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La noche se fue en silencio; amaneció.


Pese a que la lluvia caía con fuerza sobre la aldea,
convirtiendo los caminos de grava en barrizales, los de
cemento en piscinas espesas y los de hierba en tram-
pas resbaladizas, qué mejor, pensaron los alegres habi-
tantes de Buenperro, que bailar para celebrar que ya no
hacía calor. Pues conviene relatar que los buenperrunos
bailaban a todas horas con la excusa de celebrar, cele-
brar y celebrar. Siempre celebrando. Y calles, plazas,
avenidas, parques, pasajes y carreteras se fueron lle-
nando de los habitantes de esta danzarina ciudad; y
madres e hijos, padres e hijas, movieron sus cuerpos al
compás del nebuloso llanto celestial, cantando con ím-
petu:

¡Que no se duerma Buenperro!


¡Que no se duerma!
¡Que toda la población
canturree esta canción
sobre la tierra o la hierba!
¡Que nuestra risa conmueva
al desierto y a la selva,
al elefante y la flor!
¡Que no se duerma!
¡Dancemos bajo este agua
quitándonos las enaguas,

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mirando todas al cielo!
¡Bailemos sin desconsuelo,
nuestros calzones al vuelo
como aves en la cascada!
¡Que no se duerma Buenperro!
¡Que no se duerma!

Canción hermosa, no cabe duda; en las cuatro es-


quinas del Valle Cuadrado donde se encontraba Buen-
perro resonaban las notas del cantar junto al repiqueteo
de la lluvia.
Mas lo apacible, por su propia condición, tiene un
fin; e igual que a la tormenta seguiría la claridad, el en-
tusiasmo que vivía el pueblo estaba a punto de ser re-
emplazado por el tormento. Lila, una pequeña niña de
coletas despreocupadas y andares soñadores buscaba,
por la altura de la plaza mayor, al doctor Nadizo, gran
especialista en enfermedades desconocidas, que pasa-
ba unos días en la aldea.
-¿Alguien sabe dónde está el doctor Nadizo? ¿Al-
guien lo sabe? ¡Por favor, contestadme, gentes de mi lu-
gar!
Nadie le hacía caso. Los que bailaban alrededor
suyo le incitaban a seguir el compás de sus cadenciosos
movimientos; acompañaba al hecho la inminente ejecu-
ción musical por parte de una banda extranjera, que es-
peraba el final de la tempestad para iniciar sus suaves
melodías.

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-¡Nadizo! ¡Estoy buscando al doctor Nadizo!
Nada. El doctor no aparecía. Lila dejó de bailar
(cosa que había estado haciendo hasta ese momento) y
se sentó a llorar en un escalón.
-¿Por qué lloras, pequeña? -preguntó un vecino -.
¡Diviértete, que hoy llueve y mañana no, y al otro... vete
a saber! ¡Ja, ja, ja!
-Mi abuelo está enfermo -sollozó Lila -. Y nadie
sabe lo que tiene. Sufre fiebres y dolores detrás de la
nuca, y cuando estornuda se le cae la nariz al suelo, y
entonces se pone triste porque dice que parece un
sapo.
-¡Pues que parezca un sapo, qué caramba! ¡Venga
todos a bailar!
-¡Pero es que es mi abuelo! -se quejó amargamen-
te la niña.
-¡Que venga a bailar tu abuelo y se muera de ale-
gría! ¡Que son dos días, caramba!
Lila siguió llorando. Nadie parecía querer escu-
charle; tal era la felicidad del pueblo.
Una trompeta y un trombón hicieron que levanta-
ra la cabeza y dirigiera su atención hacia el grupo de
músicos, que ya empezaba a entonar sus primeras no-
tas. Tocaban maravillosamente bien; cada compás con-
tenía parte de la Vida y la Muerte, del Todo y la Nada.
Sus melodías eran delicadas, pero no blandas; su hondo
desarrollo no les restaba frescura. Se acercó para escu-
charlos mejor.

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-¿Verdad que son buenísimos? -preguntó el vecino
-. ¡Claro que sí, mujer! ¡Arriba ese ánimo!
-¿Quiénes son? -preguntó Lila intrigada -. No los
había visto en mi vida.
-¡Ah, pequeña, eres demasiado joven para distin-
guir a los habitantes de Armonilandia a primera vista!
-¿Armonilandia?
-Sí; es un lugar situado en El Otro Lado, repleto de
grandes músicos.
-¿Por qué tocan aquí?
-¿No te has enterado? El gran jefe de Armonilan-
dia, el Armónico Mayor, ha distribuido a sus mejores
músicos por entre todas las poblaciones del mundo, a
fin de recaudar fondos para un viaje muy excitante...
¿no es así, caballero?
El vecino se había referido, en su pregunta, a uno
de los músicos, el trompetista; éste, sin dejar de tocar
(tal era su capacidad prodigiosa), dijo:
-Efectivamente. Cuentan que en un extremo de
Arriba se puede hallar una preciada planta de doce ho-
jas, llamada Fusa, cuyo efluvio, una vez maceradas las
hojas y hervidas con leña de abeto viejo, dota, a quie-
nes lo inhalan, de una inusitada inspiración a la hora de
componer obras musicales. Disculpen, por favor.
El trompetista ejecutó con virtuosismo su compli-
cado solo, tras el cual siguió explicando:
-El Armónico Mayor compone, desde hace más de
doscientos años, la Obra de las Obras; una pieza musi-

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cal cuya finalización se le antoja harto difícil, por no de-
cir imposible. Ninguno de nosotros -señaló a sus compa-
ñeros con los pies, ya que las manos estaban ocupadas
en la trompeta - se ve todavía preparado para ayudarle;
así que, cuando descubrimos la existencia de dicha
planta, nos dijimos: “pues por qué no, vamos a echarle
una mano; vamos a conseguir dinero y financiar un via-
je hasta Arriba, y a ver si encontramos la planta legen-
daria”.
-¿Sabéis dónde está un tal doctor Nadizo? –pre-
guntó Lila, que, aunque atenta, no dejaba de pensar en
su abuelo.
-¿Nadizo? -dijo el trompetista -. Eh, chicos, ¿no era
el famoso doctor Nadizo el que nos ha dado estos bille-
tes llorando de emoción por la calidad de nuestra músi-
ca?
-Sí -contestaron los demás en fa menor.
-Ha entrado en aquella taberna -y señaló el lugar
con su trompeta -. No hace ni diez minutos.
-¡Qué bien! Voy para allí ahora mismo. ¡Gracias y
adiós!
Lila se dirigió al antro con la esperanza de encon-
trar allí a Nadizo. Tosió nada más entrar, porque el local
era una inmensa nube de humo. Como nadie dejaba de
fumar, la presión atmosférica del bar, que era muy
suya, hizo que comenzaran a formarse grandes nuba-
rrones que amenazaban lluvia nicotínica. Y, efectiva-
mente, cuando Lila dio con el doctor, sentado en una

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pequeña mesa al fondo de la taberna, empezaron a llo-
ver, sobre la poblada barra, decenas de cigarrillos ru-
bios, que fueron acogidos por los clientes entre roncos
aplausos de felicidad.

-¡Perdone, señor! Usted es el doctor Nadizo, ¿ver-


dad?
-¡Silencio!
Lila se llevó las manos a la boca. El doctor, con un
gran maletín negro sobre la mesa, la cabeza apoyada
sobre las manos cruzadas, la espalda relajada, el porte
galán, las canas incipientes, la melena recogida en un
cola, la mirada perdida, la boca entreabierta, el sombre-
ro gris colgando de un saliente del respaldo de la silla, el
gesto calmado; el doctor Nadizo, en fin, oyendo la músi-
ca que llegaba desde la plaza, respiraba con placer el
vapor desprendido por el café, ese café que esperaba,
paciente, el momento de empezar a ser ingerido.
-Señor, mi abuelo está muy enfermo -dijo Lila con
la vocecilla asustada.
-¿Cómo?
Nadizo pareció volver de algún sueño lejano en el
momento de recibir, como rayos de sol tras los ojos ce-
rrados, las palabras de la niña.
-Le digo que mi abuelo está muy enfermo. Y veo
que tiene usted un maletín de médico, y me han dicho
los músicos que el doctor Nadizo estaba aquí adentro, y
supongo que es usted.

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-¿Yo? ¿Y por qué iba a ser yo ese doctor que bus-
cas?
-Porque necesito al doctor Nadizo y cualquier otra
persona me da igual.
Nadizo pensó durante un instante.
-Bueno, da igual; no rebatiré tu extraña teoría.
Cierto, soy Nadizo. ¿Tu abuelo está enfermo?
-Se está muriendo.
-¡Vaya! ¿Qué edad tiene?
-Ciento treinta y seis años, señor.
-Todavía es joven. ¿Qué le ocurre?
-No lo sabemos, señor. ¡Nadie en el pueblo lo
sabe! Tiene fiebres raras, muy raras. Se le cae la nariz
al suelo cuando estornuda. Un día se despertó con la
piel de color verde, y hasta tres días después no volvió a
recuperar su color normal, que es color carne. No podía
salir al campo, porque se confundía con la hierba y to-
dos los animalillos le pisaban, y claro, si te pisa una ardi-
lla no pasa nada, pero una manada de elefantes...
-Bueno, bueno; ¿cuántas uñas tiene?
-¿Uñas? Pues... como todo el mundo, cinco en
cada mano.
-¿Como todo el mundo? No estés tan segura. ¿Y
pies?
-Dos, señor, uno a cada lado.
-Lógico. ¿Dónde le duele, si se le pega un puñeta-
zo en la boca?

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-No lo he probado, señor, pero supongo que le do-
lerá en la boca.
-Muy lista. ¿Qué edad tienes?
-No lo sé, señor. Ocho o diez años.
-¿Sabes responderme a todas las preguntas que te
he hecho y no sabes decirme qué edad tienes?
-Nunca me he parado a pensarlo, señor. ¿Usted
sabe qué edad tiene?
-¡Por supuesto! Tengo..., tengo cuarenta y... No, es-
pera, creo que tengo... ¡Bueno, qué más da! -el doctor
miró a su café. Aburrido de esperar, se había dormido, y
roncaba formando graciosas burbujitas negras que ex-
plotaban instantáneamente -. La consulta son veinte
monedas de plata. Si quieres que vaya a ver a tu abue-
lo, serán cuarenta monedas más.
-¡Oh! -Lila abrió tanto los ojos que sus pestañas su-
periores besaron al flequillo que le decoraba la frente -.
Yo no tengo dinero, señor.
-Bueno, entonces no te cobraré nada por esta con-
sulta.
-¡Pero... mi familia es pobre! ¡Mi padre pesca en al-
tamar, y mi madre trabaja lustrando las cortezas de los
árboles! ¡Yo no tengo dinero!
-Tranquila, tranquila. Si no tienes dinero, no te co-
braré nada.
-¡Vaya! ¡Ahora dice que no me va a cobrar nada!
El doctor Nadizo hizo acercarse a Lila.

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-Mira, niña -habló -, ¿sabes por que me llaman el
doctor Nadizo?
-No -murmuró Lila.
-Porque cambio de idea cada cinco minutos. Así,
siempre acierto en mis diagnósticos, ya que siempre
digo a) que el paciente está muy bien y b) que el pa-
ciente está muy mal. ¿Comprendes?
-No.
-Tanto mejor. ¿Vives muy lejos?
-A quince minutos de aquí.
-¿Andando o en coche?
-Andando. Como le he dicho, soy pobre y no tengo
coche.
-¡Cómo! ¡Todos los niños de tu edad deberían te-
ner coche! ¿Cuál es tu nombre?
Lila pensó. Sabía que se llamaba Lila, pero quiso
asegurarse meditando un instante sobre el tema.
-Lila, señor -respondió finalmente.
-Muy bien, Lila. Vámonos. Que conste que acepto
visitar a tu abuelo pese a que me perderé el final del in-
teresante concierto de la plaza.
-Ah, ¿usted puede oírlo? Yo no oigo nada, desde
aquí.
-Yo tampoco, pequeña Lila. Pero me lo imagino.
-¿Que se imagina la música? ¿Y cómo se hace
eso?
-No lo sé. Me imagino cómo se debe imaginar, y ya
está. ¿Entiendes?

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-Me temo, otra vez, que no, señor.
-Deja de llamarme señor. Mi nombre de pila es Pa-
blito.
-¡Qué nombre tan gracioso!
-A mi también me lo parece.
Ya estaban en la puerta, y las notas musicales que
salían de los instrumentos de los músicos de Armonilan-
dia volvían a oírse con fuerza y rigor. La ejecución se-
guía siendo perfecta.
-¡Grandes músicos, grandes músicos! -dijo Pablito
Nadizo -. ¡Tomad, os regalo más billetes! ¡La belleza lle-
na la plaza desde que estáis aquí!
Y vació, delante de los intérpretes, un pequeño
saco que debía contener, al menos, cien billetes de dife-
rentes colores. Los músicos, agradeciendo el pequeño
donativo, tocaron una pieza en honor del doctor; canta-
ba el saxofonista, improvisando la siguiente letra:

Doctor, doctor, ¡quédese más, por favor!


¡Que vivan los doctores con billetes de colores!
¡Que viva su regalo para los de El otro Lado!
¡Hasta Arriba arribaremos
sin pisar jamás los frenos!
¡Y el Armónico Mayor
compondrá al fin su canción!
Doctor, locuelo bello, ¡feliz estancia en Buenperro!

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El doctor Nadizo avanzaba sonriente, radiante,
emulando al sol que aguardaba paciente tras los nuba-
rrones negros. Lila, por su parte, caminaba con la cabe-
za girada, mirando con asombro los billetes que reposa-
ban, felices, junto a los músicos.

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-¡Mamaaaaá! ¡Ya estamos en casa!


Ni Lila ni el doctor oyeron respuesta. Tal era la cal-
ma reinante que el doctor, esperanzado ante la posibili-
dad de seguir oyendo la música de los armónicos, dijo,
como en la taberna: “¡silencio!”. Pero como no oyera ni
uno solo de los instrumentos decidió imaginarse, una
vez más, la tonada.
-Todavía está en el bosque -explicó Lila -. Los árbo-
les son muy maniáticos, siempre quieren más brillo
aquí, menos allá, las hojas de tal manera...
-No entiendo mucho en que consiste eso de lustrar
árboles.
-¿No? ¡Para ser doctor es usted un poco ignorante!
¿O acaso se piensa que los árboles tienen la pinta que
tienen porque sí?
-No lo sé. ¿Qué aspecto tienen los árboles?
-Depende de cada árbol, señor.
-Bueno; y si yo soy un árbol y quiero tener muchas
hojas...
-...pues mi madre se encarga de ir a buscarlas y
colocarlas encima suyo.
-Muy ingenioso. Y un poco absurdo.
-¡Cómo que absurdo! ¿Y usted qué?
-¡Yo soy doctor, niña!

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-¡Pues eso!, podría dejar usted a la gente que se
muriera en paz en lugar de hacerlos vivir contra su vo-
luntad. ¿Qué se piensa?
Pablito Nadizo miró a Lila perplejo.
-Pero, ¿quieres o no quieres que cure a tu abuelo?
Lila se echó a sus brazos.
-¡Por favor! ¡Mi abuelito se está muriendo!
-En verdad que no entiendo nada.
-¡Pues imagínese yo, que no soy más que una hu-
milde niña de ocho o diez años! Vamos, entre en casa,
el abuelo le espera.
La casa de Lila era tal y como el doctor se había
imaginado: sencilla, de ornamentación austera, mas
alegre pese a todo; habitaba en ella, sin duda, la imagi-
nación que brota de las raíces de la humildad.
-Pero le falta algo –dijo el doctor -. Toma, échale
esto -y le dio un frasco pequeño de cristal sin etiqueta.
-¿Oh! ¿Es para mi abuelo?
-No, esto es para la casa. O mejor, que lo eche tu
madre. Por las esquinas.
Lila aceptó el frasco sin preguntas. Se lo guardó en
el bolsillo de su vestido y empezaron a subir las escale-
ras que llevaban al segundo piso. Pese a que eran unas
escaleras viejas, cuya madera empezaba a pudrirse,
viendo a un doctor, señal de urgencia, decidieron, por
un momento, ser escaleras mecánicas; lo cual, cierta-
mente, les ayudó a llegar con mayor rapidez a la buhar-
dilla donde reposaba el anciano.

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-No haga ruido -susurró Lila -. Está durmiendo.
El abuelo de Lila, sin embargo, no dormía. Con los
ojos cerrados, musitaba extrañas palabras, incompren-
sibles para su nieta. Al oír que alguien entraba, abrió el
ojo derecho, que era el que daba a la puerta, y saludó a
la niña y al nuevo visitante.
-¡Hola, Lila! ¿Quién es este señor que me traes?
¿Un matasanos?
-No, abuelo -dijo Lila -. Es un médico, un doctor.
-Buenas tardes, señor...
-...Crisanto -dijo el viejo.
-...señor Crisanto. Soy el doctor Nadizo. Cambio de
opinión en cuanto el paciente me lo pide. Cobro por
adelantado, pero a ustedes les haré una consulta gratis.
¿Ha oído a los músicos de la plaza? Fabulosos. ¿Qué le
pasa a usted?
-No lo sé -dijo Crisanto -. Mi nieta le habrá explica-
do...
-Sí, me ha dicho lo de las fiebres, lo de la nariz, lo
del color verde... ¿Tiene algún síntoma más de estos tan
graciosos?
-Pues sí; se lo crea o no, joven, cuando tengo fie-
bres, empiezo a decir palabras extrañas, que ni yo mis-
mo comprendo... ¿Qué puede significar?
-Lo averiguaremos. A ver... -sacó un termómetro y
lo colocó bajo el brazo del abuelo. Acto seguido, empezó
a gritar: “¡va, va, va!”, haciendo palmas con vigor. El
termómetro comenzó a sudar, presionado por las prisas,

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y el doctor obtuvo la temperatura del anciano cuerpo
en cuestión de segundos.
-No tiene fiebre. Un momento -se fue hasta su ma-
letín y sacó un frasco pequeño, diferente al que le había
dado a Lila.
-Toma, pequeño, lo has hecho muy bien -e introdu-
jo un terrón de mercurio en el termómetro, el cual ex-
plotó de alegría y manchó el traje del doctor, que ahora
parecía el de un extraterrestre pobre.
-¡Maldito...! Bueno, señor, esto es para usted.
Cuando se lo beba, empezará a tener fiebre, y podre-
mos saber con certeza qué significan esas palabras que
cita en sus delirios.
Crisanto, guiado por la fe, bebió del frasco, y a los
pocos segundos empezó a encontrarse mal.
-¡Agh...! ¿Qué me ha dado? ¿Me quiere matar?
-No se preocupe. Es un poco de sopa preparada
por mí. Se le pasará pronto.
-Usse gue de gui.
-¿Cómo dice usted?
-¡Ya está con esas palabras raras! -gritó Lila -. ¡Se-
ñor Pablito, escuche bien!
El doctor se sentó en la cama y acercó el oído a la
boca del abuelo.
-Usse gue de gui side quie firfir.
-¿Firfir?
-Guiguiguiguinobifibifimo.

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-Niña, me parece que tu abuelo tiene un problema
mental, más que físico.
-LEJOS. LEJOS. Dudiguidú.
-¡Ah! -El doctor dio un salto hacía atrás -. ¡Lejos!
¡Haz que siga hablando ¡Voy a buscar el diccionario!
Lila miró al doctor sin saber qué hacer. Éste busca-
ba ya en el interior de su maletín.
-Eh... abuelo, ¿qué decías? “¿Guguigú?” Bueno,
pues... ¿y qué más?
-¡Que hable! -gritó el doctor -. ¡Ya está! ¡Ya lo ten-
go!
Corrió hasta la cama y abrió el extraño libro que
tenía entre las manos. Buscó algo, nervioso; el abuelo
seguía hablando. Finalmente, Pablito Nadizo dijo:
-¿Suguite guiguí....dudú?
-¡Guijuuuuú! -contestó el abuelo.
-¡Lo que yo decía, niña! ¿Usgú úsquiti?
-Taguuuuuú, yagú. Bufuducusueurutueuwuausu-
cudurueusudue...
-¡Habla muy rápido! ¡No puede ser! ¡Dyguedi, dy-
guedi!
-Nugusqui. Bufudu cusuerutu; euw, uasucú dur
ueu sudué.
-¿Quihj?
-¡Fuás! Guifuás.
Lila observaba la escena con atención, emociona-
da y desconcertada. Finalmente, el doctor preguntó:
-Guifau Crisanto: ¿u?

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Y el abuelo, señalando hacia la ventana, pronun-
ció:
-Puduguifu... Tanlejos... puduguifu... Tan...
Y se desplomó.
-¡Abuelo! -gritó Lila -. ¡Abuelo! ¿Se ha muerto, se-
ñor? ¡Dígame la verdad! ¡Dígame si se ha muerto!
-¡Calla, loca! ¡Qué se va a morir! Está durmiendo.
¿Tienes café? Prepárame uno. Cuando llegue tu madre
tenemos que hablar los tres.
-¿Por qué dice mi abuelo esas cosas tan raras?
-Tu abuelo tiene una enfermedad peculiar, muy
peculiar.
-¡Lilaaaaa! ¿Estás en casa?
Lila y el doctor se miraron.
-Es mi madre -dijo la niña.
-Perfecto. Oportuno. Vamos a recibirla.
Mas no hizo falta; pues, mientras empezaban a
bajar la escalera, los pasos de la madre ya se oían des-
de la cocina.

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Las nubes se iban difuminando poco a poco entre


masas azules de cielo, como si la mano de un dios ju-
guetón e impresionista trazara en ellas surcos de espe-
ranza estival. Unos pocos rayos, imberbes todavía, lle-
gaban hasta Lila, su madre Violeta y el doctor Nadizo,
que sentados en los humildes sofás de la humilde mora-
da empezaban ya, sin demora, a ingerir sendos tazones
de café con miel.
-Disculpará usted -dijo Violeta- la calidad de nues-
tros alimentos. Pero somos tan humildes, que...
-¡Quite, quite, mujer! ¡Es un café delicioso!
- El que hacen en la taberna de la esquina sí que
es bueno –dijo Lila.
-Mejor el de la plaza -apuntó el doctor -. Vuestro
pueblo, según tengo entendido, es ducho en los temas
cafeteros.
-No sólo Buenperro, sino todo el Valle Cuadrado
-dijo Violeta -. ¿De dónde es usted, señor Pablito, si me
permite la pregunta?
-De Ubé, la prestigiosa y erudita población de Un
Lado. He viajado hasta Abajo en busca de nuevas expe-
riencias en el campo de la medicina. Y creo que acabo
de encontrar algo más interesante que lo que hubiera
podido soñar en un principio.
-Entonces, ¿qué tiene el abuelo? ¡Dígalo ya, que
me pongo nerviosa!

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-Tranquilízate, Lila. Toma, bébete esta pastilla con
el café, te calmará. Mi preciada señora, mi querida niña:
les voy a contar una historia que les parecerá increíble;
no les obligo a que la crean, pero les aconsejo, si quie-
ren salvar la vida del señor Crisanto, que presten aten-
ción y tengan fe en mis palabras.
“Hace muchos, muchísimos años, Arriba era una
zona todavía desconocida para el resto del mundo, a sa-
ber: Abajo, Un lado y El Otro Lado. En aquellos tiempos,
se denominaba a la ignota tierra Lejos. Los habitantes
de Lejos, según cuentan leyendas y tradiciones, poseían
una planta de incalculable valor, llamada Única, que te-
nía, entre otras muchas aplicaciones, la de curar de ma-
nera infalible la llamada Enfermedad del Color. Esta en-
fermedad, hoy prácticamente extinguida, tenía un sín-
toma muy claro: cuando el enfermo pensaba en un co-
lor determinado, su piel adquiría dicha tonalidad. Por
ejemplo, si el paciente pensaba intensamente en el co-
lor verde...
-¡Se ponía verde! ¡Como el abuelo, mamá!
-Eso mismo. Gracias a una infusión practicada con
dicha planta, los síntomas desaparecían, y, cuenta la le-
yenda, el enfermo recuperaba la salud hasta el resto de
sus días.
-Pero eso no es más que una leyenda -dijo Violeta.
-Bien, eso pensé yo también durante mucho tiem-
po, señora. Sin embargo, su padre me ha hecho creer,
firmemente, en la existencia, aun hoy en día, de dicho

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mal. Su hija es testigo de la extraña conversación que
hemos mantenido en un lenguaje desconocido, ¿ver-
dad, Lila?
Lila asintió.
-Estábamos hablando (ya es hora de que lo sepas)
en gurugú, la lengua perdida, que hablaba el pueblo
más poderoso de Lejos: los Gurugús. Yo soy, en el fondo,
un romántico - puso la boca en forma de corazón al de-
cir esta palabra -, y siempre creí que acabaría encon-
trando, tarde o temprano, a alguien que todavía hablara
dicha lengua, y pudiera informarme sobre la posibilidad
de que la leyenda fuera cierta. Es por eso que siempre
llevo en mi maletín un diccionario de gurugú... dicciona-
rio que, al fin, he podido utilizar.
-Así que ha hablado con mi padre en una lengua
muerta. ¿Y qué le ha dicho?
-Es difícil de explicar. Básicamente, me ha pedido
una infusión (“usse gue de gui”, ha dicho), y, acto segui-
do, ha empezado a recitar extraños versos en rima aso-
nante, sin acabar, nunca, de pronunciar
correctamente... Creo que, de alguna manera, conoce
la lengua, pero no acaba de dominarla.
-Increíble -dijo la madre.
-Es más; en cuanto he conseguido preguntarle
algo (no callaba, el condenado) le he preguntado cuál
era su nombre, y me ha dicho: “Guiujú”. Éste era el rey
de los Gurugús, que murió del mal que nos ocupa. Le he
preguntado dónde vivía y me ha dicho: “Tanlejos”. Tan-

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lejos era el nombre que recibía Lejos en sus primeros
tiempos, cuando era una región todavía más extraña
para nuestra civilización.
-Entonces -dijo Lila -, a lo mejor el espíritu del rey
ése ha entrado en mi abuelo y pide el remedio a su mal
para descansar en paz, ¿no?
-Quizás -dijo el doctor -. Pero esa hipótesis no se
me había ocurrido a mí, y, por lo tanto, es menos válida.
-Señor Nadizo, hábleme con franqueza: ¿tiene mi
padre posibilidades de salvación?
-¡Por supuesto! Sólo hay que ir hasta Arriba y en-
contrar la planta.
-¡¡Vivaaaa!!
Madre e hija, como buenas buenperrunas, se pu-
sieron a bailar para celebrar el evento. Bailaron por to-
das las estancias de la casa, por el bosque, en la plaza
mayor, y acabaron, a su regreso, encima de la mesa,
derramando el café que quedaba en las tazas sobre la
circunstancialmente plateada chaqueta del doctor Nadi-
zo.
-Siempre y cuando la planta todavía exista -pun-
tualizó éste.
De nuevo se hizo la sombra. Violeta y Lila se sen-
taron en el sofá y lloraron amargamente.
-¡Pobre abuelo! -decían -. ¡Qué culpa tendrá él!
-¡Eh, un momento! ¡Todavía no está todo perdido!
¿Por qué no viajan hasta Arriba e intentan localizar la
planta? Es más; si tienen la amabilidad de esperar du-

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rante tres días, yo mismo me ofrezco a acompañarles
en el viaje. ¿Qué les parece? Puedo traer mi coche. Así
Lila aprenderá a conducir, ¡que ya tiene edad!
Se oyeron nuevos vítores en el Valle Cuadrado.
-¡Qué bueno es usted, doctor! -dijo Lila -. A mi me
gustaría que fuera mi padre -. ¿Por qué no nos lo queda-
mos, mamá? Total, ¡papá siempre está en el mar!
Violeta y Pablito Nadizo rieron y se miraron de reo-
jo. Ninguno de los dos sospechaba que, en ese momen-
to, cada uno estaba pensando exactamente lo mismo
que el otro.

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Aquella noche tuvo lugar un extraño suceso.


Lila no conseguía dormir. Las esperanzas de salvar
a su querido abuelo empezaban a tomar forma. Se le-
vantó sin hacer demasiado ruido; su madre roncaba
plácidamente desde su habitación, y las fiebres del an-
ciano reposaban junto a la almohada de éste sin moles-
tarlo.
Salió al jardín y miró al bosque, que se perdía en la
lejanía. Una de las encinas que había lustrado su ma-
dre, llamada Carmen, se desperezó y bostezó; le pidió a
Lila que se acercara, y cuando la niña estuvo lo suficien-
temente cerca, agitó las ramas, señal de que se iba a
poner a cantar1. Silbando sus palabras junto a la quie-
tud de la brisa nocturna, le dedicó la siguiente tonada:

¿Dónde bailarás, pequeña,


cuando sepas el remedio?
En un lugar tan lejano
que no imaginan tus sueños.
Si tus manos temblorosas
consiguen saciar tu anhelo
recuerda que, pese a todo,
serán sonrisa y lamento.
Que el Armónico Mayor
cante como canta el viento;
1
Conviene recordar que los cantos de las encinas del Valle Cuadrado, famosos por su belleza, estaban
cantados siempre en tonos menores, y eran muy apreciados, tanto por su melodía como por su delica-
da ejecución, por los habitantes de Armonilandia.

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que no te asuste La Sombra,
pues curará con el tiempo.
Y cuando vuelvas contenta,
entre tus brazos el premio,
piensa que en otra tierra
te está soñando Moreno.

Lila no supo qué decir. “¿Qué significa esta can-


ción?”, preguntó. “¿Acaso me regalas esta melodía por-
que mamá ha lustrado bien tu piel?” Pero no oyó res-
puesta, pues la encina, como todas las encinas, cayó en
un profundo sueño nada más acabar la canción.
Lila volvió a su dormitorio, cerró los ojos e intentó dor-
mir. Como el doctor Nadizo, intentó imaginar cómo se
imaginaba la música de los armonilandos, pero nada lo-
gró. Se asomó a la ventana e intentó oír algo; pero no
sabía que los músicos, fatigados tras la larga jornada de
trabajo, empezaban ya a recoger sus instrumentos. Les
esperaba, a la noche siguiente, un largo viaje en busca
de la Planta Fusa, que les proporcionaría el final de La
Gran Obra.

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-¡Otra, otra! ¡No paréis de tocar! ¡No os vayáis to-


davía!
Los habitantes de Buenperro, bailando alrededor
de los músicos, pedían más.
-¡Pero es que llevamos quince horas tocando sin
parar! -dijo el trompetista -. Estamos muy cansados.
Hubo gestos de desaprobación, pero, finalmente,
los buenperrunos aceptaron el hecho: se había acabado
la música.
-¡Muchas gracias a todos por su colaboración!
-añadió el trompetista -. En cuanto tengamos en nues-
tro poder la planta que buscamos, no duden que serán
los primeros en conocer la noticia. Y ahora, si nos permi-
ten, vamos a cenar algo. ¡Qué tarde es! ¿Cuál es la me-
jor taberna del pueblo?
Los buenperrunos sugirieron que la de la misma
plaza era excelente.
-¡Pues allá vamos! ¡Gracias de nuevo a todos!
Pocos minutos después, Federico el tabernero, un
tipo gordo y calvo, con un mostacho que le colgaba
como ingrávido péndulo hasta las rodillas, sirvió, en la
mesa que ocupaban los siete músicos, el menú del día,
que consistía en varias bandejas llenas de suculenta
carne roja, patatas asadas, salsa de almendras y cebo-
lla, pan de centeno, diez botellas del mejor vino buen-
perruno y frutas tropicales.

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Todavía no conocemos el nombre de estos siete
personajes venidos de Armonilandia, aunque sólo el
trompetista es de necesaria mención, pues acompaña-
rá al Armónico Mayor en un largo viaje hasta Arriba. Su
nombre es Assa; oficia las cenas que realiza junto a sus
seis compañeros, pues es el más virtuoso con su instru-
mento, el que consigue sonidos más imaginativos (una
vez se oyó salir, de su trompeta, el ladrido de un cocker
spaniel, el animal oficial de Armonilandia), y, en definiti-
va, es el más querido músico del Armónico Mayor.
Así, una vez tuvieron los alimentos sobre la mesa,
los siete músicos juntaron las manos y, tras un profundo
silencio de unos veinte segundos, dijeron al unísono:
-Do, re, mi, fa, sol, la, si. Silasolfamiredó. Gracias.
Y empezaron a cenar.
-El día ha sido excelente -dijo Assa -. Hoy hemos
recaudado casi mil billetes rojos; unos quinientos ver-
des; trescientos de color naranja y uno de un color que
no sé cuál es.
Hubo un pequeño desconcierto respecto al color
del billete raro. Finalmente, y como no hallaban nombre
para el extraño pigmento, consensuaron que ese color
se llamaría “color”.
-Billete color color -y como quedaron satisfechos,
siguieron comiendo.
-Sabéis -continuó Assa - que mañana partiremos
hacia Armonilandia con nuestro coche, donde recogeré
al Armónico Mayor, y desde allí viajaremos hasta Arriba.

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El viaje puede ser duro e infructuoso, y podemos no vol-
ver...
-¡Ooooh! -se lamentaron sus seis compañeros.
-...o volver, pero sin la planta. Nada nos asegura
que todavía exista. Pero tenemos que confiar. La Gran
Obra nos espera.
-¡Eso, eso! ¡La Gran Obra espera! -dijeron todos.
-¿Quieren más fruta los señores? -preguntó Federi-
co el tabernero, que estaba oyendo todo la conversa-
ción escondido bajo una de las sillas -. Si tienen que via-
jar en coche...
-¡Gracias, buen hombre! Nos queda poco combus-
tible. ¿Tiene manzanas?
-Les daré un saco cuando acaben la cena. Si me
permiten, me voy tras la barra, que me esperan más
clientes.
Y se fue tras la barra.
-Bien, hermanos míos; dejemos que el restos de la
carne entre en nuestros cuerpos y nos alimente; que
este vino tan preciado nos transporte al país del ensue-
ño. Comamos en silencio y disfrutemos, esta noche, de
un descanso placentero.
-¡Pero sin olvidar el café! -gritó Federico tras la ba-
rra -. ¡Recuerden que no hay café como el de Buenpe-
rro!
-Muy bien. ¡Oiga, pues tráigalo ya! Lo fusionare-
mos con este excelente vino, a ver que nuevas melodí-
as nos sugiere.

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El resto de la noche fue plácido y ameno. Federico
el tabernero, que había estado oyendo durante todo el
día el concierto, se negó a cobrarles absolutamente ni
una moneda por la cena. Los armonilandos se dirigieron
al hostal de Buenperro, donde tenían reservadas varias
habitaciones, dispuestos a dormir profundamente. Tras
mezclar vino y café, catorce farolillos discretos, que
eran sus siete pares de ojos, alumbraron durante un
instante a la plaza dormida, que rezongó molesta. Los
músicos pidieron disculpas y entraron en el hostal. A los
pocos minutos, el silencio total ya reinaba en Buenpe-
rro; pero Assa, como Lila, tardó todavía unas horas en
llegar a las regiones oníricas. Ya dormía cuando, radian-
te, el sol dio la bienvenida al nuevo día.

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6

El cartero de Buenperro era un tipo peculiar. En


sus ochenta y cinco años de vida no se había dedicado
a otra labor que no fuera repartir cartas; sólo las gene-
raciones más antiguas recordaban su nombre, pero ni
siquiera éstas se molestaban en mencionarlo. Así, el
cartero, estuviera caminando por las calles de Buenpe-
rro, apoyado en la barra de alguna taberna degustando
su preciado vino o paseando con su hija (quien, pese a
dedicarse a la manicura de puercos, era conocida como
“la carterita”), recibía siempre el mismo saludo: “¡bue-
nos días, cartero!”, o “¡buenas tardes, cartero!” .¡Cuán-
tos años llevaría sin oír su nombre! Y, ¡cuántas veces
había deseado, ni que fuera en boca de su hija, oírlo!
Hagamos que los deseos ocultos de este tierno habitan-
te de Buenperro se conviertan en realidad, y digamos,
de una vez por todas, como se llamaba: Salvador. Que
su nariz roja, su barba blanca, sus mofletes hinchados y
su boca de koala se estremezcan; ¡que sienta, aunque
sea a tan tardía edad, la emoción de una caricia! Que el
deseo se convierta en lágrimas de felicidad; Salvador,
arriba a nosotros, reparte tus cartas; ¡viejo entrañable,
transporta una vez más la voz de los ausentes hasta el
corazón de los presentes! ¡Haz que Lila lea a su padre,
que añore su presencia! Salvador, viejo amigo, entra en
las casas y descansa, tómate un respiro; pues la canti-

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dad de emociones que transportas en tu bolsa raída no
tiene precio, si no es el de todo el oro del mundo.
Así, el cartero llegó a casa de Lila. Entró en el jar-
dín silbando, como era costumbre cuando traía una car-
ta de altamar. Violeta recogió la carta y le invitó a una
copita de vino, pero el viejo declinó amablemente la
cortesía de la madre de Lila arguyendo que llevaba ya
seis copitas de vino y eran las ocho y cuarto de la ma-
ñana.
Lila, que había escuchado el breve diálogo desde
su humilde habitación, asomó la cabeza por la ventana
para ver marcharse al cartero. Volvió a recostarse, e in-
mediatamente se dio cuenta de que no podría dormir
de nuevo; pensaba, casi sin darse cuenta, en su abuelo,
en el doctor Nadizo, en el remedio, en la planta, el viaje,
el coche, la posibilidad de aprender a conducir... ¡Eran
tantas las cosas! Sin saberlo, pues todavía era muy jo-
ven y experimentaba la sensación por primera vez, Lila
se hallaba en uno de esos trances anímicos en los que
la esencia se expande con un dinamismo peculiar, lle-
nando el cuerpo de una vitalidad y las acciones de un
vigor fuera de lo habitual.
Cuando bajó a desayunar un humilde café con
miel y unos “repletos” (así llamaba ella al pan untado
con crema de leche y huevo), su madre se encontraba
en la cocina, leyendo la carta con el semblante preocu-
pado.
-¿Qué pasa, mamá? -dijo.

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-Nada, hija mía. Este padre tuyo, que me quiere
matar a disgustos. Mira, lee.
Lila leyó lo siguiente: el barco en el que trabajaba
Jacinto, el padre de Lila, había atracado en Ubé, pobla-
ción de Un Lado, y un fuerte maremoto sacudía en esos
momentos la costa; reunidos en consejo extraordinario,
los dirigentes de Ubé y el rey Neptuno, gerente del mar,
habían llegado a un acuerdo para cesar el desastre na-
tural; el rey Neptuno, lleno de una vanidad gratuita des-
de que disponía de submarino particular, había solicita-
do, a cambio de la calma marina, un ejemplar de la des-
conocida Planta Anfibia, que crecía en las más recóndi-
tas tierras de Arriba, y que añadiría a su colección de
plantas exóticas; finalmente, Moreno, un joven habitan-
te de Ubé, de apenas cinco o siete años, estudiante em-
pedernido, se había ofrecido voluntario para desplazar-
se hasta Arriba y encontrar la planta.
-¡Ubé! -Exclamó Lila cuando finalizó la lectura -.
¡Pero si ahí vive el doctor!
-Ya lo sé, hija mía, pero piensa que ahí está tam-
bién tu padre. Temo por su bienestar.
-¡No temas tanto, no temas tanto! -reprochó Lila -.
¡Ya se espabilará! ¡Pero el pobre doctor..!
-Se llevará un buen susto cuando llegue.
Se oyó, en el jardín, un poderoso estruendo. Madre
e hija sacaron la cabeza por la ventana del comedor, y
descubrieron, ante su asombro, que Assa y sus seis
acompañantes se habían plantado allí y empezaban a

39
tocar las primeras notas de lo que parecía una canción
de despedida.
-¡Pero si es la pequeña que buscaba al doctor Na-
dizo! -exclamó Assa -. ¿Fue todo bien con el doctor?
-¡Fenomenal! -contestó Lila -. ¡Con un poco de
suerte, mi enfermo abuelo se curará!
-¡Ah, magnífico! Chicos, ¿os parece que nos despi-
damos de la nena y de esta señora interpretando
“Adiós, Lila y Violeta”?
-¿Tenéis una canción con ese título? ¡Qué casuali-
dad! ¡Yo y mi madre nos llamamos así!
-Mi madre y yo -corrigió Violeta.
-Pero si la abuela ya ha muerto, mamá.
Los músicos rieron, lanzando un canon de carcaja-
das que hizo que dos mofetas que pasaban por allí se
detuvieran para aplaudir por la majestuosidad de la risa
armonilanda.
-Bueno, ¡ahí va nuestra canción!
Y acto seguido entonaron en sol mayor los siguien-
tes versos:

Lila chiquilla,
los ojos de almendra;
Lila pequeña,
la piel de avellana;
Lila bañada
entre briznas de hierba;
Lila despierta

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baña la mañana.
Lila cansada,
multitud de fresas;
Lila ligera,
nube dulce y mansa;
Lila que baila
la canción que empieza;
Lila que sueña
la canción que acaba.

-¡Qué bonita! -dijo Lila.


-De Violeta no es que habléis mucho -se quejó la
madre.
-¡Ah, señora, la canción está compuesta por el Ar-
mónico Mayor! Él sabrá por qué puso ese título. En todo
caso, nos vamos. ¡Esta noche partimos hacia Arriba!
-¡Oh! ¡Pero si yo también me voy a Arriba!
-¿También vas tú, pequeña Lila? No es época de
vacaciones.
-Ya; voy con el doctor Nadizo, para encontrar una
planta que puede curar al abuelo... - y acercándose un
poco a ellos, dijo: - tiene un espíritu malo adentro, ¿sa-
béis?
-Así que vas a Arriba. Y a buscar una planta. ¡Qué
casualidad! Nosotros también tenemos que encontrar
una planta.
-¿Tenéis algún familiar enfermo?

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-¡Nada de eso, pequeña! Se trata de encontrar la
planta que nos ayudará a escribir la mayor obra musical
de todos los tiempos.
-Entonces, es otra planta.
-No cabe duda. Y ahora, sin mayor dilación, nos
vamos yendo, que nos esperan ávidos de noticias en Ar-
monilandia. ¡Hasta siempre, señora! Y a ti, pequeña,
¡que tengas suerte con tu planta!
-¡Igualmente, amigos!
Emulando a espigas de oro en un campo revuelto
por la brisa, los noventa dedos que había en escena se
despidieron. Y los músicos se alejaron alegres, dispues-
tos a encontrar allá en Arriba su planta soñada, su para-
íso eterno, el de la mayor sinfonía, la Gran Obra.

42
7

Mientras los armonilandos viajan hasta su capital


para encontrarse con el Armónico Mayor, y ya que Lila,
después del desayuno, ha decidido dormir un rato más,
vamos a adentrarnos en la lúgubre caverna que hemos
divisado por casualidad allá al fondo, cerca de ningún si-
tio, alejada de todo; bostezo de la naturaleza, tenebra
misteriosa, ¿qué hay en su interior que nos ha llamado
la atención? ¡Venid, venid! Con sigilo vigilan nuestros
ojos desde afuera; ¡no vemos vegetación, vida animal,
ni siquiera unas pocas hebras de musgo! ¡Por caridad,
que alguien nos diga qué hay en esta cueva para que,
inconscientemente, nos hayamos fijado en ella! Ah, es
eso. Claro. No podía faltar quien deseara la vida eterna,
ya que esta fábula es como todas las demás, igual que
una vida, por muy peculiar que sea, no deja de ser una
vida.
Sólo hay sombra en la caverna. Nada se mueve,
nada respira. Ni siquiera la nada entra allí, más que
nada para no ser algo y molestar. ¡Un momento! Se en-
ciende una vela. Una mano robusta la transporta hasta
una mesa. ¡Agachaos! ¡Mirad, mirad cuántos libros! La
mano coge uno de ellos, lo abre, y la vela delatora nos
descubre el resto de un cuerpo que intuíamos en la os-
curidad. Ya vemos sus formas duras, como de roca heri-
da por un viento agresivo y tenaz. Intentamos averiguar
el color de esos ojos, la textura de esa piel, el por qué

43
de ese dolor. Llora. Se estira de los pelos, da saltitos de
dolor, ¡cuidado!, corre hacia la salida y, con un infernal
alarido, lanza el libro montañas abajo y sale corriendo
en dirección a una región que el horizonte esconde tras
su lejanía.
Entre zarzas y arbustos hemos encontrado el libro;
cuando lo leemos, hallamos lo que esperábamos. Du-
rante seis páginas, una detallada descripción de la Plan-
ta Eterna nos conmueve; pero, ¿para qué la quieres,
anónimo cavernícola? ¿Por qué huyes hacia las tierras
de Arriba, esperando encontrar lo que no se puede ha-
llar ni en sueños? Anónimo y desgarrado, sus pasos son
raudos, veloces; nadie le consigue ver, pues se oculta
de la luz y de la humanidad, soñando, a cada paso, con
esa vida eterna que se le negará eternamente.
¡Corre, desgraciado, en busca de una verdad que
no existe!
¡Atraviesa más bosques, más valles, más monta-
ñas!
¡No dejes de volar hacia tu sueño!
Pero La Sombra, que así será conocido este ser de
ahora en adelante, pierde, en su camino hacia la eterni-
dad, el sentido de las cosas primeras; y bondad, humil-
dad y compasión ya no existen para él cuando, entre lá-
grimas de rabia y dolor, atraviesa el delicioso Valle Cua-
drado. No sabe que los ojos cerrados de Lila están so-
ñando su presencia; que las encinas lustradas tiemblan
al verle pasar; no distingue a los armonilandos cuando

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los supera en la Carretera de los Seis Soles; ¡tal es su
ciega velocidad!
Mientras Lila y Violeta cenen pensando en los dos
días que todavía quedan para que regrese el doctor Na-
dizo; mientras Crisanto, el abuelo enfermo, murmure
nuevas palabras del extinguido lenguaje gurugú; mien-
tras Moreno, el niño valiente, alimente su coche con po-
melos y peras para dirigirse hacia Arriba en busca de la
Planta Anfibia; mientras, en fin, cada peón de este aje-
drez afrutado proyecte sus sueños hacia Arriba, nada
verá La Sombra, nada distinguirá: sólo la fe ciega en
una vida infinita le guiará hasta la Planta Eterna. ¡Cre-
púsculo, cierra el mundo un día más; La Sombra te ne-
cesita para esconderse en tu decrepitud, para negar su
existencia al resto en el milagro diario de tu oscuridad!

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8

Hubo gran revuelo en Armonilandia; los trompetis-


tas, que daban la bienvenida a los visitantes del pueblo,
recibieron con grandes honores al coche que llegaba
desde el extranjero. El propio Armónico Mayor, ansioso
por las noticias que trajeran los músicos, encabezaba la
comitiva de recepción. Los pelos negros de su barriga
ondeaban al viento dándose aires de importancia; su
cabellera, perezosa, miraba hacia el suelo y resoplaba,
resignada a no ser jamás otra cosa que la cabellera del
Armónico Mayor.
El coche llegó al fin, y bajaron todos con cara de
cansancio.
-¡Assa! -dijo el Armónico Mayor -. ¡Assa, mi querido
amigo! ¡Rápido, que alguien vaya a reparar un baño
pero estos músicos, que bien se lo merecen!
Mientras Assa y el Armónico Mayor se fundían en
una abrazo, el resto de habitantes aplaudían emociona-
dos a los aventureros; Pop lloraba de una manera senci-
lla, sin complicaciones; el grupo de las viejas séptimas
(Mi, La y Si) celebraban el regreso desde los campos de
algodón de Armonilandia; Jota bailaba como le habían
enseñado, hacía ya muchos años, en Buenperro... en
fin; como siempre, quien montaba un mayor bullicio era
la desmelenada Trash.
-¡Amigos! -comenzó Assa -, ¡nuestro viaje no ha
sido en balde! ¡Hemos recorrido infinidad de pueblos,

46
recaudando cientos de billetes para poder financiar
nuestro viaje! ¡Pido un gran aplauso para Un Lado y
Abajo, especialmente para todo el Valle Cuadrado y su
capital, Buenperro!
De nuevo se oyeron alegrías; el sol ofreció su infi-
nita gama de acordes en forma de rayos solares, y el
cielo llovió en la menor; Mi Novena, la poetisa de los ar-
monilandos, improvisó una canción en homenaje a Assa
y sus acompañantes; el Desafinado, uno de los numero-
sos hijos de la anciana Samba, propuso bailes y juegos
por las calles de la población.
-Dejadme deciros -prosiguió Assa - que hay un be-
llo personaje que nos ha proporcionado el combustible
necesario para llegar hasta aquí de manera gratuita. Su
nombre es Federico el tabernero, y vive en Buenperro.
También quiero recordar a Lila, una preciosa niña de la
misma población que viajará, como nosotros, hasta Arri-
ba, pues necesita hallar, para la curación de su abuelo,
una planta de efectos mágicos. Pido que esta noche,
mientras el Armónico Mayor y yo hayamos partido en
busca de nuestra planta, todos meditemos una canción
en señal de apoyo hacia la chiquilla.
-¡Sí! -gritó el pueblo al unísono.
-Y qué, ¿cómo lo tenemos para llegar hasta Arriba?
-preguntó el Armónico Mayor -. ¿Habéis consultado ma-
pas, tal y como os pedí?
-Por supuesto. En cada pueblo pedíamos un mapa
de Todo. Parece bastante probable que la planta se en-

47
cuentre en Arriba a la Izquierda, una región montañosa
que se encuentra arriba a la derecha. Según nuestros
cálculos, tardaremos catorce días en llegar hasta allí;
necesitamos unos doscientos kilos de fruta para que el
coche resista un desplazamiento tan largo.
-Doscientos kilos -murmuró el Armónico -. Eso es
mucha fruta. En fin; acompáñame hasta mi casa, que
tenemos que programar el viaje. ¿Has trazado la ruta
que seguiremos?
-Creo que he escogido el trayecto más corto, Ár-
mon.
El Armónico Mayor, dirigiéndose hacia el resto del
pueblo, alzó los brazos y berreó lo siguiente:
-¡Venga, cada cual a lo suyo! ¡Partiremos esta no-
che, a las doce, que siempre le da un aire romántico a
la cosa!
La multitud se disgregó; cada cual cantaba lo que
le apetecía. Mudito, un actor enano que no podía hacer
uso de las palabras debido a un descuido (se había de-
jado las cuerdas vocales en casa de un amigo, hacía ya
tiempo, y nunca había vuelto para recuperarlas) silbó
alegremente, esperanzado todavía, pobre inocente, en
cumplir algún día su sueño inconfesable: convertirse en
un gran cantante. El alboroto fue cesando gradualmen-
te, y cuando la calma ya se había hecho dueña del lu-
gar, el Armónico y Assa entraron en casa del primero.
Empezaron a discutir sobre el trayecto.

48
-Esta es mi propuesta -dijo Assa, desplegando un
gran mapa sobre la mesa -. Subiremos por Colina Verde,
lo que nos llevará tres o cuatro días. Si no nos desvia-
mos mucho, debemos entrar en una población llamada
Aldea-Lago. Allí nos aprovisionaremos bien, porque de-
trás de la colina empieza el Desierto Azul Cobalto2.
Cuánto tiempo tardaremos en atravesar el desierto es
algo impredecible; me he aventurado en suponer que
no será menos de una semana. Bueno; cuando lo haya-
mos superado entraremos en Arriba. Una vez allí, ten-
dremos que preguntar.
-¿Preguntar? Pero, ¿quién puede saber si la Planta
Fusa existe?
-Tendremos que confiar en nuestra buena suerte.
El Armónico Mayor se levantó y miró por la venta-
na. Se ponía la tarde en Armonilandia. Fue a la habita-
ción contigua y se le oyó abrir un estuche; a los pocos
segundos, empezó a tocar una melodía suave y delica-
da con la flauta dulce, señal de que estaba meditando.
Assa, comprendiendo lo delicado de la situación, se
atrevió a ir hacia allí y preguntar:
-¿Quieres tomar algo? Un tazón de cacao, o algo
de café...
-No, mejor ponme una cerveza. En la nevera hay.
Assa fue hasta la nevera y sacó dos latas. Lió dos
cigarrillos y regresó. A los pocos minutos, ambos toca-
ban una pieza desgarrada, pasional, pensando, cada

2
El Desierto Azul Cobalto (más conocido como Desierto Azul) era famoso por sus dunas, que de noche
adquirían una tonalidad verde esmeralda.

49
cual a través de su instrumento, si serían capaces de
encontrar la planta maravillosa.

50
9

Ubé se llenaba de agua. Las calles empezaban a


parecer ríos furiosos, y los habitantes de la población,
temerosos de que la solución a su catástrofe llegara de-
masiado tarde, enmudecían mientras achicaban el
agua de los bajos. Se veía, aquí y allá, jóvenes estudian-
tes que lloraban impotentes al descubrir que gran parte
de sus apuntes se habían echado a perder; doctores en
oceanología debatían sobre el suceso, creándose en
todo tipo de locales improvisados simposiums sobre el
acontecimiento. El rey Neptuno, desde su submarino,
aguardaba impasible a la resolución de la tragedia: que-
ría su Planta Anfibia, y hasta que no la tuviera no estaría
contento.
El doctor Nadizo, que había llegado aquella misma
mañana, ayudaba a los enfermos de reuma, que empe-
zaban a proliferar por todos sitios. Recordó que apenas
dos días antes había estado en un lugar en el que la llu-
via no era sino motivo de alegría. Recordó a los buenpe-
rrunos bailando por las calles, celebrando el llanto ce-
lestial; y comparaba aquella situación con ésta, y no po-
día más que preguntarse, en voz alta:
-¿Qué ocurre con la condición humana? ¿Hay algo
más terrible que llegar a comprender que un mismo he-
cho puede generar dolor y placer de manera simultá-
nea? ¡Agua, agua maldita, cada una de las partículas
que componen tu cuerpo esconden historias recónditas,

51
sueños milenarios! ¡Cuántos mundos te beben, cuántos
pueblos te añoran! ¡Quién te desea, quién te desprecia!
¿Debemos odiarte o amarte? ¡Qué difícil, llegar a com-
prender tu fuerza y tu vigor, tu sentencia concreta, y a
la vez tu indefinición, tu misterio, tu lejanía!
-Por favor, ¿me podría dar ya las pastillas? -pre-
guntó el enfermo al que atendía en esos momentos.
El doctor Nadizo se llevó las manos a la cabeza.
-¡Disculpe! Aquí tiene. Una cada seis horas, o si le
apetece dos. Le aseguro que tienen un sabor estupen-
do. Tampoco se pase, a ver si se va a matar. Mire, igual
lo más sano sería que no se tomara ninguna y se fuera
a vivir a otra parte. ¿Le parece?
-Prefiero tomar las pastillas, doctor -dijo el enfer-
mo.
-Es su decisión. ¿Ha oído alguna noticia nueva so-
bre el asunto? Acabo de llegar, como aquel que dice, y...
-Sí. Ayer por la mañana partió un joven, estudiante
de las lenguas de allende, llamado Moreno, hacia Arri-
ba, en busca de la Planta Anfibia. Nadie sabe si la planta
existe o no, pero hay que probar suerte. El rey Neptuno
es muy cabezón.
-¡Vaya! ¿Y si no existe?
-A saber. Ya hay quien dice que deberemos vivir
así toda la vida. Nuestros estudiantes están desespera-
dos. Comprenderá que así no hay quien estudie.
-Sin duda. Dígame, ¿conoce personalmente al al-
calde?

52
-Sí, doctor.
-Deberá darle un mensaje de mi parte. Dígale que
el doctor Nadizo parte también hacia Arriba, pues debe
hallar otra planta para la curación de un enfermo. ¿Me
sigue?
-Sí.
-Bien: pues le dice que, aprovechando el viaje,
buscaré a ese tal Moreno e intentaré echarle una mano
para ver si encontramos la planta que quiere Neptuno,
y así mato dos pájaros de un tiro. ¿Se acordará de decír-
selo?
-No hace falta, doctor -dijo el enfermo -. Desde
hace tres semanas, el nuevo alcalde soy yo.
-¡Oh! Disculpe mi ignorancia. Es que viajo mucho,
y nadie me ha informado...
-No se preocupe. ¿Me da ya las pastillas?
El doctor Nadizo abrió su maletín y sacó dos cajas
rectangulares. Como era su costumbre, firmó las cajas
incluyendo una dedicatoria: “para el alcalde, con cariño.
Pablito Nadizo”. Acto seguido miró su reloj. Aunque lle-
vaba pocas horas en Ubé, debía regresar a Buenperro
para recoger a Lila. Se despidió y fue corriendo a buscar
su coche. Era un coche antiguo, de una sola puerta,
pero todavía conservaba el encanto de sus años prime-
ros. Pensó en Lila, que lo esperaba allá en Buenperro.
-¡Agua maldita, ya puedes inundarnos con fuerza,
que tienes los días contados!

53
Y, tras gritar estas palabras a una cebra vieja que
pasaba por allí y que no entendió nada, arrancó en di-
rección al Valle Cuadrado.

54
10

Curiosamente, en apenas dos días se había exten-


dido la noticia, en todo el Valle Cuadrado, de que el fa-
mosísimo doctor Nadizo y la pequeña Lila viajarían en
breve hacia las recónditas tierras de Arriba, en busca de
una planta mágica que podría curar al abuelo de la
niña. Muchos conjeturaban que Nadizo acabaría siendo
padre de la niña, pues Jacinto el pescador siempre esta-
ba en altamar y los lazos (más bien nudos) que unían a
padre e hija se podían deshacer fácilmente con tanta
agua de por medio. Los había incluso que se complací-
an -¡malditos compadres del vicio! -en añadir maliciosa-
mente que Nadizo no se casaría con Violeta, sino con la
propia Lila, que en poco tiempo empezaría a tomar las
formas de una mujercita apetitosa y tentadora. Pero las
únicas curvas que ahora veía Lila en su interior eran las
de las carreteras que atravesarían en su largo trayecto
hasta Arriba.
Cuando el claxon sonó afuera, cerca del jardín,
madre e hija salieron corriendo, con lágrimas color ver-
de esperanza en los ojos y los brazos abiertos, como si
intentaran abarcar un poco de calma en sus débiles y
humildes extremidades. El doctor Nadizo, para qué ne-
garlo, absorbía la atención de toda la pradera; encinas y
abetos, alcornoques y pinos, ruiseñores y buitres, caba-
llos y lobos..., todos y cada uno de los seres vivos que
presenciaban la llegada del automóvil, esperaron con

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impaciencia a que los tres se fundieran en un abrazo
emotivo, caluroso; y así sucedió, pues el narrador des-
punta aquí su omnisciencia y se decide a provocar,
como tantas veces ocurrirá a lo largo del relato, la con-
secución de los hechos que lo componen.
-Violeta, Lila -empezó a hablar Nadizo -, escuchad-
me con atención: ha surgido un contratiempo terrible.
Mi lugar natal, Ubé, está sufriendo las iras caprichosas
del rey Neptuno, jefe del mar, y parece un gran plato de
sopa salada; un estudiante valiente, que se llama More-
no, de cinco o siete años, ha partido ya en busca de una
planta singular que Neptuno quiere conseguir a toda
costa; en fin, los planes han cambiado un poco. Ayudaré
a Lila a aprender a conducir (no temas, pequeña, apren-
derás en seguida), y después partiré, simplemente con
mi patinete, en busca del pequeño Moreno, pues, no me
duele reconocerlo, amo demasiado a mi pueblo como
para dejarlo morir de una manera tan cruel.
-Sabemos lo de Ubé, señor Pablito -dijo Violeta -.
Mi marido, que es marinero, ha atracado en su puerto, y
nos ha informado de todo lo ocurrido en una carta.
-¡Ah!, así, no debo daros más explicaciones. Per-
fecto. Antes de partir, Lila, me gustaría volver a hablar
con tu abuelo. Cualquier cosa que nos diga en gurugú
puede servirnos...
El abuelo dormía profundamente en aquellos mo-
mentos. Se le había caído tantas veces la nariz que aho-
ra la tenía fuertemente sujetada con una goma elástica,

56
que le daba la vuelta a la cabeza y le apretaba el tabi-
que nasal. Respiraba con dificultad.
-No sé si hacerle hablar -dijo Nadizo -. Déjenme
ver...
Tomó el pulso al enfermo. Contabilizó seis latidos
por minuto, lo cual no era gran cosa.
-Mejor no despertarlo -sugirió -. Está mal.
-¿Muy mal? -preguntaron madre e hija, nerviosas.
Tras un silencio de varios minutos en los que no
paso nada destacable, Nadizo confirmó:
-Muy mal.
Violeta y Lila lloraron en silencio.
-Pero podría estar peor -añadió Nadizo.
Madre e hija sonrieron, consoladas.
-No hay más que hablar, mujeres. Que el anciano
descanse. Afuera nos espera un automóvil ávido de
aventuras.
La delicadeza de las palabras pronunciadas por
Nadizo calaron en lo más hondo de los corazones de Lila
y Violeta. Primero caló en el de Violeta, que era la ma-
dre; el corazón hijo, que era el de Lila, esperó su turno
para quedar, finalmente, empapado también por el ma-
jestuoso verbo del doctor.
Efectivamente, el coche esperaba afuera. El ronro-
neo de su motor indicaba, sin ninguna duda, que sentía
placer ante la aventura que iban a correr sus dos ocu-
pantes. Lila abrió la puerta única y penetró en el inte-
rior; admiró sus palancas, sus pedales y todas las agu-

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jas que, nerviosas, subían y bajaban en los medidores.
Los asientos, tapizados en color crema, le hicieron en-
trar en un momentáneo ensueño; se imaginó vagando
por las arenas de un desierto infinito, atravesando pla-
yas y montañas, riachuelos y mares; y siempre viajaba
en el coche, y sentía, como si ya fuera parte de sí, ese
color crema, esas palancas y esos pedales; y el peque-
ño ensueño, que apenas duró unos instantes, le pareció
tan intenso que dio en considerarlo como algo bueno,
muy bueno, y lo guardó en el bolsillo; aunque, ¡pobre
Lila!, no se acordó de sacarlo de allí. Y ese instante, lla-
mado felicidad, se evaporó sin remedio con el paso de
los días.
-He comprado muchos kilos de fruta -dijo Nadizo -.
Baja, Lila, tienes que ver el motor para comprender su
funcionamiento. Aquí, ¿ves? -dijo abriendo la capota -,
se coloca la fruta. Cada coche está creado para funcio-
nar con un tipo de fruta específico; el mío, que es anti-
guo, funciona bastante bien con pomelos, aunque no le
desagrada una combinación de naranjas y limones. Los
coches de hoy en día funcionan casi todos a base de
fresas, que están más de moda. Ahora le damos estos
pomelos al coche... ya está, ¿oyes con que fuerza ronro-
nea?
Lila asintió maravillada.
-Muy bien. Ahora ya podemos subir. ¿Tienes el
equipaje hecho?
-¡Claro!

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Ambos entraron en el coche.
-Violeta, cuide bien a su padre. ¡Casi se me olvida-
ba! Déle estas hierbas maceradas en agua y aceite ti-
bio, dos cucharadas al día. Y siga lustrando los árboles
con ese arte tan especial que tiene...
-Gracias, Pablito -dijo la madre sonrojándose. Se
acercó a la ventanilla del coche y le susurró al doctor :
-¿La cuidará, verdad?
-Como que me llamo Nadizo.
El coche arrancó.
Un gallo cantó desde lo alto de algún lugar lejano.
Cantó con fuerza, con decisión: era el gallo que anun-
ciaba aventuras próximas, ilusiones, alegrías; pero tam-
bién tristezas, desencantos, sorpresas inquietantes. El
sol lució con fuerza; la luna soñó a la noche; las flores y
las plantas se mecieron con suavidad, aunque en aque-
llos momentos la brisa se encontraba en un lugar leja-
no, visitando a su madre; los colores, en fin, resolvieron
que la unión de todos ellos bajo el canto eterno no debía
tener al negro como resultado, sino al blanco más puro.
El gallo infinito lanzó durante varios minutos su “kikirikí”
haciendo que en el mundo entero se oyera su voz pode-
rosa; y llamó la atención del Armónico Mayor y de Assa,
que se encontraban en la carretera de los Dos Vientos;
y alertó a Moreno, que divisaba, en la lejanía, la aldea
de un solo habitante; y desgarró el alma ya desgarrada
de La Sombra, que corría tras Moreno como parte de su
todavía desconocido plan; y todos comprendieron, sin

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necesidad de pensarlo, que sus esencias se desplaza-
ban hacia el mismo centro, que era Arriba; y se supo,
sin que nadie lo dijera, que cada viaje estaba entrelaza-
do en el tiempo y el espacio con los demás, y quién
sabe si más allá.

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