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Del uso de las parábolas

El venerable consejero Hui era escuchado por el emperador. Un cortesano celoso de


su influencia dijo un día al monarca:
—Su Grandeza, es realmente un fastidio tener que soportar en los consejos de
ministros las interminables digresiones de ese viejo senil. ¿Habéis observado que ha
adoptado la enojosa costumbre de ilustrar sus palabras con toda clase de cuentos,
anécdotas y leyendas? Pedidle, por favor, que no siga utilizando todos esos apólogos
que nos embrollan la mente y nos hacen perder un tiempo precioso.
En la siguiente apertura de sesión del consejo, el emperador pidió solemnemente
al anciano que en lo sucesivo expresara su pensamiento sin rodeos, ¡y sobre todo que
dejara de distraer a la asamblea con fábulas! Hui inclinó su cráneo cano, enderezó su
rostro, tan impenetrable como una máscara de ópera, y dijo:
—Majestad, permitidme que os haga una pregunta. Si le hablo a alguien de una
ballesta, y mi interlocutor desconoce por completo de qué se trata, y yo respondo que
una ballesta se asemeja a una ballesta, ¿comprenderá de qué estoy hablando?
—Ciertamente no —contestó el soberano barriendo con la mirada las vigas del
techo.
—Bien —siguió el viejo consejero—, pero si le digo que una ballesta se asemeja
a un arco pequeño, que la caja es de metal, la cuerda de fibras de bambú, y que en
consecuencia es más potente: si le digo además que la ballesta lanza proyectiles más
pequeños y más sólidos que las flechas, guiados por un canal de madera, y que posee
por tanto mayor precisión que un arco, ¿comprenderá entonces mi interlocutor de qué
se trata?
—¡Evidentemente! —exclamó el emperador, agitando sus mangas de brocado.
—De este modo —prosiguió el patriarca—, debo recurrir a una imagen que mi
interlocutor conozca para explicarle lo que no entiende. Y lo propio de las parábolas
es hacer accesible una idea sutil. ¿Seguís, pues, siendo del parecer, Majestad, de que
renuncie a expresar mi pensamiento con ayuda de algunos cuentecillos inventados y
muy instructivos?
—Claro que no —respondió el soberano lanzando una mirada divertida al
cortesano celoso a quien obstinadamente se le iban los ojos hacia sus escarpines de
fieltro.

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