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Paseando una vez, por un desconocido y colosal parque conocí a los que en el futuro

serian los confidentes de toda mi vida, que cambiarían el rumbo de la misma. Un par de
gusanillos, sumamente extraños, coloridos, asimétricos, ciertamente extraños, sin
embargo menos extraños que yo. A lo largo de mi paseo pude contemplar todas las
grandezas y pequeñeces que conformaban dicho parque. Sus inmensos arboles que
cubrían con fresca sombra el césped. Gigantes arboles que en su esencia eran dóciles
ancianos, y en su física eran mitológicos troles. Debo confesar que quede extasiado
gracias a mi travesía matutina, tanto así que concilie volver y formar parte de lo que había
vivido.
  
En la tarde al volver a mi incierta morada, una vez asentado, era la imagen de este
parque el piloto de mis pensamientos. Latía en mi mente una simple curiosidad, que a
ciencia cierta nunca supe que era, solo supe que me intrigaba. Par de días después decidí
en volver a visitar aquella zanja que había conmovido mi alma y mi espíritu. Salude
afectuosamente a mis compañeros rastreros, los gusanillos, que recíprocamente
expidieron fugazmente su pestilencia en señal de cálido saludo. Me dedique a caminar,
caminar y caminar... Conocí muchas más personalidades que conformaban este inmenso
lugar.
La rana me contaba sus travesura en el pantano, las mariposas con su dulce voz me
recontaban sus épicas travesías en el aire, las ardillas me explicaban
como la picardía era su manera de vida, y así muchos más cuentos de camino.
 
Sin darme cuenta el ocaso se apropio de todo el ambiente y pensé muy a mis adentros
que debía volver, ahí en mi mente, se realizaba una batalla campal, una discusión política,
entre
 
el deber y el querer. En fin, termine por volver a mi aleatorio lugar de descanso, que a
todas estas no sabía cuál era.
 
En el camino, reflexionando sobre aquella cosa que me intrigaba de aquel parque, caí en
cuenta que en tan inmensa zanja no había logrado ver ni una sola flor. Cuestión que me
llamo más aun la atención, puesto a que estas son como la cereza en un helado, el rubato
en una sonata, la nube en el cielo, es decir,  lo que le da la esencia a la totalidad. Claro
estaba que debía volver y resolver dicho enigma, y así fue, me dispuse camino al parque a
la mañana siguiente.
 
Mi primera parada fue para mis amigos los gusanillos que jocosamente me saludaron.
Alegraron como de costumbre mi humor, con sus tontas discusiones, con sus elocuentes
acciones, con su única manera de ser. Todo esto no me distrajo de mi objetivo y en
cuanto pude, cuestione sobre el paradero de las flores.
 
Los gusanillos parecían haber caído en trance, como si un súper estupefaciente se
apropiara poco a poco de ellos, No conseguí más que una respuesta negativa,
supuestamente no existían flores en dicho parque. Me retire y pensé que tal cuestión no
era posible, como la luz es gracias a la oscuridad, el parque es gracias a las flores.
 
Dubitativo recurrí a mi amiga la rana con la misma pregunta, un chapuzón hacia lo más
profundo fue su respuesta. La mariposa al escuchar mi duda dejose llevar por una violenta
ráfaga de viento que la hizo desaparecer en un santiamén. La ardilla con su peculiar
picardía solo se echó a reir y subió su árbol en cuestión de segundos. La abeja, como un
poeta que utiliza el eufemismo, intento seducirme con la miel y hacerme olvidar la
cuestión. Parecía que este tema era un gran misterio, temido y desconocido.
 
 
Sin respuesta alguna, desganado volví a mi esporádico lugar de descanso. La irreflexión, la
duda y la imaginación invadieron mi materia gris. No pasé un solo minuto de la noche sin
pensar en que sucedía, en imaginar una flor, en pensar como sería, sin saber siquiera si
existía. Sin embargo, tristemente, me resigné y me entregué a los brazos de Morfeo.
Mes tras mes, como de costumbre volvía al parque a diario, compartía con mis pequeños
amigos, sin tocar el tema que tanto estrago había causado. Días y días pasaron hasta que
una tarde de abril, momento en que me sentía más infante que el recién nacido, me
sentía como era, me sentía lo que era.
 
Me alisté a seguirlos a lo largo de todo el complejo, nos arrastramos, saltamos arbustos,
reímos, cantamos y sin darme cuenta había finalizado todo un laberinto que ni un topo
bajo tierra lograría conseguir la meta. Me encontraba en una especie de cámara arbustos,
oscura, impenetrable por la luz exceptuando al radiante mediodía. Sinceramente no puedo
recordar cuanto duró el viaje. Lo único que era certero en ese momento para mi era que
este ambiente nublaba todos mis sentidos, me sentí como parte de toda esta misteriosa
cámara. Repentinamente irrumpió con su ronca voz uno de los gusanillos: “Fíjate en el
centro de todo esto, y no pierdas ni un segundo”. Instantáneamente como un acto de
providencia empezó a nacer de la nada una bella flor, tan extraña, tan peculiar, sin símil
en toda la naturaleza.
De su eje, como el reptil que abre su agresiva trompa, desfilaron pétalos de inigualable
forma puntiaguda, la agresividad y la ternura eran las únicas palabras pudientes en
describir aquello.
Sin detenerse ni un segundo, esta flor se abría lenta y majestuosamente, como el anciano
que en el fin de su vida revela su más íntimo secreto. Blanquecinos destellos se
apropiaron de mis ojos, amarillentos detalles rompían con tan dulce y blanca coloración,
verdes pálidos, rosados escuetos, impensables matices crema. Ni la mismísima exposición
de blancos de los eternos glaciales se asemejaba a este poema de la naturaleza.
He allí ante mi una revelación de la naturaleza, la flor más hermosa que cualquier alma
pudiera apreciar en todo el cosmos. Sentimientos contrarios y desconocidos confluían en
mi ser, algo inexplicable, incluso hasta para los poetas más duchos en la  faz de la tierra.
 
Ninguna palabra se pronunció, ningún pensamiento se realizó, sólo yo la miraba a ella,
alelado, y ella tiernamente me miraba. Una especie de conexión mística que pocos, muy
pocos, pudiesen experimentar. Me sentí afortunado, una especie que una vez al año
florece, una flor tímida que regala su belleza a unos pocos. Ante mi se encontraba “La
Dama de la noche“. De nuevo, sin darme cuenta como todo lo que sucedía ante mi, se
elevó el alba y paulatinamente con el sol que da la bienvenida a un nuevo día, esta dama
envejeció y se despidió de mi hasta un próximo año.
 
La nostalgia se apoderó de mis pensamientos, días, semanas, meses y sin yo creerlo de
mis años. Año tras año, en el mes de abril, recurría a contemplar dicho espectáculo que
sentía que era para mi. La dama de la noche fue mi amiga, con mucho celo me contó sus
miedos, sus secretos y yo los míos. Era mía “la dama de la noche” y yo de ella. Una
relación que para muchos cabría solamente dentro de lo estúpido, pero para nosotros era
lo que llenaba de vida cada abril, cada año.
Por primera vez en mi vida sentía lo que la gente describía como “amor”. No creo que ello
cupiese dentro de la conceptualización. Ni siquiera dentro de la misma razón.
Para mi. Mi dama de la noche y yo su fiel confidente.

Gustavo García H.

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