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La Luna se asomaba a la ventaba del sastre todas las noches y miraba cómo trabajaba.

El sastre se sentaba, con las piernas dobladas bajo su luz, cortaba con unas enormes tijeras y cosía.
Pero una noche, cuando la Luna se asomó a la ventana, vio al sastre acostado en su cama durmiendo,
soñando un dulce sueño.
La Luna se asombró y le dijo:
—¡Hola, señor sastre!
El sastre se despertó, se puso en pie, le hizo una gran reverencia a la Luna y le preguntó:
—¿Qué quieres de mí, Luna?
—Parece que no tienes mucho trabajo, porque es muy temprano y ya te has puesto a dormir —respondió
la Luna—. Así que he pensado en encargarte ropa. Aquí fuera hace mucho frío y como yo ya soy anciana,
me vendría bien un buen traje que me calentara. Hazme uno bien bonito y yo, a cambio, iluminaré gratis tu
taller.
Después de pensarlo, el sastre respondió:
—¡De acuerdo!, aunque no será una tarea fácil. Tienes una punta hacia arriba y otra hacia abajo y en
medio estás doblada como si fueras una hoz. Pero un pedido es un pedido y necesito trabajar para comer.
El sastre tomó las medidas a la Luna y le prometió tener el traje listo en una semana.
La Luna regresó el día señalado. El sastre le probó el vestido, pero ¡el traje no le iba bien! Su barriga había
crecido y parecía una hogaza de pan.
La Luna se quejó al sastre:
—Mira, amigo mío, este traje me va pequeño. ¿Cómo quieres que me lo ponga? Descóselo y hazlo más
ancho. Dentro de una semana volveré.
El sastre descosió el traje, añadió trozos de tela allí donde hacía falta y volvió a coserlo. El traje, ahora, era
mucho más ancho.
Pasó una semana y, al anochecer, la Luna volvió a casa del sastre.
—¡Estás muy gorda, Luna! —exclamó el sastre sorprendido— Ahora eres redonda como una calabaza.
¿Qué te ha sucedido? Estás hinchada. ¿Quizás te duele el estómago?
—Olvidé por completo advertirte de que suelo engordarme un poco. Pero, amigo mío, ahora puedes estar
tranquilo; te asegura que no ganaré más peso, ni siquiera medio gramo.
El sastre se puso a trabajar de nuevo; descosió todas las costuras y añadió un trozo de tela muy grande.
El traje, ahora, era realmente enorme.
La Luna apareció al cabo de una semana, al anochecer, pero ¡¿qué le había pasado?!, ahora era delgada
como un palillo y el traje le colgaba como a un espantapájaros.
El sastre estaba muy enfadado porque había trabajado en vano. Le dijo a la Luna que no le cosería el
traje. Cerró la ventana y se tumbó en su cama a descansar de la tarea inútil de las tres semanas
anteriores.
La Luna se quedó sin su traje, por eso sigue viajando cada noche por el cielo; busca sin descanso un
voluntario dispuesto a coserle uno.
FIN

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