
¡cómo no! Desde que entré en la empresa hace ya tres años, le
conozco… ¡Pobre! Con lo alegre y simpático que es…
–¡¿Alegre y simpático?!... ¿está usted seguro de…?
–Roberto Güemes se interrumpió de pronto y, con tono alarmado,
preguntó: –¿Por qué ha dicho pobre?, ¿le ha ocurrido algo?
Entonces el joven repartidor le contó que Paco había
enfermado de gravedad y que estaba en el hospital en un estado
“sin esperanza”. Roberto Güemes se informó del nombre
completo de Paco y del hospital en el que se hallaba. Aquella
misma tarde fue a visitarlo.
La puerta de la habitación que le habían indicado en el
vestíbulo del hospital estaba abierta. Llamó con suavidad pero
no obtuvo respuesta. Se animó a entrar. El único ocupante
de la habitación parecía dormir. Ya estaba a punto de darse la
media vuelta, cuando los ojos del hombre tendido en el lecho
se abrieron y le miraron. Reconoció de inmediato la mirada
más triste que había visto en su vida. Tras unos instantes de
vacilación, dijo:
–Perdone que le moleste, usted no me conoce pero…
48 –Sí que le conozco, sí –le interrumpió el enfermo –Me
he cruzado con usted muchas mañanas mientras descargaba la
mercancía en el Central. ¿Sabe? me fijaba en usted por… por la
forma tan ensimismada que tiene de caminar.
El enfermo calló y trató de incorporarse. No pudo.
Dejó caer la cabeza en la almohada. Respiraba con dificultad
y su tez pálida había enrojecido por el esfuerzo. Hubo unos
segundos de silencio. Todavía con la respiración anhelante,
dijo con extrema amabilidad:
–Pero acérquese y tome asiento, uno ya no es quien era
y le cuesta hablar en voz alta.
Roberto Güemes se acercó y tomó asiento. Tosió,
carraspeó, se removió en la silla. Su mirada vagaba por la
habitación, temerosa de posarse en el rostro del repartidor que,
sin embargo, le observaba con atención y simpatía.
–¿De modo que usted también se fijaba en mí?
–preguntó el repartidor.
Roberto Güemes asintió, sus ojos fijos en los encendidos
colores de la caída de la tarde que penetraban por la ventana y
teñían de tonos rojizos y amarillentos la atmósfera del cuarto,
seca y caliente en exceso por la calefacción.
–Me lo preguntaba, ¿sabe? Muchas veces me lo
pregunté. Pero siempre me contestaba que no, hombre, que
no. Después de todo ¿qué motivo iba a tener usted para fijarse
en mi?
La mirada de Roberto Güemes había caído al suelo, se
había detenido por unos instantes en unas zapatillas a cuadros,
había ascendido por la pata de la cama y, lentamente, recorría
ahora el pequeño bulto que se formaba en las sábanas.
–Sin embargo –proseguía el repartidor– a veces me
decía: “con motivo o no, parece…” Pero bueno, ¡qué importa
ya eso! El caso es que usted está aquí y que yo me alegro, de
verdad que me alegro.
La mirada de Roberto Güemes ya había alcanzado el
rostro ceniciento, ya había caído en las cuencas profundas y
topado con los ojos oscuros. Sintió el chasquido de hojas secas,
el olor a lluvia, el tacto de sombras. 49
–Pero ¡vamos!, ¡ésta sí que es buena! –exclamó de
pronto el viejo repartidor– Yo aquí hablando y hablando y ni
siquiera nos hemos presentado. Me llamo Francisco Alcántara,
Paco para los amigos como usted…
Paco levantó trabajosamente el brazo y tendió la
palma abierta; Roberto la estrechó. El último pálpito de un
ser frágil en la mano. Como caído de un ayer. Entonces sintió
la necesidad de levantar el ánimo del enfermo. Quería utilizar
lugares comunes, pero pintándolos de tal forma que pareciesen
parajes de esperanza. Y rompió su silencio y, sin percatarse al
principio, dándose cuenta después de un buen rato, llevado al
cabo por una fuerza irresistible, se puso a hablar de sí mismo.
Le habló del padre campesino y la madre de luto, del pueblo de
tejados de pizarra, de los bancos de la escuela, del mapamundi,
de los prados y el bosque, de cuando acechaba nidos y cazaba
ranas en las charcas; le habló de su vida de estudiante becado en
la ciudad, las calles, el bullicio, la gente, las primeras inquietudes,
los primeros amigos, las primeras noches en vela, el primer
amor; le habló de las agotadoras horas de estudio, del triunfo
en la oposición a funcionario, del empeño en los primeros
años de trabajo, de aquellos ojos grandes, de aquella cabellera
rizosa, de aquella risa de perlas, del noviazgo, el matrimonio, la
vida en común, el divorcio. Y habló y habló, e incluso cuando
llegó la cena y ayudó al viejo repartidor a tomar el alimento,
siguió hablando y hablando, animado porque creía ver que sus
palabras producían en aquella la mirada más triste del mundo
destellos de alegría. Y aún hablaba cuando la enfermera llegó y
le informó de que ya no podía quedarse más. “Mañana vendré
a la misma hora ¿le parece bien?” dijo a modo de despedida. El
enfermo asintió. Ya Roberto salía por la puerta, cuando oyó
que le llamaba. Volvió junto al lecho:
–Usted me perdonara – dijo el repartidor tras un largo
silencio – pero no es bueno que un moribundo mienta. Y antes
le mentí; sí, le mentí… ¿Sabe? no me había fijado en usted por
eso que le dije de su forma ensimismada de andar. No, no fue
50 por eso… – se interrumpió; le miraba fijamente; continuó,
después de otro largo silencio: – Espero que no se ofenda, pero
la verdadera razón de que me fijara en su persona fue su mirada.
Sí, sí, no se sorprenda: fue su mirada. ¿Sabe? usted tiene la
mirada más triste que he visto en mi vida. Sin embargo, esta
noche mientras me hablaba de su vida he visto saltar en sus ojos
como chispas de alegría…
Diezminutosmástarde,Robertocaminabaensimismadohacia
su casa. Cuando cuatro días después volvió al hospital, le informaron
que el viejo repartidor había muerto. Durante unos segundos se quedó
inmóvil, apoyado en el mostrador, mirando con fijeza las rosas de
aspecto frágil que la recepcionista tenía en un florero junto al ordenador.
Luego balbució unas palabras de despedida, se dio la media vuelta, salió
del hospital y se dirigió a su casa. De nuevo ensimismado.
PUNTOS DE VISTA

D esde cierto punto de vista, se los podía considerar


parecidos. Los dos tenían veintitrés años, y eran
altos, fuertes y de tez morena. También cabría contar entre las
51

semejanzas el que ambos tuviesen una madre que cocinaba muy


bien y una novia de ojos grandes y negros. Algo bravucones y a
veces un tanto pendencieros, quizás el rasgo más llamativo que
poseían en común fuese una sonrisa amplia, fácil, contagiosa,
que llenaba su rostro como de juegos infantiles. Sin embargo,
desde la práctica totalidad de los puntos de vista, se los
debía considerar muy diferentes. Sus orígenes, educación y
costumbres eran tan distintos como distantes. En realidad, lo
verdaderamente extraño fue que sus vidas se cruzaran. Pero,
más allá de semejanzas y diferencias, el caso es que aquel día
los dos se levantaron a la misma hora en la madrugada y ambos
dedicaron la mañana a cumplir sus respectivas y diversas tareas,
con esa laboriosidad y simpatía que los caracterizaba. Empezaba
a caer la tarde cuando, sin saberlo, el transcurrir cotidiano los
condujo al encuentro. Ocurrió a la salida de una de las aldeas
pobres y polvorientas de aquel mundo polvoriento y pobre.
El uno iba en una bicicleta desvencijada; el otro en un carro
de combate ligero. El uno se llamaba Hamid Sayebi, civil; el
otro se llamaba Juan González, soldado. Desde la torreta, Juan
González vio venir a Hamid Sayebi en la bicicleta. Le dio el alto
una, dos veces… Quizás Juan no gritó lo suficiente, o quizás
Hamid pedaleaba distraído; o quizás ambos estaban nerviosos
o fuesen algo pendencieros y un tanto bravucones. Tampoco
sabemos si hubo o no un tercer aviso, lo único que podemos
asegurar es que Juan disparó y Hamid fue arrancado de cuajo
de la bicicleta. Murió en el aire, cayó de espaldas con los brazos
abiertos, donde antes jugara su sonrisa ahora sólo había un gran
vacío sanguinolento. Juan siguió y siguió disparando a la tarde
que caía, aún durante un buen rato.
Los mandos lamentaron el error, pero justificaron la
acción del soldado Juan González: sólo había cumplido con el
protocolo establecido por las fuerzas internacionales en misión
de paz; sus compañeros no cesaron de animarlo; él, silencioso,
se limitaba a sonreír. Una semana después volvió de permiso
52 a su pueblo. Los vecinos le recibieron con grandes muestras
de alegría. Él respondía a los agasajos sin decir una palabra y
sonriente. Todos opinaron que volvía igual de simpático, pero
con algo más de hombre. Tan sólo la madre y la novia, ya desde
el primer beso, supieron que abrazaban una sonrisa vacía.
EL ACANTILADO 53

D escendía pesadamente por la suave pendiente que


formaban los prados salpicados de rocas y brezos.
A su espalda, quedaba la primera línea del bosque; frente a
él, se abría el azul claro del cielo y el azul más oscuro del mar.
Caminó hasta el acantilado y se detuvo en el mismo borde.
Cerró los ojos. Inmóvil, escuchó el batir del mar y los gritos
de las gaviotas. Luego abrió los ojos y dejó caer la vista. Abajo,
muy abajo, quince o veinte metros más abajo, grandes rocas
se amontonaban en un caos de formas quebradas. Las olas,
al llegar, las cubrían; y, al retirarse, dejaban en sus superficies
regueros que se escurrían veloces por grietas y fracturas. Un
rumor grave surgía del fondo del acantilado, roto en ocasiones
por violentos estallidos. Entonces se levantaban cortinas de
espuma que, llevadas por la brisa, convertidas ya en una tenue
calina salobre, alcanzaban al cuerpo asomado y apenas visible
en las alturas. Ahora miraba con fijeza dos pequeños remolinos
situados a la izquierda y a la derecha de una roca que sobresalía
picuda. Giraban y giraban; glaucos, espumosos. Forzó la vista
aún más, presa de aquel tirón descendente. Miraba y miraba,
abajo cada vez más abajo. Cuando ya creía que alcanzaba a ver
el fondo de los vórtices, sintió como un golpe en la mirada. Se
tambaleó, intentó retroceder. No pudo. Quiso apartar la vista;
luchó por cerrar los párpados. Era inútil. Los dos remolinos
estaban clavados en sus ojos, atravesaban sus pupilas. Y giraban
y giraban; y era ahora él mismo quien giraba, deprisa, cada
vez más deprisa, entre el bramido del mar y los gritos de las
gaviotas. Fríos y opacos, lo cubrieron, penetraron en su interior,
recorrieron las grietas y fracturas de cuerpos, rostros y miradas,
se precipitaron en el caos amontonado de pasos, sombras
y voces, golpearon las formas quebradas de habitaciones,
calles y lugares. Glaucos y líquidos, giraban, penetraban, se
precipitaban, golpeaban abajo, cada vez más abajo, profundo,
cada vez más profundo, hasta el mismo fondo insignificante de
los años, hasta las mismas entrañas de los días, hasta romper el
rumor grave de la memoria en un turbión de imágenes y espuma
54 que, poco a poco, llevado por el impulso ascendente de la brisa,
convertido ya en un eco de calina, alcanzó la boca, los ojos
abiertos, las manos clavadas en las mejillas, de aquel cuerpo que
seguía asomándose en lo alto. Cuando de su garganta surgió
al fin el violento estallido del silencio, pudo bajar las manos y
cerrar la boca y los ojos. Entonces inspiró con fuerza. Inmóvil.
Por un buen rato. El batir del mar, los gritos de las gaviotas, el
aire salobre penetrando en los pulmones. Abrió de nuevo los
ojos. Abajo, muy abajo, los dos remolinos habían desaparecido,
engullidos por la marea. La roca picuda ya apenas sobresalía del
agua. El hombre se volvió y comenzó a ascender con ligereza
por la suave pendiente que formaban los prados salpicados de
rocas y brezos.
EL VIEJO RELOJ DEL SALÓN 55

mesilla.
–E sta noche será fría y húmeda – dijo la anciana
con voz débil, encendiendo la luz de la

–¿Tienes frío? ¿Quieres que te traiga otra manta? –


preguntó César.
–No, hijo mío, no lo digo por mí; lo digo por ti. Apenas
has comido y no has hecho más que toser.
–Es una tos nerviosa.
–Nerviosa o no, suena muy mal.
César levantó la cabeza y miró a su madre, que yacía
en el lecho. Lo observaba sin parpadear, con brillo febril en los
ojos claros y penetrantes. La tos lo atacó de nuevo.
–¿Ves? Necesitas un jarabe.
Sonó el teléfono. César salió a cogerlo. La madre se
incorporó un poco en el lecho y aguzó el oído. Sin embargo
las palabras de César llegaban al dormitorio ininteligibles,
oscurecidas por el tic-tac del reloj. Vivo y palpitante, parecía
el mismo respirar de los techos, de las paredes, de los muebles,
de los objetos que atesoraban polvo en las repisas. A los
pocos minutos César volvió cabizbajo. Arrastraba la mirada
por el suelo, tratando de evitar la de madre que le observaba
interrogante. Sin decir una palabra se dirigió a la ventana. El
cristal estaba empañado y con un movimiento brusco pasó la
mano por la superficie fría y húmeda. Miró por unos instantes
la palma de la mano y la restregó en el pantalón. Luego apoyó la
frente en el irregular círculo que había desempañado.
–¿Quién era?
En el silencio que siguió a la pregunta de la madre,
pareció callar el tic-tac del reloj como si también escuchara.
Fuera, la niebla descendía hecha jirones hasta casi tocar el suelo;
ocultaba los tejados, se pegaba a las fachadas, se enroscaba en
torno a las farolas y las ramas desnudas de los árboles. Una luz
lechosa aplanaba los objetos, difuminaba las formas. Al cabo,
sin volverse, ni apartar la frente del cristal, César contestó.
–No lo he conseguido, madre.
56 –¿Se lo han dado a…?
César apartó la frente del cristal y asintió.
–Sólo lleva cinco años en la oficina y yo diez. Me
pertenecía.
–Envidias, hijo, envidias.
–Nunca lo conseguiré.
–Aún eres joven, tarde o temprano será tuyo.
–Ya no puedo esperar más.
–Tonterías. Tu padre también tardó en conseguirlo.
–Él era él.
Entonces el viejo reloj del salón dio las seis. Dio las
seis como daba todas las horas: de forma definitiva y abrupta.
César miró de reojo la puerta y escuchó. Las campanadas
parecían recorrer habitación tras habitación, deslizarse entre los
muebles, multiplicarse en paredes y techos, apoderarse de cada
rincón de la vivienda. Caían una a una con golpes mecánicos y
precisos. Los intervalos entre los tañidos eran largos y cargados
de resonancias. Cuando el último eco se apagó, la casa se sumió
en el silencio por unos instantes; luego el tic-tac se dejó oír de
nuevo, como unos pasos que se acercan sin llegar nunca.
–Ya es la hora – dijo la madre.
–Déjalo. Cuando te recuperes podrás...
–Sabes que es imposible.
–Si quieres…
–No, hijo, no. Debo hacerlo yo misma.
–Como él.
–¿Qué…?
–El médico ha dicho…
–Tonterías. Los médicos sólo dicen tonterías. Pásame
el cofre.
César tomó el cofre que reposaba en una cómoda y
se acercó a la cama con torpeza de perro grande. Lo colocó
cuidadosamente en el regazo de la enferma. La madre se sacó
una cadena del cuello. En uno de los extremos refulgía una
llave. La introdujo en la cerradura del cofre y la hizo girar. Alzó
la tapa y cogió lo que había en el interior. Era otra llave. Grande
y alargada, sobresalía por ambos lados del puño. 57
Sus ojos permanecieron presos de los arabescos que
adornaban el anillo de la llave.
–¡Vamos!, ¡ayúdame! –ordenó la madre.
El hijo apartó las mantas y ofreció el brazo. La mano
izquierda de la madre buscó el apoyo. César sintió el tacto
frío y húmedo de la piel arrugada, la presión de los dedos al
cerrarse en su carne, el tembloroso tirón con el que la madre
trataba de levantarse. No pudo, la fuerza de una sola mano no
le era suficiente; sin embargo, no se ayudó con la mano derecha
que aferraba la llave. Entonces César pasó un brazo por la
espalda y el otro por debajo de las rodillas de la madre. Tiró
y la dejó sentada en la cama. De nuevo la mano izquierda de
la madre se cerró en el brazo del hijo. Se tambalearon por un
instante cuando ella se puso en pie. Recuperado el equilibrio,
se quedaron parados al pie de la cama.
–Cuando eras niño era yo quien te ayudaba, ¿te
acuerdas?
–Sí, madre. Me acuerdo bien… muy bien.
–¿Muy bien? ¿Qué quieres decir?
–Nada, madre. Lo que he dicho. ¿Qué voy a querer
decir si no?
–No lo sé, hijo, no lo sé. Pero a veces empleas un tono…
–¿Qué tono, madre?
–Un tono… raro.
–¿Raro?
–Sí, raro… como él.
–No me compares con él, madre. Sabes que no me gusta.
–Lo sé, lo sé; pero a veces…
–Él era él y yo soy yo.
–Sí, hijo mío, sí. Él era él y tú eres tú. Y no sabes lo mucho
que me alegro por ello… Pero venga, vamos, ya es la hora.
Iniciaron la marcha. La madre respiraba con dificultad.
Caminaba encorvada y apenas levantaba los pies. César trataba
de acompasar su andar al de la madre, pero le costaba seguir
el ritmo lento y trabajoso. A cada paso tenía que contenerse
58 un instante para que llegara a su altura. Tiraba y se detenía,
tiraba y se detenía, empujando y sosteniendo al mismo
tiempo el enjuto y nervudo cuerpo de la madre. Atravesaron
la habitación y salieron al pasillo. Largo y estrecho, parecía
hecho de años y sombras. Sólo estaba iluminado por la luz que
salía del dormitorio y por el reflejo de las luces del salón que,
al fondo, asomaban como una penumbra amarilla. César dio al
interruptor, pero la lámpara del pasillo no se encendió.
–No funciona –dijo la madre.
–No me acordaba.
–¿No te acordabas? Pues no será por las veces que te
lo he dicho.
–Siempre se me olvida.
–¡Y tanto! Te he pedido mil veces que lo arregles.
–Lo haré mañana.
–¡Mañana, mañana! Ese es tu problema, hijo mío, ese
es tu problema.
–¿Cuál es mi problema, madre?
–También te lo he dicho mil veces: que todo lo dejas
para mañana. Y, claro, así te pasa lo que te pasa.
–¿Qué me pasa, madre?
–Bien lo sabes, hijo, bien lo sabes. ¿Qué te ha pasado
siempre? ¿Qué te ha pasado en el trabajo? Que no te han dado
el puesto. Y ¿por qué? Por esa dejadez tuya.
–Tienes razón, madre.
–¡Claro que tengo razón! No quiero herirte pero es así.
Bien lo sabes. Te lo he dicho miles de veces. Si se quiere algo
hay que poner los medios para conseguirlo. De nada sirven
los miedos, ¡de nada! Tienes que ser más valiente y decidido,
hijo mío, de otra manera nunca conseguirás nada. Tienes que
aprender a imponerte. No puedes seguir escondiéndote de la
vida, porque la vida pasa, pasa muy rápido y cuando te quieres
dar cuenta ya estás al borde de la tumba… como yo. Las cosas
hay que hacerlas en su momento. No se puede estar siempre
dejándolas para el día siguiente. Al menos eso es lo que yo he
hecho durante toda mi vida.
–Lo sé, madre, lo sé. 59
La madre lanzó una mirada de soslayo a su hijo.
–¿Lo sabes?
–Sí, madre, lo sé.
–Has vuelto a emplear ese tono...
–Lo sé, lo sé… – musitó para sí César.
–¿Qué has dicho?
–Nada, madre, nada… que trataré de no volverlo a usar.
–Eso espero, hijo, eso espero.
Ya habían recorrido todo el pasillo. La madre con la
mano derecha cerrada en torno a la llave, y la izquierda agarrada
al brazo del hijo; César aguantando el peso de la madre y un
golpe de tos en la garganta. El tic-tac del reloj se había hecho
más fuerte. Surgía del salón con ritmo seco y cortante. Su
palpitar metálico percutía el aire con golpes constantes, de un
tacto invisible que hacía aún más sólida su presencia. Parecía
envolver al hijo y a la madre con su aliento frío y húmedo.
Como unos pasos cada vez más cercanos, pero que no acaban
de llegar nunca. César se detuvo en el umbral. Con la cabeza
gacha, miraba al interior del salón por debajo de las cejas.
El golpe de tos que anidaba en su garganta se resolvió en un
carraspeo.
–¿Por qué te paras, hijo?
–Para que descanses, madre, para que descanses.
–Déjate de descansos ahora. Ya tendré tiempo de
descansar.
El aire frío y húmedo del salón era una prolongación
de la niebla que pegaba sus jirones lechosos al cristal de la
ventana. Una lámpara de brazos de araña colgaba del techo,
y sus casquillos y bombillas, con forma de velas, difundían
una luz amarillenta, vacilante, que anidaba sombras trémulas
en los rincones. En una vitrina se guardaban fuentes, bandejas
y recuerdos de plata. Una fotografía enmarcada mostraba el
sobrio retrato de una familia en blanco y negro: el hombre de
pie, la mujer sentada, el niño a los pies. Un tapiz representaba
un ciervo abatido por una jauría de perros; a lo lejos, entre los
60 árboles, se podía divisar a un grupo de jinetes que se acercaba.
Los muebles, antiguos, de estilo austero, algunos heridos por la
carcoma, multiplicaban en ecos de madera el tic-tac del reloj.
Parecía latir en los pechos.
–¡Venga! ¡A qué esperas! – apremió la madre, tirando
del brazo del hijo – ¡Ya es la hora!
–Sí, es la hora – repitió Cesar.
Entraron. Pisaron la alfombra que un día fuera gruesa y
de vivos colores, rodearon una mesa baja de mármol y esquivaron
una butaca tapizada en tela de gamuza. Ya se encontraban en
mitad del salón, a pocos pasos de su objetivo. El viejo reloj
parecía observarlos desde la atalaya de su propio tamaño. Era
una joya de caoba de casi dos metros de altura. Tenía forma de
torre con un pináculo cónico rematado por una cruz de plata.
Una ventana le recorría verticalmente, dejando ver un péndulo
dorado que representaba un rostro de facciones serias que se
tornaban adustas por su permanente acción de negar. Sobre
la esfera, también dorada y con números romanos y agujas de
color negro, se leía una leyenda: tempus fugit. Brillaba con el
mejor de los barnices. Aún dieron un par de pasos más, pero
al iniciar el tercero, César se separó de su carga con un brusco
tirón. La madre dio un grito, vaciló, trató de avanzar hacia el
apoyo perdido, trastabilló y cayó cuan larga era. La llave se le
escapó de la mano y rodó hasta los pies del hijo.
–¿Qué haces, hijo, qué haces?
–No quiero herirte.
–¿Qué te pasa, hijo mío, qué te pasa?
–De nada sirven los miedos.
–¡Ayúdame a levantarme, hijo, ayúdame!
–La vida pasa.
–Tienes que ayudarme… ¡Soy tu madre!
–Lo sé.
–Tengo que hacerlo.
–Yo también.
Desde el suelo, la madre miró la llave que seguía junto
a los pies de su hijo.
–¡Dámela, dámela! 61
–No, madre, no te la daré.
“Dámela, dámela” repitió con voz seductora, de una
ternura inmensa, aplastante. Pugnaba por arrastrarse, por alargar
el brazo para alcanzar la llave caída. Su cuerpo vibraba sin ganar
un milímetro. De pronto se llevó la mano al pecho y rogó:
–Hijo mío… mi corazón… duele…
–A él no le ayudaste.
–¿Qué…?
–Estaba despierto.
–¿Despierto?
–Sí, despierto. Lo oí todo.
–Eras pequeño… te hacía daño.
–¡Me hacían daño!
–Lo hice por ti…
–Lo hiciste por él, sólo por él.
La madre dio un grito que acalló por un instante el tic-
tac del reloj; luego volvió a latir. La madre dejó de moverse.
César la contempló por largo rato, también sin moverse. Al
cabo, se agachó, recogió la llave, miró los arabescos del anillo y
se encaró a él. Esta vez ni siquiera carraspeó. Se acercó. El tic-
tac aumentó aún más su volumen, como si los pasos ya llegaran.
Abrió la ventana que le recorría verticalmente y contempló las
entrañas doradas y desnudas. El péndulo de facciones serias
negaba adusto. Alzó la llave, la introdujo en el mecanismo y le
dio cuerda. Sólo faltaban treinta minutos para las siete.

62
CUESTIÓN DE AÑOS 63

T endría unos veintitantos años al cumplir los


cuarenta. Delgado, fibroso, pelo abundante y
negro, estaba fuerte como un toro y se cuidaba como un pura
sangre. Daba gusto verlo en las marchas campestres galopar
monte arriba, llegar el primero, volverse fresco como una lechuga
y lanzar desde lo alto un comentario jocoso al resto de los
excursionistas que aún se esforzaban a mitad de la pendiente. “La
juventud está en el corazón, amigos míos” les explicaba cuando
entre jadeos llegaban a la cima. En tales ocasiones, su mujer solía
menear la cabeza.
Tendría unos cuarenta y tantos al llegar a los sesenta.
Aún delgado, empezaba a resultar gracioso cuando, entre toses y
colorado como un tomate, trataba de emular sus pasadas hazañas
montañeras. Sí, empezaba a resultar gracioso y quizás hasta un
poco ridículo, pero en las fiestas seguía siendo el rey y no cejaba
en el empeño de divertirse hasta que los primeros rayos de sol
despuntaban en el horizonte y coronaban su cabeza de pelo ya
un tanto escaso. “Cuestión mental, creedme, cuestión mental”
decía entonces a sus amigos que se desparramaban pálidos y
silenciosos por los sillones, mientras su mujer contemplaba
ensimismada algún punto perdido de algún perdido pasado.
Lo malo empezó cuando cumplió los setenta. Ya no era
plato de buen gusto para nadie reparar en su delgadez, en su
fortaleza en ruinas, en las muecas que pretendían ser risas y,
sobre todo, en esos ruidos que a veces le salían del pecho y que
parecían llenar de babas sus palabras. Sí, entonces empezó lo
malo; pero lo peor llegó más tarde, sólo un poco más tarde,
justo cuando cumplió los setenta y cinco. Apenas un bulto bajo
las mantas, el rostro amarillento, los ojos hundidos, la mirada
aterrada, murió musitando perplejo que todavía le quedaba
media vida por delante.
Dicen que su ex-mujer, al conocer la noticia, meneó
la cabeza y contempló entre lágrimas algún punto perdido de
algún perdido pasado.
64
EL CUARTO B 65

L es molestaban un montón. Sobre todo a mamá,


al vecino del quinto B, al del cuarto A, al del
segundo B y a los hermanos del primero A y B. Por lo menos
eran los que ponían peores caras y soltaban palabrotas más
gordas. Bueno, mi mamá no decía palabrotas pero miraba al
techo con miradas de esas de rayos láser que hacen todo polvo,
muy parecidas a las que lanzaba a mi hermana cuando llegaba
tarde. Luisa, mi hermana, es mucho mayor que yo y se ha ido
de casa hace un año. La echo de menos. Es muy alegre y toca
la guitarra y canta muy bien. Me llevaba al parque y, mientras
ella charlaba con sus amigos y amigas, yo comía pipas o hacía
dibujos en varas de avellano con una navaja que me dejaban.
Me gustaba mucho hacer dibujos como los de los indios en las
varas de avellano. Ahora ya no los hago porque mi hermana se
ha ido, no me lleva al parque y, claro, ya no me deja nadie una
navaja. La verdad es que me salían unos bastones de mando
muy bonitos. La mayoría se los regalaba a los amigos de Luisa.
Son muy majos, aunque fuman mucho. El vecino del quinto B
no. Quiero decir que el vecino del quinto fuma mucho, pero no
es majo. Por lo menos a mi no me lo parece. Es grande como un
gorila, y yo creo que si quisiera podría cargarse el taxi en el que
trabaja a las espaldas. A mi me da mucho miedo y cada vez que
me cruzo con él en el portal quiero volverme invisible como
el hombre invisible. Me da mucha envidia el hombre invisible.
Eso sí que es estupendo. Ser invisible, digo. Si yo pudiera me
volvería invisible casi todo el tiempo. Es una lata eso de que
todo el mundo te vea todo el rato. A veces pienso que ellos se
han vuelto invisibles. Pero sólo lo pienso a veces, la mayoría de
las veces pienso otras cosas. Pero pensándolo mejor, creo que
de nada me serviría volverme invisible con el vecino del quinto
B. Ni siquiera se daría cuenta de que me había vuelto invisible
y, la verdad, volverte invisible y que nadie se dé cuenta de que te
has vuelto invisible es una tontería. Y no se daría cuenta de que
me había vuelto invisible porque él, allá arriba como está en su
altura de gorila, no se fija en nadie, ni mira a nadie, quitando a
66 ellos que no los podía ni ver y a mi papá que como trabaja en
el ayuntamiento le hace la pelota. El vecino del quinto B vive
encima del cuarto B –nosotros vivimos debajo, quiero decir
en el tercero B– y yo creo que ha sido el jefe de todo esto.
Ni a los peores piratas y bandidos había oído yo maldiciones y
amenazas tan salvajes de la selva.
El vecino del cuarto A es otra cosa. Es bajito, regordete,
va siempre vestido como si fuera a una boda y anda más derecho
que mis varas de avellano. Tiene un bigotito gris que parece
de pelos de rata. No es que yo sepa muy bien como son los
pelos de rata, pero me da tanto asco como las ratas. No sólo el
bigotito, todo él. Quiero decir que no me da miedo como el
gorila, sino que me da tirria nada más verlo. Aunque, la verdad,
cuando era más pequeño no me caía tan mal. Pero no me caía
tan mal porque entonces me cayera bien; no me caía tan mal
porque mi hermana me había dicho que era cazador y tenía
rifles y escopetas. Y a mi entonces lo de tener rifles, escopetas
y ser cazador me pirraba. Ahora también, pero mucho menos.
Mi hermana me reñía y me decía que los rifles y las escopetas
son muy malos y los cazadores unos brutos. Pero, bueno, mi
hermana es una chica y las chicas son así. Además ella quiere a
todo el mundo y se pone muy triste cuando ve en la tele cosas
sobre el hambre y las guerras. La verdad es que yo también la
quiero mucho y la echo de menos. Y, al final, le he acabado
dando un poco la razón. Creo que sólo se debe ser cazador
cuando estás en perdido en la selva y tienes que comer o te van
a comer. Y no creo que el bigotito de rata esté perdido en la
selva, ni que tenga que comer carne fresca, ni que haya ningún
gato por ahí que quiera devorarlo. Vamos, eso creo yo.
El del segundo B no parece un gorila, ni tiene pelos
de rata, pero yo no iría con él en una expedición pirata, ni a
cabalgar por las praderas. Estoy seguro de que es de los que te
clavan un cuchillo mientras duermes en la litera, o te pegan
un tiro por la espalda en cuanto les das la espalda. A mi me
recuerda a una serpiente venenosa de las de veneno mortal. Ya
sé que es un poco imposible que me recuerde a una serpiente
venenosa de las de veneno mortal porque es un tío alto y fuerte, 67
y sería más posible que me recordase a un gorila, como el del
quinto, o por lo menos a un orangután. Pero la verdad es que
me recuerda a una serpiente, y yo creo que me recuerda a una
serpiente porque siempre que lo veo anda como arrastrándose
y haciendo eses. Además tiene unos ojos enrojecidos de esos
que he leído tienen las serpientes venenosas que, cuando te
miran, te dejan sin poder hacer ni un movimiento y entonces
aprovechan, te muerden y te meten en la sangre el veneno
mortal que te mata entre horribles dolores y sufrimientos, si
no te dan enseguida una cosa que ahora no me acuerdo como
se llama, pero que si la bebes ya no te mueres pero la serpiente
sí. A mi me gustaría mucho tener una botella de eso que no
me acuerdo como se llama. La llevaría siempre conmigo por
si las moscas, quiero decir, por si las serpientes. Lo que me
extraña es que ellos no tuvieran botellas de eso que no me
acuerdo como se llama. Lo más normal es que las tuvieran.
A lo mejor tenían botellas de eso que no me acuerdo como se
llama para unas serpientes venenosas de veneno mortal, pero
no para otras serpientes venenosas también de veneno mortal
pero de un veneno mortal diferente. Y es que debe haber
muchos tipos de serpientes venenosas de veneno mortal y cada
una debe tener un veneno mortal distinto y debe ser imposible
tener botellas de eso que no me acuerdo como se llama para
todos los venenos mortales de todas las serpientes venenosas
del mundo. Y, la verdad, es una pena que sea imposible, porque
si fuese posible sería estupendo beberse eso que no me acuerdo
como se llama y entonces tú no te morías pero la serpiente sí. El
Serpiente es muy amigo del Gorila, y tiene una mujer grandota
que le encanta dar voces por el patio y sacudir las alfombras
cuando pasa gente por la calle. También tiene dos hijos un
poco mayores que yo, con los que no me trato porque, cada vez
que me ven, me agarran, me tiran al suelo, se sientan encima de
mi y no me dejan en paz hasta que digo un montón de veces
que soy una niña y que me rindo.
Los hermanos del primero A y del primero B son
68 hermanos, y yo les llamo Vinagre y Ricino porque mi mamá
una vez les llamó vinagre y ricino, y a mi me gustó. Yo sabía
lo que era vinagre, pero no sabía lo que era ricino, así que lo
busqué en la enciclopedia de mi papá, lo encontré, lo leí y me
gustó aún más, y desde entonces les llamo Vinagre y Ricino.
Se parecen mucho. Los dos tienen una cabeza muy grande,
una nariz muy grande, una boca muy grande y unos ojos muy
pequeños que cuesta encontrar en unas caras tan grandes.
Visten igual, se peinan igual y hablan igual, pero yo nunca
los confundo porque uno siempre está carraspeando y el otro
tosiendo. También tienen unas mujeres iguales, rubias, pálidas
y con cara de haber llorado por algún disgusto muy gordo. Las
mujeres son muy majas, siempre están haciendo favores a todo
el mundo y se hablan entre ellas a escondidas. Y se hablan a
escondidas porque Ricino y Vinagre no se hablan. Y Ricino
y Vinagre no se hablan porque los primeros A y B eran de sus
padres, y cuando se murieron les dejaron un piso a cada uno,
pero con tan mala pata que se confundieron de mano. Los
padres, quiero decir. Porque a Ricino, que vive en el primero
A, le gustaría vivir en el primero B; y a Vinagre, que vive en
el primero B, le gustaría vivir en el primero A. Cuando mi
mamá me lo contó, yo no lo entendí muy bien y le pregunté
que por qué, si Ricino quería vivir en el B, y Vinagre en el A,
no se cambiaban el piso. Mi mamá me miró y me sonrió como
se mira y sonríe a los niños y a los idiotas, y me dijo algo sobre
“las cosas de familia”. Yo le pregunté que qué era eso de “las
cosas de familia”, pero entonces mi mamá dejó de mirarme y de
sonreírme, y se puso a mirar por la ventana. Yo me quedé muy
intrigado y, al día siguiente, busqué eso de “cosas de familia”
en la enciclopedia de mi papá, pero allí sólo venían “cosa” y
“familia” pero no venía “cosas de familia”. Así que todavía no
sé muy bien que es eso de “cosas de familia”. Para mi que lo que
pasa es que Vinagre quiere quedarse con su piso y también con
el de Ricino; y Ricino quiere quedarse con su piso y también
con el de Vinagre. O, a lo mejor, es porque son hermanos, se
tienen envidia y les gusta hacerse la vida imposible. No sé, la
verdad. Lo que yo pienso es que si mi hermana quisiera vivir en 69
el piso donde yo vivo, y yo quisiera vivir en el piso donde vive
mi hermana, yo le cambiaría el piso a mi hermana. Aunque, en
realidad, lo que a mí me gustaría es vivir con mi hermana.
A mi papá no sé si le molestaban mucho, poco o nada.
A mi papá es que no hay quien le entienda. Yo sólo he tenido
un papá pero, la verdad, por lo que he visto en las películas y he
leído en los libros, a mi me parece que mi papá no es nada papá.
A mi me parece que un papá es papá cuando te regala juguetes,
te ayuda a hacer los deberes, te habla, te riñe y se pone pesado
con lo de que tienes que estudiar y obedecer a mamá y a los
profes. Y mi papá me regala juguetes, pero no juega conmigo,
ni me ayuda a hacer los deberes, ni me habla, ni me riñe, ni se
pone pesado con lo de mamá y los profes. Yo creo que para
mi papá sí que soy invisible como el hombre invisible. Y mi
mamá invisible como la mujer invisible. Yo creo que para mi
papá todo es invisible en casa. O puede que mi papá quiera ser
invisible como yo, y cree que la mejor manera de ser invisible es
hacer como si todo el resto del mundo fuese invisible. Pero si
lo cree así se equivoca porque yo le veo muy bien: siempre que
llega a casa se sienta en el salón, coge la enciclopedia y se pone
a leer. La enciclopedia tiene como veinte tomos y, desde que
le conozco, va por la A. Cuando está leyendo pone la misma
cara que yo pongo en el colegio cuando nos ponen a estudiar o
nos ponen a mirar las lecciones de los profes. Parece que estás
muy atento, pero en realidad estás a tu bola. Pues mi papá lo
mismo: parece que está leyendo, pero de eso nada. Yo pienso en
aventuras, pero no sé en que piensa mi papá cuando hace que
lee. La verdad, mi papá es muy raro y muy poco papá.
Pero a mamá, al Gorila, al Rata, al Serpiente, a Ricino
y a Vinagre les molestaban un montón los del cuarto B. Por
eso creo que han tenido algo que ver en todo esto. No sé cómo,
pero me da a mí que sí. El caso es que aquella noche estaba
yo en mi habitación haciendo que estudiaba, pero en realidad
pensando en que me había ido con los del cuarto B y estábamos
corriendo una aventura de miedo en las tierras de las aventuras.
70 Íbamos a pasar un río imposible de pasar, tan ancho que no se
veía el otro lado, que corría que se mataba y que estaba lleno
de rocas grandes y puntiagudas, y de esas cosas que tampoco
me acuerdo cómo se llaman pero que tienen mucha espuma,
dan vueltas y vueltas, y como te pillen te tragan y ya no puedes
salir nunca y eres pasto de las pirañas. Estábamos derribando
un árbol altísimo y de madera dura como el hierro con nuestras
hachas de guerreros, cuando sonó el timbre de casa. Y digo el
de casa porque no era el del portal, porque cuando es el del
portal es que es alguien de la calle, pero cuando es el de casa
es que es algún vecino y, la verdad, es muy raro que llamen los
vecinos. También es raro que llamen de la calle, pero mucho
más raro es que llamen los vecinos porque casi nunca llaman,
a no ser que se haya ido el agua o algo esté roto en la escalera o
cosas así. Lo que quiero decir es que era muy raro que llamasen
los vecinos y que entonces decidí dejar la construcción de la
piragua para luego y ponerme a espiar como un espía de esos
que espían secretos de armas nucleares en territorio enemigo.
Así que con pasos de espía me acerqué a la puerta. Los pasos de
espía son pasos que no meten ruido y muy parecidos a los de
los indios cuando se acercan al soldado que vigila en la noche
a la luz de las fogatas el campamento de soldados, y que sólo
oye el ruido del cuchillo al cortarle la garganta. Bueno, pues
con pasos de espía me acerqué a la puerta, la abrí un poco con
cuidado para que tampoco hiciera ruido, asomé mi ojo de espía
por la rendija y me puse a espiar. ¡Vaya sorpresa me llevé!, no
era un vecino, eran un montón de vecinos. Hablando con papá
y mamá, estaban casi todos: el Gorila, el Rata, el Serpiente, la
mujer del Serpiente y Vinagre. También estaban cuatro o cinco
tipos grandes como armarios y con cara de ningún amigo, que
parecían fotocopias del gorila y que yo no conocía y que así,
al pronto, tampoco me dieron ganas de conocer. No estaban
las mujeres de Vinagre y Ricino; ni Ricino, porque donde está
Vinagre no está Ricino. Tampoco estaba el matrimonio mayor
del segundo A que, de pequeñitos y graciosos que son, parecen
jilgueros y dan ganas de tenerlos de abueletes. Todas las tardes
pasean a un perro por el parque. Bueno, eso de que lo pasean es 71
un decir, porque en realidad van cogidos de la manos y a trote
ligero, arrastrados por la cadena de la que tira el perro con el
cuello estirado, la lengua fuera y la fuerza de esos perros blancos
que tiran de trineos en las tierras solitarias y frías del Polo Norte
de eternas y traicioneras nieves heladas. Y tampoco estaban
los del tercero A, que son una pareja joven muy simpática y
que siempre está trabajando; ni el viejo del quinto A que está
muerto y el piso vacío.
Bueno, pues allí estaban, unos metidos en casa y otros
en la escalera, y yo me dije: “Aquí hay gato encerrado y esto
sí que es digno de espiarse”. Así que cambié el ojo por el oído
y puse la oreja en la rendija; pero hablaban muy bajito y no
había forma de escuchar nada. Entonces salí del cuarto y me
puse a andar en dirección a la cocina, como si fuese a buscar un
vaso de agua y no me importara nada lo que estaban hablando,
aunque en realidad sí me importase y lo del vaso de agua era
sólo un astuto truco de espía para disimular y poder oír lo que
decían. No había dado dos pasos, cuando mi mamá, que debe
tener ojos en la espalda como los espías enemigos que capturan
a los espías amigos, los torturan y los sacan información secreta,
me descubrió y con un grito me mandó al cuarto. De mala
gana me volví a mi habitación, pero de nuevo con astucia de
espía deje la puerta abierta por si me llegaba alguna voz que
me permitiera descifrar el misterio misterioso que me envolvía
con su misterioso misterio. Mi mamá no tardó en asomarse,
decirme que me pusiera a estudiar y cerrar la puerta de un
portazo. Me dio mucha rabia y otra vez pensé en lo bueno que
sería ser invisible, pero, como no lo era, me tuve que fastidiar
y me fastidié. Entonces me puse a construir otra vez la piragua
para pasar el río imposible de pasar pero, la verdad, ya no me
apetecía construir la piragua para pasar el río imposible de
pasar. Así que dejé de construir la piragua para pasar el río
imposible de pasar y me tumbé en la cama para pensar en lo
bueno que sería ser mayor y hacer lo que me diese la gana. Y
en esas estaba y ya era mayor y ya hacía lo que me daba la gana,
72 quiero decir que ya salía del cuarto, me llegaba hasta donde
estaban los mayores y escuchaba lo que decían, cuando, no sé
por qué, me quede dormido.
Me despertó un ruido insoportable. Así, de golpe, me
pareció que me había caído dentro de una tele o que una tele
se me había caído encima. No estaba seguro. Pero enseguida
comprendí lo que ocurría. Todas las teles y radios del edificio
estaban puestas a toda pastilla. Aquello era muy raro, sobre
todo a esas horas de la noche. Me levanté y salí del cuarto a ver
lo que pasaba. No sabía muy bien como salir, si como espía,
detective o superhéroe, así que salí como yo. De lo primero que
me di cuenta es de que en nuestra casa no estaban ni la tele, ni
la radio encendidas; de lo segundo que me di cuenta es que mi
mamá no estaba; de lo tercero que me di cuenta es que mi papá
sí estaba. Estaba, como siempre, en el salón leyendo el tomo de
la A de la enciclopedia. Entonces le pregunté que qué pasaba;
y él me contestó que qué quería que pasase, que no pasaba
nada. Entonces yo le pregunté que cómo que no pasaba nada
si había un ruido de mil demonios. Entonces él me contestó
que de qué ruido hablaba. Entonces yo me quedé de piedra y
no supe qué decir, hasta que se me ocurrió decir algo así como:
“Papa, una cosa es que quieras ser invisible no viendo nada y
otra cosa es que quieras ser invisible no oyendo nada” Y ya se lo
iba a decir, cuando me ordenó que me fuera inmediatamente al
cuarto y me pusiera a dormir. Aquello me dejó de piedra otra
vez. Me pareció muy raro que mi papá pensara que alguien
pudiese dormir con aquel ruido, pero más raro me pareció que
mi papá me ordenase ir a dormir con la voz de mamá de que si
no haces lo que te digo te la cargas. Pero no dije nada porque
me había quedado de piedra y cuando te quedas de piedra no
puedes decir nada, ni hacer nada de nada. Y así, de piedra, me
hubiese quedado para toda la vida, si un grito de mi papá no
me hubiera hecho dejar de ser de piedra. Y como ya no era de
piedra, me pude mover, darme la media vuelta, volverme al
cuarto y tumbarme en la cama.
Pero, claro, con aquel ruido de televisiones y radios
a toda pastilla no podía dormir ni una marmota. Pensé en 73
levantarme, ir donde mi papá y traerle al cuarto para que se
tumbase conmigo en la cama y lo comprobara. Pero, la verdad,
no me atreví. Eso de haber oído en la boca de papá la voz de te
la cargas de mamá me tenía hecho un lío. Puestos a cambiarse
voces yo prefería la voz de papá en la boca de mamá, quiero decir
que si mi papá y mi mamá tuviesen los dos la voz de mi papá, en
mi casa sólo se oirían los ruidos del frigorífico que es muy viejo,
que mi mamá siempre está diciendo que hay que cambiarlo y
que mete unos ruidos muy parecidos a los que hacía el viejo del
quinto A antes de morirse. Bueno, pues estaba yo pensando
que sería estupendo que mi papá, mi mamá y el frigorífico
tuvieran los tres la voz de mi papá, porque así en la casa reinaría
el silencio ese que reina en las noches frías y estrelladas de los
desiertos misteriosos llenos de arena, camellos y oasis, cuando
en el cuarto B se montó un jaleo de miedo. Por encima del ruido
a toda pastilla de las televisiones y radios, se empezaron a oír
voces, y luego de las voces se empezaron a oír gritos, y luego de
los gritos se empezaron a oír lamentos, y luego de los lamentos
se empezaron a oír voces, gritos y lamentos, todos juntos y cada
vez más fuertes. Al mismo tiempo, el techo de mi habitación
temblaba con carreras y pisadas de elefante. La verdad, pensé
que se iba a hundir y una jauría de perros rabiosos iba a caer
sobre mi cama. Me levanté asustado y fui corriendo al salón.
Mi papá leía su enciclopedia. Casi sin respiración, le pregunté
que qué pasaba; mi papá, sin levantar la vista del tomo de
la A, me contestó que qué quería que pasase, que no pasaba
nada. Y cuando dijo “nada” el techo del salón retumbó como
un cañonazo. Yo miré al techo. La lámpara se balanceaba y las
voces, gritos, lamentos y ruidos como de cañonazos seguían y
seguían. La verdad, a mi me pareció que el cuarto B se había
convertido en una pradera de las lejanas praderas que temblaba
bajo las pezuñas de los bisontes en estampida, porque unos
malvados cazadores blancos los habían asustado para dejar sin
comida a los nobles y valientes guerreros pieles rojas. Señalando
al techo, miré a mi papá. Era lo mismo que mirar a una estatua:
74 continuaba leyendo el tomo de la A como si fuese domingo y
sólo se oyera el ruido de la lluvia en los cristales. Ya le iba a decir
lo de que “Papa, una cosa es que quieras ser invisible no viendo
nada y otra cosa es que quieras ser invisible no oyendo nada”,
cuando se hizo de forma repentina el silencio. Entonces levantó
la vista del tomo de la A, me miró y me dijo: “Ves”. Me quedé
cortado y sin saber qué decir; tan sólo boqueaba como un pez
cuando lo sacas de la pecera y lo miras a los ojos. Y boqueando
estaba cuando los ruidos, los gritos y lamentos volvieron a oírse,
pero esta vez en la escalera, como si los bisontes no hubiesen
encontrado otra escapatoria en su estampida que bajar a todo
correr hacia el portal. Yo y mi papá nos quedamos mirando el
uno al otro con los ojos de un pez cuando lo sacas de la pecera
y lo miras a los ojos. Y yo creo que esta vez boqueábamos los
dos. Y así, mirándonos con ojos de pez y boqueando como
peces fuera de la pecera, hubiésemos seguido un montón
de rato si no llega a ser porque los ruidos, gritos y lamentos
se desparramaron por la calle y se fueron apagando poco a
poco como un voraz incendio en las estepas, provocado por
un mortífero rayo, se apaga poco a poco porque ya no queda
nada que incendiar. Entonces mi papá volvió a la pecera, dejó
de mirarme y de boquear, y me dijo: “Anda, vete a dormir que
mañana tienes colegio” Mañana era sábado y no tenía colegio,
pero no le dije nada. No porque siguiera boqueando, porque yo
también había vuelto a la pecera, sino porque, la verdad, ¿qué
le vas a decir a un papá que quiere volverse invisible haciéndose
el sordo? Así que lo dejé leyendo el tomo de la A y me fui a mi
cuarto. En la cama estaba cuando oí las puertas de los pisos que
se iban abriendo y cerrando una a una, hasta que la del nuestro
también se abrió y cerró, y supe que mi mamá había entrado.
En el piso de arriba reinaba el silencio de los desiertos llenos de
arena, escorpiones y esqueletos de animales y hombres muertos.
Entonces me dormí porque no me apetecía el beso de buenas
noches de mi mamá.
A mi ellos no me molestaban. La verdad es que me caían
muy bien y por eso me gustaba encontrármelos en el portal o
subir con ellos en el ascensor. Muchas veces esperaba un buen 75
rato en la calle hasta que aparecían y así entrar con ellos. Eran
un montón, tantos que creo que no les llegué a ver a todos. O
a lo mejor sí. No sé, la verdad. Era muy difícil distinguirlos.
Supongo que a ellos les pasaría lo mismo con nosotros. Pero
eso era parte de lo bueno. Es muy divertido no saber si conoces
o no conoces a alguien. Le saludas, le miras por el rabillo del
ojo y piensas para ti: ¿será o no será? Al final de tanto mirar
por el rabillo del ojo te quedas como bizco, y de tanto pensar
como turulato. Y, claro, entonces tú te ríes, él se ríe, y te acabas
echando un montón de risas. En cambio, si le conoces es casi
imposible reírse; ya sabes que te va a preguntar qué tal está tu
papá, qué tal está tu mamá y qué tal en el colegio, y, la verdad,
para preguntas difíciles ya están los profes. Además ellos me
hacían preguntas fáciles. Bueno, en realidad sólo me hacían
una: “¿Real Madrid o Barsa?” Y yo unos días les contestaba
que Real Madrid y ellos me decían “¡bueno, bueno!” y me
soltaba tres o cuatro nombres de jugadores del Real Madrid; y
otros días les contestaba que Barsa y ellos me decían “¡bueno,
bueno!” y me soltaban tres o cuatro nombres de jugadores
del Barsa. Y entonces nos reíamos y chocábamos las palmas
de la mano en el aire. Yo creo que a ellos les daba igual que
fuera del Real Madrid o del Barsa; lo que les gustaba era decir
“¡bueno, bueno!”, reírse y chocar las palmas de la mano en el
aire. A mí también me daba igual y me gustaba lo mismo, y
por eso creo que nos llevábamos tan bien. La verdad es que con
ellos en el ascensor o en el portal me sentía como en el país de
las aventuras. Los voy a echar de menos, no tanto como a mi
hermana pero sí bastante. ¡Ah, se me olvidaba! Al día siguiente
de aquella noche, mi papá se puso a leer el tomo de la B de la
enciclopedia. Pero sigue sin poder ser invisible. Y yo tampoco.

76
NI POR ESAS 77
Su sombra murió de noche. Fue de repente, ante sus
ojos, después de pasar junto a una farola. Un resto de humanidad
le empujó a reanimarla. Aplicó la boca al suelo, en el sitio donde
suponía estaban sus labios; golpeó las baldosas con los puños a la
altura en que se dibujaba el pecho; incluso, zapateó sobre ella. Nada
de nada. La sombra seguía allí, tendida en la acera, con las piernas
y brazos abiertos como aspas. Entonces se asustó y pensó en salir
corriendo, pero otro resto de humanidad le impidió darse a la fuga.
Trató de levantarla en brazos, de arrastrarla tomándola de las piernas,
hasta probó a quitarse los cordones de los zapatos y atársela a los
tobillos. De nuevo, nada de nada: pegada como una calcomanía, era
imposible arrancar la sombra de la acera. Viendo que eran inútiles
los esfuerzos y agotados sus restos de humanidad, se dio la media
vuelta y se encaminó a su casa. No había andado cien metros,
cuando empezaron a revelarse sus verdaderos sentimientos. Iba
con la cabeza alzada, la espalda derecha, balanceando rítmicamente
hombros y brazos. Su caminar era ágil, ligero y, de vez en cuando,
daba un brinco, ensayaba un paso de baile o correteaba un buen
tramo como un niño tras un balón. La odiaba, esa era la verdad.
La había odiado toda su vida; la había odiado cuando, vigilante,
arrastrándose a sus espaldas, le perseguía adonde quiera que fuese;
la había odiado cuando se estiraba frente a él, y le marcaba el camino
y la meta; la había odiado cuando a los costados, se quebraba y
alzaba por fachadas y muros, mostrándole las habilidades y alturas
que nunca alcanzaría; la había odiado cuando se emboscaba en la
oscuridad, agazapada y presta a saltar sobre sus talones al menor
destello. Sí, la había odiado toda la vida, incluso cuando se ovillaba a
sus pies como un perro traicionero que fingiera de pronto fidelidad
y cariño. Por eso la noche en que murió su sombra fue la más feliz
de su existencia.
La policía tardó apenas una semana en detenerlo. Fue fácil:
era el único que no tenía sombra. Acusado y juzgado, le condenaron
a treinta años de prisión por sombricidio, nocturnidad, alevosía
y falta de humanidad. No sólo le condenó el juez, también fue
condenado por la sociedad en pleno. Medios de comunicación,
78 instituciones y organizaciones, personalidades famosas, ciudadanos
medios, medianos y mediocres, manifestaron su horror y desprecio.
Sin embargo, durante un tiempo y de forma confidencial, recibió
muchas visitas de personajes importantes que le ofrecían el indulto
y grandes cantidades de dinero si les revelaba cómo había logrado
librarse de su sombra. Él siempre les decía lo mismo: que no había
ningún método secreto, que simplemente su sombra había muerto
una noche, de repente, después de pasar junto a una farola. Por
supuesto, no lo creían, y a las ofertas seguían las amenazas; y a las
amenazas, su cumplimiento. Pasó el resto de sus días en un calabozo
en penumbras, para que siempre estuviese rodeado de sombras.
Cuando murió, la Autoridad tuvo buen cuidado de enterrarlo en
el mismo nicho donde reposaba su sombra. Llevaba veinte años
esperándolo, estirada y tendida cuan larga era.
LA BONDAD DE LA BANCA 79

¿E l de la 302? ¡Oh, sí, Don Faustino! ¿Se lo


propuso? Lo hace con todo el mundo. Es parte
de su digamos… problema. Y usted ¿accedió? Lo haría entonces
muy feliz. Me lo imagino: lo felicitaría por su decisión, le daría
la mano, lo acompañaría a la puerta y lo despediría con palabras
de una cortesía exquisita. Acierto ¿verdad?... Yo ya he abierto
como cien. Así se pasa el día y así es feliz. Es un dilema para mí.
Se supone que mi labor es curarlo. Sin embargo, ¿debo? Quiero
decir si es justo sacar a una persona de un delirio que lo hace feliz.
Pero, ¿lo hace feliz realmente? O lo que es lo mismo, ¿se puede
llamar felicidad a un estado de satisfacción que implique pérdida
de conciencia sobre nosotros mismos y sobre el mundo?... Sí,
claro, tiene usted razón, eso dependerá de qué entendamos por
felicidad. Sin embargo, yo no sabría definirla sin caer en ciertos
conceptos que, de puro generales, no significan nada o, mejor
dicho, signifiquen mucho o poco, sean lúcidos o ciegos, se
demuestran igualmente inútiles. Supongo que es el problema
de toda teoría; el teorizado siempre puede decir: “Sí, todo eso
está muy bien, pero ¿y yo qué?” Nos enfrentamos al individuo
y a su irreductible aquí y ahora. Y no olvide que la psiquiatría
trata a individuos. Por eso, y dado su interés, preferiría contarle
lo que sucedió a exponerle un diagnóstico. En el fondo, quizás
esté empezando a pensar que las teorías nos hablan al oído y las
historias particulares a la vista. Y no olvidemos que Job se curó
por la vista y no por el oído. Aunque quizás algunos puedan
opinar que, lejos de curarse, quedó ciego del todo... ¡Oh!, eso
no es ningún problema, en la habitación de al lado encontrará
usted un teléfono. Haga su llamada y yo le esperaré aquí. ¿De
acuerdo?, estupendo. Hasta ahora mismo…
… Me he permitido sacar unas copas durante su ausencia.
¿Le gusta el whisky? Me alegro, y sin hielo como debe ser. Es un
pura malta. Realmente excelente, ¿no le parece? Bien, vayamos
pues a la historia. Yo por aquél entonces acababa de terminar
mi especialidad. Tenía veintiocho años y un deseo inmenso de
demostrar quien era. La mejor manera que se me había ocurrido
80 de hacerlo era transformando de cabo a rabo la psiquiatría. En
mi cabeza bullían decenas de ideas y reformas. Consideraba
erróneo todo lo que me precedía y mal orientado todo lo nuevo
que surgía a mi alrededor. Aunque pensaba que tenía un corpus
teórico bien fundamentado y una experiencia clínica corta
pero más que suficiente, en realidad sólo era un médico joven,
inteligente, poseedor de una mediana formación académica,
con una ambición desmedida – cuidadosamente ocultada,
incluso para mí mismo, bajo un montón de bellas palabras – y
una irresistible, y también inconsciente, fascinación por asumir
el papel de espíritu de la contradicción, lo que me llevaba a ser
sociologista con los biologistas y partidario de las pastillas con
los defensores de las terapias grupales. Era pues inevitable que
cuando Don Faustino fue ingresado en la clínica, me tomara un
interés desmedido por su caso y emprendiera investigaciones
que ahora, con más experiencia y, sin duda, también con un
mayor escepticismo sobre mí y sobre mi trabajo, ni siquiera me
plantearía… O quizás sí. ¿Quién sabe?…
… Recuerdo el primer día que llegó con su bigotito
fino, el pelo teñido de negro echado hacia atrás y pringado
de brillantina, la forma de vestir impecable dentro de la
modestia del traje, la manera de andar tan rectilínea, tan rígida,
tan acompasada, tan indudablemente marcial. No parecía
consciente de la situación. Para él todo aquél barullo sólo
era una contrariedad inevitable. De nada sirvieron nuestras
preguntas, nuestros tests, nuestras explicaciones. Nos escuchaba
con una deferencia abrumadora, en absoluto falsa, y, cuando
concluíamos de hablar, nos sugería con un tono de distinguida
cortesía si no haríamos mejor en volver sin más dilación a
nuestras “inaplazables labores”. No pudimos sacarlo de ahí,
a pesar de poner todo nuestro empeño. No niego que buena
parte de nuestra contumacia se debía al rechazo que producía
en nosotros vernos calificados de obreros. Don Faustino
pensaba que éramos albañiles que estábamos reformando el
edificio para adaptarlo a “la nueva función” como decía con
tono casi religioso. Los psiquiatras también somos humanos,
quiero decir con una portentosa capacidad para ser miserables. 81
Aquella primera noche durmió tranquilo, pero al día siguiente
comenzó a demostrar una inquietud íntima, contenida, nada
agresiva, pero evidente. Este estado de desazón le duró una
semana, justo hasta el momento en que recibió el “regalo”. A
partir de entonces desapareció su ansiedad y volvió a ser el
hombre tranquilo y gentil que según todas las apariencias era.
De esto hace ya siete años. Al principio seguí una
terapia blanda. Quiero decir que evité en lo posible el uso de
fármacos. Por aquél entonces pensaba que su delirio, aparte de
ya no ser peligroso y de no provocarle dolor, era una simple
estrategia defensiva de su psique que, incapaz de sobrellevar el
trauma, había elaborado aquella fantasía como única forma de
gestionar la angustia, pero cuya gravedad no había llegado al
punto de desestructurar por completo la mente. Recurrí pues
al diálogo. Por supuesto no le hablé para nada de su “hazaña”,
como jocosamente la llamaba uno de los enfermeros. Creí
que era mejor mostrarme comprensivo y, una vez ganase su
confianza, atacar con decisión el nudo del problema. Fracasé
por completo. Don Faustino me escuchaba con esa expresión
tan suya de profundo interés y, cuando por mi silencio suponía
que ya había acabado de hablar, me decía con gran amabilidad
que valoraba en su justa medida mis problemas personales,
pero que sería mejor que se los comentase en otro momento
pues, como podía observar, ahora estaba muy ocupado. Así
transcurrieron seis meses. He de reconocer que se me agotó
la paciencia. Empecé a sentir unos deseos irreprimibles de
zarandear a aquél hombre que, le dijera lo que le dijese, mantenía
siempre la misma compostura y acababa disculpándose por no
poder seguir prestándome su atención. Viendo la inutilidad
de mis esfuerzos decidí cambiar de método. Le suministré
antipsicóticos, tomé medidas coercitivas e incluso llegué a
prohibirle que se dedicara “a mi deber”, como él lo llamaba.
Con este cambio de terapia no conseguí que mejorase en lo
más mínimo; por el contrario, dejó de comer, de hablar, de
moverse. Se limitaba a estar en su cuarto mirando al techo.
82 Temiendo que volviera a las andadas o, lo que era peor, se
dejase morir de inanición, le permití que hiciera lo que más
quería. Fue entonces cuando decidí investigar en profundidad
el caso y, aprovechando unas vacaciones, visité su ciudad natal.
Debo reconocer que me había tomado el asunto como algo
personal. Me sentía fracasado e incapaz de encontrar una
solución satisfactoria. Y no sólo eso. No se me ocultaba que
en mi cambio de terapia había habido algo muy cercano a la
venganza...
… Pero quizás sea mejor que empecemos desde el
principio, o para ser más exactos, quizás sea mejor que deje
de hablar de mí mismo y le cuente lo que ocurrió. Debo
advertirle, antes de nada, que la historia que le voy a contar
no es producto de mi imaginación o de suposiciones más o
menos fundamentadas. Es fruto de las entrevistas que tuve con
el director de la sucursal y los empleados, en especial con Don
Enrique. Quizás en ocasiones me deje llevar por, digamos, una
cierta recreación literaria – que espero usted sepa comprender,
perdonar y situar en su verdadero lugar: últimamente la
literatura es para mí bálsamo de dudas e inquietudes tanto
personales como profesionales – pero, en lo que atañe a lo
esencial, le puedo asegurar que lo que le voy a contar sigue al
pie de la letra los testimonios que recabé en mi viaje a la ciudad
de Don Faustino… Pero demos un nuevo trago y comencemos
de una vez… ¡Uhmmm! Excelente ¿verdad?...
… Don Faustino trabajaba desde la juventud en una
sucursal bancaria de su ciudad natal. Había empezado como
recadero y, en la época que ocurrieron los acontecimientos,
contaba cincuenta y ocho años y era uno de los encargados
de la contabilidad. Don Faustino era respetado, pero no
querido, por los compañeros. Su entrega casi servil al trabajo,
su completa disponibilidad para horas extras y favores a la
dirección, su concepción del banco como una gran familia, le
alejaban de una plantilla que no tenía la alta consideración que
él manifestaba en todos y cada uno de sus actos por la labor que
realizaba. Políticamente conservador, estricto cumplidor de
sus deberes religiosos, no se había casado y vivía solo en un piso 83
heredado de los padres. No se le conocían vicios, ni aficiones.
Nunca hablaba de sí mismo, nunca presumía de nada, salvo de
una cosa: haber servido en el cuerpo de zapadores. Sin duda,
aquella época militar fue la única aventura de su vida y, en las
pocas ocasiones en que hablaba de ella, lo hacía con una pasión
y un entusiasmo impensables en una persona tan sobria como él.
Un día semejante a todos sus días, el director se acercó
a la mesa de trabajo de Don Faustino y le dijo que tenía que
hablar con él. Podemos imaginarlo inclinado sobre las cuentas,
inmerso en el mar de números y cifras ajenas que eran su vida;
podemos imaginarlo elevando lentamente la cabeza, el rostro
serio, la mirada servicial; podemos imaginarlo levantándose de
la silla, poniéndose firme, musitando “a su disposición señor
Iglesias”; podemos imaginarlo siguiendo con pasos quedos
al director, entrando con emoción religiosa en el despacho,
sentándose, entre amedrentado y orgulloso, frente a la gran mesa
de roble repleta de documentos y carpetas. Podemos imaginar
todo eso, pero nos será más difícil imaginar la reacción que tuvo
a las palabras del director. Éste le dijo más o menos que, ante la
nueva coyuntura política y económica que se abría en el país, el
banco no podía permanecer indiferente; muy por el contrario,
debía manifestarse valiente y ágil y, sin caer en imprudencias,
ponerse a la cabeza de los cambios. El bien del banco como
institución de más de un siglo de antigüedad, el bien de la gran
familia que formaban directivos y empleados, y, ¿por qué no?,
el bien de la propia nación, dependían de la capacidad “de
todos nosotros” de asumir la insoslayable modernización. Sin
duda, aquél esfuerzo por estar a la altura de los tiempos iba a
exigir sacrificios. Todo en esta vida tiene un precio. Pero estaba
seguro de que todos comprenderían la necesidad de ciertas
reestructuraciones, es más, estaba convencido de que todos
darían lo mejor de sí mismos para llevarlas a efecto. Aquí el
director se detuvo y, tras observar el rostro atento y concentrado
de Don Faustino, continuó:
–Dentro del primer paquete de medidas que la
84 dirección del banco ha decidido tomar se encuentra una
reestructuración de la plantilla. Como usted comprenderá,
los criterios que se han seguido para llevar a cabo la selección
del personal no han sido caprichosos. Se han tenido en cuenta
tanto los intereses personales como los colectivos, en aras de
una justa distribución de las cargas y beneficios. Bien, en este
orden de cosas, quisiera comunicarle que su nombre ha sido
mencionado como uno de los que serán beneficiados con la
jubilación anticipada...
El director calló y observó de nuevo a su interlocutor.
Don Faustino permanecía con el mismo gesto de atención
absoluta, como si más que escuchar aquellas palabras las
recogiera una a una con la punta de los dedos y las fuera
depositando en un cofre de tesoros. El director carraspeó y se
removió en el asiento. Reflexionó por unos instantes, sacó el
paquete de cigarrillos y ofreció uno a Don Faustino. Este lo
rechazó y, temeroso de que su acción se tomara por un desaire,
dijo con aire compungido:
–Lo siento, crea que se lo agradezco, pero el médico
me ha prohibido fumar.
El director dio una calada profunda, expulsó el humo
con parsimonia e, inclinando su cuerpo hacia delante, preguntó
remarcando las palabras:
–¿Me ha entendido usted, Don Faustino?
–Perfectamente, señor Director
–Y ¿no tiene nada que decir?
–Nada, señor Director.
El director entrecerró los párpados y apagó el
cigarrillo. Se echó contra el respaldo del sillón y trató de evitar
la mirada servicial de Don Faustino. El sol entraba ahora por
la ventana depositando una gran mancha rectangular y dorada
sobre la mesa. Las orlas de las carpetas, los juegos de plumas,
el pisapapeles que representaba una gaviota en pleno vuelo,
la fotografía familiar refulgían como metales preciosos. El
director tomó de nuevo la palabra:
–Bien en ese caso no hay nada más que hablar, salvo
pedirle que coja usted estos documentos en los que se especifica 85
las condiciones de la jubilación. En el caso de que usted esté de
acuerdo en su totalidad sólo debe firmarlos. En caso contrario,
le ruego me lo comunique y estaré muy gustoso de escuchar...
Pero no… no debe firmarlos ahora mismo... al menos, léalos...
–Siempre estaré de acuerdo con lo que el Banco decida
o juzgue conveniente – dijo Don Faustino devolviendo los
papeles ya firmados. Luego añadió: – ¿Puedo ya volver a mi
trabajo?
El director asintió y tendió la mano a su subordinado.
Puesto en pie, Don Faustino la estrechó con una profunda
inclinación de cabeza. Se dio media vuelta, anduvo con paso
quedo hasta la puerta y la abrió y la cerró con sumo cuidado
tras de sí. El director se quedó mirando un buen rato a la puerta
mientras sus dedos tamborileaban en los brazos del sillón. A
Don Faustino sólo le quedaba un mes de trabajo.
Antes le he dicho que Don Faustino sólo presumía
de una cosa: haber servido en el cuerpo de zapadores. Esto no
es del todo exacto. Había algo más que le llenaba de orgullo:
su puntualidad. Durante los casi cuarenta años de servicio en
el banco siempre había sido el primero en llegar a la oficina.
Lloviera, nevase o hiciera sol, todos los días laborables se
podía ver a Don Faustino de pie junto a la puerta cerrada de
la sucursal, esperando impaciente al encargado de abrir la
oficina. Cuando este llegaba siempre le decía la misma frase:
“Hoy también, señor Enrique, hoy también”. Y una sonrisa
de satisfacción iluminaba su rostro, al tiempo que, en uno
de los pocos gestos de afecto que se le conocían, golpeaba
cariñosamente el hombro del ordenanza. Luego entraban los
dos tras una ritual discusión sobre quien debía hacerlo primero.
Al cabo lo hacía el ordenanza, pues Don Faustino consideraba
que así lo mandaban las normas del Banco.
Cuando Don Enrique supo de la jubilación del contable
sintió una mezcla de alegría y tristeza. Durante muchos años,
y sobre todo en la juventud, había tratado de derrotarlo en
aquella batalla particular que tenían, pero, a pesar de todos los
86 esfuerzos, nunca había logrado llegar a la oficina sin que Don
Faustino le estuviese esperando con la famosa frase bailándole
ya en los labios. Se iba a jubilar poco después del contable y,
en aquél último mes, había abrigado la esperanza de conseguir
lo que no había alcanzado en casi cuatro décadas. Confiaba
en que la pronta jubilación de Don Faustino le haría bajar la
guardia y en esa creencia había madrugado más de lo habitual.
Por supuesto no consiguió su objetivo. Todos los días Don
Faustino le recibió de pie junto a la puerta de hierro forjado
del banco con su ya legendaria expresión presta para salir de
la sonrisa de los labios. Por eso, el primer día de la jubilación
del contable, Don Enrique se dirigió al banco con pasos lentos
y meditativos. Nunca había sentido real simpatía por Don
Faustino y las continuas derrotas en la peculiar competencia
que mantenían le habían llevado en algún momento a casi
odiarlo, sin embargo aquella mañana, mientras caminaba
por las calles vacías, aún iluminadas por la luz de las farolas y
cubiertas de hojas otoñales, no pudo evitar que un doloroso
sentimiento de melancolía lo embargase. La totalidad de su
vida le pasó por la mente y el vacío que esperaba encontrar en
la puerta del banco le pareció un símbolo del sin sentido de
su existencia. Juzgue usted cual sería su sorpresa, cuando al
llegar a la sucursal descubrió a Don Faustino embutido en el
viejo pero bien conservado abrigo gris, apoyado en el paraguas
y golpeando rítmicamente el suelo con el pie derecho. “Hoy
también, señor Enrique, hoy también” le oyó decir como en
sueños. Abrió la puerta y, por primera vez en todos aquellos
años, pasó el primero sin la menor discusión.
Cuando el director llegó al banco se encontró a toda
la plantilla hablando de forma acalorada sobre la situación, y
a Don Faustino sentado a su mesa de trabajo, sumergido en la
tarea e indiferente al remolino que le rodeaba y del que era el
centro. Permaneció perplejo por unos instantes, luego ordenó
que cada uno se dedicara a lo que debía y llamó a Don Faustino
al despacho. Una vez los dos dentro y sentados, el director se
dirigió a Don Faustino con voz firme pero cariñosa.
–Sin duda, señor Faustino, la fuerza de la costumbre 87
y su conocida y nunca suficientemente alabada dedicación al
trabajo le han hecho olvidar que hoy era el primer día de su
jubilación.
–No, señor director, nunca me permitiría olvidar algo
relacionado con el Banco o con mi trabajo.
–Debo considerar, pues, su presencia como una
pequeña broma de despedida.
–No, señor director, nunca me permitiría una broma
por pequeña que fuese con el Banco o con mi trabajo.
–Podría preguntarle, entonces, a qué se debe su siempre
grata presencia entre nosotros.
–He venido a cumplir como todos los días con mi
deber, señor director.
–De ese deber ha sido usted relevado con su propio
consentimiento.
–Lo sé, señor director. Y ahora, si no me necesita para
nada más ¿podría volver a mi trabajo?
El director apretó los puños y estuvo a punto de gritar.
Se contuvo con un esfuerzo que hizo empalidecer su rostro. Se
levantó y se dirigió a la ventana. Contempló por un buen rato
la calle que se iba llenando rápidamente de gentes y coches.
“¿Por qué nunca nadie se sentará ahí?” se preguntó mientras
observaba el banco de madera y pintura verde desconchada
que había frente a la sucursal. Se volvió tras un suspiro. Don
Faustino, de pie, la cabeza ligeramente inclinada, le miraba con
atención sumisa. Con voz cortante le dijo:
–Bien por hoy puede usted hacer lo que desee, pero
recuerde: mañana no venga a trabajar. En caso contrario
tendremos que tomar medidas que, estoy seguro, no serán del
agrado ni de nosotros ni de usted.
–Siempre estaré de acuerdo con lo que el banco decida
o juzgue conveniente.
Don Faustino salió del despacho tras una ligera
reverencia. El director volvió a la ventana. La calle era ya un
hormiguero. El banco, sin embargo, seguía vacío. Con otro
88 suspiro el director abandonó la ventana e hizo una llamada por
teléfono.
Al día siguiente, el señor Enrique se encontró dos
personas esperándolo en la puerta del banco. Una de ellas era
Don Faustino, la otra un joven alto y fuerte que llevaba un
ajustado uniforme de una empresa de seguridad. Comprendió
al instante lo que allí iba a suceder y deseó que todos y cada
uno de los años de servicio al banco se transformasen en figuras
de barro, para así poder arrojarlos al suelo y pisotearlos hasta
hacerlos añicos. El “Hoy también, señor Enrique, hoy también”
sonó en sus oídos como una acusación. Abrió la puerta con
manos temblorosas y entró en el banco sin volver la vista atrás,
haciendo oídos sordos al forcejeo, a las voces, a los gritos que
se producían a su espalda. “Don Enrique, Don Enrique” oyó
clamar y Don Enrique huyó de su propio nombre como si de
la peste se tratase. A sus espaldas de pronto se hizo el silencio:
luego la voz del director sonó definitiva y cruel. Don Enrique
preparó la sonrisa. Sólo le faltaba dos meses para jubilarse.
Cuando se volvió el director lo estaba mirando. No le importó.
En los labios tenía casi cuarenta años de la misma sonrisa.
Don Faustino no pudo volver a entrar en el banco.
Durante una semana lo intentó y durante una semana se
reprodujeron los mismos forcejeos, las mismas voces, los mismos
gritos, la misma huida de Don Enrique, la misma llegada del
director. Y de pronto se hacía el silencio. Y el director entraba en
el banco y miraba a Don Enrique; y Don Enrique le sonreía con
la sonrisa de cuarenta años. Y durante una semana el director
entró en el despacho, se sentó, miró los objetos desparramados
por la mesa que con el sol brillaban como metales preciosos.
Y durante una semana se levantó, se dirigió a la ventana,
contempló como la calle se iba llenando de gentes y coches,
observó el banco de madera y pintura desconchada que había
frente a la oficina. Y durante una semana vio a Don Faustino allí
sentado, desde la hora de apertura hasta la de cierre, mirando
con fijeza hacía el banco como si fuera un perro expulsado
del hogar que sólo esperase el silbido del amo para mover la
cola y entrar en casa. Y durante una semana volvió a sentarse, 89
clavó la vista en la puerta y tamborileó en los brazos del sillón.
Y al cabo de aquella semana hizo una llamada de teléfono. La
medida resultó inútil. Justo el mismo día que los empleados del
ayuntamiento quitaban el banco, Don Faustino dejó de acudir
a su observatorio. Pasó un mes sin que se supiera nada de él. Por
lo que he podido averiguar debió estar la mayor parte de aquél
tiempo encerrado en su casa. Fue sin duda entonces cuando su
razón se quebró y cuando lo planeó todo.
Cierta mañana, después de un largo puente, el señor
Enrique se dirigía como todos los días a abrir el banco. El
cielo, recortado por los edificios, lucía un prometedor azul;
las calles regadas presentaban un aspecto limpio y plácido;
pájaros madrugadores sesgaban alegremente el aire; de las
cafeterías salía un agradable olor a café y tostadas; hasta los
pocos viandantes que había parecían caminar con música en
sus pasos. El señor Enrique se sentía feliz. Sólo le quedaban
un par de semanas para jubilarse. Los últimos tiempos en el
trabajo habían sido especialmente duros para él y la cercana
perspectiva de la jubilación le henchía el corazón de alegría.
Sacó las llaves del bolsillo y se regocijó con la idea de que
pronto las perdería para siempre de vista. Al llegar a la puerta
del banco casi silbaba. Abrió y, ya iba a penetrar en el interior,
cuando se detuvo en seco. No, aquello no podía ser. Escuchó
con más atención. Tuvo que dar crédito a sus oídos. Algo
o alguien estaba produciendo un ruido en la oficina. Dudó
entre asomarse o llamar a la policía. Entonces una voz desde
el interior le dijo: “Hoy también, señor Enrique, hoy también”.
Creyendo haberse vuelto loco se asomó. Don Faustino, vestido
con su viejo uniforme de oficial de zapadores y sentado frente
a su mesa de trabajo, le daba la bienvenida con la misma
mirada que le había dirigido en la puerta del banco durante
casi cuarenta años. “Le ruego me perdone por haber entrado
antes que usted” añadió sonriente, con cortés aire de disculpa.
Luego bajó la vista y se enfrascó en el montón de papeles que
llenaban la mesa. Don Faustino había hecho un butrón.
90 Dada la carencia de antecedentes, las circunstancias
especiales que rodeaban el caso y el hecho de que no hubiera
sido substraído nada de la entidad bancaria, el juez decretó el
ingreso de Don Faustino en esta clínica para seguir tratamiento
psiquiátrico. Como ya le dije, durante la primera semana el
paciente mostró una gran inquietud, pero nada más recibir el
regalo del banco, se empezó a comportar con la tranquilidad y
cortesía de que usted ha sido testigo. Al parecer en la sucursal
hicieron reformas y retiraron el mobiliario antiguo. El director
regaló a Don Faustino la mesa en la que este había estado
trabajando durante casi cuarenta años. Desde entonces se
pasa el día sentado frente a ella, abriendo cuentas corrientes,
gestionando créditos, estudiando inversiones; activo, amable
y simpático, derrochando vitalidad. ¿Comprende ahora mi
dilema?: ¿debo arrancarlo de su delirio y arrojarlo a la realidad
o debo dejarlo en su felicidad enajenada? No lo sé. Por más
vueltas que le doy al problema no logró decidirme. Sin embargo,
a veces lo espió y lo sorprendo mirando más allá de los números
y cifras, más allá de los falsos papeles, más allá de la mesa, más
allá de la habitación y del recortado paisaje que le ofrece la
ventana, y entonces… bueno, entonces me doy la media vuelta,
retorno a mi despacho y sumerjo la mirada en los montones
de papeles que cubren la mesa. Y durante el resto del día sólo
deseo que llegue la noche para volver a casa, coger una buena
novela y perderme en sus peripecias y personajes. Pero ¿sabe?...
A veces, demasiadas veces, cuando estoy leyendo, de pronto
me sorprendo mirando más allá de las líneas y el papel, más
allá del salón en penumbras, más allá de las cortinas corridas.
Y entonces siento como si el bálsamo se tornara vinagre en el
solitario refugio de mi sillón.

91
92
¡VAYA USTED A SABER POR QUÉ! 93
Excepto sábados y domingos, hacía mil metros diarios.
Como la piscina era olímpica, iba y venía veinte veces. Nadaba
alternando los cuatros estilos, aunque el mariposa no se le daba
muy bien. No es que le gustase de forma especial la natación, de
hecho le aburría un tanto, pero consideraba que era buena para
su espalda. Porque tenía problemas de espalda. En el trabajo
pasaba la mayor parte del tiempo sentada frente al ordenador y
esto le cargaba las lumbares y las cervicales. Además, la tensión
en el cuello le producía frecuentes dolores de cabeza. Por eso
evitaba conducir, aunque se veía obligada a coger el coche para
traer y llevar a sus dos vástagos al colegio. Gracias a Dios y a
un buen pico de su sueldo, tenía una chica ecuatoriana que
hacía la comida, limpiaba la casa y cuidaba de los niños hasta
que ella volvía al hogar a eso de las nueve de la noche. Esto le
permitía ciertas libertades y así, después de la natación, iba los
lunes a clases de inglés, los martes a cerámica, los miércoles a
tai-chi, los jueves al cine o al teatro con las amigas y los viernes
a cenar y ayuntar con su amante. Todo ello, más algún canguro
y las clases particulares de sus hijos, le llevaba otro buen pico
de su sueldo. Las clases de guitarra y kárate para el niño y las
de piano y danza para la niña eran cosas del padre. Los sábados
los empleaba en lavar la ropa, ordenar armarios, hacer la gran
compra en el hipermercado y educar con gran empeño y
desesperación a sus asilvestrados vástagos. Eso sí, los domingos,
después de comer, su ex-marido se llevaba a los niños y ella
quedaba libre por completo en el hogar, dulce hogar. Entonces
se dedicaba a su verdadera pasión: la lectura de novelas. Se
preparaba un té verde sin azúcar, encendía una vela aromática,
ponía una música suave, se arrellanaba en el sillón ergonómico
y abría el libro. A los diez minutos, ¡vaya usted a saber por qué!,
dormía profundamente. Y seguía durmiendo hasta que sus
hijos volvían a la noche, alborotados y atiborrados de los mil
caprichos que les había dado su papá.

94
CASI UN CUENTO 95
Hace mucho, mucho tiempo, un grupo de hombres y
mujeres habitaban en un valle perdido. Todos los años celebraban
una gran fiesta en la cima del monte que se alzaba junto al poblado.
Al llegar la noche, encendían una gran hoguera, se sentaban en
torno a ella y miraban hacia donde el sol había caído. Una canción
suave y melodiosa salía de sus gargantas, al tiempo que movían
los brazos como quien saluda a la lejanía. Cuando la estrella verde
llegaba a mitad del cielo, callaban. Un silencio sobrecogido de
miedo y de respeto se extendía entre ellos. Entonces, el anciano
de largas barbas que le cubrían el cuerpo hablaba con una voz que
parecía surgir de las entrañas de la tierra.
–¿Veis aquellas fogatas que parecen suspendidas justo
donde el cielo se agacha para besar la tierra? Son las grandes fogatas
de los hombres vestidos de pieles. Viven allí, cerca de las cimas de
las montañas. Son altos, fuertes y bellos; son los únicos que saben
cuál es el lecho del sol, dónde se remansa antes de caer el agua de la
lluvia, de qué garganta brota la voz del viento. Vigilan el valle y nada
se les escapaba. En noches como esta, se reúnen y charlan hasta el
amanecer, se cuentan todos los secretos y sus palabras responden
a todas las preguntas. Pero nosotros no podemos escuchar sus
conversaciones. Está prohibido, esa es la ley.
Cierto día, muy de mañana, un joven de recia figura salió
del poblado tras depositar una flor en la piedra que, sobre la tierra
recién removida, había erigido la víspera junto a su cabaña. Anduvo
y anduvo, atravesó bosques y más bosques, praderas y más praderas,
ríos y más ríos, hasta que llegó a la tierra de piedras y polvo. Allí se
detuvo y miró las montañas que parecían tan lejanas e inalcanzables
como desde la loma en que cada año su tribu celebraba la gran fiesta
anual. Descorazonado, se sentó en una piedra.
–No es tiempo de descansar; aún te queda un largo
camino.
Sonó una voz chirriante. El joven pegó un brinco y miró a
su alrededor puesto en guardia. No vio nada.
–Estoy aquí; debajo de la piedra.
El joven miró al sitio indicado. Vio un objeto inmóvil,
96 como una pequeña rama caída. El objeto se aventuró fuera de su
escondrijo. Meneó la cola acabada en un punzante y poderoso
aguijón.
–Si quieres llegar, deberás seguir mis consejos.
–¿Tus consejos? ¿Por qué deseas ayudarme? – preguntó el
joven, retrocediendo un par de pasos.
–¿Acaso no deseas llegar a las montañas donde habitan
los hombres vestidos de pieles? – preguntó a su vez el escorpión,
retorciendo la cola en el aire.
–Sí.
–¿Acaso no deseas escuchar sus conversaciones
prohibidas?
–Sí.
–¿Acaso no deseas saber por qué?
–Sí.
–Entonces, si todo eso deseas, deberás seguir mis consejos
–Y de querer escucharlos, ¿cuáles serían tus consejos?
–Atravesarás tres lugares. Llegarás, verás y pasarás de
largo. Nunca te detengas ¡por nada del mundo te detengas! De otra
manera jamás alcanzarás la tierra de los hombres vestidos de pieles.
Recuerda: llegar, ver y pasar de largo. Esa es la dirección... – y el
escorpión desapareció escarbando un hoyo en la arena tras señalar
con su aguijón hacia donde el sol caía.
El joven reanudó la marcha. Atravesó la tierra de piedras
y polvo hasta que llegó al primer lugar. Vio y pasó de largo. Sólo se
detuvo cuando la primera estrella pestañeó en el cielo. Entonces
buscó un sitio para dormir. Se tumbó y sus párpados pronto se
cerraron. Soñó que sostenía en brazos a su amada.
Se despertó al amanecer y continuó su camino. Llegó al
segundo lugar. Vio y pasó de largo. Cuando el sol se acostó tras el
horizonte, buscó un sitio para dormir. Soñó que sostenía en brazos
a su amada y se miraban.
Se despertó al alba y reanudó el camino. Llegó al tercer
lugar. Vio y pasó de largo. Cuando las últimas luces murieron
entre las sombras, buscó un sitio para dormir. Soñó que sostenía en
brazos a su amada, se miraban y ella le hablaba.
Se despertó de madrugada. Sin pérdida de tiempo, se 97
levantó y comenzó a andar. De pronto se detuvo consternado.
Estaba de nuevo en la tierra de las piedras y del polvo. Se dejó caer
en la misma piedra en que se sentara cuando conoció al escorpión.
Las montañas seguían tan lejanas e inalcanzables como siempre.
–No debes detenerte ahora.
Se oyó una voz afilada y potente. El joven miró a su
alrededor y vio, posado frente a él, una gran ave que le observaba
con ojos de fuego.
–El escorpión me ha engañado – dijo con rencor.
–¿Llegaste al primer lugar? – preguntó la gran ave.
–Sí.
–¿Y qué viste?
–Vi un poblado de chozas destartaladas. Vi esqueletos
de animales mondos como piedras de río. Vi perros famélicos
que gruñían a mi paso. Vi gente con extremidades delgadas como
bambúes, barrigas hinchadas y ojos saltones y oscuros. Y también
vi cómo se arrastraban por el suelo y extendían las manos al aire.
–¿Y pasaste de largo?
–Sí. Quise detenerme y preguntar por qué, pero recordé
las palabras del escorpión y pasé de largo.
–¿Llegaste al segundo lugar?
–Sí.
–¿Y qué viste?
–Vi un gran campo cultivado. Vi gente delgada, de cuerpos
encorvados y perlados por el sudor, que recogía frutos y los colocaba
en grandes canastas que cargaban a la espalda. Vi hombres montados
a caballo que fustigaban a las gentes de las grandes canastas cuando
estas se detenían por un instante. Y también vi cómo los hombres
a caballo cogían las canastas y se las llevaban, dejando tan sólo una
mísera cantidad de frutos a quienes los habían recogido.
–¿Y pasaste de largo?
–Sí. Quise detenerme y preguntar por qué, pero…
–¿Llegaste al tercer lugar?
–Sí.
–¿Y qué viste?
98 –Vi un campo cultivado y un poblado rodeado de una
empalizada de madera. Vi numerosos jinetes que, enarbolando
largas varas de madera acabadas en lenguas que refulgían al sol, se
lanzaban a galope contra la empalizada, la derribaban, entraban en
el poblado y clavaban las largas varas en el cuerpo de los habitantes.
Y también vi que el grupo de jinetes se apoderaba de todo lo valioso
que encontraba, se marchaba entonando canciones y dejaba tras de
sí un montón de cadáveres y el poblado en llamas.
–¿Y pasaste de largo?
–Sí. Quise detenerme…
–Entonces ¿llegaste, viste y pasaste de largo en los tres
lugares?
–Sí, pero el escorpión me ha engañado…
–No, no te ha engañado. Te ha dicho la verdad, pero no
toda la verdad. Aún debes hacer algo más.
–¿El qué? – preguntó incorporándose de un salto.
–Tienes que buscar al gran oso, matarlo y cubrirte con su
piel.
–Nosotros tenemos prohibido matar si no es para
alimentarnos o defender nuestra vida.
–También tenéis prohibido escuchar las conversaciones de
los hombres vestidos de pieles. Pero has de saber que a lo prohibido
sólo se llega a través de lo prohibido.
Se hizo un largo silencio. La gran ave ladeaba la cabeza
y observaba con sus ojos de fuego al joven que miraba las lejanas
montañas donde habitaban los hombres vestidos de pieles. Su
rostro moreno había empalidecido. Tenía el ceño fruncido, los ojos
húmedos y la boca ligeramente abierta. De pronto se estremeció:
–¿Has oído? – musitó con voz temblorosa.
–¿El qué?
–¡Escucha! ¿No la oyes?
–¿A quién?
–A ella. ¿No la oyes? Es ella, me habla. Siempre su voz;
siempre esas palabras…
–Yo no oigo nada – dijo la gran ave, haciendo chasquear
su torvo pico.
El joven permaneció quieto, todo los músculos del cuerpo 99
tensos en atenta escucha. Nada se dejaba oír, salvo el viento que
levantaba una queja de polvo al arrastrarse por entre las piedras. Al
cabo, el joven lanzó un suspiro, apretó las mandíbulas con fuerza,
se volvió hacia la gran ave y le preguntó:
–¿Cómo podré matar al gran oso?
La gran ave extendió las alas, se elevó en el cielo, planeó por
unos instantes, luego se abatió como el rayo. Volvió al poco, con
algo entre las garras. Lo dejó caer junto al joven. Era el escorpión.
Muerto.
–Usa su aguijón. El veneno aún estará activo hasta la
noche. Recuerda: tienes que matar al gran oso y cubrirte con su
piel – y se fue, elevándose hasta la nube más alta.
El joven recogió con gran cuidado el escorpión, atravesó
la tierra de piedras y polvo, llegó hasta el bosque y buscó las
huellas del gran oso. Las encontró, las siguió y llegó a una gruta
justo cuando las sombras de la noche comenzaban a caer. Vio al
oso dormido, se acercó a él con pasos sigilosos y le clavó la cola
del escorpión en el centro del pecho. El gran oso dio un gruñido,
y el joven creyó distinguir en la queja del animal las palabras de su
amada. Con mano firme despellejó al oso y se cubrió con su piel.
Salió de la gruta. Estaba al pie de las montañas. Comenzó a escalar
por las escarpadas laderas. La oscuridad era ya completa y, a cada
poco, se tropezaba y caía. Pero la piel del oso protegía su cuerpo
de las rocas y de las matas espinosas que crecían por doquier. De
pronto, la luna apareció llena y brillante como un lago en el cielo,
y el joven pudo ver las manchas de nieve haciéndose agua. Alcanzó
un estrecho camino, siguió sus serpenteos, llegó a una gran roca,
la bordeó y descubrió los fuegos de los hombres vestidos de pieles.
Por fin iba a escuchar las conversaciones prohibidas, por fin podría
contestar a las palabras de su amada cuando entre sus brazos le
preguntó por qué tenía que morir si eran jóvenes y se amaban Se
acercó a las luces de las fogatas y se puso a espiar escondido detrás
de un árbol. Allí estaban, fuertes y bellos, sentados formando un
semicírculo. Cantaban una canción suave y melodiosa al tiempo
que agitaban los brazos como quien saluda a la lejanía. Cuando la
100 luna llegó a mitad del cielo callaron. Un silencio sobrecogido de
miedo y respeto se extendió entre ellos. Entonces un anciano de
largas barbas comenzó a hablar con una voz que parecía surgir de
las entrañas de la tierra.
– ¿Veis aquellas luces que brillan al otro lado de las
montañas justo donde el cielo se inclina para besar las aguas sin
fin? Son las grandes fogatas de los hombres del mar. Son altos,
fuertes y bellos; son los únicos que saben cuál es el lecho del sol,
dónde se remansa antes de caer el agua de la lluvia, de qué garganta
brota la voz del viento. Vigilan las montañas y nada se les escapaba.
En noches como esta se reúnen y charlan hasta el amanecer y se
cuentan todos los secretos y sus palabras responden a todas las
preguntas. Pero nosotros no podemos escuchar sus conversaciones.
Está prohibido: esa es la ley...”
FOTOS 101
En la chimenea ardía un buen fuego. El hombre miraba
absorto las llamas. Subían, bajaban, se enderezaban o retorcían
como imágenes vívidas de duermevela. Un susurro brotaba de
las lenguas rojas y amarillas, roto en ocasiones por chasquidos
de pavesa. De vez en cuando surgían del corazón de la hoguera
llamaradas aisladas, que se alzaban y caían con ademán súbito y
violento. El hombre se levantó del sofá, se dirigió a la cómoda
y abrió un cajón. Dentro había fotos, muchas fotos. Las había
pequeñas y grandes, antiguas y recientes, en color y en blanco
y negro. Estaban amontonadas y mezcladas por todo el cuerpo
del cajón. Las sacó, hizo un grueso fajo con ellas y se sentó
de nuevo en el sofá. Las fue mirando una a una, avanzando
y retrocediendo en el tiempo según el orden azaroso que le
ofrecía el fajo. Cuando miró la última, dejó las fotos apiladas
en la mesa. Se echó hacia atrás y apoyó la espalda en el respaldo
del sofá. Volvió a mirar el fuego de la chimenea. Las llamas
habían empequeñecido y bajado las cabezas como si observaran
las misteriosas raíces de su inquietud. La leña cubría nudos y
cortes con velos carmesí; las brasas latían escondidas; un humo
grisáceo se perdía en el camino oscuro del tiro. El hombre se
puso en pie y salió de casa. Anduvo con paso rápido por las
calles atardecidas. Entró en una tienda. Al poco salió con un
paquete. Llegó a casa y lo desenvolvió. Era un álbum. De forma
meticulosa, fue colocando las fotos en la estricta sucesión que
le dictaba la memoria de las fechas. Al terminar la tarea, pasó las
páginas del álbum, una a una, con lentitud, hasta llegar al final.
Entonces cerró el álbum y sus ojos tornaron al fuego. Ahora
las llamas se encogían perezosas y lánguidas, como queriendo
dormitar en el lecho de cenizas y soñar un vuelo de hollín. En
las paredes de la chimenea, sombras remedaban imprecisas el
acallado crepitar de la lumbre. El hombre abrió de nuevo el
álbum. Fue sacando las fotos una a una. Las lanzaba al aire y
caían dispersas como hojas secas sobre la alfombra. Cuando el
álbum quedó vacío, se levantó y las recogió sin mirarlas. Hizo
un nuevo fajo con ellas. Lo sopesó por unos segundos, mientras
102 miraba los últimos guiños de las llamas. El grueso fajo de fotos
subía y bajaba en el aire, al compás del absorto movimiento
de las manos. Una chispa saltó con impulso secreto y fugaz.
Entonces el hombre se dirigió a la cómoda y metió el fajo de
fotos en el cajón. Luego cogió el álbum, se acercó a la chimenea
y lo arrojó al fuego. Las llamas tardaron en avivarse y exhalar
un aliento denso y negro. Pero el hombre ya hacía un buen rato
que había dejado de mirar.
CUESTIÓN DE AMIGOS 103

C huchi tenía 245 amigos. Se había propuesto


alcanzar los 300 y le molestaba un tanto estar a 55
amigos de su objetivo. Sin embargo, dado el poco tiempo que
llevaba abierta la página, consideraba que 245 no era una mala
cifra. Por supuesto, a muchas de las personas que estaban en
la lista o no las conocía o las conocía sólo por fotos. Pero esto
no era un gran problema. Después de todo no es tan necesario
conocerse para ser amigos. Incluso se puede llegar a afirmar
que para ser amigos lo mejor es no conocerse. Ahora bien, si
Chuchi sólo se sentía un tanto molesto con sus 245 amigos por
estar a 55 amigos de su objetivo, no podemos ocultar que con
quien estaba real y francamente irritado era con su amigo de la
infancia Chema. Desde luego Chema era un tipo estupendo y,
sin duda, su mejor y más íntimo amigo. Juntos habían pasado
momentos inolvidables, sobre todo aquellas tardes entrañables,
recogidos al calor de la calefacción central, comiendo pizza,
bebiendo colas, escuchando “jevi” metal y matando a todo
matar monstruos, alienígenas, guerreros, nazis, rusos y árabes
en la “plei”. Mas, por mucho que su corazón se enterneciera
con tan mágicos recuerdos, Chuchi ni podía comprender, ni
podía soportar lo que estaba pasando. Ya desde que ambos
abrieran sus respectivas páginas, la lista de amigos de Chema
había sido más numerosa que la suya. Al principio, lo achacó a
la casualidad, y no dudó de que pronto superaría en amigos a
su mejor amigo. Sin embargo, los días transcurrían y la ventaja
de Chema lejos de reducirse aumentaba. Por eso, cuando cierta
aciaga mañana encendió el ordenador y comprobó que la cifra
de amigos de Chema cambiaba del 2 al 3, alcanzando los 301 y
ganándole en 56, Chuchi empalideció, sintió que el corazón se
le paraba y apretó el ratón con tal violencia que le reventó las
entrañas. La situación pasaba de castaño a oscuro. Y claro, lo
empezó a ver todo negro. Entonces decidió actuar.
No me preguntéis cómo lo hizo, pero el caso fue
que Chuchi logró entrar en el santa santorum de la página
de Chema. Observémoslo por un instante en tan crucial
104 momento. Está sentado frente al ordenador, el cuerpo tenso
y la cabeza ligeramente adelantada, la mano derecha en el
ratón y la izquierda en una bolsa de patatas fritas. Su mirada
parece taladrar la pantalla, penetrar hasta el mismo tuétano
del disco duro. A veces, suelta el ratón y la bolsa de patatas,
y sus dedos saltan sobre el teclado y lo picotean con fuerza y
precisión; otras, se impulsa hacia atrás en la silla rodante y,
con gesto ceñudo, contempla desde la lejanía los jeroglíficos
informáticos. De pronto, una mirada dura y una sonrisa cruel
dibujan una perversa mueca de triunfo en su rostro apenas
antesdeayer barbilampiño. Se abalanza sobre el ratón, lo agarra,
lo aprieta, lo pulsa… y estalla en carcajadas. Acaba de borrar
de un plumazo cibernético a 200 amigos de la lista de Chema.
Casi llora de la risa al contemplar la cifra ridícula de 101 de
su mejor amigo, frente a la imponente suya de 245. Todavía
entre carcajadas, se levanta y va a la cocina a comer un pedazo
de pizza.
Lo malo fue cuando volvió. Aún estaba masticando,
aún no había saltado el salvapantallas. No tuvo necesidad de
sentarse frente al ordenador para verlo. Ya desde la misma puerta
del cuarto se percató de lo sucedido. Quiso lanzar un grito, pero
de su boca abierta de par en par sólo salieron trozos de aceituna
y anchoa. Tambaleándose se acercó y se dejó caer en la silla.
Atónito, desencajado, sudoroso, miraba su página: ¡45 amigos,
ya sólo tenía 45 amigos! Temblando de ira e indignación abrió
la página de Chema: ¡301 amigos, de nuevo tenía 301 amigos!
Sus piernas se encogieron, su estómago se dobló, su frente
golpeó la mesa y entre sus dedos engarfiados el ratón abrió
gentilmente las entrañas. Entonces hubo unos minutos de
quietud y silencio absolutos. Diríase que durante aquel tiempo
interminable todo rastro de vida había desaparecido del cuarto
de Chuchi, de la casa de Chuchi, de la calle de Chuchi, de la
ciudad de Chuchi, del planeta entero de Chuchi. Pero sólo fue
por unos minutos. Luego alzó la cabeza, irguió la espalda, lanzó
una mirada aviesa, masculló una maldición y, tras cambiar el
ratón despanzurrado, declaró la guerra.
Desde ese preciso instante, los acontecimientos se 105
precipitaron. Día a día, hora a hora, minuto a minuto, Chuchi y
Chema entraban en la página propia y en la ajena, y se sumaban
o restaban amigos en torva espiral. Con la rapidez de las
pistolas de Billy el Niño o de las estocadas de los mosqueteros,
se sucedían los ataques y contraataques. Tan pronto era Chuchi
quien bailaba y reía en torno al ordenador, mientras Chema
mordía uñas y rabia; como era Chema quien daba cortes de
manga a la pantalla, mientras Chuchi, siguiendo su inveterada
costumbre, destripaba con saña otro ratón. Pasó una semana,
pasaron dos, pasaron tres. Ya no salían de casa, ya no dejaban
su cuarto, ya no se levantaban de la silla, siempre frente al
ordenador, pálidos, sudorosos, enflaquecidos, empecinados,
intercambiando ráfagas cibernéticas.
Difícil era prever como iba a terminar tan igualado
combate y, sin duda, un final trágico no era descabellado. A mis
oídos ha llegado el rumor de que en Illinois un suceso similar
terminó en sangre joven salpicando la web. Sin embargo, en
este lugar y ocasión hubo un final más feliz. Cierto día, después
de meses de aquel continuo sumarse y restarse amigos, tanto la
lista de Chuchi como la de Chema quedaron estabilizadas. Por
más trampas y celadas que se tendieran, por más mandobles
informáticos que se sacudiesen, ni Chuchi, ni Chema, ni Chema,
ni Chuchi, lograban variar el número de amigos propio o ajeno.
Por supuesto, no se conformaron con el resultado y todavía
perseveraron un tiempo en su empeño. Pero todos los esfuerzos
eran inútiles: ambas listas mostraban siempre el mismo dígito
de amigos. Al cabo, más a regañadientes que felices, comiendo
pizza en lugar de perdices, admitieron que el equilibrio al que
se había llegado era definitivo y se resignaron a tener sólo 1
amigo en su lista de amigos. El de Chuchi era Chema; y el de
Chema era Chuchi. Equilibrio inevitable. Equilibrio suficiente.
Equilibrio necesario. Y, a fin de cuentas, equilibrio justo, pues,
después de todo, Chuchi y Chema eran amigos y, como es bien
sabido, la amistad sólo se da entre iguales.
106
EL ALCALDE 107

¿D e modo que es usted periodista? Siempre he


admirado su profesión. Hacen todos los días
lo que Dios hizo en siete. Quiero decir que sólo cuando ustedes
las nombran, las cosas existen. Un poder realmente envidiable.
Sí señor. Y una gran responsabilidad desde luego. Imagínese
que usted escribe una mentira o que oculta algo esencial en uno
de sus artículos. Sería como si lanzase al mundo a un dragón
o a un hombre con dos cabezas. Una verdadera calamidad,
aunque no le niego que a veces pueda ser necesario. Quizás en
el fondo el diablo no sea más que una noticia falsa, necesaria
para Dios... ¿Un vino?, ¡cómo no!, acepto encantado. No hay
nada como una buena botella de vino para mantener viva una
conversación. ¡Juan, una botella de Rioja! Juanillo es una gran
persona, siempre que no dejes a deber, ni rompas vasos. Además
canta muy bien y tiene uno de los mejores vinos de la comarca.
Pero vayamos a la mesa del fondo: una cosa es que le cuente
lo que pasó, y otra que se entere toda la taberna de lo que le
cuento. Aquí nos aburrimos mucho, ¿sabe? Y estamos siempre
con el oído puesto donde no nos importa. Casi siempre sin
maldad, pero a veces… bueno, que hombre prevenido vale por
dos. Además la cosa aún duele y hay muchos que preferirían
olvidar. Actitud que no reprocho y hasta compartiría si no
fuera… y es que se dijeron cosas muy injuriosas sobre el pueblo
en la tele y en los periódicos, y la gente sólo venía a satisfacer
su curiosidad y, bueno, no es agradable hacerse famoso por
acontecimientos tan horribles, me entiende, ¿verdad? Pero
sentémonos y brindemos. Excelente el vino, ¿no le parece?
Desde luego ha sabido usted escoger: soy el único que
sabe todo lo que ocurrió y el único que puede contarle todo
lo que debe saberse. No piense que hablo por hablar, ni que
presumo de lo que carezco. Tenga por seguro que sé lo que me
digo. Sí señor, soy la persona ideal. Usted mismo se dará cuenta,
según me vaya escuchando, de que no le miento al respecto...
Veo que se impacienta. Excuse mi tendencia a la digresión,
he de confesarle que me encanta hablar imitando un poco a
108 las novelas que he leído. Ya sabe dando rodeos y jugando a la
intriga. Reconozco que la mayoría de ellas no pertenecen a
la literatura que podíamos llamar de calidad, pero, aun en su
mediocridad, no dejan de tener algo de seductor. Por lo menos
para mí. Pero empecemos de una vez no sea que usted me acabe
cerrando como a un mal libro. Nunca se sabe cuando retardar
la acción aumenta el suspense o cuando aniquila el interés.
Ustedes los periodistas lo tienen más fácil, siempre pueden
culpar a la realidad o poner continuará. Y es que su profesión
está llena de ventajas. Los envidio, le juro que los envidio...
A los dos los conocía desde siempre. Me llevaban unos
diez años y aún me parece verlos sentados en la terraza de esta
misma taberna, repantigados en las sillas, tomando finos y
llevándose lentamente aceitunas a la boca. Me daban envidia,
sobre todo cuando fumaban cigarrillos emboquillados y hacían
aros de humo con ese aire reposado que aquí sólo tienen los
que viven en la parte alta. Juan, el hijo del constructor, era
alto y fuerte, vestía con una elegancia inusitada por estos
pagos y siempre estaba atusándose el bigote o mirándose los
zapatos. Si estos no estaban inmaculados, esbozaba un gesto
de desagrado y llamaba con voz de oso al limpiabotas. Nunca
le dio una propina. Se lo digo yo, que era quien ejercía tan
estúpido oficio. Pedro era más bajo y no tenía nada de fuerte.
Hablaba poco y su rostro de boca fina, nariz diminuta y cejas
despobladas parecía una pared encalada donde se abrieran dos
ojos inmensos, de un color indeterminado por lo cambiante
y con unas pupilas penetrantes como un puñal al rojo vivo.
Puede usted estar seguro, señor periodista: Pedro tenía una
mirada capaz de matar a un buey. A mí me caía mejor que Juan.
No es que me diera propinas, jamás que yo recuerde me llamó
para que le limpiara los zapatos, pero, a veces, nunca podía uno
estar seguro cuando, me lanzaba un guiño y me daba aceitunas
remojadas en fino. Aquella deferencia por parte de uno de los
de arriba me emocionaba y, mientras chupaba una y otra vez
la aceituna tratando de retardar lo más posible el momento
de hincarla el diente, me sentía lleno de orgullo, como si fuera
otra persona, como si en vez de limpiar botas las calzara. Usted 109
comprenderá, eran otros tiempos y yo un niño.
A los dieciocho años me fui de España y no volví
hasta poco después de que muriera Franco. Aprendí mucho en
aquellos treinta años en el extranjero. Aprendí, por ejemplo, que
lo que pasaba en mi pueblo se llamaba injusticia y que esta no
tenía fronteras; aprendí que quien se rebelaba contra ella tenía
las de perder y quien a ella se sometía estaba perdido; aprendí
que sólo la inteligencia puede hacer fuertes a los débiles y que
a veces la venganza es la única forma que tienen los humillados
de hacer justicia. Sí, aprendí muchas cosas, pero también
perdí otras muchas: la inocencia, las ilusiones largamente
construidas en mi niñez de limpiabotas, la confianza en los
seres humanos, la capacidad de abandonarme a mis deseos y
a mis sensaciones. Lujos todos ellos tan caros que ni aún con
dinero pueden comprarse. Recuerdo que cuando descendí del
tren en la estación del pueblo, permanecí un buen rato de pie,
en silencio, con la maleta en la mano y la vista perdida en el
trozo de atardecer que se asomaba por encima del techado.
Muchas fueron las imágenes y muchos los pensamientos que
acudieron entonces a mi mente pero, poco a poco, todos ellos
fueron velados por una pregunta que aquella noche y muchas
otras noches no me dejó dormir: ¿para qué he vuelto? Quizás
cuando acabe mi relato usted sepa respondérmela. Ustedes los
periodistas presumen de saber de todo.
Pero no sólo había cambiado yo, el pueblo también. Del
pintoresquismo de postal que yo recordaba en el extranjero,
cuando la nostalgia me atacaba o sufría alguna decepción,
nada quedaba salvo la calle Mayor. Mi pueblo natal se había
convertido en la residencia veraniega y de fin de semana de la
capital. Chales y urbanizaciones salpicaban las faldas de la Sierra,
donde de niño trotaba a la búsqueda de tesoros enterrados;
el río, encauzado con hormigón, era ya sólo un hilo de agua
muerta; la chopera, donde se celebraba la verbena de la Virgen,
había sido talada para dejar su lugar a un hotel con piscina y
pistas de tenis. Sentí un profundo dolor, como cuando muere
110 un amigo y todo el diálogo sobre las experiencias comunes se
convierte en un monólogo frente a una lápida. Pero callé. Quien
más quien menos se había enriquecido vendiendo el trozo de
belleza que poseía a cambio de una migaja de progreso. Desde
luego, sé que de un paisaje no se come, y nadie más consciente
que yo de la pobreza en la que vivían mis vecinos. Después de
todo por eso emigré. Pero ¿sabe? Me resulta difícil admitir que
para vivir mejor sea necesario arrancarse los ojos.
Ellos también habían cambiado. Juan se había
convertido en el principal empresario del pueblo; Pedro,
por el contrario, había sufrido las consecuencias de la ruina
de su padre y ya sólo conservaba el viejo obrador herencia
de la madre. Por lo demás, Juan seguía vistiendo ropas caras,
atusándose el bigote y llevando zapatos inmaculados, y Pedro
aún poseía aquella mirada capaz de matar a un buey. Ya no se
hablaban. El motivo nadie lo sabía, pero las lenguas, buenas
y malas, decían que tenía que ver con la quiebra del padre de
Pedro. Yo por mi parte tuve la suerte de encontrar trabajo
de conserje en el ayuntamiento. Veo que sonríe y creo saber
el motivo de su sonrisa. Sí, efectivamente, fue Juan quien
me consiguió el trabajo. Supongo que usted ha detectado en
mi cierto aire de orgullo y también supongo que no se le ha
escapado mi animosidad hacia Juan. Acierta en ambos casos.
No le reprocho, pues, que vea en mi actitud de entonces y en
la de ahora inconsecuencia y falta de agradecimiento. Y si le
contara como me hice el encontradizo con él, como le recordé
quien era yo, como alabé su labor empresarial, su físico y su
inteligencia, pensaría como muchos pensaron que yo era
además un miserable adulador en busca de padrino. Y si, llevado
por el vino, por la culpa o por algún otro motivo o interés, le
confesara el par de favores que tuve que hacer para ganarme su
protección, no me cabe la menor duda que usted me calificaría
de canalla y se levantaría de inmediato de la silla. Le repito que
nada de todo ello podría reprochárselo. Su actitud sería tan
comprensible y cargada de justa indignación como ingenua. Ya
le he dicho que la inteligencia es el arma de los débiles.
A los dos años de mi llegada al pueblo se celebraron 111
las primeras elecciones democráticas. Juan se presentó para
alcalde. Por supuesto, fue elegido por amplia mayoría. Siempre
me ha asombrado la eficacia de los sistemas electorales. Quiero
decir que admiro, como se admira lo que no se comprende,
esa misteriosa ley que les determina y por la cual siempre es
elegido quien debe ser elegido para que la sociedad funcione
como estaba funcionando. No crea que estoy en contra de las
elecciones, solamente que a veces me pregunto, y da igual que
se vote o que no se vote, si la democracia no es en el fondo más
que un mecanismo sutil y astuto para convertir al ciudadano en
súbdito. La idea no es mía, se la escuché un montón de veces a
un compañero de la cadena de montaje de la Renault, un viejo
militante sindical que murió de cirrosis y que fue mi maestro
en esta y en otras muchas cosas. Si a usted no le importa me
gustaría que brindáramos por él. Era un gran hombre y tenía
unos puños de acero. Por ti, Albert.
La primera medida que Juan tomó nada más ser
proclamado alcalde fue llenar el vestíbulo del ayuntamiento
de espejos. Le sorprende ¿verdad? Pero eso es así porque
usted no lo conocía o mejor porque no he sabido dárselo a
conocer. Y es que si algo le caracterizaba, aparte de la falta de
escrúpulos, era su inmensa vanidad. Le encantaba ser mirado
y admirado. Como se lo cuento: llegaba todas las mañanas al
ayuntamiento, se detenía en la puerta, abombaba el pecho, se
colocaba las ropas, se peinaba los cabellos, se atusaba el bigote
y con aires napoleónicos entraba en el edificio. Era todo un
espectáculo verle caminar con lentitud, los brazos colgando
y balanceándose ligeramente, la cabeza erguida, la mirada al
frente pero al mismo tiempo dirigida de reojo hacia los espejos.
Su rostro se iluminaba con una sonrisa de satisfacción que
pocas veces he visto en mi vida. Había días en que entraba y
salía hasta una docena de veces. Pero lo que realmente más
le satisfacía era sentirse mirado. Por eso y sólo por eso, solía
salir al balcón de ayuntamiento y allí, con gesto preocupado
y reconcentrado, se dejaba observar por los ciudadanos. Creo
112 que en el fondo de su alma lo que deseaba en tales momentos
era hacerse pueblo, estar abajo, a sus propios pies, ser alguna
de aquellas personas que pululaban por la plaza y que alzaban
la cabeza y contemplaban con admiración y respeto su noble
y pensativa figura enmarcada por columnas de mala imitación
renacentista y abanicada por el tremolar de las banderas
agitadas por el viento.
La segunda medida que tomó fue la que dio lugar al
desencadenamiento de la tragedia, como ustedes los periodistas
se empeñaron en denominar lo que, a lo mejor, no fue otra cosa
que la consecuencia lógica de una acción injusta. Creo recordar
que antes le he dicho que el padre de Pedro se arruinó y que a
este sólo le quedó como medio de vida el obrador heredado
de su madre. Bien, este obrador estaba situado en la planta
baja de una vieja casa situada en la calle Mayor. En la segunda
y última planta vivía Pedro. Desde luego al edificio no se le
podía considerar ninguna maravilla arquitectónica, ni siquiera
y, con grandes dosis de bondad, una muestra de arquitectura
popular. Era un cubo de color gris y seis ventanas festoneadas
con geranios. Lo único destacable era la gran puerta de madera
reforzada con hierro forjado que daba acceso al obrador. Sin
embargo, y a pesar de su antigüedad, no amenazaba ruina
como adujeron los técnicos del ayuntamiento. Porque esta
fue precisamente la segunda medida que Juan tomó nada
más apoderarse del bastón de alcalde: mandar expropiar
y derruir el edificio. Recuerdo que yo estaba en la sala de
plenos, repartiendo botellas de agua, cuando el alcalde, con
su voz de oso y atusándose el bigote, anunció la decisión.
Ninguna ceja se enarcó de sorpresa, ninguna cabeza se
agitó en desacuerdo, ninguna voz se alzó en protesta. Todos
mostraron su aprobación a mano alzada, mientras calculaban
para sus adentros los beneficios que gracias a aquél futuro y
céntrico solar obtendrían sin el menor esfuerzo. Sentí que la
rabia se apoderaba de mí y deseé con todas mis fuerzas que
el agua que había distribuido entre los concejales se trocase
en veneno. Sin embargo contuve mi indignación y, cuando
113
la sesión terminó, recogí con una sonrisa amplia y servicial
las botellas de plástico ya vacías. El alcalde y los concejales
abandonaron el ayuntamiento charlando animadamente, yo
me quedé aún un buen rato después de su partida. De pie, en
el vestíbulo, observando mi imagen multiplicada por el juego
de los espejos, estuve pensando y pensando hasta que el sabor a
aceitunas se hizo insoportable en mi boca y el rostro de Albert
se pegó a mis ojos. Entonces me fui con pasos silenciosos y los
puños apretados.
Debo reconocer que a mi vuelta, al contrario de lo que
hiciera con Juan, no traté de trabar ningún tipo de relación
con Pedro; es más, rehuí con total cálculo y premeditación
cualquier encuentro azaroso con él. Incluso, cuando por
alguna circunstancia imprevista esto resultaba imposible,
le escamoteaba ladinamente el saludo. Estoy seguro de que,
al principio, no supo quien era yo, pero pronto averiguó que
aquel hombre que había llegado al pueblo y que hacía la corte
de forma tan descarada a su mayor enemigo, no era otro que
el niño limpiabotas al que solía dar aceitunas empapadas en
fino. Fue sin duda el saber esto lo que le movió cierto día a
saludarme. No contesté a su mano alzada al otro extremo de
la barra de la taberna. Al observar la forma tan descarada que
tenía de hacerme el despistado, se encogió de hombros, sonrió
y, a partir de entonces, dejó simplemente de mirarme. Por
supuesto, yo no podía prever en aquél momento los sucesos
que se iban a desarrollar más tarde, pero una voz me decía en
mi interior que, a pesar del dolor que me causaba, mi actitud
debía ser esa y ninguna otra. Hay veces que para conseguir
ciertos éxitos es necesario representar ciertos papeles.
Cuando la noticia de la expropiación y demolición
del obrador de Pedro se hizo pública, algunos chasquearon
las lenguas, otros sacudieron la cabeza y, unos pocos, muy
pocos, mascullaron improperios contra el alcalde. Pero nadie
se imaginó – y yo me incluyo – la reacción que iba a tener
Pedro. El caso fue que desde el mismo día en que el bando del
ayuntamiento fue publicado, Pedro inició su particular manera
114 de combatir al alcalde. No dijo una palabra, no probó a buscar
el apoyo de sus vecinos, no trató de presentar ninguna alegación
o de iniciar un proceso judicial, simplemente se limitó a seguir
al alcalde adonde quiera que fuese y a mirarlo en silencio. Si,
según era su costumbre, el alcalde acudía a primeras horas
de la mañana al ayuntamiento, allí le estaba esperando Pedro
y sus ojos inmensos y de color cambiante; si, como a diario,
iba a la taberna a tomar el aperitivo, Pedro se colocaba a un
par de metros y le dirigía su mirada capaz de matar a un buey;
si, al igual que todas las tardes, paseaba por la calle Mayor,
Pedro caminaba detrás clavándole los ojos penetrantes como
cuchillos en la nuca. Al principio, Juan se lo tomó a broma y
no perdía ocasión de comentar en voz alta a cualquiera que le
quisiera prestar atención – y he de reconocer que eran muchos,
pues, como decía mi maestro Albert, prestar nuestra atención
a los poderosos no es más que una de las múltiples formas que
existen de ponerse de rodillas y con la mano extendida – no
perdía ocasión, digo, de clamar contra la cobardía de ciertas
personas, que incapaces de obrar como hombres, sólo saben
mirar y mirar como vacas estúpidas. Sin embargo, la actitud de
Pedro no tardó en surtir efecto. A los pocos días del inicio de
aquella protesta ocular y silenciosa, ciertos pequeños cambios
empezaron a hacerse evidentes. Por ejemplo: el alcalde ya no
se atusaba continuamente los bigotes y comenzó a descuidar
el aspecto hasta entonces siempre impoluto de sus zapatos.
Detalles nimios en sí mismos, pero que para mí tenían un
indudable significado. A la semana, las consecuencias de
aquella guerra particular se acrecentaron. El alcalde dejó
de entrar una y otra vez en el ayuntamiento para relamerse
contemplando su figura en los espejos; ahora, por el contrario,
cruzaba a toda prisa el vestíbulo con la cabeza baja y el cuerpo
tenso, como si temiese que de las superficies brillantes y pulidas
que cubrían las paredes fuesen a saltar alimañas dispuestas a
devorarle. Dejó de exhibirse en el balcón con gesto pensativo
y reconcentrado para ser admirado por sus conciudadanos e
imaginarse él mismo un conciudadano admirándole; lejos de
ello, permanecía encerrado en su despacho durante horas, sin 115
requerir la presencia de nadie, sin hacer nada, imagino que
mirando y mirando el techo de la estancia o quizás la gran mesa
de roble o tal vez la fotografía ampliada y en color de su toma
de posesión. Yo por mi parte reía escondido tras mi sonrisa
servicial.
Cierto día, en la taberna, el alcalde perdió los nervios.
Era una tarde calurosa. El aire, cargado y casi irrespirable, no
se movía, aprisionado por el peso de un cielo encapotado por
unas nubes cada vez más grises. Todo sudaba, todo parecía
esperar que la lluvia cayese y refrescara la atmósfera repleta de
electricidad. Yo estaba solo, hundido en una silla, sin fuerzas
apenas para alargar el brazo y coger el vaso donde se aguaba
lo que había sido un café con hielo. Me dominaba un rencor
inconcreto, sin objeto específico y, por ello, que abarcaba a
todo el mundo. En esto entró el alcalde, resoplando y con cara
de ningún amigo. Detrás apareció Pedro como una sombra con
ojos de pantera. El local pareció empequeñecerse, como si la
presencia de aquellas dos personas nos hubiera robado espacio
a los demás y, desplazándonos con manos poderosas e invisibles,
nos hubiese obligado a amontonarnos contra las paredes. Juan
pidió una copa de coñac con su voz de oso; Pedro un vaso de
vino sin apartar los ojos de su presa. Luego se hizo el silencio,
un silencio pesado, casi sólido, que algunas toses y carraspeos
hicieron aún más intolerable. De pronto, el alcalde estrelló
su copa contra el suelo y con pasos alocados se dirigió hasta
donde se encontraba Pedro. Se detuvo a pocos centímetros del
rostro inexpresivo que no había apartado la mirada, ni siquiera
pestañeado, ante aquella embestida de toro. Por un instante
pareció que iba a hablar, que iba a gritar, que iba a agarrar con
sus manos el cuello de Pedro hasta estrangularlo. No hizo nada
de eso. Se limitó a mirar de cerca con ojos febriles la mirada que
no cesaba de mirarlo, luego giró sobre sus talones y salió del
local. Pedro apuró el vaso de vino y marchó tras él. Afuera, el
cielo se había desgarrado y llovía con furia sobre los tejados, las
fachadas, el pavimento recalentado y sobre dos figuras que una
116 detrás de la otra casi corrían por las calles desiertas del pueblo.
A partir de entonces el alcalde decidió pasar a la
acción. Pedro fue desalojado de su casa, detenido y acusado de
acoso y amenazas a la autoridad. El triunfo del alcalde pareció
completo. Volvió a vérsele atusándose el bigote, con los zapatos
inmaculados, entrando una y otra vez en la casa consistorial;
asomándose al balcón del ayuntamiento con aspecto pensativo
y reconcentrado; paseándose por la calle Mayor con aires
napoleónicos; bebiendo, displicente, en la taberna. Sí, las aguas
parecieron volver a su cauce. Sin embargo, el meandro creado
por la actitud de Pedro estaba a punto de estrangularse y el curso
de los acontecimientos de tomar una dirección inesperada. El
caso fue que, de forma espontánea, primero unos pocos, luego
muchos, los lugareños comenzaron a imitar la particular forma
de protesta de Pedro. Y así, donde quiera que fuese, el alcalde se
veía rodeado de gente que lo miraba y lo miraba sin pestañear,
en silencio, con rostro inexpresivo. No puedo negar que llegué
a sentir lástima por el alcalde, no puedo negar que la compasión
se apoderó de mí al verlo huir de los demás, esconderse de todo
y de todos, renegar de lo que hasta entonces había sido su
mayor placer: la mirada del prójimo. No puedo negarlo, pero
me arrepiento de haber sentido esa debilidad que me impidió
disfrutar de nuestro triunfo y obturó mi inteligencia de tal forma
que me haría ciego para los acontecimientos que se avecinaban.
Creí que el alcalde estaba derrotado con esa ingenuidad típica
que nos hace confundir la victoria en una batalla con la victoria
en la guerra. Sí, pequé de optimista y, lo que es peor, olvidé que
lo importante no es si la botella está medio llena o medio vacía,
sino en manos de quien está.
Pedro fue liberado a los tres días con la severa
advertencia de que, de proseguir con su actitud, sería vuelto a
detener y juzgado por persecución y acoso a la autoridad. Por
supuesto no hizo ningún caso y, nada más verse libre, buscó al
alcalde para clavarle su mirada capaz de matar a un buey. Juan
se encontraba encerrado en el despacho del ayuntamiento. Ya
había sido avisado por la policía, pero yo, deseoso de ser testigo
de su angustia, en cuando divisé a Pedro caminando por la 117
calle Mayor en dirección al ayuntamiento, corrí al despacho
a comunicarle la presencia de su perseguidor. Escuchó mis
palabras sin mover un músculo. Pensé que aquella parálisis
era muestra de su total derrota y anonadamiento, y salí de la
estancia con íntima y profunda satisfacción. Sin embargo, en
lo más hondo de mi ser, ajena aún a mi conciencia, latía una
inquietud que poco a poco fue tomando cuerpo y que al cabo
de unas horas, cuando ya mi jornada laboral había terminado,
me movió a esconderme en uno de los cuartos del edificio del
ayuntamiento. Comencé a considerar que quizás aquella falta
absoluta de reacción, que el alcalde había tenido ante mis
palabras, podía deberse a motivos muy diferentes a los que yo en
principio la había atribuido. Mientras la tarde caía y la oscuridad
se iba apoderando del cuarto donde me encontraba escondido,
se me fue haciendo más y más evidente que, en efecto, algo
había percibido mi inconsciente de amenazador en la actitud
de estatua del alcalde. Presa de negros pensamientos caminaba
silenciosamente de un lado a otro de la estancia; me asomaba
a la ventana para observar a Pedro que inmóvil en medio de la
plaza miraba con fijeza el balcón del despacho del alcalde; me
acercaba a la puerta y escuchaba con atención, a la caza del menor
ruido que me permitiera deducir que estaba haciendo Juan. Las
horas pasaban con lentitud, el cansancio se fue apoderando de
mí y, poco a poco, fui cayendo en una somnolencia angustiada
que me llevó al sueño. Soñé que me encontraba en un lugar
desconocido, rodeado de la más profunda de las tinieblas; al
fondo brillaban dos luces intensas, de color cambiante que, a
pesar de que se movían hacia mí a velocidad vertiginosa, no
lograban acercarse nunca. Me desperté justo en el momento
en que, después de un tiempo infinito, se habían aproximado
lo suficiente como para que pudiera distinguir su naturaleza:
eran dos ojos de pupilas afiladas y penetrantes como cuchillos
al rojo vivo.
Tardé en darme cuenta de donde estaba y aún tardé
más en saber qué me había despertado. Había sido el ruido de
118 la puerta de la calle. Me acerqué apresuradamente a la ventana
y me asomé. Pude ver al alcalde alejarse por la calle Mayor y
tras él a Pedro. Corrí hacia la salida con toda la fuerza de
mis piernas. Los seguí a buena distancia. Iban en dirección
al puente del molino. Las calles estaban vacías, las ventanas
cerradas, el silencio era completo. Daba la impresión de que
el pueblo había decidido esconder su cabeza bajo la gran
almohada de aquella noche sin luna y tachonada de estrellas
frías y brillantes. Las casas y las luces de las farolas se fueron
espaciando, la oscuridad nos fue envolviendo. En fila india
llegamos a la carretera que conducía al molino. Los árboles
que, en dos hileras paralelas la flanqueaban, no se movían en
absoluto, sus hojas y sus ramas como presas de una quietud
rígida, casi intolerable, por la propia tensión que ocultaba. Me
detuve y lancé una mirada a mi espalda, luego volví a mirar al
frente. Me pareció que iba a entrar en un túnel que llenaría mi
cuerpo de telarañas. Me aparté de la carretera y me escondí
detrás de un árbol. Esperé y esperé, mientras con movimiento
mecánico acariciaba la superficie rugosa del tronco. De pronto
se oyeron voces desabridas en la lejanía, luego un grito, luego
de nuevo el silencio. Esperé y esperé con las uñas clavadas en el
tronco. Pasó el alcalde en dirección al pueblo. Esperé y esperé
sabiendo que ya no había nada que esperar.
Desde mi adolescencia tengo tendencia a caer en
estados de extrañeza. Con lentitud, como un vapor que
ascendiera desde mis pies hasta cubrirme por completo, un
incontenible estado de abandono, cercano a la hipnosis, se va
enseñoreando de mi ser hasta ocuparme por entero. Nunca he
logrado percibir el momento exacto del tránsito. De pronto me
encuentro separado de todo, alejado de mí mismo, sólo ojos que
contemplan una realidad virtual que en nada me afecta ni en
nada me interesa, sólo ojos que se vuelven hacia un adentro que
no reconoces como tuyo ni como ajeno y que, lo más curioso,
ni se asombran, ni se asustan, simplemente miran. Es como si
tu conciencia cambiara de naturaleza y te comenzara a hablar
con otra voz, en otro idioma, desde un punto indeterminado e
indeterminable, que no coincide para nada con las coordenadas 119
de tu vida cotidiana. Espero que no vea nada de esotérico o
de místico en mis palabras. Espero que no piense que vuelvo
a filosofar. Es este el tema sobre el que más he reflexionado,
pues durante mucho tiempo creí que era síntoma de locura.
Albert me dijo una vez, en una de las innumerables borracheras
con las que buscaba la muerte pleno de vida, que aquello era
mirar las estrellas con ojos de playa desierta. No sé si tendría
razón o sencillamente quiso ser por un momento poeta, sólo
sé que me ocurre y que, entonces, con las uñas clavadas en el
tronco del árbol, volvió a ocurrirme. Mi otra conciencia se
puso a hablar y me contó la historia de un niño que limpiaba
botas después de salir del colegio para ayudar a sus padres y
que se sentía feliz cuando le daban aceitunas remojadas en
fino; la historia de un joven que emigró en busca de riquezas
y se encontró a un filósofo borracho encadenado a una cadena
de montaje; la historia de un hombre que, en el andén de la
estación de su pueblo, la maleta en la mano y la vista perdida en
el trozo de atardecer que se asomaba por encima del techado,
se preguntaba para qué había vuelto; la historia de un conserje
que observaba con gesto fiero su imagen multiplicada por
el juego de espejos de un vestíbulo de un ayuntamiento; la
historia de un estúpido engreído que se contaba a sí mismo con
delectación la historia de un justiciero inteligente y sin tacha,
que había sido niño limpiabotas, joven emigrante, hombre
y conserje y que creía haber logrado sumar en su memoria y
en su corazón todas aquellas experiencias, hasta conseguir un
producto superior que daba sentido a su existencia. Mi otra
conciencia rió entonces y con las notas sardónicas de su risa
me habló de miserias ocultas, de mezquindades escondidas,
de mentiras sabia y laboriosamente construidas. Luego calló
y me dejó solo frente a aquella oscuridad como de túnel. Fue
entonces cuando volví a la carretera y, con pasos silenciosos y
los puños apretados, entré a hacer lo que tenía que hacer.
A la mañana siguiente fui al ayuntamiento más
temprano de lo que en mí era habitual. Hice lo planeado
120 y luego me limité a esperar. El alcalde llegó a su hora. Vestía
sus mejores ropas, llevaba los zapatos impolutos y se atusaba
el bigote con placer felino. Atravesó el vestíbulo con lentitud,
los brazos colgando y balanceándose ligeramente, la cabeza
erguida, la mirada al frente pero al mismo tiempo dirigida de
reojo hacia los espejos. Una sonrisa de satisfacción iluminaba
su rostro. Siguió con el pecho abombado y aires napoleónicos
hacia su despacho. Oí como abría la puerta y luego la cerraba.
Un par de minutos después oí su grito. Corrí hacia el despacho
y entré. El alcalde estaba derrumbado en el sillón con el rostro
desencajado por el terror. Su vista estaba clavada en la mesa.
Me acerqué. Sobre la carpeta cerrada de los asuntos del día
había dos ojos ensangrentados, inmensos, de color indefinido,
que dirigían sus pupilas aún penetrantes como cuchillos al
cadáver del alcalde. Llamé a la policía. El cuerpo sin ojos de
Pedro fue encontrado horas más tarde en el lecho seco del
río, bajo el puente del molino. Todo el mundo, – incluida la
investigación oficial – concluyó que el alcalde, enloquecido
por la persecución de que era objeto, había asesinado a Pedro y
mutilado su cadáver. Mi declaración fue definitiva al respecto.
Sólo oculté un par de cosas. Por ejemplo, que aquella mañana
había llegado un poco antes al trabajo. Espero no haber
lanzado al mundo ningún dragón ni ningún hombre con dos
cabezas. Lamentaría que por mi causa aumentara el nivel de
calamidad en este mundo. Creo, por el contrario, que en este
caso la justicia fue hecha de la mejor manera posible. Pero sólo
en este caso. Por lo demás y como siempre las cosas siguieron
su curso: la casa de Pedro fue derribada, y el nuevo alcalde
construyó en su lugar un magnífico edificio de apartamentos
que respeta con escrupulosidad e indudable sentido artístico
las alturas y estilo de nuestra no menos magnífica Calle Mayor.
¿Otro vino? Así me gusta, veo que tiene usted buen paladar y
buenas entendederas. ¡Por Albert y las aceitunas empapadas en
fino!

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122
MI EXPERIENCIA MÁS IMPORTANTE DE ESTE VERANO 123

M e llamo Mercedes Trueba, pero todos me llaman


Merche. Pronto espero cumplir los cincuenta y
dos años. Estoy casada y tengo dos hijos, Nuria y Hugo, que ya no
viven con nosotros. Mi marido se llama Esteban. Es un hombre
bueno, callado y con cierta debilidad de carácter. A pesar de su
general gentileza y buen trato, a veces tiene súbitos arranques
de mal genio. Pienso que es porque no ha conseguido realizar
en la vida sus sueños y ese fracaso le llena de amargura. No se
lo tomo muy en cuenta, creo que algo de eso nos pasa a casi
todos. por ejemplo, yo siempre quise ser bailarina, pero me he
quedado en dependienta de una papelería. No sufro por ello, y
menos ahora. Hace tiempo que en nuestra relación desapareció
la pasión, pero cuando vuelvo del trabajo y entro en casa siento
que llego al hogar. Aunque hablemos poco y llevemos vidas
muy independientes, me gusta sentirlo ahí, cerca, en la casa, y
oír sus pasos por el pasillo y sus carraspeos en el salón. Para mi
su presencia es como el agua que permite al pez nadar.
Todos los veranos, a principios de agosto, cogemos
quince días de vacaciones. Siempre vamos al mismo sitio:
una zona de bungaloes, rodeada de pinos y a un kilómetro de
la costa. Este año hemos ido con los padres de Esteban, dos
personas adorables que me hubiese gustado tener como padres.
Con los míos, que en paz descansen, nunca me llevé bien. A mi
me encanta la playa. Me gusta tumbarme y sentir cómo el sol va
llenando mi cuerpo de un peso dulce como una caricia, hasta
que de pronto me parece que me desprendo de él y comienzo a
flotar al compás del rumor de las olas. También me gusta jugar
con la arena y pasear por la orilla con los pies en el agua. Pero lo
que más me gusta es nadar adentro, muy adentro, tan adentro
que, cuando vuelva la mirada a la tierra, sólo pueda ver la playa
como una estrecha cinta rubia ribeteando el verde oliva de los
pinos. Entonces, también me siento en el hogar.
Cuando volvimos de vacaciones se estropeó el coche.
Nos quedamos tirados a mitad de camino. Tuvimos que llamar
al seguro. La grúa tardó en llegar unas dos horas. Fue muy
124 molesto esperar en el arcén de la carretera, en medio de aquella
llanura sin una sola sombra. Yo llevaba unos días con mal cuerpo
y con aquel sol sin brisa y sin mar me mareé un poco. La avería
resultó grave. Hubo que llevar el coche a una ciudad a unos
cincuenta kilómetros. Allí el seguro nos prestó un coche para
poder continuar el viaje. Decidimos que Esteban y su padre se
quedasen en aquella ciudad hasta que al día siguiente el coche
estuviese arreglado. Mi suegra y yo reanudamos el viaje en el
coche del seguro. Llegamos sin novedad y, tras dejar a mi suegra
en su casa, me fui a la mía. Esteban no tardó en llamarme por
teléfono. Bromeamos un buen rato sobre la ocasión que se nos
presentaba a los dos para tener una aventura. Nos despedimos
casi como cuando éramos novios. La verdad es que aquella
oportunidad de pasar una noche a solas en casa me gustaba
mucho. Deshice las maletas y me preparé una comida ligera. La
noche era calurosa y cené en el balcón. Muchos vecinos hacían
lo mismo. Por todo el barrio se oía a la gente pasándoselo bien.
Cuando terminé de cenar me repantigué en el asiento y cerré
los ojos. Mi cuerpo empezó a pesar agradablemente hasta que,
poco a poco, dejé de sentirlo y las voces y risas de los vecinos se
convirtieron en el rumor del mar y los pasos de mi marido. Me
despertó un doloroso pinchazo. Pensé que el mucho sol cogido
en la carretera o la cena me habían sentado mal y tomé una
pastilla. Me fui a la cama a eso de las dos. Tardé en dormirme
por el dolor que no acababa de irse.
Cuando me desperté al día siguiente vi que sangraba.
Me asusté y fui a urgencias. Me miraron y me hicieron unas
pruebas. Esteban y mi suegro tardaron dos días más en llegar.
Me han diagnosticado un cáncer de ovarios.
Hace casi un mes que volvimos de vacaciones. Dentro
de poco terminará el verano. Creo que tendré que hacer del
otoño que se avecina un hogar. Quizás pueda dejar de sentir
este peso nuevo en mi cuerpo y volver a flotar.
Y esta ha sido la experiencia más importante que he
tenido este verano.
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126
UNA RECETA
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E l marido cerró la puerta del salón sin hacer ruido.


Recorrió el pasillo y entró en la cocina. Meneó la
cabeza y se sentó. Ya olía.
–¿Otra vez?
Preguntó la mujer que picaba la cebolla muy menuda
sobre la tabla. De sus ojos caían gruesos lagrimones, a pesar de
que había mojado la cebolla en agua y apartaba el rostro todo
lo posible. En la olla, los garbanzos, los trozos de bacalao, los
dos dientes de ajo y la hoja de laurel llevaban cociendo un par
de horas. Las espinacas sólo treinta minutos.
–¿Crees que ha llegado el momento?
La nueva pregunta salió de la boca de la mujer
acompañada de un suspiro. Dejó el cuchillo, se dirigió al
fregadero, abrió el grifo y se limpió los ojos de lágrimas. Miró
entonces al marido. Sentado en la banqueta parecía contemplar
con suma atención el montón de cebolla bien picada sobre la
tabla de madera.
–¿Y tú?
Habló por fin el marido, sin apartar los ojos de la
cebolla picada. La mujer se secó el rostro y las manos con el
paño de cocina. Se acercó a la alacena y sacó un mortero y un
mazo. Los posó en la encimera, junto a la tabla con la cebolla
picada. Cogió medio diente de ajo y una ramita de perejil y los
metió en el mortero. Habló, sin volverse y con el mazo en la
mano.
–¿No habrá otra solución?
–¿Cuál?
Los golpes del mazo en el mortero eran secos y
metódicos. Retumbaban en la cocina pequeña, limpia, alicatada
con azulejos blancos. El marido se había levantado y acercado
a la mujer para observar su labor. Pronto el ajo y el perejil
quedaron machacados y mezclados en una pulpa blanca con
tenues matices verdes. Cuando acabó, la mujer extrajo el mazo.
De él colgaban virutas de ajos y hebras de perejil. Lo pasó por el
grifo. El hombre se volvió a sentar. Callaron mientras la mujer
128 ponía aceite a calentar en una sartén. Cuando estuvo caliente,
echó la cebolla bien picada. Se quedaron oyendo el crepitar
del aceite. La cebolla se iba poniendo transparente. En la olla,
los garbanzos, los trozos de bacalao y las espinacas seguían
cociendo. Y olía. Un poco más.
–¿Y si esperamos…?
–¿A qué?
La mujer no respondió. Cuando pasaron cinco minutos
desde que echara la cebolla, la mujer añadió harina, el contenido
del mortero y el pimentón. Los rehogó. El marido miraba la
oscuridad que iba ganando la ventana; la mujer cuidaba de que
el pimentón no se quemase. Sólo se oía el burbujear de la olla y
el crepitar de la sartén.
–¿Estará bien… allí?
–¿Por qué lo dudas?
Callaron de nuevo. Cuando pasaron otros cinco
minutos, la mujer apartó la sartén del fuego y vertió el
contenido en la olla. Lo removió todo con energía. El olor se
elevó enroscado en la nube vapor. Con la cuchara de madera
cogió un poco de potaje y lo acercó a los labios. Sopló tres
veces y lo probó. Chasqueó los labios y se pasó la lengua por
el paladar. Echó un poco de sal a la olla, removió y volvió a
probar. Tras unos segundos de duda, añadió una pizca más de
sal. Volvió a remover. Entonces preguntó:
–¿Le gustará?
–¿Y por qué no?
El hombre y la mujer miraban la olla, donde el potaje
todavía debería cocer durante otros quince minutos. Más o
menos. El olor ya había ocupado toda la casa y, en el salón, a
solas, el anciano hablaba y reía.

129
130
ELLOS 131

H e huido. Hace unos días. Del apartamento. Por


eso estoy aquí en esta pensión. Por eso os escribo.
Para que sepáis, para que tengáis cuidado con ellos. Sí, con
ellos… Voy a tratar de calmarme, voy a intentar contaros lo
que ocurrió con fría objetividad. No quiero que penséis que
estoy loco. No quiero que toméis mis palabras por delirios o
fantasías. Haríais mal. En cualquier momento os puede pasar a
vosotros lo que me ha sucedido a mí. Porque yo hasta entonces
había llevado una vida normal. Sí, normal; todo lo normal
que puede ser la vida de un profesor cincuentón, divorciado,
con dos hijos ya mayores y que vive solo en un apartamento
alquilado. Pero ellos lo cambiaron todo. Todo. Hará una
semanas, quizás dos, no sé… Ellos… Sí, ellos… Porque ellos son
así: astutos, seductores, traicioneros, bajo su cubierta inocente,
se abre un abismo… pero debo calmarme, contar las cosas con
objetividad, no quiero que me creáis loco y no os deis cuenta
de su amenaza…
Empezó una noche. Estaba dormido cuando de pronto
me desperté sobresaltado. Había oído un ruido. Me incorporé.
En la penumbra del dormitorio no distinguí nada anormal.
Escuché con atención durante unos segundos. Un silencio
sepulcral reinaba en la casa. Me tumbé de nuevo y no tardé en
volver a dormirme. Al levantarme de la cama en la mañana lo vi
en el suelo. Supuse que se había caído de la mesilla y que ese era
el ruido que me había despertado. No le di mayor importancia,
¿por qué iba a dársela? No había ningún motivo lógico para
conceder relevancia a tan nimio accidente. Muchas veces he
pensado después que si entonces hubiera sabido lo que ahora
sé, quizás el curso de los acontecimientos hubiese sido distinto,
pero ¿cómo iba a saberlo?, ¿cómo iba a sospechar lo que estaba
ocurriendo en mi casa, delante de mis propias narices? La
noche siguiente dormí profundamente. Cuando me levanté
no pude menos de dar un grito de sorpresa. De nuevo estaba
en el suelo, pero esta vez no junto a la mesilla, resultado natural
de una caída, sino en el umbral de la puerta, como si hubiera
132 sido arrojado con fuerza. Me preocupé un poco. Deduje que
en sueños lo había cogido de la mesilla y lanzado lejos de mí.
Tengo cierta perversión psicoanalítica y aquel supuesto acto
realizado en sueños me hizo suponer oscuras tormentas en mi
inconsciente. Sin embargo, pronto olvidé el suceso. Por aquel
entonces me creía sumido en problemas más transcendentales.
Os lo podéis imaginar dada mi edad y situación: el definitivo
fracaso de los sueños juveniles, el desencanto de una vida gris, la
sensación del tiempo perdido, la cercanía de la muerte, el deseo
de unas formas de mujer entre los brazos… Ahora añoro esos
dolores teñidos de melancolía. Sin embargo, ya nunca podré
volver a gozar de esas penas agridulces. Ellos me descubrieron
su mentira y vanidad.
Fue a la tercera mañana cuando empecé a preocuparme.
La noche anterior había preparado una prueba o quizás una
trampa, no sé como llamarlo. Lo había puesto en el centro de
mesilla, con un cenicero bien pesado encima. Me reía para
mis adentros de mi propia astucia. Risa un tanto estúpida, lo
sé, pues en aquel momento pensaba que la prueba o trampa
era para sorprenderme a mí mismo en inconscientes actos
nocturnos. El caso es que me dormí tranquilo y relamiéndome
por anticipado del éxito de mis medidas. Cuando desperté
encendí de inmediato la luz. Un grito se atoró en mi garganta.
El corazón se aceleró y las manos comenzaron a sudar. No
podía dar crédito a mis ojos. El cenicero estaba allí en el centro
de la mesilla, pero debajo no había nada. Desde la cama recorrí
con la mirada el suelo de la habitación. Ni rastro de él. Me
levanté de un salto. Miré debajo de la cama, de la mesilla, de
la cómoda: nada. Una idea imposible se fue abriendo en mi
cabeza. No podía ser me repetía, sin embargo… Aspiré con
fuerza y me dirigí al salón, que siempre dejo cerrado para que
el humo del tabaco no se haga dueño del apartamento. Aún
dudé un buen rato, en el pasillo, frente a la puerta, en pijama,
con los pies desnudos y la mano derecha a unos centímetros
de la manilla. Al fin me decidí, abrí y fui directamente al sitio
que mi loca idea me había sugerido. Esta vez el grito salió de la
garganta. Estaba allí, donde había imaginado, en el hueco que 133
dejara cuando una semana atrás lo había cogido. Me volví a la
cama con la certeza de que era sonámbulo.
La cuarta noche no dejé nada sobre la mesilla. La verdad
es que temía poder causar alguna desgracia con mis excursiones
nocturnas. Tardé mucho en dormir, incluso hasta pensé pasar la
noche en vela, pero al final el sueño me venció. Me desperté a
eso de las tres de la madrugada. Había dejado la persiana subida
y por la ventana entraba la luz templada de las farolas. Recorrí
con la vista el cuarto. No vi nada anormal. Escuché con atención.
Todo permanecía en silencio, salvo una especie de murmullo de
origen incierto. Supuse que era algún vecino con la televisión o
la radio encendida. Me levanté para ir al baño. Abrí la puerta
del dormitorio, que había dejado cerrada como un obstáculo
un tanto inocente para mi sonambulismo. Temía tontamente
las tópicas leyendas del sonámbulo que camina ignorante del
peligro por cornisas y tejados. Salí al pasillo. El murmullo se hizo
más intenso. Mascullé una imprecación. Los vecinos, me dije,
deberían ser más cuidadosos con los ruidos: el sueño ajeno es
sagrado. No había dado tres pasos cuando me entró la sospecha
de que aquel murmullo no provenía de un apartamento vecino
sino del mío. Al llegar a la puerta del salón ya no me cupo la
menor duda: el murmullo salía de allí dentro. Era yo, pues,
quien me había dejado la televisión encendida; sin embargo, no
recordaba haber estado viendo la televisión aquella noche, es más,
estaba seguro de no haberlo hecho. Pensé entonces que quizás el
mando a distancia se había caído al suelo, o quizás alguna orden
memorizada, o quizás, y más probable, había sido yo mismo en
una reciente excursión de sonámbulo. Rabioso y desalentado,
abrí la puerta del salón y entré. La televisión no estaba encendida,
nada estaba encendido, en realidad en la estancia reinaba el
mayor de los silencios. Sí, nada más había puesto la mano en
la manilla y presionado hacia abajo, el ruido había cesado por
completo, como la luz cuando das al interruptor. Un escalofrío
recorrió mi espalda. El corazón comenzó a latir con fuerza en el
pecho. Salí corriendo del salón y me derrumbé en una banqueta
134 de la cocina. El recuadro de la ventana dejaba ver las primeras
luces del día: pálidas, imprecisas, desvelando apenas el gris de los
edificios de la urbanización donde vivía. No sólo era sonámbulo,
también tenía alucinaciones.
Estaba equivocado, muy equivocado, pero ¿no os
hubieseis equivocado también vosotros?, ¿no hubierais sacado
la misma conclusión? ¡Decidme!, ¿qué otra explicación podía
haber? Sí, era un error comprensible, inevitable, me atrevería
a decir que hasta necesario. Cuando logré calmarme, tomé la
decisión de ir al médico. Desayuné, me vestí, salí de casa y me
encaminé al trabajo. Desde allí pedí hora para la consulta. Era
viernes y me la dieron para el lunes a las diez de la mañana.
Nunca fui. La verdad de lo que ocurría me esperaba aquella
misma noche…
¡Aquella misma noche! Aún ahora tiemblo al pensar
en aquella noche. Levanto los ojos del papel y miro con miedo
a mi rededor. Sí, recorro con la mirada el cuarto de la pensión:
la cama estrecha, la mesilla que cojea, el armario empotrado,
el sucio color hueso de las paredes con dos baldas vacías y una
burda litografía. No, no hay ninguno. Sé que no hay ninguno.
He mirado cada cajón, cada esquina, cada hueco. He mirado
una, dos, cien veces. Sin embargo aún temo; aún, cuando miro
a un lado, sospecho su presencia en el que doy la espalda. Y me
parece escucharlos, a cada poco me parece escucharlos. Porque
los escuché, aquella noche los escuché, tan cierto como que
ahora estoy aquí, encerrado en este cuarto, en esta pensión,
escribiendo para advertiros, para que sepáis, para que no os
cojan desprevenidos…
Me acosté a las doce y no apagué la luz. Estaba dispuesto
a permanecer despierto todo el fin de semana, hasta la cita
con el médico el lunes. No quería dormir, no quería pasear
sonámbulo por la casa o sufrir una nueva alucinación. A eso
de las cuatro de la madrugada apagué la luz. No para dormir,
sino para descansar, ya que los ojos me picaban. Sin embargo,
la tensión nerviosa que había soportado durante todo el día
me había agotado y, sin darme cuenta, caí en una especie de
inquieta duermevela. No sé cuanto tiempo permanecí en ese 135
estado; no debió ser mucho, pues cuando salí con un sobresalto
de él, todavía era de noche. Encendí la luz y me levanté para
matar el tiempo comiendo algo. Antes de abrir la puerta del
dormitorio supe que lo oiría. Y lo oí. Sí, de nuevo escuche ese
murmullo que tan sólo un día antes había confundido con
la televisión del vecino. A punto estuve de volver a la cama
y taparme entero con las sábanas, pero me contuve. Todavía
me creía presa de una alucinación y el hecho de que de alguna
manera fuese consciente de ello, me daba la esperanza de que
mi razón no estuviera perdida del todo. Me daba la esperanza
y también un valor que me desconocía. Iluso: aún no sabía,
ni sospechaba la verdad. Con una decisión que incluso ahora
me estremece, salí al pasillo y me dirigí al salón. Mis pasos
desnudos no hacían el menor ruido. Contenía la respiración
y adelantaba los brazos en una instintiva postura de defensa. A
cada paso, el murmullo aumentaba en intensidad. Era idéntico
al que oyera la noche anterior. Por fin llegué frente a la puerta.
Me detuve. El murmullo de voces llegaba ahora a mí como si
sólo me separase de él una cortina. Entonces, mi cuerpo entero
empezó a temblar.
Somos seres extraños, tan extraños que, a veces, en los
momentos de mayor zozobra, cuando el miedo o la desesperación
hacen presa de nosotros, lejos de actuar de forma acorde a las
circunstancias excepcionales, tomamos actitudes propias de
situaciones cotidianas. Yo estaba allí, frente a la puerta, oyendo
un murmullo que creía nacido de mi mente enferma y, en lugar
de correr al teléfono a demandar ayuda, fui vencido por una
repentina e irreprimible curiosidad. Sí, aterrado como estaba,
sólo se me ocurrió espiar aquellos murmullos. Y así lo hice.
Conteniendo la respiración, temiendo que los fuertes latidos
del corazón revelaran mi presencia, apliqué con sumo cuidado
el oído a la puerta. Al principio no logré entender nada, pero
de forma paulatina empecé a distinguir, primero palabras
aisladas, luego frases casi completas, por ultimo la totalidad de
la conversación. Entonces la verdad se me hizo clara y evidente.
136 No me hizo falta abrir la puerta para comprobar quienes eran
los que hablaban. Las cosas que decían, la forma en que se
llamaban, el sonido de las voces… todo indicaba que eran ellos,
que sólo podían ser ellos. No me creeréis, lo sé. Pensaréis que
fue una alucinación de mi mente enferma. No os lo reprocho:
yo también lo pensé. Sí, allí, en medio del pasillo, con el oído
pegado a la puerta, lo pensé ¿qué otra cosa se podría sanamente
pensar? Sin embargo, poco a poco fui adquiriendo la certeza de
que aquello no podía ser fruto de mi imaginación. Yo no sabía
hablar de aquella manera o, mejor dicho, de aquellas maneras.
Porque cada uno hablaba de una forma diferente. Unos eran
cortantes, otros prolijos; unos irónicos, otros trágicos; unos
se adornaban, otros se despojaban de todo atavío. Los había
cálidos y los había gélidos; los había que susurraban y los que
alzaban la voz; los había oscuros y profundos como un pozo,
y los que se mostraban claros y elevados como una torre. Sí,
cada uno hablaba a su manera, y supe que su conversación era
real, tan real como el frío que me iba penetrando por los pies
desnudos. Quise despegar el oído de la puerta y ya estaba a
punto de hacerlo, cuando algo me retuvo. De pronto, como el
rayo recorta en luz el paisaje oculto en la noche, comprendí de
qué hablaban. Lo que hasta entonces habían sido pinceladas en
el aire, opiniones sobre un tema para mi desconocido, de súbito
se plasmaron en un retrato preciso. Mi curiosidad se centuplicó.
Todo mi ser se convirtió en atención ansiosa. Aferraba cada
una de las palabras como el avaro sus piezas de oro, y cada
una de ellas quemaba mis manos como plomo fundido. Sí, lo
sé: debí apartarme de la puerta; pero seguí escuchando presa
del vértigo de aquellas voces, hasta que el horror de la caída
me hizo gritar. La conversación cesó como si nunca hubiera
sido. Pero yo ya no podía engañarme. Los había oído hablar,
había escuchado de qué hablaban, y el silencio que sucedió
a mi grito era un eco desde donde sus palabras se volvían a
abalanzar sobre mi. Entonces sí, entonces me despegué de la
puerta, corrí al dormitorio, me vestí de cualquier manera y huí
del apartamento. Y seguí huyendo y huyendo por las calles aún
desiertas, donde las espigadas farolas se dejaban vencer por las 137
primeras luces del día.
Y desde entonces estoy aquí, en esta pensión de mala
muerte. Por ellos. Y os escribo para que sepáis, para que tengáis
cuidado. De ellos. No me creáis loco; mi única locura es haber
conocido la realidad. Porque ellos son así: astutos, seductores,
traicioneros, en su interior se abre un abismo, tu propio abismo.
Sí, crees saber todo sobre ellos, y son ellos los que saben todo
sobre ti. Y levanto la vista del papel y recorro con la mirada el
cuarto y me levanto y registro por enésima vez cada cajón, cada
esquina, cada hueco. Sé que no hay ninguno, pero aún temo; aún,
cuando miro a un lado, sospecho su presencia en el que doy la
espalda. Jamás podré olvidar lo que dijeron. A cada instante me
parece escucharlo. Ahora también. Sí, ahora mismo, mientras
os escribo, vuelven todas y cada una de sus palabras a mí, como
si estuviera de nuevo con el oído pegado a la puerta del salón. Y
los escucho, a cada poco los escucho; escucho al que se jactaba
de haberme tenido entre sus manos días y noches; al que se
ufanaba de haber modelado mi cerebro con sus quimeras; al
que alardeaba de haber acelerado o detenido mi corazón al
compás de su voz; al que había hecho huir mi mirada de su
mirada; al que reveló mis deseos inconfesados; al que desnudó
mis ambiciones ocultas; al que dio luz a mis miserias; al que
me supo nombrar… Sí, los escucho, a todos los escucho, ahora
mismo los escucho. Y me parece verlos, mostrando sus lomos
de diferentes colores, apretados cubierta contra cubierta en
perfecto orden alfabético, sin dejar un solo espacio vacío en
las estanterías que cubren tres de las cuatro paredes del salón,
hablando y hablando sin parar de la verdad sobre mí.
Ellos, sí, ¡ellos!

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Santander, 6 de Septiembre de 2010


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