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Estaba oscureciendo,
pero fuera todavía podía vislumbrarse la nieve. Había estado nevando todo el día, por eso
el bosque y las colinas estaban cubiertos por un manto blanco y grueso.
Sonriendo, se giró y observó cómo todos los invitados bailaban y
charlaban a su alrededor. La casa rebosaba alegría navideña y se
percató de que ella misma también se movía al son de la música. El
olor a pino y canela inundó su nariz y se fijó en el enorme árbol de
Navidad. Docenas de regalos se amontonaban a su pie, envueltos en
papeles y lazos brillantes. Clara sintió un estremecimiento de
emoción. “Llegará enseguida”, se dijo a sí misma mientras volvía a
mirar por la ventana.
En ese preciso instante, oyó que llamaban enérgicamente a la puerta y Clara
corrió a abrir. En la entrada había un hombre de aspecto misterioso que se
escondía tras una capa negra.
–No pasa nada –se rio el tío de Clara mientras se quitaba el abrigo –. Los tengo
justo aquí.
Clara y Fritz vieron entusiasmados cómo su tío les entregaba sendos regalos
preciosamente envueltos.
–¡Feliz Navidad! –les dijo. Fritz salió pitando sin apenas dar las
gracias, pero Clara se quedó mirando emocionada.
–Algo muy especial –susurró –, para una sobrina muy especial. ¿Por
qué no lo abres?
En casa de Clara era tradición que los regalos se abrieran en Nochebuena,
así que con mucho cuidado retiró el papel plateado. ¡Era un muñeco
cascanueces!
–¡Tío! –dijo con voz entrecortada –. ¡Es precioso!
El muñeco llevaba uniforme de soldado, con los pantalones rojos y la
casaca verde. Las botas eran de un negro brillante y en la cabeza llevaba
un elegante gorro. Clara alzó la mirada hacia su tío y le dijo:
–Gracias.
Y continuación le dio un abrazo.
Un rato después, Clara jugaba con su cascanueces junto al árbol de Navidad.
–¿Qué es eso? –preguntó Fritz, mirando por encima del hombro de su hermana.
–¿Qué es lo que tiene de precioso este estúpido juguete? –dijo con desdén.
–¡Eh! –exclamó Clara –. ¡Devuélvemelo! Se levantó de un salto
y agarró el cascanueces.
–¿Y por qué iba a hacerlo? –dijo con una risita. Fritz tiró con
fuerza del cascanueces, que cayó al suelo con un estruendo.
–Pero no bien del todo –dijo su tío –. Ponlo bajo el árbol de Navidad y deja
que descanse hasta mañana.
Aquella noche Clara no podía dormirse; seguía
pensando en el cascanueces. Tras dar muchas vueltas en
la cama decidió bajar al piso de abajo y comprobar si
estaba bien.
–No tengas miedo, por favor –dijo el orgulloso soldado –. Estoy aquí para salvarte.
–¡Ahhhh! –chilló Clara al ver que los ratones corrían hacia ellos con cara de pocos
amigos.
Entonces oyó un gruñido tras ella. Se dio la vuelta y vio dos ojos rojos que brillaban en la
oscuridad.
–Soy el Rey de los ratones –gruñó la fiera al tiempo que arremetía contra Clara con su
espada.
¡Clonc!
Inesperadamente, la espada del cascanueces chocó contra la del Rey de los ratones
y salvó a Clara justo a tiempo.
–¡Ponte detrás de mí! –gritó. Clara así lo hizo y pudo ver cómo el Rey de los
ratones volvía a la carga.
¡Plaf!
El Rey de los ratones cayó al suelo. Inmediatamente, los otros ratones dejaron de luchar.
Al ver que su líder estaba vencido se escabulleron.
–¿Tío? –balbuceó.
–Hola, Clara –dijo con su voz grave y calmada –. Parece que tu cascanueces no está
curado del todo. Déjame ver…
Se giró y se inclinó sobre el cascanueces igual que la otra vez. Cuando se levantó, el
soldado de juguete volvía a estar mejor, solo que esta vez había algo diferente en él.
–A sus órdenes –contestó el Príncipe haciendo una reverencia –. Deje que le dé las gracias
por salvarme.
Cogió a Clara de la mano y la condujo hasta un trineo que había tras el árbol de Navidad.
–Toma asiento –dijo el Príncipe con un guiño. Unos renos mágicos los llevaron por la casa
y salieron a través de una ventana abierta. Antes de darse cuenta Clara estaba volando por
el cielo oscuro a través de copos de nieve y centelleantes estrellas.
Al cabo de un rato entraron en el Reino de los Dulces y Clara miró hacia abajo. Lo que vio
fue asombroso. ¡Había árboles de algodón de azúcar, ríos de leche merengada y montañas
enteras hechas de tartas!
Aterrizaron frente a un castillo de aspecto majestuoso. Clara vio muros rellenos de galleta
y torreones de bastón de caramelo. ¡Un arroyo de chocolate fundido rodeaba el castillo!
–Es un honor conocerte –sonrió el Hada de Azúcar. Condujo a Clara y al Príncipe hasta el
castillo. El interior era increíble. Amarillos, naranjas y verdes brillaban en las ventanas de fruta
escarchada, mientras que las paredes estaban cubiertas de cálido caramelo.
El Príncipe le acercó a Clara una silla de bombón. Se sentó sin poder dejar de mirar todos
aquellos dulces maravillosos. Todo tipo de golosinas cubrían la mesa y Clara comió hasta que
no pudo más.
–¿Te gusta bailar? –le preguntó el Hada de Azúcar a Clara mientras todos
reposaban y se acariciaban las llenas barrigas.
Para acabar, la propia Hada de Azúcar salió a la pista e interpretó una danza individual
deslumbrante, llena de giros y saltos y elegantes piruetas.
–Hora de irse –dijo el Príncipe Cascanueces cuando el Hada hubo terminado
su actuación.
Había sido una velada magnífica y Clara le dio las gracias al Hada de Azúcar
por haberla invitado.
–¡Qué raro! –dijo desconcertada. Entonces vio una pequeña nota que colgaba
del cascanueces. Decía:
Querida Clara,
Espero de verdad que el Príncipe Cascanueces te salvara. Esos ratones pueden
ser terriblemente desagradables.
Feliz Navidad. Con cariño,
Tu tío.
Los ojos de Clara se abrieron cómo platos y respiró
hondo.