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Estas manifestaciones están ubicadas dentro del campo del folklore literario.

El folklore puede darse en todo ser humano, ya que es una clase de conducta posible de
representarse en determinadas circunstancias.
Estas manifestaciones de la literatura oral aún vigentes y que son textos fundacionales
de la literatura regional, forman parte de nuestra tierra, sus hombres, sus costumbres,
creencias y tradiciones.
Son relatos en que está desfigurada la historia por la tradición, algunas veces puede ser
más o menos maravillosa.
Según la Clasificación Internacional de 1.963, las leyendas se dividen en cuatro grandes
grupos:
Leyendas Etiológicas y Escatológicas (las que se refieren al origen de nombres de
lugares pampeanos y las versiones que explican el origen y características de
determinadas plantas y animales).
Leyendas Históricas e Histórico-Culturales.
Seres y Fuerzas Sobrenaturales (leyendas de creencia, muy frecuentes en La Pampa, por
ejemplo las de la luz y la salamanca).
Leyendas Religiosas
Esta especie de narrativa oral (Las Leyendas) tiene la función explicativa o
esclarecedora, donde explica el origen de los conocimientos, el por qué de los nombres
de lugares, características de algunos animales, de creencias, entre otros.
La leyenda es una narración en prosa considerada por verdadera por la comunidad que
la sustenta.

La casa del trueno


(Historia Totonaca - México)

Cuentan los viejos que entre Totomoxtle y Coatzintlali existía una caverna en cuyo
interior los antiguos sacerdotes habían levantado un templo dedicado al Dios del
Trueno, de la lluvia y de las aguas de los ríos.
Eran tiempos lejanos en los que aún no llegaban los hispanos ni las portentosas razas,
conocidas hoy como Totonacas, que poblaron el lugar que después llamaron Totonacan.
Y siete sacerdotes se reunían cada tiempo en que era menester cultivar la tierra y
sembrar las semillas y cosechar los frutos, siete veces invocaban a las deidades de esos
tiempos y gritaban entonavan cánticos a los cuatro vientos o sea hacia los cuatro puntos
cardinales, porque según las cuentas esotéricas de esos sacerdotes, cuatro por siete eran
28 y veintiocho días componen el ciclo lunar.
Esos viejos sacerdotes hacían sonar el gran tamvor del trueno y arrastraban cueros secos
de los animales por todo el hámbito de la caverna y lanzaban flechas encendidas al
cielo. Y poco después atronaban el espacio furiosos truenos y los relámpagos cegaban a
los animales de la selba y a las especies acuáticas que moraban en los ríos.
Llovía a torrentes y la tempestad rugía sobre la cueva durante muchos días y muchas
noches y había veces en que los ríos Huitizilac y el de las mariposas, Papaloapan, se
desbordaban cubriendo de agua y limo las riberas y causando inmensos desastres. Y
cuanto más arrastraban los cueros mayor era el ruido que producían los torrentes y
cuanto más se golpeaba el
gran tambor ceremonial, mayor era el ruido de los truenos cuanto más relámpagos
significaba mayor número de flechas insendiarias.
Pasaron los siglos...
Y un día arribaron al lugar grupos de gentes ataviadas de un modo singular, trayendo
consigo otras costumbres, y otras leyes y otras religiones.
Se desían benidos de otras tierras allende el gran mar de turquesas (Golfo de México) y
tanto hombres, como mujeres y niños, tenían la característica de estar siempre sonriendo
como si fueran los seres más
felices de la tierra y tal vez esa alegría se debía a que después de haber sufrido mil
penurias en las aguas borrascosas de un mar en convulsión habían
por fin llegado a las costas tropicales, donde había de todo, así frutos como animales de
caza, agua y clima hermoso.
Se asentaron en ese lugar al que dieron por nombre, en su lengua Totonacan y ellos
mismos se dijeron totonacas.
Pero los sacerdotes, los siete sacerdotes de la caverna del trueno no estuvieron
conformes con aquella invasión de los extranjeros que traían consigo una gran cultura y
se fueron a la cueva a producir truenos,
relámpagos, rayos y lluvias y torrenciales aguaceros con el fin de amendrentarlos.
Llovió mucho y durante varios días y sus noches, hasta que alguien se dio cuenta de que
esas tempestades las provocaban los siete hechiceros, los siete sacerdotes de la caverna
de los truenos.
No siendo amigos de la violencia, los totonacas los embarcaron en un pequeño bajel y
dotándoles de provisiones y agua los lanzaron al mar de las turquesas en donde se
perdieron para siempre.
Pero ahora era preciso dominar a esos dioses del trueno y de las lluvias para evitar el
desastre del pueblo totonaca recién asentado y para el efecto se reunieron los sabios y
los sacerdotes y gentes principales y decidieron que nada podría hacerse contra esas
fuerzas que hoy llamamos sencillamente naturales y que sería mejor rendirles culto y
pleitesía,
adorar a esos dioses y rogarles fueran magnánimos con ese pueblo que acababa de
escapar de un monstruoso desastre.
Y en ese mismo lugar en donde había el templo y la caverna y se ejercía el culto al Dios
del trueno, los totonacas u hombres sonrientes levantaron el asombroso templo del
Tajín, que en su propia lengua quiere decir lugar de las tempestades. Y no sólo se rindió
culto al Dios del Trueno sino que se le imploró durante 365 días, como número de
nichos tiene este
monumento invocando el buen tiempo en cierta época del año y la lluvia, cuando es
menester fertilizar las sementeras.
Hoy se levanta este maravilloso templo conocido en todo el mundo como pirámide o
templo de El Tajín en donde curiosamente parecen generarse las tempestades y los
truenos y las lluvias torrenciales.
Así nació la pirámide de El Tajín, levantada con veneración y respeto al Dios del
Trueno, adorado por aquellas gentes que vivieron mucho antes de la llegada de los
extranjeros, cuando el mundo parecía comenzar a existir.
La historia del maíz
Cuentan que antes de la llegada de Quetzalcóatl, los aztecas sólo comían raíces y
animales que cazaban.
No tenían maíz, pues este cereal tan alimenticio para ellos, estaba escondido detrás de
las montañas.
Los antiguos dioses intentaron separar las montañas con su colosal fuerza pero no lo
lograron.
Los aztecas fueron a plantearle este problema a Quetzalcóatl.
-Yo se los traeré- les respondió el dios.
Quetzalcóatl, el poderoso dios, no se esforzó en vano en separar las montañas con su
fuerza, sino que empleó su astucia.
Se transformó en una hormiga negra y acompañado de una hormiga roja, marchó a las
montañas.
El camino estuvo lleno de dificultades, pero Quetzalcóatl las superó, pensando
solamente en su pueblo y sus necesidades de alimentación. Hizo grandes esfuerzos y no
se dio por vencido ante el cansancio y las dificultades.
Quetzalcóatl llegó hasta donde estaba el maíz, y como estaba trasformado en hormiga,
tomó un grano maduro entre sus mandíbulas y emprendió el regreso. Al llegar entregó
el prometido grano de maíz a los hambrientos indígenas.
Los aztecas plantaron la semilla. Obtuvieron así el maíz que desde entonces sembraron
y cosecharon.
El preciado grano, aumentó sus riquezas, y se volvieron más fuertes, construyeron
ciudades, palacios, templos...Y desde entonces vivieron felices.
Y a partir de ese momento, los aztecas veneraron al generoso Quetzalcóatl, el dios
amigo de los hombres, el dios que les trajo el maíz.
Nota: El significado del nombre Quetzalcóatl es Serpiente Emplumada.
la llorona
Leyenda Mexicana del Periodo Virreinal
Consumada la conquista y poco más o menos a mediados del siglo XVI, los vecinos de
la ciudad de México que se recogían en sus casas a la hora de la queda, tocada por las
campanas de la primera Catedral; a media noche y principalmente cuando había luna,
despertaban espantados al oír en la calle, tristes y prolongadísimos gemidos, lanzados
por una mujer a quien afligía, sin duda, honda pena moral o tremendo dolor físico.

Las primeras noches, los vecinos contentábanse con persignarse o santiguarse, que
aquellos lúgubres gemidos eran, según ellas, de ánima del otro mundo; pero fueron
tantos y repetidos y se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados y
despreocupados, quisieron cerciorarse con sus propios ojos qué era aquello; y primero
desde las puertas entornadas, de las ventanas o balcones, y enseguida atreviéndose a
salir por las calles, lograron ver a la que, en el silencio de las obscuras noches o en
aquellas en que la luz pálida y transparente de la luna caía como un manto vaporoso
sobre las altas torres, los techos y tejados y las calles, lanzaba agudos y tristísimos
gemidos.

Vestía la mujer traje blanquísimo, y blanco y espeso velo cubría su rostro. Con lentos y
callados pasos recorría muchas calles de la ciudad dormida, cada noche distintas,
aunque sin faltar una sola, a la Plaza Mayor, donde vuelto el velado rostro hacia el
oriente, hincada de rodillas, daba el último angustioso y languidísimo lamento; puesta
en pie, continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo, al llegar a orillas
del salobre lago, que en ese tiempo penetraba dentro de algunos barrios, como una
sombra se desvanecía.

"La hora avanzada de la noche, - dice el Dr. José María Marroquí- el silencio y la
soledad de las calles y plazas, el traje, el aire, el pausado andar de aquella mujer
misteriosa y, sobre todo, lo penetrante, agudo y prolongado de su gemido, que daba
siempre cayendo en tierra de rodillas, formaba un conjunto que aterrorizaba a cuantos la
veían y oían, y no pocos de los conquistadores valerosos y esforzados, que habían sido
espanto de la misma muerte, quedaban en presencia de aquella mujer, mudos, pálidos y
fríos, como de mármol. Los más animosos apenas se atrevían a seguirla a larga
distancia, aprovechando la claridad de la luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer
en llegando al lago, como si se sumergiera entre las aguas, y no pudiéndose averiguar
más de ella, e ignorándose quién era, de dónde venía y a dónde iba, se le dio el nombre
de La Llorona."

Tal es en pocas palabras la genuina tradición popular que durante más de tres centurias
quedó grabada en la memoria de los habitantes de la ciudad de México y que ha ido
borrándose a medida que la sencillez de nuestras costumbres y el candor de la mujer
mexicana han ido perdiéndose.

Pero olvidada o casi desaparecida, la conseja de La Llorona es antiquísima y se


generalizó en muchos lugares de nuestro país, transformada o asociándola a crímenes
pasionales, y aquella vagadora y blanca sombra de mujer, parecía gozar del don de
ubicuidad, pues recorría caminos, penetraba por las aldeas, pueblos y ciudades, se
hundía en las aguas de los lagos, vadeaba ríos, subía a las cimas en donde se
encontraban cruces, para llorar al pie de ellas o se desvanecía al entrar en las grutas o al
acercarse a las tapias de un cementerio.

La tradición de La Llorona tiene sus raíces en la mitología de los antiguos mexicanos.


Sahagún en su Historia (libro 1º, Cap. IV), habla de la diosa Cihuacoatl, la cual
"aparecía muchas veces como una señora compuesta con unosatavíos como se usan en
Palacio; decían también que de noche voceaba y bramaba en el aire... Los atavíos con
que esta mujer aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba de manera, que tenía
como unos cornezuelos cruzados sobre la frente". El mismo Sahagún (Lib. XI), refiere
que entre muchos augurios o señales con que se anunció la Conquista de los españoles,
el sexto pronóstico fue "que de noche se oyeran voces muchas veces como de una mujer
que angustiada y con lloró decía: "¡Oh, hijos míos!, ¿dónde os llevaré para que no os
acabeís de perder?".

La tradición es, por consiguiente, remotísima; persistía a la llegada de los castellanos


conquistadores y tomada ya la ciudad azteca por ellos y muerta años después doña
Marina, o sea la Malinche, contaban que ésta era La Llorona, la cual venía a penar del
otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros
para que los sojuzgasen.

"La Llorona - cuenta D. José María Roa Bárcena -, era a veces una joven enamorada,
que había muerto en vísperas de casarse y traía al novio la corona de rosas blancas que
no llegó a ceñirse; era otras veces la viuda que veía a llorar a sus tiernos huérfanos; ya la
esposa muerta en ausencia del marido a quien venía a traer el ósculo de despedida que
no pudo darle en su agonía; ya la desgraciada mujer, vilmente asesinada por el celoso
cónyuge, que se aparecía para lamentar su fin desgraciado y protestar su inocencia."

Poco a poco, al través de los tiempos la vieja tradición de La Llorona ha ido, como
decíamos, borrándose del recuerdo popular. Sólo queda memoria de ella en los fastos
mitológicos de los aztecas, en las páginas de antiguas crónicas, en los pueblecillos
lejanos, o en los labios de las viejas abuelitas, que intentan asustar a sus inocentes
nietezuelos, diciéndoles: ¡Ahí viene La Llorona!

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