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AN OLD AND TRADITIONAL CHRISTMAS TALE.

By Juan Jesús Amo Ochoa.

Sucedió, naturalmente, una noche como esta.

Hay noches así ¿no os habéis fijado nunca?: noches propicias en las que coinciden las estrellas, las ruedas
del Universo se engranan con precisión y ¡¡zas!! suceden los prodigios.

Hubo señales, por supuesto. Siempre las hay para cualquier ser avispado, de ojos atentos, como vosotros:
días furiosos de viento y nieve; luces misteriosas que brillaron un momento en el cielo, justo cuando
cerrabais los ojos para estornudar; en alguna parte de Birmania nació una rana con seis cabezas que fue
engullida, acto seguido, por una garza absolutamente anodina; cosas oscuras se movieron en la noche y
algunos insinúan que eran cosas que hubiera sido mejor que permanecieran quietas…

…en fin, que sucedió.

La nieve caía mansa, dulce, un poco aburrida, congelándose sobre los coches, bloqueando puertas y
maleteros, formando pequeños glaciares traicioneros en los lugares más insólitos, a la caza del peatón
desprevenido. Un par de farolas iluminaban de amarillo la escena, junto a la señal de “Polo Norte, 100
m.”

En la calle, con las manos en los bolsillos, totalmente solo y destemplado, Papá Conejo masticaba varias
de aquellas palabras que, en su contexto adecuado, tienen un efecto balsámico sobre el alma, pero que en
realidad, no puedo deciros en voz alta ya que se consideran de muy mala educación fuera de ciertos
ambientes, muy distintos, sin duda, de aquellos en que os movéis.

Cuando uno no tiene el día, no lo tiene, dijo el sabio.

Y Papá Conejo no había tenido el día,…ni la put… semana, ni el jod… mes, ya puestos.

-Solo falta que me empape el próximo imbécil que pase con el coche –se dijo. Servicial, el imbécil hizo
acto de presencia, materializándose al instante y empapando de pies a cabeza a Papá Conejo, en menos
tiempo del que se necesita para decir “mira por dónde vas, hijoep…”

Un pequeño conejito blanco empapado, aterido, solitario, perdido, con sus orejitas gachas y sus ojitos
oscuros y tristes constituye en sí mismo una imagen capaz de conmover a cualquiera. Salvo que
cualquiera estaba en Springfield, Indiana, a más de quince mil kilómetros de distancia. El que sí estaba
allí (¡click! ¿no escucháis las ruedecillas del Universo encajando?) era un tipo barbudo, alto,
mórbidamente obeso, que llevaba un ridículo gorrito rojo en cuya punta se balanceaba un pompón blanco
(¿os suena?). El tío estaba sentado en la acera, muy ensopado (sumergido, más bien) en lo que, a juzgar
por el olor, era una infecta mezcla de vino tetra pack, jumbo cola, vermú maritrini y ginebra lirios…

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-Te ha empapado bien ¿eh?, te ha empapado bien el hijoep… -croó el gordo señalando lo obvio con esa
complacencia que inunda a algunas personas cuando pueden meter el dedo en una herida y hurgar un rato
por si pescan algo jugoso. -¡¡qué cabr…!! ¡¡cómo te ha puesto, tío!! -.

Algo dentro de Papá Conejo alcanzó la zona roja que indica peligro. Un par de válvulas no hicieron su
trabajo. Diciéndolo de otra manera: Si Papá Conejo fuera un color, sería un rojo taurino; si hubiese sido
una bebida, sería sangre; si hubiera sido una central nuclear, sería demasiado tarde para empezar a correr
y si hubiese sido un animal, sería un conejito asesino. ¡¡No!!¡¡espera!!¡¡era un conejito asesino!!.

Quizá porque no pescaba la onda del asunto o quizá porque le parecía tan ridícula como a vosotros la idea
de que un conejito blanco pudiese levantar sus doscientos kilos por el cuello de la chaqueta, el gorderas
hediondo seguía dando la paliza con aquello de “ja, ja, ja, mírate el traje tío, eso no te lo van a arreglar en
el tinte, ya verás tu mujer cuando llegues a casa” cuando se encontró de improviso varios centímetros por
encima del suelo, con el sombrerito caído sobre una oreja, y la nuez dolorosamente comprimida por unos
deditos pequeños como diminutos clavos de acero. Otra maligna garra apretaba en cierto lugar entre sus
piernas con intenciones claramente quirúrgicas.

-Oye imbécil –había hielo en el susurro de Papá Conejo y un fuego frío en sus ojos azules (si Mamá
Conejo lo hubiese visto en ese momento, creo que se le habrían fundido varios órganos internos del gusto.
El tío estaba guapo como Paul Newman en “Dos Hombres y un Destino”, así en plan duro) –He perdido
el tren para volver a casa por culpa de la huelga de controladores de avión; un taxista degenerado me ha
traído hasta un lugar que no está en ningún mapa conocido y me ha sableado ciento cincuenta euros que
no me habían hecho ningún daño; me he dejado el móvil en el put…taxi; un grupo de skinheads
anticonejos me ha perseguido tres manzanas hasta que he podido darles esquinazo; un imbécil me ha
empapado con su coche; tengo hambre, frío y he perdido la poca paciencia que me quedaba, así que ¿te
vas a callar mientras decido que coñ… hacer o prefieres alegrarme el día?-.

-Vale, vale tío, vale, no te cabrees macho, que yo no tengo culpa –susurró el gordo mientras su aliento
tóxico se condensaba en nubecillas de color verde a su alrededor.

-Oye colega, haya paz, haya paz ¿vale? que tú no eres el único que ha tenido un mal día – dijo el gordo en
cuanto sintió que desaparecían las tenacillas de su entrepierna –fíjate en mí –señaló al tiempo que ofrecía
a Papá Conejo el contenido del recipiente de cartón que tenía en las manos. Dice mucho sobre el estado
mental de Papá saber que dio dos sorbos antes de darse cuenta de lo que estaba bebiendo. –Aquí estoy
otra vez, currando en Navidad (y ya van con este eeeeer, casi dos mil años). En vez de estar cenando
tranquilo en casa, calentito, estoy aquí, haciendo tiempo… Mi mujer ya no me habla de otra cosa: que si
siempre me toca a mí, que si es que me falta carácter, que si es que no hay otro payaso para hacer las
entregas, que si es que no veo a San Pedro o a San Tarsicio que son gente que ha ascendido y se dedican a
tareas importantes, que si es que no me hago de valer, que si con Dios hay que publicitarse un poco, que
si me faltan huevos…que si no tengo ambiciones, que si ya se lo decía su madre, que en mala hora se casó
conmigo… vamos, que ya no me quiere, coño, digooo coñ… -lloriqueó el gordo.

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-Hombre, no diga eso –susurró Papá Conejo, que, a su pesar y pese a su notable parecido con Paul
Newman en “La leyenda del Indomable”, era una buena persona. –Seguro que sí que le quiere-.

-Ya no es lo mismo –sollozó el gordo –ha perdido la ilusión.-

-¿Y no será que no has cuidado debidamente tu relación? –dijo Papá Conejo, comprobando como, a la
larga, años de furtivas lecturas del “Cosmopolitan” de Mamá Conejo, podían resultar de utilidad. -¿Has
tenido con ella esos pequeños detalles que todas las mujeres adoran? ¿Le has ofrecido acompañarte en tus
trabajos? ¿Te interesas por lo que ella hace y compartes sus actividades? ¿Observas y elogias cualquier
pequeño cambio en su apariencia o en sus vestidos?¿Te preocupas por su placer mientras hacéis el
amor?.¿Evitas caer en la rutina y la sorprendes con mil pequeñas cosas cada día?-

Estrábico, el gordo lo miraba con auténtico asombro. La garra del conejito lo había puesto en pie y, más o
menos, se mantenía en esa posición oscilando en torno a un punto hipotético de equilibrio. –Host…, tío,
tu eres un genio, tío, macho, tú sabes, colega tu controlas, tío. Seguro que tú sí que tienes una mujer que
te quiera esperándote en casa-

-No, hombre –respondió Papá Conejo convertido en gurú de las relaciones conyugales y cayendo, por un
instante (por culpa de los dos sorbos de la mezcla del gordo, espero), en el horrendo pecado de imaginar
que podía entender los oscuros mecanismos que mueven a las Conejitas en general y a su conejita en
particular. –Bueno, sí…quiero decir que estoy casado, pero que no controlo más que nadie.-

-¡Ayúdame, tío!¡Vente a mi casa y échame una mano con la parienta! ¡Y luego te acerco a tu casa!¿vale?
¡porfi, porfi, porfi…!

Click. Las ruedas giraron y Papá Conejo se encontró de pronto en el coqueto saloncito de madera de una
casa acogedora y alegre, a unos cinco mil kilómetros del núcleo habitado más cercano. Una señora gorda,
rosada como un cerdito, le contemplaba con evidente repugnancia. A su lado, el gordo, cabizbajo,
estrujaba entre sus dedos gordezuelos el gorrito rojo mientras intentaba desesperadamente no oler a vicio.

-Ha sido usted muy amable, señooor…-

-Conejo. Papá Conejo.-

-Señor Conejo, al ayudar a mi…marido, a encontrar el camino de vuelta a casa –dijo la gorda tan
amablemente como cinco uñas rascando una pizarra, mientras sus ojillos porcinos le estudiaban de arriba
a abajo y de abajo hacia arriba. Su aspecto deslustrado, desvalido, como hemos dicho, habría conmovido
a cualquiera, pero cualquiera, también lo hemos dicho, estaba muy lejos, en alguna parte de Indiana. Algo
en el tono de la voz de la señora de la casa lo estaba clasificando en algún lugar entre las bacterias y el
fitoplacton.

-Yo, esteee, yo…el señor…bueno, en fin, que no ha sido nada… Hemos estado un rato hablando y,
bueno, en fin, se ha ofrecido a ayudarme.-

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-Comprenderá usted que mi…marido, no está en condiciones de llevarle a usted a ninguna parte –Otra
que también disfrutaba señalando lo obvio.

-Bueno, quizá si me permitieran usar su teléfono, podría pedir un taxi y… -Calló, rezando en silencio
porque Santa Orange o San Movistar hubiesen extendido su poder hacia aquellas regiones ignotas…
Demos gracias a Dios por estos pequeños detalles, lo habían hecho.

Durante los siguientes quince minutos, permanecieron en silencio, goteando nieve sucia y desaprobación
sobre la madera color miel del suelo. Aunque el fuego ardía alegremente, Papá Conejo no llegaba a sentir
el calorcillo, puesto que los ojos de la gorda tenían un efecto sorprendentemente refrigerante.

-Pero, dile algo –susurró el gordo en un momento en el que el silencio hubiera podido cortarse en bloques
cúbicos y usarse para edificar una iglesia románica. La gorda movió un instante sus ojillos ante el trueno;
Papá Conejo aprovechó para rascarse una tetilla que le picaba e hizo como que no había oído nada. Luego
siguieron quietos durante otros quince minutos hasta que, diosmiogracias, una bocina les hizo saber que el
taxi había llegado por fin.

-Jod…, vaya panorama –se dijo Papá Conejo una vez a salvo en el coche.-

En casa, Mamá Conejo escuchaba por enésima vez al robot repetir que el número al que usted llama está
apagado o fuera de cobertura, por favor, inténtelo de nuevo más tarde. Nubes negras cubrían su ceño.

-Este desastre de hombre –decía –Se va a enterar cuando llegue: no llamar ni avisar ni decirme nada.
Conforme está el día y las carreteras con esta nieve…-

¿Creeréis que demostró el alivio que sentía al ver aparecer en la puerta a Papá Conejo, sucio, empapado,
pálido (algo alarmante en un conejito ya de por sí blanco) y apestando evidentemente a alcohol barato?

Seáis vosotros conejitos o conejitas, seguro que habéis pensado que no, que prefirió guardarse su alivio en
lo profundo de su pecho y mostrar, en cambio, la clara desaprobación que sentía ante el desconsiderado
comportamiento de Papá Conejo, llegando tarde, sin llamar y evidentemente borracho, tras largas horas
de farra flamenca.

Pues no. Cometiendo el horrendo pecado de suponer que era capaz de entender los oscuros mecanismos
que mueven la simple mente de los Conejitos en general y de su conejito en particular, Mamá Conejo se
dispuso pacientemente a esperar una explicación. Era, como dice el chiste, lo justo…aunque quizá no lo
correcto.

Pero pienso que voy a acabar aquí esta historia de momento. Si sois conejitos, sabréis lo que de verdad
quería Papá Conejo en aquel momento y por qué narices lo más importante del mundo para él era regresar
a casa. Si sois conejitas y pensáis que, de verdad entendéis los profundos abismos de la mente de vuestros
conejitos, probad a ver si lo adivináis…

Oh, por cierto… Feliz Navidad a todos.

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