Está en la página 1de 3

Casi el reflejo de la otra-Silvina Ocampo

Fue por televisión donde la vi. Me costó varias noches de desvelo, primero por lo
extraña que me pareció y segundo por lo seductora. Todo desaparecía a su
alrededor. Reinaba en el centro de la pantalla, como cuando se mira el sol y
desaparece el resto.
La llamaban Lila Violeta, de modo que, al llamar a la una, llamaban instintivamente a
la otra y contestaba aceleradamente, cosa que no sucedía cuando llamaban por
separado simplemente Lila o Violeta, sin recurrir al nombre compuesto que tanto
éxito tiene desde el tiempo de María Magdalena. El nombre seducía a cualquiera.
¡Dos flores de tan bonito color, y perfumadas!. Una casi el reflejo de la otra, tímida,
otra orgullosa, casi la coronación de la anterior. Pero estas dos flores no se
entendían o, más bien dicho, nunca estaban de acuerdo en sus gustos, aunque
físicamente se parecieran tanto.
A Lila le gustaba la luz del día, a Violeta le gustaba la oscuridad más profunda de la
noche. A Lila le gustaba la ciudad, el bar de la esquina, el ruido desenfrenado de las
fiestas, el gusto a fritura, las confiterías más elegantes. A
Violeta, por lo contrario, el campo, los hombres barbudos, el asado con cuero y,
como aficionada a la música, los conciertos al aire libre. A Lila le gustaba el teatro, el
palcobalcón, las cortinas de terciopelo rojo, las escalinatas interminables y las
pinturas del plafond. A Violeta, el silencio más apacible, el silencio a la orilla de un
lago desierto, las playas donde nadie va a veranear, donde sopla un viento que se
lleva hasta las carpas. A Lila le gustaba bordar, le gustaba hasta el aviso luminoso
de "Corte y confección" de una calle de Burzaco, donde soñó que aprendía el oficio
de modista sin mayores dificultades. A Violeta le gustaba el piano, tocaba escalas a
hurtadillas, sin descanso, a la hora de la siesta, cuando se lo permitía, para adquirir
agilidad en los dedos. A Lila le gustaba el órgano porque era más grandioso y podía
hacerse oír en una iglesia; le gustaban los perros. Siempre quería recoger uno
abandonado, aunque fuera muy feo. A Violeta le gustaban los pájaros y cuando en
los jardines acudían a bandadas a besarle los pies, aunque no les llevara miguitas de
pan ni alpiste ni lechuga. A Lila le gustaban los vestidos de etiqueta, aunque no fuera
a fiestas, los collares de filigrana y muchas puntillas y cuellos de armiño. A Violeta le
gustaban los pantalones vaqueros, suspiraba por ellos, pues nunca estas niñas
podían darse los gustos por no estar la una con la otra de acuerdo, ni siquiera en los
alimentos. A Lila le gustaban los duraznos, las mandarinas, el budín del cielo; a
Violeta las yemas acarameladas, nunca bastante dulces, solamente las manzanas
verdes, nunca bastante verdes.
Un día conocieron a un joven que llegó de visita a la casa como mandato del cielo,
trayéndoles, de parte de la madrina que vivía en el campo, un paquete muy bien
hecho, atado con cordones de colores; lo abrieron y, dentro de otro paquete, una caja
que estaba llena de duraznos, mandarinas y manzanas verdes.
—Qué bien conoce nuestros gustos —suspiró Violeta, arrodillándose junto a la caja
que había posado en el suelo y, acariciando una manzana, exclamó—: Lástima que
no sea deliciosa.
Lila se alegró más que Violeta.
Sin cuchillo, sin tenedor, sin plato para no tener que limpiarlos después, comieron
luego de ofrecer al joven las frutas.
Conversaron hasta la noche sin poder separarse, como siempre. A Lila le gustó el
muchacho, a Violeta más, pero nunca se puede saber el grado de embeleso que
produce un recién llegado.
—No te vayas —le dijeron—.
—Pero ¿dónde dormiré? —preguntó el joven—.
—Aquí, sobre el felpudo —gritó Lila—, serás mi perro favorito.
—Por ustedes hago cualquier cosa, hasta volverme perro —y se puso a ladrar—.
—A mí no me gusta —protestó Violeta—. —¿No te gusta que me quede?
—No me gustan los perros —protestó Violeta—. Voy a tocar el piano. Algo que les
haga llorar.
—¿Por qué? —preguntó Lila—.
—Porque me queda mejor llorar que reír —contestó Violeta—.
En un banquillo con un almohadón bordado se sentaron frente al piano y, mientras
Violeta tocaba el piano, sintió que Lila y el muchacho se besaban, con el mismo
ruido que ella hacía para llamar los pajaritos. Se odió a sí misma. "Por qué, por qué
fingir alegría cuando el corazón está lleno de presentimientos", pensó.
Sobre la mesa, un frasco verde brillaba: era un remedio calmante, de minúsculas
pastillas que en número exagerado podían ser mortales. El vaso era bonito: inspiraba
posturas bonitas al que lo sostuviera.
"Voy a matarme. Morir, dormir, tal vez soñar será la única solución para no verlos
más", pensó. "Tengo el arma a mano. Nadie se dará cuenta”. Violeta, con el vaso de
agua en la mano, empezó a tragar las píldoras sin molestias, admirablemente, y a
medida que tragaba miraba al muchacho, ignorando a Lila, que interponía su mirada
con olas de rencor.
—¿Qué comes? —preguntó el muchacho. —Grageas —dijo—. ¿Quieres probar?.
—Cómo se parecen ustedes.
—Es claro que sí.
—No sé a cuál quiero más. —Tenés que elegir.
—Vos tenés que elegir —gritó Violeta a Lila—. —No puedo.
Nadie advirtió que simultáneamente se estaban muriendo Lila y Violeta, pero yo sí:
un día, en la realidad y no en la pantalla, tendría que suceder todo esto.
Y sucedió, porque tuve la fatal idea de visitarlas, amando más a Lila que a Violeta y
seducido más por Violeta que por Lila.
Asistí a la muerte de la primera y al suicidio de la segunda. Los pulsos se detuvieron
simultáneamente, como si no fuera bastante vivir dos veces la misma historia, una
en la pantalla, la otra en la realidad.

También podría gustarte