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Las fuerzas de guerra

en la construcción del Estado:


América Latina, siglo XIX

Juan Carlos Garavaglia, Juan Pro Ruiz y Eduardo Zimmermann


editores

Rosario, 2012
Índice

Prólogo, Juan Carlos Garavaglia ................................................................... 9

PARTE I

Guerra y Estado en tiempos de construcción nacional:


comentarios sobre América Latina en el siglo XIX, Juan Pro Ruiz .............. 17

Fuerzas militares para defender al Estado: Guatemala 1823-1863,


Juan Carlos Sarazúa Pérez ............................................................................. 33

El ejército y la guerra en la formación del Estado costarricense,


Esteban Corella Ovares .................................................................................. 59

De la guerra civil nicaragüense a la guerra antiilibustera


centroamericana, 1854-1857, Víctor Hugo Acuña Ortega ............................ 73

Empréstitos para la guerra / entramados de la acción.


República de la Nueva Granada 1839-1842, Pilar López Bejarano ............. 89

Ejército y milicias del Estado ecuatoriano, 1830-1861.


Una aproximación a su compleja conformación, Viviana Velasco Herrera .. 123

Ciudadanos en armas: el ejército y la creación del Estado, Perú


(1821-1861), Natalia Sobrevilla Perea ........................................................... 161

PARTE II

Guerra, fuerzas militares y construcción estatal en el Río de la Plata,


siglo XIX. Un comentario, Eduardo Zimmermann ........................................ 185

La máquina de guerra y el Estado: el Ejército de los Andes


tras la caída del Estado central del Río de la Plata en 1820,
Alejandro M. Rabinovich............................................................................... 205

La educación militar en Buenos Aires entre 1820 y 1830,


Rodolfo González Lebrero ............................................................................. 241
Regularizar la guerra, disciplinar la sociedad. Una nota sobre el
reclutamiento de fuerzas de guerra mercenarias durante la última etapa
de la “Guerra Grande”, 1848-1852, Mario Etchechury ............................... 287

Guerra y sociedad en el litoral rioplatense en la primera mitad


del siglo XIX, Raúl O. Fradkin ....................................................................... 319

“Haremos lo posible para asegurar y tranquilizar la frontera”.


La defensa de la frontera bonaerense durante la década de 1850,
Silvia Ratto..................................................................................................... 357

Comisarios de campaña en el departamento Rosario:


entre ocupaciones públicas e intereses privados (1850-1865),
Evangelina de los Ríos y Carolina Piazzi ...................................................... 381

Fuerzas de guerra y construcción estatal: de la Confederación


a la Nación Argentina (1856-1865), Juan Carlos Garavaglia ........................ 413
Prólogo

E
l libro que el lector tiene en sus manos nace de un simposio organizado
por el proyecto State Building in Latin América1 (SBLA) en el CIAPA de
San José de Costa Rica, en el mes de agosto de 2011.2 En esta reunión,
los miembros titulares del proyecto, algunos investigadores asociados al mismo y
varios invitados externos, discutieron acerca de la relación entre la guerra y el pro-
ceso de construcción estatal en las décadas subsiguientes a la Independencia his-
panoamericana, tratando en especial, los casos de Guatemala, Costa Rica (y Amé-
rica Central en general), Colombia, Ecuador, Perú y el Río de la Plata en ambas
orillas, es decir, lo que sería más tarde la Argentina y el Uruguay. La tranquilidad
del lugar y la acogida de los dueños de casa en el CIAPA, sumadas a la extremada
amabilidad de los costarricenses, hicieron de los días de trabajo en San José un
momento de esos que justiican con plenitud el ejercicio, con tanta frecuencia ári-
do, de nuestra profesión de historiadores y de investigadores en ciencias sociales.
Estudiar la guerra en relación al proceso de construcción estatal en el siglo
XIX temprano de América Hispana es una tarea en la que varios nos han prece-
dido3 y no tenemos, por supuesto, ninguna pretensión de originalidad; aun así,
señalar este aspecto de la cuestión apareció desde el inicio de nuestro proyecto
como algo ineludible. Lo que habíamos ido trabajando en el curso de encuentros
anteriores acerca de la iscalidad y la burocracia4 en la historia primigenia de las
jóvenes naciones hispanoamericanas,5 nos pusieron, como a muchos otros investi-
gadores y cientistas sociales de los más variados horizontes, frente a la evidencia
del papel central de la guerra en el proceso de construcción estatal. En todos los

1 Avanced Grant N° 23246 del European Research Council, 2008-2013, radicado en la Universitat
Pompeu Fabra (UPF), de Barcelona, ver la web del proyecto en: www.statebglat.upf.edu
2 El simposio se llamó “Guerra, violencia y construcción del Estado. América Latina, siglo XIX”; el
CIAPA es el Centro Investigación y Adiestramiento Político Administrativo: www.ciapa.org
3 Cfr. CENTENO, Miguel Angel Blood and Debt. War and the Nation-State in Latin America, Penn-
sylvania State University Press, Pennsylvania, 2002. Se puede consultar también un volumen col-
ectivo dirigido por Robert L. Scheina, Latin América’s Wars. The Age of the Caudillo, 1791-1899,
Brassey Inc., Washington D.C., 2003, cuyo objetivo es más bien un racconto de cada conlicto.
4 “Fiscalidad y construcción estatal en Europa y América”, organizada en la Universitat Pompeu
Fabra de Barcelona en abril de 2009, cuyos textos fueron publicados en Illes i Imperis, 13, 2010
y se pueden consultar, asimismo, en http://repositori.upf.edu/handle/10230/30. En la Universidad
Nacional de San Martín, en Buenos Aires, mantuvimos en agosto de 2010 una reunión bajo el
título: “La burocracia en América Latina, siglo XIX”; sus resultados serán publicados en el libro
en preparación: Latin American Bureaucracy and State Building Process (1780-1860), editado por
Juan Carlos Garavaglia y Juan Pro Ruiz.
5 Nadie en aquella época usaba la expresión América Latina y solo la necesidad derivada del uso del
inglés nos obligó a utilizar esa denominación en nuestro proyecto.
10 Las fuerzas de guerra...

ejemplos estudiados (y Costa Rica, justamente, parecía –a primera vista– el único


que escapaba a la norma, al menos hasta los años treinta), los recursos dedicados a
las guerras, como aquellos destinados a pagar los servicios de la deudas originadas
en ellas, eran siempre los más importantes en la iscalidad de esos estados y no
era nada extraño encontrar casos, como Guatemala en las décadas de la República
Federal o el Río de la Plata en los años 1840/1860, en los cuales ambos rubros
superaban el 80% del total de los egresos del estado. Eso también se relejaba en
el cuadro que presentaban los servidores del estado. Frente a muy delgadas buro-
cracias (a menudo solo el 4 o 5 por ciento del total de los individuos que recibían
en sueldo estatal), los hombres bajo bandera en el ejército y la marina, los policías,
los guardianes nocturnos de las ciudades, los gendarmes o los guardias aduaneros,
representaban la abrumadora mayoría de aquellos que dependían del estado para
su (irregular) sustento. Sin mencionar a todos aquellos que estaban obligados,
de buen o mal grado, a servir en forma alternativa bajo la denominación de mi-
licianos, guardias nacionales, auxiliares y otros títulos similares. Por supuesto,
hablamos aquí de “hombres” pero es sabido que las mujeres (rabonas, soldaderas,
familias, como se las conoció en distintos ámbitos nacionales) ocuparon un lugar
destacado en la mayor parte de esas fuerza de guerra, tanto regulares como irregu-
lares. Algunos regimientos de la frontera pampeana a mediados del XIX llegaron
a tener casi tantos soldados como mujeres y niños; eran verdaderos poblados en
armas, donde cada uno cumplía sus funciones.6
Juan Pro Ruiz de la Universidad Autónoma de Madrid, investigador asociado
al proyecto State Building y Eduardo Zimmermann, profesor de la Universidad
de San Andrés de Buenos Aires, invitado especialmente para esta reunión, ambos
coeditores de este volumen, han tratado en sus dos colaboraciones los aspectos
centrales de los artículos aquí incluidos y no es nuestra idea en estas breves pá-
ginas repetir sin gracia lo que ellos ya han hecho con solidez. Solo quisiéramos
ahora marcar algunos temas que hemos dejado en el tintero en los trabajos que se
incluyen en este volumen, cuestiones que, sin embargo, nos parece que resultan de
particular relevancia para el objetivo que nos hemos ijado.

6 En el libro de Julio Vezub Indios y soldados. Las fotografías de Carlos Encina y Edgardo Moreno
durante la “Conquista del Desierto”, Elefante Blanco, Buenos Aires, 2002, se pueden observar
en las pp. 74-78, algunos detalles sobre los ranchos de las “familias” en los destacamentos de las
avanzadas patagónicas del ejército en los años setenta; suponemos, a falta de testimonios fotográ-
icos, que este era el sistema habitual en los regimientos estables de la frontera ya desde la época
de Rosas.
Prólogo 11

La guerra y la sangre
“Todos los hombres son culpables ante una madre que ha
perdido un hijo en la guerra; y a lo largo de la historia de la
humanidad todos los esfuerzos que han hecho los hombres
para justiicarlo han sido en vano.”
Vasili Grossman Vida y destino

Desde el puñado de muertos de la así llamada “batalla” de Ochomogo en Costa


Rica en 1823, hasta los varios centenares de miles que murieron en los durísimos
combate de la Guerra del Paraguay en los años sesenta, las guerras hispanoameri-
canas han dejado tras sí un reguero de cadáveres y, por lo tanto, de madres deses-
peradas, de viudas y de niños desamparados. No es esto algo novedoso en la his-
toria de las guerras. Carl von Clausewitz decía que el objetivo de la guerra era ani-
quilar al enemigo y algunos jefes militares hispanoamericanos, sin jamás haberlo
leído, aplicaban este principio al pie de la letra y no en el sentido igurado como
era la idea del oicial prusiano. Sin embargo, él también nos recuerda que la guerra
“Es un conlicto de grandes intereses que se resuelve de manera sangrienta…”7 Y
esta cuestión de la sangre derramada en los combates, pese a su relevancia, no ha
sido tratada todavía en nuestro continente con la seriedad que el tema exige. Poco
hemos analizado este aspecto de las consecuencias de las guerras en los estudios
aquí presentados y pensamos que no sería inútil en el futuro encarar este tema que
está muy lejos de ser secundario en cualquier análisis sobre ese fenómeno.
Hablábamos antes de madres desesperadas, de viudas y de huérfanas, pero no
todas las mujeres familiares de hombres de armas, como es inevitable imaginar en
estas sociedades tan desiguales, se hallan en la misma situación frente a las conse-
cuencias que ese trágico hecho implica para la vida de la familia. Con solo darle
una mirada a las listas de madres, viudas e hijas de militares que reciben una pen-
sión en Buenos Aires en 1863, podemos hacernos alguna idea de ese aspecto de la
cuestión. Sobre un total de 572 madres, viudas e hijas de militares que reciben una
pensión del estado (en su inmensa mayoría se trata todavía de militares de Buenos
Aires e incluye muy pocos de las provincias), hay sólo un 8% de familiares que
perciben alguna pensión por la muerte de suboiciales, soldados y marineros, es
decir, lo que se llamaba la “tropa” en los registros militares de la época. Durante
las décadas previas a la reuniicación nacional, operada en 1861, las fuerzas de
guerra de la provincia de Buenos Aires mantuvieron una relación aproximada de
un oicial por cada 7/10 hombres de tropa, con una cantidad global que oscilaba
entre 3.500 y 5.500 efectivos en armas. Si, como hemos dicho, suponemos que se
trata en general de militares de Buenos Aires, llegaríamos entonces a la conclusión

7 CLAUSEWITZ, Carl von De la guerra, La Esfera de los Libros, Madrid, 2005, p. 106.
12 Las fuerzas de guerra...

de que alrededor de un familiar de cada dos o tres oiciales fallecidos cobraba


pensión y, en cambio, cada cien suboiciales o soldados fallecidos solo había una
mujer que podía tener una pensión por la muerte de su pariente.8
La explicación del fenómeno no hay que buscarla en diferencias jurídicas,
sino en la distancia social que separaba a las familias “decentes”, según la consa-
grada terminología de la época, de los campesinos y de la plebe urbana, vivero de
las tropas de Buenos Aires. Habitando la campaña o no teniendo conocimientos,
contactos y conexiones en los círculos cercanos al poder, obtener una pensión
era algo completamente inalcanzable para una pobre mujer “del común”. Algunas
pocas veces, una viuda de un miliciano o de un guardia nacional que no tiene
aquellas condiciones requeridas para ser “escuchada”, llega sin embargo a solici-
tar por escrito una reparación por el marido muerto y, en general, lograba después
de mucho luchar una suma ridícula –por única vez– para ser acallada e incluso, no
olvidaba agradecerlo con respetuosas palabras.
En cuanto a los muertos en el campo de batalla (y en no pocos casos, en
las represalias que seguían a veces a una derrota, cuando un fusilamiento era el
destino deseable frente a otras muertes menos dulces), no contamos para el caso
rioplatense con la menor posibilidad de realizar un cálculo, aunque fuera aproxi-
mativo, acerca de la mortalidad general de los hombres de armas en oportunidad
de los innumerables combates de las guerras de este periodo. Mas, en relación a
ese mismo año de 1863, tenemos al menos un cuidadoso recuento de los inválidos
que en ese momento estaban percibiendo una pensión estatal. Y estos números son
el anverso especular de los precedentes por razones evidentes (como ya dijimos,
la relación en las décadas anteriores entre oiciales y tropa era de alrededor de 1
a 7/10 hombres). Veamos entonces los datos: sobre un total de 816 miembros del
cuerpo de inválidos, el 89% está constituido por suboiciales y soldados. Esto nos
habla de las maneras de hacer la guerra en la época y de algunas de sus conse-
cuencias, pues los oiciales no parecen estar especialmente favorecidos ante las
asechanzas de la muerte. En efecto, los oiciales tienen un buen 11% de inválidos,
cuando ellos representan un porcentaje un poco menor en el total de los cuerpos
armados.9 Como es sabido, hay muchos relatos, no pocos de ellos verídicos, acerca
del valor, la audacia y la temeridad de algunos jefes y oiciales que encabezan la
primera línea en una carga de caballería o que no repugnaban lanzarse de lleno
en el combate cuerpo a cuerpo, por lo tanto, su tributo de sangre era similar y
proporcional al de los miembros de la tropa que se hallaba bajo su mando. Esta

8 No incluimos en este cálculo a los miembros de la Guardia Nacional, en cuyo caso los porcentajes
serían aun mucho mayores.
9 Las cifras citadas en este párrafo y en el precedente han sido tomadas de la Memoria presentada
por el Ministro de Estado en el Departamento de Guerra y Marina al Congreso Nacional de 1864,
Buenos Aires, 1865, pp. 104-155.
Prólogo 13

era todavía una época en la cual el ejercicio de las armas presuponía también para
jefes y oiciales el riesgo de la propia vida.
En una palabra, la guerra conlleva desde siempre un precio de sangre. En el
caso límite de la Guerra del Paraguay (1864-1870), si bien los números concretos
acerca de la cantidad total de hombres y mujeres que murieron como consecuen-
cia directa de la contienda (como por el efecto de las epidemias y hambrunas de
ella derivadas) siguen siendo discutidas, ya está más o menos al claro para el caso
paraguayo que casi el 70% de la población previa a la guerra había desaparecido
en 1870, es decir alrededor de 300.000 personas.10 Si le sumamos los caídos per-
tenecientes a los ejércitos de la Triple Alianza, la cifra de 400.000 muertos parece
incluso quedarse corta.11 Las secuelas que arrastró la sociedad paraguaya en las
décadas que siguieron fueron aterradoras y conformaron, sin lugar a dudas, el
futuro de ese país en su entrada en el siglo XX. No olvidemos entonces que la gue-
rra, si bien indisputablemente tiene un papel de primera importancia en el proceso
de construcción estatal en su búsqueda ineludible del monopolio de la violencia,
también puede dejar detrás de sí un reguero de sangre con pesadas consecuencias
para los vivos que, paradójicamente, como ocurrió en el caso del Paraguay de la
postguerra, termina acarreando negativos resultados en el camino hacia el state
building.

Juan Carlos Garavaglia


ICREA/UPF, Barcelona y EHESS, París
Barcelona, julio de 2012

10 Ver: WHIGAM, Thomas L. y POTTHAST, Barbara “The Paraguayans Roseta Stone: New In-
sights into the Demographics of the Paraguayan War, 1864-1870”, en Latin American Research
Review, 34 (1), 1999; LEUCHARS, Chris To the Bitter End. Paraguay and the War of the Triple
Alliance, Greenwood Press, Westport, 2002.
11 DORATIOTO, Francisco Maldita guerra. Nova história da Guerra do Paraguai, Companhia das
Letras, São Paulo, 2002; CAPDEVILA, Luc Une guerre totale. Paraguay, 1864-1870, Presses
Universitaires de Rennes, Rennes, 2007.
PARTE I
Guerra y Estado en tiempos de
construcción nacional:
comentarios sobre América Latina en el siglo XIX
Juan Pro ruiz
Universidad Autónoma de Madrid
SBLA Project

C
omentamos aquí seis textos que analizan la experiencia histórica de la gue-
rra y su relación con la construcción de los estados en seis casos naciona-
les: Guatemala, Costa Rica, Nicaragua, Colombia, Ecuador y Perú, con-
templados entre las décadas de 1820 y 1860, si bien desde ópticas muy diferentes,
que dan prioridad a distintos factores y aspectos del problema. Los seis trabajos
apuntan hacia la evaluación de la cuestión del ejército y de la guerra como motores
de la construcción estatal. Esto en sí mismo no sería muy innovador, porque se tra-
ta de una tesis bien conocida y, en todo caso, de una conexión obvia. Sin embargo,
hay un “aire de familia” en todos los textos, que los liga a una forma original de
abordar el problema, propia del proyecto colectivo en el que se enmarcan.
En estos trabajos no se insiste en la conexión necesaria entre esfuerzo guerre-
ro, extracción iscal y desarrollo de la burocracia de Estado;1 sino que se introduce
la guerra como marco en el que se produjo la construcción de los estados y que,
por tanto, condicionó ese proceso en todo momento. Lejos de responder a un mo-
delo lineal de racionalización, parece postularse que los estados de los que se está
hablando en el siglo XIX nacieron y se desarrollaron en un marco de contingencia
cuyo determinante mayor era la guerra: el conlicto armado recurrente y omnipre-
sente que, por momentos, parece la “guerra de todos contra todos” del estado de
naturaleza de Hobbes.2
El ejército aparece como el núcleo central de estos estados durante las fases
tempranas de su proceso formativo. Y en ese sentido, funciona como materiali-
zación y como símbolo del poder del Estado. De ahí que los trabajos presentados
hablen de él como una especie de metáfora del Estado, pues se aprecian en el
ejército las mismas características que cabría atribuir al Estado en su conjunto. El
ejército –como el Estado– aparece como un espacio de confrontación en el cual se

1 TILLY, Charles Coerción, capital y los estados europeos, 990-1990, Alianza Editorial, Madrid,
1992 [1990]; STORRS, Christopher (ed.) The Fiscal-military State in Eighteenth Century Europe,
Ashgate, Surrey, 2009.
2 Bellum omnium contra omnes. HOBBES, Thomas Leviatán: o la materia, forma y poder de una
República eclesiástica y civil, FCE, México, 1987 [1651], cap. XIII.
18 Las fuerzas de guerra...

traducen los conlictos y los poderes presentes en el conjunto de la sociedad; pero


también como una fuerte condensación de medios de poder, por cuyo control se
lucha y se negocia entre los grupos rivales, sin que eso signiique negar un cierto
grado de autonomía para el ejército como un poder en sí mismo, a medida que fue
creciendo y asentándose.
Los ejércitos aquí presentados eran, como los estados mismos a los que sos-
tenían, una extraña mezcla de elementos antiguos –conocidos desde la colonia– y
de elementos nuevos, ligados al proyecto moderno de la nación surgido de la Re-
volución. Encontramos milicias y redes clientelares, discriminaciones étnicas y
localismos persistentes, cuando no una continuidad pura y simple de unidades mi-
litares, de formas de organización y de personas procedentes de la época colonial.
Pero, junto a ellas, formando una amalgama difícil de separar, también aparecen
la acción nacionalizadora de la guerra defensiva, las excitaciones al patriotismo y
la introducción del arte de la guerra traído de la Europa posrevolucionaria. Ambas
partes de la ecuación –lo antiguo y lo nuevo– forman los ejércitos del siglo XIX.
No es una escala de observación determinada la que permite ver claro todo
esto: no es lo micro ni lo macro, sino la combinación lexible entre distintas esca-
las de observación. La combinación de las escalas permite acercarse a una perio-
dización del proceso de construcción de los estados nacionales, en lugar de zanjar
en abstracto la cuestión del Estado de manera ahistórica.
Los autores de los seis trabajos han encontrado algunas vías originales para
abordar la relación entre la guerra y la construcción del Estado. Una de ellas es
explorar la relación del ejército con el ajuste entre intereses contrapuestos de gru-
pos regionales o locales, mostrando cómo esos grupos pugnaban por hacerse con
el control de las fuerzas armadas nacionales, pero al mismo tiempo tales fuerzas
eran poco más, en los periodos iniciales del proceso, que las mismas facciones
locales en armas, que se atribuían el caliicativo de nacionales en una operación
de legitimación de sus intereses particulares como equivalentes del bien común.
Si a esta problematización de la diferencia entre ejércitos nacionales y mon-
toneras locales unimos el reclutamiento de fuerzas mercenarias extranjeras para
auxiliar en el proceso de construcción de un ejército y un Estado “nacionales”, ve-
mos la paradoja de que un instrumento nacionalizador, como en principio debería
ser el ejército, clave para imponer la independencia nacional, la unidad e integri-
dad del territorio, y el fortalecimiento del Estado, no era con frecuencia tan na-
cional, en la medida en que podía vehicular intereses subnacionales (en el sentido
de locales o regionales) y, al mismo tiempo, poner en juego a fuerzas extranjeras
que traían al tablero de la construcción del Estado los intereses de otros países. Si
conectamos esta constatación con el papel que desempeñaban los comerciantes,
asentistas y banqueros privados en la inanciación de las fuerzas armadas del Es-
Guerra y Estado... 19

tado, necesariamente hay que plantearse la pregunta que late en el fondo de todos
estos trabajos: ¿Qué tenían de nacionales aquellos ejércitos llamados nacionales?
Los ejércitos que aquí se presentan parecen responder a una diversidad de
funciones que se les asignaron en los estados nacionales en formación, funciones
entre las cuales no parece que la más destacada –o, el menos, la más frecuente–
fuera la defensa exterior frente a ejércitos de otras naciones. Tan importante o más
parece haber sido la función de control del territorio frente a amenazas internas
contra el emergente poder del Estado (si bien estamos hablando de una época y
unos contextos en los que lo externo y lo interno se confunden y se entremezclan).
El ejército sería, desde este punto de vista, una pieza clave en la airmación de
uno de los poderes presentes en el territorio frente a los demás; al proceso de
condensación de ese poder victorioso lo llamamos construcción del Estado; y a
la coniguración de poder asimétrica que resulta, la llamamos, sin más, Estado.
Hay que tener en cuenta que estamos hablando de fases de la construcción
de los estados muy incipientes, en las que no había todavía una Administración
civil directa relevante; y por tanto, el ejército representaba prácticamente el único
medio de control que el poder central tenía sobre la población y el territorio. En
esas condiciones, el tipo de ejército que se erija determinará el tipo de disciplina,
de relaciones y de orden social que se proyecte. No es de extrañar, por ello, que
tan pronto como las condiciones lo permitieron, todos los poderes establecidos
aspiraran a disponer de ejércitos regulares al servicio de un proyecto de orden
y de disciplinamiento de la sociedad; un proyecto, sin embargo, frenado por las
limitaciones inancieras y por los intereses creados en torno a la pervivencia de
otras prácticas guerreras.
Queda claro en los trabajos, sin embargo, que la relación entre Estado y so-
ciedad –con el ejército por medio– no es sencilla ni unidireccional: no hay un
aparato estatal dominante que, utilizando medios entre los que destaca el ejército,
domina y moldea a la sociedad. No hay tal “aparato”, sino una interacción mucho
más compleja. Pero en esa interacción existe esta virtualidad del Estado como
institucionalización de esas relaciones que están en la sociedad, a las que da un
valor añadido.

El trabajo de Juan Carlos Sarazúa (Fuerzas militares para defender al Esta-


do: Guatemala 1826-1863) pone ante nosotros un caso de enorme interés por las
características históricas de Guatemala, un verdadero “laboratorio” de la construc-
ción estatal. Dichas características suscitan con fuerza la cuestión étnica, por un
lado, pues la amplia proporción de población indígena no podía dejar de plantear
dudas y debates en cuanto a las modalidades de su implicación, tanto en la guerra
y en las fuerzas militares que la sostenían como en el Estado mismo. Por otro lado,
suscitan también la cuestión de las dimensiones del Estado-nación y del reparto
20 Las fuerzas de guerra...

territorial del poder, por las alternativas entre el federalismo y el localismo hasta
la desaparición de las Provincias Unidas de Centroamérica en 1839.
Las discusiones sobre la participación de los indígenas en las fuerzas milita-
res revelan con transparencia casi naïf los intereses y los prejuicios que condicio-
naron la construcción del Estado nacional en Guatemala. La herencia racista alora
en los debates sobre la aptitud para el uso de las armas, sólo discutida cuando se
aplicaba a los indígenas. El estado de necesidad creado por situaciones bélicas en
las que estaba en juego la supervivencia dio pie a que por un momento se allanaran
los obstáculos que tradicionalmente impedían a Guatemala levantar un gran ejér-
cito, saltando por encima del prejuicio étnico y del prejuicio social para organizar
el reclutamiento masivo. Pero, inalmente, la exclusión de la población indígena
del servicio militar muestra la opción por un modelo de ejército que preparaba un
diseño nacional de tintes racistas: una nación ladina, en la que se privaría de dere-
chos a la mayoría indígena. Cuestión no exenta de complejidad, pues en aquellos
mismos debates del periodo constituyente el servicio militar era considerado como
un honor, que integraba en la nación a quien lo prestaba y le convertía en ciuda-
dano; pero al mismo tiempo, era percibido también como una carga que muchos
rechazaban, sobre todo cuando las prestaciones exigidas aumentaron al hacerse
acuciantes las necesidades de la guerra (en torno a 1827-29).
Remontándose hasta el periodo colonial, con el que hay notorias continui-
dades en el caso centroamericano, Sarazúa muestra el importantísimo papel que
desempeñaron las milicias, no sólo para la “defensa” del istmo frente a impe-
rialismos rivales de la Monarquía española, sino también como articuladoras de
identidades locales que pervivirían en el periodo posterior. Lo militar, lo social y
lo cultural se entrecruzan aquí para determinar consecuencias políticas que habrán
de ser tenidas muy en cuenta. Y la experiencia federal de 1824-39, contempla-
da desde el punto de vista militar, lo conirma, por las diicultades del Gobierno
centroamericano para hacerse con unas fuerzas armadas propias, no mediatizadas
por la lealtad primordial a las ciudades –ciudades más bien que estados– que las
“prestaban”. La Guerra Federal de 1826-29 sería expresiva del fracaso en hacer de
las Provincias Unidas algo más que una confederación de estados, en la medida
en que las tropas que defendieron al Gobierno fueron las de una sola ciudad, la
capital, con la que inevitablemente quedaron identiicados sus intereses políticos.
La situación de “empate” entre las fuerzas de las principales ciudades del istmo
determinó la voladura de aquella superestructura federal, dado que ninguno de los
contendientes había sido capaz de imponer una ventaja que le permitiera avanzar
hacia el monopolio de la fuerza física legítima en aquel territorio que iba desde
Chiapas hasta las inmediaciones de Panamá.
Pero si se contempla en su conjunto el arco temporal que recorre el texto
de Juan Carlos Sarazúa, desde la Guerra Federal de 1826-29 hasta la guerra en-
Guerra y Estado... 21

tre Guatemala y El Salvador de 1863 (pasando por las rebeliones de Oriente de


1837-39 y 1847-51), se observa que la drástica reducción de la escala territorial
del Estado que se operó en torno a 1840, al pasar de las Provincias Unidas de
Centroamérica a la República de Guatemala, no hizo que se alcanzara por ello
un grado mayor de cohesión nacional ni que se solucionara inmediatamente la
tensión entre poderes locales que había vuelto inviable el experimento federal.
En la guerra contra El Salvador, guerra contra un país ya extranjero, las unidades
militares seguían teniendo una base territorial; y los problemas con las compañías
procedentes de los Altos mostraron que el ejército estaba todavía fuertemente mar-
cado por el localismo y por la decisión política de no integrar a los indígenas en
el proyecto nacional.

El texto de Esteban Corella Ovares (El Ejército y la guerra en la formación


del Estado costarricense) se sitúa en el periodo que va de 1823 a 1860 para mos-
trar algunas de las múltiples paradojas que plantea la historia de Costa Rica desde
sus orígenes. Estamos hablando de fuerzas armadas de estructura miliciana y de
pequeño tamaño: un millar de soldados en el momento de la primera guerra civil
(1823), que crecerían hasta unos 5.000 a mediados de siglo, frente a los 12.500
que tenía el ejército guatemalteco en esta última fecha, por no buscar términos de
comparación más allá del istmo centroamericano. Estamos hablando de conlictos
de baja intensidad, que duraron poco tiempo y produjeron pocas bajas. Pero, en
el contexto de un país como Costa Rica, en el que todo se producía a pequeña
escala y sobre un sustrato cultural habituado a la concertación, aquellos enfrenta-
mientos relativamente menores –a veces simples cuartelazos sin uso efectivo de la
violencia– fueron suicientes para dilucidar los conlictos entre fuerzas rivales y,
especialmente, las tensiones locales entre las ciudades principales del Valle Cen-
tral. La movilización de recursos para la guerra se hizo de forma menos intensa
que en otros países y resultó, por tanto, menos lesiva para la continuidad de las
actividades económicas.
Corella Ovares muestra que, si bien ningún militar se hizo con el poder hasta
1870 –una peculiaridad más de Costa Rica en el hemisferio americano–, sin em-
bargo el uso (o la amenaza del uso) de la fuerza fue decisivo para todos los cam-
bios de gobierno de aquel periodo. Con la particularidad de que la idelidad de las
unidades militares a un proyecto político u otro aparece como un argumento más
que los líderes que se disputaban el poder podían esgrimir en sus negociaciones.
A veces ese capital militar no bastaba con proclamarlo, y había que exhibirlo o
incluso demostrarlo llegando hasta el enfrentamiento armado, como ocurrió en las
guerras civiles de 1823 y 1835, o con el desembarco de Mora en 1860; pero, con
batalla o sin batalla, era una negociación la que decidía. La guerra aparece condi-
cionando los primeros pasos de la construcción del Estado, también en Costa Rica;
22 Las fuerzas de guerra...

pero de manera muy diferente a como lo hacía en otros países vecinos. No debe
extrañar que, como consecuencia, las instituciones de la República de Costa Rica
y la cultura política de los costarricenses transitaran posteriormente por rumbos
distintos que las de otros países hispanoamericanos.

El trabajo de Víctor Hugo Acuña (De la guerra civil nicaragüense a la gue-


rra antiilibustera centroamericana, 1854-1857) trae al centro de la discusión las
modalidades de la guerra y de la intervención extranjera, mostrando lo difusas que
eran en la época las fronteras entre la guerra interna y externa, por un lado, y entre
la guerra regular e irregular, por otro. Un conlicto interno en torno a la centra-
lización del poder en el Estado de Nicaragua llevó a que las fuerzas mercenarias
llamadas por uno de los bandos se hicieran rápidamente con el territorio y tomaran
el poder en la capital, mostrando la fragilidad tanto del ejército nacional como de
las instituciones estatales en proceso de formación. Esa fragilidad era advertida
desde fuera, y es la que explica que desde Estados Unidos se contemplara como
posible no sólo la aventura de William Walker y su ejército de ilibusteros, sino la
instalación de colonos en territorio nicaragüense, como si se tratara de un espacio
vacío. La vigilancia que ejercieron sobre este escenario de guerra las fuerzas nava-
les de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia prueba que estos países veían en la
inoperancia del joven Estado nicaragüense oportunidades para airmar sus propios
intereses en la región.
La pretensión de los mercenarios de implantar un dominio propio en terri-
torio nicaragüense internacionalizó una guerra en la que acabaron interviniendo
fuerzas de Costa Rica, Honduras, Guatemala y El Salvador, además de la propia
Nicaragua. Pero la internacionalización tenía una dimensión mucho más amplia,
implícita en la composición cosmopolita de las fuerzas ilibusteras. Entre sus ilas,
si bien de forma minoritaria, viajaban combatientes experimentados en la guerra
mexicana de 1846-47, en expediciones previas contra Cuba y en diversas guerras
europeas; y traían armamento moderno, muy superior a los fusiles de chispa que
predominaban entre las milicias centroamericanas. Al igual que en otras latitudes
de América Latina, vemos aquí las vías por las que el arte de la guerra circula-
ba de unos países a otros, comunicando experiencias, innovaciones y fórmulas
de combate. Sin embargo, vemos también aquí, como en otros lugares, las dii-
cultades para adaptar formas de combatir traídas de otros sitios, que se mostra-
ban ineicaces en el contexto geográico y social de Centroamérica: la guerra de
Walker acabó dirimiéndose en combates a la bayoneta, sin apenas intervención
de la artillería, y con un grado de indisciplina y de primitivismo en la lucha que
venía impuesto por las circunstancias. La guerra moderna es un instrumento del
Estado moderno, y no podía en modo alguno trasplantarse de un país a otro, como
hubieran pretendido asesores y mercenarios coniados en el valor universal de su
Guerra y Estado... 23

experiencia militar, sin tener en cuenta el desigual desarrollo de las instituciones


estatales a cuyo servicio se ponían.

El trabajo de Pilar López Bejarano (Empréstitos para la guerra / entramados


de la acción. República de la Nueva Granada, 1839-1842) se centra en la cues-
tión de la deuda pública como intrumento fundamental para la inanciación de la
guerra, que necesariamente se presenta siempre como una situación de emergencia
en la que se requiere allegar recursos de forma masiva e inmediata. A partir del
análisis de la Guerra de los Supremos, el primer conlicto armado que sacudió a la
Nueva Granada después de la disolución de la Gran Colombia, el trabajo pone de
maniiesto la importancia del crédito como prueba de resistencia de los estados:
si la guerra ponía a prueba la eicacia del nuevo Estado, esa prueba se canalizaba
en gran medida en la dirección de forzar la capacidad de las instituciones recién
implantadas para obtener empréstitos. A través de la guerra se llamaba al crédito,
y a través del crédito se respondía a la pregunta sobre el grado de conianza que
merecía el Estado colombiano a agentes diversos del interior y del exterior, como
eran los prestamistas, dispuestos a evaluar fundamentalmente qué posibilidades
había de recuperar algún día el dinero prestado con una ganancia sustancial. En
esa evaluación implícita, se incluía, por supuesto, una valoración sobre la capaci-
dad de las autoridades estatales para usar la fuerza armada y sobrevivir frente a los
diversos desafíos a su poder que pudieran provenir de dentro o de fuera del país;
pero, al mismo tiempo, se evaluaba también la eicacia organizativa, la capacidad
para recaudar impuestos y generar recursos iscales con los que hacer frente a las
deudas contraídas, y en in, un cierto sentido global de la solvencia y iabilidad
de un Estado. Los historiadores podrán hacer cuantas valoraciones académicas
deseen en torno al rendimiento y la estabilidad mostrada por las diferentes coni-
guraciones estatales que se sucedieron en la Hispanoamérica de la primera mitad
del XIX; pero ninguna tendrá, ni de lejos, las garantías de acierto que tenían las
valoraciones de los prestamistas de entonces, a quienes les iba su fortuna en ello.
Por eso es tan importante la combinación de escalas de análisis que permite
mirar, al mismo tiempo que las cuentas de la Secretaría de Hacienda, trayectorias
singulares de personajes como Judas Tadeo Landínez, a la vez comerciante y hom-
bre político, que ejempliican la sutileza de la interacción entre lo público y lo pri-
vado en contextos de guerra y de construcción estatal. El cambio de escala permite
observar al microscopio la bancarrota de este comerciante en 1842 y cómo sacó a
la luz la coniguración interna del “mundo del comercio”, un mundo estructurado
en cadenas de deudas y alianzas de negocios, rivalidades e intereses dispares, que
en nada se parecía al bloque homogéneo con que a veces se identiica, como si
fuera una caja negra cuyo contenido se desconoce, pero que actúa al unísono en
sus relaciones con el Estado.
24 Las fuerzas de guerra...

El concepto mismo de entramados de la acción, que la autora destaca en el


título de su trabajo, hace referencia a esa complejidad de relaciones institucionales
y no institucionales que sostienen la acción del Estado, y que incluyen de manera
destacada a inancieros y comerciantes. La acción estatal por antonomasia es la
acción de guerra, la que tensiona todos los entramados hasta el límite de sus posi-
bilidades, por cuanto puede estar en juego la supervivencia misma de una fórmula
estatal. Pero no hay que olvidar que las acciones del Estado incluyen también la
propia expansión de su poder, el crecimiento de su burocracia, el control sobre el
territorio y la concentración de los recursos, en deinitiva, todo aquello que resu-
mimos en la expresión construir el Estado: de manera que los entramados para
la acción del Estado, tanto estatales como no estatales, son también entramados
para la construcción del Estado, pues se relejan en avances de ese proceso cada
uno de los éxitos obtenidos en acciones más inmediatas, como las que suponen las
urgencias de una guerra.
El relato de Pilar López Bejarano sobre esas listas de donaciones que se pu-
blicaban en el diario oicial del Gobierno de Bogotá nos acerca desde el puro rea-
lismo político que conecta la guerra con el dinero hasta el trasfondo cultural intan-
gible que hay en la construcción de los estados. El crédito moviliza mecanismos
que traducen en dinero la legitimidad alcanzada por las instituciones de un Estado.
Da valor tangible a un capital simbólico acumulado, en el que entra en juego una
combinación de elementos culturales (creencias, valores, discursos) y de intereses
(la convicción de que el orden estatal aporta al sujeto más de lo que a éste le cuesta
sostenerlo). Todo esto entra en juego cuando se recurre al crédito, y especialmente
a esta forma de inanciación mediante donativos, que apela al patriotismo tanto
como a la conveniencia de las gentes de orden.
Y si al inal del relato el héroe aparece transmutado en villano, y Landínez
acaba en la cárcel después de haber salvado al Estado inanciando la guerra hasta
la victoria inal del Gobierno, las enseñanzas del caso van en la dirección de poner
al buen comerciante como modelo máximo del buen estadista. Cuestión que abre
todo un campo de relexión en torno al aporte que, en la época del liberalismo,
hizo la economía política a la construcción de los estados, imponiéndose como
guía moral para reconocer a las personas virtuosas y las instituciones eicaces.

El texto de Viviana Velasco (Ejército y milicias del Estado ecuatoriano,


1830-1861. Una aproximación a su compleja conformación) incide en la comple-
jidad de procesos de construcción de estados nacionales que pasaron por fórmulas
territoriales y políticas diversas hasta consolidar los periles que se estabilizarían
a largo plazo, como fue en este caso el experimento inicial de la Gran Colombia
bolivariana, y las hondas huellas que dejó durante años en los estados suceso-
res, como la República del Ecuador (por ejemplo, en la coniguración del ejército
Guerra y Estado... 25

nacional, marcada por la impronta grancolombiana al menos hasta mediados de


los años 1840). Como en el caso de Centroamérica, tampoco aquí la renuncia al
proyecto federativo inicial dio paso a unidades nacionales muy cohesionadas, pues
gran parte de los conlictos armados que se sucedieron hasta 1861 fueron relejo
de rivalidades territoriales internas. De hecho, el trabajo sugiere que la intensidad
guerrera del periodo permitió a las elites locales ya establecidas hacerse con un
poder militar que reforzó su posición social.
El análisis de los enfrentamientos bélicos que condicionaron la construcción
del Estado nacional en el Ecuador durante treinta años subraya las diicultades
para reclutar y mantener movilizados a los ejércitos. Todas esas diicultades, desde
la falta de un censo regular de población como documento básico para llamar a
ilas a los mozos en edad de prestar servicio militar, hasta la falta de colaboración
de las autoridades municipales en los procesos de reclutamiento forzoso, o los
inconvenientes para asegurar el pago regular de sueldos y raciones que sostenía
la frágil disciplina de los soldados de conscripción… todos ellos son factores que
remiten al grado incipiente de desarrollo del Estado ecuatoriano en aquellos mo-
mentos fundacionales. Las debilidades militares nos informan sobre carencias en
la construcción estatal, pero al mismo tiempo era esa misma debilidad inicial en el
plano militar la que impedía concentrar de forma más rápida y eicaz los recursos
administrativos y inancieros que el Estado precisaba para airmarse. El relato de-
tallado de los diversos episodios bélicos de la época ayuda a visualizar de forma
concreta la interacción entre guerra y Estado.
El estudio de Viviana Velasco sobre el caso ecuatoriano trae a colación tam-
bién el importante asunto del mantenimiento de orden público en las ciudades,
una función crucial para la seguridad del Estado, que en la época se hacía descan-
sar con preferencia sobre la capacidad represiva del ejército, pues el desarrollo
de fuerzas profesionales de policía sería posterior. La asunción por el Gobierno
central del control policial de las principales ciudades en la década de 1850 debió
de ser un paso de gigante en la airmación del poder del Estado ecuatoriano, en
adelante capaz de autoprotegerse del descontento social y de otras amenazas pro-
cedentes de su entorno físico inmediato.

El capítulo que escribe Natalia Sobrevilla (Ciudadanos en armas: el ejército


y la creación del Estado, Perú 1821-1861) muestra las continuidades existentes
en el Perú entre el periodo virreinal y el Estado republicano, construido en gran
parte con fragmentos de la colonia, lo cual fue sin duda un caso extremo de ten-
dencias presentes en toda la América española. El ejército sería, en gran medida,
una de esas piezas que la república independiente heredó de épocas anteriores,
como muestran las trayectorias individuales de muchos de los oiciales estudiados
a través de los expedientes personales del Archivo Histórico Militar de Lima. Y,
26 Las fuerzas de guerra...

precisamente, por la existencia de esas continuidades en la trayectoria de militares


profesionales que sirvieron primero a la Corona española y luego al Gobierno de la
nación peruana, es por lo que la corporación militar aparece desde muy pronto en
aquel país como un estamento y genera un caudillismo distinto al de otros países
latinoamericanos, un caudillismo –si se quiere mantener el término– no de grandes
terratenientes con arraigo local, sino de militares de carrera capaces de asegurar a
una facción política el concurso de las fuerzas armadas o de un segmento signii-
cativo de estas.
La paradoja de que algunos de los principales dirigentes militares del nuevo
Estado peruano se hubieran signiicado durante las guerras de la independencia
luchando precisamente en el bando realista y no en el de los rebeldes, es sólo
aparente, en la medida en que la identidad nacional se airmó en continuidad con
la herencia colonial y en que las luchas que habían protagonizado hasta 1820 eran
contra rebeldes de territorios vecinos, como el Río de la Plata o el Alto Perú. El
carácter relativamente incruento de la independencia del Perú, en cuya fase i-
nal apenas hubo combates de importancia, facilitó esta transición de militares de
carrera brillante en los ejércitos reales hacia nuevas carreras mixtas, militares y
políticas, sirviendo ya al Estado peruano.
Por último, este capítulo contiene llamadas de atención interesantes para
cualquier consideración histórica sobre el papel del ejército en la construcción
de los estados, como es la problematización del concepto mismo de militar, pre-
guntándose qué signiicado exacto se le pueda dar a ese concepto en un contexto
histórico y geográico determinado.

Los textos comentados permiten vislumbrar la estrecha vinculación que exis-


tía entre el reclutamiento de soldados y las lógicas clientelares que vehiculaban
la vida política y social en su conjunto. No sólo las unidades de la milicia eran
estrictamente locales, sino que, con frecuencia, también las divisiones del ejército
regular tenían una base territorial. Esta forma de movilización era, probablemente,
la más eicaz o incluso la única viable en sociedades en las que el poder de los
notables dominaba el territorio mucho más que cualquiera de las instituciones
oiciales de unos estados en formación. El reclutamiento militar sería solamente
una faceta más de ese predominio de las redes de patronazgo y clientela en las for-
mas de extraer recursos y de ejercer el poder características de las primeras fases
formativas de todos los estados nacionales, tanto en América Latina como en la
Península Ibérica, todo el sur de Europa y probablemente otras latitudes. Queda
por valorar si damos más importancia a la ayuda que supuso el concurso de las re-
des clientelares preestablecidas en la sociedad para la consolidación de los estados
nacientes, o bien al freno que la incrustación de esas relaciones clientelares supuso
para la posterior airmación de una lógica política verdaderamente nacional, repu-
Guerra y Estado... 27

blicana e institucional. Probablemente las dos opciones sean ciertas, una durante
las primeras fases del proceso –inmediatamente a partir de la independencia– y la
otra durante fases más avanzadas, que se alcanzarían en fechas distintas según la
evolución histórica y las relaciones de fuerzas características de cada país.
De forma más general, son los límites entre lo público y lo privado los que
parecen estar constantemente en entredicho en las seis historias aquí contadas; y,
por tanto, la deinición de un espacio público en el sentido de un espacio dominado
por la lógica estatal, que se aísla de las lógicas del interés particular presentes en la
vida social. La mezcla entre ejércitos privados –de facción, de clientela, de grupo
de intereses local– y ejércitos nacionales, que actúan en nombre del interés gene-
ral, es continua; la diferencia entre ambos radica más en el discurso legitimador
que se le superpone a la acción de estos ejércitos que en cualquier rasgo distinti-
vo en cuanto a la composición, inanciación, organización y desempeño de tales
fuerzas en el campo de batalla. Lo mismo podría decirse de las formas de allegar
recursos con los que inanciar esos ejércitos: el límite entre las inanzas públicas y
los negocios particulares de comerciantes, banqueros y prestamistas está en el ojo
del observador y no en el sentir de los actores.
El problema para que podamos ver esto con claridad es que una de las ca-
racterísticas más notables de las sociedades estatalizadas, como estas en las que
vivimos y escribimos en la actualidad, es la hegemonía que la lógica de Estado
ha adquirido sobre todas las formas del lenguaje y del pensamiento. Las formas
de ver la realidad coherentes con una lógica de Estado han quedado naturalizadas
desplazando a cualquier forma alternativa de realidad o de imaginación. Y entre
esas lógicas que llevan consigo el sello de lo estatal, una de las más fuertes es el
sentido de lo oicial, lo público, como algo separado de la sociedad civil, donde
rigen normas distintas. Los desiguales en lo privado se convierten en iguales al
pasar a la esfera pública. El interés particular, la fuerza del parentesco o la lealtad
incondicional a los amigos, principios todos que priman en la vida privada, se
conviene en declararlos ausentes cuando se trata de asuntos públicos. Esta lógica
bipolar (público/privado), tan irreal como eicaz en la civilización contemporánea,
nos lleva a contemplar como anomalías las acciones que la desmienten, no sólo
en la política de nuestro tiempo (cada vez que estallan escándalos de corrupción
y nepotismo), sino también, de forma mucho más anacrónica, en épocas en las
que todo indica que la separación entre ambas esferas de la realidad era sólo una
icción en la mente de algunos juristas.
Los desarrollos que se muestran en estos trabajos, sobre diferentes países y
poniendo el énfasis en diferentes aspectos del binomio guerra-Estado, apuntan
todos en la misma dirección, de retratar en sus propios términos un periodo en el
despliegue de los estados nacionales hispanoamericanos caracterizado por la cons-
trucción privada de una esfera pública: mucho antes de que la separación entre
28 Las fuerzas de guerra...

intereses privados e intereses públicos quedara airmada en el sentido de atribuir


al Estado el monopolio en la deinición del interés colectivo, la construcción y de-
sarrollo de instituciones estatales tuvo que hacerse dando valor oicial a intereses
particulares como los que representaban asentistas, prestamistas, comerciantes-
banqueros, mercenarios y notables locales.
En el relato de guerra y de construcción de estados de algunos de estos paí-
ses se impone una sensación de desesperanza por el continuo tejer y destejer: se
construyen entramados institucionales con gran sacriicio, en situaciones de guerra
muy comprometidas, que la propia guerra destruye y devuelve al punto de partida;
se ensayan combinaciones institucionales que relejan diferentes alianzas entre las
fuerzas en presencia, y la guerra las pone a prueba una y otra vez, frecuentemente
con resultado negativo. Como en el mito de Sísifo, la pesada piedra del Estado
es empujada con esperanza infundada ladera arriba mediante la acumulación de
recursos materiales y simbólicos, pero un castigo de los dioses parece condenar a
quienes la empujan a no alcanzar nunca la cima. No llevemos más lejos la metáfo-
ra: América Latina no es el Averno de la mitología griega; pero durante la primera
mitad del siglo XIX sí pudo parecer a muchos que lo era, puesto que el continente
tomaba por momentos el aspecto de una guerra de todos contra todos, en la que
nunca faltaban facciones armadas, legitimidades encontradas, víctimas inocentes
y cantidades ingentes de sufrimiento humano.
El foco de las investigaciones presentadas en este volumen se ha puesto, pre-
cisamente en ese periodo de tanteos y de inestabilidad en el que la guerra desem-
peñó un papel decisivo. Pero no un papel cualquiera. En periodos posteriores –que
no empiezan a atisbarse hasta la década de 1860 o después– las guerras empezarían
a incidir sobre un entorno más estable, con instituciones y fronteras relativamente
consolidadas en Hispanoamérica; y entonces pudieron empezar a desempeñar un
papel motor en la consolidación de los estados nacionales, justiicando sucesivos
saltos hacia delante en cuanto a la obtención de recursos iscales, el crecimiento
de las fuerzas armadas, la expansión de la burocracia y la concentración de medios
de poder simbólicos.
No fue así en la época sobre la que versan los estudios que aquí se presen-
tan: 1823-63 para Guatemala; 1823-60 para Costa Rica; 1854-57 para Nicaragua;
1839-42 para Colombia; 1830-61 para el Ecuador; y 1821-61 para el Perú. En
aquel periodo la guerra no la hacían solamente, ni principalmente, ejércitos regula-
res con una oicialidad profesional y al servicio de instituciones republicanas bien
asentadas. Por ninguna parte aparecía aún el monopolio de la fuerza física legíti-
ma, pues ésta la compartían diversos centros de poder estatales y no estatales, que
unas veces cooperaban entre sí y otras se enfrentaban a muerte. Este tipo de guerra
se hacía raramente por la defensa del territorio nacional frente a una invasión ex-
tranjera, sino que tales intervenciones extranjeras –frecuentes e importantes– se
Guerra y Estado... 29

hacían a favor de uno u otro de los bandos internos en conlicto, aumentando la


confusión y la capacidad de destrucción. Eran guerras que debilitaban a las ins-
tituciones estatales más que fortalecerlas. Y, si bien en ocasiones contribuían a la
eliminación de actores que habían detentado hasta entonces cierta autonomía, alla-
nando el camino para la centralización del poder y la consiguiente construcción
del Estado nacional, en otras ocasiones producían el resultado exactamente con-
trario, de demostrar la capacidad de resistencia de determinados poderes sociales o
territoriales insumisos a la lógica estatista que se intentaba airmar desde el centro.
El signiicado de la guerra para la construcción de los estados no es, por
tanto, inequívoco: depende del contexto político, económico y social en el que la
guerra se produzca; y depende del tipo de guerra que se desarrolle. Los trabajos
aquí presentados son modélicos en este aspecto, pues se alejan de las sencillas
generalizaciones hacia las que se siente tentado el cientíico social, y ponen en
su lugar la descripción de procesos históricos concretos que disuelven cualquier
ecuación universal entre guerra y Estado. Responden así, con un discurso histórico
sobre la historia, al desafío planteado desde la sociología histórica con el debate
en torno a la teoría del Estado iscal-militar y las modalidades de su aplicación al
caso latinoamericano.3
El lector tendrá buen cuidado, sin embargo, de no extrapolar las conclusiones
que se obtienen de estos seis relatos nacionales, ya que sus autores no lo hacen.
Aquí se ofrece una imagen determinada sobre las posibilidades de construcción de
los estados nacionales que se dieron a raíz de la crisis de la Monarquía española
en distintas latitudes de América Latina y cómo estuvieron condicionadas por un
contexto casi permanente de guerra. Se da cuenta de unos poderes estatales inesta-
bles, fragmentados y con ejércitos escasamente nacionales; y de un tipo de guerra
irregular en el que apenas había diferencias entre los ejércitos supuestamente es-
tatales y los declaradamente rebeldes, ni en cuanto a las formas de reclutamiento
ni en cuanto a las formas de organización, armamento y combate. Pero no puede
olvidarse que se trata de una imagen de época, apegada al periodo de caos origi-
nario sobre el que se ha puesto el foco (hasta 1840, 50 o 60 según los casos). La
imagen se sostiene, y es válida para guiar la relexión sobre las condiciones en
las que se inició la construcción de estados nacionales en América Latina; pero
sería anacrónico extrapolarla hacia periodos posteriores o, peor aún, tomarla como
ilustración de un estereotipo intemporal sobre la excepcionalidad latinoamericana.
De hecho, la ina sensibilidad histórica presente en los trabajos de este vo-
lumen permite mucho más que describir un panorama de confusión caracterizado
por la guerra de todos contra todos, la inestabilidad institucional y la mezcla entre

3 En una línea distinta a la suscitada, por ejemplo, por CENTENO, Miguel Ángel Blood and Debt.
War and the Nation-State in Latin America, The Pennsylvania State University Press, University
Park (PA), 2002.
30 Las fuerzas de guerra...

lo público y lo privado. Permite ver cómo de ese desorden primigenio en el que se


hundieron amplias zonas del continente al hacer crisis el orden colonial, fue sur-
giendo gradualmente algo distinto. La génesis histórica de la estatalidad en medio
de la guerra es la gran aportación de estos trabajos. Es una idea tal vez demasiado
abstracta, pero los historiadores solo hablan de lo concreto. Y los autores de es-
tos trabajos concretan la idea en fenómenos tangibles como, por ejemplo, el que
durante la Guerra de los Supremos en Colombia (1839-42), los rebeldes buscaran
hacerse con las tesorerías para inanciarse con métodos propios de la burocracia
de Estado, como la recaudación masiva de impuestos, demostrando que a esas
alturas el Estado era ya el gran generador y centralizador de recursos, al que no
podía compararse ningún otro mecanismo preestatal, como la movilización del pa-
trimonio y la clientela de un caudillo, por poderoso que este fuera; o el que de las
milicias ecuatorianas de los años treinta, apenas diferenciables de las montoneras,
fueran surgiendo, a partir de los cuarenta, los elementos que las convertirían en un
pequeño ejército nacional permanente, como un Estado Mayor, un colegio militar,
auditores de guerra, hacienda militar y administración militar, que acabarían por
hacer de los oiciales del ejército una corporación con identidad propia y espíritu
de cuerpo, cada vez menos identiicable con el medio social del que provenían.
Procesos, desde luego, que no progresaban de manera lineal, sino con avances y
retrocesos, con vías sin salida y experimentos fallidos; pero en los que una mirada
de largo plazo puede identiicar tendencias.
Los textos plantean también la relación del reclutamiento militar con trasfon-
dos culturales con los que la experiencia misma del reclutamiento interactuaba.
En algunos países, como en Guatemala, parece que las elites dirigentes concebían
la movilización militar como un honor reservado a ciertas capas de la población
(y aquí la exclusión no sería solamente étnica, sino también socioeconómica);
discurso de la dignidad del soldado que, en la medida en que calaba en ciertos
sectores sociales, permitía que muchos vieran en el servicio de las armas un medio
con el que lograr reconocimiento y promoción social. Pero las discontinuidades
presentes en sociedades que eran extremadamente plurales y desiguales hacía que
las formas de recibir ese discurso no fueran unívocas; hasta el punto de encontrar
posturas –con las que el historiador del siglo XXI puede sentirse paradójicamente
identiicado– como las de aquellos pueblos indígenas que rechazaban el servicio
armado, por considerarlo una pesada carga sin posible compensación, y preferían
ofrecer a cambio de su exención otras formas de prestación personal en favor del
Estado y del esfuerzo bélico, como labores auxiliares de transporte, abastecimien-
to o construcción de fortiicaciones.
Con todo, el problema central para movilizar un ejército y mantenerlo en ar-
mas durante el tiempo que durase una campaña era el de asegurar su abastecimien-
to y pagar las soldadas: esta necesidad básica, por debajo de la cual empezarían a
Guerra y Estado... 31

crecer la indisciplina y las deserciones, requería allegar grandes recursos econó-


micos de forma regular, exigencia que ponía a prueba a todas las instituciones del
Estado de forma coordinada; cubiertas esas necesidades básicas, podían entrar en
juego otros factores que alimentaran la combatividad y el espíritu de sacriicio de
los soldados, como los discursos patrióticos o el ardor de combatir defendiendo el
propio hogar. El relato de las diversas historias nacionales de guerra durante este
periodo pone de maniiesto a contrario la urgencia con la que se planteaban estas
necesidades, mostrando múltiples episodios en los que la capacidad de combate
de una fuerza armada quedó en entredicho, bien por el retraso en el pago de las
soldadas, bien por no poder asegurar las raciones, o bien por llevar a los soldados
a combatir demasiado lejos de sus casas, donde perdía sentido para ellos la palabra
patria. ¿A alguien le puede extrañar este comportamiento tan fácil de reconocer
como humano? Y sin embargo, los relatos convencionales de la historia nacional,
en todos los países, tienden a postergar esos factores en beneicio de la épica del
heroísmo patriótico y de la gloria militar. Disolver tan nociva propaganda es un
servicio público que debemos agradecer a investigadores como los aquí comenta-
dos, que han orientado el foco de su análisis en otra dirección.
En deinitiva, el esfuerzo que han realizado pone en marcha relexiones poco
usuales acerca del modo de pensar históricamente los estados. Por el camino que
queda así abierto se puede afrontar el problema que plantea el hecho de que nues-
tra cultura política está moldeada sobre la idea del Estado-nación y nos hace casi
inconcebible pensar la realidad de otro modo. Tal idea está inscrita en ese fondo
común de creencias implícitas que hace posible la comunicación en un marco
político como el que hemos conocido desde la infancia. Y pensar un mundo sin
Estado nos resulta tan difícil como pensar el vacío o la nada. De manera que lo que
hacemos es pensar aquellas formaciones políticas del XIX como si fueran estados
nacionales con todos los atributos que después hemos conocido, cuando sólo lo
eran en proyecto, o a veces ni tan siquiera eso: acabaron siéndolo al término de un
proceso que pudo haber derivado en otras direcciones bien distintas. Los construc-
tores de los estados nacionales del XIX venían de un mundo sin Estado, el mundo
de la Monarquía española del Antiguo Régimen; y sostenían proyectos divergentes
para el futuro, actuando sobre fragmentos del poder y de las instituciones bajo
condiciones que no habían sido elegidas por ellos mismos.4 En el proceso, que
acabó dando lugar a un mundo dominado por estados nacionales en el siglo XX,
se vivieron otras experiencias del poder y de las instituciones para las que no te-
nemos categorías de pensamiento aptas, y tenemos que deinirlas sobre la marcha
con enorme esfuerzo.

4 Parafraseando a MARX, Karl El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Alianza Editorial, Ma-
drid, 2009 [1852].
32 Las fuerzas de guerra...

Todo lo relativo al papel del ejército y de la guerra hay que insertarlo en ese
marco del esfuerzo por llegar a una visión no estatista (léase no anacrónica) del
Estado durante sus primeras fases de formación. Ahí entra: la posibilidad de revi-
sar el signiicado de las milicias vs. ejército regular; o los esfuerzos para hacer el
balance entre el ejército como instrumento del poder del Estado, el ejército como
cuerpo deliberante que vehicula intereses sociales y se los impone al Estado, el
ejército como corporación con intereses propios capaz de condicionar la acción
del Estado, el ejército como el Estado mismo, o el ejército como forma de gobier-
no anterior a la formación del Estado.
El diálogo entre el presente y el pasado se presenta bajo un aspecto nuevo
en nuestros días: asistimos a una crisis maniiesta del Estado-nación tal como se
conoció en el siglo XX; y eso crea las condiciones de posibilidad desde las que
podemos liberarnos del peso agobiante de esa concepción del Estado y mirar hacia
el periodo de los orígenes con una mirada más crítica y más propiamente histórica.
“Toda la verdadera historia es historia contemporánea”;5 y la crisis del Estado ha
abierto, por in, una brecha en nuestra cultura política, que debemos aprovechar
para ver más allá.

5 CROCE, Benedetto Teoría e historia de la historiografía, Imán, Buenos Aires, 1966 [1914].

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