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Recuerdo el día que aprobé el examen de admisión en el cuerpo de
bomberos con tanta claridad como recuerda un rey el día de su coronación
o un cardenal el de su elevación a esa dignidad.
Cuando me enteré de que me había ganado una plaza, colmaron mi vanidad
visiones románticas: madres bañadas en lágrimas que me besaban por
haber salvado a sus hijos, periodistas que me ensalzaban en sus editoriales,
alcaldes que me condecoraban.
Ahora, ocho años después, se ha desvanecido toda visión romántica. He
trepado por escaleras de incendios miles de veces; y , a sabiendas de que en
cualquier momento el techo podía desplomarse sobre mí, o el piso hundirse, o
estallar un explosivo oculto. He visto morir a amigos y he llevado muertos en
mis brazos. Justa es la razón de haber escogido al fuego como metáfora del
infierno. ¿Qué podría ser más espantoso que la lenta agonía de la piel que se
chamusca hasta que se obstruye la garganta? Estar tan cerca de la muerte no
me parece nada interesante, nada romántico.
Después de cada incendio el interior de mi nariz queda cubierto de hollín y
escupo las flemas negras de mi oficio. Tengo solo 31 años, pero me siento
como si tuviera 50.
A veces, después de un siniestro, alguien me pregunta como me encuentro.
Me limito a menear la cabeza. Me siento como si hubiese ascendido a una
montaña, y gozo de la muda y personal satisfacción de la victoria.
Pienso entonces en el precio que los bomberos tenemos que pagar por esa
victoria. ¿Vale la pena ese constante ingerir veneno, ese agotamiento, ese
envejecer? En lo económico, no lo vale. Sin embargo, comprendo que no
podría desempeñar ningún otro trabajo que me diera una sensación tan grande
de triunfo.
Hace poco, después de un incendio, me halle sentado en el vestíbulo
de un edificio de viviendas. Los bomberos habíamos salvado a una
mujer y a su hijo pequeño, pero se había perdido una niñita de 18
meses. Uno de mis compañeros descendió por la escalera del edificio y
fue a sentarse junto a mí. Llevaba en sus brazos a la niña muerta. El
rostro de ese bombero estaba cubierto de tizne y de escamas de
pintura quemada. Mientras esperábamos que llegara la ambulancia,
repetía, una y otra vez: "Pobre criaturita. No la hubieran podido
salvar". Alcé la vista y vi que tenía húmedos los ojos: las corneas, rojas
por el haberse arrastrado por infinidad de corredores hasta descender
a abismos de negro humo, y la luz reflejada por las lágrimas daban
brillo a su mirada.
Quisiera que todo aquel que se propone inscribirse para la prueba de
admisión en el cuerpo de bomberos pudiera haber visto la tristeza de esos
ojos, que explicaban por qué combatimos los incendios. En aquel momento
era yo parte de ese hombre sentado en el vestíbulo de una casa de vecindad, y
ambos éramos parte de todos los bomberos del mundo.