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ESQUIRLA

PLATEADAS

SANTIAGO FIGUEROA TREUS Tfno: 647-725119


CAPITULO I

REVIVIR.
Filomena llevaba horas sentada en su viejo

sillón, absorta, ajena al tiempo, disfrutando del

tesoro más valioso de los humildes, los recuerdos

bellos.

Rememoraba la imagen de su difunto marido en

aquel sillón verde botella.

Cada rodilla sostenía una niña que galopaba entre

risas.

En apenas unos instantes, había retrocedido

cincuenta años y quería permanecer en aquel

segundo para siempre. Deseó que el tiempo y el

espacio premiasen la osadía de su recuerdo

transportándola a ese momento, y esconder los

relojes, detenerlos; pero el tiempo, inexorable, no

escucha súplicas, se limita a acompañar el camino

de la vida, expectante, sobreviviéndonos a todos y

cada uno de nosotros. Ni siquiera se detiene para

decirnos adiós con la mano. Por suerte existen los

recuerdos, con sus esencias, sus paisajes, sus

mentiras, que inventamos sabiéndolas inciertas.


En ocasiones, el peso de la conciencia crea su

verdad paralela con el fin de expiar nuestros

pecados; y así tratamos de mitificar nuestras, en

ocasiones, absurdas vidas.

En ese mágico mundo nos escondemos del tiempo,

por momentos, dichosos, sintiéndonos vencedores,

pasajeros de un sueño.

Finalmente el recuerdo se desvanece, engullido

por la realidad y se terminan las mentiras.

En ocasiones nos queda el poso de la nostalgia,

siempre triste y bella.

Filomena vivía sola desde hacía año y medio. Un

frío y lluvioso jueves, el corazón de José se detuvo

de repente, sin previo aviso. Filomena permaneció

más de una hora abrazada a aquel metro noventa

de nobleza. Sintió el tacto de su piel, el olor de su

pelo.

Besó sus manos y sus dedos, largos y perfectos,

sus ojos y sus labios, que por primera vez le

negaron un beso.
En aquel momento comenzó a brotar su llanto y no

se detuvo hasta que el cemento, frío y gris como el

cielo de la tarde, se interpuso entre ellos para

siempre. Sesenta y dos años y dos meses de amor,

el nacimiento de tres hijas y dos nietos; casi una

vida, había finalizado por decreto divino.

Sus tres hijas quisieron hacerse cargo de ella en

aquel momento. Los motivos eran tan distintos

como distantes.

Sara, el retoño, la preferida de José, una debilidad

conocida por todos y admitida por nadie; por

cariño, gratitud, por bien nacida.

Teresa, la mediana, simplemente por una cuestión

económica llamada pensión de viudedad y partir

con cierta ventaja moral sobre la escasa herencia.

Josefa, la primogénita, la consentida de mamá;

por el único cimiento sobre el que construyó los

principios básicos de su banal existencia; la

apariencia. Después de todo, aquella viejecita


desvalida quedaría muy bien en su escaparate y

haría suspirar a las visitas.

Filomena, ante la disyuntiva de tener que escoger

y sabedora de las envidias desmedidas que crearía

eligiendo entre una de sus tres hijas, tomó la

decisión más correcta. Quedarse en su humilde

casa, la que fue su hogar, la que vio nacer a sus

hijas y crecer a sus nietos, la que daba sentido a

los días que le quedaban de vida. Allí todo tenía

sentido. El reloj de pared estaba roto porque cayó

un martes de carnaval y la humedad nació en las

paredes el primer invierno y sobrevivió a manos de

pintura y papeles floreados.

No quería más cambios, bastante cambio sufrió su

vida, no quería despertarse y sentirse extraña,

desconocer la historia de unas cortinas. Tan sólo

quería sentarse en aquel viejo sillón, el que

perteneció a su marido, con suerte conservaría su

esencia para siempre, y recordar, revivir más que

vivir.
El sonido del timbre irrumpió sin pedir permiso en

su recuerdo. Por unos instantes, Filomena no

supo a que mundo pertenecía aquel sonido. Pensó

en el despertador, pero ella no dormía. Volvió a

bucear en sí misma, tratando de recordar qué

recordaba, últimamente su memoria era fina como

el papel de fumar y las ideas entraban y salían a

su antojo. Cuando casi había logrado su objetivo,

el timbre, - ¿maldito ruido?, pensó, sonó dos

veces. El recuerdo comenzó a desvanecerse, a

difuminarse, como un perfume entre el gentío, y

nacieron las fotos, jarrones, casi todos huérfanos,

y figuras de cerámica que abarrotaban el

sobrecargado salón.

Filomena suspiró, se levantó, no sin esfuerzo y

caminó despacio hacia la puerta.

- ¿Quién es?

- Soy yo, abuela.


Filomena sonrió y abrió la puerta a una de sus

escasas visitas.

- Hola, nieto. ¿Que tal va eso?

- Bien, como siempre.

Hugo regaló un abrazo y un beso en la marchita

frente a su abuela. Hacía tiempo que la sabía

mayor, desmemoriada, con aquella cara triste y

expresión de indiferencia, de apatía hacia la vida.

Sus piernas parecían ennegrecer por segundos, y

aquellas manos antaño vivarachas, se habían

cansado de gesticular.

Temía que llegase pronto y repentinamente el día

que está marcado en el calendario de todos. Cada

abrazo era más cálido y cada beso más largo,

siempre podían ser los últimos.

Esta idea lo inquietaba, puntual, asaltándole cada

vez que iniciaba la marcha, camino arriba, entre el

verdor de los campos.


- ¿Que tal en el trabajo?

- Bien, como siempre. Cada día aprendo algo

nuevo.

- Así me gusta. Hay que trabajar, sobre todo

ahora. Hay mucho paro.

- Sí, yo tengo suerte. Tengo amigos que llevan

tiempo buscando y nada. Tiene que ser

desesperante. Y tú, ¿qué te cuentas?

- Todo viejo, como yo. Recordando a tu abuelo

hasta el día que me venga a buscar.

- No digas tonterías. A ti todavía te queda cuerda

para rato. Dentro de unos años te hago

bisabuela.

- Pero si aún no tienes novia, que yo sepa, claro.

- Todavía no, pero sólo tengo veinte años. Con

veinticinco echo novia, con treinta me caso y

con treinta y dos, mi primer vástago, José, como

el abuelo.
Filomena soltó una carcajada, sincera y llena de

sorna.

- Ay, mi nieto. Lo tienes todo previsto, sólo hay

un pero, la vida es imprevisible.

Mírame a mí, una mañana de invierno me

convirtió en viuda y créeme, no me lo esperaba.

- Lo sé, abuela.

- Bueno, entonces faltan trece años, ahora tengo

ochenta y dos, tendría noventa y cinco. ¡Dios no

lo quiera!

- Abuela, no digas esas cosas. Yo quiero que vivas

muchos años.

- Tienes razón. Lo siento, Hugo.

Filomena sabía que su vela se consumía desde

hacía semanas. Su intuición y sus sentidos

estaban alterados. El lecho, rancio de la vejez,

ahora le olía a velas quemadas. Era un aroma


pasajero, un vaivén, y entre sueños oía el repicar

de campanas, lejanas, pero tocaban a muerto.

Supo interpretar aquellos malos presagios desde

su inicio, ya que le venían por herencia materna.

El primer día que notó el aroma a vela quemada,

se tapó hasta el cuello y tembló de miedo. Recordó

las historias, algunas adornadas de orujo, que le

contaba su difunta abuela, sentadas junto a la

cocina de hierro, fuente de calor de aquellas

noches frías de la aldea.

Por un instante, creyó estar allí, en su aldea,

mirando fijamente la contraventana de madera de

su habitación, que bailaba al son de los silbidos

del viento, hasta que el sueño vencía al miedo.

Nunca llegó a ver a la Santa Compaña, pero su

abuela sí, al igual que otros vecinos.

El primero que la vio en la aldea fue Lizerio, un

hombre casado con la hija del cacique.


Era Lizerio un habitual de la vieja tasca que

regentaba con más pena que gloria su primo Xoan.

Una noche de media luna regresaba a casa con los

bolsillos vacíos por la angosta corredoira que

desmembraba el pueblo en pedazos. Escuchó

pasos y notó un olor a velas, un aroma cada vez

más intenso.

Había oído hablar de aquel olor en infinidad de

ocasiones, pero no creía una palabra. Lizerio era

escéptico y cabal por naturaleza, pero algo le erizó

el vello.

Corrió hacia los árboles y se escondió.

En aquel preciso instante comenzó a temblar en

Julio.

Sus pantalones comenzaron a mojarse y no se

supo meado hasta que terminó todo.

Siete siluetas caminaban por la corredoira. El

primero llevaba una gran cruz de madera y un

caldero. Lo seguían dos filas de tres hombres. Los

primeros de cada fila portaban una vela; el resto


vagaban en silencio. Los siete lucían túnicas

blancas con capucha.

Al único que reconoció fue a Constante, un vecino

de un pueblo próximo jubilado de la mar.

Era el que portaba la cruz.

Se detuvieron a unos cincuenta metros, delante de

la casa de la señora Manuela, una vieja soltera

que había sido concubina improvisada de medio

pueblo a cambio de manteca, orujo o cualquiera

de las delicias del puerco del país.

Lizerio echó a correr hacia la tasca de su primo,

sudando a mares; y llegó sin aliento.

Xoan le sirvió con la mano nerviosa un buen vaso

de orujo, que apuró en un solo trago. Tras

recuperar aire, Lizerio recorrió la tasca con sus

ojos. Todo el mundo lo miraba. En ese momento

notó la fría humedad de su entrepierna y,

avergonzado, susurró:
- La he visto. Eran siete, siete encapuchados.

Pasaron delante de mis narices.

Volvió a observar todas aquellas caras, buscando.

- ¿No ha venido Constante, el del gran sol?

- ¿A que viene eso, primo?

- ¡Contesta, me cago en la cona!

- Pues no. No ha venido.

- Creo que llevaba la cruz.

Tres días más tarde, aquella vieja fallecía mientras

dormía.

Constante vivió dos meses y doce días. Murió en

los huesos.

A Lizerio comenzaron a mirarlo con desconfianza,

temerosos y lo apodaron “El brujo”. Lo evitaba

hasta su primo.
Meses más tarde, se embarcó a Venezuela a

buscar fortuna. Dejó a su mujer embarazada de

cinco meses.

Jamás regresaría.

Cuatro meses más tarde, nació una hermosa niña.

La llamaron Iria. Poco después de cumplir catorce

años, en el preciso momento en el que dejan de

escucharse los pájaros y despiertan los grillos, ese

umbral mágico y silencioso, escuchó pisadas entre

las hojas podridas de la corredoira…

Alguna vecina culpó al cura de haberla ungido con

el óleo de los muertos, como a su padre.

Filomena se resignaba a su suerte con la

esperanza de que José viniese a buscarla para no

separar sus caminos por toda la eternidad, el

único lugar en el que el tiempo no existe por ser

eterno y la vida no transcurre, ya que por

terrenal, por mundana, es efímera, como el aroma

de las rosas.
Filomena cogió la mano de su nieto y la abrazó

con las suyas. Hugo observó aquellas manos,

abiertas, temblorosas y repletas de arrugas, el

rasgo más sabio que esculpe la erosión de la vida.

Los dedos finos, repletos de bellas imperfecciones

y las uñas, siempre mordidas, un vicio que nació

con el océano de dudas de la adolescencia.

El sol se escondía tras las montañas y el salón se

inundó de sombras y penumbras, adquiriendo un

aire mágico y nostálgico.

Tras el sillón, más viejo que cómodo, junto al viejo

baúl, que guardaba todavía bajo llave obras

literarias que hubiesen sido billetes para prisión

años atrás; pequeñas islas de luz, filtradas por la

persiana, dibujaban la pared, como pequeñas

velas ovaladas.

- Pasas demasiado tiempo sola, abuela, tanta

soledad no es buena.
- Depende del día. Hay días, como hoy, que me

encanta estar sola, acordarme de tu abuelo

desde que despierto, revivir una tarde. Créeme,

recuerdo tardes enteras, hasta días, en

ocasiones tengo lagunas, mi memoria se ha

hecho mayor, pero cuando olvido algo, lo

invento. Recordándolo lo siento vivo, a veces me

huele a él. Es como si estuviese ahí, junto a la

ventana, esperándome.

- Yo también lo recuerdo cada día, sus mimos,

sus historias, me encantaba escucharlas y creo

que a él le encantaba contármelas. De niño pasé

más tiempo sentado en sus rodillas que jugando

al fútbol. Fue el mejor abuelo del mundo y yo

tuve la suerte de tenerlo.

- El te quiso como a un hijo, el hijo que nunca

tuvo. Recuerdo lo contento que se ponía cada

vez que te cambiaba los pañales. Siempre decía:

- Una trompa, Filomena, por fin una trompa que

no es la mía en esta casa. Cada vez que tus


padres te traían a casa no se separaba de ti.

Eras su juguete. No se lo digas a tu madre, pero

nunca lo había visto tan feliz con ninguna de

sus hijas. Las adoraba, sobre todo a tu madre,

pero siempre echó en falta tener un varón.

- Bueno, pues me tuvo a mí. No directamente,

pero me tuvo.

- Como pasa el tiempo, Hugo. Parece que fue ayer

cuando tu madre rompió aguas ahí mismo,

sobre la alfombra. Tu padre se puso pálido y

tenía la mandíbula desencajada. Comenzó a

pegar saltitos con los puños cerrados y a gritar:

¡Voy a ser padre! Que parto más malo tuvo tu

madre, creo que es el motivo de que seas hijo

único. Al día siguiente fuimos a verte al

hospital. El cielo amenazaba lluvia, pero aún así

fuimos caminando. De camino me torcí un

tobillo con aquellos malditos adoquines que

había en el camino de la iglesia antes de que lo

asfaltasen, medio barrio anda cojo por aquellos


estúpidos pedruscos. En fin, cuando llegamos al

hospital, me había hinchado bastante y tu

abuelo insistió para que me lo viese, pero yo no

quise. Me moría de ganas de ver a mi nieto, el

primer varón de la familia. Y la verdad que me

dolía, bueno, hasta que te miré por primera vez,

dormido en aquella cuna tan fea que tenían

antes los hospitales. ¡Que bonito eras, Hugo,

que bebé tan lindo! Cuando te miré me eché a

llorar. Me habías convertido en abuela. Y del

llanto pasé, bueno, pasamos a la risa. Tu

abuelo, que Dios lo tenga en su gloria, comenzó

a pegar saltitos con los puños cerrados y a

gritar, en voz baja, para no despertarte: ¡Voy a

ser abuelo!

- Era un cachondo.

- Acabamos riéndonos a carcajadas, menos tu

padre, claro, él sólo sonreía, aguantaba el

chaparrón como podía. Entonces tú despertaste


y te echaste a llorar. ¡Que llanto! Fue uno de los

días más felices de mi vida.

- Te quiero, abuela.

Hugo había escuchado aquella historia docenas de

veces. Le encantaba la intensa emoción posada en

los ojos de su abuela cada vez que la contaba.

Cada tarde, cada visita, Filomena le regalaba una

historia, la mayoría repetidas. Siempre cuando

caía la tarde, entre penumbras, abrazando sus

todavía suaves manos, regalando el calor y color

de un pedazo de vida, un aroma, un sonido lejano

en el tiempo, en ocasiones la sinrazón del rocío

posándose en el verdor de los campos.

Un ritual que nació de una costumbre.

Cuanta belleza reside en los recuerdos que el alma

susurra y que tan sólo unos pocos logran

escuchar.

Hugo era un cristal por el que transcurrían las

emociones de su abuela; transparente y sensible a


los cambios de humor de aquel sin sentido,

castigo de penitentes que nadie planea ni merece.

Las visitas de Hugo eran casi diarias. Sus padres

acudían cada día, cada tarde. Sara preparaba el

café y Carlos hablaba con su suegra.

Un día a la semana, normalmente los domingos

tras la misa y antes de comer, escaso margen de

tiempo, recibía la insulsa visita de su hija Josefa,

la primogénita, y su marido, Gonzalo.

Su otra hija, Teresa, iba a verla un a vez al mes,

la primera semana, al igual que Manuel, el

butanero oficial del barrio.

Teresa acudía sola y siempre por la mañana. Su

marido, camionero de profesión, llegaba tarde a

casa, tras una dura jornada de trabajo aderezada

con la visita a algún club de alterne.

Día tras día, Teresa lo esperaba, paciente y

obediente, siempre en brazos del anís.

Teresa visitaba a su madre a instancias de su

marido, temeroso de que alguien le robase su


parte del pastel. Lo tenía todo calculado.

Pretendía que su suegra muriese pronto, a lo

sumo dos años. En ese triste momento repartirían

la herencia. Tres meses para vender las tierras y

un día para cambiar de camión, el viejo Pegaso se

caía a pedazos.

Por supuesto, se tomaría una semana de

vacaciones en algún templo sexual al que

profesase devoción. Bolsillo lleno y bragueta

abierta, esencia de su catecismo.

En cuanto a su mujer, ella no pondría objeción.

Tantos años de moratones la hicieron sumisa. Le

llenaría la despensa de botellas de anís para tener

un detalle.

Teresa se había ofrecido una vez, con la voz

encogida por la desgana, a hacerse cargo de su

madre tras la muerte de José.

Filomena, quizá por miedo a Damián, alergia al

anís, o conocedora del verdadero color de las


palabras casi inaudibles de la mediana de sus

hijas, dijo que no.

Aquella negativa provocó una extraña teoría en

Teresa.

Su razonamiento se basaba en que la soledad de

Filomena era auto- impuesta, por lo tanto, no la

visitaría. Si Filomena quería compañía, que fuese

a vivir a su casa, era un enorme piso de cuatro

habitaciones y había anís de sobra para las dos.

Aquella tesis se tambaleó con las caricias de

Damián, que impuso una visita mensual a

Filomena sin desvelar ni un ápice de su plan de

inversiones.

Hugo conocía aquella tesis y había llegado a la

conclusión de que era una especie de placebo que

anestesiaba la conciencia de su tía.

Se equivocaba. Teresa carecía de conciencia.

- ¿Que tal está Noelia?


- Bien, vino a verme la semana pasada. Está

estresada. Exámenes. Además, no se lo digas a

nadie, pero tiene novio. Me lo contó con todo el

secreto. Es un compañero de clase.

- Me alegro. Ya tiene dieciocho años.

- Aún es joven. Yo ya le dije que tuviese cuidado.

- Tranquila, abuela. Noelia es muy madura para

su edad. Además tiene carácter.

- Sí, ha madurado demasiado pronto mi pobre

nieta. No ha tenido una vida demasiado fácil.

Creo que va a ser muy exigente con ese chico,

de eso estoy segura.

Hugo recordó una charla con su prima el pasado

verano. Rememoró las palizas, las vejaciones y

humillaciones constantes, todavía más dolorosas,

sin derecho a cicatrizar, condicionando los

cimientos de la personalidad y ahogando las

primeras risas de la infancia en el pozo del miedo.


Narró con una ironía cargada de resentimiento las

borracheras de su madre y las relaciones extra-

conyugales paternas.

Habló desde el corazón, sumida en la pena pero

sin refugiarse en la autocompasión, intentando

mostrarse dura sin éxito.

Aquel ejercicio de sinceridad y confianza ayudó a

Noelia y la unió más a su primo. Ahora era su

confidente, el único junto a su abuela.

Hugo sabía algunas historias, pero desconocía las

más escabrosas, aquellas que rasgarían el alma

con sólo nombrarlas, aquellas que la conciencia

olvidó por infames, encerrándolas con llave en el

rincón más recóndito de la infancia, tierna e

inocente infancia.

Aquella tarde de Agosto sintió rabia, asco y odio

por sus tíos. No podía comprender como dos

personas podían llegar a ser tan mezquinas.

Después de todo, Teresa era hija de dos personas

maravillosas que la educaron con cariño,


inculcándole valores como la humildad, la justicia

o la honestidad, al igual que al resto de sus hijas.

¿Cómo era posible entonces esa diversidad de

caracteres, que tal cantidad de virtudes se

hubiesen perdido en el limbo, que la podredumbre

resquebrajase la integridad de una conciencia?

Quizá la respuesta se encuentre donde termina la

responsabilidad de la genética y comienza la

esencia del alma.

Hugo llegó a la sabia conclusión de que sus

abuelos no eran en absoluto responsables.

Se imaginó a si mismo casado ante la disyuntiva

de la paternidad y sintió tristeza.

- Sí. Creo que tienes razón, mejor que lo sea.

- Mis hijas tuvieron mala suerte. Bueno, excepto

tu madre. Que razón tenía tu abuelo. No los

podía ni ver, ni a Damián ni a Gonzalo.

- No me extraña.
- Mis hijas antes no eran así. Nunca fueron como

Sara, tu madre es la única que parece hija

nuestra, pero antes no eran así. Esos dos las

cambiaron a peor.

- ¿Por qué siempre ocurre de esa manera? ¿Por

qué no cambiaron ellos a mejor?

- Hugo, puede más la maldad. Si metes una

manzana podrida en un frutero, se pudren

todas. Siempre ha sido así. La gente mala no

cambia, empeora. Tienen el alma podrida y

pudren al resto.

- Es triste. Realmente triste.

- A mí lo que más me duele es que ni se acuerden

de su madre. Tu tía Teresa viene una vez al mes

y eso que no trabaja. Tu tía Josefa viene una

vez por semana un cuarto de hora como mucho

y tampoco trabaja. Podrían venir más a menudo.

Eso sí es triste. No fuimos malos padres. Tu

abuelo trabajaba doce horas para que no les

faltase de nada. Jamás pasaron hambre y,


créeme, en ésta tierra hubo hambre tras la

guerra. Me queda el consuelo de tu madre, al

menos ella es agradecida.

- Sí, de bien nacido es ser agradecido.

- Eso siempre lo decía tu abuelo.

- ¿Sabes? A veces tengo miedo de tener hijos. Tus

tres hijas demuestran que los hijos son una

lotería. Crías a tres hijos exactamente igual y

salen completamente distintos. Da mucho que

pensar.

- La educación influye, Hugo, pero no lo es todo.

Fíjate en Noelia, es un ángel. ¿Sale a sus

padres?

- No, a sus abuelos. Los genes saltaron una

generación, gracias a Dios.

- Sí, es posible, desde luego al padre no se parece

en nada.

- Y a la madre tampoco.
- Lo sé. Aunque tus tías sean así, no puedo dejar

de quererlas, Hugo. Los hijos son parte de uno,

algún día lo comprenderás.

Los ojos de Filomena comenzaron a llenarse de

lágrimas. Lloró en silencio, en la oscuridad, como

tantas tardes.

La noche era una realidad en aquel salón y la

magia dio paso al dolor más amargo, la ingratitud

de los hijos.

Hugo no distinguió el cambio en el rostro de su

abuela hasta que ésta borró sus lágrimas con la

palma de su mano.

- Abuela. Por favor, no llores.

Hugo se levantó del sofá y regaló un cálido abrazo

a su abuela. Intentó dominar el cúmulo de

sensaciones que le ardían en el pecho y lo

consiguió.
- Qué vida más triste, Hugo. Mi vida ya no vale la

pena.

- No digas tonterías, abuela. Claro que vale la

pena. No te puedes imaginar lo que me encanta

venir a verte. Me encanta que hablemos, que me

cuentes las historias de cuando tú y el abuelo

erais novios. No creas que vengo a verte por

compasión. Vengo porque eres una de las

personas a las que más quiero y disfruto

viniendo. Y mis padres igual. Y Noelia. Fíjate en

todos los que te queremos, no en los necios que

apenas lo demuestran.

- Tienes razón, Hugo. Hablar es fácil. Sé que esta

pena me la llevaré a la tumba, eso es lo que más

me duele. Bueno, ya se ha hecho de noche,

nieto.

- ¿Enciendo la luz?

- Sí, enciende. Voy a calentar un poco de leche.

- ¿Quieres que me quede un rato más?


- No, Hugo. Estoy bien.

La luz nació molesta en el salón, que perdió su

encanto de repente.

- Bueno. Entonces me marcho. Dame un abrazo.

- Todos los del mundo, nieto. No le digas a tu

madre que me viste así. No quiero que se

preocupe.

- Descuida, abuela.

Filomena calentó leche, tras encender la pequeña

televisión que le regaló Noelia cuando cumplió

ochenta años.

Tras la austera cena, se acostó y se tapó hasta el

cuello tras besar la foto en blanco y negro de José

con treinta y dos años y un elegante traje gris.

Agarró su crucifijo con su mano derecha y rezó.

Le pidió a Dios por el alma de su difunto esposo,

por sus nietos, por su yerno Carlos y por sus tres


hijas a partes iguales, después de todo, el amor de

madre no entiende de merecimientos.

Tras media hora de plegarias, estiró su brazo

sobre el lado izquierdo de la cama y así entró en el

imprevisible mundo de los sueños, abrazada a la

estela del alma del que fue su vida.

“José bajó de su vieja bicicleta, sudando a mares.

El sol del verano no tenía piedad con sus delgadas

y largas piernas, exhaustas.

Filomena, con una larga trenza del color del

azabache, esperaba paciente con sus ilusionadas

manos entrelazadas.

Llevaban seis meses viéndose los domingos.

Todavía no se habían jurado amor eterno, ni

siquiera se habían rozado. Trataban de causarse

buena impresión mutuamente, jugando a

disfrazarse de las personas que siempre habían

querido ser, impresionándose hasta lograr

enamorarse. Más tarde, cuando aflorasen los


defectos, los complejos, los miedos más infantiles,

ya sería tarde, ya no habría vuelta atrás.

Existen, incluso, fantasmas que son sólo nuestros,

martillo intermitente de nuestra conciencia, que

acabamos tragándonos una y otra vez cada vez

que asoman a nuestras gargantas.

Habitan junto a nuestras fantasías más lascivas,

nuestros secretos inconfesables y nuestros

pecados más necios.

La sinceridad absoluta es una quimera

vergonzosa, presa del miedo.

Pasearon uno al lado del otro. José frenaba el

paso cada veinte metros para no dejar atrás a

Filomena. Llegaron a la plaza del pueblo, pequeña

y rodeada de castaños a ambos lados. Una tienda

de ultramarinos, al fondo, y un palomar en el

medio, viejo y descuidado, lleno de excrementos.

Bajo los árboles, bancos de piedra con las patas

pintadas de verdín.
Se sentaron en uno de aquellos bancos, tras

apoyar la bicicleta en un árbol.

Más allá de los árboles, en dirección a la iglesia,

alguna silueta se dejó intuir tras las ventanas.

Ambos lo sabían y estaban hartos de sentirse

observados, pero su amor era todavía muy niño

para jugar al escondite.

Filomena era la primera vez que se citaba con un

hombre. Su madre era comprensiva, pero no

quería ser el objeto de miradas y murmuraciones

en aquel pequeño pueblo. Así se lo hizo saber a su

hija cuando descubrió la ilusión posada en sus

ojos.

En cuanto a su padre, todo funcionaba

correctamente si había vino en la taberna.

- Llevamos más de seis meses viéndonos y apenas

sabemos nada el uno del otro.

- Sí, es cierto. Todavía no me has hablado de tu

familia.
- Tienes razón. Vivo con mi madre. Cuido de ella.

Antes de la guerra éramos cuatro. Mi padre y mi

abuela ya no están. Vivimos en Lavadores. A

Lavadores le llamaban la pequeña Rusia antes

de la guerra. Le llamaban así por la cantidad de

sindicalistas y republicanos que vivían

pacíficamente. Hasta que se sublevó Franco. A

los dos días de la sublevación se había

convocado en Vigo una huelga general a favor de

la República. Las calles estaban llenas de gente.

Un teniente leyó el estado de guerra y alguien

gritó: ¡Traición! ¡Viva la República! Era amigo de

mi padre, Diego. Le clavaron una bayoneta y allí

quedó el pobre. La gente comenzó a rodear a los

soldados. Estos, acosados, comenzaron a

disparar. La gente corrió en todas direcciones.

La sangre bajaba por las calles. Mi padre

consiguió huir.
José se detuvo y suspiró. A medida que recordaba

su tono de voz se llenaba de rabia y tristeza.

Filomena deseó cogerle la mano, pero recordó que

la observaban.

- Esa misma noche, se levantaron barricadas. La

primera en Choróns, la segunda en el Calvario y

la tercera en Seixo. Mi padre estaba en la de

Seixo, ya armado. Tenía una escopeta de caza

de mi difunto abuelo. Había pocas armas y muy

antiguas. Los soldados tenían más y mejores

armas. Aquello fue una masacre. La mayoría

murieron, otros se escondieron en bodegas, bajo

las casas, donde podían. A la mayoría los

mataron allí mismo. Algunos fueron presos. Los

que más suerte tuvieron se echaron al monte.

Mi padre fue uno de ellos, un fuxido, así los

llamaron. Intentó sobrevivir hasta que

terminase la guerra, con la esperanza de que

venciesen los republicanos. Trató de pasar a la


zona de la República por Asturias, con algunos

compañeros de hambre. Recibían órdenes del

gobierno de la República por radio, pero los

nacionales oían la misma emisora. En un

camino estrecho murieron acribillados a

balazos. La noticia nos llegó por carta dos años

más tarde de un amigo que hizo mi padre en

una cueva, un fuxido como él. Nos contó la

crueldad de los soldados tras la emboscada. Ni

siquiera enterraron a mi padre y a los demás. Se

los dejaron a los lobos. ¡Me cago en los

fascistas!

José apretó los puños contra las piernas y tuvo

que contener las lágrimas.

- José, déjalo, no debí nombrarte a tu familia.

- Tranquila, estoy bien. Tarde o temprano tenía

que hablarte de mi padre. Yo tenía catorce años

y tuve que leer la carta, mi madre y mi abuela


no conocieron la escuela por dentro. La carta

venía de Venezuela. Después de todo, hubo

gente que consiguió escapar. Durante todo ese

tiempo rezábamos todos los días para que

terminase la guerra, para que mi padre hubiese

conseguido escapar y volviese pronto a casa. Yo

había querido acompañarlo en las barricadas,

pasar hambre a su lado en el monte, incluso

morir junto a él; pero él no me dejó, me hizo

prometer que cuidaría de mi madre y de mi

abuela. Así lo hice. Con doce años pasé a ser el

cabeza de familia. Tuve que dejar los estudios y

comencé a trabajar como un esclavo. Hasta hoy.

Mi abuela murió un año después de mi padre.

Creo que de pena. Pasó ese año llorando y

maldiciendo a la guerra. Nos prohibió rezar en

casa. Culpaba a Dios.

- Pobre mujer, tiene que ser durísimo perder a un

hijo.
- Mi padre fue un gran hombre, un ideólogo,

republicano y comunista, un buen marido y

mejor padre. Y lo mataron. No es justo.

- Lo sé. Aquí también desapareció gente. Nosotros

tuvimos suerte. Mi familia no entiende de

política.

- Mejor así.

- Hay quien dice que esto no durará siempre. Que

algún día alguien llegará hasta él y todo volverá

a ser como antes.

- Se equivocan. Ha terminado con sus enemigos y

si alguien piensa en voz alta, desaparece. Hay

mucho miedo. Morirá de viejo. Bueno, son más

de las ocho. Tengo que marcharme.

José respiró profundamente, como si su alma

hubiese perdido peso. Se despidieron con una

tímida sonrisa, citándose en siete días.

José subió a su vieja bicicleta y comenzó a

pedalear con la desgana de la despedida.


Noelia estudiaba en su cuarto. Las matemáticas se

le atragantaban. Por su mente navegaban

ecuaciones irresolubles cuando una voz familiar

quebró su concentración.

No fue necesario agudizar el oído para ser testigo

de una discusión que subía de tono.

Aquella historia se repetía cada noche y siempre

finalizaba de la misma forma. Un portazo.

Noelia supo que ya no podría seguir estudiando.

En esta ocasión el desencuentro había sido breve,

lo que le hizo suponer que su padre vendría

cansado. Cerró la carpeta y se tumbó sobre la

cama.

Cierto día de su infancia, con el cuerpo dolorido y

los ojos tristes, creó una especie de mundo

imaginario, un lugar secreto donde se escondía

soñando despierta. Desde ese día, cada vez que

una discusión derivaba en maltrato, o

simplemente cuando escuchaba la espesa tos de


su padre en el rellano de la escalera de vuelta a

casa, se sumergía en ese mundo imaginario y

cerraba con llave. Nadie sabía de la existencia de

ese pequeño paraíso secreto. En ocasiones

pensaba que de no haberlo creado, se habría

vuelto completamente loca.

Cerró los ojos y respiró profundamente. Comenzó

a adentrarse en el bello jardín de flores, exóticas e

inoloras. Mil mariposas revoloteaban, traviesas,

mostrándole el camino hacia el estanque. El croar

de las ranas se mezcló con el sonido del agua. El

aire se tiñó de hierba fresca.

Noelia suspiró…

- Hola, hijo.

- Hola, papá, ¿qué tal?

- Bien. Traes mala cara, ¿qué te ocurre?

- Vengo de casa de los abuelos. La abuela está

bastante triste, últimamente no para de llorar.

- La soledad es difícil de llevar.


- Sí, además, en fin, mejor lo dejamos.

- Hoy también se ha acordado de tus tíos, ¿no?

- Es que no tienen vergüenza. Tienen a su madre

sola y parece que les da igual.

- Baja la voz, que está tu madre haciendo la cena.

- Es que me hierve la sangre. Los detesto papá,

aborrezco a esos cuatro mal nacidos, no tienen

otro nombre.

- Yo también los detesto, hijo, pero trato de

quitarle importancia, precisamente por tu

abuela.

- Sí, pero la abuela no es tonta. Sabe de sobra las

hijas que tiene. ¿Tú crees que es decente ir a

verla una vez a primeros de mes? Parece que va

a cobrar una factura, es de coña.

- Sí, menos mal que nos tiene a nosotros. Aunque

eso no sirva de consuelo.

- Y a la prima.

- Ciertamente no parece hija de sus padres.


- Un fallo maravilloso de la genética. Yo creo que

se parece al abuelo.

- A mi me da mucha pena. Ha tenido que pasar

una infancia muy difícil.

Hugo sintió ganas de compartir con su padre

todas aquellas historias teñidas de moratones,

pero tragó saliva. Después de todo, no tenía

derecho a contarlas, sería traicionar la confianza

de su prima.

- Cuidado. Viene mamá.

- Lo que yo te diga, hijo, el fútbol está podrido.

Son todos unos mercenarios.

Sara entró al salón con el delantal puesto,

precedida del sonido de sus viejas zapatillas.

- Vaya, una de esas charlas profundas entre

hombres. Fútbol, supongo.


- Hola, mamá. ¿Qué tal va todo?

- Bien, cariño. Como siempre. ¿Estuviste con la

abuela?

- Sí, vengo de allí. Quedaba calentando leche.

- Estaba bastante animada, ¿verdad?

- Sí, nos estuvimos riendo juntos.

- Así me gusta. Entre todos tenemos que

animarla, lo de tu abuelo ha sido un golpe muy

duro.

- Lo ha sido para todos, pero lo lleva bastante

bien.

- Bueno, señores, la cena está servida.

- Vamos, hijo, que mi estomago habla sólo.

Hugo adoraba a sus padres, sobre todo a su

madre. Sara poseía a partes iguales bondad e

inocencia. Se preocupaba por todos y creía

ciegamente en la bondad de la gente.

Cada decepción le dolía especialmente por

inesperada, cada desplante por inmerecido. Tenía


aversión por dos cosas. Las palabras malsonantes

y el tabaco. Su marido jamás había fumado y dejó

de decir tacos justo antes de conquistarla.

Hugo llevaba fumando a escondidas desde que

tenía quince años, siempre con un paquete de

chicles en el bolsillo.

No lo ocultaba por miedo a la reacción materna,

después de todo, su madre lo tenía bastante

consentido, ventajas de ser hijo único.

Se escondía conocedor del disgusto que le daría a

su madre y nunca encontraba el momento de

confesarlo. Quizá nunca lo hiciese.

Sara heredó de su padre la nobleza y humildad,

sus orejas pequeñas y sus verdes ojos como el mar

enfadado.

De su madre, cierto halo de pesimismo con el que

teñía las vicisitudes de la vida y el recelo y timidez

excesiva con la gente extraña.

Carlos era objeto de la más profunda admiración

de su hijo. Serio y excesivamente racional, causa


de continuos desencuentros entre ambos, se

describía a si mismo como el amigo con más canas

de su hijo. Estaba en lo cierto. Se esmeró desde el

primer biberón en ser buen padre, aún teniendo

que improvisar en infinidad de ocasiones y

equivocándose en muchas otras.

Ser buen padre se había convertido en el fin de su

existencia, antes incluso de afeitarse por primera

vez.

Carlos sufrió la ausencia paterna desde el

segundo día de gestación y esto le creó un enorme

vacío y la paternidad responsable era la mejor

medicina.

Hasta que vio a su hijo por primera vez, sentía el

miedo absurdo de echar a correr, como había

hecho su padre.

Pavor a la genética, pensaba.

Cuando aquella enfermera corpulenta puso sobre

sus brazos a su hijo, éste dejó de llorar. Observó

aquellas manos diminutas que no paraban de


moverse, asustadas en un mundo nuevo, lleno de

ruidos y ajeno al calor del vientre materno. Los

ojos de Sara y sus enromes pestañas. Se enamoró

y se sintió más vivo que nunca. Lo estaba.

Carlos no tuvo una infancia fácil. Su madre llegó

sola a la ciudad con una maleta y una bella

esperanza pintada en su vientre.

Conoció de cerca el frío del invierno y merendó

con el hambre en más de una ocasión. Tuvo que

soportar las burlas de sus compañeros de clase

debido a la ausencia paterna y a la pobreza de sus

ropas.

El día que Carlos cumplió quince años su madre

cayó enferma.

Carlos dejó los estudios, pasando a ser el único

sustento familiar. Comenzó a trabajar en un taller

de coches, como aprendiz del ayudante del

mecánico, cobrando más de propinas que de

sueldo. Aquella miseria le daba para comprar las


caras medicinas para su madre que sufría unos

dolores espantosos. Y para comer.

Una mañana de lluvia su madre no despertó. Fue

la primera vez que Carlos lloró. Se había quedado

completamente solo.

Un martes cualquiera conoció a Don Prudencio, el

que sería su próximo jefe, su mejor amigo y el

padrino de su hijo.

Tanta carestía sufrida no lo convirtió en vulgar ni

lo llenó de resentimiento hacia la vida que tan mal

lo había tratado.

Aprendió a valorar hasta la última miga de pan y

disfrutaba cada plato de comida por austero que

fuese.

Era un hombre casero. Su mujer tenía que sacarlo

del salón con calzador. Disfrutaba de su familia y

le encantaba hablar con su hijo por las noches.

Hablaban sobre temas trascendentales durante

horas.
CAPITULO II

LOS INDIFERENTES

APESADUMBRADOS.
Filomena despertó a media mañana. El tardío

canto de un gallo interrumpió un sueño

angustioso. Permaneció en cama, arropada hasta

el cuello, tras coger la foto de José y meterla bajo

las sábanas, sobre su pecho.

Su día dependía en gran parte de aquellos

momentos, de los pensamientos que acudían a su

mente. Recordó la charla con su nieto del día

anterior. Hablaron de Noelia, de su nuevo secreto

de amor.

Hablaron también de sus hijas. Rememoró su

llanto, silencioso y amargo, y se entristeció.

Intentó recordar algo que la animase y no lo

consiguió. Culpó a su memoria, después de todo,

se evaporaba entre sus cabellos de plata.

Recordaba los detalles más minúsculos, olores e

incluso sensaciones de cuando era niña, sin

embargo, no recordaba si había apagado la cocina.

El reloj de pared le contó al oído que eran las

once.
Se hizo la sorda, después de todo, una de las

ventajas de la soledad era que no tenía que

preocuparse de la hora.

Tiempo era lo único que le sobraba.

Fuera, los campos escondían el rocío de la

mañana bajo su manto, llenándose de vida. Lucía

un sol de justicia en aquel barrio lleno de casas

viejas pintadas de humildad.

Gonzalo había dormido mal aquella noche debido a

una gripe. Josefa preparó el desayuno, como cada

mañana, con su habitual desgana. Acompañó a su

marido, que engulló el Donet y el café con leche en

un suspiro, en sepulcral silencio.

Josefa tenía la extraña facultad de preparar todo

un desayuno completamente dormida.

En ocasiones apenas abría los ojos. Si algún día

su marido hacía un comentario, ella se encogía de

hombros. Este gesto era el único que le permitía

su ínfimo estado de consciencia, una especie de


acto reflejo neutro, ya que ni negaba ni asentía,

una respuesta eléctrica que no requería desgaste

neuronal.

Cinco minutos más tarde, se arrastraba hacia la

puerta tras su marido y, tras un beso inerte en los

labios, se volvía a la cama. Allí permanecía hasta

las doce, siempre hasta las doce.

Gonzalo abrió su taller tarde, como de costumbre.

Sus empleados esperaban en la puerta, sólo él

tenía la llave. No se fiaba de nadie. Era un jefe

insoportable. Déspota, malencarado y prepotente.

Los empleados lo soportaban por obligación el

tiempo justo de encontrar otro empleo.

Su taller se especializaba en cambios de aceite,

neumáticos, pastillas de freno, alineado de

dirección y poco más.

Los conocimientos de mecánica de Gonzalo eran

realmente escasos y delegaba su propio trabajo en

sus subordinados. Él repartía broncas y explotaba

a sus empleados.
Gonzalo tenía una administrativa diez años más

joven que él.

Llevaba dos años en la empresa y veintitrés meses

accediendo a las proposiciones sexuales de su jefe.

Siempre tras el trabajo, siempre en la oficina,

sobre la mesa, al lado del fax, que en ocasiones

aliñaba sus fingidos orgasmos.

La eficiente administrativa se involucró en aquella

relación con la esperanza de que Gonzalo dejase a

la cacatúa de su mujer. Empezó a recibir falsas

promesas desde el primer arrebato sexual y tardó

poco en perder la fe.

Mantenía aquella relación con rumbo a ninguna

parte para conservar su empleo y sacar la mejor

tajada posible.

Gonzalo repasó uno a uno a todos sus empleados

con su mirada soberbia.

No saludó, ya que podrían entenderlo como una

muestra de flaqueza. Entró en su oficina y se

sentó. Media hora más tarde, los inconfundibles


tacones dieron paso a la sobredosis de perfume

barato, que se propagó por el taller como el olor a

gasolina.

- Buenos días, Ana.

- Hola, Gonzalo. He estado pensando, en realidad,

no he conseguido pegar ojo en toda la noche.

Tenemos que hablar.

- ¿Qué ocurre?

- Ahora no. Esta noche hablamos.

- Joder, Ana. No empecemos otra vez.

- ¿No empecemos? Lo que tengo que hacer es

terminar de una vez contigo. No sé que

pretendes, ni a donde me lleva esta relación, por

llamarlo de alguna manera, contigo – mintió.

- Te lo he dicho, ten paciencia.

- Ya, claro, paciencia. ¡Estoy hasta el moño de

tener paciencia! Se me ha agotado, ¿te enteras?

- Baja la voz. Recuerda donde estamos.

- Ah, es cierto. Perdone usted, jefe.


- Ana, no me des la mañana. Tengo la gripe, me

la has pegado.

- Sí, es que todas las tardes lo hacemos encima

de esta mesa. En dos años, solamente dos veces

en una cama.

- Te prometo que esta situación va a cambiar.

Confía en mí.

- Llevo más de un año escuchando las mismas

promesas. ¡Que bien hablas, Gonzalo, y que

poco pesan tus palabras!

- Dame tiempo. Dentro de nada se muere mi

suegra, vendemos las tierras y dejo a mi mujer.

Compréndelo, si la dejo antes no veo ni un duro.

Seríamos tontos si nos precipitamos. Después te

lo recompensaré. Te lo prometo.

- ¿Y si vive cien años?

- Que va, ni de broma. Está muy mayor. Como

mucho le queda un año. Es más, sinceramente,

no creo que coma el turrón.

- Joder, a este paso voy a tener que rematarla yo.


- No sería mala idea. Mira, el mes que viene me

saco un viaje de la manga y nos vamos de fin de

semana por ahí, te lo prometo. Tú y yo, los dos

solitos.

- ¡Chantajista! En fin, tienes suerte de que estoy

loca por ti. Por cierto, ¿dónde me vas a llevar?

- No sé, no lo he pensado.

- Yo acabo de hacerlo. Quiero conocer París.

Gonzalo puso una mueca de asombro y su cartera de

cuero se encogió, quejumbrosa, dentro de su pantalón

azul marino.

En tres segundos hizo números mentales de cuanto le

costaría aquella rabieta, pero no era posible negarse.

- París. Un poco lejos para dos días, ¿no crees?

- Lo que creo es que me lo debes, eso es lo que

creo.

- Tienes razón. Pues nos vamos a París el mes

que viene. Te lo prometo.


- Por cierto, se me está acabando el perfume. Así

que ya sabes.

Gonzalo sonrió, tras abrir su billetera. Otra

pequeña batalla ganada. En esta ocasión casi

suda.

Perdía facultades. El peaje económico había

resultado excesivo. Dio media vuelta y estrujó la

nalga derecha de Ana, que conectaba el ordenador.

Abrió la puerta despacio, mientras transformaba

su cara rosada y amable, ligeramente lujuriosa; en

la pálida y cruel tez del negrero, uno de sus

personajes favoritos.

Ana permaneció en la oficina. Tras contar y

guardar su aguinaldo, se sentó y abrió una revista

del corazón.

Otra ventaja de aquella relación es que no tenía

que fingir que trabajaba. Ana tenía un plan

maquiavélicamente trazado. Cada dos meses,

exprimía a su jefe mediante una pataleta. Tras la


muerte de su suegra, ante la segura negativa de

este a abandonar a su mujer, realizaría la mejor

interpretación de su vida. Conseguiría una paga

extra mensual y un buen apartamento.

Josefa, como cada día, se levantó a las doce. Se

puso una bata de raso con una gran letra china

bordada sobre el bolsillo derecho y unas zapatillas

a juego.

Se sentó en el tresillo italiano de cuero y encendió

el televisor. Tras un minuto de espera, el café

silbó en la cocina. Josefa abrió los ojos, pegados

por las legañas.

Se encontraba al borde de la consciencia, pero se

resistía a cruzar el umbral. Finalmente lo logró,

seducida por el ruido de sus tripas.

La joven doncella irrumpió, perfectamente

uniformada, en el enorme salón.

- Buenos días. Su café, señora.

- ¿Has ido a la tintorería?


- Sí, le he dejado los vestidos en el cuarto de

invitados, como usted ordenó.

- Vale, puedes retirarte.

La joven doncella volvió sobre sus pasos, en

silencio.

Josefa bebió el café en tres sorbos, sintiéndose

importante. Después de todo, tenía una doncella,

como sus amigas, el club de las nuevas ricas,

carentes de educación, casadas por interés y

aburridas de sus vidas vacías.

En el caso de Josefa, también era extremadamente

racista.

Se creía una especie de O.N.G. para aquella pobre

morenita que un buen día escapó de un poblado

de algún remoto país centroafricano, donde

todavía estaría comiendo raíces y bailando

alrededor de una hoguera.

Debido a su infinita bondad, aquella chica tenía

un buen trabajo y los papales en regla.


¿Qué sería de aquella pobre morenita sin aquel

maravilloso trabajo de ocho horas?

Sería carne en un club de alterne.

El lado más grotesco de todos aquellos

pensamientos es que Josefa se los creía.

Cuando alguna amistad tenía la insolencia de

criticar sus ademanes de esclavista, se indignaba,

alegando que aquella raza tenía en los genes la

facultad de servir, ya que durante siglos lo

hicieron. Desconocía que la costumbre es ajena a

la genética.

Concluía su alegato de la misma manera,

vanagloriándose por no atizarle cincuenta

latigazos cada vez que amanecía nublado, después

de todo, ella había “apadrinado” una doncella del

tercer mundo.

Sus amigos entendían su racismo como una

excentricidad, palabra que en ocasiones define

una necedad, comentario vulgar o incluso un


sonoro pedo, siempre que el autor sea de cierto

estrato social.

Josefa se dirigió a sus aposentos, donde se duchó,

vistió y maquilló.

Su maquillaje era una obra incomparable de

restauración. Varias capas superpuestas con

exactitud milimétrica, digna del pulso de un

neurocirujano.

Últimamente su espejo le recordaba con

demasiada frecuencia que su segunda juventud

estaba más cerca de la primera que del presente y

por su mente pululaba la idea de acudir a una de

esas clínicas de la capital a sacarse unos veranos.

Todavía no se lo había comentado a Gonzalo y no

encontraba el momento de hacerlo.

Salió de su piso sin decir adiós y se dirigió a la

cafetería donde le aguardaban sus dos amigas.

- Hola, Fefa.

- Hola, Gloria.
- María no viene. No se encontraba bien, ha

cogido la gripe.

- Vaya, pobre. Por cierto, últimamente está

insoportable.

- Es realmente insoportable. Además, se da unos

aires… Parece de la aristocracia.

- Es una vulgar. Me ha contado mi marido, ni que

decir tiene que te lo comento porque no dudo de

tu discreción, que están pasando apuros

económicos. La empresa del marido…

- El chulo ese.

- Sí, el hortera, pues eso, que la empresa está al

borde de la suspensión de pagos. Ya nos

reiremos cuando no pueda invitar ni a un triste

café.

- No creo. María aparentará. Antes muerta que

sencilla. Te lo digo yo, que sé muy bien lo

orgullosa que es.

- ¿Te fijaste en el modelito que traía ayer?

- Bochornoso. Yo pasé vergüenza ajena.


- Pues la historia no acaba ahí. Creo que van a

despedir a la chacha. Dicen que la pillaron

robando.

- Eso no se lo creen ni ellos. Si la despiden, será

por recortar gastos. Si no, ya veremos si

contratan a otra.

- Definitivamente, están en la ruina.

- Una cura de humildad le vendrá bien para que

se le bajen los humos.

- Vaya día hace, ¿no crees?

- Sí, desagradable. Este viento me da jaqueca.

- A mi también.

Las reuniones de las tres amigas tenían por

finalidad la crítica ajena. Cuando las tres

coincidían, criticaban a alguna famosa de la

aristocracia o le arrancaban la piel a jirones a

alguna folklórica, modelo o pseudo-periodista.

Sus inquietudes literarias se saciaban con las

revistas del corazón.


Generalmente criticaban desde el desconocimiento

a personas a las que no habían visto en su vida

basándose en banalidades como el físico o unos

simples zapatos.

La ignorancia es atrevida.

Cuando una de las tres faltaba a la cita a causa

de la enésima gripe, jaqueca o querencia a las

sábanas, era el objeto de la burla más cruel.

Las tres se sabían criticadas en igual forma y

medida y, pese a todo, se autodenominaban

amigas.

Incluso sentían algo parecido al afecto, ya que se

sabían almas gemelas.

Extraño concepto de la amistad.

Josefa llegó a su casa a las dos de la tarde con

una sonrisa en la boca que agrietaba las tres

últimas capas de maquillaje en la comisura de los

labios.

Un día de estos su espejo le prohibiría reírse.


Su vida estaba tan vacía que sus únicos momentos

de felicidad eran causados por la desgracia ajena.

Era un sentimiento de doble sentido, ya que la

alegría en casa del vecino le producía una gran

desazón interior.

Aquellos momentos efímeros de felicidad daban

paso al aburrimiento más espantoso, puntual,

preludio de una terrible jaqueca.

Se levantó y se dirigió a la cocina, donde tomó una

aspirina.

En su dieta alimenticia, se incluían la más

variopinta variedad de fármacos, desde pastillas

para dormir, adelgazar y defecar, hasta los

antidepresivos más potentes.

También poseía una valiosa colección de hierbas

medicinales con diversos fines curativos, que

exhibía sobre la campana en tarros de cristal.

Se sintió mejor antes incluso de que el

medicamento pudiese hacer efecto. Se sentó ante

el televisor y esperó la llegada de su marido.


Teresa hacía zapping en el sofá, tumbada. Su

cabeza parecía una olla a presión. Aquel era su

dolor favorito. Resaca de anís.

En aquellos momentos, día tras día, se imaginaba

lejos de allí, rescatada por un amor de telenovela,

que la colmaría de cariño y joyas a partes iguales.

Ella lo dejaría todo, incluso a su hija, para no

regresar jamás.

Al cabo de un rato, se convencía otra vez de que

aquello jamás sucedería y recurría a la

autocompasión, la disculpa perfecta para tomar

un trago.

La imagen de su príncipe azul, el cual había

llegado a visualizar perfectamente en su

inagotable imaginación, se diluía en el fondo del

vaso.

Aquella mañana se sentía especialmente

asqueada. En media hora tendría que levantarse


de aquel ataúd con cojines para preparar la

comida para su hija y para ella.

Pensó en su hermana Josefa y en su joven y dócil

doncella. La envidia le alteró el pulso y mordió su

grueso labio inferior, queriendo canalizar su rabia

en un gesto. No lo consiguió.

Teresa odiaba a todos sus seres queridos y se

creía con motivos para ello.

A su padre, que tan solo era un recuerdo, lo había

odiado por oponerse a su boda, conocedor del

terrible carácter y los vicios nocturnos de Damián.

Finalmente se había dado por vencido, accediendo

al enlace.

Teresa creía que conseguiría endulzar a Damián,

transformándolo en el hombre que ella deseaba

que fuese. Jamás lo consiguió.

En la actualidad odiaba a su difunto padre,

paradójicamente, por haber permitido aquella

boda, ya que fue el comienzo de su particular

infierno.
A su madre la odiaba por no haberle dado estudios

y por quererla menos que a sus hermanas, un

resentimiento que envenenó su infancia.

A su hija, por no parecerse a ella, por querer

demasiado a sus abuelos y por ser un escollo, más

bien una disculpa, que le impedía cambiar de

vida.

El odio a Dolores era simplemente envidia mal

digerida.

A su hermana pequeña, Sara, la odiaba

especialmente. Por haberle robado los mimos de

su padre. Tan fuerte era su odio, que llegó a

desear su muerte cuando enfermó de sarampión a

los seis años.

La detestaba también por haber conocido a un

buen hombre, que la había hecho feliz.

A su marido lo odiaba por cada desprecio, cada

paliza, por ignorarla y acostarse junto a ella

oliendo a sexo ajeno. Por haberla convertido en un


desecho humano, anulando su personalidad y

arrastrándola al pozo sin fondo de la bebida.

En ocasiones, por pegarle despacio, por no

matarla de una paliza. Así terminaría todo.

Meses atrás, en uno de los pocos días que

consiguió permanecer sobria, ya que se había

quedado sin anís, tuvo una ocurrencia brillante.

Ya que todos se habían confabulado para hacerla

infeliz y lo habían conseguido, transformándola en

una pobre y desvalida víctima que se refugiaba en

el sopor de la ebriedad para olvidar todo el daño

que le habían hecho, se suicidaría.

Sería el final perfecto. Todos se darían cuenta de

lo infames que habían sido, incluso su difunto

padre se retorcería en la tumba.

Dejaría una nota manuscrita culpándolos, uno a

uno, convirtiéndose en una pesada losa que

resquebrajase la conciencia más dura.

Sólo había un problema. Tendría que morirse. Este

ligero contratiempo trastocó su plan y lo convirtió


en uno de sus muchos viajes al mundo de la

fantasía.

Damián había parado en un bar de carretera. Su

camión se detenía a menudo en aquel local de

decoración austera, baños barnizados de orina

rancia y comida indigesta.

El motivo de su devoción por aquel antro tenía

diecisiete años. La voluptuosa camarera poseía

dos redondos y erguidos pechos que tenían la

facultad de hipnotizarle.

Damián se relamía mientras removía un plato de

arroz con chocos con un nerviosismo creciente

como el pequeño pliegue de su entrepierna.

Se imaginaba poseyendo aquel cuerpo prieto,

apenas manoseado, infinitamente más puro que

cualquiera de sus concubinas habituales del club

de alterne.

La camarera conocía las miradas lascivas y la

mueca grotesca, incluso el ardor de sus


minúsculas orejas. No sentía ninguna clase de

atracción por aquel individuo casposo que podía

ser el hermano mayor de su padre. Sin embargo,

aquella situación la halagaba, tanto que, en

ocasiones, se agachaba más de la cuenta para

enseñarle el nacimiento de sus pechos, sabiéndose

provocadora.

Tras dos cafés y un whisky con hielo pidió la

cuenta con un guiño que quiso ser seductor y se

quedó a medio camino.

Aquellos pechos se acercaban despacio, ajenos al

tiempo y al espacio, casi podía olerlos, sentir la

suavidad de su piel, saborear su textura.

Sus pantalones volvieron a emerger de la nada,

transformándose en una pequeña tienda de

campaña.

La imaginó sentada sobre sus rodillas, quitándose

aquella camiseta ajustada con dos palabras en

inglés, suplicándole que le diese de una vez lo que

llevaba meses buscando, regalándole su inocencia.


Tras aquel intenso encuentro sexual de su

obsesiva imaginación, abandonó el local con los

calzoncillos mojados y las orejas al borde de la

combustión espontánea.

Subió a su viejo camión y miró su reloj.

Faltaba una eternidad para las ocho.

Repasó mentalmente sus “conquistas”. Por un

momento se mostró dubitativo, entre el cautivador

y misterioso lejano oriente o la siempre salvaje

sabana africana.

Aquella duda le hizo soltar una risa nasal y

lujuriosa.

Sara preparaba café en la cocina mientras

Filomena sonreía fingidamente a Carlos,

conocedora de que aquella sonrisa no engañaría ni

a su sombra.

- Hoy tiene usted un mal día, suegra. Sabe que a

mi no me engaña
- Lo sé. Llevo tiempo cansada, no sé que me pasa.

- Bobadas. ¿Qué le preocupa esta vez?

Filomena estiró la cabeza y señaló hacia la cocina,

donde Sara esperaba paciente a que silbase la

vieja cafetera de hierro.

- Ella es la única que merece mi amor. No

imaginas lo triste que es eso, Carlos.

Carlos intuía aquella respuesta. No era la primera

vez ni sería la última, después de todo, él, junto a

su hijo, eran los únicos pañuelos sobre los que

lloraba Filomena.

Con una sonrisa que trató de transmitir calma,

abrazó sus manos, frías y viejas y por un momento

recordó a su madre.

- Se lo digo siempre, suegra. Tiene que pensar

que todos la queremos. Lo que sucede es que


algunos lo demostramos más que otros. Eso es

todo.

- Carlos, tú tampoco me engañas. No quieres

darme la razón pero sabes que la tengo. ¿Cómo

pretendes convencerme de algo en lo que ni

siquiera crees? Eres buen hombre, de los

mejores que he conocido y es un verdadero

orgullo tenerte por yerno y sé que tu actitud te

honra, pero déjalo ya. Hay días en que apenas

me importa, que me los paso pensando en tu

suegro, esperándolo; pero otros días me siento

fatal, por haber criado a dos desgraciadas que

no merecen que las llore como lo hago.

- Yo estoy seguro de que en el fondo la quieren y

cuando usted falte la llorarán, lo que ocurre es

que no salen a usted. No saben demostrar los

sentimientos.

- Lágrimas de cocodrilo. El día que tu suegro me

llame se frotarán las manos pensando en la

herencia. Además, ¿a quién salen? Te aseguro


que las tres crecieron en el mismo vientre y son

del único hombre al que conocí.

- No lo sé, suegra. Ojalá lo supiese. Eso lo

explicaría todo.

- Cariño, échame una mano – pidió Sara, ajena a

la conversación.

- Carlos, ahora cambiemos de tema, que tu mujer

sí sale a su madre.

Carlos rió ante la sentencia de su suegra. Se

levantó y se dirigió a la cocina.

- ¿De que te ríes?

- Nada, tu madre, que está hecha una chavala.

Carlos cogió el azúcar y le vieja cafetera de hierro,

que incluso vacía y recién lavada mantenía el

aroma a café. Sara llevó tres pocillos, tres

cucharillas y tres servilletas, como cada tarde.


- ¿De qué hablaban, mamá?

- De política, hija. Las mismas tonterías de

siempre. Son todos iguales. Ni rojos ni verdes,

ni Pepe ni Juan. Llegan, roban y se van. Y

después llega el cambio, o sea, roban otros

distintos del mismo botín. Yo no pienso ir a

votar nunca más.

- Tiene razón, mamá, pero algo tendremos que

hacer. Si nadie votase, ¿qué ocurriría?

- Pues que se darían cuenta de que estamos

hartos, realmente hartos de que se rían de

nosotros. ¿Sabes una cosa? Tu padre no

entendía ni quería entender de política, al pobre

no le quedaron ganas. Una tarde de verano, los

veranos antes duraban hasta que quería Franco,

dijo: “Filomena, te prometo que en Navidad nos

vamos los cinco a París a comer las uvas desde

la Torre Infiel. Y después dormimos en el hotel

más caro. Y nada de trenes. Los cinco en avión,

vamos y venimos volando como los pájaros”. Yo


le respondí que se había vuelto loco, que no

teníamos para llegar a fin de mes, que de donde

íbamos a sacar el dinero. “Lo sé – gritó tu

padre, pero fue una promesa política y ese tipo

de promesas hay que respetarlas aunque se

sepa de antemano que no se van a cumplir

antes de formularlas. Eso es política. ¡Me cago

en los políticos!”. Aquella fue la única vez que

hablamos de política, hija. Jamás votamos. No

elegimos ni al caudillo ni a los que vinieron

detrás. Tu padre creía que el poder corrompe a

la gente, y en cierto modo, tenía razón.

- Bueno, suegra, como usted quiera. Si no quiere

votar, no vote. Está usted en su derecho.

- Solo votaría si te presentases tú para alcalde,

Carlos. Entonces… ¡Votaría a los otros!

Filomena comenzó a reír a carcajadas y a aplaudir

su ocurrencia. Por un instante pareció una mujer

muy feliz. La risa fue contagiosa.


- En serio, Carlos. Solamente te votaría a ti. Si te

presentas a alcalde, tienes mi voto.

- Gracias, suegra. Pero usted sabe que jamás me

meteré en política.

- ¡Pues no voto!

Una hora más tarde la casa quedó desierta.

Filomena permaneció sentada en aquel viejo sillón

que crujía y se combaba debido al excesivo peso

de su alma.

El sopor de la sobremesa venció una tarde más a

la cafeína y su cabeza se inclinó hacia atrás,

dejándose llevar por el sueño.

En ocasiones, sus siestas eran minúsculas, diez

minutos de vacío, sin tiempo de comenzar un

sueño.

La mayoría de las veces la despertaba el dedo

índice de Hugo pegado en el timbre o el frío de sus

piernas.
Estas siestas duraban horas.

Filomena intentaba educar a su mente para que

sus sueños fuesen monotemáticos y a menudo lo

conseguía. Justo en el instante que separa el

mundo real del imprevisible mundo de los sueños,

bajo ese umbral invisible, evocó la figura de José,

queriendo entrar con aquella imagen en un sueño

placentero. Lo consiguió.

Caminaba despacio por aquel pequeño pueblo que

la vio nacer un caluroso día de Junio.

A su lado, con las manos entrelazadas tras su

sudada espalda, su prometido.

Se detuvieron bajo un frondoso árbol que cobijaba

bajo su sombra un puñado de margaritas.

- Siempre me acabas trayendo al mismo árbol.

- Sí, lo sé. Éste es mi árbol. Cuando era niña y mi

padre llegaba a casa gritando con dos copas de

más, subía aquí, me sentaba y me olvidaba de


todo. Siempre le acababa contando al árbol lo

que me sucedía. Cosas de niñas, supongo. Pero

la verdad es que me ayudaba venir aquí. No sé,

imagino que le cogí cariño a este árbol. Nadie

sube hasta aquí, estas tierras no las trabaja

nadie y este árbol no da fruta. Siempre disfruté

de la paz que me faltaba en casa. Por eso quise

traerte aquí y por eso quise que mi primer beso

de amor fuese bajo sus ramas. Así mi árbol lo

bendeciría. Te parecerá una tontería.

- Me parece que soy muy afortunado por tenerte.

Nunca me habías hablado de tu infancia.

- No hay demasiado que contar. Mi padre es un

gran hombre, pero la bebida lo pierde. Parece

otra persona. Mala persona.

- Casi llevamos tres años viniendo y la verdad es

un alivio no sentirse observado.

- El mes que viene hace tres años.

- Por cierto, este árbol ya no es tan sólo tuyo,

ahora es nuestro árbol.


- De acuerdo, lo compartiré contigo.

- Quizá te parezca un atentado contra la

nostalgia o un sacrilegio contra este árbol que

tantos secretos nuestros ha escuchado y que te

ha visto crecer, pero voy a hacer algo y me

gustaría contar con tu aprobación.

- ¿De qué se trata?

José sacó una pequeña navaja con la empuñadura

negra y un ancla plateada sobre la base y la abrió.

El filo medía poco más de cinco centímetros.

- Quiero escribir nuestros nombres en su tronco.

Así nos recordará siempre.

- Me parece una gran idea y creo que a él también

le gustaría.

- Bueno, solo espero que no le duela.

José grabó su nombre y el de Filomena y los unió

con un corazón ligeramente descompensado hacia


el lado derecho. Clavó una fecha y cerró su

pequeña navaja.

- Este árbol nos pertenecerá siempre. Quiero que

me prometas algo.

- Lo que quieras.

- Por muy lejos que nos marchemos cuando

estemos casados, quiero que alguna vez

volvamos a besarnos bajo nuestro árbol.

Promételo.

- Te lo prometo, Filomena

- ¡Fíjate, sus ramas!

No soplaba la menor brizna de brisa aquella cálida

tarde de Junio, sin embargo el árbol agitó sus

ramas.

Ambos quisieron creer que fue de felicidad. José y

Filomena miraron a ambos lados, temiendo alguna

mirada inquisitiva. No la encontraron y sus manos


se entrelazaron dando paso a la inercia de sus

labios.

Las ramas dejaron de agitarse, avergonzadas. José cogió

su bicicleta y comenzó a bajar por aquel camino

polvoriento junto a Filomena.

- Bueno, mañana es lunes. Malditos lunes. Otra

vez la odisea de no sentir tus besos, de nuevo

seis días sin ti. Nunca pensé que seis días

durasen tanto, parecen eternos, un castigo, me

atrevo a decir.

- Sí, y el domingo pasa rápido.

- ¿Rápido? Corre más que esta vieja bicicleta,

medio domingo paso pedaleando y el otro medio

besándote. Benditas las pedaladas que nos

acercan. Que ganas tengo de verte vestida de

blanco.

- Ya no falta nada. Dos meses y medio y me

tendrás para siempre, ¿te has parado a pensar

en esas dos palabras?


- Sí, y creo que existe un parasiempre en algún

lugar, no aquí, es evidente que estamos de paso,

somos como un reloj de arena, nos consumimos

despacio, pero finalmente el tiempo termina por

enterrarnos, pero, no sé, quizá exista un lugar

en el que tus besos nazcan cada día en mis

labios y ya nunca mueran. Es bonito pensar así,

¿no crees?

- Sí, yo pienso que estamos obligados a creerlo, lo

que sentimos no puede perecer con nosotros,

tiene que ir más allá.

A cien metros se encontraba la primera casa del

pueblo.

José se detuvo, como cada domingo. De nuevo

otearon el horizonte y se besaron, en esta ocasión

más furtivamente, casi sin llegar a rozarse.

Un poso de tristeza comenzaba a dibujar los ojos

de Filomena, en ocasiones parecían oscurecer.


Amaba los domingos porque traían consigo a José.

Aunque el día amaneciese inhóspito y la lluvia

pareciese no cesar, siempre lucía el sol para ella.

Tras la inevitable despedida, Filomena regresaba a

su árbol y se sentaba bajo sus ramas, apoyándose

en el tronco. Su larga trenza parecía otra rama,

que por perezosa no floreció.

Rezaba.

Por aquel primer amor, por los sentimientos de

José, deseosa de que fuesen la mitad de profundos

que los que su corazón sufría. Rogaba a Dios,

pidiendo el don de la eternidad, la inmensa alegría

de sentirse amada día tras día. Jamás le contó a

José que volvía a subir aquel camino polvoriento.

Tan solo el árbol conocía su secreto. En aquellos

momentos hablaba en voz alta, suponía que a Dios

le sería más fácil escuchar sus plegarias. En

ocasiones brotaba su llanto y se encogía sobre sí

misma, abrazándose.
El canto de los primeros grillos secaba sus

lágrimas y regresaba a su casa con el paso

apurado.

- Bueno, recordaré estos dos besos hasta el

domingo.

- Yo también lo haré, te lo prometo.

- Lo sé, Filomena. Si algo tengo claro en esta vida

es la pureza de tus sentimientos, tan claro como

que algún día moriré.

- No nombres a la muerte. Y menos ahora que te

queda tanto camino en bicicleta.

- Piensa que es una moto sin motor, así te

parecerá que llego antes a casa.

- Pueden más las ganas que tengo de verte que el

miedo que me causan tus viajes, si no te

prohibiría venir cada domingo.

- Bueno, ahora anima esa cara. Ya sabes, una

sonrisa y ¡Arriba el campo!


Filomena sonrió obediente y sin ganas. Despidió

con la mano a aquel hombretón que le había

robado el alma.

Tras perderlo de vista, giró sobre sus pasos. Un

sonido interrumpió, insolente, la subida.

El sonido se repitió, cercano.

Filomena despertó, sobresaltada.

- Ya voy.

Se levantó del sillón, cuyo respaldo se estiró,

quejumbroso.

Abrió la puerta, tras pegar el ojo a la mirilla, aún

a sabiendas de que a aquella hora la única visita

posible era la de su compañero de penumbras.

- Hola, nieto.

- Hola, abuela. ¿Estabas durmiendo? Tienes cara

de sueño.

- No, que va, estaba viendo la tele.


- ¿La tele? Pero si está apagada.

- ¡Ay, tienes razón! Entonces estaría durmiendo.

Hugo soltó una carcajada.

- Bueno, ¿cómo te encuentras hoy?

- Bien, Hugo. Ahora bien.

- ¿Tenías un mal día?

- Un poco. Ya sabes, uno de esos días en los que

no dejo de pensar en lo distintas que son mis

hijas. A veces, incluso me culpo. Cada vez

abundan más esos días, será que me hago vieja.

Pero ahora estoy bien, me siento nueva.

- ¿Vinieron mis padres?

- Sí, pero no es por eso. No me malinterpretes. Me

encanta que vengan, pero cuando tengo un mal

día, el único que puede cambiarlo de color es tu

abuelo. Acabo de tener un sueño precioso.

- Vaya, siento haberte despertado.


- No, tranquilo. Has tenido una puntería

envidiable. Me explico. Soñé que éramos todavía

novios y venía a verme, nos besábamos, besos

pequeños, no como los besos que os dais los

jóvenes de ahora. En mis tiempos sería un

escándalo y si se hiciese en público, motivo de

reprimenda. Pues cuando tu abuelo se

marchaba hasta el domingo siguiente y yo

comenzaba a sentirme triste, sonó el timbre. Por

un momento sonó dentro del sueño. Fue

extraño.

- Vaya, menos mal que no llegué cinco minutos

antes.

- Si me llegas a despertar en el momento del beso,

te castigaba sin merienda- bromeó Filomena.

- ¿Os veíais todos los domingos?

- Todos. Desde que me sacó a bailar en las fiestas

de mi pueblo. ¡Qué bien bailaba tu abuelo! Los

pasodobles se le quedaban pequeños. Yo

siempre fui una torpe. Me dejaba llevar y


siempre terminaba pisándolo. El sonreía y me

guiñaba un ojo. Recuerdo que aquel día no me

soltó y antes de marcharse, me citó para el

domingo siguiente en aquella misma plaza. Yo,

por supuesto, rechacé cortésmente la invitación.

Le dije que no lo conocía y que no era una

cualquiera, humilde pero honrada y virtuosa. El

me respondió que cada domingo volvería a

aquella plaza. El resto de su vida si fuese

necesario. Me dijo que si el destino cruzó

nuestros caminos, lo menos que podíamos hacer

era conocernos. Aquellas palabras me alteraron

y me conmovieron. Observé sus ojos y decía la

verdad. Su mirada era tan noble que si algún

día me mintiese, lo sabría.

- Y acudiste a la cita, claro.

- Por supuesto. Estuve toda la semana contando

los días, gastando el espejo de mi dormitorio de

tanto mirarme, probándome los dos vestidos que

tenía para los domingos. Dudé hasta el último


momento cual llevar y decidí repetir, ya que le

había gustado tanto, ¿para qué cambiar? Él no

sabía que ya me había conquistado para el resto

de su vida.

- Y de ahí al primer beso, una eternidad,

supongo.

- Estuvimos hablándonos y conociéndonos unos

meses, catorce, concretamente. Después se me

declaró. Me preguntó por algún sitio tranquilo,

lejos de las miradas de las criticonas, en mi

pueblo abundaban. Tenían ojos hasta en las

farolas y cuando no veían algo, lo inventaban.

Tu abuelo, las llamaba bubelas.

- ¿Bubelas?

- Sí, son unos pájaros con mala prensa.

Filomena comenzó a reír con sorna.

- ¿Las despistasteis?
- Sí. Llevé a tu abuelo por un sendero de tierra en

las afueras del pueblo. Cada vez que lo pienso

me echo a temblar. Si mis padres se enteran

aquel día de que me alejé del pueblo con él a

solas, ahora sería Sor Filomena, te lo aseguro.

- Bueno, y se te declaró.

- Sí, eso. Lo llevé por el sendero que terminaba en

una pequeña cima donde había un campo de

margaritas en medio de la espesura de la

hierba. En medio, un árbol, el más bello que he

visto en mi vida. Bajo aquel árbol se arrodilló y

me dijo que era un esclavo de mi voluntad, que

mi sonrisa era su anhelo y mi felicidad su

obligación, que me amaría para siempre, que

sus sentimientos eran profundos como el

océano. Entonces se levantó y sonrió, nervioso.

Yo tomé sus manos y las apreté con las mías.

Después no sé que ocurrió. Solo te puedo decir

que el tiempo se detuvo, los pájaros se callaron

y mis labios comenzaron a vivir.


- ¡Qué bonito!

- Sí, lo fue. Nuestra historia fue preciosa, la más

bella de todas.

- ¿Sabes? A veces me gustaría vivir en vuestra

época. Ahora no existen ese tipo de amores, ya

no se conquista. Es todo muy superficial, menos

puro.

- Tienes toda la razón, ahora se confunden la

libertad con el libertinaje. Ya lo decía tu abuelo.

- Les crecen antes las tetas que los dientes.

- Tú no te preocupes, Hugo. Seguro que cuando

menos te lo esperes conoces a una chica

maravillosa que te sabe querer como mereces.

Eres muy buena persona y los buenos siempre

acaban teniendo suerte. Fíjate en tu madre. Fue

la única de mis tres hijas que tuvo suerte.

Mírame a mí, fui la mujer más afortunada. Dios

es justo, a veces no comprendemos sus

decisiones, pero es justo.


Hugo no quiso contradecir a su abuela. Filomena

tenía unas creencias religiosas muy arraigadas y

una fe inquebrantable. Su nieto fue perdiendo la

fe a medida que crecía. Creía en Dios, pero de una

manera muy particular. Llevaba desde el funeral

de su abuelo sin asistir a misa, ya que tildaba a la

Iglesia de hipócrita.

No comprendía que una institución que predicaba

una serie de valores no los practicase en muchos

casos.

Cualquier comentario sobre su manera de pensar

no serviría para nada, únicamente disgustaría a

su abuela, rica en penas.

Las sombras comenzaron a nacer, como cada

tarde, de la persiana más vieja del barrio.

Filomena suspiró.

Noelia estaba feliz aquella tarde. Su examen de

matemáticas había sido un éxito sin precedentes.


La alegría se desvaneció en el rellano de la

escalera, tras girar la llave.

Teresa rozaba el límite en el que las palabras se

convierten en un conjunto de signos y balbuceos

inteligibles, el mínimo esfuerzo por coordinar un

movimiento es un zigzagueo grotesco y los objetos

se acercan y alejan a su antojo, burlándose y

mezclándose en una misma estancia que gira y

gira, como una noria a cámara lenta. Se

encontraba sentada en aquel sillón, girando

despacio su cabeza en el sentido de las agujas del

reloj, su boca entreabierta, sus gruesos labios

unidos por un hilo de saliva seca, su mirada

perdida, ausente. Una pierna estirada sobre el

sofá y la otra sobre la mesita de centro de cristal.

Adornaban la estampa familiar, un vaso vacío

sobre el sofá y una botella sobre la alfombra,

tumbada y vacía.

Noelia permaneció de pie dos segundos,

soportando la imagen materna.


Volvió sobre sus pasos y cerró la puerta, fijando la

vista en el interruptor del ascensor, un viejo botón

de plástico quemado con un mechero años atrás,

que se iluminó de una tenue luz amarilla.

Intentaba calmarse, olvidar aquella imagen que

había visto segundos antes, fingir hasta

convencerse de que no le importaba, pero no se

creyó su mentira; quizá adentrarse en ese mundo

lleno de paz, pero no encontró la llave. Rompió a

llorar en un estallido histérico. Deseó romper,

golpear algo, dar media vuelta, volver a abrir la

puerta y golpear a su madre, sacarle la borrachera

a puñetazos, insultarla y decirle de una vez lo que

llevaba tragando toda su vida.

Por un momento, permaneció en el ascensor, ya

parado, sin saber que hacer. Finalmente salió a la

calle, que comenzó a secar sus lágrimas con el frío

del atardecer. Miró al cielo, buscando las pocas

estrellas que el humo no había escondido y sintió

paz.
Todavía quedaba un poso púrpura en el horizonte

y fijó su vista lejos, deseosa de huir, de escapar de

aquella vida que había consumido su sonrisa,

llenándole la expresión de vinagre y el alma de

cicatrices.

Un ruidoso autobús estropeó sin permiso aquel

breve momento autocompasivo. Sus ojos se

inundaron del bullicio del gentío. Por un momento

observó aquellas caras, indiferentes, pensativas,

con sus vidas, distintas y distantes, y por un

momento sintió envidia de todos y cada uno de

ellos. Un anciano caminaba de espaldas calle

abajo y se detuvo en un semáforo. Con su dedo

índice pulsó el interruptor, pausado. Hacía años

que no esperaba nada- pensó Noelia.

Cuando comenzó a alejarse, la imagen de su

abuelo José, el único al que conoció con vida,

irrumpió en su memoria. Recordó aquellos ojos

verdes, llenos de sabiduría y sorna, aquellas

manos enormes y ásperas, trabajadas y llenas de


minúsculas cicatrices; fuente inagotable de

caricias.

Lo añoró como jamás lo había hecho antes. Deseó

sentarse sobre sus rodillas y escuchar uno de

aquellos cuentos que nunca terminaban. Comenzó

a caminar, cabizbaja, al único lugar en el que se

sentía en casa.

Damián aparcó su viejo camión en la parte trasera

del club de alterne. No sabía a ciencia cierta el

motivo por el cual escondía su camión del paso de

los coches, después de todo, su afición a este tipo

de centros terapéuticos era del dominio público.

Su esposa, su hija, compañeros y amistades,

incluso el bedel de la empresa, lo sabían, en la

mayoría de los casos, de primera mano.

Quizá el motivo de jugar al escondite no era otro

que sentirse trasgresor, romper una norma social,

disfrutar de su infidelidad una y otra vez, ser

aquel niño travieso que jamás maduró.


Con su porte chulesco entró en el local, adoptando

el papel de seductor. Se dirigió a la barra y se

sentó, cruzando su pierna. Comenzó a repasar

visualmente todos aquellos cuerpos prietos y

cansados.

- Hola, Damián. ¿Una cerveza?

- Sí. Una estrella. ¿Cómo va eso?

- Bien. Por cierto, la semana que viene llegan

chicas nuevas.

- ¿Morenas?

- No, del Este. Rumanas, creo. Y vaya pibas. Hay

una que es impresionante, pero esa se la

quedará el jefe por un tiempo, lo habitual, ya

sabes.

Algunas incluso son menores.

- ¿Qué día vienen?

- Creo que el martes. Pero, Damián, de esto ni

palabra.

- Joder, Andrés. Hay confianza, tío.


- Vaya, estabas seco.

- Sí, mucho trabajo. Anda, ponme otra.

- Ahora mismo.

- Tómate tú una. Invito yo

- Gracias, pero sabes que no bebo.

- Es cierto. No me acordaba.

Una chica, seductora y ojerosa, se acercó flotando

sobre unos enormes tacones de aguja. Podría ser

la compañera de clase de su hija. Se pegó a él y

rozó sus genitales con su pierna desnuda, sin

disimulo alguno. Abrazó su cuello con una mano y

la otra la deslizó furtiva, hasta detenerse sobre su

pezón izquierdo, apretándolo con la fuerza exacta

para que casi doliese.

Su piel, excesivamente morena para el clima

gallego, sus gruesos labios y su dulce acento

teñido de ron, delataron su procedencia.

- ¿Subimos al cielo, mi amor?


- Te advierto que soy muy exigente.

- No te preocupes. Te haré gozar como nunca, te

lo juro.

Damián sonrió, creyéndose irresistible. Por un

momento había olvidado que pagaba. Subieron de

la mano al piso de arriba y caminaron por un

pasillo largo y tenue pintado de rojo y repleto de

cuartuchos pequeños que emitían jadeos

entrecortados, insultos variopintos y orgasmos

fingidos.

Finalizando aquel túnel del amor, la chica abrió la

puerta. Entraron a un cuarto con un cuadro

impresionista y una cama impresionante. Media

hora más tarde, Damián abandonó el local, oliendo

a perfume barato y a sexo rancio.

Subió a su camión con el bolsillo huérfano y

encendió el último cigarrillo de su cajetilla. La tiró

por la ventana y arrancó.


El timbre interrumpió una historia que nació de

un recuerdo borroso. Hugo se levantó, extrañado,

ante la inesperada visita.

- Hola, prima. Tienes mala cara, ¿qué ha pasado?

- Problemas en casa. Después te cuento. Ahora

disimula que no quiero disgustar a la abuela.

- No te preocupes

- ¿Quién es, Hugo?

- ¡Tu nieta favorita!

Filomena se levantó despacio, siguiendo el ritmo

cansino de sus oxidadas vértebras, exhibiendo la

mejor de sus sonrisas.

- Noelia. ¿Cómo vienes tan tarde?

- Cualquier momento es bueno para ver a mi

abuela.

- Sí, pero es de noche. ¿Quién te ha traído?


- La madre de una amiga. Estábamos estudiando

en su casa.

- Bueno, la acompañas dentro de un rato,

¿verdad, Hugo?

- Claro, abuela. No te preocupes. Voy con ella

hasta la puerta de casa.

- Pues que maravilla. Hacía tiempo que no

coincidíamos los tres.

- Sí, es verdad. Últimamente vengo poco a verte,

pero son los malditos exámenes. Cuando no

estoy en clase, estoy estudiando.

- Lo primero son las clases, Noelia. Tienes que

prepararte. En los tiempos que vivimos la mujer

tiene que trabajar. Como cambia el cuento.

Cuando yo era joven solo estudiaban los

hombres, y no todos. A las mujeres nos

educaban para criar hijos y cuidar maridos.

Cuantas cosas se nos negaban antes. Ahora

todo es distinto.

- Sí, gracias a Dios.


- No te creas, Hugo. Recuerdo que un día mi

madre descubrió a mi primo, que en paz

descanse, jugando conmigo y mis dos muñecas,

las únicas que había en la vieja casa. ¡Que

rabieta cogió! Al pobre Eulequio no le quedaron

ganas de coger una muñeca. Al final se hizo

militar y lo mataron en la guerra. Pobre, era tan

guapo. Todas las chicas del pueblo se lo rifaban.

El nunca se fijó en ninguna. Nunca me lo dijo,

pero yo creo que le gustaban los hombres,

aunque en esos tiempos no se podía pregonar

como ahora.

- ¿Por qué me dices que no me crea? ¿Qué

ventajas había antes, abuela?

- Solo una. Que las madres y las abuelas

criábamos a los hijos y a los nietos. Ahora,

entre televisión, guarderías y sirvientas, las

madres no conocen a sus hijos. Con esa ventaja

me llega. No cambiaría mi época por ésta.


- No siempre ocurre así, abuela. Mis padres se

preocupan por mí y hablamos todos los días.

Hugo miró a su prima y deseó haberse quedado

mudo diez segundos antes. Un halo de tristeza se

posó en los ojos de Noelia. Sintió cierta envidia

sana por su primo y por un instante acudió a su

mente la imagen de su madre, completamente

ebria, como un espectro escapado de un mal

sueño.

Permaneció callada, intentando sonreír sin éxito,

deseando asentir y unirse en halagos a sus

propios padres. La pena de sus ojos era más

convincente que su fingida sonrisa.

Filomena olió la tristeza que flotaba en el aire.

- Por cierto, mañana es un día especial para

vuestra abuela.

- ¿Qué sucede mañana?- preguntó Noelia,

curiosa.
- Mañana hace sesenta y un años que vuestro

abuelo pidió mi mano bajo nuestro árbol.

Los ojos de Filomena se llenaron al instante del

recuerdo de aquel día, mágico y lejano.

Tan solo la muerte del ser amado puede teñir

momentos dichosos con el barniz de la tristeza.

- Venga, abuela.

- No te pongas triste, que está aquí Noelia.

- ¿Sabéis lo que me gustaría? Volver a mi pueblo,

pasar por delante de aquella plaza donde

vuestro abuelo me sacó a bailar por primera vez,

subir por aquel sendero y sentarme bajo nuestro

árbol, solo un ratito, no me gustaría morirme

sin despedirme de ese árbol, sin regresar a

aquellos tiempos. Quizá os parezca una

tontería.

- Pues ya está. Mañana te recojo por la tarde y

nos vamos a tu pueblo. ¿Te apuntas, prima?


- Sí, contad conmigo. Por un día que no estudie,

no pasa nada, así se me oxigena el cerebro.

- Bueno, pues te recogemos después de comer y

en veinte minutos estás en tu pueblo.

- ¿Veinte minutos? Antes se tardaba una hora en

llegar y ahora veinte minutos. Pero me prometes

que vamos despacio.

- Te lo prometo, abuela.

Filomena notó una alegría infantil que crecía en

su interior. Se puso nerviosa y pensó en la ropa

que se pondría para volver a su pueblo. Recordó

aquellos dos vestidos de su juventud y se vio a si

misma delante de aquel espejo enorme que había

en su cuarto. Su cuerpo se había multiplicado por

dos, últimamente había ganado peso. Bajó sus

manos con disimulo y se tocó la barriga, que se

encogió tímidamente.

Decidió no cenar aquella noche.


Hacía más de treinta años que no visitaba los

verdes prados de su infancia, por fin llenaría las

lagunas de su frágil memoria, engañándolas con el

presente.

- Bueno, nietos. ¿Hago algo de cena?

- No, abuela. Nos vamos, ¿no, prima?

- Sí, que es tarde.

- Bueno, abrazar a vuestros padres de mi parte.

- Noelia, por cierto, te encuentro decaída, las

penas compartidas con tu abuela son menos

penas.

- Que va, no me pasa nada, abuela. Son los

exámenes. Para la semana ya los termino.

- ¿Va todo bien con ese amigo?

- Sí, todo va perfecto. No te preocupes.

- De acuerdo. Te creo, nieta- mintió Filomena.

- Ven a cerrar la puerta, abuela.

- Sí, Hugo. Voy ahora mismo, cuando mi cuerpo

me obedezca.
Filomena abrazó a sus dos nietos a la vez, como si

la vida se le escapase con ellos. Los besó con

fuerza mientras reía, bajo el quicio de la puerta.

Pronto los perdió de vista, engullidos por la noche.

Permaneció unos minutos de pie, escuchando los

grillos y mirando las estrellas. La noche había

enfriado con la brisa del norte.

Pensó en Noelia y se preguntó el motivo de su

tristeza. Deseó que fuesen los exámenes. Olvido

que cuando un deseo se sabe incierto, jamás se

cumple.

Giró sobre sí misma y cerró la puerta despacio.

Gonzalo se había entretenido en el taller una

noche más. Josefa había preparado la cena, tras

un relajante baño tibio y rejuvenecer media hora

con sus cremas milagrosas.


Esperaba paciente, con sus piernas cruzadas

sobre el sofá, tragándose un programa carente de

interés.

La llave hurgó la puerta, cansada.

Gonzalo había estado once minutos tratando de

pasar un fax urgente, vitoreado al galope por su

eficiente secretaria y éste sobreesfuerzo lo agotó.

Tragó aire, víctima de la tristeza post-coitum y

saludó a su embadurnada esposa.

- Hola, ¿qué tal va todo?

- Bien, como siempre. Llegas tarde, como

siempre.

- Mucho trabajo. No sé como tengo que decírtelo.

Los clientes son los que mandan y ellos también

trabajan. A última hora es cuando más trabajo

tenemos. Además, cada vez hay más

competencia. Un no significa perder un cliente.

- Pues he tenido que echar la bronca a la chacha.

- ¿Qué ha pasado?
- Quería salir antes de la hora. Dijo que tenía una

cita. ¿Te lo puedes creer? ¡Una cita! Es

increíble.

Gonzalo consiguió tragar un resoplido justo antes

de que se escapase de sus labios. Lo que menos

necesitaba en aquel instante era provocar una

discusión estúpida causada por un tema

intrascendente. Puso una mueca de asombro,

siguiéndole el juego a su mujer, evitando una más

que probable crisis neurótica. Aquellas crisis tan

habituales, más poderosas que los antidepresivos

más potentes, siempre finalizaba de la misma

manera.

Platos, ceniceros o alguna figura rota, Josefa

presa de un extraño llanto carente de lágrimas y

su posterior ingesta de fármacos. Gonzalo, como

no, pasando la noche en el tresillo italiano de

cuero.
- Realmente increíble.

- Pero me oyó. La puse a parir. Le dije que si

quería tener citas, se fuese a trabajar a una

barra americana. Allí tendría citas todos los

días y seguro que ganaba más que en esta casa.

La muy idiota se echó a llorar y se fue a la

cocina.

Gonzalo sintió lástima, pero fue pasajera. Recordó

que meses atrás, aquejado de una gripe, se

abalanzó sobre su joven sirvienta con las manos

abiertas y ésta lo rechazó, amablemente, pero a él,

el gran negrero, nadie osaba llevarle la contraria.

En ésta ocasión no pudo vengarse ni despedirla,

ya que no encontraría una explicación

satisfactoria para su mujer y se arriesgaría a que

la chacha diese su versión de los hechos.

Continuó con su vida como si nada hubiese

ocurrido.
De repente, comenzó a evadirse, a recordar el

reciente momento sobre la mesa de la oficina y

sintió su cara enterrada entre los pechos de su

joven administrativa.

Algo creció bajo sus pantalones azul marino.

Cruzó la pierna, disimulando, antes de que su

pequeña erección pudiese ser visible. Su pequeño

soldado, rosado y obediente, volvió a estar listo

para la batalla.

Por primera vez en meses, Gonzalo deseó a su

esposa. Su pulso se aceleró y sus ojos se llenaron

de lujuria, recorriendo el pijama azul cielo de raso

de Josefa.

Sus ojos se detuvieron en la sutil forma de sus

pezones, vacíos de amor.

Los labios de Josefa se detuvieron de repente, sin

previo aviso, expectantes. Era el momento de

intervenir. Ahora o nunca- pensó.

Le hubiese fascinado abalanzarse allí mismo,

sobre el sofá de piel, pero ella jamás lo permitiría.


Aquel sofá era más valioso que una de sus

estúpidas fantasías eróticas.

- Hace tiempo que no lo hacemos, Josefa.

- Lo sé, pero la cena se va a enfriar.

- Prefiero que se enfríe la cena.

- Bueno, pues pégate una ducha. Te espero en

cama.

Gonzalo se duchó, obediente y sus ganas

decrecieron hasta colarse por el desagüe. Aquel

cuerpo insinuante, envuelto en papel regalo azul

cielo, se transformó de repente en su insoportable

esposa, fría, anorgásmica y llena de arrugas y

pellejos.

Cerró los ojos y evocó la figura de Ana,

semidesnuda. Bajó la mano hacia sus genitales,

intentando excitarse. Lo consiguió a medias y

salió del baño completamente desnudo. Su baja


barriga, le comenzaba bajo el ombligo, se

arqueaba sobre la escasez de su sexo.

Josefa abrió los ojos como platos. Hacía años que

no veía a su marido desnudo. Sus encuentros

sexuales, cada vez más espaciados en el tiempo,

eran ceremoniosos.

Siempre comenzaban en pijama, con la luz

apagada, ella terriblemente quieta, una quietud

propia del coma más profundo, y callada, siempre

callada, insensible.

Él, moviéndose pausadamente, con una mano

agarrada a un pecho, cuidadosa, como pidiendo

permiso, para finalmente emitir unos extraños

ruidos nasales y detenerse de repente.

Sexo mudo.

Josefa estiró su mano, asombrada, buscando el

interruptor de la luz.

- ¡Quieta! Ni se te ocurra apagar la luz.

- ¿Cómo dices?
- Digo que ni se te ocurra apagar la luz. Quiero

que me mires a los ojos.

Josefa abrió la boca y así permaneció, superada

por la inusual situación, sin saber que decir.

Quedó como en trance, paralizada. Gonzalo la

desnudó despacio. Tras medio siglo, Josefa gritó

un orgasmo.

Hugo caminaba entre campos verdes y maizales

frondosos, uno de los pocos lugares ajenos al frío

asfalto. Sus manos escondidas en los bolsillos y

sus labios cerrados, temerosos del dolor de su

prima.

Se escuchaban ladridos procedentes de diferentes

lugares. Cada ladrido era irrepetible y delataba

claramente a su dueño, ya que no existían razas

ni fisonomías definidas. Uno de ellos, con cierto

parecido a un perro labrador, era el primero en

ladrar.
Los demás esperaban atentos, en ocasiones se

intuía un tímido aullido, impaciente.

Aquel perro era el jefe de la manada. Tenía un

pelaje hermoso y cara de bueno. Los pocos que lo

vieron nacer dijeron que se parecía a su madre,

quizá en la mirada.

Tras tres minutos de silencio, de nuevo un ladrido

despertó a los pájaros.

Noelia miró a su primo y lo supo preocupado. Por

un momento deseó ser él, que sus almas se

intercambiasen, recordaba haberlo visto en una

película. Aquello sería genial, ya no tendría que

volver a su casa, no más broncas conyugales, no

más humillaciones ni borracheras de anís, no

tendría que encerrarse en sí misma viajando día

tras día a aquel mundo de fantasía y olores

inventados que tan sólo existía en su fértil

imaginación.
Llegaría a una casa donde sería feliz y recibiría

cariño, un regalo que no añoraba por desconocido

pero que deseaba por necesario.

Por fin un hogar.

- Tienes cara de preocupado.

- ¿Tanto se me nota?

- La verdad es que sí.

- ¿Tengo motivos?

- Hoy, cuando llegué a casa me encontré a mi

madre borracha como una cuba. Creo que no me

reconoció, seguro, creo que ni me vio. Abrió los

ojos como platos pero los tenía vacíos, ausentes.

La había visto bebida muchas veces,

demasiadas, pero jamás la había visto así. Lo de

esta noche ha sido demasiado.

- Lo siento, Noelia. Quizá, no sé, la verdad es que

me quedo sin palabras. Sólo se me ocurre que

no te lo mereces. No merecen tenerte por hija.


- Si supieses lo harta que estoy. Mi vida es una

mierda.

- No digas eso. Tú no tienes la culpa. Tienes que

ser fuerte, imagino que no es fácil, pero debes

olvidar esos momentos por desagradables que

sean, estudiar, eso es, céntrate en los estudios,

olvídate de lo demás, piensa que todo lo malo

que nos rodea jamás nos aporta nada.

- Hablar es fácil, fíjate lo pronto que aprendemos.

- Eso lo decía el abuelo.

- Lo echo de menos tanto que a veces lo veo por

la calle.

- A mí también me ha pasado.

- El otro día en la parada del autobús estaba

sentado un señor mayor. No se parecía al abuelo

en nada, de verdad, eran completamente

distintos. Entonces cruzó las manos y comenzó

a girar los pulgares exactamente igual. Me sentí

fatal. Al final me fui caminando para casa.


- Sé que hablar es facilísimo, Noe, pero créeme, el

abuelo seguro que nos estará mirando y sabes

como le gustaba verte reír.

- Sí, la verdad es que hace tiempo que no me

apetece reír. Mi padre de puta en puta, mi

madre borracha y cada vez que se cruzan,

bronca. ¿Crees que tengo motivos para reír? He

pensado en dejar los estudios.

- ¿Cómo? No digas tonterías. Eres muy inteligente

y muy buena estudiante. Sería una pena

desperdiciar eso. No permitas que te arruinen la

vida.

- Lo sé, pero hay un problema. Estoy llegando al

límite. Realmente no sé cuanto me falta por

llegar y no sé qué ocurrirá cuando lo cruce. Sólo

sé que estoy cerca, muy cerca. Tengo que

marcharme de esa casa cuanto antes y para

poder marcharme necesito un trabajo.


- A mí, sinceramente, me encantaría que te

vinieses a mi casa y estoy seguro que a mis

padres les encantaría.

- Lo sé, Hugo. Pero sabes tan bien como yo que

mi padre no lo consentiría. Ese bastardo tiene

que aparentar, ¿qué dirían las putas? Lo más

gracioso es que a mi madre le da exactamente

igual.

- ¿Y de que piensas trabajar?

- No lo sé. Una tienda de ropa o camarera. Voy a

empezar a buscar. Ahora llega el verano y hay

más trabajo.

- Vivir sola. ¿Y las cosas de casa?

- Si no supiese cocinar, habría muerto de hambre

hace años. Te lo prometo.

- Algún día invitarás a tu primo.

- Siempre que quieras.

- ¿Se lo has contado a tu novio?

- No, la verdad es que estoy dándome largas a mí

misma. Me da vergüenza. Además, llevamos


poco tiempo, todavía no sé que tipo de persona

es y, créeme, pienso elegir bien.

- Lo sé, prima.

- El único que lo sabes eres tú, mi primo favorito.

- Es un honor, Noe. En cuanto al dinero, yo tengo

algunos ahorros y me encantaría…

- No sigas por ahí, no puedo aceptar dinero de

nadie. Eso no me solucionaría nada. Tu dinero

se acabaría. Tengo que conseguir un trabajo.

Ese es el primer paso a seguir. No puedo vivir

de la caridad.

- No confundas caridad con cariño.

- Perdona, Hugo. Pero tengo que valerme por mí

misma. Por cierto, de momento no se lo

comentes a nadie, ni siquiera a tus padres.

Prométemelo.

- ¿De verdad es necesario que te lo prometa?

- No, tienes razón. Perdona, Hugo.


El sonido de los ladridos fue engullido por el

rugido de los motores y las estrellas se llenaron de

humo. El asfalto lo cubría todo. No se percataron

del cambio.

Llegaron al portal en silencio y se despidieron con

un abrazo.

Noelia subió al ascensor, que pareció bajar al

infierno.

La llave, perezosa, abrió la puerta despacio. La

casa estaba en silencio y la luz del rellano de la

escalera, por un momento, llenó de sombras el

salón.

Sobre el sofá, Teresa dormía con la cabeza gacha,

sostenida por sus pechos. Emitía un sonido nasal

intermitente, más parecido a una olla a presión

que a un ronquido.

Noelia permaneció de pie unos segundos, mientras

sus ojos se acostumbraban a la penumbra.

Observó la chaqueta de su padre colgada de la

silla y deseó quemarla. Teresa suspiró, inclinando


más su cabeza, enterrándola entre sus pechos.

Puso una mueca de dolor.

Noelia sintió lástima pensando en el terrible dolor

de cuello que sufriría su madre al día siguiente.

Una parte de sí misma, la que todavía sentía amor

por su madre, aquella parte de su ser que no

estaba irremisiblemente harta, ese pequeño

recoveco de su alma en el que no había entrado

todavía el cáncer del rencor; deseó despertarla,

agarrarla de un brazo suavemente y acostarla en

la habitación de invitados, besar su frente, fría y

ebria, desearle buenas noches y salir de puntillas.

Aquella minúscula parte se deshacía en su

conciencia como una miga de pan en leche

caliente. Pronto sería tan solo un recuerdo

borroso.

Se fue a su habitación y cerró la puerta con llave.

Se tumbó sobre la cama y se descalzó utilizando

los dedos de los pies.


Recordó a su abuela y se entristeció. La había

encontrado mayor y sobre todo cansada. Se sintió

culpable por no ir más a menudo a visitarla.

La conciencia, caprichosa, había saltado una

generación. Se prometió a sí misma ir más a

menudo, al menos tres o cuatro veces por semana.

Sus pies le dijeron al oído que tenían frío y se

puso el pijama. Se arropó y rezó en silencio. Pidió

por su abuela, sobre todo por ella. Rogó a Dios

que sus últimos días fuesen felices. Por su abuelo

y su primo, que cada día se parecían más.

Finalmente recordó a su madre y deseó poder

quererla a pesar de todo. Suplicó que aquella miga

de pan no terminase de quemarse, de evaporarse

entre efluvios etílicos.

Cruzó sus manos sobre su estómago y sus

pulgares comenzaron a girar.

Ella no lo supo hasta que el sueño los detuvo.

Soñó con su abuela.


“Filomena se encontraba tras un cristal,

transparente, grueso y frío. Estaba quieta y su

cara transmitía paz. Un enjambre de flores la

rodeaba. Parecían carentes de vida y su olor se

diluía tras el cristal. Estaban bajo el embrujo de

la muerte.

Aquella pequeña sala estaba rebosante, gentes

conocidas lloraban sin ganas, fingiendo. Vecinos y

conocidos que llevaban meses sin acordarse de

aquella pobre viuda, movían sus cabezas,

incrédulos. No culpaban su reciente indiferencia.

Culpaban a la muerte, arrebatadora, inesperada.

Después de todo, de haberlo sabido, la hubiesen

visitado en su último telediario. Se conformaban

con el papel de plañideras.

Carlos, Sara, Hugo y ella misma cerca de la

puerta, sumidos en la pena, observaban aquel

escaparate horrible y morboso, nido de hipócritas.

Un olor conocido quebró aquella pena. Era el


aliento de su padre, cercano a la putrefacción más

absoluta.

Se encontraba de pie, con los brazos cruzados.

Vestía una chaqueta negra y unos vaqueros

gastados. Junto a él, su esposa, sobria por

obligación, deseosa de que finalizase aquella

pantomima para poder ahogar sus penas.

Gonzalo se mostraba ausente y Josefa dialogaba

con una amiga.

Todos ellos ponían cara de pena. Olvidaron que la

apariencia no es sincera.

Los cuatro, distantes en tantas cosas, repartían el

fruto de una vida en sus codiciosas cabezas,

olvidando el motivo de aquella visita.

Teresa ojeó las flores y observó aquellas manos de

cera, aquellas uñas mordidas, incapaz de ver más

allá. Por un instante supo que su pecado era

imperdonable y sintió ganas de llorar.


Noelia trató de encauzar su sueño, quiso llegar a

aquel estanque inhóspito por algún atajo de su

mente, pero no lo logró.

La imagen de aquel instante vencía su voluntad.

Cuando despertó sintió frío y se tapó hasta el

cuello. Supo que aquel día estaba próximo en el

tiempo. La muerte de su abuela estaba más

cercana al sueño premonitorio que a la pesadilla.

Cuanta distancia separa un corazón sumido en la

desesperación, observando por última vez una

arruga, añorando el adiós que nunca se produce;

de aquellos que actúan, sabiéndose apresurados

en lucrarse del desenlace.

Indiferentes apesadumbrados”.
PARTE III

EL ARBOL.

Filomena despertó excesivamente cansada. Su

inquietud le abrió los ojos hasta altas horas de la

noche. Recorrer de nuevo los pastos de su infancia


era, por añorado, un anhelo que quebrara la

quietud de sus sentidos.

En el preciso momento que más absorta estaba,

un sonido prolongado, impaciente, la interrumpió.

Una de las ventajas de ser tan escasa en visitas

era que cada sonido era independiente y tenía su

propio dueño. En esta ocasión el timbre era

impaciente, autoritario. Solamente podía ser el

dedo de Gonzalo.

Filomena se dirigió a la puerta, desorientada y a

oscuras. La luz del sol se filtraba a través de las

persianas, pero ella no había escuchado

amanecer.

Se atusó el pelo y abrió la puerta, tratando de

ocultar su desgana.

- Hola, hija.

- Hola, mamá. ¿Te encuentras bien?

- Sí, ¿por qué?

- Es la una de la tarde y estás en camisón.


- ¡La una! Dios mío, que tarde se ha hecho.

Sentaos. Gonzalo, ¿quieres una cerveza?

- Sí, suegra.

- ¿Quieres algo, hija?

- Un vaso de agua. ¡Gonzalo, muévete!

Gonzalo entró en la cocina. En la mesa había unos

mendrugos de pan caduco esparcidos al azar, un

cuchillo con sus fauces manchadas de tetilla y

una revista abierta de par en par.

Abrió el armario, que amenazaba con

desintegrarse, y cogió un vaso. Lo alzó,

dirigiéndolo a la luz y tras girarlo tres veces,

descubrió sus propias huellas. Lo depositó en el

fregadero con desprecio. Hizo lo mismo con otros

dos vasos.

La perseverancia lo premió con un vaso de cristal

verde, que llevaba años sin usarse, realmente

sucio.

Volvió al salón con el botellín en la mano.


- ¡Gonzalo! ¿Mi agua?

- Como no bebas por la botella lo llevas claro.

Filomena, los vasos están sucios. Vamos a tener

que llevarte al oculista.

- No me hacen falta oculistas, Gonzalo. Yo no

bebo cerveza.

- ¡Gonzalo, no empieces!

- Tu madre sabe que no se lo digo con mala

intención. ¿Verdad, Filomena?

- Verdad, Gonzalo. Si tú lo dices será verdad.

- ¿Qué tal la semana, mamá?

- Bien, como siempre.

- ¿Vino por aquí su hija la pequeña?

- Sara viene todos los días a ver a su madre, ya lo

sabes.

- Sí, ya lo sé. A mi no me engaña la monjita

muerta. No te has preguntado que busca esa,

resulta bastante evidente, creo yo.

- Lo vería hasta un ciego, Filomena.


- Yo también lo veo, Gonzalo. Es evidente que

viene por el cariño que me tiene, tanto ella como

su marido. Cada vez que me abraza noto su

preocupación y cierta tristeza. Eso me ayuda a

ser fuerte.

- ¿Lo ves, Josefa? Hasta un niño de teta puede

engañar a una vieja. En fin, que le vamos a

hacer.

Filomena empezó a ponerse nerviosa y su culo

comenzó a moverse, inquieto, serpenteante, sobre

el sillón. Su pulso se aceleró y sintió ganas de

gritar. Tragó saliva, intentando ser correcta.

Gonzalo la observaba, disfrutando aquel pequeño

triunfo.

- Mira, Gonzalo. He tenido tres hijas y la

maternidad enseña muchas cosas. Mis hijas no

me engañan porque a todas las quiero con sus

defectos y sus virtudes. Si algo no le interesa a


Sara, es el dinero. Además, si quisiese dinero,

¿para qué iba a venir todos los días? Todos

sabéis que cobro una pensión pequeña y las

tierras no se tocan hasta que me muera. Por

cierto, pienso vivir cien años.

- Como quieras, mamá. A nosotros no nos

importa. Dinero tenemos de sobra, gracias a

Dios. Por cierto, ¿sabe algo de Teresa?

- Hace tiempo que no me llama. Vino por aquí

hará un par de semanas. La encontré muy

guapa- mintió.

- ¿Guapa? Pues yo la encontré demacrada. No me

extraña. Vaya vida le da el sinvergüenza ese.

- Ayer vino Noelia a verme.

- Pobrecilla. Ya la habrán puesto a trabajar.

- No, sigue estudiando. Además, va a estudiar

una carrera. Me haría mucha ilusión.

- Sí, claro. A mí también me hubiese gustado

estudiarla, pero tuve que quedarme con las

ganas. En fin, cosas de la vida.


- Sabes que nosotros no podíamos pagarla, hija.

Sabes que tu padre se murió con esa pena y

sabes el daño que me hace que me lo recuerdes.

- Pues yo fui la primera hija. Quizá si os

hubieseis limitado a tenerme sólo a mí, podríais

permitíroslo. Pero claro, el egoísmo es así.

- Parece mentira que hables de egoísmo. Nosotros

os lo dimos todo.

- A lo hecho pecho, Filomena.

- ¡Gonzalo, tú cállate!

- Tranquila, hija. No grites.

- Su hija se altera con mucha facilidad. No sé a

quién saldrá.

- Yo tampoco lo sé.

- Pues si no lo sabe usted, estamos apañados.

Gonzalo apuró el botellín y lo dejó sobre la mesa

del salón, que también estaba sucia.


Se despidieron de manera verbal, con un simple

hasta luego y salieron sin mirar atrás como de

costumbre.

Si se hubiese generado cualquier contacto físico,

Filomena se sabría dormida.

Las visitas de Gonzalo y Josefa tenían lugar los

domingos y sus temas de conversación se basaban

en reproches y recuerdos cargados de rencor.

Siempre hacían alguna alusión en forma de crítica

hacia el resto de la familia.

En esta ocasión se habían olvidado de Hugo. Las

visitas tenían una duración máxima de veinte

minutos, aproximadamente el tiempo que duraba

la cerveza de Gonzalo.

En ocasiones, las visitas se adelantaban al

sábado, como en ésta ocasión, ya que dependían

del partido del Barcelona.

Filomena abrió las ventanas del salón, como si

quisiese ahuyentar los restos de mezquindad que


habían impregnado su casa. Cogió el botellín y se

dirigió a la cocina.

Sus ojos se dirigieron al fregadero y se

encontraron con cuatro vasos. Sonrió con cierta

malicia y los guardó sin lavar en el viejo armario,

imaginando la cara que pondría su yerno la

próxima semana.

Volvió al salón y se sentó. Miró por la ventana y

deseó que su marido se colase de puntillas, como

un ladrón en la noche, robándole el alma.

Hugo y Noelia llegaron a la hora prevista y

Filomena los esperaba impaciente, vistiendo sus

mejores galas.

- Hola, nietos. ¿Estoy guapa?

- Guapísima, abuela.

- Pareces una miss.

- No digáis tonterías.

- Bueno, ¿estás lista?


- Lista no, estoy impaciente.

Veinte minutos la separaban del olor de la

infancia, del regazo de su madre. Veinte eternos

minutos para volver a sentir el escalofrío de sus

primeros besos, inocentes, bajo el testigo más

bello del pueblo.

Su estómago, repleto de nervios, estaba inquieto y

se quejó en dos ocasiones durante el viaje.

- Te hablan las tripas, abuela.

- Sí, están contentas. Saben a donde me llevan

mis nietos.

La carretera se estrechó, de repente, pasando

entre dos árboles, dos frondosos robles que

parecían centinelas a la entrada de un castillo.

- Vaya, los guardianes del pueblo, nietos.

¿Sabéis? Hay una vieja leyenda que habla de


esos árboles. Supongo que os la habré contado

mil veces.

- Pues a mí no- respondió Noelia.

- A mí tampoco, abuela.

- Es muy bonita. Se cuenta que hace muchas

generaciones, una joven huérfana, que vivía con

sus dos hermanos mayores, varones los dos, se

enamoró de pies a cabeza contra la voluntad de

sus hermanos de un chico pobre, el más

humilde del pueblo.

Sus hermanos, temerosos de que perdiese su

virtud, la encerraron en la casa, día tras día,

noche tras noche.

Antía, que así se llamaba la joven, les suplicaba

que le dejasen ver a su amor. Se pasaba las

noches llorando y los días pegada a la ventana.

Una noche de luna pudo más su sentimiento

que el respeto que sentía por sus hermanos. Se

vistió a oscuras y en silencio y se escapó de su

cárcel, fugándose con su amado.


Al alba, sus hermanos notaron la ausencia de

Antía y la buscaron por todo el pueblo, casa por

casa, recorrieron el último viñedo, vaciaron el

último hórreo, caminaron cada campo,

rastrearon el río palmo a palmo. Al chico

también lo buscaban, con la secreta intención

de sesgar su joven vida.

Así estuvieron tres días, sin comer ni dormir,

con los ojos mojados por la pena. Finalmente,

exhaustos y rendidos, se dirigieron a la entrada

del pueblo y se sentaron, uno a cada lado del

camino. La noche cayó y el frío terminó con sus

escasas fuerzas.

La mañana siguiente, un hombre del pueblo los

encontró. Parecían dormidos, tenían expresión

de paz en la cara.

Pero ya no despertaron.

Diez años más tarde, una señora regresó a aquel

pueblo, del brazo de su marido. Este daba la

mano a un niño. Sus ropas eran de gente rica.


Ella lloró cuando se enteró de la triste historia.

La mañana siguiente plantó dos árboles, justo

encima de donde aquellos hermanos tuvieron su

último sueño.

Aquella señora se llamaba Antía.

- Es una historia triste- dijo Noelia.

- Mi abuela Iria, que en paz descanse, me la contó

cuando yo todavía era niña. Nuestra tierra está

llena de esas historias, tristes y fantásticas.

Vuestro abuelo decía que la cantidad de

fantasía de la historia tenía mucho que ver con

la cantidad de orujo que bebía el narrador.

- Sabia reflexión, como todas las del abuelo.

- Noelia, era un hombre diez. El mejor que pisó

esta tierra.

- Lo sé, abuela.

- Hugo, sube por ahí.


Pasaron por delante de la plaza y Filomena creyó

escuchar un pasodoble.

El palomar seguía igual y algún desaprensivo

había quitado el verdín de los bancos.

- Nietos, esa es la plaza. Ahí bailaba con vuestro

abuelo muchos domingos. ¡Que bien tocaba

aquella banda! Se llamaba Unión de Guláns.

Eran de Ponteareas. El director se llamaba D.

Rogelio. Venían todos los años por las fiestas

del pueblo. Parecían capitanes de navío con

aquellos gorros. Uno de ellos, un trompetista,

no me quitaba ojo. Hasta que cruzó la mirada

con la de tu abuelo. Desde aquel día me dio por

perdida.

- ¿Sigo recto?

- Sí, Hugo.
Comenzaron a salir de pueblo y la carretera se

estrechó. Filomena señaló un camino antiguo de

adoquines que se estrechaba todavía más. Hugo

aminoró la velocidad y los tres comenzaron a botar

ligeramente.

Las malas hierbas comenzaron a devorar aquel

camino que parecía llevar a ninguna parte. Un

minuto más tarde, se acabaron los adoquines y

comenzó la tierra. El camino se ensanchó y llegó a

una vieja capilla en ruinas, rodeada de un prado

verde de hierba espesa.

- ¿Ahora?

- Aparca aquí y me esperáis un rato.

- ¿Esperarte? ¿Dónde vas?

- ¿Ves aquel árbol, nieta?

- Sí.

- Quiero subir un momento a recordar viejos

tiempos. Solo son cinco minutos.


- De acuerdo, pero deja que subamos contigo.

Tengo miedo de que te caigas.

- Tranquilos, no os preocupéis. Podría subir a ese

árbol con los ojos cerrados.

Filomena comenzó a subir y un nudo se le hizo en

la garganta. Sabía que aquella subida era la

última. Subió más despacio que antaño. Contuvo

la emoción hasta casi rozar el árbol. Lo bordeó

acariciando el grueso tronco con su marchita

mano.

Sus lágrimas, desobedientes, comenzaron a rodar

por sus mejillas.

Su mano se detuvo sobre los restos de un corazón

tatuado sesenta años antes.

Cerró los ojos y recordó a José, bajo aquel árbol,

jurándole amor eterno.

Sintió nostalgia, alegría, soledad y tristeza.

Su nombre se le escapó en un susurro.


Una ligera brisa sopló desde el sur, moviendo las

viejas ramas del árbol, que crujieron.

Por un instante, lo sintió allí, a su lado, oliendo a

verano y nervioso. Sonrió y sus labios quisieron

saborear un último beso.

La brisa remitió, llenando el prado de olas verdes.

El sol se asomó, curioso.

Filomena permaneció bajo aquel árbol, de pie y

con sus ojos cerrados. Sonrió y suspiró a la vez.

La luz de la tarde llenó de vida las mil laderas de

su rostro y sus cabellos dibujaron en el aire mil

esquirlas plateadas.

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