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RONA JAFFE

EL LABERINTO
JAVIER VERGARA EDITOR

PROLOGO
EL JUEGO
Primavera 1980
En la primavera de 1980 un estudiante talentoso de la Universidad de Grant en Pequod, Pensilvania,
desapareció misteriosamente. Los estudiantes que desaparecen no constituyen casos extraños, particularmente en el
agitado periodo que antecede a los exámenes finales, pero muy pronto fue evidente que esta vez se trataba de algo
diferente. Cuando se llamó por último a la policía, quedó en claro que el estudiante desaparecido formaba parte de un
grupo que participaba en un juego fantástico, con asignación de roles, llamado “Laberintos y Monstruos”.
Laberintos y Monstruos —que no requiere para ser jugado nada más que una activa imaginación, dados, lápices, papel
para gráficos y un manual de instrucciones— es un juego bélico de fondo medieval, en el cual cada jugador crea un
personaje que puede ser un intrépido Guerrero, un Duende buscador de tesoros, un Santón dotado de poderes mágicos
o un astuto Charlatán. La meta del juego es reunir una fortuna y evitar que a uno lo maten. Los personajes se lanzan a la
aventura a través de una serie de laberintos, túneles y cuartos secretos bajo la dirección de otro jugador, el Inspector del
Laberinto, una especie de árbitro. Los Laberintos están llenos de horrendos y violentos peligros; monstruos que pueden
matar, lisiar, paralizar y hechizar a los jugadores. Pero si los jugadores son capaces de matar, lisiar, engañar o detener a
sus atacantes, podrán entonces hacerse del fabuloso tesoro que los espera, oculto en el Laberinto.
La desaparición del estudiante adquirió un carácter aterrador cuando la policía descubrió que este determinado
grupo de jugadores había empezado a realizar sus fantasías en un ambiente real, practicando el juego en las cavernas
subterráneas que están cerca del campus de la universidad.
Estas cavernas habían sido declaradas zonas prohibidas en 1947, cuando dos estudiantes, espeleólogos
aficionados, se perdieron y murieron en ellas. Sus huesos fueron encontrados tres años después. En 1980 la policía
procedió a realizar cautelosamente un nuevo examen de las peligrosas cavernas y proclamó su convencimiento de que
ninguna persona allí perdida podía estar viva.
Ningún otro estudiante confesó formar parte del grupo que había estado jugando el juego con el desaparecido.
A medida que pasaban los días y aumentaba la tensión nerviosa, el caso de Laberintos y Monstruos se fue convirtiendo
en una cause célèbre y un engorro para la universidad. Reporteros se presentaban a entrevistar a estudiantes y
profesores, procurando entender lo que ahora había resultado ser un juego obsesivo, una obsesión que se había
convertido en algo siniestro.
—Es un juego completamente inofensivo —declaró un estudiante—. Es decir, la gente que toma en serio esas
cosas está chiflada.
A esto se contrapuso una defensa turbadoramente ambigua:
—Es un juego que requiere imaginación y nada más —dijo un estudiante— Está dentro de todo el mundo. Solo
hay que dar con él.
Un estudiante escribió una carta al diario de la universidad, The Grant’s Gazette:
Me consta que Laberintos y Monstruos es un juego muy popular en este campus. He jugado a él durante dos
años. Pero el verano pasado destruí todo mi equipo, que me había costado cien dólares. Es un juego que se apodera de
nuestras vidas.
Uno cambia. Recomiendo encarecidamente a quien tenga intenciones de iniciarlo y a quien ya lo esté jugando,
que lo abandone antes de que sea demasiado tarde.
Tal vez lo más perturbador en este caso fue la duda que instaló en las mentes de todos los padres. Estos
jugadores, tanto los que habían ido demasiado lejos como el que había desaparecido, podían ser nuestros hijos: jóvenes
y talentosos estudiantes que estaban preparándose para la vida de adultos, que participaban del “Sueño Americano” y
que lo habían rechazado para vivir en un mundo fantástico de terrores inventados. ¿Por qué lo habían hecho? ¿Dónde
estaba la falla?
Pero a los amigos del estudiante desaparecido, a los que no fueron capaces de adelantarse y dejarse ver, esta
pregunta les pareció trivial y carente de sentido. El estudiante era su amigo. Ellos sabían lo que había ocurrido. Sabían
que, de distintos modos, les había ocurrido a cada uno de ellos. Y sabían que, sin que importara mayormente lo que la

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gente decía, lo que realmente había ocurrido era peor, mucho peor.

PRIMERA PARTE
SE TIRAN LOS DADOS
Otoño del año anterior
CAPÍTULO 1
Jay Jay Brockway fue el primero de sus amigos que llegó al college después de las vacaciones de verano. Era
siempre el primero en llegar a un lugar y el primero en irse: una combinación de su necesidad de estar adecuadamente
preparado y de su temor de ser abandonado. Menudo y flexible, con una carita afilada y un nimbo de rulos dorados, era
un estudiante de segundo año con dieciséis años de edad y un coeficiente intelectual de 190, un genio indiscutible. Hijo
de padres ricos y exitosos de Nueva York, más bien famosos, estaba consciente de ser la clase de muchacho que a los
otros siempre parece raro. De tal modo que, como no solo era inteligente, sino también un sobreviviente, había
convertido en ventaja todo lo que hubiera podido ser una desventaja. ¿Era diferente? Muy bien, entonces habría de ser
excéntrico. ¿Era demasiado joven y menudo? Muy bien, entonces iba a ser adorable. ¿No marchaba al unísono con las
masas? Muy bien: esto significaba que había nacido para jefe.
La ambición de Jay Jay era llegar a ser estrella de cine o de televisión; si esto fallaba, quería por lo menos llegar a ser
actor. Se sentía destinado a representar comedias. Había elegido la Universidad de Grant porque en ella había buenas
clases de interpretación teatral, pero sobre todo para contrariar a sus padres. Con las notas que había obtenido hasta
ahora hubiera sido lógico ingresar a Harvard o Yale. Pero había elegido una universidad relativamente oscura, de la cual
no habían oído hablar ninguno de los amigos de sus padres, cuya escuela dramática no había producido ni una sola
estrella famosa, y había decidido especializarse en inglés. Había elegido inglés a pesar de que esto era lo único que había
dado placer a sus padres: su padre, Justin Brockway, era un joven y notable editor y publicista de Nueva York, y todo el
mundo sabía que Jay Jay hubiera podido obtener un puesto en el medio publicitario en cuanto se recibiera, si ése era su
deseo. Pero Jay Jay prefería poner la mano sobre un fósforo encendido antes que pedir un puesto a su progenitor. Con
su padre mantenía una relación de amor-odio: lo extrañaba, porque nunca había habido contacto entre padre e hijo
desde el día de su nacimiento, y porque sus padres se habían separado cuando él tenía siete años y él había ido a vivir
con su madre; también trataba de imitarlo en ciertos sentidos: por ejemplo, en la manera pulcra y estudiantil de vestirse.
“Justy”, su padre, el niño prodigio, siempre con suéteres de cachemira con cuello blando y pantalones chinos
cuando todos los otros ejecutivos andaban con trajes formales y corbata. Jay Jay, el hijo del niño prodigio, que tenía una
docena de suéteres de cuello blando, que combinaba con sus vaqueros sofisticados, cuando en el colegio todo el mundo
usaba camisas escocesas agujereadas o camisetas con divisas. Justy, en la cumbre de su profesión a los treinta y cinco.
Jay Jay, en su segundo año universitario a los dieciséis. Justy, gracioso, inteligente, excéntrico y admirado. Jay Jay, ídem.
Y no tenían nada que decirse el uno al otro. Nunca habían tenido nada que decirse.
Sus padres habían vivido juntos cuando todavía estaban en el college, lo cual había sido bastante raro a comienzos
de la década del sesenta. Luego su madre había quedado encinta y se habían casado, lo cual era lo que la gente hacía.
Los dos tenían diecinueve años cuando Jay Jay nació. El no recordaba bien algunos de aquellos primeros años de su
vida: un apartamento con paredes agrietadas, siempre lie no de gente y nadie que le dijera cuándo debía ir a la cama, un
hogar en donde había aprendido a hacer sándwiches y tomar vino a los cuatro años. Y donde la gente lo trataba como
una especie de animalito mimoso: un ser delicioso hasta el momento en que exigía demasiada atención; entonces se le
decía: “¡Siéntate!”. También tenían un animalito de veras, un perro lanudo que su madre había rescatado del asilo para
animales perdidos, pero todos decían que el perro era neurótico y su padre finalmente lo regaló a uno de sus amigos
escritores, que vivía en el campo. Después de esto Jay Jay tuvo siempre la vaga sensación de que su padre también lo
iba a regalar, porque lo cierto es que Justy nunca demostró hacia él más afición que la que había mostrado por el perro.
—Nos casamos demasiado jóvenes —decía más adelante su madre, explicando el divorcio, tal vez explicando
los sentimientos que el hijo les inspiraba— Teníamos diecinueve años. Unos diecinueve muy poco maduros. No
estábamos preparados.
Había nacido cuando sus padres solo tenían tres años más que él ahora. Él no podía imaginar una
responsabilidad semejante. Se estremecía de solo pensarlo. No en balde se habían sentido atrapados. Pero no le gustaba
pensar en sus padres como personas casi de su edad, impulsivas, románticas y asustadas. Prefería pensar en sus amigos,
en su vida en el college, en su propia imagen, en el juego que iba a jugar con ellos este otoño. Y, naturalmente, tenía
que pensar en el gran problema. Les hacía falta un cuarto jugador. Michael había quedado eliminado en los exámenes
finales de la primavera pasada, y esto hacía necesario un replanteo de toda la estrategia.
Jay Jay, mientras pensaba en lo que iban a hacer, empezó a sacar la ropa de sus valijas. Empezó por quitar la

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funda de la jaula de Merlín, su adorada cacatúa, a la cual llamaba así “porque ha puesto un poco de magia en mi vida”.
—Buenos días, Merlín —dijo Jay Jay.
Merlín parpadeó con sus ojitos saltones y emitió un silbido:
—Tu tu tupsi... Adiós, adiós.
—Oh, te adoro —dijo Jay Jay— Eres el ser que más quiero en el mundo. Háblame.
—Los pájaros no hablan —dijo Merlín severamente, en la forma que Jay Jay le había enseñado a decirlo.
Jay Jay rió y llenó los recipientes de comida de la cacatúa con alimento para pájaros y agua. Luego enchufó la
estufa eléctrica, que mantenía la habitación a la temperatura que requería el ave tropical, dobló sus doce suéteres de
cachemira y los puso en un estante del guardarropa junto a sus dos docenas de camisas. Puso su colección de
sombreros de fantasía en el estante de arriba: el sombrero alpino, la galera, el sombrero de cowboy, el sombrero
mexicano, la gorra de aviador Snoopy, el casco alemán de la primera Guerra Mundial, la gorrita con orejas del Club del
Ratón Mickey. Unos relucientes escarpines fueron puestos prolijamente dentro del armario, debajo de sus chaquetas, su
impermeable y su abrigo para los execrables inviernos. Desenrolló los posters de W.C. Fields, Harpo Marx, Carlitos
Chaplin y su gran amor, Brigitte Bardot, clavándolos con tachuelas en las paredes. A Jay Jay lo enloquecían las mujeres
mayores. Le tiró un beso a la Bardot. Luego desplegó
los componentes de su tocadiscos estéreo y lo enchufó. Los libros y los discos fueron colocados ordenadamente
en la biblioteca. Había una linda botella de Mai Tai por si se presentaba la ocasión, y una botella de vodka por si la
ocasión no se presentaba. Seis cartones de cigarrillos pardos, muy finitos, que parecían pequeños cigarros, fueron
puestos en el fondo del armario, porque la gente suele robar cosas en los dormitorios comunes. También una bolsita
con oro de Acapulco, la marihuana de oro de la última franja del arco iris, bajo el colchón. Y, como dejaba lo mejor
para el final, extrajo los mapas de cada uno de los juegos de Laberintos y Monstruos que los cuatro habían jugado,
además de sus dados, su nuevo papel de gráficos, su ya memorizada Enciclopedia de los Monstruos y su edición 111 del
Compendio de las Criaturas.
Ahora ya estaba listo para bajar las escaleras, esperar la llegada de sus amigos e imaginar maneras de reemplazar
a Michael.
El año pasado los cuatro habían trabajado de un modo perfecto. Daniel había oficiado como inspector del
Laberinto porque tenía genio computador y una imaginación desaforada. Asimismo, Daniel era sereno y nunca actuaba
arbitrariamente. Si decía que él, el Rey de las Ratas Grises, le había amputado el brazo de un mordisco, Daniel tenía
indiscutiblemente razón. Si estabas muerto... pues bien, estabas muerto. Kate, Michael y Jay Jay habían sido los
jugadores. Kate era la jugadora más valiente, Jay Jay el más inteligente, y Michael... bueno, mejor olvidarse de él; ahora
estaba devorando helados en Baskin Robbins. Al fin del último año decidieron que todos iban a tomar cuartos
individuales, aunque Michael iba a vivir con Daniel y habrían de usar el cuarto extra únicamente para jugar el juego.
Este habría de ser sagrado. Cada cuarto tenía un cerrojo en la puerta. Ellos iban a vivir su propio mundo de fantasía y
nadie se iba a enterar. Pero aquel idiota se enredó de tal modo en el juego que dejó de ir a clase, dejó de estudiar y puso
todo en descubierto.
Nadie quería compartir un cuarto con Jay Jay: era demasiado extravagante y usaba una calefacción excesiva para
que Merlín estuviera cómodo; nadie la podía aguantar. Kate y Daniel no podían vivir juntos; entre ellos no había nada
romántico, lo cual era mucho mejor. Si uno se juntaba y después se despegaba... todo el arreglo de convivencia se iba al
diablo. Jay Jay pensó por un instante cómo sería tener una historia con Kate; sonrió amargamente. Hay algunas
personas que uno sabe que nunca podrá conseguir, aunque uno tenga grandes poderes de seducción.
Recordó la primera vez que la había visto: hacía ya un año, durante la Semana de Orientación de los Nuevos.
Ella acababa de estacionar su auto, un pequeño Rabbit rojo, con matrícula de California, frente a los dormitorios y
estaba sacando las maletas. El apenas pudo creer que una nueva había sido capaz de atravesar sola todo el país. Era
exactamente de su alto (un metro sesenta) y delgada. Tenía cabellos castaños relucientes que le llegaban a los hombros,
grandes ojos color chocolate y unas pecas muy chiquitas. Lo mejor de ella, en todo caso, era su sonrisa, que le iluminaba
toda la cara e inspiraba deseos de reír. Jay Jay se enamoró de ella a primera vista y se ofreció a ayudarla a subir el
equipaje, lo cual era una labor considerable, si se considera que tenía toda clase de cosas, incluso esquíes. Al parecer,
diez minutos más tarde ya había encontrado un festejante, y no era él. Pero siguieron siendo amigos. Era triste pensar
en lo que no había podido ser, porque él nunca se equivocaba en estas cosas y sabía que entre él y Kate nunca iba a
haber nada, pero también sabía que él era la única persona capaz de entenderla. Kate era menuda, recia, valerosa e
independiente. A Kate nadie podía humillarla y fue característico que, cuando hubo que elegir los personajes que cada
cual iba a interpretar, Kate eligió el de Glacia la Luchadora.
Jay Jay había elegido ser Freelik el Frenético de Glossamir, un Duende. Tenían intenciones de continuar
representando estos personajes todo el año, en realidad para siempre, a menos que los mataran. Él era el Duende, con
sus maneras inspiradas pero astutas, el prestidigitador, el picaro. No pueden agarrarme, no pueden herirme, no pueden

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dejarme porque desaparezco. Tampoco pueden herir a una Luchadora. Pero en el fondo Jay Jay sabía que él y Kate eran
iguales. Por debajo de la armadura que ella mostraba al mundo, él había podido ver lo que nadie más había visto. Lo
había visto, lo había amado, y la había amado a ella en consecuencia: su corazón asustado, vulnerable, palpitante.
Ahora estaba de pie en la escalinata de entrada al amplio y feo edificio de los dormitorios, contemplando la luz
del sol que iluminaba el otro edificio de dormitorios, absolutamente idéntico, enfrente, contando el auto número cien
que se detenía y del que bajaban personas para ocupar sus viviendas en el año que se iniciaba. El campus
horrorosamente, parecía una unidad de viviendas: grande, atiborrado e impersonal, con árboles de aspecto tristón en los
míseros parterres. Ya estaba oscureciendo y a la distancia podía ver las luces que aparecían en la ciudad de Pequod, que
iluminaban los comederos y las estaciones de servicio, los escasos restaurantes baratos, los gigantescos avisos que
hablaban de bebidas exóticas y fugas aéreas a Las Vegas o Chicago. Se preguntó si esta universidad sería como la mayor
parte de las universidades, si esta ciudad sería como la mayor parte de las ciudades universitarias, un pequeño oasis de
sabiduría en medio de ciudades más grandes y absolutamente iguales, rodeadas de soberbias carreteras que llevaban a
ciudades y comunidades idénticas, donde la gente vivía vidas aburridas y miraba por la ventanilla del auto a los afiches
pintados que prometían la aventura. Se sentía mucho más viejo que sus dieciséis años; tuvo la impresión de haber
descubierto una verdad y, de repente, se sintió solo.
Entonces vio a Kate, que manejaba su autito temerario. Cuando ella lo vio, su cara se iluminó con una amplia
sonrisa. Frenó ruidosamente, salió de un salto del auto y lo abrazó con fuerza.
—¡J ay J ay!
—¿Le subo las valijas, señora?
—Pensaba subir los escalones en auto. ¿No te habrías asustado?
—No, pero habrías reventado los neumáticos.
—Veo que has crecido —dijo ella.
—¿Quieres una “torta”?
—¿Una qué?
—Veo que no estás al día en lo que se refiere a películas viejas. ¿En qué malgastaste el tiempo todo el verano?
—¿Ha vuelto Daniel?
—No —dijo Jay Jay— Somos los primeros.
—Oh, Jay Jay —dijo Kate, radiante— ¡Cómo los he extrañado! Estoy tan contenta de haber vuelto...

CAPÍTULO 2
Kate Finch echó una mirada a su nueva habitación y decidió que iba a gozar de su soledad. El año anterior
había tenido una compañera de cuarto y Kate había pensado que lo iban a compartir todo, como dos hermanas,
pero su compañera resultó ser distante, reservada y disimulaba sus preocupaciones bajo una máscara
impenetrable; ahora Kate se alegró de no tener que hacerse ilusiones por cosas que no estaban ahí. Lo había
hecho muchas veces en su vida y había aprendido. Desempaquetó apresuradamente, de un modo desordenado,
porque no era demasiado cuidadosa, y tendió la cama con las sábanas y la antigua colcha hecha de retazos que su
madre le había enviado de la casa. Un par de fotos de familia en la cómoda y asunto arreglado.
Una foto, tomada con una maquinita Polaroid, de su madre, que sonreía a su hermana de quince años,
Belinda, que entrecerraba los ojos a la luz del sol. Las dos tenían entre sus brazos a sus tres gatos y a un perro,
todos de razas mezcladas y bautizados en honor a los hermanos Marx; el jardín de la casa, amplia y aireada,
estaba al fondo: ésta era una de las fotos. Su padre, en su nueva encarnación de soltero pícaro —con el pelo largo,
anteojos negros de aviador y una camiseta holgada que no lograba disimular su incipiente barriga— estaba solo en
una foto. La instantánea tenía ya varios años y su padre ya no estaba soltero, pero Kate aún no tenía ganas de
instalar esa fotografía de familia. Su padre las había abandonado —a su madre, a su hermana y a ella— al entrar en
la cuarentena. Hasta entonces había sido un corredor de bolsa normal y bastante rutinario, pero de repente surgió
en él una adolescencia retardada y anunció que ya tenía la vida vivida a medias y no estaba dispuesto a morirse sin
descubrir qué era. De modo que se fue a vivir a Mili Valley donde, según se decía, la gente se divertía
enormemente en sus bañeras hidroeléctricas y practicaba una vida sexual libre y vigorosa.
—Te diré lo que eres —había gritado su madre en el momento en que él se iba —: ¡eres una inmundicia!
Y se había echado a llorar. Kate no había llorado. Sabía que alguien tenía que ser fuerte en esa familia, que
su padre sin duda no lo era, su padre que había huido, ni lo era su madre, una especie de animal indefenso y

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desorientado al que tirotean para divertirse, o su hermana, entonces solo una niña, que había sollozado durante
toda una semana.
—Ahí va Don Justo —dijo su madre, mientras los ojos se le empañaban.
—Ahí va el que se cree Don Justo —dijo Kate.
¿Cómo había podido abandonarlas así? ¿Importaba algo que su madre no fuera un objeto sexual? Tenía
algunos kilos de más, nunca se había preocupado de usar el maquillaje apropiado y se vestía como una vieja, pero
era inteligente, de buen corazón, poética, una madre estupenda. Siempre escuchaba y nunca se entrometía. Kate
no hubiera querido tener una madre joven y atrayente que actuara como una de sus hijas. A ella le gustaba
exactamente la madre que tenía. Pero Kate comprendió ahora que todos esos años en que había creído tener una
infancia perfecta eran una mentira.
Su padre tampoco había sido un objeto sexual, pero era él quien las había abandonado en busca de la
aventura. Ella entendía intelectualmente que su padre hubiera querido una nueva vida, pero no lo podía entender
con su corazón. Se sentía traicionada. Tenía intenciones de no casarse nunca. Quería ser una escritora célebre.
Ahora estudiaba Literatura Creadora, pero a mediados del último año, cuando su primer gran amor la había
abandonado y había ocurrido El Incidente en la Lavandería, las cosas empezaron a pesarle y surgió en ella el
“bloqueo del escritor”. Estaba pensando en especializarse en Literatura Inglesa, a fin de no fracasar. Había tratado
intensamente de analizar su problema y finalmente había llegado a la conclusión de que en realidad aún no había
vivido. ¿Cómo era posible escribir de cosas que uno no conocía? Solo tenía dieciocho años y un cajón lleno de
cuentos lúgubres, a medias terminados, con títulos como “La Ciudad de los Corazones Rotos” e “Hijos del Dolor”,
que le daba vergüenza mostrar a nadie. No podía revelarse en la vida real y, peor aún, ni siquiera era capaz de
revelar sus sentimientos en sus cuentos. ¿Cómo iba a ser escritora si no estaba dispuesta a ser herida por las
críticas y el rechazo? La mitad de las veces no sabía lo que sentía y la otra mitad se preguntaba si había alguien a
quien eso pudiera importarle. Se sabía ignorante de todos los secretos de la vida real. Ser joven era como estar en
una trampa: uno podía hacer muchos esfuerzos pero no podía llegar Allá —donde estaba la acción real— porque
uno no era bastante fuerte. Algo tenía que desarrollarse, como un músculo, y Kate pensó que eso era la madurez.
Este era uno de los motivos por los cuales había entrado en el juego con tal facilidad y había abrazado la
fantasía de los Laberintos y su personaje de Glacia la Luchadora con tanto entusiasmo.
Realmente era como estar dentro de un cuento. Y uno no estaba a prueba, porque no era necesario escribir
una composición para conseguir una buena nota. Había que ser cautelosa para salvar la vida, abrirse paso en
lugares desconocidos, correr riesgos y luchar. Le hacía sentirse exuberante.
Miró su reloj. En su casa de San Francisco era tres horas más temprano; su madre debía de estar ahora de
vuelta de sus clases de Derecho. Le había hecho prometer a Kate que iba a telefonear no bien hubiera llegado sana
y salva a su cuarto. Kate no conocía ninguna otra madre que hubiera dejado atravesar sola a su hija el país, y lo
cierto es que ella se había sentido aterrada durante todo el viaje: lo había hecho justamente por esto. Kate siempre
hacía K las cosas que la asustaban, para imponerse a ellas. Ventanillas abiertas, portezuelas cerradas, la radio
puesta, los ojos mirando directamente al frente, recordando que era diestra en karate, en caso de que fuera
necesario defenderse; los dientes tan apretados que sentía las mandíbulas endurecidas; y ni siquiera fue
consciente de esto hasta que vio el cartel que rezaba: BIENVENIDOS A PEQUOD. MANTENGA LA CIUDAD LIMPIA.
Entonces advirtió que casi no podía abrir la boca.
El teléfono que había solicitado ya estaba puesto. Confió en que nadie hubiera estado allí antes que ella y
hubiera dejado cuentas a pagar: nunca se sabe lo que la gente es capaz de hacer. Marcó el número de su casa.
—¡Hola, mamá! Aquí estoy.
—¡Hola! —La voz de su madre sonaba muy alegre esos días, a partir del momento en que se había tomado
en mano, se había puesto a estudiar Derecho, decidida a vivir su propia vida—. ¿Qué tal el viaje?
—Espléndido —dijo Kate con indiferencia.
—¿No te faltó dinero para pagar los moteles?
—Claro que no.
—Ya me lo imaginaba. No quiero que andes con tantas economías, Kate. Tendría que alegrarme: soy muy
afortunada. La mayor parte de los chicos de tu edad gastan sin tasa. Pero me preocupa pensar que no comes como

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debes y querría que lo pasaras bien. Tu padre no me va a cortar los víveres hasta que yo consiga un trabajo.
—Eso es lo que él dice.
La madre de Kate chasqueó la lengua.
—Eso no debe preocuparte. Para entonces ya me habré recibido de abogada y lo llevaré a los tribunales.
Oye, te olvidaste los esquíes. ¿Ya te habías dado cuenta?
—Sí. Los dejé a propósito.
—¿Por qué?
—El año pasado no tuve bastante tiempo para esquiar. Y este año va a ser peor. Dile a Belinda que los puede usar.
—Kate: ¿de nuevo estás protegiendo mi bolsillo?
—No; no tengo ganas de esquiar este año.
¿Cómo podía explicarle a su madre que el nuevo juego le tomaba tanto tiempo? Era demasiado complicado.
Su madre iba a empezar a preocuparse, pensando que descuidaba el estudio.
—Cuando pienso cuánto deseabas esos esquíes, cuánto significaban para ti...
—Mamá: debes alegrarte de que no se me ocurriera tener un caballo.
—Te mataría —dijo la madre, riendo.
—Oye, tengo que cortar ahora. Estamos en larga distancia. Te llamaré muy pronto. Te abrazo. Adiós.
Colgó y, después de cerrar cuidadosamente el cuarto, bajó al salón de entrada para ver si había llegado Daniel.
La puerta de él estaba abierta. Ella asomó la cabeza. El levantó la mirada y sonrió, contento de verla. Kate
pensó que Daniel se parecía mucho a John Travolta: probablemente era el muchacho más lindo en el edificio de
dormitorios y ni siquiera era consentido. Un metro ochenta, un cuerpo poderoso, luminosos ojos azules, pelo
oscuro y una boca fabulosamente sensual. Además, era un genio para la computación y probablemente iba a ganar
millones de dólares cuando se graduara y se pusiera a trabajar para una de las compañías que iban a disputárselo.
Ella nunca había podido entender por qué Daniel había decidido matricularse en una universidad como ésta,
cuando hubiera podido ir a Stanford o al Instituto de Tecnología de Massachusetts. Tal vez le gustaba ser cabeza
de ratón. Conseguía las notas más altas sin hacer el más mínimo esfuerzo, como un pez en el agua. Las mujeres
perdían la cabeza por él, pero esto tampoco lo envanecía. Ella se consideraba muy afortunada de tenerlo como
amigo: no estaba muy segura de saberlo manejar en otra situación.
—¡Hola! —dijo él—. ¿Cuándo llegaste?
—Acabo de llegar. —Entró y echó una mirada al nuevo cuarto de Daniel, que estaba poniendo en su lugar lo
que había traído. Ya había clavado cuatro magníficos posters ecológicos del Sierra Club, que contribuían
eficazmente a alegrar las arruinadas paredes de color beige. Sobre el piso se veía un aparato flamante de
iluminación, que iba a ser instalado. Daniel había traído incluso una gran planta. Jay Jay estaba sentado en la cama
y leía un número de Playboy.
—Vamos, Jay Jay, vamos —dijo Kate— ¿Cómo puedes leer esa mierda? Es degradante —hizo un gesto para
agarrar la revista, pero él la apartó.
—Puedo leerla y la leo —dijo Jay Jay.
—Mujeres desnudas —dijo Kate—. Explotación.
—Este año estoy practicando un celibato voluntario —dijo Jay Jay— Quiero recordar lo que me estoy perdiendo.
—Bueno, no vas a encontrar a nadie que tenga ese aspecto en este lugar —dijo Daniel.
—Vamos, vamos —dijo Kate— Eres un desagradecido.
—Creo que voy a adoptar la línea de Jay Jay —dijo Daniel— Celibato voluntario. Quiero llegar virgen al matrimonio.
—Ya es demasiado tarde: por lo menos llevas doscientas infracciones —dijo Kate vivamente. Se preguntó
por qué el tono con que había dicho estas palabras había sido más hostil de lo que ella hubiera querido. Daniel era
su amigo, no su amante, y a ella no le importaba lo que él hiciera. Lo miró atentamente para ver si él no se había
ofendido, pero no notó nada. Tampoco estaba halagado: aceptó la frase de ella como parte de las bromas que
siempre había entre ellos.
—Basta de esta inmunda conversación sobre sexo —dijo Daniel— Siéntate y hablemos de algo serio.
Necesitamos un nuevo jugador.
—Ya lo sé —dijo Kate sombríamente. Y se sentó junto a Jay Jay en la cama.

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—Tal vez tendríamos que poner un aviso en el Diario de Pared —dijo Jay Jay— Junto a los horarios de
encuentro de la Liga de Homosexuales y el Club Científico. “Se necesita un sujeto para Laberintos y Monstruos,
capaz de jugar al tercer nivel y que se comprometa a no espiar y a no abrirse.”
—No me gusta nada la idea de un extraño —dijo Kate — ¿Quién va a compartir el cuarto con un extraño?
Los otros dos aprobaron con la cabeza. Los cuartos eran chicos, bastante grandes para una persona, pero
más bien incómodos para dos. Con dos camas, dos escritorios, dos armarios y dos sillas en uno de estos cuartos,
los ocupantes tenían que moverse con cuidado entre los muebles o andar con moretones en los muslos. Habían
decidido poner las estanterías de libros en el cuarto de juego, pero no se ganaba mucho.
—Primero hay que conseguir el jugador. Después nos preocuparemos de la instalación —dijo Daniel— He
pasado todo el verano trabajando en el nuevo Laberinto. Sin duda es el Laberinto más horripilante, más estupendo,
más abracadabrante que nunca se haya inventado, y lo que hay en él les hará estallar la mente.
Kate se estremeció. Ya lo estaba viendo: los túneles oscuros que tanto la aterraban, las criaturas que
podían ser amistosas u hostiles...
—Entonces... ¿pongo un aviso? —preguntó Jay Jay.
—¿Por qué no? —contestó Daniel— Tal vez hay alguien aburrido con el juego en que está metido y que
desea tener nuevas emociones con una nueva pandilla de aventureros.

CAPÍTULO 3
Daniel Goldsmith era, entre ellos, el que tenía una vida de familia más normal y feliz. Había crecido en el
cómodo barrio residencial de Brookline en Massachusetts. Su padre era profesor de Ciencias Políticas en Harvard, en
el cercano Cambridge, y su madre trataba a niños emocionalmente perturbados mediante la terapia de arte en el
hospital general del Estado. Era una familia intelectual, con estantes que rebosaban de toda clase de libros, con
excelentes reproducciones de obras de arte en las paredes y música clásica sonando todo el tiempo. Las noches del
viernes su madre, que tomaba muy en serio el hecho de ser judía, encendía las velas antes de la cena y decía una
plegaria; su padre, que no era religioso, lo toleraba con una especie de agria indulgencia. La religión era La Familia
para su madre; las dos cosas eran una sola: la estabilidad, lo más importante en que uno podía creer. Además de la
seguridad, a sus padres les gustaba la discusión intelectual. La casa siempre estaba llena de amigos que discutían
vivaz e interminablemente todos los temas, desde la política a la psicología, mientras su madre servía el café de una
inmensa bola, como de restaurante.
Daniel era la alegría, la esperanza de sus padres. Era el inteligente, el hijo con un maravilloso futuro. Su
hermano mayor, Andy, un joven bien parecido y de maneras fáciles, había decidido ser profesor de gimnasia. Era típico
de estos padres el sentirse tan orgullosos de Andy como de Daniel, aunque de un modo distinto.
—Andy evita que los chicos anden en malos pasos —decía orgullosamente su madre, como si el enseñar
basketball en un colegio secundario de clase media equivaliera a salvar de malos pasos futuros a una banda de
delincuentes juveniles. Andy compartía un apartamento con su novia, una chica bonita, llamada Beth, que hacía obra
social, y su madre actuaba como si los dos estuvieran en la misma profesión.
Ah, sí, pero Daniel era extraordinario. Daniel era un genio de la computación, un genio que habría de salvar al
mundo. Dios sabe que el mundo está podrido y necesita ser salvado. Lo que Daniel quería realmente era inventar
juegos para las computadoras. Sus padres pensaban que ésta era una excelente afición, algo que podía hacer
lateralmente. Trataban de no hacer presión sobre él. Después de todo, sabían que la presión genera la revuelta. Solo
protestaron una vez: cuando él anunció que no iría al Instituto de Tecnología, sino a Grant. Ellos quedaron horrorizados.
¿Desdeñar el Instituto de Tecnología?
—Necesito alejarme de aquí —dijo— Necesito espacio.
—Te damos espacio —dijo su madre—, puedes vivir en
la universidad. Hemos estado ahorrando dinero para tu educación desde que naciste. Puedes vivir en la
universidad o alquilar un apartamento para ti, si lo prefieres.
—El espacio es un concepto que está demasiado estirado y usado en los años setenta —dijo su padre— El
espacio solo existe en tu cabeza.
—No quiero ir a Cambridge: eso es todo.
—Si te veo salir del subterráneo, te prometo que no te voy a saludar —dijo su madre. Lanzándole una mirada
iracunda, se dirigió a la cocina.
Daniel fue detrás de ella.
—Mamá... lo cierto es que no sé lo que quiero ser.
—Lo sabes muy bien.
—Es demasiado pronto. Todos siempre lo saben, pero yo no estoy tan seguro. Quiero mantener mi vida en
suspenso por un tiempo.

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—Espléndido —dijo ella con rabia— Y cuando salgas de esa Universidad Grant y empieces a buscar trabajo, te
van a decir; “¡Qué pena! Nosotros queremos alguien del Instituto de Tecnología”.
—Tú siempre dijiste que el dinero es mucho menos importante que la satisfacción personal.
Tenía en la mano una cuchilla de aspecto aterrador y estaba tratando de cortar la grasa de una rebanada de
carne, pero no lo lograba.
—Esa universidad es un tiro al aire —dijo, sin levantar la mirada.
—Siempre puedo cambiar de universidad —dijo él desvalidamente. Tenía la sensación de que lo estaban
estrangulando. Sus padres siempre le habían dado consejos, nunca órdenes, y nunca había habido nada que no se le
permitiera hacer. Salvo fracasar. O ser el término medio. De repente tuvo envidia de su hermano Andy, que tenía una
ocupación simple que le gustaba y a quien nadie apremiaba: Andy no tenía que ser especial.
—La verdad es que no entiendo, Daniel —dijo su madre. Lo miró y finalmente, él notó que los ojos de ella
estaban preñados de lágrimas—. Yo creí que tú eras diferente de los otros chicos. Tú siempre supiste lo que querías.
¿Te hemos fallado en algo? ¿Hemos hecho algo que no debimos hacer?
—No —dijo él. Se acercó y la abrazó. Los huesos de ella parecían muy pequeños—. La gente no siempre se
escapa de lo que es malo. A veces la gente tiene que huir de la perfección.
—Nosotros estamos lejos de ser perfectos —dijo ella, sorprendida, pero él notó con alivio que ya no había
lágrimas en sus ojos.
De modo que él había ido a Grant. Y ahora iniciaba su primer curso, a los diecinueve años, en buenas
relaciones con su trabajo y sus amigos, interesado en el juego que había descubierto, dedicando todo su tiempo libre a
inventar versiones nuevas, más alambicadas. También corría. Le gustaba correr por las largas calles vacías de Pequod
al amanecer, alejándose de los suburbios residenciales que le recordaban a Brooklyn, más allá de las calles de las
tiendas cuando los grandes camiones de abastecimiento empezaban a estacionarse, ideando nuevas estrategias para
el juego. Esto era exactamente lo que había querido hacer con su vida.
A veces variaba la ruta de su correría matinal y enfilaba hacia las cavernas prohibidas que estaban en dirección
este. Desde afuera no parecían tan ominosas. Si no hubiera sido por la cadena de hierro remachada a las piedras que
estaban en la entrada principal, por el cartel verde y blanco que rezaba: CAVERNAS PELIGROSAS. NO ENTRE, se
hubiera dicho que eran cavernas pintorescas al pie de una colina. Parecían una atracción turística. Pero él había oído
que se extendían millas y millas bajo tierra, que estaban llenas de lagos insondables y estanques negros, con
estalactitas y estalagmitas, con infinitos recovecos y diminutos cuartos en donde una persona se podía perder para
siempre. Lo peor de todo: allí reinaba una oscuridad total. A veces, al pasar corriendo, Daniel tenía un arrebato de
curiosidad: hubiera querido ver nada más. Suponía que todo el mundo tenía esa sensación de cuando en cuando.
Probablemente era ésa la sensación que había llevado a aquellos dos estudiantes a explorar las cuevas hacía mucho
tiempo, aquellos dos estudiantes que habían muerto.
El, sencillamente, nó tenía ninguna idea de la muerte. A veces, conduciendo un auto y consciente de haber
bebido de más en una reunión, había percibido el peligro, pero nunca le había ocurrido pensar que lo podían matar,
pese a que tanta gente moría. A uno lo mataban en la guerra. Cosa sabida. O algún día, ya entrado en años, cuando la
polución del ambiente le regalaba a uno un cáncer. Ahora no. Ahora él se sentía inmortal. Los terrores de la
enfermedad, de la muerte no esperada, quedaban postergados, eran para los otros.

CAPÍTULO 4
Robbie Wheeling se sentía muy nuevo, muy joven, tímido y asustado ese primer día de su ingreso a la
Universidad de Grant. En su ciudad de origen (Greenwich, Connecticut) él había sido una especie de estrella:
capitán del equipo de natación del colegio y director del Anuario, había sido una figura popular y bien
asentada. Ahora era un extraño en un lugar extraño. El edificio de dormitorios que le habían deparado —
Hollis East— era inmenso y su cuarto, individual, era feo y desmantelado. Allí había una cama con un colchón
lleno de bultos, un escritorio de madera arañada, con una silla en las mismas condiciones, una lámpara que
parecía provenir del Ejército de Salvación y una estantería de madera con dibujos e inscripciones indecentes.
Un solo armario. Le habían dado la llave de la puerta para que protegiera estos tesoros y las posesiones que
él había traído de casa. Puso en el suelo la última de esas posesiones: su saco de tela áspera y una gran caja
con su equipo estereofónico. Se acercó a la ventana y echó una mirada. Como era alumno del primer año, el
más humilde entre los humildes, le habían asignado un cuarto en la parte de atrás del edificio, con vista sobre
una playa de estacionamiento. Allí estaba su pequeño convertible Fiat, un regalo que le habían hecho sus
padres al graduarse, junto a una variedad de autos que pertenecían a los estudiantes que iba a conocer, una
motocicleta pequeña y una mescolanza de bicicletas, todas cuidadosamente encadenadas. Detrás de él, por la
puerta entreabierta, podía oír voces femeninas y pisadas en el corredor. ¿Cómo sería la vida en un edificio de

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dormitorios para varones y mujeres? Probablemente había mucha actividad sexual. La idea de interminables
aventuras lo animó un poco. Empezó a desempaquetar.
Tenía dieciocho años, medía uno ochenta, tenía los largos y tersos músculos de un campeón de
natación y una cara tan atractiva que era casi bella. Ojos verdes con una espesa orla de pestañas oscuras, pelo
rubio y hoyuelos. Nunca había tenido dificultades para conseguir mujeres, pero en este lugar extraño tenía
ganas de encontrar una personalidad, enamorarse, tener una relación importante. Hasta ahora no la había
tenido; pensó que ya era tiempo de tenerla. Tal vez podía hacerla durar todo el año, o por lo menos durante
los meses de invierno. Imaginó una chica sentada en su cama, estudiando, mientras la nieve acariciante caía
afuera, y el cuarto ya no parecía tan tétrico. Nada de chicas: mujeres. Tenía que acordarse de que debía decir
“mujeres”. Ahora estaba en el college.
Robbie estaba contento de haberse ido finalmente de su casa. Realmente no había nada para él allí,
nunca había habido, sobre todo desde aquella noche en que su hermano se había escapado para no volver
nunca más. Después de esa noche, Robbie nunca podía mirar a las estrellas sin preguntarse por dónde
andaría su hermano, si las estaba mirando también él, si las estrellas parecían las mismas en el lugar en que
estaba... O si seguía vivo.
Sus padres habían sido víctimas de la historia. Dos extraños cuando se habían casado en la década del
cincuenta; su madre acababa de salir de Vassar y su padre estaba muy excitado por haber conseguido su
primer empleo en una firma de arquitectos; su hermano mayor, Hall hijo, había nacido diez meses más tarde:
ya constituían una familia antes de que los progenitores se conocieran a fondo. Su madre le había contado
esa historia un millón de veces. En aquellos tiempos la gente no se acostaba antes de casarse. Padres de otras
personas que Robbie conocía se habían casado del mismo modo, habían tenido hijos y se habían entendido
muy bien. Pero sus padres reñían y se gritaban cuando alguna vez se dirigían la palabra: interminablemente
se recriminaban el uno al otro por el pasado, por sus vidas malgastadas, por sus sueños irrealizados. Sin
embargo, no querían separarse. Algo los mantenía atados, alguna necesidad de “que la cosa marchara”.
¿Podía marchar? Dentro de lo que él podía recordar, su madre siempre había sido alcohólica. Los dipsómanos
que viven en las afueras de una ciudad tienen una de dos opciones: o llevar en auto a los chicos a hacer las
cosas que hay que hacer, arriesgando la vida de todos, o enclaustrarse en casa. Cuando su madre dejó de
conducir, Robbie se sintió aliviado.
Ahora su padre era el jefe de su propia firma de arquitectos, con grandes oficinas en Nueva York y
proyectos que se comentaban en las revistas internacionales. Como un símbolo de su triunfo, su padre usaba
un reloj de Cartier diferente para cada día de la semana, hasta que su madre se enfureció e hizo trizas a los
siete la noche en que su hermano se escapó. Sí: había pulverizado diez mil dólares de relojes en una sola
noche. Y eso no fue lo único que quedó hecho trizas esa noche... también sus vidas, todas sus vidas... pero no
quería ahora pensar en eso.
Tres semanas después de ingresar a la universidad, Robbie se estaba divirtiendo más de lo que había
previsto y casi tanto como lo había deseado. Todavía seguía sin saber en qué asignatura iba a especializarse,
o lo que habría de hacer con su futuro, de tal modo que se matriculó en las clases obligatorias para librarse
de una vez de ellas y solicitó el ingreso al equipo de natación. Fue aceptado. Había trabado relación con
pocas personas en los dormitorios y en las clases; se había acostado con unas cuantas chicas de primer año
que parecían embriagadas por la excitación de vivir en un edificio de dormitorios mixtos y que, al parecer, no
se interesaron en volverlo a ver. En un principio pensó que tal vez había hecho algo mal, pero luego
comprendió que estas chicas provenían de algún colegio de señoritas de estilo severo, o de algún hogar
formal, y procuraban ganar el tiempo perdido. Algunos de los muchachos tenían la misma actitud. Al parecer,
todos eran alumnos de primer año. Los de las clases superiores ya habían superado la novedad de vivir en
una bombonería y llevaban vidas normales. Él había escrito una sola carta a sus padres y le había llevado una
hora pensar en algo que decirles. Daba por supuesto que su madre iba a estar demasiado borracha para
leerla y que a su padre no le iba a interesar lo que él dijera, mientras no se metiera en un apuro.
Las comidas se servían en el comedor del mismo edificio, que parecía una enorme cafetería. Había que
pasar por la cocina, donde uno formaba cola y se servía de una variedad de platos que parecían satisfacer

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cualesquiera exigencias dietéticas. De todos modos, casi todo resultaba ser una mescolanza insípida y
grasienta. Luego se pasaba al comedor y uno se sentaba con gente que conocía, si podía encontrarla, o con
extraños. Uno se daba cuenta de la enormidad del edificio de dormitorios al ver la muchedumbre a las horas
de las comidas. Algunos abrían libros delante de sus platos y no hablaban con nadie. A causa de las prácticas
de natación, Robbie solfa llegar tarde a las comidas y debía sentarse en uno de los escasos lugares libres. Esto
lo obligaba a hablar con gente que no conocía, pero la cosa ya lo asustaba menos, porque empezaba a
acostumbrarse.
Esa noche, sosteniendo la bandeja llena y deslizándose entre los angostos espacios que separaban las
largas mesas, encontró un asiento vacío junto a un chico muy raro, que tenía puesta una gorra de cuero
negro de aviador, como las que Robbie había visto en viejas películas pasadas por la TV, y en torno al
pescuezo un par de gafas de camino y una larga bufanda de seda blanca. Tenía una carita puntiaguda, una
expresión maliciosa y parecía de unos catorce años.
—Jay Jay Brockway —dijo el chico, tendiéndole la mano.
—Robbie Wheeling.
—Te he visto antes. Un Fiat Spider color habano.
—Eso es...
—Yo tuve uno igual —dijo Jay Jay—. El mío era rojo. El Excremencial me lo regaló para mi cumpleaños, pero
se olvidó de que soy demasiado joven para sacar el permiso de conducir, de modo que lo vendí para joderlo
y me compré mi cacatúa y una motocicleta. Las cacatúas cuestan una fortuna... En fin, las buenas cacatúas.
—¿El qué? —preguntó Robbie.
—¿El qué qué?
—¿Quién... qué es El Excremencial?
—Mi padre. Es una bosta petrificada de dinosaurio. Perdón, ¿te estoy arruinando el almuerzo? El me lo
ha arruinado a mí cantidad de veces.
Robbie nunca había oído hablar así de sus padres a nadie, nunca había oído hablar de un modo tan
extravagante a un total desconocido. Supuso que el atuendo de Jay Jay se justificaba porque había venido en
motocicleta, pero ¿por qué no se había cambiado para bajar a almorzar?
—¿Te gusta Brigitte Bardot? —siguió diciendo Jay Jay. Extrajo un cigarrillo muy delgado y muy largo,
color habano, de una petaca y lo encendió. Luego ofreció la petaca a Robbie.
—No, gracias, no fumo.
—Mañana por la noche doy una fiesta porque es el cumpleaños de Brigitte Bardot. Si quieres venir, a
cualquier hora después de las ocho, en el primer piso, el cuarto donde hay bochinche.
—Gracias —dijo Robbie. Ah, sí, ahora se acordó: Brigitte Bardot era una antigua actriz—. ¿Está aquí?
—¿Quién?
—Esa persona a quien das la fiesta.
—¿Estás drogado? —preguntó Jay Jay, escudriñándolo con aire ansioso; al parecer, empezaba a lamentar
su precipitada invitación—. No, por supuesto que no está aquí. ¿Cómo quieres que venga a esta pocilga?
—No sé —dijo Robbie; hizo un esfuerzo por recordar—: Elizabeth Taylor estuvo una vez en Harvard.
—Así es... —dijo Jay Jay reflexivamente. La cara se le iluminó—. Tal vez el año que viene invite a B.B. —
Apartó la silla de la mesa y se puso de pie. Era muy bajito—. Nos veremos mañana por la noche. Trae algo de
beber y no más de dos amigos... interesantes, si es posible.
¿Cacatúa?, pensó Robbie siguiéndolo con la mirada. ¡Su primera fiesta en Grant! El tiempo se le hacía largo.
A las ocho y media, cuando Robbie empezó a buscar la reunión, se encontró con que ésta ya estaba en
pleno. La gente rebasaba el cuarto de Jay Jay y andaba por el pasillo, se metía en otros cuartos; la música
atronaba. Si alguien había tenido intenciones de estudiar esta noche, no lo iba a lograr, pero a nadie le
importaba, al parecer. Debía de haber por lo menos un centenar de personas que bebían cerveza o vino,
fumaban, hablaban, bailaban y hacían ruido. Robbie, con una botella de vino tinto que había comprado, se
abrió paso entre la multitud buscando al dueño de casa. Por último lo vio, casi tapado por el maremágnum
de gente, con smoking y una galera, muy feliz al parecer. Junto a él había una de las chicas más bonitas que

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Robbie había visto nunca, con lustrosos cabellos castaños, grandes ojos oscuros y las comisuras de los labios
levantadas incluso cuando no sonreía. El equipo estereofónico de Jay Jay estaba tocando “MacArthur Park”,
cantado por Donna Summer.
—¡Jay Jay! —gritó Robbie, levantando su botella de vino.
Jay Jay lo remolcó como un barco que entra a puerto.
—Kate Finch —dijo—, Robbie Wheeling.
—Hola —dijo ella, sonriendo y tendiéndole una mano pequeña pero sorprendentemente recia.
“Después de todos los amores de mi vida, tú sigues siendo el único...”, decía el disco. Donna cantaba y
el ritmo de la música inundaba la habitación. Cada vez que nos enamoramos, reparamos en la música que
está sonando y nunca la olvidamos.
Robbie miró a Kate Finch y supo que ella siempre iba a ser el disco de Donna Summer cantando
“MacArthur Park”. La miró a los ojos y no se le ocurrió nada que decir.
—Bueno, supongo que te hace falta un sacacorchos —dijo ella
—Supongo que sí.
Ella tendió la mano hacia atrás y presentó un sacacorchos y dos vasos de plástico. Él se dedicó a abrir
la botella para no tener que pensar en decir algo. Jay Jay había desaparecido de nuevo entre la multitud.
Robbie vertió vino en los dos vasos, aunque en realidad el vino le gustaba bastante poco, y le pasó uno a ella.
—¿Vives en Hollis? —preguntó ella amablemente. —Sí. ¿Y tú?
—En un cuarto al fondo del pasillo.
—¿Tiene realmente una cacatúa?
—Ahí la tienes.
Un pájaro negro con un pico amarillo lo miraba desde su gran jaula de plata.
—¿No se asusta?
Ella se encogió de hombros y sonrió.
—Con Jay Jay uno se acostumbra a cualquier cosa.
Él hubiera querido decir algo extraordinario para que ella quedara impresionada y se acordara de él.
Nunca se habla sentido tan estúpido en su vida. Miró su vaso lleno.
—¿Qué pasa? —dijo ella.
—Querría que pudiéramos empezar por la mitad. Querría que nos hubiéramos conocido en las dos
últimas semanas, que supiéramos todo el uno del otro, que simpatizáramos muchísimo... y que yo no
estuviera tan nervioso.
Ella rió. La risa era tan encantadora como la sonrisa.
—¿Te doy miedo?
—Por lo general no soy así —dijo Robbie.
—Me gusta que seas así —dijo ella amablemente.
—Soy bastante interesante cuando se me conoce —dijo él precipitadamente.
Ella le tomó la mano, salió con él de la fiesta y marchó por el pasillo hasta su cuarto. Después abrió la
puerta, lo hizo pasar y cerró. Él estaba aterrado. No sabía lo que ella quería, pero puesto que había cerrado la
puerta con llave...
Kate se sentó encima de su escritorio, apoyó los pies en el borde, se rodeó las rodillas con los brazos y
lo miró con unos ojos muy grandes, llenos de diversión, tolerancia y genuina amistad.
—Habla —dijo.
Al cabo de un rato no estuvo tan mal y pronto empezó a sentirse cómodo con ella, que pareció
interesarse realmente en lo que él le decía, por tonto que fuera. Por ejemplo: no sabía qué quería hacer
después de la universidad, esto preocupaba a sus padres, preocupándolo a él aún más. No le habló de su
hermano, pero le habló de todas las cosas interesantes en que pudo pensar cuando estaba en la secundaria,
las cosas que le habían gustado. También habló de su último año. Había jugado con tanta frecuencia a
Laberintos y Monstruos que, si a esto se agregaba la natación y el Anuario, había tenido mucha suerte en
poder entrar a la universidad.

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—¿Juegas a L y M? —preguntó ella y sus ojos brillaron.
—Jugaba.
—¿A qué nivel?
—Estaba en el tercero cuando todo el mundo se fue a la universidad.
—¡Guau! Nosotros también. ¿No viste el aviso que hemos puesto abajo, en el Diario de Pared?
—Nunca lo miro.
—Jay Jay, Daniel y yo... ven, te voy a presentar a Daniel.
Saltó al suelo desde el escritorio y le agarró de nuevo la mano. Antes de que él se diera cuenta lo
había sacado ya de su cuarto y lo arrastraba de vuelta a la fiesta, donde lo presentó a un muchacho muy
lindo, que le pareció perturbadoramente familiar.
—Este es Robbie Wheeling. Daniel Goldsmith, nuestro Inspector de Laberinto. Tal vez Robbie pueda
jugar con nosotros.
Por un instante Robbie se espantó. No iba a andar bien en el college si empezaba a jugar el juego;
además, estaba lejos de ser un experto. Pero no quería perder a esta chica: todavía no.
—¿Con qué frecuencia juegan ustedes? —preguntó.
—Este año todavía no hemos empezado —dijo Daniel —
Estamos buscando otro jugador. Solo jugamos dos veces a la semana. La pura verdad. No va a
interferir en tus estudios, si es en eso que estás pensando.
—Era un poco lo que estaba pensando.
—Me parece bien —dijo Kate— No queremos fanáticos.
—Sin embargo, queremos a alguien que se quede en el juego —dijo Daniel— ¿Por qué no haces una
prueba y ves cómo anda la cosa? Nadie te pide un contrato.
—Ya lo sé.
—Prueba —dijo Kate y le sonrió— ¿Por qué no? El le sonrió a su vez y cabeceó, aceptando.

CAPÍTULO 5
Los cuatro estaban sentados en el cuarto de Daniel, después de la comida, y habían empezado a jugar el nuevo
juego que él había estado preparando durante el verano. Ya habían elegido sus personajes: Kate era Glacia la
Luchadora, una vez más; Jay Jay seguía siendo Freelik el Frenético de Glossamir, un Duende, y Robbie era Pardieu un
Hombre de Dios. Se habían sentado en el suelo, en círculo, con lápices y papel milimetrado a fin de trazar sus trayectos
arduos y peligrosos; Daniel había levantado la pan talla que usaba el Inspector del Laberinto para ocultar las páginas del
argumento inventado por él para llevarlos en sus viajes imaginarios.
Los jugadores principiantes usaban libros de reglamento y, a medida que se hacían más duchos, utilizaban libros
de aventuras imaginarias, cada vez más complicados, partiendo de ellos cuando así lo deseaban. Daniel utilizaba una
combinación de libros avanzados y cosas que había, inventado. Tenía que hacerlo porque Jay Jay, con su memoria
fotográfica, había memorizado casi todos los libros que se podía comprar. Daniel ni siquiera quería pensar en la
cantidad de dinero que había gastado Jay Jay. Pero Jay Jay era rico y estas cosas no lo afectaban mayormente.
Con los dados en la mano, Daniel empezó a hablar. Los otros tres lo miraban con atención absorta. El sabía que
ellos visualizaban ahora todo lo que él les decía, y sabía que esto era muy real, porque alguna vez también él había sido
un jugador.
—A medio día de marcha desde una aldea hay un yermo de colinas retorcidas, cubierto con árboles secos y
hierba muerta. Detrás de esas colinas está la entrada a las cuevas prohibidas de Jinnorak. Tan lejos en el tiempo como
puede recordarse, nadie ha entrado nunca a esas cuevas, y corre el rumor de que dentro de ellas vive una gente que ha
sufrido una mutación, gente que fue alguna vez humana, pero que desde hace generaciones se ha ido convirtiendo, en
esas hediondas profundidades, en seres irreconocibles y perversos. Aunque tal vez esto sea solo un rumor, tal vez el
último de esa gente haya muerto. De todos modos, hay otros peligros, pero también se sabe que hay én esas cuevas
cosas maravillosas para los que son bastante valientes e inteligentes para apoderarse de ellas. ¿Entran?
—Sí —dijo Kate. Los otros dos cabecearon.
—La entrada solo tiene un metro y medio de altura —siguió diciendo Daniel— y, al entrar, uno se encuentra en

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un cuarto muy chico, totalmente a oscuras, y oye el sonido de agua que fluye.
—Danos las dimensiones del cuarto —dijo Jay Jay, escribiendo.
—Seis pasos de ancho por tres metros y medio de largo. Sobre la derecha hay dos puertas.
—¿Pasos de quiénes? —preguntó Jay Jay.
—De seres humanos.
—Está bien. Dos metros cuarenta. Puedo ver en la oscuridad. Veo las puertas.
—¿Hay algo escrito en ellas? —preguntó Kate.
—Sí —dijo Daniel—. Pero en un idioma desconocido. —Tiró los dados. Ocho—. Pardieu puede entender el
mensaje, pero está interferido.
—Dice “Señoras” y “Caballeros” —dijo Jay Jay, riendo á carcajadas y rodando por el suelo.
—Vamos, Jay Jay —dijo Daniel con voz severa —basta de payasadas.
—Perdón.
—¿Qué veo yo? —preguntó Robbie.
—Viajarás aquí por siempre a menos que... y el resto te es desconocido.
—Creo que tendríamos que palpar las puertas —dijo Kate—. Si hay agua que corre detrás de una, tal vez sea
agua mágica y no queremos que se derrame. —Echó los dados. Doce—. ¿Qué puedo hacer?
—Puedes abrir una de las puertas —dijo Daniel.
Kate se sintió entrar ahora en el paisaje del juego, y el corazón le empezó a latir con fuerza. Había traído una
armadura, una daga, alimentos, una linterna y unas cuantas monedas para el caso que fuera necesario sobornar a alguien.
Pardieu tenía sus conjuros mágicos y Freelik sus propios poderes, además de la capacidad de engañar. Era peligroso
encender la linterna porque podía haber en el cuarto un monstruo que hubiera podido verlos y atacarlos. Pero le temía
más a la oscuridad. La oscuridad era una de las cosas más horribles que ella conocía, la oscuridad y el rumor de una
respiración; lo que había ocurrido aquella noche... pero ahora no quería pensar en eso. Ahora solo estaba el juego, un
juego en que podía vengarse de las cosas que se arrastran y respiran levemente, en que podía blandir su espada, matar y
conquistar. Encendió su linterna. El recinto estaba vacío. Pudo ver las letras escritas en las paredes, pero no fue capaz
de leerlas. Estaban escritas en la antigua lengua Jinnorak.
Jay Jay sabía por qué había hecho el payaso. El juego siempre lo asustaba un poco al principio. Él sabía que era
algo profundo e invasor, una vez que se dejaba tomar por él. Era una fantasía con la que comía, dormía y soñaba. Más
que la excitación de los peligros, le gustaba la satisfacción de ganar. A Freelik, en realidad, no le hacía falta el tesoro; los
Duendes siempre se las podían arreglar solos; pero el tesoro era bonito y era satisfactorio tenerlo. Uno podía dar fiestas
con él, cantar, contar cuentos y bailar durante todas las noches encantadas a la luz de la luna, bajo los árboles. Era por
este último deleite que él aceptaba meterse en los horribles Laberintos. Además, en cierto modo, le gustaba tentar a lo
inesperado. El mundo humano parecía ahora muy lejano, lastimoso y aburrido.
Robbie, arropado y seguro dentro de su sayo de Pardieu el Hombre de Dios, avanzó con paso firme sobre el
piso húmedo y flojo del Laberinto. La lámpara de Glacia se bamboleaba en su mano y arrojaba su luz sobre las oscuras
sombras por delante. Un horrendo aullido desgarró el aire. Seis gigantescos Gorviles saltaron fuera de sus cisternas
invisibles y dieron rienda suelta a su furor al notar que sus terrenos habían sido invadidos. Podía oír confusamente a la
distancia el ruidito seco y tranquilizador de los dados. Con la daga asida firmemente en la mano, Robbie se precipitó
sobre el Gorvil más cercano, golpeándolo en el ojo del centro. El Gorvil lanzó un agudo chillido y se alejó, agitando sus
bracitos membranosos. Glacia daba golpes a diestra y siniestra, la más fuerte de todos. “¡Voy a hechizar a uno!” gritó
Freelik. “¡Me va a decir en dónde está el tesoro!” Pardieu se sentía muy feliz de estar aquí, en su sagrada búsqueda,
confortado por la compañía de sus seguros amigos, inocentes y buenos. Tener una misión era algo hermoso.
Daniel sonreía. Ahora ya estaban en la cosa y realmente les gustaba el juego. Los hombro^ de Kate estaban
tensos y sus ojos bizqueaban por el esfuerzo de ver en lo desconocido. Jay Jay emitía chillidos de excitación y decía a
todos lo que debían hacer, como siempre. Si hubieran estado en el Laberinto real, el Duende habría empezado a dar
saltos. Y lo mejor de todo era que Robbie estaba funcionando bien, tomando cada cosa con entera seriedad,
planificando sus movimientos. Jugaba reflexiva e inteligentemente, aunque no sin audacia. A Daniel no le gustaba un
juego sin peligros. Era difícil ser el Inspector del Laberinto: uno debía tener la certeza de que el juego no era demasiado
fácil, pero había que evitar asimismo que la gente se matara. Observó atentamente a Jay Jay, que dibujaba el Laberinto a
escala en su papel milimetrado, tomando notas y llevando la cuenta de todo. Jay Jay era de lejos el más inteligente de
todos, incluido él, y lo que más le gustaba a Daniel era poder desconcertar a Jay Jay, algo que desgraciadamente nunca
duraba mucho. Este mundo lo había creado él, aquí en su cuarto, con la intensa participación de sus íntimos amigos, y
era el mejor de todos los mundos posibles. Valía la pena haberse tomado este verano para crear la nueva aventura.
Miguel Angel no debía sentirse mejor cuando acababa de pintar la Capilla Sixtina. Una obra de arte es una obra de arte,
sin tomar en cuenta su nivel.

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CAPÍTULO 6
Ahora tenían establecida una rutina y jugaban el juego dos o tres noches por semana y en las tardes de los fines
de semana. Esto dejaba libres las noches del fin de semana para salir y las otras noches para estudiar. Kate seguía dos
cursos hiedes de Literatura Inglesa, un curso de Versificación y Psicología. Ya había leído la mayoría de las novelas
exigidas antes de entrar a la universidad y la clase de Poesía era un chiste, ya que ella era capaz de componer un poema
en una hora.
El primer curso de Literatura Inglesa se dictaba en un anfiteatro con círculos de asientos que llegaban tan alto
que el profesor parecía un muñequito en su podio, hablando por el micrófono.
—No dudo que muchos de ustedes han leído antes Huckleberry Finn. Yo, por mi parte, lo he leído veintidós
veces dijo. Hubo un gruñido ubicuo en el auditorio, una oleada sonora— Cada vez que lo leo descubro algo distinto —
prosiguió— A medida que crecemos y maduramos, descubrimos nuevos significados en una gran novela.
Aburrido, escribió Kate en su cuaderno y se lo pasó a Robbie, que estaba sentado a su lado. Resultó que los dos
seguían el mismo curso, de modo que siempre se sentaban juntos y se reservaban el asiento el uno al otro. Este era uno
de los cursos más populares en la universidad, principalmente porque no era difícil.
Chist, chist, chist, escribió Robbie y le devolvió el cuaderno. Los dos debieron aguantar la risa. El hecho de
estar con Robbie hacía que Kate se sintiera tonta, descansada y joven. No era por el hecho de estar él en primer año y
ella en segundo, ya que los dos tenían la misma edad... y a ella no le habría importado ser mayor. Estas cosas no le
importaban en absoluto. Robbie era increíblemente suave y no había en él nada amenazador. Los dos se divertían
juntos. También era muy hermoso. A ella le gustaba su rostro tierno y su cuerpo perfectamente proporcionado de
nadador. Últimamente se descubría contemplándolo más tiempo del que hubiera querido. Advertía que empezaba a
interesarse en él de un modo que ya no era enteramente amistoso, y la cosa no le gustaba nada.
Ella había estado enamorada. En Grant todo el mundo decía que si una historia amorosa duraba más de cinco
meses, uno estaba viviendo de tiempo prestado. Todos sabían que estaban creciendo, cambiando, descubriendo nuevos
objetivos, y no podía esperarse que uno fuera la misma persona de unos meses atrás... Así que, ¿era posible seguir
enamorado o que la otra persona siguiera enamorada de uno? El amor era peligroso porque, a menos de tener una
suerte excepcional, a uno lo iban a lastimar. Por lo menos a uno lo lastimaban la primera vez. Después se aprendía. “A
uno le pinchan el lindo globito una sola vez” le había dicho su compañera de cuarto el año pasado.
Había sido Dawn, la preciosa india americana en quien
Kate había visto una confidente excepcional. “Nunca te contaré mis problemas” le había dicho Dawn. “Me
apenaría mucho el verte perturbada.”
¿Qué se podía contestar a esto? ¿No me voy a perturbar porque no me importa de ti? ¿Pertúrbame por favor, he
venido aquí para que me perturben? Kate hubiera querido saber si Dawn le decía esto a fin de no tener que escuchar
sus cuitas. Si era así, Kate no le podía echar nada en cara, porque ¿quién quería enterarse de penurias ajenas? Uno se
enamoraba solo porque se suponía que uno era adulto y, si la cosa no salía, había que aguantárselas también solo.
De tal modo que el año anterior Kate se había enamorado y su enamoramiento había durado seis meses, como
todo el mundo había sabido, salvo ella. Ella había creído realmente en este amor. Steve... gracioso, encantador, un buen
escritor, una basura. Él, sencillamente, se aburrió de ella. Estaba en otras cosas. Se suponía que ella debía entender. Él
no quería casarse, lo mismo que ella; no quería vivir con nadie, lo mismo que ella; quería ir a Nepal. Ella podía ir con él
a Nepal, si quería, pero habría sido un peso muerto. La cosa estaba terminada. Por otra parte. Kate no tenía el más leve
deseo de ir a Nepal.
De modo que confortó su corazón herido y guardó silencio, pensando en los aspectos negativos de la relación para
librarse más pronto de su nostalgia. Recordaba que nunca había habido bastante espacio en la angosta cama del college
para que los dos pudieran dormir decentemente. Cómo él ensuciaba todo. Cómo tiraba su ropa interior al suelo, el muy
puerco. Cómo nunca hacía planes, de tal modo que debían ir a la última función del cine, cuando ya no corrían, los
créditos. La dulzura con que él la besaba, le dejaba esquelas amorosas entre la ropa y hacía que se sintiera bella y única...
Los alumnos estaban juntando sus libros y papeles y levantándose: la clase había terminado. Ella la había pasado
en una ensoñación. Otra de las consecuencias del amor; impedía que uno se concentrara. Confió en que Robbie hubiera
tomado bastantes notas para los dos.
—¿Por qué no compras un poco de comida y hacemos un picnic? —dijo Robbie— No es probable que haya
otro día como éste.
—No, en fin, no sé...
El pareció ofendido.
—¿Te sientes bien?
—Claro que sí. Tengo que estudiar esta tarde.
—Bien. Entonces te veré a la hora de la comida.

14
Ella se dirigió a la biblioteca y, cuando calculó que él ya había desaparecido, volvió sobre sus pasos y se sentó en
el suelo, debajo de un árbol. Los estudiantes estaban sentados en parejas o grupos en las franjas de hierba que había
entre los grandes edificios de ladrillo rojo, gozando de los últimos días hermosos del otoño. Había estado antipática con
Robbie, pero no lo había podido evitar. No quería tener un picnic con él en un hermoso día otoñal que suscitaba
recuerdos, que hacía que uno se sintiera abierto, tierno y vulnerable... al menos no por ahora.
Y tampoco sabía cómo habría de sentirse ahora en un contacto sexual después de El Incidente en el Lavadero,
soterrado hacía mucho tiempo, pero nunca olvidado. Ella no había permitido que nadie la tocara desde entonces y, si
alguien llegaba a tocarla... no sabía si era capaz de soportarlo.
Había sido la noche en que ella supo que todo había terminado con Steve. Durante cierto tiempo ella había
tratado de engañarse, pero finalmente supo que él no la quería ni siquiera como amiga. No había querido cavilar, había
tratado de mantenerse activa. Había que limpiar una pila de ropa sucia. Era un sábado de noche, cuando casi nadie usa
el lavadero. No iba a tener que esperar turno.
Todos estaban pasándolo muy bien con la persona de quien estaban enamorados. Entró en el lavadero y vio que
no había nadie.
Empezó por separar la ropa blanca de la de color, metió las piezas de ropa, sábanas y toallas, en dos máquinas,
echó el jabón en polvo y se puso a buscar monedas en su monedero cuando las luces se apagaron. De repente el cuarto
quedó sumido en la absoluta oscuridad. La sensación era inquietante, ya que no funcionaba ahora ninguna máquina, ni
siquiera una máquina de secar. El silencio era total. Se preguntó si habría estallado algún fusible. Miró a todas partes,
pero la oscuridad era tan completa después de la previa iluminación fluorescente que ni siquiera pudo distinguir el lugar
en donde estaba la puerta. Entonces oyó el ruidito seco de un encendedor.
Vio la llama reflejada en la punta aguda y reluciente de un cortaplumas. Eso fue todo —nada más que la hoja
desplegada— y luego oyó el rumor de una respiración.
Era una respiración leve, muy leve, rápida y excitada. Ni siquiera podía oír las pisadas de la persona, pero la hoja
del cortaplumas con reflejos dorados y plateados se iba acercando, lo mismo que el hálito. Supo con absoluta certeza
que era un hombre y que iba a violarla.
No hay nada en el mundo más aterrador que un cuchillo. Un revólver tiene cierta irrealidad, incluso puede ser
un juguete. Pero nadie puede pretender que un cuchillo sea un juguete. Y éste era largo y afilado. La mano que lo
empuñaba no temblaba en lo más mínimo. Solo la respiración era irregular: leve, excitada, casi como los suspiros del
éxtasis. Kate se dio cuenta de que el hombre iba probablemente a matarla, antes o después de haberla violado, y que su
sangre y su dolor formarían parte del placer de él. Sintió latir su corazón con tanta violencia que parecía llenar el cuarto
oscuro. Se agazapó y corrió a gatas, en silencio, alejándose de la hoja resplandeciente, en dirección a las altas máquinas
de secar. El la siguió, manteniendo siempre aquel ominoso silencio que era más aterrador que cualquier palabra.
Esconderse... esconderse. Era menuda y delgada: podía escurrirse dentro de cualquier escondrijo. Pero las
máquinas de secar se tocaban unas a otras, recostadas contra la pared. Kate las recorrió con las manos, tanteando en
busca de un espacio, con la idea de poderse escurrir dentro de una de las secadoras abiertas, aunque consciente de que
allí iba a quedar más atrapada aun.
Había un angosto espacio entre la fila de secadoras y la pared, un espacio que habían dejado para que escapara el
calor. Allí se metió, mientras oía la respiración del hombre, que se acercaba. Sus ojos ya empezaban a acostumbrarse a
la oscuridad y ahora podía distinguir las formas. Comprendió entonces que, al fin de este pasaje, había una pared y que,
si el hombre era lo bastante chico para seguirla, iba a quedar atrapada y él la iba a puñalear.
Cuidadosa, sigilosamente, se escurría y avanzaba una y otra vez... sintiendo un vuelco en el corazón cada vez
que él hacía un ademán en dirección a ella. Sintió un reguero de sudor que le bajaba por el brazo. Empezó a llorar en
silencio, sofocando las lágrimas y los tenues gemidos animales de terror, para que él no pudiera ubicarla. Golpeó una de
las tablas de planchar y cayó, pero estaba tan asustada que no sintió ningún dolor; inmediatamente se puso de pie y
corrió, tratando de llegar a la puerta antes que él. Entonces el hombre apagó su encendedor, de tal modo que ya no
hubo ninguna luz. El hombre y su cuchillo podían estar en cualquier parte.
Se echó a correr junto a la fila de tablas de planchar, derribándolas a un lado, dándolas vuelta, patas arriba. Que
tropiece, que caiga, que se caiga por favor, Dios mío... ¿Hacia dónde podía correr ahora? Si tropezaba con él, la iba a
agarrar, le iba a cortar el pescuezo...
Supo que iba a morir y que no había sentido en esto; solo injusticia y crueldad. Sintió que dentro de ella todo se
vaciaba: la esperanza, el amor, el sentimiento. Era un caparazón, un objeto. No era nada.
Entonces la puerta del cuarto de lavado se abrió de repente y se oyeron unas voces perplejas e irritadas. La luz
del pasillo iluminó las figuras de tres mujeres.
—¿Qué pasa aquí? ¿Por qué se han apagado las luces?
Una de las mujeres abrió la llave de la luz fluorescente del techo: era enceguecedora. Kate parpadeó. Y cuando abrió los

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ojos, un instante antes de que él huyera, vio claramente la cara de su perseguidor. Era un hombre delgado y de aspecto
feroz, de unos treinta y tantos años: algún vagabundo o alguien que trabajaba en la ciudad. Nadie que ella conociera.
Más adelante ella nunca pudo darse cuenta por qué el hombre no había matado a las cuatro, a ella y a las otras
tres mujeres que habían venido a lavar su ropa. Había leído en los diarios que ocurrían incidentes como éste, que un
monomaniaco aterraba a las mujeres de todo un edificio. Pero el hombre prefirió salir corriendo y ella estaba viva.
Kate y las otras tres mujeres pusieron un aviso en el Diario de Pared. CUIDADO; UN VIOLADOR
ARMADO DE UN CUCHILLO ANDA SUELTO POR EL CAMPUS. HA SIDO VISTO POR ÚLTIMA VEZ EN
EL LAVADERO DE HOLLIS EAST. NO VAYAS SOLA A UN LUGAR EN DONDE TE PUEDAN ATRAPAR.
El tajo requirió seis puntadas. Le dijo al médico que el hombre la había asaltado. No quería decir nada más.
Estaba segura de que no hubiera sido capaz de identificarlo en caso de verlo de nuevo: estaba demasiado asustada. Le
dijo a Dawn que tuviera cuidado, pero nunca expresó ninguna de las emociones encontradas que la desgarraban. No se
lo contó a su madre, pues no quiso asustarla. Y decidió seguir un curso de karate, que continuó durante todo el verano
cuando volvió a su casa en San Francisco.
Su instructora, una mujer que daba clases únicamente a mujeres, para enseñarles a defenderse de los hombres,
comentó que Kate tenía los reflejos más veloces que ella nunca había visto.
Durante semanas y meses después, El Incidente en el Lavadero, como designaba Kate al percance, le pareció
una pesadilla en la cual ella tenía parte de culpa. No debía haber sido tan estúpida y descuidada, no debía haber entrado
sola cuando sabía que el lugar estaba sin gente. También había sido culpa de Steve. Si él no la hubiera abandonado,
habrían estado juntos esa noche, ella no habría estado sola y no se habría expuesto a que la asesinaran. Su padre
también la había abandonado... Todos los hombres que le habían importado resultaron ser egoístas e indignos de
confianza. Uno confiaba en que la felicidad iba a durar, uno los amaba y creía en ellos... y ellos... ¡hasta la vista! No era
posible confiar en nadie, salvo en uno mismo. Tal vez fuera ésta la lección que la vida quería darnos.
Fue entonces que empezó a comprender que todo lo que había escrito hasta ahora era pueril y superficial. El
juego de Laberintos y Monstruos, al que había jugado inocente y alegremente con sus amigos, adquirió más
importancia, se convirtió en su escape y en su vida social. No salía con muchachos; trataba indiferentemente a los que
veía en los dormitorios y en las clases, los trataba como amigos y desalentaba cualquier avance. Los amigos no los
abandonaba. Tenía confianza en Jay Jay y en Daniel; para ella eran como hermanos, pese a que Daniel tenía tanto
atractivo sexual para las otras mujeres.
Después de cierto tiempo, el dolor de aquella noche rememorada se fue borrando, se arrinconó en el fondo de
su mente, desplazado por otras cosas. Kate intentó vivir su vida de día en día. Nadie sospechó nunca que había
quedado perturbada.
Se levantó de debajo del árbol y avanzó lentamente hacia el edificio de los dormitorios. Todavía había tiempo de
comer un bocado y estudiar parte de las lecturas asignadas para esa semana. Recordó la dulzura de Robbie, su creciente
dependencia de ella y se preguntó qué quería realmente de él. Tal vez fuera él, finalmente, el hombre que habría de
amarla, que no se escaparía. Entonces ella iba a poder librar todos los sentimientos que había estado conteniendo: su
amor, su ternura, su sexualidad. Pero antes tenía que ponerlo a prueba, y no sabía cómo hacerlo. Tal vez fuera mejor
retirarse por cierto tiempo y no tener que encararse con este problema.

CAPÍTULO 7
Robbie no podía imaginarse la razón de que Kate se hubiera vuelto de golpe tan distante. Se sentía ofendido y
desconcertado. Él había creído que ella gustaba de él tanto como él de ella; los dos se habían divertido juntos y cada cual
era capaz de hacer reír al otro. Desde el primer instante en que la vio, en la fiesta de Jay Jay, los sentimientos que ella le
inspiraban se habían ahondado. Él había intentado armarse de valor y poner la relación en el nivel siguiente —amor,
sexo, tal vez compartir un cuarto— pero ahora ella había cortado todo sin decir una palabra de explicación.
Cuando él intentaba hablarle del punto, ella siempre estaba ocupada. Era como si últimamente él la estuviera
persiguiendo y ella se estuviera escapando. Robbie no quería ponerse en ridículo, pero no sabía qué hacer y no podía
soportar la idea de perderla sin conocer siquiera el motivo.
Continuaban jugando el juego, pero éste era otro mundo, no el mundo de Kate y Robbie; además, cuando terminaban
de jugar, ella corría a refugiarse en su cuarto. Una noche Robbie esperó a quedarse solo con Daniel y le preguntó:
—Daniel, ¿Kate está enojada conmigo?
—No que yo sepa.
—Actúa de un modo raro. Me siento como el hombre del aviso comercial: dime qué nuevo dentífrico debo usar
para que ella vuelva a gustar de mí.
—¿Hubo entre ustedes algo que yo no he advertido? —preguntó Daniel.
—No lo sé —dijo Robbie, sintiéndose muy deprimido—. Tal vez es algo que estoy imaginando.

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—Kate pasó por un mal momento el año pasado —dijo Daniel—. Rompió con el hombre con quien andaba y
después de eso está como a la defensiva.
—¿Sigue enamorada de él?
—Oh, no... —Daniel lo miró con atención— Tú estás muy interesado en ella, ¿no es así?
Robbie se encogió de hombros.
—Lo estás —dijo Daniel. Sonrió—. Bueno, si todo sale bien, podrán compartir un cuarto y entonces tendremos
una habitación extra para jugar nuestro juego en la forma en que lo proyectamos el año pasado.
—Muy gracioso. Si a ti te interesara una chica, la cosa se presentaría de ese modo. En mi caso no es así.
—Tal vez sea lo mismo —dijo Daniel con voz tranquila—. Si ustedes dos se ponen en serio y la cosa no resulta...
nuestro juego se va al demonio.
—¿Nunca dejas de ser lógico?
—No.
Era inútil. Robbie pensó en poner una nota bajo la puerta de Kate, pero eso hubiera sido infantil. Trató de
imaginar alguna posible acción extravagante, una de esas locuras que Jay Jay sabía idear, pero él no tenía esa clase de
imaginación. Pensó que era un tipo muy común y llegó
a la conclusión de que tal vez Kate tenía razón en no interesarse en él. Tal vez la había aburrido.
Pero un día ella se le presentó en el cuarto con un aire contrito y tímido.
—Me disculpo —dijo.
El corazón de él dio un salto. Kate...
—¿Por qué me has mantenido lejos? —preguntó — ¿Algo que hice?
—Nada que tenga que ver contigo. ¿Podemos empezar de nuevo?
—¡Sí! ¿Quieres venir conmigo al cine esta noche?
—Me encantaría —dijo. Sonrió—. Hay muchísimas cosas que no he visto. Vayamos a la ciudad y veamos la cartelera.
Fueron a una sala que pasaba dos películas —Halloween y When a stranger calls, porque a los dos les gustaban
las películas de terror— y luego fueron a comer a Fat City, el único restaurante barato y tolerable de la ciudad, adonde
iban la mayor parte de los estudiantes. Las paredes eran de madera oscura, adornadas con posters de películas viejas, y
las luces eran amortiguadas. Había compartimientos separados y mesas, de tal modo que uno podía sentarse y hablar
íntimamente. Como ya era tarde y día de semana, el Jugar estaba casi vacío. La jukebox estaba tocando gratis.
Robbie y Kate se sentaron frente a frente en un compartimiento esquinado. Durante toda la noche había sido de
nuevo la antigua Kate, la Kate que reía y con quien uno se sentía cómodo. El pidió una hamburguesa y cerveza; ella pidió
vino blanco y su acostumbrada ensalada naturista.
—Tengo que hacer que te libres de eso —dijo ella, indicando la hamburguesa. Robó una papa frita y se la metió en
la boca—. ¿Acaso no sabes que cuando matan a un animal éste se asusta y todo el organismo queda inundado de
hormonas de agresión y de huida, y que esas hormonas se meten en tu organismo?
—Nadie mató al animal con que hicieron esta hamburguesa —dijo Robbie— Murió de causas naturales.
—De este lugar lo puedo creer.
Robbie tendió el brazo sobre la mesa y le tomó la mano.
—Kate... no soy la clase de persona que hiere al prójimo. Puedo hacer algo estúpido accidentalmente, pero nunca
te mentiría.
—Te creo. Creo que no me mentirías.
—Lo dices como si eso no fuera gran cosa.
Ella estaba jugando con los dedos de él.
—La gente parece pensar que decir la verdad es algo sublime —dijo Kate— Espera que le cuelguen una medalla
por decirla. Hay muchas cosas que la gente nunca quiere oír, nunca, pero otras gentes no piensan en ese punto... ¡porque
es tan noble ser sincero!
—Ya lo sé.
-Yo andaba con alguien el año pasado —dijo ella— Me dijo que quería irse. Fue muy sincero. Pero a mí no me gustó oírlo.
—Supongo que eso es doloroso. —Quiso darle algo en cambio, contarle algo negativo que le hubiera ocurrido,
para acompañarla y hacer que se sintiera menos sola—. Te diré lo peor que me ha ocurrido en la vida —dijo— Tengo un
hermano mayor que se llama Hall, como mi padre. Es mi único hermano, tiene tres años más que yo y es una gran
persona. Pero siempre estaba peleando con mis padres. Nunca se entendieron en lo más mínimo. Se escapó cuando tenía
quince años y mi padre llamó a la policía, que lo trajo de vuelta. Iba a cumplir dieciséis, fue el día de su cumpleaños, el
Día de los Tontos, en abril. Mis padres organizaron una gran fiesta para recibirlo, una combinación de fiesta de
bienvenida y banquete de cumpleaños. Y en medio de la fiesta, sin que nadie se diera cuenta, se escapó de nuevo y no lo
hemos vuelto a ver.
Ella lo miraba con una expresión tan tierna y comprensiva que él estuvo a punto de contarle el resto... Pero no,
no podía hacerlo, ni siquiera a ella.
—¿Nunca? —preguntó Kate.
—Nunca. Nunca recibimos ni una carta, ni una postal, ni una llamada telefónica. Como si la tierra se lo hubiera
tragado. Hace ya tanto tiempo ¡y siempre me pregunto qué puede haber sido de él!
—Debe de ser espantoso —dijo Kate.
—Lo peor de todo es no saber —dijo Robbie.
—Me apena mucho...

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Ella se levantó y lo guio entre las sombras, junto a la jukebox. Bailaron lentamente, muy juntos. Ella apoyó la
cabeza en el pecho de él y los dos se movieron abrazados, suavemente abrazados. Entonces se miraron y se besaron.
—Te quiero —dijo Robbie.
Dejaron el restaurante y volvieron en el auto al edificio de dormitorios. Subieron al cuarto de ella, que lo hizo pasar y
cerró la puerta con llave. Desde la última vez que él había estado allí, ella había pintado varios arcoiris en las paredes. Kate
puso la música muy baja y los dos empezaron a bailar, acariciándose con embeleso, como si eso nunca les hubiera ocurrido
antes. Él se sentía tan lleno de amor por ella que creía morir de felicidad. Ella lo llevó hasta la cainita angosta e hicieron
el amor en forma fluida y perfecta. Solo por un instante ella pareció asustarse, se apartó y el cuerpo se le endureció, pero
luego sonrió y volvió a dejarse ir. El creía estar soñando, porque había soñado tantas veces este momento en las últimas
semanas que ahora parecía que la fantasía y la realidad se fundían en algo que era tan solo su deseo.
—Yo también te quiero —dijo ella.
Después, tendido en la oscuridad, mientras la tenía abrazada, se sintió súbitamente sumido en la depresión más
profunda que había conocido hasta ese momento.
Tuvo la sensación de haberla traicionado, de haberle mentido ya, de haber traicionado a Hall, porque había sido
la historia de Hall que la había conmovido hasta el punto que había querido hacer el amor con él. Una pequeña parte de
él se había alegrado cuando Hall se había ido —una parte mala, profundamente oculta— y él siempre se había sentido
culpable por esto. Robbie trató de dominarse y usó su razón: Kate ya había decidido que lo deseaba cuando volvió. No
era el relato de él que la había ganado: esto había sido tan solo una manera de compartir, de acercarse más a ella. Trató
de apartar su sensación de abatimiento, apretándola con fuerza, procurando sincronizar su respiración con la de ella.
Recordaba aquella noche de abril con tanta claridad que parecía que todo ocurría de nuevo... Los invitados a la
fiesta, que hacían barullo en la planta baja, la música que sonaba, la luz de la luna que brillaba entre las ramas del gran
árbol que estaba junto a la ventana de su dormitorio, trazando diseños en el piso. Había subido a su cuarto para estar
solo. Tenía trece años, la gente de abajo era mayor, ninguno de ellos era amigo suyo y se aburría. Estaba tendido en la
cama a oscuras, todavía vestido porque tal vez iba a volver más tarde a la fiesta, preguntándose si todos se habrían
alegrado igualmente de verlo a él en caso de haberse escapado. Sus padres estaban fingiendo que nada malo había
ocurrido y festejaban, tratando de compensar lo que había hecho que Hall se sintiera lo bastante desdichado para huir.
En ese momento se abrió la puerta y entró su hermano.
—¿Robbie?
—Hola...
Hall hijo, el alto, bien parecido, rubio hermano mayor que Robbie siempre había venerado y envidiado se sentó
en el borde de la cama y puso una mano en el hombro de Robbie.
—¿Tienes dinero?
—¿Dinero?
—Sí. Tú siempre andas guardando dinero.
—¿Para qué quieres dinero?
La voz de su hermano sonaba ronca, forzada.
—Lo necesito.
—Está bien. Te puedo prestar. ¿Cuánto te hace falta?
—No es un préstamo —dijo Hall.
Robbie lo miró a la luz de la luna. Vio las facciones clásicas, perfectas, las oscuras sombras bajo los ojos, como los
ojos de un enfermo, y sintió que la garganta se le cerraba. Entendió.
—No... —dijo desvalidamente.
—Tengo que irme. Y esta vez ya no volveré.
—¿Por qué?
Los dedos de Hall le apretaron con fuerza la muñeca.
—¿No dirás nada? ¿Me prometes que no dirás nada? Te van a matar si descubren que tú me ayudaste.
—No te vayas...
Se levantó y buscó el dinero que tenía escondido en un cajón de su escritorio, el dinero que había ahorrado:
ciento sesenta y dos dólares, dinero tomado de lo que le daban sus padres o que él había ganado en trabajos casuales. Le
dio todo a Hall.
—Gracias. —Su hermano lo miró, esbozó una sonrisa y dijo, metiéndose el dinero en el bolsillo de sus vaqueros:
—Me mantendré en contacto.
Pero Hall no lo hizo. Siguió viviendo en los sueños de Robbie, entrando a su cuarto como si hubiera sido de carne
y hueso, para decirle que había sido desdichado pero que ahora todo se iba a arreglar. Entonces Robbie se despertaba y
recordaba que nada se había arreglado.
No contó a sus padres la historia del dinero, ni siquiera les dijo que había hablado con su hermano antes de su
segunda y última desaparición. Hall se había ido antes de que nadie se hubiera dado cuenta de que ya.no estaba. Robbie
recordaba el atroz grito de su madre, el grito largo y desgarrador del que ha perdido un ser amado, como si le acabaran
de decir que su hijo había muerto. Y fue consciente de que nunca habría de olvidar aquel aullido mientras estuviera con
vida. Luego su madre, ya borracha, empezó a romper todos los lujosos relojes de su padre, como si quisiera decirle que
todas las cosas por las que él tanto había trabajado no tenían sentido ni valor.
Robbie se sintió doblemente culpable. Culpable por haber ayudado a Hall a fugarse y por haberse alegrado un
poco. Más tarde, cuando Hall no escribió ni telefoneó y Robbie comprendió lo que significaba el “Nunca más”, empezó a

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sentir tristeza y pena. Lo que en ese instante había parecido parte de una excitante aventura se transformó para él en la
cosa más horrible que nunca le había ocurrido en su vida,

CAPÍTULO 8
Daniel se estaba viendo con unas mellizas; por supuesto, en noches diferentes. Se llamaban Sindy
y Lyndy y eran tan espectacularmente bonitas que una sola habría sobrado y bastado; dos era ya
excesivo. Y eran inteligentes. Había conocido a Sindy en la clase de matemáticas. Sindy quería ser
médica. Cuando vio a Lyndy en la clase de Historia de los Estados Unidos, pensó naturalmente que era
Sindy. Se sentó a su lado y empezó a hablarle, hasta que vio que ella se estaba riendo.
—Oh, no —dijo—. Yo soy la otra.
—¿Hay dos, entonces?
—Espero que tú no seas dos también... —dijo ella, esperanzada.
Como él era uno solo, lo compartieron. Lyndy quería ser abogada. Las dos estaban interesadas en
sus futuras carreras y tenían el proyecto de seguir solteras hasta estar bien establecidas en sus
profesiones; entonces se iban a casar e iban a tener cada una un hijo. O mellizos. Veían a otros hombres
además de Daniel, y si bien Jay Jay parecía celoso y Robbie admirativo, Daniel tenía a veces la
inquietante sensación de que su vida sexual era tan- solo una comedia hilarante para la mayor parte de
las personas de los dormitorios. Si por lo menos no hubieran sido gemelas idénticas... parecía una
broma. En todo caso, era desusada y la idea le gustaba. Kate le hizo algunos chistes benévolos y le
preguntó si tenía intenciones de salir con las dos el día que cumplieran años.
Han nacido el mismo día, ¿sabes? —dijo ella.
Entonces pueden salir con algún otro.
¡Qué canalla! No es correcto que te acuestes con ellas y no las saques el día de su cumpleaños. Y
tienes que comprarles un regalo —Rió—. Regálales lo mismo en distintos colores.
Para este entonces Robbie se había mudado prácticamente al cuarto de Kate y los dos eran
inseparables. Daniel decidió esperar para ver si el idilio sobrevivía al trimestre; en ese caso, pensaba
proponer que utilizaran el cuarto de Robbie para el juego. No le gustaba tener que usar el dormitorio
para todo: estudiar, dormir, recibir a las mellizas —que vivían juntas en otro edificio— y también para
jugar el juego. Lo que menos le gustaba en la vida del college era la falta de intimidad. Por la noche los
estudiantes ponían sus equipos estereofónicos a todo volumen, recorrían ruidosamente los pasillos y
hablaban a gritos. Si uno quería estudiar, era necesario hipnotizarse, comprarse tapones auriculares o ir
a la biblioteca, lo cual era muy pesado. La biblioteca estaba a solo diez minutos de marcha de los
dormitorios, pero se cerraba a las once y el tiempo se había puesto intensamente frío, llovía con
frecuencia, una lluvia destemplada y desagradable, y los alumnos preferían quedarse en sus casas.
Daniel siempre había sido un solitario. Por esto le gustaba correr. Tenía que elegir
obligatoriamente un deporte, o alguna forma de gimnasia: eligió la carrera, aunque le desagradaba
tener que competir en algo que hacía por placer. Robbie seguía en el equipo de natación. Jay Jay asistía
a cursos de esgrima —principalmente porque le gustaba disfrazarse, en especial ponerse la máscara— y
Kate continuaba con su karate. Ninguno de ellos tenía intenciones de ir a casa durante las breves
vacaciones del Día de Acción de Gracias. Kate dijo que resultaba demasiado caro volar a California y
que no tenía ganas de pasar todas las vacaciones sentada al volante. Jay Jay y Robbie no deseaban ver a
sus familias. Y Daniel pensó que los cuatro podían reunirse en el edificio de dormitorios, ahora casi
vacío, y jugar todos los días. Los otros aceptaron de buen grado.
A sus padres les dijeron que iban a hacer vida de campamento, para no herir sus sentimientos. El
Día de Acción de Gracias comieron sándwiches de pavita regados con cerveza, jugaron durante nueve
horas corridas y salieron a dar un paseo en el frío aire nocturno para despejar las cabezas. Pasaron
junto a los grandes y oscuros edificios de dormitorios, donde solo se veían unas pocas ventanas
iluminadas, junto a los edificios de las aulas, vacíos ahora, y tomaron por las angostas calles que
llevaban a la ciudad. Las casitas se alineaban en los alrededores de Pequod, cada una con su auto
estacionado en la senda de entrada. Adentro se veían familias que terminaban sus cenas rituales. Daniel
vio algunas detrás de las ventanas, sentadas en torno a la mesa del comedor o viendo la televisión. En
una de las casas vio a un padre y a un hijo que jugaban a los naipes bajo la luz de una lámpara y se

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sintió de repente muy solo, se arrepintió de no haber ido a su casa en esos días libres. No iba a haber ya
muchas reuniones de familia: se iba a convertir en un adulto e iba a estar solo en el mundo. A los ojos
del mundo él ya era un adulto.
Delante de él, Kate y Robbie marchaban abrazados. Daniel se preguntó cuánto tiempo duraría
esto. Le gustaba Robbie, no era posible no gustar de Robbie... pero no era bastante para Kate. Kate era
algo especial. Y esto no era nada más que juego y distracción. Por cierto que él no tenía nada en contra
de eso... y allí estaba Jay Jay, enteramente solo, dentro de su grueso abrigo, con ese sombrero del Club
Ratón Mickey que le daba un aspecto de niño, pese a que Jay Jay nunca había sido niño. Daniel sintió
una oleada de ternura melancólica por Jay Jay. Realmente, si uno pensaba en ello Jay Jay no tenía a
nadie a quien amar, fuera de su cacatúa.
¿Y por casa cómo andamos? En sus años juveniles había sido un entusiasta de la serie Rastro de
Estrellas de la TV. Siempre se había identificado con el señor Spock, el humanoide lógico, objetiva
medias extranjero, carente de sentimientos humanos. Ahora, a los diecinueve años, se preguntó si se
estaba convirtiendo en un ser de esa clase. Nunca se había enamorado, nunca se había sentido inseguro,
nunca había sido herido. Cuando se sentía frustrado, siempre podía razonar su contrariedad con sentido
común. Tal vez lo mejor fuera la actitud de Kate, quien era capaz de preocuparse por alguien lo
bastante como para correr el riesgo de que su mundo se hiciera trizas. Mejor ser como Robbie y caminar
con aquella expresión ida en la cara, llevado por su sueño romántico, pese a que sabía que no podía
durar. Incluso tal vez era mejor ser como Jay Jay, viviendo siempre al margen, buscando excitaciones,
nunca satisfecho. Era mejor eso que ser el señor Spock.
Pero Daniel nunca había encontrado a nadie que le hubiera parecido la persona apropiada para
enamorarse. Siempre había algo que no andaba en ella: era demasiado tonta, demasiado exigente,
demasiado insensible, siempre demasiado algo. El sexo le resultaba fácil, pero el amor parecía imposible.
En determinadas ocasiones su madre siempre decía: “La próxima vez...” y formulaba un deseo.
“La próxima ve/ daremos una fiesta para ti.” Elegía una persona a quien le había llegado el turno de
que le ocurriera algo agradable y ejercía sus artes de seducción sobre ella.
La próxima vez... se dijo Daniel a sí mismo, reflexivamente.

CAPÍTULO 9
La temperatura cambió bruscamente después del Día de Acción de Gracias, como si el invierno
ya no pudiera dar más largas. Soplaron vientos fríos y nevó. Todos se vestían del mismo modo,
enfundados en sus abrigos o chaquetas acolchadas, con vaqueros, botas y bufandas enrolladas en
torno a las caras; los estudiantes iban chapaleando en la nieve de una clase a otra, como los
habitantes de algún estado totalitario; asexuados, enfurruñados, con aire de no estar para bromas. Sin
embargo, por debajo de sus uniformes sin color, rebosaban de vida. La gente se enamoraba y se
desenamoraba, había riñas por la comida en la cafetería, daban reuniones improvisadas en las cuales
bebían y fumaban cualquier cosa a la que podían echar mano, compartiéndola sin reservas, se
rodeaban de una música que les hablaba de sus sueños inarticulados... y estudiaban continuamente
en un estado de constante terror. Era importante conseguir buenas notas ya que, después de recibirse
uno tendría que ganarse la vida. La mayor parte de ellos trataba de hacer planes. El mundo parecía a
la vez abierto y cerrado para ellos. Abierto porque todo era posible, cerrado porque era tan difícil
conseguir un empleo. Querían éxito, lama, riquezas; y si eso no se lograba, por lo menos querían
seguridad. El mundo que ante ellos se abría era muy incierto, había muy pocas cosas en que se
pudiera creer, pero dinero había que tener. La gente no protestaba mucho este año en Grant, aunque
había una estudiante que se instalaba en el umbral de la biblioteca todas las mañanas, con la cara
enrojecida por el frío, y gritaba: “¡Hay que salvar a las ballenas!”. En Grant había lugar para todo. Jay
Jay sentía que estaba perdiendo el ancla. Todas las personas que le importaban tenían a alguien de
quien ocuparse, pero él estaba solo. Se sentaba en su cuarto excesivamente caliente y le hablaba a
Merlín, su mejor amigo.
—Pobre Jay Jay —decía Jay Jay— Pobre Jay Jay.
—Pobre Jay Jay —decía por último Merlín.
—Háblame —decía Jay Jay.
—Los pájaros no hablan —decía severamente Merlín.

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—¿Dónde está Jay Jay?
—Pobre Jay Jay.
—Bien —dijo Jay Jay; y llenó la cubeta de Merlín.
Se sentía muy triste. Ya nadie tenía tiempo para él. Kate siempre andaba por uno u otro lado
con Robbie y Daniel tenía su animada vida sexual. El pobre Jay Jay se quedaba solo, destinado a ser
una mascota.
Y estaba muy aburrido. Puso un viejo disco de Steely Dan cantando “Deacon Blues”, un disco
que últimamente oía todo el tiempo. Bebe whisky toda la noche y muérete detrás del volante...
Podía montarse en su motocicleta-y estrellarse contra una pared. No: era algo demasiado vulgar. Si
moría, quería llamar la atención, convertirse en una leyenda. Entonces todos se iban a arrepentir de
haberlo puesto de lado. Siempre se iban a acordar de él, como de aquellos dos estudiantes que habían
desaparecido en las cavernas mucho antes de su nacimiento. En caso de estar vivos, probablemente no
habrían llegado a nada.
En realidad no estaba seguro de que quería matarse; tal vez solo quería hacer una comedia y
asustar a sus amigos. Sin embargo, la idea de suicidarse le producía un leve escalofrío de anticipación.
Nunca nadie se había matado en Grant.
Escribió una nota a Kate. Por favor dale de comer a Merlín todos los días y acuérdate de mí.
Se puso su abrigo acolchado, el casco de cuero de aviador, tomó su linterna, miró tristemente a Merlín
—¿por última vez, quizás?— y salió al pasillo. Bajo la puerta de Kate metió la nota, que envolvía la llave
de su cuarto, y salió al frío.
Sabía dónde estaban las cavernas prohibidas; había pasado por allí en la primera semana de su
llegada al college, nada más que para verlas. Solo había caído un poco de nieve la noche anterior y el
suelo estaba escarchado, pero de todos modos habían quedado las huellas de los neumáticos. Bueno...
era mejor que pudieran encontrarlo. Las cavernas tenían el mismo aspecto de siempre. La misma luz
verde, el mismo aviso, la misma cadena cerrando la entrada. Las colinas parecían pedregosas y
siniestras bajo su leve capa de nieve, y el cielo de la tarde tenía un color ferruginoso. Se estremeció de
frío y anticipación. Después de estacionar la moto en un abrigo de rocas, Jay Jay pasó bajo la cadena y
entró a las cavernas.
Giró la luz de su linterna para ver lo que allí había. Estaba en un ámbito bastante reducido, una
especie de salita de entrada con túneles a cada lado, lo bastante altos para entrar erguido por ellos,
que llevaban a las profundidades. Supuso que las cámaras subterráneas debían de estar dispuestas
como las ramas de un árbol... o un laberinto. Sus ojos se dilataron de asombro. ¡Este era el
Laberinto!... ¡Exactamente como en el juego! Las paredes estaban hechas de una especie de piedra
húmeda y a la distancia se oía un leve rumor de agua que goteaba. Las estalactitas y las estalagmitas,
grandes y blancuzcas, conferían a la caverna un aspecto feérico, indicaban la antigüedad del lugar.
Casi era bello.
Cuidadosa, lentamente, Jay Jay avanzó unos pasos, moviendo el haz de luz de su linterna. Su
rápida mente memorizaba lo que veía. En hi cámara de la derecha había un estanque negro y extenso,
formado por el agua que goteaba del techo abovedado. ¡Oh, era maravilloso, glorioso, tolkiano! Gollum
hubiera podido vivir en este estanque frio, negro, sin fondo. Jay Jay casi podía verlo ahora, levantando
su cabeza viboresca a un lado y a otro, silbando, mientras buscaba el exquisito bocado dentro del
abrigo acolchado. Y de repente empezó a tomar forma en la mente de Jay Jay el plan más
extraordinario que nunca había ideado en su vida.
Estas cavernas eran el juego. Si un Inspector del Laberinto inteligente, él mismo, por supuesto,
hiciera un mapa de ellas y colocara objetos reales... por ejemplo, una capa que tuviera un bolsillo con
un bebedizo que impartiera poderes mágicos que confirieran sabiduría... linternas reales, espadas
reales, atavíos reales, un tesoro real... todos podían ponerse a buscar el tesoro. Esto habría de darles
más de un incentivo para encontrarlo. Los sortilegios, los amuletos, las estatuillas, las inscripciones en
las paredes y los pergaminos ocultos él podía comprarlos y esconderlos por doquier. Los monstruos,
por supuesto, tendrían que ser imaginarios, pero siempre estaría presente el verdadero peligro de
perderse, tener un resbalón, lastimarse, incluso ahogarse. Tuvo un escalofrío, en parte de miedo, en
parte de placer anticipado. ¡Era un genio!
Las cavernas no eran tan frías y aterradoras. En realidad eran más bien frescas y agradables;
imaginó que debían de mantener la misma temperatura todo el año. Debían ser perfectos lugares de
juego en días hábiles, y no demasiado incómodas si el nuevo juego se iniciaba en el invierno. Por
supuesto, iba a tener que esperar hasta que acabaran de jugar el juego de Daniel. Daniel se había
dedicado tan intensamente a su argumento que no era posible abandonarlo sin más, aunque a Jay Jay
le parecía ahora opaco y desabrido en comparación con el que acababa de concebir. En primer lugar,

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iba a tener que interesar a los otros en su plan. De esto estaba seguro. A Kate nada la asustaba,
Robbie era un secuaz natural y a Daniel le gustaba resolver problemas difíciles. Después de haberlos
convencido, Jay Jay tenía intenciones de hacer que a su personaje, en el juego de Daniel, lo mataran.
Esto volvería al juego mucho menos interesante para los otros. Sería una especie de sacrificio suicida.
Rió en voz alta, satisfecho consigo mismo. La carcajada resonó en las paredes, que hicieron eco de un
modo agradablemente diabólico. En cierto modo era gracioso haber venido aquí con intenciones de
matarse y haber terminado con el deseo más intenso de vivir que había sentido hasta ahora. Dio
cuidadosamente los pasos que lo llevaban desde las cavernas hasta el ruido mundanal. Ya había
empezado el atardecer del incipiente invierno. Subió a su motocicleta y fue a la ciudad, donde compró
algunos sándwiches y gaseosas y una docena de crutones para pájaros, que pensaba usar como migas
de pan a fin de no perderse. También compró pilas de repuesto para su linterna. Al día siguiente,
cuando la ferretería estuviera abierta, iba a comprar una buena linterna. Esto bastaría por el momento.
Volvió a las cavernas, su tierra feérica de infinitas posibilidades. Jay Jay canturreaba
alegremente al iniciar su investigación de las primeras tres cámaras, dejando caer sus crutones,
arreglando montoncitos de piedras para tener nuevos mojones de su itinerario. Estaba consciente de la
peligrosidad de estos laberintos y no tenía intenciones de poner fin a su vida. Se sentía un poco
asustado —lo cual era agradable— y también muy exaltado. A las nueve, hambriento como un lobo, se
sentó recostando la espalda contra una voluminosa roca, comió sus sándwiches y bebió sus gaseosas,
que todavía estaban frescas. La pintura blanca, pensó, era lo apropiado para un mensaje secreto, o tal
vez alguna pintura plateada y luminosa, si podía encontrarla. Sabía que no había nada que no pudiera
encontrar si esa era su voluntad. Habría de inventar antiguas runas... Sí.
Como se sentía muy cansado y a gusto después de su cena y de sus esfuerzos atléticos e
intelectuales, se tendió sobre el suelo, echándose el capuchón del abrigo sobre la cabeza para que le
sirviera de almohada. No había razón para volver esta noche a su cuarto: nadie se iba a preocupar por
su ausencia. Volvería mañana. Mientras tanto, tenía la impresión de que dormir allí le daba una
especie de derecho de propiedad sobre el lugar, hacía que las cavernas le pertenecieran. Durmió y soñó
con el juego, soñó que todos lo querían. Una turba de Duendes sentados en unas piedras en forma de
pequeños hongos lo aplaudían. “¡Eres el más inteligente de todos, oh, Freelik el Frenético de
Glossamir!” exclamaban admirativamente, con sus agudas vocecillas. Llevaban túnicas de seda de
colores pálidos e iridiscentes; todos se le parecían.
La mañana siguiente era fría y clara. Jay Jay corrió como una flecha en su motocicleta hacia el
edificio de dormitorios, embargado por la sensación de haber descubierto un tesoro. Se puso contento
ai ver que los otros estaban preocupados por su desaparición, especialmente Kate.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó ella—. Estaba muerta de miedo.
—Te lo diré cuando esté preparado —dijo él, complaciente.
—Le di de comer a Merlín y le cubrí la jaula —dijo ella con tono de reproche— Me dejaste una
nota espantosa. No podía saber qué intenciones tenías. Si ésta es otra de tus bromas estúpidas, te
aseguro que no tiene ninguna gracia.
—Te lo diré esta noche, si estás libre —dijo Jay Jay.
—Esta noche vamos a jugar, ¿no?
—Te lo diré antes del juego —dijo él— Cuando nos reunamos.
Cuando todos se encontraron en el cuarto de Daniel, Jay Jay expuso su plan. Lo miraron y luego
se miraron entre ellos, desconcertados, cada uno esperando que el otro le dijera qué debía hacerse.
Adivinó que todos estaban horrorizados e interesados a la vez.
—Es sumamente peligroso —dijo Daniel.
—Justamente. Así debe ser —dijo Jay Jay.
—¿Pasaste allí la noche? —dijo Kate— ¿Solo?
—Sí.
—¿Viste huesos?
Jay Jay sonrió.
—Te gustaría saberlo... ¿verdad? —¿Huesos? Por supuesto, también tenía que agenciarse
algunos huesos — De todos modos, si mi idea los asusta demasiado...
—Hay una diferencia entre el valor y la imprudencia —dijo Kate.
—Por el momento, estamos en este juego —dijo Daniel. Parecía ofendido.
Jay Jay se encogió de hombros.
—Piensen en la propuesta. Tenemos tiempo de sobra.
Robbie no había dicho una sola palabra.
—¿Tú qué piensas, Robbie? —preguntó Kate.

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—Haré lo que decidan los demás —dijo Robbie.
—¿No tienes una opinión propia? —preguntó Jay Jay con acritud. Le irritaba la forma en que
Robbie siempre deponía las armas ante Kate. Exactamente como un marido calzonudo.
—Pienso que puede ser muy excitante —dijo Robbie.
—¿Ven? —dijo Jay Jay— Es el único que tiene imaginación.
—Sigamos con mi juego hasta el fin -dijo Daniel — Me rompí la cabeza preparándolo.
Jay Jay sonrió con su habitual sonrisita inocente.
—Hay tiempo de sobra —dijo— Volveré sobre el tema.
Kate echó una mirada a Daniel, como diciéndole: Se va a olvidar. Es otra de sus locas ocurrencias.
Pero Jay Jay sabía que nunca iba a olvidarse, que nunca iba a abandonar su idea. Nunca nada
lo había excitado tanto.

CAPÍTULO 10
Kate no le permitía a Robbie dormir todas las noches en su cuarto: decía que la cama era demasiado chica y que
él la perturbaba. Él entendió. Ría difícil mantener la atención en las clases, hacer las tareas domésticas y jugar con la
mente alerta si uno no ha dormido bien la noche anterior. Para él era incluso más difícil que para ella, ya que debía
mantener sus energías para la práctica de natación. El punto de vista de Kate era maduro y sensato; él aceptó el plan de
dormir juntos toda la noche nada más que los fines de semana, pero de todos modos no pudo evitar el sentirse un poco
rechazado. Si realmente estaba interesada en él... habría encontrado una solución... Se metió en su auto, fue a la ciudad y
compró en una tienda de segunda mano un colchón doble que parecía muy limpio. Subió con el las escaleras del
edificio de dormitorios y fue a su cuarto. Luego compró un juego de sábanas y una frazada en la tienda del college,
tendió la cama y llevo a Kate a su cuarto triunfalmente, para darle la sorpresa.
—Ahora podemos vivir juntos —le dijo.
Una sombra de miedo pasó por los ojos de ella. La cara se puso grave.
—Es demasiado pronto —dijo.
—¿Qué es demasiado pronto?
Sintió el rechazo de ella como un dolor físico. Incluso pudo sentir una opresión en el pecho.
—Pasamos todo el tiempo juntos.
—Robbie: nunca he vivido antes con nadie. No estoy preparada. Te quiero, pero a veces tengo ganas de estar sola.
—¿Cómo es posible que alguien quiera estar enteramente solo?
—Es demasiado pronto —volvió a decir ella con tristeza—. Están todas las tensiones del colegio... lo mejor que
tengo en mi vida es estar a tu lado, pero te ruego que no trates de cambiar nada por ahora.
—Nunca te voy a dejar —dijo él— si es eso lo que te preocupa. —Por encima del hombro de Kate él podía ver,
por la ventana, la fea vista de la playa de estacionamiento. Se preguntó si a ella le parecería que su cuarto no era bastante
bueno, bastante romántico.
—Podemos poner la cama en tu cuarto, si lo prefieres.
—No se trata de cuartos —dijo ella.
—No entiendo.
—Robbie: comprar la cama ha sido encantador de tu parte. La vamos a usar los fines de semana. Va a ser
mucho más cómodo. —Le tomó la mano y le sonrió—. Ten confianza en mí.
El cerró la puerta con llave rápidamente y la llevó hacia la nueva cama con intenciones de usarla. Ella no
protestó. Pero él pudo sentir un cierto alejamiento en ella, que lo puso frenético y también lo asustó. Por primera vez su
modo de hacer el amor fue violento, posesivo, sin suavidad, sin ternura. Ella siempre había sido la parte fuerte, quien
tomaba las decisiones y daba la dirección, pero no esta vez, no ahora. Él estaba tan alterado que ni siquiera le importó
que a ella le gustara o no. Trató de compensar ahora todas las veces en que nunca había podido entenderla en la forma
que c51 quería para aplastar aquel foco de resistencia que rechazaba todo el amor que él quería prodigarle. Quiso —por
esta vez, finalmente — ganar.
Fue la más lograda de todas sus experiencias sexuales, y no bien hubo terminado se sintió culpable, porque le
había gustado el no preocuparse por lo que ella quería. Le lanzó una mirada inquieta, con el temor de que ella estuviera
leyendo sus pensamientos.
—¡Guau! —dijo Kate. El tono era totalmente neutro. El no supo si había ganado o perdido y, naturalmente, no
se atrevió a preguntar.
En los días que siguieron se le ocurrió pensar que él había esperado que el amor completara su vida, que nunca

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había supuesto qué podía ser la relación de dos personas difíciles que tratan de ser una. ¿Cómo era posible haber sido
tan estúpido como para no haberlo sabido después del ejemplo que tenía ante sus narices, el ejemplo de sus belicosos
padres? Pero eran personas de otra era, casi unos dinosaurios, y él se había propuesto ser diferente. Él había hecho
planes para que todo fuera perfecto. Había pensado tener todo previsto, pero ahora echaba una mirada a su vida y se
daba cuenta de que había estado dormido. Sus tareas escolares se iban acumulando. Al parecer, no había bastantes
horas en el día y contemplaba la idea de solicitar un permiso de ausencia al equipo de natación, decirle al entrenador que
estaba preocupado por sus exámenes. Otros lo hacían, o se los expulsaba del equipo por no colaborar. Era consciente
de haber perdido mucho tiempo divirtiéndose, yendo al cine con Kate, estando con ella y nada más, jugando el juego
con sus amigos, haciendo castillos en el aire. Era como si hubiera hiatos en su memoria: el tiempo se evaporaba.
Pero no hizo absolutamente nada. Continuó con sus prácticas de natación y siguió pasando las noches con
Kate, aunque sabía que necesitaba más el estudio que ella, ya que la mente de Kate era muy veloz. También continuó
con el juego. El juego era para él un gran escape emocional que le permitía no preocuparse por las otras cosas, al menos
por cierto tiempo.
Por las noches empezó a soñar de nuevo con su hermano. A veces Hall tenía dieciséis años y el aspecto que
había tenido en el momento de escaparse cinco años antes: a veces era un hombre que a Robbie le costaba reconocer.
En caso de estar vivo. Hall debía de ser más alto, más corpulento, tal vez tuviera bigote o barba. Tenía que ser distinto.
Tal vez fuera un drogadicto, flacucho y enfermizo. O tal vez había muerto hacía años y todas éstas eran imágenes que
nunca habrían de concretarse.
Los sueños eran ahora más complicados. Hall va no venía a sentarse en su cama, bajo la luz de la luna, para
hablarle, Robbie se veía ahora en un laberinto con paredes y suelo de papel milimetrado e impregnado de una extraña
luz azulada: él corría por estos frustrantes pasadizos en busca de su hermano. El ambiente era pulcro como el de un
hospital, o un dibujo trazado por un jugador. Tal vez el sueño simbolizaba que Hall estaba en algún hospital ele algún
lugar, aquejado de amnesia. Robbie siempre estaba corriendo, sin aliento, y al tratar tic llamar se encontraba con que le
faltaba la voz. Nunca lograba correr con la velocidad requerida; las piernas le dolían y caía a tierra, derribado
inexorablemente por una enfermedad que le consumía las fuerzas. Las piernas estaban entumecidas y le dolían. Era
inútil gritarle a Hall que estaba allí, que se detuviera y lo esperara... Se despertaba empapado en sudor, gritando. Las
lágrimas que le quemaban el rostro eran lágrimas ele frustración. Solía demorarse en la cama hasta veinte minutos o
más, tratando de serenarse, salir de la pesadilla y reintegrarse al mundo real. Tanto mejor si no pasaba todas las noches
con Kate. El no quería que ella lo viera en este estado.
Sin embargo, como era inevitable, lo vio. Ella lo abrazó tiernamente, acunándolo como a un niño.
— Es tu hermano, ¿no? —dijo.
El asintió con la cabeza.
No podía llegar a él.
— ¿Estaba en apuros?
— No lo sé.
—No es culpa tuya —dijo Kate— No es culpa tuya.
Por supuesto, lo era.
Ahora el hermano que nunca había estado cerca de él, que en los dos años previos a su desaparición había
sufrido un cambio de personalidad, se había vuelto inaccesible, era bondadoso y amistoso con Robbie en sus sueños.
Este era el Hall que él recordaba cuando era muy chico, el hermano que había jugado pacientemente con él al escondite
en el patio, y le había contado a Robbie bromas de adulto que no debía repetir a sus padres, pero sí a sus amigos,
aunque Robbie solo fingía entenderlas. Robbie esperaba sus sueños con miedo y expectación. Tenía miedo a la
sensación paralizante de frustración; estaba lleno de expectación porque se sentía cada vez más cerca de descubrir la
forma tic ayudar a Hall. Estaba convencido de que soñaba con tanta intensidad y tanta frecuencia porque sus sueños
intentaban decirle algo.
Una noche, en un sueño, ocurrió algo muy extraordinario. Estaba siguiendo a Hall y de repente ya no fue Robbie,
sino Pardieu el Hombre de Dios. Al mirar al suelo vio su hábito pardo, las sandalias de sus pies, el cordón atado a la
cintura con el saquito de cuero que contenía bebedizos y reliquias. ¡Espera! gritaba Pardieu, corriendo. ¡Soy Pardieu!
¡Te puedo ayudar! Pero Hall ya se había ido.
Pardieu hizo un recuento de los talismanes de su alforja. Estaba la Moneda de los Deseos, para dejar sin efecto
lo que se había hecho. Estaba el Agua Incandescente, que permitía leer la mente de cualquier ser dotado de inteligencia.
Sus dedos se cerraron sobre el último y más valioso de los talismanes: la pieza de jade grabado que representaba el Ojo
de Timor. Cómo había llegado hasta su alforja era un misterio, porque él nunca había sido lo bastante inteligente o lo
bastante noble para ganarlo. El Ojo de Timor solo podía ser utilizado por los Hombres de Dios del nivel más alto, pues
confería a sus poseedores el más grande de todos los poderes: el poder de resucitar a los muertos.

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Por la mañana, cuando se despertó por primera vez. Robbie no lloró como solía. Siguió tendido en la cama,
sumido en sus pensamientos, en perfecto sosiego. Tenía la sensación de estar rodeado de tenues plumas. No conocía la
razón, pero por primera vez, en vez de frustración y temor, sentía surgir en él una suave y venturosa esperanza.

CAPÍTULO 11
Faltaba poco para las vacaciones de Navidad y los estudiantes ya estaban haciendo planes. Kate, Jay Jay, Daniel
y Robbie habían decidido dar una gran reunión de juego antes de irse a sus casas. El juego habría de ser precedido de
una fiesta íntima con intercambio de regalos. La vida del edificio de dormitorios y de la gente que lo habitaba los
rodeaba tan leve e imperceptiblemente como los copos de nieve. Algunos estudiantes habían puesto un árbol en el
salón común de la planta baja y lo habían decorado. Los adornos y tarjetas de fin de año se anunciaban en el Diario de
Pared, que también daba una dirección adonde se podía enviar tarjetas de Navidad para los rehenes del Irán. Un grave
artículo editorial en The Grant Gazette advertía que un posible accidente en las usinas nucleares del país podía hacer
que esta Navidad fuera la última de todas. Sin embargo, la preocupación inmediata de los habitantes de Hollis East era
lograr un viaje gratis en automóvil hasta casa para ahorrarse el precio del billete de tren o de avión.
Aunque Jay Jay no tenía problemas de dinero, Robbie iba a llevarlo a Nueva York junto con Merlín, ya que podía
pasar por allí en su viaje a Greenwich; Daniel pensaba ir en tren a Cambridge y la madre de Kate le había enviado un
pasaje de ida y vuelta en avión hasta San Francisco.
—¿Me vas a extrañar? —preguntó Robbie a Kate.
—Por supuesto. ¿Tú a mí?
—Como loco.
Kate fue con Jay Jay a comprar comida para la fiesta, que decidieron dar en el cuarto de él. Las fiestas siempre se
daban en el cuarto de Jay Jay. Fueron a la sección para gourmets del supermercado de la ciudad y a los cinco minutos
Jay Jay ya había sobrepasado la suma prevista. Incluso insistió en comprar champagne.
—Tú y yo deberíamos dar reuniones como ésta más a menudo —dijo él.
—Es verdad, deberíamos.
—No es culpa mía.
—Es la mía —dijo Kate— La próxima vez que Robbie y yo vayamos al cine debes venir con nosotros.
—Muy bien.
Se sentían saturados del alegre espíritu navideño y cantaron villancicos en el trayecto desde los dormitorios hasta el
auto de ella. Allí apilaron en el asiento de atrás los paquetes con lujosas exquisiteces: peras y uvas enormes, cultivadas en
invernadero, quesos importados, paté, galletitas inglesas, un budín frutado que Jay Jay proyectaba empapar en coñac.
La reunión se inició a las cinco de la tarde; se brindó con champagne. Jay Jay había dispuesto estéticamente la
comida sobre su escritorio y había enseñado a Merlín a cantar el primer verso de “Campanillas de Navidad”, que fue
entusiastamente aplaudido por todos. Habían cerrado la puerta con llave para que nadie los interrumpiera. Luego
presentaron los regalos. Kate y Robbie intercambiaron unas tenues cadenitas de oro para usar como collares y Kate le
regaló a Daniel unos anteojos de sol muy elegantes que —como ella sabía— él tenía intenciones de comprarse; a Jay Jay
le regaló un verdadero hallazgo encontrado en la tienda de objetos de segunda mano; un sombrero de copa
exactamente igual al que se veía en las viejas películas de Fred Astaire. Él se lo puso en seguida. También le regaló a
Merlín un nuevo columpio para su jaula, adornado con cintitas rojas y verdes. Ella y Jay Jay fueron los únicos que se
acordaron de hacer regalos a Merlín. Daniel regaló discos a todos y Robbie, que había conversado previamente con
Daniel sobre este punto, hizo lo mismo con él y Jay Jay. Jay Jay regaló a cada uno una cajita de laca, muy primorosa, que
contenía cuatro cigarrillos de marihuana delicadamente enrollados.
Luego se precipitaron sobre la comida, como caníbales. En realidad no estaban tan hambrientos, pero tenían
prisa por pasar a la mejor parte de la fiesta: el juego.
Todavía eran vagamente conscientes de lo mucho que el juego se estaba entrometiendo en sus vidas. Solo
sabían que nada más, ni siquiera esta reunión especial, con su atmosfera de cálida camaradería, lujo y celebración, era
para ellos tan real como el juego. Y cada cual sentía de un modo secreto y culpable que deseaba terminar en seguida la
fiesta para pasar al cuarto de Daniel y entrar en el mundo que solo ellos conocían.
Has encontrado la Espada Parlante de Lothia —dijo Daniel. Levantó los dados y, sosteniéndolos en la mano, miró
las tres caras intensas de Glacia, Freelik y Pardieu. Los dados que sostenía eran la oportunidad y el poder. Al rememorar
los peligros subterráneos que había proyectado tan cuidadosamente, se preguntó si todos estos aventureros habrían de
llegar vivos al fin de la noche. El no quería que murieran. Se excitaba tanto como ellos cuando se abrían camino más y
más profundamente dentro del Laberinto, cuando ganaban batallas usando sus fuerzas y sus ingenios, amasando
botines. El sabía que debía ser objetivo a fin de ser un Inspector del Laberinto eficaz, pero quería que encontraran el
tesoro. El tesoro no le pertenecía a él, sino al perverso Rey de Jinnorak, un rey perfectamente vivo: un rey horrible, que
echaba humo por las fosas nasales, cubierto de escamas, que se alimentaba de carne humana cuando la encontraba y
de la carne de sus esclavos a medias humanos cuando no la encontraba. Si Glacia, Freelik y Pardieu lograban sobrevivir
hasta llegar a la cámara del trono del Rey y matarlo, esto habría sido equivalente a conquistar todo el mal del mundo.
Glacia asió la Espada Parlante de Lothia y miró su reluciente superficie. La luz de su linterna se reflejaba en ella

25
con tonalidades de oro y plata; su corazón se contrajo de miedo. Pero ésta era su espada, suya y de nadie más, y habría
de obedecer sus órdenes. Iba a matar a sus enemigos y le confiaría secretos que ninguno de ellos conocía aún.
—¿Qué hay más allá de esa puerta? —preguntó.
—Solo puedo contestar sí o no —contestó la Espada.
—¿Es el tesoro? —preguntó Glacia.
Sonó el leve ruido de los dados al chocar contra el suelo.
—No.
—¿El peligro, entonces?
—No.
—¿Entonces es neutral?
—Sí.
—Bien dijo Glacia. Se volvió hacia los otros—. ¿Avanzamos o tomamos por el otro camino?
—Espera —dijo Pardieu—. Las espadas parlantes mienten a voces. Es cosa sabida. ¿Cómo podemos saber que esta
Espada es veraz? Tenemos que probarla.
Tenía razón, por supuesto. Glacia quedó decepcionada; en primer lugar porque se había alegrado de contar con
la ayuda de la Espada y en segundo lugar porque nunca se le hubiera ocurrido poner su lealtad en tela de juicio. Sin
embargo, ella más que nadie debía de haber sabido que no se puede confiar en nadie ni en nada a primera vista.
—¿Puedes cortar la piedra? —preguntó a la Espada.
—No.
—¿Puedes matar a la gente?
—Sí.
—¿Siempre dices la verdad?
—No —dijo la Espada.
Miró a Pardieu y a Freelik con rabia exasperada.
—¿Qué varaos a hacer, entonces?
—Espera —dijo Freelik—. Espada: ¿puedes hablar?
—Sí —dijo la Espada.
—¿Siempre dices la verdad?
—Sí.
—¿Acabas de decirme la verdad ahora?
—No.
—¡Siempre dice la verdad la tercera vez! —chilló Freelik con voz triunfal— Ahora podemos controlarla.
Glacia sonrió. Levantó muy alto la Espada; se sentía henchida de la sensación de sus propios poderes. La tercera
respuesta había sido que el cuarto desconocido era neutral.
—Avancemos —dijo a los otros.
Atravesaron el cuarto neutral sin incidencias, aproximándose más y más a la meta fijada. Subieron por una
escalera angosta y tortuosa, pisando unos escalones que cedían a medida que estaban más alto, forzándolos a acelerar
nada más que para mantenerse en el mismo lugar, hasta que, por último —después de meditar las consecuencias de no
poseerlo más adelante — Pardieu empleó su talismán paralizador (que solo podía usarse una sola vez) e hizo que las
escaleras no se movieran. Mucho tiempo habría de pasar antes de poder ganar otro talismán como éste, y era probable
que lo necesitara para enfrentar a algún monstruo encontrado casualmente. Pero, si no lo hubiera usado con las
escaleras, tal vez habrían seguido empantanados allí para siempre. Pardieu pensó que un Hombre de Dios tiene más
responsabilidades que todos los otros: debía hacer opciones más complicadas y .era capaz de curar y también de herir.
Tanto mejor, porque a Pardieu no le gustaba la destrucción, ni siquiera en el caso de seres malignos. Podía tajear con su
espada tan bien como los otros, a excepción de Glacia, pero matar lo hacía sentir culpable, incluso cuando lo hacía en
defensa propia. Él hubiera preferido tener la capacidad de usar sus poderes mágicos para convertir en buenos a los
espíritus malos.
Una vez en cada generación surge un Hombre de Dios que aprende todos los secretos del Hombre de Dios que
existía antes de él. El mentor de Pardieu había sido un legendario Hombre de Dios que había desaparecido hacía
muchos años, aunque algunos decían que no podía morir y que tan solo había decidido pasar sus últimos días en un
apacible retiro. Pardieu no estaba tan seguro. A veces, al abrirse camino en el traicionero Laberinto, tenía la impresión de
que su mentor había estado allí antes, tal vez aún estaba ahí, esperándolo. El gran hombre se había retirado para vivir
solo. Tenía suficiente poder para hacerlo y no necesitaba un grupo de compañeros. Pero incluso los Hombres de Dios
más experimentados se ven metidos a veces en apuros no previstos.
La mano de Pardieu apretó la alforja de hechizos y brebajes que llevaba sujeta al cordón de su hábito. Acababa
de usar un talismán muy fuerte, pero aún guardaba el más importante. Los otros podían cantar sus canciones y relatar
las leyendas de los tiempos idos. Él era el único que, gracias a su heroísmo, habría de rescatar y traer de vuelta al más
grande de los Hombres de Dios: el Gran Hall.
Ninguno de los otros lo sabía, pero esta noche no era Freelik: era Jay Jay. Ya estaba aburrido del juego.
Comparado con la forma en que él quería jugarlo, en los reales laberintos de las cavernas, esto era un juego de niños.
Practicaba los movimientos, fingiendo ante los otros, pero estaba esperando su oportunidad de morir. Ahora que tenía
intenciones de morir, ya no era tan fácil. No podía cometer una torpeza evidente: los otros eran demasiado listos para
eso, especialmente Daniel, que se sentía responsable de la marcha del juego.

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Daniel acababa de convocar a un grupo de los no- muertos y se había producido una enconada batalla. Esta
habría de proseguir toda la noche; Jay Jay lo sabía muy bien y estaba desalentado. Librarse de los no-muertos iba a llevar
años, si eran los que no tenían miedo a la luz, y éstos evidentemente no lo tenían. Rogó al cielo que hubiera un golpe de
dados negativo. Si todos se cansaban, iban a abandonar después de vencer a los no-muertos, y entonces él no iba a
poder convencerlos de que iniciaran el nuevo juego en las cavernas. ¡Qué manera espantosa de pasar las vacaciones de
Navidad! ¡Siempre en suspenso!
Esta noche Kate estaba sacando números altos; Jay Jay deseó haber estado con ella en Las Vegas. Enviaba a los
no-muertos al lugar de su procedencia a toda velocidad. Vamos, Daniel, los no-muertos son una invención tediosa y
pueril. Continuemos... Bravo, los últimos de los no- muertos han huido, dejando atrás sus negros harapos. Ahora el
intrépido contingente se internaba en un cuarto donde había un pozo, en el fondo del pozo se veía brillar algo. Tal vez
fueran piedras preciosas, o tal vez una trampa. No era posible que Daniel les brindara tan en seguida el gran tesoro,
¿verdad? Tal vez fuera nada más que una tenue capa de diamantes y debajo de ellos hubiera picas mortíferas. Jay Jay
recordaba el pozo con picas de un viejo juego, y no se requería mucha imaginación para añadir el camuflaje. Jay Jay
conocía ahora bastante bien la mente de Daniel. Se preguntó si Daniel conocería la suya.
Un duende inteligente debía usar su “sonar”, probando el pozo antes de saltar adentro para apoderarse del
tesoro. Esta noche Jay Jay no tenía intenciones de ser un duende inteligente.
—¡Freelik salta al pozo! —gritó, fingiendo estar excitado— Ha tendido las manos para recoger las joyas. ¿Cuántas
puede llevarse?
Los dados golpearon el suelo.
—El pozo está lleno de picas afiladas —dijo Daniel tristemente— Las piedras preciosas eran una trampa. El Duende
queda empalado y muere.
—¡No! —gritó Kate— ¡Pardieu, sálvalo! Usa tu talismán para resucitar a los muertos.
—Pardieu no tiene bastantes puntos para resucitar a los muertos —dijo el Inspector del Laberinto— Freelik ha muerto.
¡Mierda! —dijo Jay Jay, fingiendo estar muy contrariado. Y salió del círculo, retirándose del juego.
Sin él ya no va a ser lo mismo —dijo Kate.
Claro que no va a ser lo mismo, pensó Jay Jay y esperó.
A las tres de la mañana hacían comentarios, recomponiendo el juego. Tendidos en el suelo del cuarto de Daniel,
cansados y con ojos opacos, terminaban de comer los restos de la cena que Jay Jay había traído después de ser
eliminado y trataban ahora de descubrir qué había andado mal. Todos estuvieron de acuerdo en que Freelik debió
haber usado su “sonar”: el no usarlo había sido un error fatal. Ahora Jay Jay debía volver a empezar de nuevo como
principiante, con un nuevo personaje, e iban a tener que completar el juego hasta ganar o hasta que todos fueran
eliminados. Esta perspectiva no entusiasmaba a nadie.
—Si Jay Jay tiene que empezar ahora sin poderes no nos va a servir de mucho —dijo Kate— Además, es más
divertido cuando todos somos iguales.
—Bueno, yo no lo maté —dijo Daniel.
—Sí, lo mataste —dijo Jay Jay.
—No prestabas atención —dijo Daniel.
—Por favor, no discutamos —dijo Robbie, conciliador.
—¿Qué quieres hacer, Jay Jay? —preguntó Kate.
—Bueno...
Jay Jay, hechiceramente, expuso los “pros” y los “contras” de interrumpir el juego en este punto. Luego continuó
con su sugerencia de jugar en las cavernas. En su condición de Inspector del Laberinto, y después de haber ideado la
forma de llevar al juego a un plano más elevado y más emocionante, él habría de encargarse de todo. Les iba a encantar:
se los juraba. Era algo que nadie había hecho nunca. No iba a ser una fantasía más: iba a ser realmente el juego.
Se sentían soñolientos, desanimados por la pérdida de Freelik y vulnerables. Jay Jay les prometía maravillas; notó
que empezaban a ablandarse, a aceptar su punto de vista. Kate le tenía miedo a la oscuridad, iba a detestar las lóbregas
cavernas y, por lo tanto, siendo como era, se iba a forzar a entrar en ellas. Jay Jay se dio cuenta de que la había ganado.
Robbie era tan dócil que Jay Jay supo que iba a decir que sí en cuanto Kate se pronunciara. Robbie, sin duda, no podía
reconocer que estaba asustado de algo que no había asustado a Kate. En cuanto a Daniel, su curiosidad intelectual
sobrepasaba el orgullo que había puesto en el viejo juego y su temor al peligro. Y necesitaba una nueva frontera, tanto
como cualquiera de los otros. Daniel sonrió, cabeceó, incluso pareció animarse. Jay Jay tuvo la cálida sensación del
triunfo.
—Entonces vamos a jugar en las cavernas después de las vacaciones de Navidad —dijo Jay Jay—. Los que estén a
favor que lo digan.
—¡A favor! —dijeron todos en coro.
Se miraron entre ellos, muy excitados, sonriendo de anticipación.
—Y el juego tiene que ser nuestro secreto —dijo Daniel— Si el rector llega a saber que usamos las cavernas, nos va
a expulsar.
Cabecearon con aire de conspiradores, con la sensación de que iniciaban una aventura.

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SEGUNDA PARTE
MONSTRUOS QUE SE ENCUENTRAN A VECES
CAPÍTULO 1
A Kate le resultó difícil librarse del hechizo del juego en los primeros días pasados con su familia en San
Francisco. En su casa era una persona diferente: hija, hermana, vieja amiga y condiscípula. Robbie la llamaba todos los
días y se pusieron de acuerdo en no hablar del juego por teléfono, ya que podía haber alguna interferencia. Pero al cabo
de unos cuantos días de estar con su familia volvió a vivir como había vivido antes.
Le gustaba la vieja y espaciosa casa con sus pisos de madera rústica, las viejas alfombras de trapo que
coleccionaba su madre, los antiguos telares que había comprado antes de que se hubieran puesto de moda y fueran
objetos caros, los viejos juguetes con sus ingenuos colorinches. A su madre le gustaban las plantas más que las cortinas,
de tal modo que, desde la ventana de su dormitorio, Kate podía divisar las colinas lejanas de la bahía que refulgía a
través de un bosque de hojas verdes. Siempre había un gato o un perro a sus pies, que le saltaba a la falda pidiendo
mimos. ¿Cómo podía haber dejado todo esto su padre?
Desde que ella estaba en la universidad, se habían producido algunos cambios. Su madre, que estaba a la vez
exaltada y asustada con su curso de Derecho, había perdido kilos y empezaba a usar vaqueros. Su hermana menor,
Belinda, había crecido como ocho centímetros y ya le habían quitado los frenos de los dientes; ahora era más alta que
Kate. Belinda estaba enloquecida con los muchachos. Había un sempiterno grupo de chicas ruidosas que
intercambiaban risitas en el cuarto de ella, hablando de los varones, y los mismos objetos sexuales —desgarbados,
tímidos, granujientos— tocaban el timbre a todas horas, como si la familia no tuviera teléfono. Pero también había
muchos muchachos que utilizaban el teléfono y Kate debía luchar a brazo partido para tener una oportunidad de hablar
con sus amigos.
Sus mejores amigas, Liz y Janny, venían a preparar tofú con ella en la cocina, un proceso muy largo. Liz había
decidido hacerse vegetariana. Estaba en Harvard; Janny en Berkeley: las tres se habían conocido desde el primer grado.
Kate nunca les había hablado de “El Incidente del Lavadero”; era demasiado penoso y, ahora, demasiado tarde.
—¿Cómo es la comida en Grant? —preguntó Liz.
—Inmunda. Más que inmunda.
—¿Tu vida amorosa?
Kate sonrió.
—Estupenda. Estoy enamorada y él me adora. Se llama Robbie. Es divino. Pelo rubio, ojos verdes y practica
natación. Además es inteligente.
—¿Te acuestas con él?
—No. Él quiere que lo hagamos, pero yo no.
—Tienes razón —dijo Liz— Cuando uno empieza a acostarse con un hombre, tiene que ponerse de acuerdo
con sus compañeros de cuarto. Hay que simpatizar con ellos de veras, porque están siempre encimados.
—Él no tiene compañeros de cuarto —dijo Kate—. A mí me gusta ser independiente.
—¿Cómo es posible que con todos estos granos de soya salga esta cosa tan chiquita? —preguntó Janny.
—Así debe ser —dijo Liz.
—¿Estás segura de que así es más barato? Hay que darse mucho trabajo.
—Es muy rico: te va a gustar.
—He tenido tres trágicos amoríos a partir de septiembre —dijo Janny.
—¿Trágicos para quién? —preguntó Liz.
—Una buena pregunta.
—Tenemos intenciones de ir a Europa este verano —dijo Kate— ¿No querrías venir?
—¿Este verano?
Todavía no estaban en Navidad y ya estaban haciendo planes para el verano. A Kate le resultaba difícil imaginar
el verano, ¡estaba tan lejos!
—¿Sale caro?
—No en la forma en que lo vamos a hacer.
—Dame tiempo para pensarlo.
—Bien —dijo Liz. Y se concentró en sus tareas culinarias.
Ninguna de las dos había dicho: “Trae a Robbie”. Kate se dio cuenta de que no creían que sus nuevos amores duraran
hasta entonces. Ella misma había tratado de m> pensar en eso. Se le ocurrió que habría sido muy agradable ir a Europa
con sus dos amigas de toda la vida, ver lugares con ellas, compartir sus aventuras. No podía ir con Robbie si ellas, por
su parte, estaban sin hombre, ya que ella tendría que estar todo el tiempo con Robbie y la cosa no habría andado. Pensó

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con cierta sensación de culpa que estar enamorado nos aísla; uno no puede estar con otras personas por mucho tiempo
porque echa de menos a la persona amada, y el saber que también nos echan de menos hace que nos sintamos muy
deprimidos. Tal vez podía ir a Europa con Robbie este verano, los dos solos. En ese caso podrían encontrarse en algún
lado con Liz y Janny por una semana o algo así. Habría que ver cómo se desenvolvían los acontecimientos.
La primera parte de las vacaciones navideñas pasó muy agradablemente para Kate: había reuniones casi todas las
noches y de cuando en cuando un grupo de amigos se juntaba para cenar o ir a patinar o a bailar. Aunque su madre
tenía muchísimo que estudiar, se las arregló para decorar la casa, como siempre, con fragantes ramas de pino y
guirnaldas. También hicieron un gran árbol de Navidad que la madre y las dos hijas adornaron con todos los viejos
ornamentos que recordaban desde tiempos inmemoriales y que su madre guardaba cuidadosamente cada año para la
próxima Navidad. El adorno favorito de Kate era el caballito alado que su padre le había regalado cuando era niña,
diciéndole que se llamaba Pegaso y que era un animal fabuloso. En las navidades que sucedieron a la huida de él, el
caballito alado le había inspirado sentimientos de tristeza, pero esta vez solo sintió una nostalgia resignada. Sabía que
muy en el fondo había una herida real, pero no se permitía a sí misma sentirla ya.
Había hablado con su padre por teléfono y él había insistido en que debía ir a pasar unos días con él y Norine.
Norine, la nueva esposa de veintitrés años, a quien Kate llamaba Chlorine por detrás, y que incomodaba a Kate porque
era demasiado joven y atractiva sexualmente (de una manera adocenada) para estar casada con su padre.
—Solo puedo ir por el día, papá.
—No vengas por un solo día. Ven a pasar el fin de semana. ¿Para qué están los padres, entonces?
Te lo podría decir muy claramente, pensó Kate.
—Además —siguió diciendo— tienes que bañarte en nuestra nueva bañera hidroeléctrica.
—El ataque del hongo gigante —dijo Kate, que pensó de golpe en el juego.
—Nada de hongos, ton tita. Es una bañera muy limpia.
—No pienso desnudarme.
—No es necesario. Trae un bikini. Y tus zapatos de carrera. Podemos correr carreras. Lo vas a pasar muy bien.
—Estoy segura —dijo ella, con miedo de parecer antipática. Quería verlo, lo extrañaba, pero no aguantaba verlo
con Chlorine. De todos modos, tenía que acostumbrarse, como se había acostumbrado a todo lo demás.
—Este fin de semana tengo una cita a ciegas —le dijo su madre— En realidad lo vi una vez: me lo presentaron
el mes pasado en la reunión de Marie. Sé que va a ser un desastre, pero Marie dice que es el soltero más apetecible de
California.
—Me cortas el aliento —dijo Kate. La madre rió—. Espero que te maquilles.
—Por supuesto. Siempre me pinto los labios.
—Pintarse los labios no es maquillarse. Tienes que arreglarte los ojos también y usar colorete. Yo te voy a enseñar.
—Está bien —dijo su madre, con sorprendente docilidad. Kate entendió de pronto que ella había empezado a
notar que había toda una nueva vida que la estaba esperando. Deseaba que su madre se divirtiera y fuera popular. Su
madre no debía quedarse sola.
Después de maquillar los ojos a su madre frente al espejo, enseñándole lo que debía hacer y lo que no debía
hacer, Kate tuvo la sensación de ser ella la adulta experimentada y su madre la adolescente. Era una sensación agradable
y se sintió más cerca de su madre que nunca.
—No te he hablado mayormente de Robbie —dijo Kate.
—Háblame.
—Bueno... es un muchacho muy bueno. Creo que nunca podría hacer nada que hiriera al prójimo. Es amable y
lleno de atenciones... muy tranquilo, muy sensible. Me quiere mucho. ¡Y es tan lindo! ¡Algo increíble!
—Parece demasiado bueno para ser verdad —dijo la madre— ¿Qué edad tiene?
—La mía.
—Tal vez yo tendría que salir con chicos de dieciocho años.
—¿Por qué no? Hay algunos que se mueren por las mujeres mayores. Papá nunca se hizo problemas con las
chicas jóvenes.
—Hay algunas que se sienten atraídas por los viejos —dijo suavemente la madre. Examinó su imagen en el
espejo—. No estoy tan mal con estos pintarrajos.
. — ¡Estás magnífica! Y mamá... tendrías que ir al peluquero. Tendrías que arreglarte esa vieja permanente.
Conseguir brillo en el pelo.
La madre rió.
—Está bien, está bien. Cuando vuelvas de casa de tu padre podrás darme un informe sobre el mejor ex soltero
de California y yo te contaré mi nueva aventura.
—¿Cómo es posible que ese hombre con quien vas a salir esté todavía soltero? —preguntó Kate, suspicaz.

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—Es divorciado.
—En fin, ten cuidado.
—Sí, querida.
Dejó a su madre riendo y volvió a su cuarto para hacer las maletas. ¿Qué podía tener de cómico la actitud
protectora de una hija?
Su madre había llevado una vida muy recluida.
La casa de su padre no estaba tan lejos de la de su madre; sin embargo, parecía un mundo totalmente distinto.
Su padre tenía dos acres de terreno, árboles, una bañera hidroeléctrica, un Jacuzzi y aislamiento. En el piso de arriba
había un solario donde uno podía tomar baños de sol desnudo. Cuando la saludó tenía puesta la ropa de correr, el pelo
empapado en sudor, la piel tostada, tan oscura como una cáscara de coco. Kate no dudó de que en el invierno usaba
una lámpara de sol.
—¡Kate! ¡Me has traído el sol! —La abrazó. No olía a transpiración elegante, sino a perfume masculino—.
¡Norine! ¡Aquí está Kate!
—Se te ve muy bien, papá —dijo Kate.
—Hago hasta seis kilómetros por día —dijo él con orgullo— Siempre, llueva o truene. —Se palmeó el
estómago—. Cada vez menos. Cincuenta sentadas todas las mañanas.
—¡Uy, uy!
Chlorine salió con paso lánguido de la casa, ataviada con una tanga y un sombrero de cowboy. Sus cabellos
largos y rubios, veteados por el sol, le llegaban hasta los voluminosos pechos, un grueso mechón de pelo a cada lado,
que parecía haber sido separado exactamente en el medio. Tenía una bonita cara de estrella cinematográfica menor,
pestañas teñidas de negro y el cuerpo de una modelo de Playboy. Le dio a Kate un abrazo fraternal. Kate prefirió
pensar que no era un abrazo de madrastra.
—Date prisa y ponte tu traje de baño —dijo Chlorine.
El cuarto de huéspedes era fresco y sombreado, con postigos bajos que protegían del sol. Cretonas floreadas de
colores brillantes contrastaban con el mimbre blanco; sobre la cómoda había una pointsetia en flor. Nuevas revistas
estaban apiladas sobre la mesa de noche junto a la cama. También se veía otra pointsetia en el cuarto de baño, y jabones
nuevos de calidad óptima. El cuarto era inmaculado, como la casa que había recorrido Kate un poco antes. Ha
encontrado otra que se ocupe de él, pensó Kate; como la desechada, solo que más joven.
Se puso su bikini y salió hacia el lugar en donde ellos la esperaban. Se sentaron en la bañera hidroeléctrica y
bebieron té helado con ramitas de menta; luego se sentaron en el Jacuzzi y bebieron vino blanco helado. Su padre le
hizo preguntas acerca del college y Kate contestó lo que él quería oír: que no había nada de qué preocuparse. Kate no
mencionó el juego, aunque se dio cuenta de que a él le habría parecido fascinante, .porque siempre quería hacer lo que
él creía que estaban haciendo los jóvenes. Para ella, sin embargo, no era un juego más, sino una activación emotiva de
los miedos y las fantasías más íntimas de su vida, algo que no podía compartir ni siquiera con sus padres. Por otra parte,
él no podía entender esto y le habría parecido una locura. Chlorine se puso a leer L’Officiel, dejando que el padre y la
hija conversaran entre ellos.
Un poco después almorzaron debajo de un árbol; ensalada de pollo con avellanas, aderezada en la forma en que
solía hacerla la madre de Kate. Era su ensalada favorita, pero solo pudo tragar unos bocados. Creyó que iba a vomitar.
Hasta usa las mismas recetas, pensó.
—Creí que te gustaba el pollo —dijo el padre.
—Me gusta. Pero no tengo apetito... comí cosas con el té.
—Nosotros tampoco comemos carne ahora —dijo el padre.
Kate ayudó a Chlorine a llevar los platos a la cocina. Su padre, como en los viejos tiempos, no movió un dedo
para ayudar. Ha encontrado una nueva esclava, pensó Kate, asombrada. ¿Cómo se las arregla?
—¿Sigues con la idea de buscar un empleo, Norine? — preguntó Kate para hacer conversación.
—No, no por ahora. Tal vez más adelante.
—¿No te aburres de limpiar y cocinar?
Chlorine se encogió de hombros.
—Voy todos los días al gimnasio. Tengo que elegir mis vestidos. Tengo que ocuparme de la manicura, del
pedicuro y de la cera para depilar. Lavarme la cabeza me lleva todo el día. Me ocupo del jardín; esas plantas que ves por
toda la casa están cuidadas por mí. Siempre tengo algo que hacer.
Después del almuerzo Chlorine se retiró a su habitación para dormir una siesta, dejando solos al padre y la hija.
—¿Quieres que hagamos un poco de jogging? —preguntó él con voz animada.
—Estoy un poco cansada.
—Bien. Entonces sigamos aquí sentados y charlemos... -Abrió otra botella de vino blanco—. Un poco de vino

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vas a beber, ¿no?
Ella cabeceó. Lo mejor era achisparse un poco. Hubiera querido fumar un cigarrillo de marihuana y él,
probablemente, lo tenía, pero no se atrevió a pedirlo.
Tragaron sorbos de vino en silencio.
—Kate —dijo él por último—, quiero explicarte por qué los hombres se divorcian.
Ella no dijo nada. No estaba segura de querer enterarse, después de todas sus conjeturas: tenía miedo de lo que
él podía decir. En cualquier caso, iba a hablar de sí mismo y de su madre, y había zonas de las vidas de ellos por las que
ella no quería transitar.
—Un hombre y una mujer empiezan a salir juntos —dijo él— Ella es muy atrayente, inalcanzable. Tiene
atractivo sexual. Él se enamora de ella. Después se casan, tienen hijos y de repente ella se pone a vivir la comedia
matrimonial que sus padres le han escrito. Ella cree que un hogar debe ser un lugar tranquilo y aburrido, donde sus
hijos pueden crecer. Quiere que sea aburrido. Ya no tiene atractivo sexual. No puede evitarlo: es la forma en que la han
educado. El hogar tiene que ser un santuario para los niños. Pero el hombre quiere algo más. Y se va.
—¡Chlorine es aburrida! —gritó Kate, sin poder contenerse.
—¿Norine? ¿Qué te hace pensar que es aburrida?
—Es una vaca cuadrada —dijo Kate— Te parece que tiene atractivo sexual porque es joven y tiene tetas grandes.
—No —dijo él— Me parece que tiene atractivo sexual porque cree que yo lo tengo.
Kate se sintió incómoda. No quería enterarse de la vida sexual de su padre. Se preguntó si no tendría razón en
parte. El, al menos, creía tener razón, y conocía su propia versión del asunto.
—Espero que no tengan hijos —dijo— Es horrible la forma en que los hijos arruinan las vidas de sus padres.
—Kate... no fuiste tú ni Belinda. ¿No puedes entender? Es la culpa de la manera en que fueron educadas las
mujeres de una determinada generación.
—Es tu generación. Lo que pasa es que tenías miedo de envejecer.
—Creí que eras lo bastante madura para entender —dijo él.
—Estoy tratando de entender.
—Esta vez, con Norine, va a ser diferente —sonrió—. Está encinta. Como ves, no tengo nada en contra de la familia.
—¿Ustedes dos van a tener un bebé?
—En junio. Un pequeño geminiano.
La mano con que ella se sirvió vino temblaba. Bebió el vaso de un sorbo.
—Bueno —dijo, tratando de poner voz animada, porque su padre parecía tan orgulloso, tan halagado—. Parece
que voy a tener una hermanita o un hermanito.
Y ahora sí supo que él se había ido para siempre.

CAPÍTULO 2
Mucho antes de convertirse en la madre de Kate, Meg Porter habla florecido como una perfecta adolescente
de los años cincuenta. Creía fervorosamente en cada película que veía y, cuando la vida no se parecía a las
películas, nunca ponía en tela de juicio a estas últimas: pensaba que algo andaba mal en la vida. En el colegio había
sido una dirigente de grupos, había dado saltos adornada con pompones y también había recibido honores como
estudiante. Sus travesuras nunca llegaban a ser graves, de modo que nunca se metió en apuros. La gente la
encontraba atractiva. Cuando estaba en el college sus amigas solían decir: “Me tengo que casar antes de que te
lleves a todos los que valen la pena.” Rodeada de los “que valían la pena”, bien vista y segura, Meg esperaba la
aparición de su “hombre perfecto7. Sabía que lo iba a reconocer inmediatamente, como en las películas.
El Hombre Perfecto fue Alan Finch. El nombre le pareció romántico y británico. Era un veterano de la
guerra: un ex teniente. En las películas siempre había tenientes. Incluso parecía un actor; el muchacho decente que
termina consiguiendo a su chica en la escena final. Tenía cuatro años más que ella y parecía lleno de experiencia y
sabiduría mundana. Se dieron una cita en el último año y después de ese primer encuentro ni él ni ella volvieron a
salir con otra persona.
Se casaron inmediatamente, después de recibirse ella, y se trasladaron a San Francisco, porque Alan siempre
había querido vivir allí. A ella no la asustó estar lejos de su familia y sus amigos: la lejanía la hacía sentir adulta.
Alan habría de ser ahora su familia y sus amigos —su mejor amigo— e iban a vivir felices comiendo perdices.
Alquilaron un pequeño apartamento en Berkeley, que ellos mismos pintaron, y después del nacimiento de

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Kate y Belinda se mudaron al otro lado de la bahía, a una casa que compraron. Meg aprendió a cocinar “para
gourmets” y a cuidar plantas; atendía a las niñas, a los gatos y al perro; compraron muebles, libros, discos, telares,
alfombras, juguetes antiguos, un auto. Cada vez que ella y Alan adquirían juntos algo, ella sentía que colocaba un
nuevo ladrillo en el muro que habría de mantenerlos protegidos y seguros para siempre. Lo que terminó de
completar ese pequeño mundo de ellos fueron las niñas. Kate y Belinda eran inteligentes, bonitas y graciosas. Meg
se esforzaba en que la casa fuera un refugio para Alan al volver cada noche, después de un peligroso día en la
Bolsa, jugando con el dinero de otros, afianzando sus conquistas. Ella estaba contenta de vivir a través de él. La
gloria de él era la gloria de ella. Visualizaba a los dos envejeciendo juntos.
Cuando él le dijo que ya los dos habían envejecido juntos, ella se alarmó. ¿Qué quería él que ella fuera y
qué no era? Le rogó que le dijera qué quería y él contestó que había estado haciendo una comedia. Ella lo perdonó
de buen grado. Habían estado casados quince años y tenían toda una vida que habían hecho juntos: el engaño no
bastaba para derrumbar aquello. El dijo que estaba aburrido, triste, desanimado, y lo decía como si fuera culpa de
ella. Ella no entendía. Por su parte, nunca había estado aburrida. ¿Cómo podía sentirse triste y desanimado puesto
que tenía todo lo que ellos habían soñado cuando estaban comprometidos y proyectaban un futuro común?
Alan puso a ella y a las niñas fuera de su camino, como si fueran biodegradables.
Después de cierto tiempo Meg logró sobreponerse a su cólera y su amargura. Llegó a la conclusión de que
Alan estaba loco. Tenía sus maravillosas hijas, que eran sus mejores amigas. Las quería intensamente. Le hacían
reír. Por debajo de sus aires suficientes eran tan vulnerables que ella hubiera querido bajar al ruedo como una
valquiria y protegerlas, pero sabía que no debía hacerlo. Lo mejor que podía hacer por ellas y por sí misma era
iniciar una vida propia.
Volvió a salir con hombres, los antiguos muchachos que “valían la pena”, ahora en la segunda o la tercera
vuelta. Pero ya no valían tanto la pena. Hubiera querido saber porque ya no la trataban como la habían tratado
cuando estaban en el college.
Cuando Kate fue a pasar la semana previa a la Navidad a casa de su padre, Meg Finch salió con su último
festejante. Lo había conocido ligeramente en una fiesta dada el mes anterior. La dueña de casa se lo había
recomendado como “el soltero más apetecible de California”.
Lo primero que él dijo al verla fue que no le gustaba la forma en que se había cortado el pelo. Declaró que
le gustaba el pelo crespo porque era más sexual, más parecido al pelo del pubis. Ella tuvo ganas de saltar del auto,
pero él conducía a toda velocidad por una calle residencial sin ningún medio de transporte y estaba lloviendo. La
llevo a un bar que se llamaba Phantasy: espejos de pared a pared y luces azules, rojas y verdes que se reflejaban en
las lunas. Un hombre joven con una chaqueta larga de visón, inclinado lánguidamente sobre un piano blanco. Su
festejante le hizo preguntas sobre su vida. Por lo menos esto era terreno conocido.
Meg le habló de la Escuela de Derecho, le contó que había estado muy asustada en un principio, porque
había creído que todos iban a ser muy jóvenes y que se había sentido aliviada al encontrarse con unas cuantas
mujeres de su edad en las clases. Le dijo que admiraba a estas mujeres por empezar todo de nuevo, por realizar
viejos sueños o tener el valor de soñar nuevos.
Él le dijo que estaba seguro de que ninguna de esas mujeres había tenido alguna vez un orgasmo.
Ella tuvo ganas de llorar, de salir corriendo o gritarle. Pero no hizo ninguna de estas cosas; solo se ruborizó.
Volvió por el túnel del tiempo a ser la chica que salía con muchachos en el college: pasiva y dócil. Las luces de
colores giraron y empezó un número de variedades. Era un cuadro vivo sado-masoquista. Látigos y cadenas. Meg
salió del bar y tomó un taxi hasta su casa.
Después del fin de semana, Meg le contó a Kate su aventura. Las dos rieron mientras Meg hacía el relato
del episodio, por suerte ya, en el pasado, pero en el fondo Meg estaba enojada. Declaró que no iba a volver a salir
más con nadie, y lo decía en serio. De ahora en adelante solo saldría con amigos. Si un hombre quería verla,
tendría que ser en terreno elegido por ella: una comida en su propia casa con sus hijas. Quería la normalidad, no
fintas y humillaciones.
Meg tenía intenciones de preparar una gran cena de Navidad: era algo reconfortante. Había invitado
amigos y les había dicho a las chicas que invitaran a los suyos. No todo el mundo tenía una familia que tomara las
fiestas tan en serio. Kate había traído regalos navideños para ella y Belinda de su padre; las chicas insistieron en
abrirlos en seguida. Los regalos parecían haber sido elegidos por Norine. Para Kate había ropa de cama de estilo

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pícaro: una camisola de raso, un camisón y un salto de cama. Para Belinda una salida de baño de franela con
diseño escocés. Las dos quedaron muy decepcionadas. Pero como a cada una le gustaba el regalo de la otra, hubo
un trueque feliz. El padre nunca sabía regalarles lo que querían: era como si no las conociera en lo más mínimo. .
Entonces Kate impartió las noticias. Alan iba a ser de nuevo padre. Meg supo que Kate y Belinda estaban
fingiendo que no les importaba; en lo que a sí misma se refería, era completamente insensible. El hombre que
había salido de su vida seis años antes era un extraño para ella ahora. Siempre habrían de seguir unidos por las
chicas, pero él ya no tenía el poder de destrozarle el corazón. Los hombres volvían a casarse y formaban nuevas
familias: él no era el primero. Ni siquiera estaba sorprendida. Deseó que en vez de habérselo dicho a Kate hubiera
marcado el número de su teléfono y le hubiera dado la noticia como un amigo.
Pero ésta era otra de sus fantasías románticas que, una por una, eran reemplazadas por la realidad. En
tiempos lejanos ella había soñado que Alan y ella serían los mejores amigos. Ahora sabía que no serían amigos en
absoluto. Decidió que no iba a permitir que nada de esto le importara. Seguía siendo romántica. El mundo estaba
patas arriba, pero ella siempre iba a tener sueños, iba a tener ahora su propia vida, en la forma que ella la entendía,
e iba a salir adelante.

CAPÍTULO 3
Jay Jay miró la fachada del bloque de apartamentos de Park Avenue donde vivían él y su madre, preparándose
para las tensiones que las confrontaciones de familia siempre traen. A algunos les gusta ir a casa; él iba allí porque no
tenía ningún otro lugar adonde ir.
—¡Adiós! —gritó Robbie detrás de él, encendiendo el motor de su pequeño coche—. ¡Feliz Navidad!
—Adiós —gritó Jay Jay—. ¡Hasta la vista!
El auto partió y Jay Jay quedó solo con la jaula de Merlín en una mano, su maleta en la otra y su sombrero de
cowboy en la cabeza para recordarle que era el gran Jay Jay, el ser dotado de misteriosa seducción. El portero, vestido
con su uniforme invernal verde oscuro, se acercó al cordón de la vereda.
—Señor Brockway...
—Buenas tardes, Paul.
Había ascendido en la escala: había dejado de ser Jay Jay y era el señor Brockway desde su ingreso a la
universidad. Una amabilidad de Paul, ridícula si se quiere, pero que a él más bien le gustaba. Los solitarios años de la
secundaria, rodeado de muchachos mucho mayores, que lo veían como una mascota divertida, nunca como a un amigo,
la humillación de recibirse a los catorce, cuando todos los otros tienen dieciocho, y una estatura y una vida sexual y
social que no lo incluía... todo esto había quedado en el pasado al convertirse en un universitario. El señor Brockway. No
había ni un alma en la secundaria con quien hablar ahora, aunque lo cierto es que nunca había hablado mucho con ellos.
—¿Le llevo la maleta, señor Brockway?
—Gracias.
El portero fue con la maleta hasta el ascensor y Jay Jay le dio un dólar.
Los pisos de mármol del vestíbulo estaban tan relucientes como siempre, los espejos brillaban, no faltaba ni una
lamparilla en la araña de cristal. El enorme árbol de Navidad se erguía en un rincón, adornado con bolas de colores,
iluminado. Sobre la repisa había unas velas Hanukha. Ningún inquilino debía ser pasado por alto en estos días de buena
voluntad y propinas de fin de año.
Jay Jay abrió la puerta de su apartamento. Su madre, Julia Brockway, era una decoradora bastante famosa, con clientes
celebres y acaudalados, y su piso, amplio, de techos altos, era una exposición de sus nuevas ideas, además de un hogar.
El notó que había cambiado nuevamente los muebles de 1 a sala y que este año el árbol estaba adornado
únicamente con centenares de lazos chiquitos, perfectamente anudados, rojos y blancos. Siempre estaba rodeada de
objetos perfumados: bolsitas, bolitas aromáticas, incienso, cirios perfumados, palitos de vainilla. Incluso ponía aromas
especiales en las bombillas de luz, de las que emanaba perfume cuando se encendían. En esta Navidad la nota parecía
ser clavo de olor y canela.
—Aquí estoy, mamá —gritó Jay Jay.
Ella llegó, rauda, desde algún punto del vasto fondo del piso, elegante, esbelta, muy bonita. Él se le parecía: tenía
la misma cara afilada y la cascada de rulos rubios, los huesos menudos, los movimientos rápidos, pero todo esto era más
apropiado en ella. Tenía puesta una salida de baño de seda blanca y estaba muy maquillada, de modo que él se dio
cuenta de que estaba por salir.

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—¡Querido! —exclamó con su voz alta, que era como agua. Hubiera podido ser la Reina de las Hadas. Le puso las manos
sobre los hombros y besó el aire cerca de su mejilla, para no echar a perder el maquillaje. Luego lo miró de arriba abajo.
—Creo que has crecido un poquito, ¿no? En fin, así lo espero.
—Ya no crezco más —dijo Jay Jay—. ¿Adónde vas?
—A un coctel que dan en la embajada francesa. Después a una comida en un nuevo lugar de Solio, que ha
tenido buena prensa en Vogue. Nada que engorde. Hasta el champagne... me dicen. Tiene menos contenido de azúcar
—golpeó las manos—. Déjame que te muestre el regalo de Navidad que te tengo.
—¿Ahora?
—Por supuesto. De todos modos, lo ibas a ver.
Marchó adelante, hacia el cuarto de él. Se le contrajo el corazón. Ya sabía lo que le esperaba y sintió que la cólera
subía en él, sofocándolo. Ella siempre mataba su identidad, lo hacía desaparecer dentro de sus propias fantasías. Por
favor, mamá, por favor, dime que no lo has hecho otra vez.
—Voilá! —Abrió de golpe la puerta. El cuarto había sido decorado enteramente de nuevo. El ni siquiera lo
hubiera reconocido.
—¡Mierda! —dijo Jay Jay.
Al irse a Grant en septiembre había dejado un cuarto cómodo, amistoso, masculino, con muebles antiguos y
papel con rayas blancas y de color habano en las paredes. Acababa de acostumbrarse. Cuando ella había cambiado el
último cuarto que a él empezaba a gustarle, Jay Jay había pensado que el nuevo era demasiado solemne y pacato, pero
después de cierto tiempo había empezado a gustarle también. Ahora toda la calidez había sido reemplazada por la
severa blancura de la alta tecnología. Era un ambiente de hospital. Todo estaba empotrado y oculto, la cama tenía cuatro
columnas de acero; una horrenda colcha cubría la cama y el brillo de aquellas paredes sin adornos era enceguecedor.
—¿Dónde están mis cosas? —gritó Jay Jay.
—En los armarios —dijo ella—. No me grites. Me rompí el trasero tratando de que tuvieras el cuarto listo para las
vacaciones.
—Me gustaba - como estaba antes. ¿Dónde están mis muebles?
—¿No te gusta tu nuevo cuarto? —preguntó ella. Parecía ofendida.
—¿Si no me gusta? Te acabo de decir que lo execro. ¿Por qué actúas siempre como si fueras sorda cuando te hablo?
—Tal vez porque siempre gritas cuando me hablas —contestó ella vivamente—, ¿Sabes cuántos clientes darían
un ojo de la cara por tener un cuarto como éste, creado por Julia Brockway?
—Tus clientes se sacan todas las noches ese ojo con la mano y lo meten en un vasito de agua —dijo Jay Jay.
—Eres un chiquito bastante insolente.
—Mi cuarto es cosa mía —dijo Jay Jay—. Es mi terreno. Es mi guarida. No quiero que me lo cambies cuando
estoy afuera. Y a Merlín tampoco le gusta. —Merlín estaba parpadeando—. Díselo, Merlín.
—Los pájaros no hablan... —dijo Merlín.
—Cobarde —dijo Jay Jay—. Mamá: cuando cambias mi cuarto sin mi permiso me borras del mapa. Vas a
volverme esquizofrénico.
—Lo dudo mucho —dijo ella, haciendo una trompita con los labios y cruzando los brazos sobre el pecho, como
una imagen de santo—. Sabes que nunca haría nada que te hiciera daño, Jay Jay. Creí que podía interesarte.
¿A ti o a mí? pensó él, pero no lo dijo. Su pobre madre: nunca lo iba a entender. Ahora sus queridos muebles
antiguos probablemente estaban decorando el dormitorio de algún cliente. Su madre trataba todos los muebles del
apartamento con la misma actitud desenfadada con que trataba a Jay Jay, salvo algunos pocos que eran irremplazables y
que ella quería especialmente. El sospechaba que incluso éstos eran queridos por su valor material. Jay Jay dudaba de
que hubiera algo —o alguien— en el mundo que suscitara en su madre un afecto puramente emotivo.
Finalmente Jay Jay y su madre hicieron las paces en cierto modo. Sus peleas nunca duraban mucho. Ella era una
persona ordenada y, como siempre estaba con prisa por ir a alguna parte, no le gustaba dejar atrás un argumento sin
terminar. Él se disculpó: había quedado tan sorprendido por el cambio que no había comprendido la buena voluntad de
su madre; ella se disculpó por haberle presentado el hecho consumado sin ninguna advertencia, aunque no prometió no
reincidir. Volver a decorarle el cuarto era la única cosa que Julia sabía hacer por su hijo.
En cuanto ella se fue a su reunión, Jay Jay extrajo todos sus posters de viejas películas y de antiguas estrellas de
cine, buscó un martillo, algunos ganchos y clavó los clavos en las suntuosas y carísimas paredes, recién esmaltadas.
Luego colgó la jaula de Merlín del baldaquín de la cama.
—Pobre Merlín —dijo.
—Pobre Jay Jay.
Por lo menos había tenido la delicadeza de dejarle su aparato de televisión, que encontró arrumbado en uno de
los nuevos armarios, sobre un estante giratorio a resorte. Jay Jay fue a la cocina, donde la cocinera había dejado pollo

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frío y ensalada de endibias en la heladera para él. También había dos botellas del mejor vino blanco de su madre,
enfriándose; él supuso que las había puesto allí en la eventualidad de volver con unos amigos después de la comida.
Decidió apropiarse de una. La cocinera también había horneado sus bizcochos favoritos.
Fue con la comida y el vino a su cuarto, cerró la puerta con llave, dio de comer a Merlín, encendió un cigarrillo de
marihuana y se sentó frente a la TV para ver una película vieja que pasaban esa noche: “El Halcón Maltés”, una de sus
películas favoritas. La había visto veinte veces.
—No te pongas paranoico, Merlín —dijo—, nadie tiene intenciones de embalsamarte.
El vino y la marihuana habían dulcificado su estado de ánimo. Iba a estar muy ocupado en estas vacaciones de Navidad:
había muchas películas que no se habían dado aún en Pequod y que tenía interés en ver; debía empezar a planificar los
detalles del juego y comprar los regalos para su familia. Para su madre, su padre, su madrastra y su hermanastra...
—¿Qué piensas de esa arpía, Merlín? —dijo—. Ni siquiera me preguntó cómo me ha ido en el college.
Todas las Navidades el padre de Jay Jay daba dos reuniones: una reunión de Nochebuena, que era famosa, a la
cual invitaba a los escritores más ilustres o notorios, muchos de los cuales eran famosos en otros aspectos, además de
personas célebres que él había ido conociendo a lo largo de los años; y su reunión del día de Navidad, más reducida,
menos excitante, en familia. Nadie había rechazado nunca una invitación a una fiesta de Justin Brockway. Después de
casarse con la bailarina Orinda Wells, Justy había añadido las estrellas más refulgentes del mundo del ballet a su lista de
invitados. Con la boga de las autobiografías de estrellas cinematográficas también había incluido a un buen número de
actores y actrices, que venían con mucho gusto porque Justy nunca admitía gente de la prensa en sus reuniones. Sus
invitados podían portarse tan execrablemente como les diera la gana y tener la tranquilidad de una total falta de
publicidad. Pero nadie se portaba mal en las reuniones de Justin Brockway. Todos querían ser invitados de nuevo. A Jay
Jay siempre lo invitaban a la reunión de familia el día de Navidad. No era a esta que Jay Jay quería concurrir. Los
invitados eran tíos, tías y primos, que él solo veía una vez al año, y empleados menores de la oficina de Justy, que no
tenían ningún lugar adonde ir. La comida se hacía con los restos de la fiesta de la noche anterior. El quería asistir a la
excitante fiesta de Nochebuena y este año lo iba a hacer.
La fiesta de Nochebuena era de etiqueta. El, por supuesto, no podía ponerse el smoking porque entonces El
Excremencial se habría dado cuenta de que la intrusión era deliberada. Tenía que parecer accidental. Decidió ponerse su
traje blanco con una camisa de seda negra y una corbata blanca; se iba a colgar un antiguo reloj de bolsillo de la solapa.
Después de angustiantes minutos de vacilación, decidió renunciar a ponerse uno de sus sombreros. Ellos no iban a
entender. Sus regalos los había comprado en Tiffany’s. Todo estaba listo.
Justin Brockway tenía una bonita casa al este de las Sities, en una calle arbolada que contaba con una patrulla
particular. Tenía tres pisos, una ventana saliente al frente y un hermoso jardín al fondo. Cuando Jay Jay bajó de su taxi
vio con emoción una fila de coches con chofer, de los que descendían personas frente a la casa. Se metió en una de las
garitas de teléfono de la esquina y esperó a que desocuparan la calle. Luego avanzó con paso saltarín hasta la casa, pasó
la puerta de entrada y tocó el timbre.
Una doncella uniformada, contratada para la ocasión, le abrió la puerta. Sonrió amablemente y le tomó el abrigo.
Jay Jay retuvo los paquetes —la insignia que lo legitimaba— y se dirigió a la sala. El corazón le retumbaba. El cuarto
estaba lleno de todas las personas que él quería conocer en Nueva York. El parloteo de las alegres voces se hacía más
alto, provocativamente, las miradas esquivas avizoraban las personas que ellos querían conocer. El cuarto tenía un techo
muy alto y un zócalo de madera, con un ventanal muy amplio que daba sobre un espléndido jardín. Justy y Orinda
habían puesto lucecitas blancas en todos los árboles que allí había y en el cerco. El ambiente era feérico. Un criado con
una bandeja de plata ofreció a Jay Jay una copa de champagne. El la rechazó, por el momento. Buscó con la mirada a su
padre y finalmente lo vio hablando con un hombrecito bajo, un calvo incipiente, especialista en política, y una estrella de
cine grandota y gritona que tenía puesto un caftán. Jay Jay le iba a dar ahora una lección de teatro.
—¡Papá! —dijo—. ¿No era esta noche?
—Perdón —dijo su padre a los otros dos. Echó un brazo sobre los hombros de Jay Jay y lo llevó a un rincón—. ¡Cómo
me alegro de verte, Jay Jay! —dijo afablemente. Había un poco de asombro en sus ojos, pero sonreía con aplomo.
—Creí que era esta noche —dijo Jay Jay. Y presentó los regalos a su padre.
—Tu madre... —dijo Justy, con un aire de fatigada paciencia—. Es mañana. Pero ya que estás aquí, te tienes que
quedar, por supuesto. ¿Cómo te trata la vida? ¿Esos estudios?
—Bien, muy bien. El colegio me gusta.
—Me alegro de oírlo. ¿Qué notas tuviste en el segundo trimestre?
—Todos sobresalientes.
—Naturalmente. Ve a poner tus paquetes bajo el árbol y saluda a Orinda... —Justy ya estaba llamando a Orinda con el
dedo, procurando atraer su atención y empujando a Jay Jay en su dirección—. Ahí la tienes. Después me reúno contigo.
Orinda Wells Brockway, el Cisne Blanco, envolvió a Jay Jay dentro de sus alas desplegadas. Parecía tan frágil que

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él pensó que hubiera podido levantarla en vilo; sin embargo Jay Jay sabía que era muy fuerte.
—¡Jay Jay!
—Creí que era esta noche —dijo él.
—Espero que también vengas mañana.
—No sé... supongo que sí —dijo él, como si no hubiera sido necesario haber pensado antes en esa perspectiva.
—Mañana vamos a tener más tiempo para hablar. Esto es un loquero. Jay Jay: ¿por qué no me pediste por
teléfono las entradas para el ballet? La semana que entra voy a bailar dos noches. ¿No tienes interés en verme?
—Me encantaría —dijo Jay Jay.
—Bueno. Mañana arreglamos eso. Ahora tienes que ver a Sarah: se ha puesto tan grande y tan bonita que no la
vas a reconocer.
Se puso a buscar a la niña y lo llevó de la mano hasta donde estaba la niñera con la criatura. Jay Jay se sintió
como la vara en una carrera de relevos.
Su hermanastra, Sarah Brockway, era una niña de dos años, robusta y alegre, con una cabeza llena de rulos
oscuros. Tenía puesto un vestidito blanco arrugado y estaba en brazos de una muchacha rubia de aspecto sensual, de
unos veinte años: Inger. Sarah lo reconoció y lo saludó con una amplia sonrisa. Inger, a quien él siempre había deseado
desde el primer instante en que la vio, se mostró indiferente. Él hubiera preferido que la recepción hubiera sido al revés.
Orinda ya se había perdido entre la multitud de sus invitados.
—Feliz Navidad -dijo Jay Jay a Sarah e Inger, dirigiéndose luego hacia la mesa donde estaban las bebidas.
Se sirvió una copa de champagne, encendió uno de sus tenues cigarrillos pardos y echó una mirada en derredor,
con un aire de atrayente hombre de mundo. La procesión iba por dentro. El cuarto estaba lleno de figuras legendarias a
quienes había visto en entrevistas de televisión y en la pantalla, o cuyos libros había leído. Durante años había sabido
que eran amigos de su padre, pero nunca había estado con ellos. Bebió otra copa de champagne y aceptó un canapé.
A través de la puerta doble que separaba el comedor, entrevió una mesa suntuosamente tendida: perfectos
manjares que estaban esperando la secreta señal de que el momento había llegado.
—¿Y usted quién es? —preguntó una voz musical, con acento extranjero.
El corazón le dio un vuelco. Petrova, la gran bailarina rusa, estaba allí, esquelética, irradiando energía nerviosa,
con sus grandes ojos violetas y los cabellos envueltos en un turbante.
Estaba vestida de blanco, con un lebrel afgano, también blanco y muy bien educado, a su lado, llevado por una
correa blanca que apretaba en su delicada mano.
—Soy Jay Jay Brockway —dijo él.
Yo soy Svetlana Petrova —dijo ella gravemente. Sabía perfectamente que él la conocía, pero el nombrarse formaba parte
de la comedia de ser una persona normal. Extrajo del bolso un largo cigarrillo ruso de color negro y él se lo encendió,
indicó con un gesto el cigarrillo que él estaba fumando—. No sé qué clase de cigarrillos está fumando usted —dijo.
—No es tan interesante como el suyo —dijo Jay Jay, tendiéndole su paquete.
—Por favor —dijo ella, ofreciéndole uno de los suyos—.
Vamos a hacer... ¿cómo se dice eso? Una prueba de gustos.
Decidió guardar para siempre el cigarrillo que la Petrova le había dado. Estaba tan impresionado por su
presencia que no lograba decir nada. Decidió acariciar al perro.
—Mi pequeño Arlequín —dijo ella.
—¿Por qué soy un arlequín?
—La cara... es maravillosa. ¿Nadie se lo ha dicho antes?
—Solo Picasso —dijo Jay Jay.
Ella rió.
—¿Conoce usted a Federov? —preguntó ella, dándose vuelta y trenzando un brazo con el brazo del hombre que
había aparecido detrás de Jay Jay—. ¡Federov! ¡El más grande de los bailarines de ballet, con su pelo dorado y su célebre
vida amorosa! Jay Jay apenas podía creer que estaba aquí de pie junto a estas dos personas a la vez.
—Es el hijo de Justy —dijo Petrova.
¡Petrova sabía! Sin duda El Excremencial debía de haber mencionado su nombre alguna vez a estas
personas. ¡Él, Jay Jay, había sido mencionado, no estando presente, ante ellos!
De repente todo se volvió fácil: la gente le habló, lo presentó a otra gente, festejó sus chistes, se interesó en él.
Incluso tuvo personas al lado de quienes sentarse cuando se inició finalmente la cena. Joe Henry, el novelista ganador
del Premio Pulitzer, que solía emborracharse en las fiestas y dar una trompada a alguien (aunque nunca en las reuniones
de Justy Brockway) le habló de la posibilidad de la vida en el espacio. En fin, no solo a él... sino también a otras cuatro
personas.
Encajo, pensó Jay Jay, encajo.

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Sin embargo, ¿por qué no lo estaba pasando mejor? No se estaba divirtiendo más que en las fiestas que daba en
el college. Mientras terminaba el postre de fresas con mousse de chocolate, llegó a una conclusión: las personas que
estaban en este salón tenían una historia compartida de logros y fama. La historia de él estaba solo en el futuro. Aún era
un intruso.
Imaginó la fiesta ideal que habría de dar un día. Iba a ser dentro de varios años y los invitados serían tan ilustres
como los que estaban aquí reunidos, pero todos iban a ser amigos suyos: amigos que habían llegado juntos a las alturas.
Kate iba a estar: Kate iba a ser la novelista ganadora del. Premio Pulitzer. Tal vez también escribiera guiones de cine, solo
para él, por supuesto. Y él habría de ser el actor que había ganado los premios de la Academia. Merlín se haría presente
con frecuencia en las entrevistas que le hicieran. Daniel sería entonces el gran genio de la computación que había
ganado millones con los juegos de su invención y que tendría una casa de campo en el sur de Francia, a la cual estarían
invitados todos los amigos cada verano. Perry, el amigo de Jay Jay, que estudiaba preparatorio de medicina en Grant,
habría descubierto la cura para el cáncer y sería candidato al Premio Nobel. Todos sabían que lo iba a conseguir.
Robbie... ¿qué podía decirse de Robbie? Había empezado demasiado tarde para llegar a ser un nadador olímpico. Pobre
Robbie, demasiado corriente para mantenerse a la altura de ellos, con su historia amorosa con Kate ya muy atrás, habría
desaparecido de sus vidas. El padre de Jay Jay, por supuesto, no iba a ser invitado, a menos que quisiera entrar a la
fuerza. Pero su hermana Sarah, que para entonces tendría la edad de Jay Jay ahora, iba a ser espectacularmente bonita y
estaría acompañada del hijo de algunos de los personajes que estaban aquí. Sarah iba a sentirse un poco insegura al ser
consciente de que había sido invitada solo gracias a la generosidad de Jay Jay.
Jay Jay cerró los ojos y sonrió. Su fiesta iba a ser tan elegante que hasta su madre vendría.

CAPÍTULO 4
Cuando Julia Brockway era pequeña oyó que una de sus maestras la describía, en una conversación con otra,
como “un pescado frío”. Entonces ella se llamaba Julie Burns y era una encantadora niñita rubia, pulcra y puntual. Estuvo
pensando varios días que querría decir aquello del “pescado frío”. Se preguntó si le impediría caer bien a los demás y le
valdría malas notas, o si habría de alterar de alguna manera el equilibrio de su vida. Llegó a la conclusión de que no iba a
pasar nada de esto, y ya no pensó más en ello.
Cuando estaba en la universidad y los muchachos hacían toda clase de esfuerzos por producirle buena
impresión, Julie comprendió que había en ella algo distinto de las otras chicas, algo que era valioso. Las otras chicas, al
parecer, sufrían de un exceso de emoción: lloraban cuando sus novios no las llamaban por teléfono y declaraban que se
les había roto el corazón. Los muchachos siempre telefoneaban a Julie Burns. Su inaccesibilidad la convertía en una
especie de espejo, ellos se veían reflejados y quedaban contentos. El primero y único hombre de quien se enamoró fue
Justy Brockway, que inmediatamente le propuso que vivieran juntos. Justy era un genuino excéntrico, un genio, un
taumaturgo. Ella no dudó de que vivir con él iba a ser una experiencia muy interesante, de modo que accedió. Alquilaron
un apartamento fuera del campus. Tanto él como ella dijeron a las autoridades universitarias que iban a vivir con un
pariente por razones financieras. Vivir en concubinato, en 1962, todavía era posible causa de una expulsión.
Cuando Julie descubrió que estaba embarazada trató con Justy el punto: ¿hacían un aborto o se casaban y tenían
el niño? Decidieron casarse. El no imaginaba que el hecho de tener un hijo hubiera de intervenir de ninguna manera en
su vida, y ella pensó que de este modo se convertía en una mujer adulta. Lo cierto es que la aparición de Jay Jay
intervino muy poco en sus vidas. El pequeño apartamento estaba siempre lleno de amigos y nunca faltaba alguien a
quien llamar para que actuara como baby sitter de emergencia. Jay Jay pasó su primer verano de vida con sus abuelos
maternos, mientras sus padres viajaban por Europa a la buena de Dios. El verano siguiente viajaron más rumbosamente y
Jay Jay se quedó con sus abuelos paternos. A esta altura Julie y Justy conocían ya personas encontradas en Europa,
además de los amigos del college; asimismo, los estudiantes europeos amigos se alojaban en casa de ellos por largos
períodos, proporcionando así a los Brockway mejores baby sitters, ya que los invitados debían hacer algo para retribuir el
techo y la comida.
Julie no podía entender por qué las pocas amigas casadas que conocía se ponían tontas y delicuescentes al
hablar de sus hijos. Su idea era que un niño tiene que adecuarse a sus padres y no al revés, digan los libros de
puericultura lo que digan. Justy pensaba que, si se trataba a Jay Jay como si fuera adulto, el niño iba a ser precoz, y éste
era su deseo. Le hubiera resultado intolerable tener un hijo que no fuera inteligente. Como Jay Jay era evidentemente
una luz y no tardó en producir una buena imitación de un adulto en pequeño, el padre quedó complacido.
En cuanto Julie y Justy se recibieron, fueron a vivir a Nueva York, donde él consiguió un empleo en el mundo
editorial. En un principio tuvieron un apartamento chico y bastante pobre porque tenían muy poco dinero, pero Julie

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empezó a darse cuenta de que tenía cierto talento para la decoración y que ésta le gustaba. Realizó algunas ideas
interesantes en su propia casa, luego siguió unos cuantos cursos y empezó a leer todas las revistas especializadas de
decoración. Y cuando Jay Jay entró a primer grado a los cuatro años de edad, sabiendo ya leer, pero incapaz de atarse
los zapatos, Julie consiguió un empleo en la mesa de entradas de un negocio de decoraciones. Julie producía buena
impresión, estaba deseosa de aprender, no era tonta y muy pronto fue ascendida a asistente. A esta altura Justy ya era
editor. Se mudaron a un apartamento mejor. Julie lo decoró y Justy empezó a dar reuniones selectas a determinadas
personas, en vez de dejar la puerta abierta a todo el mundo. El resultado fue que empezaron a ser invitados a reuniones
donde encontraban personas que podían resultar beneficiosas a sus carreras. Los dos descubrieron que estaban
fascinados por el éxito.
Si no hubieran estado tan ocupados haciendo cosas interesantes, habrían advertido en un momento que ya no
estaban enamorados, si es que alguna vez lo habían estado, y que ya no sentían interés el uno por el otro. Una tarde
Justy llevó a su casa a una mujer joven con quien había tenido un almuerzo muy agradable. Se sintió tan encantado que
decidió tomarse la tarde libre y meterse en cama con ella. Por otra parte, la joven era una escritora y él estaba tratando
de robársela a otro editor. Ella, por su parte, hacía meses que trataba de meterse en cama con él. Esa misma tarde Julie
fue a su casa con el presidente de una importante corporación, un hombre casado, bien parecido, que había estado
tratando de echarle mano desde hacía meses. Pero Julie no tenía intenciones de ceder. Su idea era mostrarle el
apartamento que había decorado con tanta sabiduría, impresionarlo y declararle que no podía hacer nada con él porque
su hijo estaba por llegar de la escuela y su marido de la oficina.
Todos se encontraron. Los cuatro eran personas muy civilizadas y bebieron juntos una copa. Luego Justy y Julie
discutieron el punto, del mismo modo que habían elucubrado el tema de tener un hijo o no tenerlo. Esta vez se habló de
divorciarse o no divorciarse.
Julie estaba tan poco alterada que se sorprendió a sí misma. Para otras mujeres la ruptura del vínculo
matrimonial era un trauma, de la misma manera que las chicas del colegio sufrían cuando terminaba un idilio. Ella y Justy
se mostraron muy racionales y complacientes; se decidió que era mejor que cada cual viviera por su lado. Después de
todo, ninguno de los dos había tenido la posibilidad de vivir sus amoríos: se habían casado demasiado jóvenes. Ya tenían
veintiséis años y muy pronto iban a ser viejos. Decidieron que ella se habría de quedar con la casa y Jay Jay; Justy habría
de pagar lo que convinieran los abogados.
Por un momento Julie pensó que tal vez estaba cometiendo un error. Justy era probablemente la única persona
que había conocido, o que habría de conocer, con una cabeza tan fría y tan racional como la de ella. Tal vez podían
mantener un matrimonio de conveniencia, como amigos... Aunque no, esto siempre era embarazoso y difícil de explicar.
Los hombres iban a verla como pan comido. Mejor empezar una nueva vida sobre sus propios pies.
El divorcio fue amistoso. El presidente casado de la corporación, fascinado por la actitud siempre esquiva de
Julie, e impresionado por sus talentos, le presentó a unos cuantos de sus amigos más prominentes. Uno de ellos, una
mujer adinerada que se jactaba de su capacidad para descubrir jóvenes de talento, le encargó a Julie que le decorara su
apeadero neoyorquino.
El apartamento apareció fotografiado en Architectural Digest y en Vogue. Julie pasó a llamarse Julia —después
de todo, ya era adulta— y no tardó en tener todos los clientes que deseaba. Compró un apartamento en Park Avenue. Se
sentía muy feliz.
Tuvo unos cuantos amantes y descubrió un hecho perturbador sobre sí misma. La verdad es que el sexo no le
interesaba en lo más mínimo. Le encantaban las fiestas, le gustaba conocer a gente desusada, vestirse, tener ideas
originales sobre la forma de decorar sus ambientes, pero no le importaba nada volver a acostarse con el mismo hombre.
Las mujeres tampoco le interesaban. Empezó a frecuentar homosexuales. Con ellos el trato resultaba fácil, ya que no
esperaban o no querían acostarse con ella. También salía con clientes, a quienes impresionaba en tal forma que no se
atrevían a dar el primer paso.
Había leído bastantes artículos de revistas para saber que su apetito sexual era deficiente. Ni por un instante
trató de engañarse diciéndose que reservaba su cuerpo para una relación más profunda. Solicitó a su ginecólogo una
prueba hormonal para cerciorarse de su estado de salud. Era perfectamente sana. A partir de aquí su libido insuficiente
no le incomodó en absoluto. Mientras no fuera causa de pechos caídos, el asunto no tenía importancia.
Cuando Justy volvió a casarse, Julia envió de regalo a él y Orinda un precioso pájaro de cristal de Steuben. Los
objetos de Steuben iban bien en cualquier decoración. Cuando Jay Jay se recibió de bachiller, Justy le compró
un convertible Fiat Spider. Los chicos adoran los coches. Julia no pudo entender por qué razón Jay Jay había
vendido el suyo. Ella y Justy solo hacían regalos de calidad.
Tampoco podía entender por que Jay Jay había tomado tan a mal el nuevo arreglo que ella había hecho en su
cuarto. Parecía ya un viejito maniático, endurecido en sus costumbres. Quedó consternada al ver los agujeros que había

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hecho en sus suntuosas paredes laqueadas con los clavos para colgar sus cuadros. ¡Cinco capas de laca blanca... para
esto! Julia no podía soportar la imperfección. Pese a que los posters tapaban los agujeros, ella sabía que estaban allí.
Pensó que tal vez en la próxima primavera, cuando Jay Jay volviera a sus cursos, podía poner sisal sobre las
paredes del dormitorio para ocultarlos, distribuir una cantidad de palmeras enmacetadas e instalar una cama rodeada de
un mosquitero blanco y un ventilador anticuado en el techo, algo en el estilo de una vieja película de Sydney
Greenstreet. A Jay Jay le gustaban con locura esas películas viejas: a lo mejor, un cuarto así le caía en gracia. Y la cacatúa
venía aquí como anillo al dedo. Cuanto más pensaba en ello, más se iba entusiasmando.
Por supuesto, iba a ser una sorpresa.

CAPÍTULO 5
En el cuarto de la casa de Brookline en donde había pasado su infancia, Daniel se puso en puntas de pie,
levantó la mano lo más alto que pudo y tocó el cielo raso. Recordó que para él había sido un honor tener esta
buhardilla, estar aquí solo en el piso de arriba, en su dominio privado. El cuarto le había parecido enorme. Ahora
era pequeño y debió agacharse para afeitarse delante del espejo del cuarto de baño, porque su madre lo había
puesto muy bajo cuando él era niño y nadie se había preocupado de cambiarlo. Este cuarto, esta casa lo cercaba
de recuerdos, y por un instante consideró su personalidad estudiantil y se preguntó cómo había podido dejarse
llevar por la locura de aquel juego de las cavernas. Alguna forma de desequilibrio había surgido en él. Era
demasiado peligroso y había tenido que dar marcha atrás.
Luego pensó que, después de todo, no era tan peligroso. Podían intentarlo y, si no resultaba, se lo podía
dejar.
Si él se retiraba ahora, los otros iban a pensar que estaba despechado porque ya no era el inspector del
Laberinto.
En todo caso, ¿qué le importaba lo que ellos pensaran? Le importaba la opinión de Kate, porque admiraba
su inteligencia y su valor. Kate tenía integridad y Daniel no quería que ella llegara a pensar que él no la tenía. Las
muchachas con las que había salido, y que le habían vuelto todo tan fácil, parecían vacías comparadas con Kate. Y
él solo había chanceado a medias aquel primer día en Grant, cuando había declarado su intención de renunciar al
sexo. Solo que siempre era el mal momento para detenerse. Tal vez renunciara al sexo en estas vacaciones de
Navidad. En caso de sobrevivir, se verían los resultados. Tal vez alcanzara un nivel más alto de conciencia, como la
gente que ayuna.
Rió y bajó las escaleras para cenar con su familia.
Allí estaba su madre, menuda, pulcra, con una tintura castaña que disimulaba sus canas, con los ojos azules
siempre curiosos. Miraba fijamente cuando uno le hablaba y cabeceaba con frecuencia. Le gustaba describirse a sí
misma como “un oyente creador”. También era un parlante creador. Y su padre era el profesor que usa trajes
correctos de buena tela inglesa. Su hermano Andy y la novia de Andy, Beth, también habían venido a la cena. Andy
y Daniel tenían un fuerte parecido de familia, pero Andy era más alto y los cabellos eran rubios en vez de castaños.
Beth también era alta, delgada y flexible, con pelo claro y un cutis terso como el cristal. Formaban una pareja
notable; la gente a veces se daba vuelta para mirarlos cuando hacían carreras o salían a andar en bicicleta.
Ardía un fuego en la chimenea y afuera las estrellas brillaban en el cielo negro. Las velas estaban casi todas
encendidas. Este año los padres habían decidido dar dinero en vez de regalos a Daniel y a Andy, ya que esto era lo
que más falta les hacía. El padre abrió una botella de zinfandel de California y llenó una copa para Daniel.
—He decidido instruirme sobre vinos —dijo la madre—. Toda la gente que conozco está estudiando alta
cocina, pero yo no tengo tiempo y la cocina no me distrae. Así que lie decidido especializarme en vinos. Dime qué
te parece.
—Espléndido —dijo Andy.
Daniel bebió un sorbo.
—No está mal.
—¿Simplemente no está mal o es bueno?

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—Es bueno. En fin, yo no soy una autoridad. En el college bebemos Ripple, a menos que Jay Jay se ocupe
de conseguir otra cosa.
Todos se sentaron cómodamente en el suelo, frente a la chimenea. Un concierto de Chopin sonaba
tenuemente.
—¿Sabes? —dijo el padre—. Llega un momento en la vida cuando hay que ir adelante. Hace poco me
ocurrió algo muy interesante. El vicepresidente pasó por Harvard y pronunció una conferencia. Parece que había
leído mi libro y pidió que me invitaran a la recepción que le dieron.
—El libro de tu padre —repitió la madre orgullosamente, con ojos que brillaban.
Diez años antes, cuando Daniel era niño, su padre había escrito un libro con el título La crisis de las
relaciones económicas: el interés público y los intereses creados. El libro había recibido una acogida limitada pero
apreciativa por parte de sus colegas académicos. Cuando tuvo edad suficiente, Daniel había intentado leerlo. El
tema estaba fuera de sus intereses y se había aburrido, pero quedó impresionado por el hecho de que su padre lo
hubiera escrito.
—De modo que fui a la reunión, por supuesto —siguió diciendo el padre—. Estuvo muy amable, pero... lo
más importante de todo, se mostró interesado en mis ideas. —Hizo una pausa y miró una cara tras otra para
cerciorarse de que estaban siguiendo sus palabras—. Me dijo: “Goldsmith: usted podría formar parte de nuestro
equipo.”
—¿En Washington —preguntó Andy.
—Al parecer fue lo que quiso decir —dijo el padre—. No se comprometió a nada, pero dio a entender que
me podían llamar a Washington. ¿Qué otra cosa puede querer decir “en nuestro equipo”?
—Creí que estabas contento en Harvard —dijo Daniel. No podía imaginar a su padre en Washington.
—En realidad —dijo el padre, creo que ya he hecho aquí el máximo de lo que puedo hacer. En fin... si no ha
sido más que una charla de político, sobreviviré. Pero tengo la impresión de que va a ocurrir algo y, si ocurre, iré allí
con mucho gusto.
-Es fantástico, doctor Goldsmith —dijo Beth, levantando la copa. Todos hicieron un brindis por el futuro del doctor
Goldsmith.
—Por mi parte, he tenido un pequeño triunfo —dijo la madre, adoptando un aire indiferente. Pero Daniel
notó que estaba muy excitada—. ¿Se acuerdan de Kevin, ese chiquito negro de mi clase, casi autístico... ese chico
con una madre alcohólica y un padre fugado? El doctor Francke me repetía: “El autismo es químico, Ellie. No podrá
usted hacer nada con ese niño.” Pero yo no abandoné. Le decía: “Piense usted en esa vida de familia traumática.
Hay niños que son más frágiles que otros. Kevin está entre los frágiles...” —Bebió un sorbo de vino y sonrió—. Pues
bien, esta mañana estaba embadurnando algo con sus pinturas y, en el momento en que le pasé el azul cobalto...
¡habló!
—¿Qué dijo? —preguntó Daniel, fascinado.
—Seguramente recitó un poema de Eliot —dijo el padre sarcásticamente.
—No seas tonto, Harold. Dijo solo “no”.
—Ya es mucho —dijo Andy.
—¡Vaya si es mucho! —dijo la madre—. Podía haber puesto de lado el pomo de pintura azul, o podía
haberlo usado pasivamente, pero demostró tener una preferencia e hizo una elección. ¡Y la verbalizó! Sé que es
capaz de hablar: tiene todo un vocabulario que está esperando para salir de él, pero es algo que lleva tiempo. Y yo
le daré todo el tiempo que haga falta.
—¿Qué le parece a usted la idea de ir a Washington, señora Goldsmith? —preguntó Beth.
—Lo que quiere Harold a mí me parece siempre bien -dijo.
—¿Y su propio trabajo?
—Beth: no le hables a mamá de ese punto —dijo Andy —. La vas a perturbar.
—No estoy perturbada —dijo la madre—. Puedo continuar mi carrera en Washington. Además, si eso
ocurre, no va a ser por mucho tiempo. Y puedo hacer grandes progresos con Kevin mientras tanto.
—Mamá será valiosa en cualquier lugar en donde esté —dijo el padre.
Daniel sentía las tenues corrientes que se movían en el cuarto: ambición, miedo, esperanza, dominio,

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transacción. A través de los largos años del matrimonio sus padres habían navegado por estas corrientes peligrosas:
dos personas que paleteaban en una leve canoa, manteniendo el equilibrio y avanzando. Fueran los triunfos de ella
los que fueren, siempre los relegaba a los de él. Era cierto que otra persona podía continuar con el trabajo de ella,
pero también otro podía ir a Washington en vez de su padre, ¿y a quién le hubiera importado eso fuera de Harold
Goldsmith? Y, por supuesto, a su mujer. Tal vez a ella le importaba tanto el avance de su marido en el mundo como
a él mismo.
Beth estaba sentada frente al fuego con la cara bordeada de un halo dorado. La falda estaba desplegada
como un nido; Andy quebraba avellanas con sus vigorosas manos y echaba la carne del fruto en el regazo de ella.
—Hoy me contaron una historia atroz —dijo Beth—. Un hombre a quien le habían injertado un tubo de
dacrón en una de esas arterias que van al corazón, una de esas operaciones que se vienen haciendo desde hace
tanto tiempo. El hombre murió unos años después de un ataque al corazón, al parecer, pero al hacer la autopsia se
encontraron con que había desarrollado una extraña formación cancerosa en torno al injerto de dacrón.
—Pobre hombre —dijo Andy.
—¿Te das cuenta de lo que eso significa? —dijo Beth—. Significa que es muy posible que las sustancias
plásticas provoquen el cáncer.
—Una preocupación más —dijo la madre—. La mitad del país tendrá que hacerse nudista.
—¿Recuerdan aquello que hicieron en TV? —dijo Daniel—. Sí, Esta noche en Fernwood, cuando Martin Mull
presentó esos ratoncitos vestidos con ropa de entrecasa de poliéster para mostrar que el poliéster es causa de
cáncer... —Rió al recordar. Le había gustado el número: era gracioso.
—Ya nada es seguro —dijo la madre con aire irritado—. Se hace una sátira en televisión y dos años después
resulta ser verdadera. Ya no hay nada demasiado horripilante o disparatado que se pueda imaginar. Estamos
destruyendo al planeta, con ropa de entrecasa.
—¿Con ropa de entrecasa? —dijo Andy. Rió y se metió un puñado de avellanas peladas en la boca.
—Puedes reírte —dijo la madre—. Vas a tener que vivir en ese mundo. Alguien va a tener que hacer algo al
respecto.
—Daniel hará algo al respecto —dijo el padre con voz tranquila, sonriendo a su hijo—. El futuro del mundo
está en las computadoras. Tendremos sistemas para la conservación de la energía, nuevos sistemas de transportes,
sistemas para la participación comunitaria... nos libraremos de la pobreza, del derroche...
—¡Un momento, un momento! —dijo Daniel—. No soy capaz de hacer todo eso.
—No dije que vayas a ser el único. Pero pondrás el hombro.
¿Por qué la idea de salvar al mundo no le hacía sentir más feliz, pese a que todos parecían desearlo?
—¿Qué me dices de las personas que quieren ocuparse de su jardín? —preguntó Daniel.
—Ya no hay lugar para ellos —dijo el padre. La madre aprobó—. No hay lugar para los no-participantes.
Debes estar agradecido por ser inteligente y poder contribuir en algo.
—Me gustaría que nevara en Navidad —dijo Daniel para cambiar de tema—. ¿Recuerdan las grandes
nevadas que teníamos siempre todos los inviernos? Ahora, al parecer, nunca nieva antes de febrero.
—El tiempo está cambiando —dijo el padre—. El hombre se está entrometiendo en el medio ambiente.
¿Quieres nieve? Muy bien, es algo que te gusta. Inventa una manera más eficiente de…
Mierda, pensó Daniel, cerrándose al sonido de la voz de su padre. El solo quería una pelea con bolas de
nieve y sus padres querían que ganara el Premio Nobel. ¿Es posible tener las dos cosas? Daniel quería complacer a
su padre, pero solo contaba con una vida, no quería terminar viejo y amargado.
—La cena está lista —dijo la madre.
Se sentaron en sus lugares acostumbrados y empezaron a pasarse las fuentes. La visita de Daniel lo
convertía en una especie de invitado y sus padres le habían preparado sus platos favoritos: pollitos recién salidos
del huevo, un bol de relleno al lado, arvejas, una cacerola de batatas coronadas de merengue. Eran sus platos
favoritos porque estaba acostumbrados a ellos:!e recordaban las grandes comidas de su infancia. De postre su
madre trajo un budín con crema.
Beth cabeceó a Andy. Este desapareció en la cocina y volvió con una botella de champagne helado y una bandeja
con copas.

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—¿Para qué sirve eso? -dijo el padre.
Andy sonrió como un gato de tira cómica e hizo saltar el corcho.
—Beth y yo tenemos que hacer un anuncio —dijo, y la miró.
—Nos vamos a casar —dijeron al unísono.
Hubo un grito de alegría, abrazos y besos de parte de la madre, un cálido apretón de manos y un beso para
Beth del padre, una sonrisa cretinoide de Daniel. Daniel se sentía muy extraño. Siempre había pensado en Andy y
Beth como una pareja ya casada, y ahora que oficializaban la situación él se sentía un poco desorientado. Ahora
habrían de vivir por su cuenta, se apartarían de los otros, fundarían su propia familia. Pensó que eran muy
afortunados por poder comprometerse a algo, muy afortunados... Era lo que él hubiera deseado poder hacer.
—¿Cuándo? —preguntó la madre.
—En junio —dijo Beth—. Queremos una boda tradicional. Me voy a vestir de blanco, con damas de honor y
todo el tralalá. Para la luna de miel iremos a México.
—México es muy interesante —dijo el padre.
—Y al alcance del bolsillo —dijo Andy.
—Supongo que ahora tratarás de buscar un apartamento mejor —dijo la madre.
Los dos la miraron sorprendidos, i —¿Para qué? —preguntó Beth.
—Bueno... ese lugar tiene un aire tan... como de paso. La gente que se casa compra vajilla, platería,
muebles...
—Tenemos todo eso —dijo Andy.
—Tal vez tengan razón —dijo la madre—. De todos modos, cuando llegue el primer hijo se tendrán que
mudar.
—No vamos a tener hijos —dijo Beth—. En todo caso, no por mucho, mucho tiempo... Y a lo sumo
tendremos uno.
Por un momento la madre pareció horrorizada, pero luego se dominó y fue poniendo la cara que convenía. Tenía
establecido el no discutir con sus hijos; quería ser □ na amiga de ellos. Pese a todo, aparecieron unas manchas
rosadas en sus mejillas.
—No es posible que el mundo sea tan espantoso como para no querer tener hijos.
—No estoy pensando en el mundo —dijo Beth con voz tranquila—. No estoy segura de continuar siempre
con mi trabajo de asistencia social. Voy a seguir Derecho y después tal vez me meta en política.
—Puedes actuar en política y tener hijos —dijo la madre.
—Tenemos tiempo de decidir —dijo Andy—. Beth solo tiene veinticuatro años.
—A esa edad yo ya te tenía a ti.
—El mundo ha cambiado, mamá.
—Eso ya lo sé —dijo la madre con cierta impaciencia. Empezó a servir más café y a cortar nuevas rebanadas
del budín, forzándolos a comer más, insistiendo, aunque ellos ya estaban ahítos. Como si al volver a darles postre
pudiera borrar el tiempo, hacer desaparecer lo que él y Beth acababan de decir.
—Supongo —dijo finalmente— que va a depender de Daniel.
—¿Qué va a depender? —preguntó Daniel—. ¿Convencerlos de que tengan hijos?
—No —dijo la madre—. Tenerlos. No es posible que los dos me fallen.
El tono era ligero, pero forzado. Quería que ellos creyeran que estaba chanceando, pero no lo estaba y
también quería que ellos se dieran cuenta.
Él no podía prometerle nada, pero una parte de él quería tener muchos niños, una casa llena de niños,
felices, ruidosos y juguetones. Y se veía a sí mismo enseñándoles juegos y jugando con ellos.
Después de la cena Daniel y Andy salieron y se pusieron a jugar en la puerta del garaje, haciendo pasar la
pelota por el aro como lo habían hecho desde que eran niños. No jugaban en serio ahora, porque Andy era un
profesional y Daniel solo podía hacer los gestos, pero les gustaba mantener la tradición. El aire era frío y tajante,
pero no era la clase de aire que anuncia nieve.
—¿Sabes? —dijo Andy—. Siempre te he envidiado. Para ti todo era tan fácil. Y para mí siempre era difícil.
Pero ya no siento de este modo. Pienso que también es difícil para ti.

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—Lo es —dijo Daniel—. ¡Yo siempre te envidié!
—¿A mí?
—Así es.
—Nunca me enteré. -»Andy se puso la vieja pelota de baloncesto bajo el brazo y con el otro rodeó los
hombros de Daniel, caminando junto a él como si estuviera explicando alguna maniobra a un estudiante.
—Tú eres capaz de hacer todo lo que quieras, Daniel —dijo—. Puedes ser cualquier cosa que te propongas. Ellos
no quieren estorbarte. Hagas lo que hagas con tu vida, es posible que se alboroten un poco al principio, pero
finalmente aceptarán.
—Supongo que así es —dijo Daniel—. Pero de todos modos tengo que vivir mi propia vida.
—Ellos solo quieren que seamos felices —dijo Andy—. La idea que tienen de lo que puede hacernos felices
no es siempre nuestra idea, pero la intención es buena.
—Ya lo sé. Adoro las computadoras... ¿Crees que es egoísta de mi parte el querer inventar juegos? Alguien
tiene que inventar los juegos en este mundo.
—Imposible decirlo mejor.
—A ellos no les hice mucha impresión —dijo Daniel—. En fin... estoy muy contento de que tú y Beth hayan
decidido casarse.
Andy sonrió.
—Estamos muy excitados con la idea.
Marcharon juntos de vuelta a la casa tibia que olía a las piñas que Beth había recogido y arrojado al fuego.
Daniel y su padre se sentaron a la mesita que estaba frente a la ventana, como solían hacerlo por las noches, y
jugaron al ajedrez. Las piezas estaban esperándolo en las mismas casillas en donde las habían dejado al irse al
college. Se preguntó qué iba a hacer su padre cuando él se fuera de una vez por todas.
Pero no quería pensar eso ahora. Tenía que concentrarse en ganar a su padre, de tal modo que Daniel puso toda
su atención en las jugadas. Era muy importante para él ganar en los juegos de mesa. No le importaba ganar en los
deportes, o en la vida, pero un juego era algo diferente. Un juego era exactamente lo que uno quería que fuera. La
única cosa del mundo.

CAPÍTULO 6
En la escuela secundaria, antes de que Ellie Kaufman se hubiera encontrado con Harold Goldsmith, las chicas
tenían la costumbre de redactar listas en que enumeraban las cualidades deseables de sus futuros maridos.
“Personalidad” y “Sentido del Humor” eran dos puntos muy populares. “Buen Carácter” e “Inteligencia” se añadían
debidamente, para no dar impresión de frivolidad. “Atracción” era el último de la lista, tal vez por ser tan evidente.
¿Quién puede soñar en casarse con un hombre no atrayente? Se lo añadía a último momento. Ellie no tenía lista.
Había una sola cosa que quería de su futuro marido: debía ser mejor que ella en todo.
No era que tuviera una pobre opinión de sí misma. Por el contrario, estaba consciente de ser atractiva,
inteligente, de buen carácter. Al parecer, a los muchachos les gustaba su personalidad. Pero Ellie sabía que no hubiera
podido soportar vivir con un hombre que no fuera mejor que ella: no tan bueno como ella, sino mejor. De otro modo,
¿cómo iba a respetarlo? ¿Cómo hubiera podido ceder ante él? ¿Cómo podía entonces él ampararla? Si debía
conformarse con un hombre igual a ella, valía más quedarse sola y ocuparse de sí misma.
Conoció a Harold en el college y supo inmediatamente que él era mejor que ella. Pero él nunca actuó como si
lo supiera, lo cual le parecía a ella muy bien. “Pagado de sí mismo” no era una cualidad que ella hubiera anotado en su
lista. Se casaron inmediatamente después de graduarse ella y tuvieron a Andy cuando Harold estaba estudiando para
recibirse. Pertenecían a esa clase de personas que se conocen en el college, se quedan en el college y ya no vuelven
nunca más a sus casas. En caso de no haber conocido a Harold y haberse casado con él, ella también se habría
recibido; siendo las cosas como eran, Ellie nunca dejó de asistir a sus cursos.
Era a comienzos de la década del cincuenta, de tal modo que Ellie contaba con una excusa para seguir nuevos
cursos, que le permitía no dar la impresión de que quería abandonar a su marido y a su hijo por una carrera. Harold era
profesor y ella podía asistir gratuitamente a clases. Hubiera sido muy tonto desperdiciar esta ventaja. Siguió cursos de

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apreciación del arte, de pintura, de escultura, de cerámica y de psicología. Cuando Harold fue nombrado en Harvard,
ella no pudo dejar pasar la oportunidad de estudiar allí, de tal modo que empezó a prepararse para obtener un
diploma menor. Andy y Daniel ya iban a la escuela, de tal modo que ella contaba con bastante tiempo libre. Sus
amigas se preocupaban por el efecto que podía tener esto sobre la salud mental de sus hijos, que podían sentirse
abandonados.
—No voy a trabajar —decía Ellie a sus amigas—. Pero me parece que es una pena desperdiciar todos esos créditos.
Cuando obtuvo su diploma en Arte Terapéutico, tuvo la impresión de que no solo era tonto sino pecaminoso
desperdiciar su formación, de modo que consiguió un empleo para ocuparse de niños con perturbaciones
emocionales. Los niños estaban mezclados, los había ricos y los había pobres, así que ella podía sostener que realizaba
un trabajo social, a pesar de que le pagaban. Adoraba a todos los niños, incluso a los que la mordían.
Cuando Andy se graduó en Terapia Recreativa y se mudó a un apartamento propio, y Daniel entró a Grant,
Ellie empezó a decir a sus amigas que había iniciado una carrera a fin de atenuar la pena del alejamiento de sus hijos.
Para este entonces sus amigas habían pasado por el Movimiento de Liberación Femenino y le dijeron que la
admiraban por haber sabido siempre lo que quería. Ellie dejó de buscar disculpas.
Y aquí estaba, con veintisiete años de casada, un ser muy distinto de la amorfa criatura que se había casado
con Harold Goldsmith porque era mejor que ella. Ahora ella sabía que él era mejor que ella únicamente porque lo
amaba y había decidido pensar de este modo. Nunca había habido entre ellos una pelea que hubiera sido lo bastante
seria para pensar en un divorcio. Ella nunca lo había engañado y estaba segura de que él tampoco lo había hecho. Los
dos lo pasaban muy bien juntos todavía. El hecho de que ella y Harold fueran los creadores de dos adultos que habrían
de sobrevivirlos y hacer buenas obras en el mundo, hacía que se sintieran inmortales, parte de la eternidad.
El descubrimiento de que uno de estos adultos —Andy el meshugge— había decidido negarle a ella su
inmortalidad, al negarse a tener un hijo propio, la llenaba de horror. No era que quisiera jugar a ser la abuelita. En el
hospital le sobraban niños de quienes ocuparse. Pero Andy ponía punto final a la obra más grande que ella había
logrado hacer en la vida.
¿Cómo podía explicárselo? ¿Cómo podía hacerle ver lo que realmente es una familia? Aunque nuestros hijos y
nuestros nietos anduvieran por los cuatro puntos de la tierra y uno nunca volviera a verlos, hay una parte nuestra que
transita por esas nuevas tierras y eso es lo que cuenta. Si no es así, desaparecemos. ¿Lo sabía Daniel? ¿Podía
entender? No tenía que preocuparse de que Daniel encontrara una buena chica: el teléfono no cesaba de sonar
cuando él llegaba. Ahora las chicas llamaban a los muchachos; las costumbres no eran las mismas de su juventud.
Harold solía hacer chistes, diciendo que le hubiera gustado tener ahora diecinueve años y no cuando los había tenido.
Pero le preocupaba lo que estaba pasando por la cabeza de Daniel. El niño sensible, tierno, adorable, que le había
contado todo, que había demostrado ser capaz de percepciones sorprendentemente maduras, había crecido y estaba
lejos de ella.
Todos los cursos de psicología que había seguido no le servían de nada cuando hacía un esfuerzo por entender
a su propio hijo. Al fin y al cabo, no es posible leer los pensamientos del prójimo. Tal vez Daniel estaba pasando por la
etapa de investigación y de apartamiento por la que pasan naturalmente los adolescentes. Ya ni siquiera podía uno
llamarlos “adolescentes”; ahora eran “adultos jóvenes”.
Y esto la convertía a ella en un adulto de edad madura. El tiempo había transcurrido con tal rapidez que no
podía soportarlo: un parpadeo y ya había pasado.

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CÁPITULO 7
Los sentimientos mezclados que tenía Robbie cada vez que entraba a la casa de sus padres en Greenwich se
habían intensificado esta vez, al volver a casa para las vacaciones de Navidad. Las vacaciones, especialmente las
navideñas, eran ocasiones de regocijo, se suponía, pero la casa en que se celebraban estas vacaciones estaba agitada y
transida de cólera. Él siempre había creído que el hogar de los otros era un refugio cariñoso y cálido. En su casa él se
sentía escindido, su lealtad se daba primeramente a un padre y después al otro, incluso a veces —como si fuera algo
egoísta e indigno— a sí mismo. Para protegerse, Robbie había adoptado un exterior calmo. Esta calma sentaba a su
apostura de joven cien por ciento norteamericano, a sus buenos modales, a su estilo afable, de tal modo que casi se
eclipsaba. Nadie dejaba de simpatizar con el Robbie Wheeling que él había creado. Los amigos de sus padres decían que
Robbie era una compensación por la tragedia que habían tenido con el hijo mayor.
Sobre el piano que estaba en la sala se veían retratos de Hall hijo, así como de Robbie: los bebés que sonríen a la
luz del sol, los niños que se pavonean con sus grandes paletas de baseball, finalmente los adolescentes. Los retratos de
Robbie eran siempre iguales: tenía unos años más y eso era todo. Los de Hall cambiaban del todo. En la última foto
parecía sorprendido por la cámara y tenía un aspecto casi paranoico, como a punto de saltar. Sus padres, Cat y Hall, no
habían advertido la rareza de la fotografía. En caso de haberlo advertido no la habrían puesto allí para que todos la
vieran... pero ¿cómo podían advertirlo cuando Hall hijo tenía siempre el mismo aspecto y ellos lo estaban viendo todo
el tiempo? El mismo Robbie lo había notado solo más tarde, cuando Hall ya se había fugado y él hacía un esfuerzo por
entender.
El cuarto de Hall estaba siempre preparado para él, exactamente en la forma en que lo había dejado. La mujer
que hacía la limpieza lo ponía en orden y cambiaba siempre las sábanas de la cama. Esta era una manera de decir que
Hall podía volver en cualquier instante. ¿Y qué hubiera pensado en caso de volver y encontrarse con que su dormitorio
se había convertido en un desván o en un cuarto de huéspedes? A lo mejor se enojaba y volvía a irse. Cada vez que
Robbie pasaba junto al cuarto de su hermano, contiguo al suyo sobre el pasillo del primer piso, apenas podía soportar el
echarle una mirada y, sin embargo, algo lo impulsaba a mirar. Recobraba el pasado cada vez que veía la colcha de tela
escocesa, la cómoda de arce, incluso la pila de viejas revistas, con hojas que ya estaban amarillentas. Habían sido ya
viejas revistas cuando Hall se había fugado, revistas que él no se había tomado la molestia de tirar. Feliz Navidad.
En un tiempo la casa había sido muy agradable, decorada en un estilo tradicional, con profusión de cretonas
floreadas. Las telas estaban ahora desvaídas y desgastadas al punto de que dejaban ver el relleno en los brazos de los
sillones, pero su madre nunca encontró el momento de hacer algo al respecto. Lo cierto es que ya no recibía a nadie,
salvo unos escasos amigos íntimos. Su padre llevaba la gente al club. Salía temprano para el trabajo y volvía tarde;
entonces su mujer, que había estado bebiendo a solas y rumiando las frustraciones de los últimos veinte años, se ponía a
reñir con él. No había ninguna necesidad de decorar de nuevo el ambiente: los sentimientos no iban a cambiar por ello.
En las vacaciones Robbie se veía con sus amigos de la escuela secundaria, iba a reuniones, telefoneaba todos los
días a Kate y nadaba. Quería mantenerse en forma y, como el colegio estaba cerrado durante las vacaciones (él sabía
que el profesor de natación lo hubiera dejado entrar en recuerdo de los viejos tiempos) iba todas las mañanas muy
temprano a la Asociación Cristiana de Jóvenes. El ámbito espacioso, húmedo, embaldosado, lleno de ecos, estaba vacío
y tenía olor a cloro en esas horas que él había elegido. Los escrupulosos que debían pescar el tren se habían ido y era
muy temprano aún para los maniáticos del culturismo que llegaban a la hora del almuerzo. Robbie entraba en calor, se
serenaba y se ponía a dar brazadas lánguidas, sin ganas de irse. Nadar tenía para él un efecto hipnótico. Iba y volvía, se
daba vuelta dando brazadas minuciosas y continuas en aquel ambiente embaldosado, laberíntico, que le recordaba los
cuadraditos del papel milimetrado. Estaba inmerso en el Laberinto, en su sueño del Laberinto; Robbie, Pardieu...
Cuando finalmente tenía que irse a casa después de haber nadado, siempre sentía un especial sosiego. Sin embargo,
contaba los días que le faltaban para estar de vuelta en el college, junto a Kate y sus amigos, de vuelta en el Juego.
Su madre estaba preparando la comida de Navidad para él y su padre, además del padre de ella, que tenía
ochenta rmos y era viudo. Cat, su madre, era la menor de la familia. Este año no había tías, tíos o primos: algunos
estaban de vacaciones en lugares cálidos, echados al sol, otros estaban muy lejos, en otros estados, con sus familias. De
algún modo ellos cuatro formaban un grupito patético. Su padre estaba en la sala viendo un partido de rugby por la
televisión, en el nuevo aparato que acababa de comprar, con una pantalla que parecía de sala cinematográfica. Estaba
bebiendo martinis. Faltaban varias horas para la comida y Robbie sabía que entonces se iban a producir colisiones. Su
madre estaba en la cocina bebiendo vodka con el viejo. Ya no perdía tiempo con los martinis. Robbie sentía el olor del
pavo en el horno. El olor era apetitoso y Cat había preparado el relleno favorito de su padre, con ostras y castañas.
Todos tenían la esperanza de que no quemara la comida, como solía ocurrir, y ella sabía lo que estaban pensando, de tal
modo que ya estaba en la cocina, a pesar de que aún faltaba la mar de tiempo y había puesto en hora el reloj marcador.
—Dile a tu madre que nos traiga un poco de queso —dijo el padre de Robbie—. ¿Acaso no tenemos un pedazo
de ese Cheddar de cáscara negra que nos trajeron los Paterson? Claro que sí. ¿Esa qué está esperando? ¿Que se pudra?

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Robbie miró a su padre. Incluso en casa estaba bien vestido, como un caballero rural: una chaqueta azul marino,
una camisa de cuello abierto, chinelas de terciopelo negro con las iniciales bordadas en hilo de oro y en la muñeca uno
de los siete relojes que había reemplazado con otros idénticos. Delgado, alto, un poco tostado, con un corte de pelo de
cincuenta dólares. A su madre no le gustaban aquellas chinelas de terciopelo negro. Les llamaba “las pantuflas de Su
Majestad” y se burlaba de él cuando las tenía puestas.
—Papá quiere queso —dijo Robbie, entrando en la cocina.
—Ya lo estoy preparando —dijo ella. En el tono de voz había tantas cosas implícitas que Robbie no pudo
pensar nada. Si las palabras de su madre hubieran sido fragmentos de vidrio diseminados por el suelo, cada uno habría
sido una emoción.
Cortó una rebanada del Cheddar de cáscara negra y lo puso en una fuentecita junto a unas galletitas y un
cuchillo pequeño. Se había puesto un vestido de noche rojo oscuro. Su madre seguía siendo muy bella: alta, delgada y
rubia, con huesos aristocráticos. La bebida no la había hinchado ni espesado sus facciones. La cara se le aflojaba, pero
solo cuando estaba muy borracha, y ahora lo estaba parcialmente. Se parecía a su padre, que a los ochenta años parecía
mucho más joven y no paraba de beber. El viejo le sonrió a Robbie.
—¿Tienes una chica fija?
—Sí, señor.
—Supongo que estás viviendo con ella. Los jóvenes de ahora... —La voz era agradable, amena. Bebió un sorbo
de vodka—. Y los viejos se están pareciendo cada vez más a los jóvenes. Una nueva moral. Las viudas viejas del club
siempre me andan atrás. Vienen a saludarme, a charlar. Creo que esperan que las invite a salir y me acueste con ellas.
No vayas a creer que ya no lo puedo hacer. .Pero no quiero complicaciones. Uno se acuesta con una mujer y en seguida
quiere que vayas a vivir con ella y la lleves al Registro Civil. ¿No tengo razón, Cat?
—No sé —dijo la madre de Robbie, indicando a su hijo, con un gesto fatigado, que llevara el queso a su padre.
—¿Ya está borracha? —preguntó el padre.
—No del todo.
El padre miró su reloj y gruñó.
—El abuelo está hablando de sexo —dijo Robbie—. Es pintoresco.
—¡Dios me asista! —dijo el padre.
Se sentó y siguió por un tiempo el juego con su padre; después de un rato volvió a la cocina. El humor de su
madre había cambiado. Ahora estaba montando en cólera. Robbie conocía tan bien las fases que era capaz de preverlas.
El nivel de la vodka en la botella había bajado considerablemente.
—Ahora no lo haría —estaba diciendo—. Nunca me casaría con el primer hombre de quien me enamorara. Ni
con el segundo. Empezaría por vivir con él. Tendría que descubrirme a mí misma. ¿Alguien ha intentado vivir alguna
vez con un hombre que no habla?
—Tendrías que tomar una cocinera —dijo el abuelo.
—La cocina no me molesta.
—Deberías tener gente de servicio. El hace plata. No me gusta verte cuando vienes cargada con paquetes del mercado.
—¿Y qué crees que he estado haciendo toda mi vida?
—No es justo —dijo el viejo.
—Preferiría que me hablara —dijo ella.
—Hablan bastante entre ustedes —dijo Robbie.
—Reñir no es lo mismo que hablar —dijo ella—. Tal vez lo sea. Pero me gustaría tener alguna vez una
conversación que no me dejara ronca.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó Robbie.
—Tendríamos que haber ido a comer al club —dijo ella.
La comida se había demorado. La madre puso villancicos de Navidad en el estéreo y encendió las velas de la
mesa del comedor. Había puesto el mantel de hilo blanco que usaba para las grandes celebraciones y había sacado los
platos con arbolitos de Navidad pintados.
—Apaga eso, Cat —dijo el padre, irritado—. ¿Cómo quieres que siga el partido?
—Es Navidad y vamos a oír música y a hablar en serio —dijo. Ahora ya estaba muy borracha—. Apaga esa
porquería. Tenemos que actuar como una familia de la gran puta.
—Estás borracha —dijo él.
—Me sobran razones para estarlo.
—¿Cuándo carajo va a estar esa comida? —Tampoco él estaba enteramente sobrio—. Todo el mundo se está
muriendo de hambre, salvo tú.
—Ya está lista —dijo ella vivamente, apagando el admirado aparato nuevo de televisión.

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El pavo estaba recocido. Robbie lo advirtió inmediatamente al ver la piel oscura, como un cuero. El padre
empezó a trinchar con aire iracundo.
—Me haría falta un hacha para cortar esta porquería —dijo—. Como siempre, te emborrachas y quemas la
comida de Navidad. Debí haberme quedado a comer en el club.
—¡No me digas! —dijo ella—. ¿Tú solo en medio de todas las familias?
—No podía llevarte en el estado en que estás.
—Estoy en mi casa y puedo estar en el estado que me dé la gana —dijo ella, con las mejillas encendidas por la
rabia—. Soy una mujer culta y de talento; podría haber llegado a ser alguien, podría haber tenido una vida verdadera. Tú
tienes la culpa de que beba. Bebo para poder aguantar. Toda mi vida he tenido que sacrificarme. Lo que tú querías. Lo
que los otros querían. Nunca lo que yo quería. Nunca nadie me lo preguntó.
—Te odio cuando estás borracha —dijo él—. Actúas como una arpía llena de malignidad.
—Y el relleno de ostras me da asco —dijo ella—. ¡Esos animalitos grises y pegajosos son inmundos!
Robbie se cerró mentalmente a la pelea y empezó a comer compuestamente. Sabía que no estaban peleando por
el pavo reseco o el relleno de ostras, por la cantidad de alcohol que se había consumido ese día o por la vida vacía que
terminaba en una casa solitaria, sin invitados y sin alegría: estriban peleando por algo tan profundo que no se podía
mencionar. El sabía qué era y lo asustaba, porque nunca iba a tener fin la pelea mientras Hall no volviera.
Incluso ahora, borracha como estaba, no dijo: ¡Llamaste a la policía! y él no dijo: Se habría ido de todos
modos. Culpa tuya, gritaban los dos; tu culpa, la tuya... Robbie se preguntó si alguna vez en el futuro estas discusiones
no habrían de angustiarlo y darle ganas de irse de casa.
El abuelo estaba sentado muy tranquilo y masticaba su comida, acostumbrado al caos. Como Robbie, no tenía
otra opción. Pero a diferencia de Robbie, no tenía ninguna culpa que compartir...
Después de la comida Robbie llevó en auto a su abuelo hasta su casa. Al volver a casa de sus padres vio el árbol
iluminado por la ventana de la sala, el fuego que ardía alegremente en la chimenea y su madre con su vestido rojo de
noche sentada frente a la chimenea y bebiendo sola. Una reunión no debía terminar dejando a la gente sola y, sin
embargo, todos estaban solos: el abuelo con sus sueños de viejas viudas, su padre en la cama, su madre junto a la estufa
y él por su lado. Hubiera querido saber si los otros se sentían tan solos como él.
En su caso, por lo menos, la sentencia no era sin plazo. Pronto iba a volver a la universidad.

CAPÍTULO 8
Nadie recordaba quién había sido el primero en llamar “Cat” (gata) a Catherine Forshythe. Era tan ágil y
tan rápida, decía su padre. La madre reclamaba ser- la autora del apodo, ya que Catherine era muy serena y uno la
sorprendía de repente mirando a una persona con sus redondos ojos verdes. A nadie se le había ocurrido llamarla
“ratón”. Era demasiado grande.
Era una de las chicas más altas del curso, aunque esbelta y flexible. También era atlética, con sentido
estético, inteligente, dotada de esa belleza aristocrática y distante que inspira poemas a los muchachos. Provenía
de una antigua familia del este y había sido educada para llegar a ser lo que su padre llamaba “una aristócrata”.
Una aristócrata, pensaba ella, tiene más carácter que una “dama”: una dama se deja languidecer en una hamaca,
pero una aristócrata es capaz de manejar cualquier situación. Fue a un colegio de pupilas y luego a Vassar, porque
su madre y su abuela habían ido allí. Su gran afición era la música —soñaba en convertirse en una pianista
profesional— pero sus padres no querían oír hablar de que fuera al conservatorio Juilliard. Una aristócrata
necesitaba tener una educación universitaria amplia y equilibrada, preferentemente en el colegio que había
limado las asperezas de sus antepasadas. La afición de Cat a la música fue muy bien recibida: podría tocar el piano
en su casa mientras se ocupaba de su marido y de sus hijos. Podía proporcionar placer a su familia y a sí misma.
La posibilidad de llegar a ser una profesional fue tratada una sola vez e inmediatamente desechada. Los músicos
profesionales tenían que ensayar ocho horas por día y además debían viajar. No podían tener una vida normal.
Cat conoció a Hall Wheeling en una reunión, cuando estaba en el último año. Este muchacho era diferente
de los otros que la habían cortejado: su ambición ardía con tal intensidad que se parecía a la sexualidad. Hall
lanzaba chispas. Cuando le habló de lo que iba a llegar a ser, de las grandes cosas que habría de realizar, ella sintió
que la garganta se le anudaba, como si fuera a llorar. La vida de Hall iba a ser un prodigio. Ahora estaba
trabajando en Nueva York, de tal modo que se citaban los fines de semana. Se casó con él, llena de
agradecimiento, una semana después de graduarse. Era virgen. Once meses más tarde ya era madre.
Ella no había previsto lo que era casarse con un hombre ambicioso y triunfador. Toda la energía de él se

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dirigía a otras cosas, a otras personas. Cuando iba a reuniones con él, veía al Hall Wheeling de quien se había
enamorado, que ahora encandilaba a la gente del mundo de los negocios. En casa estaba cansado, tranquilo y se
ocupaba del trabajo que había traído de la oficina. Quería “aflojar los tornillos”. Ella se dio cuenta de que, sin
haberlo advertido ninguno de los dos, él la había ganado como se gana un contrato.
Esto hizo que los desconocidos cambiaran sonrisas, pero se sosegaron un poco y Jubal conjeturó que sus
palabras habían logrado resultados.
Finalmente, todos los miembros del público ocuparon sus asientos en el gran salón. Había muchos
cuchicheos, mucho examinar los accesorios, mucho toquetear las cortinas de raso y mucho admirar los adornos
tallados y dorados. Comparada con un teatro flotante de gran tamaño, como la “Estrella del Sur”, la “Bella de
Natchez” no era lujosa; pero se la había restaurado con esmero y estaba tan bella como pudieron hacerla Melissa
y los King con el dinero del cual disponían.
Una vez que todos estuvieron sentados y en silencio, un robusto joven salió contoneándose y se sentó al
piano. Agitaba la roja cabeza, sus dedos volaban y el enorme recinto se llenó de música.
Los espectadores suspiraron y se acomodaron en sus asientos, dispuestos a que se les divirtiera y
desconcertara, con la esperanza de que lo que pasara en el escenario los alejase por un rato del monótono mundo
en que vivían, llevándolos a otro lugar, a otra vida; y sabiendo que después de la pieza teatral, después de que
lloraran y establecieran electricidad. Cuando tenía oportunidad de tocar el piano, se daba cuenta de que había
perdido un tiempo valioso que ya no podía recobrar. Ya no era tan buena como había sido. Y entonces, a las cinco
de la tarde, había empezado a beber “para serenarse” y la bebida se había vuelto tan atrayente como la música.
Había intentado enseñar a los chicos a tocar el piano, pero no habían demostrado interés. Además, carecían de
todo talento en este sentido. Empezó a pensar que se había engañado a sí misma, que también ella carecía de
talento. Ella amaba a su música, la necesitaba, la echaba de menos, y al verla fuera de su alcance empezó a querer
que estuviera aún más lejos. Volvería a la música cuando los chicos fueran grandes. Era lo que hacían otras
madres. Mientras tanto, podía beber y olvidar.
Pero lo cierto era que bebía para recordar. Exteriormente nada había cambiado en la muchacha serena y
dulce que inspiraba poemas. Por dentro estaba furiosa. La mujer que trataba de caer en gracia a todos, de tener
un hogar encantador, de hacerse elogiar por su marido, la mujer cuya generosidad de espíritu le hacía ver
siempre el lado bueno de todos... esa mujer se estaba quemando por dentro, ardía de ira. Mientras ella crecía, la
gente le había mentido en relación a su vida. Sus padres le habían mentido, sus maestros le habían mentido, sus
amigos le habían mentido, el mundo le había mentido; incluso su marido, el hombre que debía amarla más que
ningún otro, le había mentido. Cuando se emborrachaba, se atrevía a decir lo que pensaba, pero esto enfadaba a
los demás. Se había visto ante una imposible elección: volver la rabia sobre sí misma y sufrir o proyectarla sobre
el mundo y perder a todos. Como no sabía qué hacer, eligió las dos opciones.
Cuando Hall tenía catorce años, Catherine descubrió que estaba tomando drogas. ¿Cómo era posible que
en el colegio se permitiera a la gente vender píldoras y marihuana a un niño de esa edad? ¿Cómo era posible? Ella
y su marido se habían mudado a un barrio residencial para que los chicos estuvieran seguros. ¿En dónde se había
metido la policía? ¿En dónde estaba la sensatez, la seguridad? Hall no quiso decirle cómo había conseguido la
droga. Cuando ella se puso a buscar en su dormitorio, él le gritó. Cuando ella le cortó la mensualidad, él empezó a
vender drogas a los otros niños para obtener de este modo un poco para sí mismo. Y luego descubrió que el
muchacho hacía escapadas a Nueva York.
No podía dominarlo. Ya era casi tan alto como ella y se había convertido en un extraño. Se había hecho
adicto; ella también. ¿Qué podía hacer ahora fuera de discutir con él, rezar por él y llorar? Cuando tuvo quince
años, se fugó de la casa.
El padre llamó a la policía. Dijo que los chicos que se fugan se prostituyen, los secuestran, los violan, los
golpean, los matan. La policía halló a Hall y lo trajo de vuelta como un preso, el preso de sus padres. Hall estaba
desesperado, se mostró solapado y los engañó a los dos. Ellos creyeron que él se había enterado de lo peligroso
que era el mundo, que se iba a quedar en casa e iba a volver a ser su hijo. Le dieron una fiesta de cumpleaños para
celebrar el comienzo de una nueva vida para todos, dejando todo atrás, con amor y esperanzas en el futuro.
Él se escapó y nunca más volvió.
El dolor de su fracaso se le había fijado en el alma e iba a estar en ella toda su vida. Ni una sola mañana
dejaba de despertarse sin la sensación de que algo horrendo había ocurrido, y siempre llegaba el instante en que
recordaba cuál había sido ese horror. Podía decirse a sí misma que la sociedad había traicionado a su hijo, o que el
muchacho lo había hecho contra sí mismo, pero nunca lograba creer realmente que no era culpa de ella, que no
era culpa del padre por no haber hecho las cosas que debieron haber hecho. Nadie le había dicho a ella qué se
debía hacer. La vida le había mentido una vez más. Hubiera querido saber por qué se había portado bien con

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Robbie y mal con Hall. Pero nunca habría de saberlo.

CAPÍTULO 9
Era la víspera de Año Nuevo —1980— el comienzo de una nueva década. Esto volvía más
excitante la celebración y, aunque todos pretendían que las fiestas del nuevo año eran tontas,
significaban mucho para ellos. Kate iba a casa de su amiga Janny a pasar las fiestas. Tres
amigas, ella, Janny y Liz, habían proyectado la reunión, que se iba a celebrar en casa de Janny.
Al hacer la lista de invitados se encontraron con que había siete hombres para cada mujer, lo
cual era espantoso. De tal modo que pidieron a sus amigos que vinieran acompañados. Luego
tuvieron una nueva preocupación: solo las mujeres iban a traer acompañantes.
—Los hombres se van a enfurecer y se van a ir —dijo Janny.
—¡No, no! —dijo Liz—. Se les da de comer y beber gratis y hay una casa cómoda y con buena
calefacción para quedarse. No se van a ir.
Hablan reclutado a tres amigos que aceptaron ocuparse de los discos. Tenían pensado tirar
cohetes en el patio del Fondo a la medianoche. Hubieran preferido fuegos artificiales de verdad,
pero eran demasiado caros y había que conformarse con esto. Si no había quien entrara sin ser
invitado, si nadie se emborrachaba o se drogaba de más, y si los vecinos no se quejaban por el
ruido, la reunión iba a ser entretenida. Kate lamentaba tan solo que Robbie no estuviera allí.
Era triste estar sola en una noche evocadora como ésta, sobre todo cuando hay un hombre que a uno
le importa.
Que a uno le importa... ¿Por qué no había pensado: un hombre que quiero? Lo cierto es que
a ella Robbie le importaba mucho; quería protegerlo, acariciarse con él, estar con él, sí... pero
¿era eso un amor verdadero? El amor significa que el corazón nos da un vuelco cuando lo vemos, un
loco enternecimiento en el contacto sexual, estar dispuesta a morir por él si es necesario. El
estar sin Robbie en estas vacaciones navideñas no la había hecho sentir horriblemente solitaria.
Se sentía a gusto con sus antiguas amigas, tenía una sensación cálida y agradable cuando él
llamaba cada día, pero no se había puesto a contar los días que le faltaban para verse de nuevo.
Kate sabía que se iba a reunir con él. ¿Era por esto que los idilios en Grant se interrumpían con
tanta frecuencia, el estar demasiado seguro de una persona, el no entender por qué no había más
excitación en la historia amorosa? Esto hizo que se sintiera culpable. Kate sabía que no se había
cerrado al amor, porque tenía plena confianza en Robbie. Sin embargo, algo faltaba en él,
espacios que ella no hubiera podido determinar. Tal vez ni siquiera él sabía qué eran.
No tenía a nadie con quien hablar del asunto. En lo referente al amor, su madre era más
ingenua que ella. Liz y Janny no lo conocían y, en todo caso, nunca esperaban que nada durara. Se
habrían limitado a girar las pupilas riendo y a decir al unísono: “¡El próximo, el próximo!”
Pobre Robbie... Sin embargo, a medianoche, cuando entraba el año y él le telefoneó como
había prometido, Kate se echó a llorar. Lloró porque era tan bueno, tan constante, tan gentil,
lloró porque ella no lo merecía, y también lloró porque en ese momento habían empezado a tirar
los cohetes en el patio y estaba perdiendo el espectáculo, y porque se sentía mezquina y p ida
porque eso la contrariaba.
Cuando Robbie notó que Kate lloraba por teléfono se sintió tan conmovido que casi se puso
a llorar también él. Estaba a la sazón en la fiesta que daba su amigo Nick. Había tanto ruido que
tenía que taparse la otra oreja con la mano. Era una fiesta de puertas abiertas a todos, porque
sabían que era la última fiesta de veras antes del regreso al college. Todos estaban muy
emperifollados y se había comprado champagne para beber a medianoche. El aparato de televisión de
la sala estaba encendido y habían seguido la imagen atentamente, contando los segundos al
unísono, muy excitados, hasta que la bola cayó en la torre de Times Square. En ese momento
empezaron a soplar cornetas y todos vociferaron: “¡Feliz Año Nuevo!”, besándose unos a otros. A
medianoche en California las conexiones de larga distancia estaban atiborradas y Robbie había
tenido mucho miedo de no poder conseguir la comunicación con Kate a las doce exactamente de la
hora de ella, en cuyo caso la llamada no habría tenido ningún valor. Le gustaba el aspecto ritual
de la llamada: hacía que se sintiera seguro. Si él era la primera persona en hablar con ella ese
primer minuto del primer día de la nueva década... la buena fortuna les iba a sonreír a ambos.
—No llores —le dijo con dulzura—. Pronto estaré contigo. No faltan más que diez días.
—Ya lo sé —dijo ella con voz llorosa.
—Te mando un beso —dijo él—. Un beso de veras, ¿me oyes? Te estoy mandando un beso que
pasa por los cables del teléfono y llega hasta tu cara. —Dio un beso al teléfono—. ¿Lo recibiste?
—Lo recibí. —Ella envió un beso de vuelta—. Este es para ti.

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—Me gustó mucho —dijo él.
—Ahora me tengo que ir —dijo ella.
—Te quiero.
—Yo también te quiero —dijo ella—. ¿Hablamos mañana?
—Por supuesto.
Después de colgar él se quedó un rato junto al teléfono, sintiéndose muy en paz, hasta que
una chica que apenas conocía se acercó y lo besó. Robbie hubiera preferido que no lo hubiera
besado. No quería besar a nadie fuera de Kate: tenía la necesidad de sentirse inmaculado.
La noche de Año Nuevo la estaba pasando Daniel en cama con una chica llamada Sharon, a
quien había visto un par de veces en las vacaciones. Sharon estaba en el primer año de Economía
Política y compartía su apartamento con otras dos amigas que se habían ido. Era entusiasta,
sociable y muy sexual. Estar a solas con él le resultaba mucho más agradable que estar con él en
una reunión, de modo que lo había sacado de la fiesta a las diez de la noche. Después de pasar
cerca de dos horas en la cama, los dos estaban muy cansados y se habían puesto a tomar champagne
y a mordisquear bizcochos.
Ella pasó la mano por el abundante pelo de él.
—Feliz Año Nuevo —dijo.
—Feliz Año Nuevo.
—Eres el único hombre que conozco más lindo que yo.
—¡Yo no soy lindo, Sharon! ¡Por favor! —dijo Daniel, contrariado. Sharon siempre lo hacía
sentirse como un objeto.
Ella sonrió.
—Eres despampanante. ¿Lo aceptas?
—Está bien.
—E inteligente. Y una buena persona. Y un amante de primer orden.
—Gracias.
—Estos bizcochos están viejos —dijo ella. Se levantó y fue al cuarto de baño. Tenía un
hermoso cuerpo, muy firme, terso y curvilíneo. Él se sirvió un poco más de champagne y encendió
el aparatito de televisión en blanco y negro que estaba en el suelo, junto a la cama. Las
imágenes eran horrorosas: no pudo darse cuenta de si estaba nevando en Times Square o si nevaba
sobre la pantalla; ni siquiera si estaba viendo Times Square. Supuso que Sharon nunca tenía
tiempo para ver la televisión.
Se sentía deprimido. El acto sexual había sido magnífico y ella era una excelente persona,
pero no le importaba lo más mínimo, y sabía que a ella tampoco le interesaba él. El nunca sabía
lo que ella estaba pensando y, cuando intentaba averiguarlo, resultaba que lo que estaba pensando
tenía muy poco que ver con él. Tanto mejor. Hubiera sido penoso que ella se hubiera preocupado
por él más de lo que él se preocupaba por ella. Todo era perfecto tal como estaba. Había motivos
para sentirse contento.
Pero el Año Nuevo es un tiempo especial y hubiera querido estar en cama con una chica que
le hubiera importado, no con alguien que era casi una extraña.
La extraña, con quien acababa de practicar toda clase de técnicas eróticas, agradables e
íntimas, volvió y se metió en la cama.
—¿Te puedes quedar toda la noche? —preguntó ella.
—Por supuesto.
—Muy bien. ¿En dónde creen tus padres que estás?
—En una fiesta que iba a durar toda la noche. Era donde estaba.
Ella rió.
—Me he conseguido mi propio apartamento para no tener que mentir a mis padres. Después de
todo, ellos tienen la bolsa. Me han enviado a la universidad, de modo que quiero que estén
contentos. Tener que depender de los horarios para llegar al dormitorio común es espantoso. Viví
en el dormitorio común un año entero, pero cuando iba a casa, en vacaciones, mis padres actuaban
como si yo fuera todavía la niñita de papá y mamá. De este modo les puedo decir ahora lo que les
gusta oír.
—Muy cierto.
—Mis compañeras y yo nos vamos a Londres este verano —dijo ella—. Si quieres subalquilar
este apartamento, es tuyo.
—¿Qué alquiler tiene?
—Cuatrocientos por mes, pero hay dos dormitorios, de modo que puedes compartirlo.
—Gracias —dijo él—. Lo pensaré.
—El precio incluye los muebles, por supuesto —dijo ella—. Es una ganga.
Pensó que sus amigos de la universidad lo imaginaban probablemente pasando un Año Nuevo

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refinado, romántico y sexual: un típico Año Nuevo de Daniel, prácticamente violado por esta
estupenda criatura con quien estaba bebiendo champagne en la cama.
No, pensó con tristeza, lo típico de Daniel es estar aquí hablando de un alquiler conveniente.
Dentro de lo que él podía recordar, Jay Jay siempre había pasado la víspera de Año Nuevo
solo, mientras el resto del mundo estaba en una reunión. Su madre había salido enfundada en un
largo vestido blanco de noche, envuelta en una nube de Opium, con dos amigos, homosexuales los
dos. Jay Jay se había preparado, una cena ligera, con champagne, salmón escocés, brie y uvas, y
se había echado en la cama para ver la televisión. Su compañero e invitado era Merlín. Por ser
una ocasión especial, Merlín había recibido algunas uvas. Cuando todo el barullo de la medianoche
hubo cesado, Jay Jay cambió varias veces de canal hasta que encontró una película vieja. Antes
había llamado a Kate, a Daniel y a Robbie, pero todos estaban en sus fiestas, como personas
normales. Había hablado con la madre de Kate, que parecía muy simpática y estaba atendiendo a
unos pocos amigos; en la casa de Daniel no había nadie; y la madre de Robbie, aunque muy
amistosa, estaba completamente borracha. Jay Jay tuvo la impresión de que estaba muy sola y
hubiera querido tener alguien con quien hablar, aunque ese alguien hubiera sido nada más que un
chico, un condiscípulo de su hijo. Le había hablado durante quince minutos. A él no le había
importado; en realidad le había gustado.
El viejo año había terminado y tanto mejor. El nuevo era promisorio. Apagó la TV a fin de
concentrarse y buscó el alto de nuevas situaciones de Laberintos y Monstruos que había comprado
en la tienda de hobbies. Ya las había ensayado varias veces, verificando peligros que podían ser
recreados con artefactos verdaderos en un ambiente natural, como el de las cavernas. Visualizaba
los laberintos que podía inventar en las cavernas como una especie de parque de diversiones
mortal y aterrador, con máscaras e iluminación siniestra en los rincones, un ataúd, tibias, una
espada incrustada en un montón de piedras, criaturas deformes hechas con harapos y rellenos,
monedas, alhajas falsas, el sayo con el misterioso bebedizo en un bolsillo y una pila de la Arena
Peligrosa. Pero lo mejor de todo iban a ser las cisternas sin fondo, el laberinto oscuro y sin
senderos conocidos, la sensación espeluznante de que ningún escrito mágico podía servir si uno se
perdía. El, por supuesto, iba a tener una brújula y un mapa.
Iba a necesitar mucho tiempo para preparar el juego que tenía en la mente. Mientras los
otros estaban estudiando para los estúpidos exámenes finales de invierno, él iba a elaborar el
juego, porque él nunca necesitaba estudiar. Pero iba a ser muy complicado obtener todos aquellos
objetos, una especie de búsqueda en un basural. Cuanto más pensaba Jay Jay en su nuevo juego, más
excitado se ponía. Sabía que esta noche no iba a poder pegar JOS OJOS. Ya no tenía sentido
quedarse más tiempo en Nueva York ahora que habían pasado las vacaciones importantes. Tal vez
podía irse mañana, ponerse en movimiento temprano. A su madre nu le iba a importar.
Esto le iba a dar diez días, enteramente solo, para poner las cosas en marcha.

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TERCERA PARTE
RESUCITAR A LOS MUERTOS
CAPÍTULO 1
El lóbrego paisaje invernal de la universidad abandonada se volvió vibrante con las policromas criaturas de la
imaginación de Jay Jay. Las autoridades habían rebajado la calefacción para ahorrar combustible, pero la estufa de
Merlín mantenía el cuarto tibio y agradable. En una ocasión se encontró con un empleado de seguridad que le pidió que
se identificara —no porque Jay Jay tuviera aspecto de forajido, sino porque su aire demasiado joven era incongruente
en el lugar— y por algún motivo, después de haber demostrado Jay Jay que su presencia en los dormitorios era legal, el
empleado de seguridad lo miró conmiserativamente. Jay Jay no pudo entender la razón de esto, ya que nunca lo había
pasado mejor en su vida.
Metódicamente se ocupaba de los necesarios adminículos, examinando uno por uno a medida que los
encontraba o los compraba. Aún no había decidido qué iba a ser el tesoro, pero sobraba el tiempo para eso. Tesoros
menores, que mantuvieran en movimiento a los aventureros, eran más fáciles. El tenía la sensación de que los
monstruos de las cavernas iban a ser el verdadero tesoro.
Cuando estuvieron de vuelta los otros estudiantes, Jay Jay tenía todo lo que le hacía falta, bien escondido en uno
de los ámbitos de sus cavernas. Había empezado a pensar que eran sus cavernas, no las cavernas. Era su juego. Adiós a
Freelik el Frenético de Glossamir, que solo había sido un jugador. Ahora era el Inspector del Laberinto: el director, el
argumentista, el escenógrafo, incluso el productor. Había empezado a trazar su mapa basándose en el laberinto que sus
cavernas y lo tenía escondido en su cuarto, en un lugar en donde nadie hubiera podido encontrarlo. Este era el plan más
creador que había llevado a cabo en su vida, un plan que lo satisfacía plenamente. La única cosa que le hacía falta ahora
eran los actores, ahora secuestrados, con las narices pegadas a los libros, atiborrándose para los exámenes de invierno.
También le hacían falta huesos humanos: el regalo espeluznante y especial que le reservaba a Kate. Fue a ver a
su amigo Perry, que estaba en preparatorio de medicina.
Perry era un joven de aspecto simiesco, con una mentalidad de gnomo.
—¿Para qué necesitas huesos humanos?
—Los necesito y eso es todo —dijo Jay Jay—. Te dejaré usar mi motocicleta por dos semanas si me prestas los
huesos por dos días.
—Si... te los dejo, tendrá que ser un fin de semana. Voy a tener que robarlos del laboratorio de disecciones y
solo en los fines de semana lo puedo hacer sin que nadie se entere.
—Justamente me hacen falta un fin de semana. Desde la noche del viernes hasta el domingo por la noche.
Perry bizqueó como el hombre de ciencia demencial de las series televisivas.
—De todos modos, tengo que saber para qué los quieres.
—No tienes que saber —dijo Jay Jay—. Quieres saber.
—Es lo mismo. Yo puedo conseguirlos y tú no.
—Está bien. Pero no se lo digas a nadie. No quiero que a nadie se le ocurra invadir mis terrenos. Soy el primero
a quien se le ha ocurrido y es cosa mía. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Dos o tres de nosotros vamos a jugar a Laberintos y Monstruos en las cavernas —susurró Jay Jay con aire triunfal.
—¡Ay, ay, ay! Estás completamente chiflado —dijo Perry.
—¿Me consigues los huesos o no?
—¿Pon qué no usas huesos de animales? No tienes nada más que hervir el esqueleto y...
—Me vas a hacer vomitar —dijo Jay Jay.
—¿Realmente vas a jugar en las cavernas? —dijo Perry. Como la mayor parte de los estudiantes de Grant, había
oído hablar del juego y sabía que era popular en el campus, aunque él no lo jugaba.
—¿Saben que se pueden extraviar en esas cavernas y morir?
—Lo sabemos —dijo Jay Jay.
—¿No irás a perderme esos huesos?
—Si nos perdemos y morimos en las cavernas con tus huesos, nos van a rescatar finalmente y tendrás más
huesos que nunca. Para ti es una perspectiva agradable.
—Y me vas a pagar la gasolina de la moto —dijo Perry.
Se dieron la mano, rubricando el trato. Jay Jay dijo que le iba a hacer conocer la fecha. Sabía que Perry,
probablemente, iba a contarle el secreto a unos cuantos, pero eso no importaba. Nunca se lo iban a contar a las
autoridades universitarias y ninguno de los amigos de Perry estaba en el juego. La posibilidad de que otro grupo
intentara jugarlo en las cavernas era extremadamente rara. Mucho más probable era que vinieran a ver a Jay Jay a pedirle

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que los incluyera. De todos modos, Jay Jay no quería extraños.
—Recuerda —dijo— que el secreto es esencial.
—Por supuesto, por supuesto —dijo Perry—. ¿Acaso no arriesgo el culo yo también?
¡Qué felicidad, qué beatitud, qué maravilla! Todo estaba encajando en su lugar de modo perfecto. El Período de
Lectura, cuando todo el mundo se preparaba para los exámenes, era un tiempo de terror sofocado en los dormitorios
comunes. No había reuniones. La gente concurría a las bibliotecas. Incluso la continua bulla de la música que tocaban
en los estéreos individuales estaba atenuada, no era más que un fondo musical que ayudaba a memorizar. Los que
habían descuidado las lecciones hasta este momento estaban en un estado frenético. Había un profuso intercambio de
apuntes y conciliábulos, que duraban toda la noche, para recobrar el tiempo perdido. Normalmente pálidos en estos
meses del año, la mayoría de los estudiantes tenían ahora aspecto enfermizo, estragados por la nerviosidad, la falta de
sueño, los efectos del gran consumo de café, de comidas enlatadas, de nicotina y píldoras para mantenerse despiertos.
Jay Jay parecía y se sentía muy lozano. Daniel y Kate, aunque estaban estudiando, parecían normales. El pobre Robbie
estaba tenso y demacrado. Cualquier aventura amorosa quedaba en suspenso en este período de pánico. Después de
todo, si uno no aprobaba los exámenes, probablemente no iba a volver a ver a la persona de quien estaba enamorado...
Sin mencionar el hecho de que no iba a poder conseguir un empleo decente, víctima de la ira de los padres, del
desprecio del mundo, sumido en la sensación de pérdida del propio respeto.
Una noche, a eso de las once y media, cuando ya había vuelto de su visita secreta y nocturna a las cavernas, Jay
Jay fue a golpear la puerta de Kate con un termo de café caliente.
—¿Un cafecito, señora?
Ella pareció alegrarse de verlo y dejó inmediatamente el libro que estaba leyendo.
—Muy amable. Gracias.
Jay Jay se sentó en la cama de ella y sirvió dos tazas de café.
—¿Cómo andan las cosas?
—Oh, no están mal. A veces me pregunto cómo pueden saber los profesores lo que los escritores han querido
decir. Tenemos que repetir cualquier tontería que nos dicen en clase. A veces pienso: si alguna vez llego a ser una
escritora famosa, ¿inventará alguien lo que cree que yo quise decir y forzará a otros a que estén de acuerdo?
—Es probable —dijo Jay Jay—. A menos que tú misma escribas el libro de análisis.
—No importa. No importa nada —dijo Kate, súbitamente abatida—. Nunca voy a ser una escritora famosa...
Ni famosa ni nada.
—¿Cómo puedes saberlo? Todos vamos a ser famosos. Ese es el plan.
—¿El plan de quién?
—El mío —dijo Jay Jay.
—Entonces tendrás que hacer algo con el cuaderno en que escribo. No puedo ser escritora si no escribo nada.
—Ya pensarás en todo. Ahora estás en el colegio: uno recibe demasiado alimento de fuentes ajenas.
—Puede ser. —Le dio un poco de café—. ¿Qué me dices de tus planes para el nuevo juego?
—Son fantásticos. Espera y verás.
—A veces, de noche, me preocupo por ti, Jay Jay. Me acuerdo de que estás solo en esas cavernas.
El quedó conmovido. ¡Ella, su amor, su amiga, se preocupaba por él! Lamentó no haber venido con nada mejor
que café, pero era lo que le había quedado de la tarde pasada en las cavernas, y había tenido un súbito impulso de
compartirlo con ella.
—No tienes que preocuparte —dijo—. Ando con cuidado y a esta altura ya conozco bastante bien el lugar.
—No es posible. Son demasiado grandes.
—Las pirámides no se hicieron en un día.
—¿Puedo citar esa frase?
Se echaron a reír. Los dos cifraban su orgullo en no decir nunca nada banal, a menos que fuera deliberadamente.
—¿Sabes en qué estaba pensando, Jay Jay? Ya has hecho casi la mitad de la universidad y quieres ser actor, pero
nunca has ido a una clase de interpretación.
—Ya lo sé—dijo él sin inmutarse.
—¿Por qué no?
Reflexionó. No era para defraudar a su padre, porque su padre no le importaba. No era por miedo a la
competencia. Él sabía que tenía talento. Entonces, ¿por qué?
—Supongo —dijo finalmente Jay Jay— que es por el juego. No me hace falta nada más.
—No es lo mismo —dijo Kate.
—Sí, lo es. —El habló de sus sentimientos cuando estaba en las cavernas, cómo se convertía en el productor, el
argumentista, el escenógrafo y todo lo demás—. La mayor parte de nosotros, los actores, terminamos queriendo hacer

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todo lo que falta —dijo—. Nos gusta el poder.
—Tal vez no seas actor, después de todo... Tal vez seas director o productor —dijo ella. La voz sonaba más
bien contenta—. En realidad tienes el alma de un hombre de empresa.
—Podría ser la estrella de mis propias películas, —dijo—. Escribiría una parte para mí mismo. Tal vez un rol de
camafeo, pero efectivo. O un papel principal. Dependerá de cómo me sienta.
—A veces me aterra la vida después del college —dijo Kate—. Me niego absolutamente a instalarme en un
empleo aburrido. No me permitas que lo haga, Jay Jay. Si ves que empiezo a aflojar, recuérdame que, cuando estábamos
en Grant, sabíamos que podíamos hacer cualquier cosa.
—De acuerdo —dijo él—. Pero tienes que hacer lo mismo por mí.
—Ahora tengo que estudiar —dijo ella—. No todo el mundo es un genio, como tú. —Le sonrió—. Gracias por el café.
—Como usted guste, señora.
Volvió a su cuarto canturreando una melodía. Ella quería que él siguiera siendo su amigo después del college.
No era únicamente parte de la fantasía de él, que los veía a todos haciendo grandes cosas. Era algo real. Ninguno iba a
permitir al otro traicionar su potencial de creación.
La vida despees del college parecía tan lejana que él casi no podía imaginarla. Cuando Kate le dijo que ya estaba
a mitad del curso, Jay Jay tuvo la impresión de que le estaban diciendo que era un hombre de edad madura. Lo cierto es
que solo había iniciado la segunda parte de su segundo año: no estaba “a mitad del curso”. Los exámenes ya estaban
encima. Por supuesto, él obtendría sus acostumbrados sobresalientes y entonces iban a iniciar el juego... su juego. Esto
era lo único que le parecía enteramente real.

CAPÍTULO 2
Era la primera noche del nuevo juego en las cavernas. Los cuatro fueron allí en el auto de Kate. Como
los estudiantes siempre estaban entrando y saliendo de los dormitorios, nadie prestó atención a ellos y a sus
sacos de lona con los equipos, que pusieron en el baúl del auto. Habían echado dados en el cuarto de Jay Jay
para ver qué podían llevar con ellos. Al parecer; Jay Jay tenía listo todo lo que ellos necesitaban. Cada cual
tenía una espada verdadera —en realidad, un cuchillo de caza dentro de una vaina— y linternas, monedas,
amuletos, víveres y disfraces. Kate, que actuaba como Glacia, tenía su cota de malla, que habría de ponerse
cuando llegaran a la zona deshabitada próxima a las cavernas. Robbie, que actuaba como Pardieu, tenía su
sayo de burda arpillera. Daniel, que interpretaba a Suelto de Lengua, ya estaba vestido con un suéter negro
de cuello alto y pantalones deportivos: tenía aspecto de rapiñero. Esto último no estaba en el espíritu del
juego medieval, pero Daniel se negó a ponerse el leotardo negro que Jay Jay le había comprado. Jay Jay le
dijo que iba a cambiar de idea cuando estuviera en los pasadizos ásperos y húmedos por los que iban a tener
que gatear. Su ropa se iba a echar a perder, y Jay Jay, en todo caso, llevaba el leotardo.
Escondieron el Rabbit rojo en un pequeño seto cerca de la entrada de las cavernas. Kate y Robbie se
vistieron y luego los cuatro avanzaron sobre el suelo duro y pelado hasta la entrada cerrada por cadenas. Se
detuvieron.
—Este es el reino secreto de los perversos Voracianos —dijo Jay Jay—. En alguna parte del reino está
Ak-Oga, el monstruo más horripilante de todos. Este monstruo ha vivido en las profundidades de esta guarida
durante más siglos de los que pueden abarcar los Humanos, los Duendes o los Gnomos. Tan grande y
aterradora como es su maldad, tan grande y aterrador es su tesoro. ¿Entramos?
—Sí —dijeron.
Echaron una última mirada al oscuro cielo por encima de sus cabezas, lleno de estrellas rutilantes, se
agacharon y pasaron bajo las cadenas, entraron en las cavernas y encendieron sus lámparas de queroseno.
A Kate le dio un vuelco el corazón. Este lugar era una combinación de todas las fantasías que ella había
inventado. Al mismo tiempo, era la realidad, y por un momento estuvo a punto de perder la sensación clara de
lo que era real y lo que no era. Salvo por la luz de sus linternas la oscuridad era tan vasta, tan absoluta que
Kate ya no sabía si habría de tener valor suficiente para dar un paso más. Era peor que la oscuridad del cuarto
de lavandería donde aquel hombre había intentado matarla, porque entonces ella había tenido cierta idea de
dónde estaba cada cosa. Pero aquí todo era nuevo. La luz de la lámpara tocaba las paredes negras y
relucientes con un brillo de oro. Antiguas estalactitas y estalagmitas, como témpanos de hielo en piedra... el
lejano gotear de invisibles aguas.,, el rancio olor del mal... pero lo peor de todo era la oscuridad. En esta
oscuridad uno podía perder el sentido de dirección y empezar a dar vueltas en círculo, hasta perder la
conciencia. Se sintió aterrada. Aspiró una profunda bocanada de aire y no dijo nada.
Jay Jay se fue con pasos leves hasta un rincón del pequeño aposento abovedado y encendió una gran
lámpara, una de esas lámparas que funcionan a batería, que él ya había dejado allí antes de que ellos
llegaran. La iluminación era reconfortante y, algo aún más importante, le permitía a él leer el Módulo del
Próximo Desafío, y arrojar los dados, y a todos ellos marcar con un lápiz, sobre el papel milimetrado, el punto

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en que estaban en un momento dado.
Miraban a todos lados, muy impresionados. Kate miró a Daniel y a Robbie. No pudo darse cuenta de si
estaban asustados o no. Daniel parecía fascinado; Robbie, transfigurado. Kate no quiso ser la única en estar
aterrada; además, en caso de estarlo, no quería que ellos lo advirtieran. Apretó la empuñadura de su espada,
como si ésta pudiera darle protección.
Ya no era necesario sentarse en círculo, como siempre, y preguntarle al Inspector del Laberinto en
dónde estaban. Estaban aquí.
—¿Qué dirección vamos a tomar? —preguntó Daniel al grupo.
—A la derecha —dijo Kate—. En dirección al agua.
Hizo un esfuerzo por meterse dentro del juego, por convertirse en Glacia, no ser más Kate. Glacia no
hubiera tenido, miedo. Pensaba con una parte de sí misma que el sonido del agua indicaba tal vez la existencia
de un estanque escondido, que tal vez Jay Jay quería que lo vieran. En tal caso era probable que hubiera
puesto algún indicio en el otro ambiente, tal vez algún amuleto o tesoro. La otra parte de ella hubiera querido
participar en el juego, que era real, tan real como había sido imaginario el juego en los dormitorios. Sentía
que el mantener separadas la realidad y la fantasía era un modo de guardar la cordura, pero que si no se
metía en el juego no se iba a divertir.
Glacia... soy Glacia... ¿por qué me contengo? Siempre estoy asustada y pretendo que no lo estoy, hago
cosas para ponerme a prueba a mí misma. Soy Glacia y he jurado que he de buscar al monstruo maléfico, Ak-
Oga, y apoderarme del tesoro. Glacia dobló hacia la derecha, con los otros, y avanzó animadamente hacia el
lugar de donde provenía el ruido de agua que goteaba. Atravesaron un túnel angosto y llegaron a un amplio
recinto con un estanque negro en un extremo. Muy impresionante. Había un elemento de eternidad en el
lugar. Tuvo la sensación de haber soñado mil veces con este estanque negro, sin tondo. Sintió el peligro que
cantaba en su sangre y el misterio, la fantasía, la intrínseca belleza de algo que, al mismo tiempo, era
amenazador. Recorrió con su linterna los rincones del cuarto y lanzó un grito.
Contra la pared estaba recostado un esqueleto, en una actitud de desesperado agotamiento. No eran
éstos los restos de uno de los estudiantes desaparecido hacía mucho tiempo: esos huesos habían sido
encontrados. Era otro muerto. ¡Santo Dios... podía ser uno de ellos!
Glacia la Luchadora nunca había lanzado un grito de miedo.
—¡Ay, ay, ay! —exclamó Pardieu tristemente—. ¿Quién habrá sido ése? Tal vez un explorador en una
misión como la nuestra.
—Ten cuidado —dijo Suelto de Lengua—. Tal vez sea una treta. A veces los esqueletos tienen poderes.
Mientras estaba hablando las cuencas vacías de la calavera brillaron con una extraña luz, verdosa e
incierta. Los dados sonaron al caer en el suelo de piedras.
—¿Qué deciden hacer? —preguntó el Inspector del
Laberinto. La voz sonó ahuecada desde las sombras del cuarto oscurecido.
—¿Es maléfico? —preguntó Suelto.
—No.
—¿Es benéfico, entonces? —preguntó Pardieu.
—Tal vez.
Glacia recordó otra aventura vivida hacía mucho tiempo.
—Vamos a tener que tocarlo —dijo, tratando de mantener la voz firme y tranquila—. Los ojos
relampagueantes pueden indicarnos una pista, si hacemos girar la cabeza.
—No me atrevo a remover los huesos de los que descansan en paz —dijo Pardieu con un tono
reverente—. Es un sacrilegio.
—Yo no tengo miedo —dijo Glacia. Dio unos pasos hacia el esqueleto y tocó la calavera con la punta de
los dedos. El estómago se le contrajo. Muy lentamente fue haciendo girar la cabeza a uno y otro lado, con la
esperanza de que hubiera un resorte mágico que abriera un escotillón o dejara ver algún escrito invisible.
Nada.
Luego, de golpe, como movido por alambres, todo el esqueleto se levantó velozmente y se elevó por
los aires, desapareciendo en lo oscuro, por encima de ella.
—¡Ah...! —la exclamación provino de Glacia y de sus compañeros: reverencia, terror, fascinación, una
exhalación sofocada que se fue convirtiendo en un aullido.
En la parte de pared en que había estado recostado el esqueleto se veían ahora unas letras pequeñas,
luminosas.
—¿Quién de nosotros puede leer esto? —preguntó Pardieu.
Suelto de Lengua se acercó y echó una mirada a las letras. Luego se volvió, con un resplandor de
triunfo en los ojos.
—Yo puedo —dijo—. Son las antiguas runas de mi gente. De niño las aprendí, y todavía recuerdo
algunas. Aquí dice: “Comed la hierba amarga.
—¿Es una treta? —preguntó Glacia —. ¿Dónde está la hierba? ¿Nos dará el sabor o nos matará?
—Debemos empezar por hallarla —dijo Suelto — , Revisemos este cuarto y luego prosigamos.
Glacia, orgullosa y fuerte como siempre, estaba muy contenta de que Suelto fuera ahora el nuevo

55
miembro del grupo. ¡Era tan tranquilo, tan aplomado! Ella se sentía muy segura a su lado. Atraída
irresistiblemente por las aguas negras del estanque, se arrodilló y arrojó una piedrita al fondo. La piedrita se
hundió y desapareció en seguida.
—Hay que tener cuidado con el agua —dijo Glacia—. Me parece que tiene una fosforescencia hipnótica.
—Si sientes que te arrastra —dijo Suelto— puedes tomarme de la mano.
Este canallita de Jay Jay es un verdadero genio, pensó Daniel, admirativo y envidioso. También le
molestaba que los efectos de parque de diversiones de Jay Jay, tan elementales, fueran capaces de obrar
sobre la mente de todos, incluso la suya. Se dio cuenta de la forma en que Jay Jay había encendido las
lamparitas en las cuencas de los ojos de la calavera, inmediatamente descubrió los cables y poleas que habían
hecho remontarse al esqueleto: también la idea de escribir “las antiguas runas” en letras hebreas era
ingeniosa e irritante... porque a él nunca se le hubiera ocurrido. A Jay Jay le había bastado con echar mano a
un ejemplar para niños de la Haggadah, la edición que viene con la traducción en la página opuesta. ¡Un trago
amargo! ¡Hierbas amargas! Aquí estaba él, con la esperanza de ganarse la vida inventando juegos con
computadoras después de graduarse, mientras Jay Jay, para divertirse en vacaciones, había creado una
Disneylandia en miniatura.
Todo aquí estaba perfectamente planificado, hasta la forma n que Jay Jay se mantenía en las sombras
cada vez que consultaba su reglamento a fin de no interferir en la sensación de realidad que ellos debían
tener. Mientras ello«; habían estado yendo de uno a otro lacio, consternados, Jay Jay había estado echando
arroz en el suelo para contar con un reguero y no perder el sentido de la dirección. También tenía un mapa y
una brújula. Daniel extrajo su block de papel milimetrado y un lápiz de su mochila y empezó a dibujar el
laberinto. Hizo una marquita en el punto en que ahora estaban, con unos signos que indicaban el estanque, el
esqueleto y las letras hebreas, a fin de mirar más adelante el mapa y saber en qué recinto estaba cada cosa.
Hubiera deseado haber sido el primero en pensar en este juego.
—En este lugar no hay nada de comer —dijo Kate. Recogió unos granos del arroz arrojado por Jay Jay y
lo miró con aire interrogativo.
—No —dijo Jay Jay—. Es para no perdernos. Déjalo ahí.
—Pongámonos en movimiento —dijo Daniel.
Volvieron por el angosto túnel hasta el primer cuarto y luego doblaron hacia la izquierda. Daniel marchaba
adelante, seguido de Kate y de Robbie, las linternas proyectaban sombras movientes y luces resbaladizas
sobre las paredes. Algo resplandecía en la oscuridad. Supongo que es mica, pensó Daniel. Jay Jay iba a la
zaga, con su lámpara a batería a cuestas, pero la había apagado para que el paseo fuera más aterrador.
Qué lugar extraño y maravilloso, pensó Daniel. ¡Todo el tiempo estaba aquí y a mí nunca se me ocurrió
venir a investigarlo!
—¡Viene un monstruo! —gritó Jay Jay—. ¡Allí!
Encendió la lámpara y tiró los dados.
—¡Un Gorvil!... ¡Seguido de otros tres!
Los Gorviles eran estúpidos, sin alma; siempre atacaban, aunque no tuvieran hambre. Estaban
cubiertos ríe escamas, tenían brazos cortos unidos al cuerpo por una membrana, grandes colmillos y un ojo
enorme en el centro de sus frentes de lagartos. Tenían más de dos metros de altura y eran perversos. Daniel
echó mano a su cuchillo... no, a su espada. Este era un Gorvil imaginario, parte del juego que él conocía, no el
efecto de bambalinas inventado por Jay Jay. No había razón para estar envidioso: era una sensación auto-
destructiva. Ahora podía meterse dentro de la fantasía en sus propios términos, no utilizando los de otro,
entrar en la aventura de su propia imaginación.
—¡Mátalos! —gritó Glacia, blandiendo su espada.
—¡Mátalos! —gritó Pardieu, echándose hacia adelante, levantando su espada.
—¡Mátalos! —gritó Suelto salvajemente, apuñaleando una y otra vez al Gorvil que tenía más cerca,
mientras éste se debatía e intentaba clavarle sus colmillos. La sangre negra del Gorvil corrió a torrentes por el
suelo del laberinto.
—Todos están muertos —dijo el Inspector del Laberinto.
—Hay que estar atentos —dijo Glacia—. Tal vez haya más.
—Por cierto que sí —dijo Pardieu—. Sin duda volverán, buscando vengarse. El ruido que hicieron
cuando estaban muriendo fue atroz.
El benigno Pardieu se sintió invadido de remordimientos al contemplar los cuerpos mutilados de los
monstruos muertos. Un Hombre de Dios solo debía recurrir a la violencia después de haber intentado vencer al
mal mediante la razón o los hechizos. Siempre conservaba sus talismanes, bien guardados en el saquito de
cuero que le colgaba del cinturón, y no los había usado. No; se había lanzado a la pelea impulsivamente, sin
trabas, como un Luchador. Y él no lo era. A los Hombres de Dios se les daban hechizos mágicos como una
compensación por la falta de habilidades guerreras. Podía haber muerto en la refriega y, en tal caso, no habría
sido de ninguna utilidad a sus queridos compañeros. Pero lo que realmente lo perturbaba era no haber sabido
hasta ese instante que dentro de él había esa capacidad de violencia. ¡Había estado tan orgulloso de su
bondad! El engreimiento es un pecado. Un pecado llevaba a otro... y de este modo, supuso, había llegado a la
violencia. Ni siquiera pensé... Me limité a actuar, como un animal instintivo... iba a tener que pensar en esto

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más adelante, cuando tuviera tiempo para descansar y meditar. Tenía que arrancar al mal de su naturaleza,
de raíz; si era necesario, haría penitencia.
—Te mostraste valiente, Pardieu —dijo Glacia.
—Tal vez atolondrado —contestó Pardieu tristemente—. Debí haber utilizado mi talismán en cambio, el
talismán que paraliza.
—Ese ya lo usaste en el otro juego —dijo Suelto.
¿Juego? ¿Qué juego? Tanteó su alforja y miró adentro. ¿Dónde estaba El Ojo de Timor? Sintió un frío
intenso. El Ojo de Timor, que resucitaba a los muertos, había sido suyo, lo había tocado, lo había visto. Pero
todo había sido un sueño... No importaba que el talismán para paralizar se hubiera perdido... Este, en cambio,
¡no! Tenía que tenerlo. Lo necesitaba.
Los otros se habían detenido a descansar, a comer y beber. Habían traído sándwiches de queso y carne
fría con gruesas rodajas de pan, además de cerveza helada. El alimento se atascó en la garganta de Pardieu.
¿Por qué sus amuletos aparecían y desaparecían? ¿Sería esto una especie de castigo por su soberbia, su oculta
violencia? ¿Por qué había dicho Suelto que él ya había hecho uso del talismán? Hacía mucho tiempo que
estaba yendo de un lado para otro y se sentía cansado. Sí, ahora se acordaba: había usado el talismán para
paralizar cuando fue necesario hacer parar las escaleras movedizas... pero de eso hacía mucho tiempo.
Entonces era otro laberinto.
Los otros ya habían comido y ahora estaban reanimados. Se levantaron para ponerse en marcha,
arrojando en un rincón las latas vacías de cerveza. Él también se levantó y los siguió. Debo esforzarme más
por ser un Hombre de Dios, pensó Pardieu. Debo hacerlo y lo haré.
Jay Jay miró su reloj. Las doce de la noche. Las horas habían corrido con tal velocidad que él apenas
podía creerlo. Esta había sido una de las noches más felices de su vida. Todo lo que él había proyectado había
salido perfecto. Se deleitó con los gritos de sus amigos: parecían los gritos del público que asiste a una
película de Hitchcock. Se felicitó a sí mismo por haber sabido mantener en una perfecta mezcla los niveles de
la realidad y de la fantasía. Había sido muy acertado el no intentar construir pueriles monstruos de papier-
máché. Esto hubiera destruido toda la ilusión. El juego era perfecto así. Los mejores monstruos son los
monstruos de la mente.

CAPÍTULO 3
El juego de las cavernas los dejó fatigados y muy excitados. Los cuatro se sentaron en el cuarto de Daniel y
revivieron las jugadas, como siempre, pero ahora estaban llenos de elogios por la inventiva de Jay Jay, que recibía
el tributo de admiración sin ningún alarde de modestia. Había vuelto con el esqueleto y lo había metido en una
bolsa de compras que estaba en el fondo de su armario. Una manera mezquina de tratar al pobre, había comentado
Kate.
—Tengo que devolvérselo a Perry —dijo Jay Jay — Tenía miedo de que decidieran tomar por la izquierda:
se lo tengo que devolver a Perry mañana de noche.
—También hubiéramos podido seguir adelante —dijo Daniel.
—Me guardé muy bien de sugerirlo —dijo Jay Jay. Todos rieron.
Robbie estaba aún más tranquilo que lo habitual en él. De vuelta en el ambiente familiar de los dormitorios,
se sentía exhausto. Tomó una mano de Kate y la retuvo entre las suyas.
—Qué lugar fantástico —dijo Kate—. Es como un sueño. Tuve la impresión de que estaba soñando... ¿Ustedes?
Daniel y Robbie asintieron cabeceando.
—Fantasmal —dijo Robbie. Pero no elaboró el punto. ¿Cómo hubiera podido explicar que el pánico que
había sentido no tenía nada que ver ni con el juego ni con el lugar, puesto que ahora ni siquiera los recordaba?
—Naturalmente, el mayor de mis triunfos —dijo Jay Jay— fue lograr que Daniel renunciara a su acostada de
las noches del sábado para jugar con nosotros.
Todos rieron.
—Los hombres siempre serán los hombres —dijo Kate.
—No te burles de mí por estar casada dijo Daniel risueñamente.
—¿Casada? —dijo Kate. Pareció contrariada—. No estoy casada. ¿Estamos casados, Robbie?
—No —dijo él—. Claro que no.
—Bueno, en los dormitorios se llama así a lo que ustedes hacen —dijo Daniel.
—No me interesa cómo lo llamen en los dormitorios —dijo Kate—. No es nada más que la etiqueta que
usan este año para decir que uno anda con la misma persona.
—La prueba de que no estamos casados —dijo Robbie— es que nunca peleamos.
Todos rieron.
—No sé cómo están los otros —dijo Kate, poniéndose de pie y haciendo que Robbie la imitara—. En cuanto

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a mí, me voy a caer de sueño aquí mismo.
—Mañana de noche —dijo Jay Jay—. Vamos a empezar muy pronto, en cuanto oscurezca.
Ya se habían puesto de acuerdo en que no iban a jugar con luz del día: era demasiado probable que alguien
viera el auto.
—Mañana de noche —dijeron los otros—. Mañana de noche.
—¡Apenas puedo esperar! —dijo Kate, sonriendo, muy excitada.
En su cuarto, en la cama de matrimonio, Robbie se sintió muy feliz, porque era un fin de semana y Kate iba
a pasar con él toda la noche. Le hizo el amor con mucha delicadeza, reteniendo su propio deseo hasta cerciorarse de
que ella estaba colmada. Quería que ella pensara que él era el mejor amante que nunca había tenido. La quería
mucho y el cuerpo pequeño y cimbreante lo excitaba incluso cuando no lo estaba acariciando. Solo mirarla, incluso
cuando estaba vestida, el saber lo que había debajo de aquella camisa y aquellos vaqueros, el recordar el contacto
sedoso de aquella piel le inspiraba deseo. Era tan bonita... y era suya. Era el mejor encuentro que había tenido en
toda su vida. Las estrellas le eran favorables. Le besó el pescuezo y las pequeñas orejas y se quedó dormido con la
cara metida en la cabellera de ella, que siempre olía a champú.
Estaba ahora en un túnel frío y oscuro. Rayos de luz amarilla se reflejaban en las paredes rocosas y
mostraban un túnel tan largo que no era posible ver dónde terminaba. El era la persona que sostenía la linterna que
lanzaba esta luz; él era Pardieu. No sabía cómo había venido a parar aquí, pero no tenía miedo. Luego vio otra luz,
azul y fantasmal, en el extremo del túnel, una luz que se iba acercando.
—Pardieu... —susurró una voz. El conocía esta voz: era El Gran Hall. El recordaba haber oído este susurro
hacía mucho tiempo, pero había olvidado dónde. Tuvo un leve estremecimiento.
—Soy Pardieu —dijo.
—En un tiempo fuiste un Hombre de Dios de poca monta y te vanagloriabas de matar —dijo la voz. Pese a
ser suave, baja, retumbaba en el túnel—. Ahora estás en un estamento superior y te sientes culpable. Eso está bien.
Para alcanzar el nivel más alto de poder es menester ser perfecto.
—¡Ah! —exclamó Pardieu tristemente—... yo nunca...
—Las virtudes de un Hombre de Dios son la piedad, la humildad y la castidad. El celibato, mi querido
Pardieu. Un Hombre de Dios debe andar solo.
—¡Yo estoy casado! —dijo Pardieu. Sabía que estaba diciendo la verdad, pero no podía recordar con quién
estaba casado.
—Tú no estás casado —dijo El Gran Hall—. Tu matrimonio es falso y pecaminoso.
—No... —dijo Pardieu. Y sintió que un punto de indescriptible dulzura había sido tocado en su corazón. Los
ojos se le llenaron de lágrimas.
—Para recobrar El Ojo de Timor tienes que demostrar ser digno de él —dijo El Gran Hall—. Nada se da por
nada. Un Hombre de Dios debe estar por encima de las apetencias de la carne.
Él sabía que esto era cierto. Tenía que sacrificar muchas cosas para ser santo. Sintió surgir en él una especie de
tristeza y, milagrosamente, la tristeza se fue desvaneciendo, dejando atrás tan solo la paz. Estaba bien el hacer
sacrificios. Los placeres mundanales no hacían más que lastrarlo a uno en sus arduos viajes por la vida.
—Te estoy esperando —dijo El Gran Hall—, Cuando realmente seas digno, puedes venir a mí.
Pardieu tendió las manos.
—¡Déjame que vaya a ti, por favor! —dijo—, ¿No volverás a visitarme? Te necesito.
—Y yo te necesito a ti —dijo El Gran Hall. La luz azul se fue desvaneciendo y desapareció.
Al despertarse, Robbie tuvo frío. Había pateado las frazadas fuera de la cama y estaba solo. Kate, que le
daba la espalda, estaba acurrucada y profundamente dormida del otro lado de la cama. El permaneció así unos
cuantos minutos, escuchando la respiración dormida de ella y tratando de recordar las imágenes de su sueño. El
sueño no había sido triste, y era extraño. Sentía ahora la posibilidad de un poder ilimitado y, por primera vez supo
que algún día iba a encontrar a Hall, que esto era posible. Mo era esta vez la sensación flotante de tantos otros
sueños. Era una sensación de realidad.
Se acercó a Kate y la tomó entre sus brazos, apretando el cuerpo contra el de ella, como buscando
protección, y se arropó con las frazadas. Ahora se sentía confortable y soñoliento, seguro y fuerte. Él la amaba y la
iba a proteger mientras ella quisiera que él lo hiciera... pero sabía en el fondo de su corazón que ella no lo
necesitaba. Supuso que siempre lo había sabido, pero por primera vez era capaz de aceptar el saberlo con toda
tranquilidad. No era necesario hacer un esfuerzo para obtener esto o aquello. Bastaba con amarla y aceptarla tal
como era. Lo habían pasado tan bien juntos. Una relación no tenía que ser una confrontación; también podía ser
una forma de compañerismo. Sintió que había alcanzado un nuevo nivel de comprensión y se fue sumiendo en un
sueño profundo y sin imágenes.

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CAPÍTULO 4
Todo el mundo en Grant estaba cansado y aburrido del invierno. Ahora que se habían dado los exámenes y no
había ningún motivo de temores, los jóvenes procuraban encontrar nuevas maneras de pasar las tardes largas y oscuras.
Se hacía esquí los fines de semana y en los dormitorios se daban las reuniones consabidas; los estudiantes merodeaban
por los centros de diversión de la ciudad o se metían en los cines, pero todos estaban aburridos de la monote nía de la
vida y ansiaban algo más. A alguien se le ocurrió dar una fiesta retrospectiva, a la manera de los años cincuenta, y de
este modo, finalmente, hubo planes que trazar y cosas que hacer.
La fiebre festiva recorrió el campus, exactamente como si hubieran estado en la década de los años cincuenta.
Se formaron comités. Se hicieron investigaciones. Iba a ser una fiesta de máscaras, por supuesto, y los estudiantes
hurgaron en las casas de compra-venta, se comunicaron con sus padres para averiguar si, por casualidad, habían
guardado algún artilugio de esos tiempos, incluso corrían hasta Filadelfia para alquilar ropa de disfraz. Los estudiantes
que formaban la banda que siempre tocaba en las fiestas aprendieron viejas canciones de esos años. Iba a ser un baile de
veras, no un barullo más. Los muchachos querían mostrarse mundanos, elegantes, un poco reminiscentes; y todos, por
supuesto, debían presentarse en pareja. La fiesta se iba a dar en el gimnasio.
Jay Jay estaba aterrado ante la idea de no poder hallar una chica que quisiera acompañarlo. Todas venían a sus
reuniones, sí, pero ¿qué chica iba a querer estar a solas con él? Eligió la alumna de primer año más joven, más diminuta,
más asustada que pudo encontrar: una chica de dieciséis años, llamada Glenna, que venía de una pequeña ciudad del
sur, seguía un curso de física y siempre estaba estudiando, de tal modo que apenas había salido con muchachos desde su
llegada a la universidad. El ni siquiera se había tomado la molestia de invitarla a la fiesta que había dado para celebrar el
cumpleaños de Brigitte Bardot.
Para su sorpresa, la muchacha pareció sentirse honrada de que él la hubiera tomado en cuenta. Descubrió, muy
complacido, que Glenna era maleable y estaba dotada de un secreto sentido del humorismo y del estilo. Le compró unos
anteojos de arlequín, con diamantes de vidrio incrustados, le enseñó a peinarse y le eligió el vestido: era de tafetán rosa, con
la cintura ajustada, una voluminosa falda y sin breteles. Compró unos chapines de seda blanca y los hizo teñir del
mismo horrendo color de helado de fresa del vestido. Encontró unos guantes blancos, largos; como las puntas de los
dedos sobraban, las cortó. Glenna era su Cenicienta y él era su príncipe. Los dos intentaron una Pompadour echando
brillantina en los rulos de Jay Jay; finalmente Glenna propuso un tratamiento de rizadores y laca fijadora después. Fue
más bien doloroso y los resultados muy pobres después de tantos esfuerzos. Glenna sugirió entonces un corte al rape.
Su Cenicienta se estaba convirtiendo en una perversa hermanastra. Jay Jay decidió quedarse con la brillantina.
Antes de que Daniel tuviera oportunidad de aceptar alguna de las invitaciones que había recibido, Jay Jay le encontró
la perfecta pareja. La había visto salir de uno de los edificios de las clases un lunes a mediodía; el miércoles hizo que
Daniel lo acompañara y se la señaló. La chica era alta y voluptuosa, con una bonita cara ancha, a la vez recia y vacía, una
nariz respingona, grandes ojos azules y el pelo platinado teñido, tan cortito que se erizaba. A los lados el pelo estaba
aplastado con brillantina y de las orejas le colgaban dos alfileres de gancho en vez de aros. Tenía puesta una chaqueta de
cuero negro con botones alusivos a todos los grupos de rock de estilo facineroso de los que Jay Jay había oído hablar.
—Parece salida de El Show del Rock Horripilante —dijo Daniel, asustado.
—¡No, no! Quítale esos alfileres de gancho, ponía dentro de un vestido blanco insinuante y es Kim Novak. ¿Me
crees capaz de mentirte?
La chica sonrió a Daniel.
—Me asusta —murmuró, devolviendo la sonrisa.
—Bueno... Tú, en cambio, no la asustas —susurró Jay Jay, contento.
—¿Alguien te ha dicho alguna vez que te pareces a Kim Novak? —le preguntó Daniel.
—¿De veras? —dijo ella—, ¿Y alguien te ha dicho que eres igualito a John Travolta?
A los cinco minutos ya se había arreglado que Daniel iría con ella al baile. Se llamaba Tina, estaba en el segundo
año y, una vez que Jay Jay hubo hecho el tratamiento adecuado, parecía exactamente Kim Novak. Como siempre,
Jay Jay había tenido razón.
Robbie no tenía ningunas ganas de ir al baile. Kate debió insistir. El daba toda clase de débiles excusas: era
tonto, exigía demasiado esfuerzo, ahora estaban demasiado tomados por el juego para perder tiempo en eso.
—Realmente no sé qué le pasa —dijo Kate a
Jay Jay.
—Haz las cosas por él. Es haragán: eso es todo —dijo
Jay Jay.
—Nunca había sido haragán hasta ahora.
—Robbie es un poco académico —dijo Jay Jay—. Tal vez crea realmente que va a parecer ridículo. Va a captar
el espíritu de la cosa una vez que nos vea a todos.

59
—No le molesta disfrazarse cuando jugamos el juego —dijo Kate—. Supongo que es porque nadie lo está
viendo. Es muy raro. Últimamente no parece gozar de las cosas como antes. Y no está abatido... es más bien... una
especie de continua serenidad. ¿Lo has notado?
—No —dijo Jav Jay—. Pero tú lo ves más que yo.
—Tal vez sea mi imaginación —dijo Kate.
La noche del baile los seis fueron juntos. Kate se había puesto un vestido granate sin breteles, una ceinturette y
una amplia falda abultada de crinolina. Llevaba un peinado alto y en los labios un rouge color sangre. Estaba muy bella.
Jay Jay pensó que Kate se podía poner cualquier cosa, por rara que fuese, y siempre iba a estar mejor que nadie. Las
miradas apreciativas de la gente confirmaron esta impresión suya.
—Tal vez te podrías quitar esos anteojos, Glenna —dijo a su compañera—. Es demasiado.
—Por mí tanto da —dijo Glenna, guardándolos en su cartera rosada—. No veo una jota con esta porquería.
El gimnasio estaba lleno de gente que bailaba lentamente y lanzaba miradas escrutadoras a los disfraces. Daniel
tenía un traje azul marino a rayitas, una corbata con grandes flores y un sombrero. Parecía un gánster con mucho
atractivo sexual. Había decidido que el estilo “mugriento” era indigno de Kim Novak.
—Este vestido no me deja respirar —suspiró Tina.
—Vale la pena —dijo Daniel—. ¡Estás fabulosa!
—¿Realmente? Tal vez tenga que cambiar mi imagen.
Kate sacó a relucir su cámara.
—¡Quiero fotos! —gritó, muy excitada—. Todos tienen que posar.
Sacó fotos de todo el mundo: de Jay Jay con su smoking de los años cincuenta, pinchando un ramito de
jazmines en el vestido rosa de Glenna. Daniel y Tina se juntaron, bailando mejilla contra mejilla y luego Daniel tomó
una foto de Kate y Robbie sonriendo y cogidos de la mano.
—¡Una foto perfecta de una de esas fiestas! —exclamó Kate, muy excitada—. Esperad... hay otra foto que
quiero tomar. Una como la que vi en el álbum de mi madre. Uno de los hombres se sienta en una silla y todas las
mujeres se echan a sus pies, contemplándolo con aire arrobado. ¡Vamos!
Puso a todos en la pose requerida, riéndose mientras convertía a Robbie en el objeto de la atención femenina.
Finalmente Robbie parecía haber entrado en el espíritu de la fiesta y estarlo pasando muy bien. Levantó las manos,
como impartiendo una bendición a las chicas.
—No, no -dijo Kate —. Haz como si estuvieras contando un cuento, un chiste o algo por el estilo. Todos
queremos ser populares.
—En las fiestas de entonces no se hacía eso —dijo Daniel.
—No. Pero lo hacían en los dormitorios, así que puede pasar como episodio de los años cincuenta.
—¡Eso es muy atrevido! —dijo Tina—. Probablemente estaba bromeando.
En un rincón de la mesa se había puesto un gran bol lleno de un líquido rojo y dulce. Varias personas se
pusieron a echar allí diferentes bebidas alcohólicas, hasta que el brebaje llegó a ser muy potente. El gimnasio estaba
decorado con papel de colores y globos, y esto, junto con el ponche, daba al baile el aspecto de una fiesta de niños un
poco decadentes. Jay Jay notó que Robbie dejó su vaso plástico de ponche sin haberlo probado siquiera.
—Robbie tendrá que conducir —anunció Jay Jay — puesto que es el único que no se está emborrachando.
—No me opongo —dijo Robbie.
—Bien —dijo Jay Jay. Tomó de la mano a Glenna y la condujo afuera, hasta la parte oscura que estaba detrás
del edificio. Allí le hizo fumar el primer cigarrillo de marihuana de su vida.
Una vez allí, y pasándolo bien, Robbie no podía entender por qué motivo no había querido ir. Había tenido una
especie de extraño presentimiento, la sensación de que iba a ocurrir algo malo. Estaba contento de tener que manejar y
trató de que Kate no bebiera demasiado, porque él no sabía qué había en aquel ponche y no quería que ella se
enfermara. Había oído hablar de una reunión en la cual alguien había echado ácido lisérgico en el ponche y todo el
mundo anduvo trastornado. Estaba seguro de que este ponche era puramente alcohólico, pero esto mismo no era
saludable si se lo mezclaba con otra cosa. Kate estaba bellísima con su vestido granate, que le sentaba mucho a su tez. Y
su entusiasmo era contagioso. No era posible no pasar un buen rato con Kate.
La compañera de Daniel parecía una vaca y la de Jay Jay tenía aspecto de ratón, aunque parecían buenas chicas.
Una pena que no fueran nada más que comodines. Ninguna de las dos significaba nada ni para Daniel ni para Jay Jay.
Sólo él, Robbie, tenía la felicidad de estar con la persona que amaba. La podía estar mirando mientras bailaba
con ella, porque el bastidor de la falda no les permitía estar muy cerca. El tenía la impresión de que hubiera podido
contemplarla eternamente, en especial cuando le sonreía como le estaba sonriendo ahora, haciéndole sentir que era
parte de la alegría que ella estaba sintiendo.
Cuando terminó el baile, fueron a los dormitorios. Tina, sin que nadie se sorprendiese, había decidido pasar la

60
noche en el cuarto de Daniel. Glenna dio cortésmente las gracias a Jay Jay y se fue sola a su dormitorio. A Jay Jay, al
parecer, esto no le importó. Mal podía interesarse en una primeriza de dieciséis años.
—Me cambio y voy a verte —susurró Kate a Robbie.
Él se echó en la cama a esperarla y sus pensamientos fueron perdiendo forma, hasta llegar a un total vacío. Se sentía
muy sosegado. No cansado: con una especie de bienestar. Ella entró en el cuarto como un espectro, envuelta en su salida de
baño escocesa que le daba el aspecto de una chica de doce años. Se había quitado el maquillaje de época y se había
soltado los cabellos. A él le pareció aun más bonita así. Se quitó la salida de baño y se apretó contra él, tersa y desnuda.
—¿Por qué te has dejado el slip? —preguntó ella.
Él se había olvidado de quitárselo. Robbie sintió las manos de ella sobre el elástico, ayudándolo. Los dos
quedaron con las pieles en contacto, con los perfumados cabellos de ella sobre la cara de él. Ella los apartó con un
agraciado movimiento del brazo y lo besó con dulzura. Él también la besó tiernamente, como hubiera besado a su
mejor amiga. No sentía el más mínimo deseo. Le acarició un hombro con aire ausente, recordando lo que solía sentir...
¿cuándo había sido? ¿la semana pasada?... ¿hacía dos semanas? A veces él perdía la noción del tiempo.
Robbie sintió la mano de ella en su cuerpo y la apartó delicadamente, para no herir sus sentimientos. Confió en
que ella entendiera. No era culpa de ella. Tampoco era culpa suya. Sentía que el sexo y el deseo se habían evaporado de
su vida sin haberlo él notado, casi imperceptiblemente, y que ya no estaban ahí.
Los ojos de ella eran grandes, oscuros, comprensivos.
—¿Robbie?...
—No es nada —dijo él amablemente.
—Claro que no es nada —dijo ella—. Son cosas que ocurren a veces.
Lo mejor era decirle la verdad. Ella iba a entender.
—No puedo —dijo Robbie simplemente.
—Estás cansado. Nada más. No te preocupes.
—No lo puedo hacer más contigo —dijo él.
—¿Yo que he hecho? —preguntó ella. Ahora parecía una niñita asustada, no la mujer comprensiva que había
fingido ser. El la abrazó con intenciones de consolarla. Sabía que ella no iba a interpretar mal el gesto.
—No has hecho nada malo.
—¿Estás enojado conmigo?
—No. ¿Contigo? Nunca.
—Entonces... ¿qué quieres decir eso de que no puedes hacerlo ya más? ¿No puedes, o no quieres, o qué…?
El ni siquiera había pensado en el punto.
—No lo sé. Las dos cosas, supongo. No puedo contestarte.
Ella se apartó de él y se sentó, rodeando las rodillas con sus manos.
Él se acordó de la primera vez que ella lo había llevado a su cuarto, la noche de la reunión de Jay Jay, cuando se había
sentado sobre su escritorio y le había pedido que le hablara de sí mismo. Hacía tanto tiempo de eso... toda una vida.
—Creo que debemos hablar de esto —dijo Kate—. Racionalmente.
—Por favor no te alarmes —dijo Robbie—. Yo te quiero.
—No entiendo —dijo ella—. Que no tengas ganas de hacerlo una vez no quiere decir que nunca vas a tener
ganas de hacerlo. ¿O no? Oye, no seas tonto. Si no me quieres... si has encontrado otra persona, o si no quieres seguir
conmigo, no es necesario mentir y decir que me quieres.
—Te quiero —dijo Robbie tranquilamente—. ¿Por qué no puedes entender?
—Estoy tratando.
—¿Por qué no intentamos dormir? —dijo él.
—Me parece una excelente idea.
Quedaron el uno al lado del otro, boca arriba, despiertos, quietos, como dos cadáveres. El confiaba en no
haberla herido, en que ella habría de entender finalmente que, si bien él ya nunca más querría tener una relación sexual
con ella, eso no quería decir que no la amara. Había diferentes clases de amor. El suyo era puro.
Al cabo de un rato ella tendió un brazo sobre él y le tomó la mano.
—Todo está bien —dijo Kate.
En ese instante él supo que ella no había entendido absolutamente nada.

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CAPÍTULO 5
En su cuarto, Kate miró críticamente su cuerpo en el espejo. No soy fea, pensó. Sin duda no soy fea. Tal vez sea mi
personalidad. Tal vez sea demasiado fuerte. Había leído que las mujeres tuertes asustan a los hombres; se hablaba ahora
de La Nueva Impotencia. Si eso existía, Robbie sin duda se había contagiado. La trataba como una hermanita adorada.
Hacía ya un mes que él no la tocaba y ella sabía que ya nunca lo volvería a hacer. En un principio, Kate había
quedado trastornada. ¡La situación era irónica! Ella había estado tan segura de él que solo se había preocupado al pensar
que la relación de ellos, tal vez, iba a llegar a ser aburrida. Pero él, honradamente, quería que fueran amigos y era más
tierno que nunca. Había desaparecido la insistencia en estar todo el tiempo con ella; ahora, en cambio, había una
atención casi instintiva que le hacía adivinar los momentos en que ella necesitaba estar sola. Por lo menos,
Robbie no había desaparecido como los otros hombres que habían pasado por su vida. Después del baile de época
él no había vuelto a pedirle que durmiera en su cuarto, ni había intentado dormir en el de ella, y Kate era demasiado
orgullosa para pedir. Robbie había aclarado suficientemente que su amor era platónico. Y en ese punto estaban.
Ahora los cuatro jugaban cada vez más al juego del laberinto. A medida que avanzaban por las cavernas y se
sentían más seguros, el juego se volvía más fascinante. Se había convertido para todos ellos en la ocupación favorita. La
necesidad de guardar el secreto los llevó a jugarlo las noches del fin de semana, en vez de las tardes. Daniel había
programado su vida sexual de acuerdo a los nuevos horarios. Kate no tenía ahora vida sexual, ni interés en encontrar un
reemplazante de Robbie. Jay Jay, como siempre, no tenía a nadie, y en cuanto a Robbie, no había dado muestras de
estar buscando algo nuevo. Kate se preguntaba si no le estaría pasando algo raro. En una forma casi imperceptible
había empezado a cambiar. Antes siempre había sido gentil y tierno, pero ahora había indicios de santidad. Un
muchacho del mismo edificio de dormitorios, a quien Robbie apenas conocía, le había elogiado la camisa que tenía
puesta, y Robbie había insistido en regalársela. ¡Dios me valga!, pensaba Kate, horrorizada. ¡Tal vez se está por convertir
en un Haré Krishna o algo por el estilo! Cuando iban con Jay Jay al cine, o a comprar víveres para el juego, Robbie
siempre insistía en pagar por todos. Y declaraba que el dinero no tenía la más mínima importancia. Lo único que no
pagaba eran las cervezas. Kate dedujo que esto tenía algo que ver con los malos recuerdos de su madre dipsómana. Ya
no probaba la bebida, aunque a decir verdad nunca había bebido mucho. También había dejado la carne, lo cual le
parecía a Kate una excelente idea. Se hubiera dicho que el prescindir del sexo, de la carne y del alcohol era saludable:
Robbie parecía inmerso en una especie de candor refulgente. Kate se daba cuenta de que debía aprobarlo, pero de algún
modo se sentía incómoda. Este cambio provenía del espíritu y ella no entendía.
Mucho más perturbador era el rechazo del cuerpo de ella. Era como haber recibido calabazas, aunque Robbie
no se había alejado. Se le ocurrió pensar que tal vez estaba buscando causas extrañas para explicar su impotencia con
ella, a fin de no tener que echarse la culpa. Por mucho que trataba de racionalizar el caso, acababa acusándose a sí
misma. Era ella que lo había hecho concurrir esa noche al baile retrospectivo, contra la voluntad de él, era ella que
siempre había tomado la iniciativa. Sí, pero si no le había gustado, ¿por qué no había dicho nada nunca? Se suponía que
eran grandes amigos. Tenía que hablar de esto con alguien. ¿Por qué no recurrir a la persona autorizada? Llamó a la
puerta de Daniel.
—Adelante —dijo Daniel. Estaba haciendo unos deberes de clase, pero pareció muy contento de verla, como
siempre. El cuarto estaba inmaculado y Kate pensó, con cierta sensación de culpa, que en caso de ver el suyo Daniel la
habría considerado muy dejada.
—Tu cuarto está impecable —dijo Kate—. Supongo que lo haces limpiar por una de esas esclavas de su pasión
que nunca te faltan.
—Yo mismo lo limpio —dijo Daniel, divertido—. Si quieres, te limpio el tuyo. Son cinco dólares la hora.
—Es muy probable que te contrate. ¿Podemos hablar?
—Por supuesto. Siéntate.
—¿Puedes cerrar la puerta, por favor?
El fue a la puerta y la cerró. Luego se sentó junto a ella y la miró con preocupación real.
—¿Qué te pasa?
—Me pasa que no entiendo a los hombres.
El lanzó una carcajada.
—¿Tú?
—No te burles —dijo Kate—. Tan experimentada no soy.
—Eres la mujer más perceptiva y más inteligente que conozco.
Ella quedó sorprendida y halagada. Sabía que Daniel simpatizaba con ella, pero era la primera vez que le había
hecho un cumplido.
—¿Te parece que soy una rompebolas?
—¿Quién te ha dicho eso?

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—Yo lo digo. ¿Lo soy?
—Por supuesto que no.
—No sé si has notado que mis amores con Robbie han terminado...
El cabeceó.
—¿Es él quien te ha dicho que eres una rompebolas?
No —dijo Kate, suspirando—. Creo que lo espanté.
—¿Quieres recobrarlo? —preguntó Daniel.
Ella se miró las manos, las manos tan chiquitas que eran capaces de propinar un golpe de karate mortífero.
—No —dijo—. Al principio fue un golpe serio, pero en cierto modo ahora somos mejores amigos que nunca.
Lo sigo queriendo, pero de otro modo. Ya no es romántico... supongo que ahora es más real.
—Robbie es muy buena persona —dijo Daniel—. Piensa un poco lo que ocurrió con esa basura de Steve. Ni
siquiera pasa a saludarte de vez en cuando. Como sabes, los amoríos no duran más de cinco minutos por estos lados.
No tienes la culpa de nada de lo que te ocurre.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque sé que nunca harías nada que pudiera espantar a un hombre. La gente se va y nos deja. Eso es todo.
Era tan amistoso que ella se sintió conmovida. Le miró la boca, tan seductora, y por un instante pensó que, en
caso de enredarse de nuevo, iba a correr el riesgo con Daniel. Luego se dijo a sí misma que no, que no podía ser.
—Tú dejas todo el tiempo a las mujeres. ¿Por qué?
—Ellas también me dejan —dijo él.
—¡Juraría que no es así!
—¿Quién puede hablar con autoridad sobre el tema? ¿Tú o yo?
—Tú, evidentemente —dijo Kate, sintiéndose animada por primera vez en mucho tiempo. Daniel, al fin y al
cabo, era humano—. Bueno... cuando esas mujeres desalmadas te dejan... ¿Por qué te dejan?
—Se aburren. Para empezar, no habían querido nada serio. Yo nunca espero que los extraños me den más de lo
que están dispuestos a dar.
—¿Extraños? —preguntó Kate.
—En cierto modo —dijo él.
¡Los ojos eran tan azules! Pobre Daniel, pensó Kate, no debe ser divertido acostarse siempre con gente extraña.
Ninguna de las mujeres con quienes él se acostaba estaba alguna vez celosa de las otras, o por lo menos no lo
demostraba. Se le ocurrió que esto debía hacer que se sintiera muy inseguro.
—Supongo que una buena parte de ellas estaban enamoradas de ti —dijo.
—Nada más que unos cuantos centenares —dijo él, sonriendo para indicar que estaba chanceando.
—Se me ocurre que lo estaban y que tú no te diste cuenta.
—Ay, ay —dijo él—. Aquí todo el mundo piensa que soy el Supersemental. ¿Te das cuenta del efecto que produce
eso en una mujer sensible, perceptiva, inteligente? Inmediatamente se dice: este sujeto es una bestia. Me va a usar para
agregar un nuevo arito a su cinturón. Muy bien, yo también lo voy a usar con la misma finalidad. Kate, si alguna vez me
intereso en alguien... tendré que hacer un gran esfuerzo por hacerme ver. Como se dice, mi reputación me antecede.
—Nunca pensé en eso —dijo Kate.
—Piensa.
—Cuando yo te hice una broma... ¿no te vas a ofender?
—Por supuesto que no.
—Se me ocurrió que te complacías en tu reputación...
—No puedo decir que me hiciera sufrir.
—Supongo que se parece al caso de una mujer demasiado bonita —dijo Kate—. Esa mujer empieza a pensar
que todos los hombres andan detrás de ella por su físico. Nunca se me ocurrió pensar antes en esto.
—Yo tengo una teoría sobre el éxito —dijo Daniel—. El éxito no convierte a una persona en una basura. Si empieza
por ser una basura, el hecho de ser un éxito solo le permite ser lo que siempre ha sido abiertamente y con impunidad.
—Y si esa persona es de buena calidad lo sigue siendo, ¿no es así?
—Esa es mi teoría. Ven. Salgamos. Te invito a tomar una cerveza.
—Está bien —dijo Kate—. Déjame que vaya a buscar mi abrigo.
Fueron a la cervecería en el auto de Kate, porque Daniel solo tenía una bicicleta. Kate advirtió que era la
primera vez que ella y Daniel salían solos. Por algún motivo, tenía cierta dificultad en respirar normalmente. Es ridículo,
pensó, es un viejo amigo, lo conozco como nadie lo conoce... es Suelto de Lengua. Forma parte de mi mundo secreto y
yo formo parte del suyo.
La cervecería estaba colmada. Ruidosos grupos comían y bebían en casi todas las mesas. Tuvieron que ponerse a

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buscar una mesa vacía y, mientras avanzaban, la gente los saludaba, pero la mayoría saludaba a Daniel y los conocidos
que le hablaban eran casi todos chicas muy bonitas.
—Me pondría celosa —dijo Kate.
—¿Cómo?
—Si anduviera contigo y todas esas mujeres te saludaran... me pondría celosa.
—¿Qué harías en tal caso? —preguntó él, halagado y divertido—, ¿Me darías un golpe de karate?
Ella rió.
—El karate no sirve en el amor. Es una actividad seria.
Finalmente encontraron una mesita hacia el fondo del salón y pidieron cerveza de barril. Daniel se levantó y echó
unas monedas en la juke box. Kate echó una mirada en derredor, con la certeza de que ni Jay Jay ni Robbie iban a estar
allí, pero con la esperanza de que no estuvieran. Si hubieran estado, se acercarían a la mesa y se sentarían con ellos. Esta
era la primera vez que se le presentaba la ocasión de saber cómo era Daniel en realidad, y estaba dispuesta a averiguar
todo lo que pudiera. Se habían hecho amigos durante él juego y habían pasado juntos todos esos fines de semana, pero
en realidad ninguno conocía los pensamientos íntimos del otro. Esta noche era distinto. Daniel volvió a la mesa.
—¿No vas a pensar que soy una cursilona si te pido que me cuentes la historia de tu vida?
—No puedes ser más cursilona que la historia de mi vida —dijo Daniel—. Pero como, por suerte, es muy corta
e incolora, lo puedo hacer con mucho gusto.
A Kate le pareció muy reconfortante la historia de la vida de él. Era tan normal, tan saludable. La vida de
Robbie era triste, la de Jay Jay extravagante, e incluso la suya era decepcionante, pero Daniel había tenido una vida
verdadera, la clase de vida que a la gente le hubiera gustado tener. Lo visualizó con su mente: el niño querido que crece
rodeado del estímulo de su familia. Volvió a preguntarse, como lo hacía tantas veces, por qué habría elegido Daniel el
enterrarse en una universidad como Grant. Nada es lo que parece ser, pensó Kate. Esta noche empezaba a ser una de
sus mejores noches.
—¿Por qué elegiste esta universidad? —preguntó.
—Es la universidad que quería.
—Podrías haber ido al Instituto de Tecnología de Massachusetts.
—Es adonde mis padres querían que fuera.
—Supongo que no lo hiciste en contra de ellos... no lo puedo creer.
—No. Vine aquí porque creo que, en realidad, no soy ni ambicioso ni competitivo. Quiero inventar juegos con
computadoras y llevar una vida tranquila, pasándolo bien. Supongo que, si estuviéramos en los años sesenta, sería una
especie de fracasado. Esto es una solución media, en cierto modo. Además, Grant no es un mal lugar. ¿Por qué tú
viniste aquí?
—Es donde pude meterme —dijo Kate—. Grant no es algo del otro mundo, pero tampoco es mala, como tú
dices. El departamento de creación literaria es bastante bueno. Tengo la oportunidad de escribir una novela como tesis.
Y eso no se puede hacer en cualquier universidad.
—Ojalá pudiera yo presentar un nuevo juego de computadoras como tesis.
—¿Por qué no se los propones? A lo mejor la idea les gusta.
—Creo que lo voy a hacer —dijo él, muy animado—. Gracias.
—A tus órdenes.
Pidieron otra cerveza.
—Permíteme que te haga una pregunta —dijo Kate—, ¿No has notado que Robbie últimamente actúa de un
modo muy raro?
—¿Qué ves en él de raro?
—Bueno... le dio la camisa que tenía puesta a Tony Nelson porque Tony le dijo que era muy bonita.
Daniel se encogió de hombros.
—Tony Nelson está becado a medias y tiene un empleo de un turno para pagar sus matrículas. Creo que ha sido
muy generoso de parte de Robbie.
—Y últimamente no deja pagar nada a nadie.
—Probablemente piensa que nos hemos estado aprovechando de Jay Jay. Y yo también lo pienso.
Kate suspiró. Era muy difícil de explicar. Al contribuir Daniel con sus luces, todo parecía muy normal. ¿Cómo
decirle que no se trataba de esto o de aquello, sino de cositas muy chicas, por aquí y por allá, que configuraban un
Robbie nuevo y distinto?
—Tal vez sea mi imaginación de escritora —dijo—. Es como si... No te rías... Es como si Robbie hubiera
sacado al Hombre de Dios del juego y tratara de ponerlo en la vida.
El rió.

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—Te ríes —dijo Kate.
—Tienes una mente creadora, Kate. Eres maravillosa. No creo que Robbie se esté convirtiendo en Pardieu, que
tú te estés convirtiendo en Glacia y yo en Suelto. Últimamente no he robado nada, ni siquiera he firmado un cheque sin
fondos. El juego es un escape para nuestras fantasías y nada más. Elaboramos todos nuestros problemas en las cavernas
y allí los dejamos.
—¿Qué problemas elaboras tú?
Creo que me limito a jugar el juego —dijo Daniel—. Mi problema consiste en que el juego me gusta más que el estudio.
—A mí me pasa lo mismo —dijo ella—. Creo que tienes razón en relación a Robbie. Voy a tratar de no
preocuparme más.
Mientras conducía de vuelta a los dormitorios, Kate se sentía feliz, más feliz que lo que había estado en mucho
tiempo. Siempre había considerado a Daniel su amigo, pero ahora él era realmente su amigo. Por primera vez desde que
Robbie se había vuelto impotente Kate no se sintió en falta. Se sentía muy bien.
En los dormitorios, al entrar, ella y Daniel se cruzaron con Robbie en el salón de entrada. Robbie los saludó con
una sonrisa celestial, sin el más mínimo rastro de curiosidad en los ojos. Ellos le sonrieron de vuelta y le dijeron ¡hola!
Jay Jay les habría preguntado en dónde habían estado, con miedo de haber perdido algo. A Robbie, al parecer, esto lo
tenía sin cuidado.

CAPÍTULO 6
Jay Jay estaba contento. Ahora que Kate y Robbie hablan roto, él ya no estaba celoso de Robbie y había
decidido que el bueno de Robbie era una de las mejores personas que habla conocido en su vida. Robbie incluso le
había prestado su auto para que llevara un artefacto especialmente voluminoso a las cavernas, y ni siquiera anduvo
merodeando para descubrir qué era. El artefacto era un ataúd que Jay Jay había obtenido en la sección de teatro de la
universidad. Allí había descubierto un tesoro de adminículos y, al parecer, a nadie le importaba que retirara los objetos,
siempre que no hicieran falta y que él los trajera de vuelta. Tuvo que hablar a dos estudiantes de teatro del juego de las
cavernas, pero ellos no se interesaron, al parecer, y prometieron no revelar el secreto a nadie. Toda la fantasía que
buscaban la encontraban en sus dramas, y él se dio cuenta de que no se le iban a poner en el camino.
Jay Jay también había decidido lo que habría de ser el tesoro: una excelente réplica de un reloj Porsche de acero,
de color negro mate, que había visto en la vitrina de una tienda en Nueva York. Iba a recolectar el dinero de los otros y,
en las vacaciones de primavera, cuando fuera a su casa, lo iba a comprar. Era un reloj grande, de hombre, pero él pensó
que, si Kate lo ganaba, le iba a quedar muy bien. Tanto le gustaba el reloj que pensó que también podría comprarse uno
para él, puesto que no podía ganarlo.
¿Hasta dónde se habrían internado en las cavernas hacia el fin del año escolar, cuando se descubriera el tesoro?
Jay Jay pensaba que el trabajo que estaba haciendo al trazar la cartografía de las cavernas era extraordinario. Incluso era
una especie de servicio social. Tal vez cuando ellos hubieran terminado otros estudiantes podrían usar las cavernas para
realizar estudios geológicos de cierta clase. Nunca le pasó por la cabeza que ésta era una idea ampulosa e irreal. Después
de lo que había concebido y hecho, nada podía ser demasiado irreal.
Últimamente no iba casi nunca a los dormitorios. Aparte de la obligada asistencia a las clases, estaba jugando su
juego, buscando los objetos que le hacían falta para éste o iba a las cavernas a preparar sus escenarios. Trabajaba
siempre concienzudamente, dejando una pista para no perderse. Ahora estaban mucho más allá del lugar en que el arroz
podía ayudarlos a volver; actualmente un reguero de arroz le hubiera hecho dar a uno vueltas en círculo, sin posibilidad
de salida. Tanto mejor, ya que los empleados del supermercado, al ver que compraba aquellas inmensas cantidades de
arroz, lo habían tomado por uno de esos chiflados que solo piensan en dietas de salud. Ahora Jay Jay pintaba flechas
con pintura al aerosol, así como códigos y símbolos de dirección en las paredes de los cuartos que habían usado, con los
mapas a mano en todo momento. Estaba tan ocupado y sus tareas como Inspector del Laberinto se habían vuelto tan
complicadas, que ya ni siquiera tenía tiempo para ir al cine. Esto era lo único que lamentaba. Pero las prioridades se
imponían y, puesto que había que elegir, Jay Jay había elegido el juego. Ver películas, por mucho que le gustara, era algo
pasivo.
Su miedo a las cavernas se había convertido ahora en una especie de respeto. Era como si él y el laberinto se
entendieran el uno al otro. ¿Sería ésta la sensación de las personas que doman a una fiera fuerte y peligrosa? Era
imposible llegar a ser el amo del animal, pero el animal y el hombre se ponían de acuerdo para trabajar juntos. Algunas
noches, después de haber terminado con sus quehaceres en las cavernas, Jay Jay se demoraba un poco contemplando el
dominio que nunca iba a ser suyo, pero que tampoco habría de ser de ningún otro. Él sabía que, si llegaba a perderse
allí, había fuertes probabilidades de que nadie lograra encontrarlo. Él era el único que entendía su propio código de

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señales. De algún modo, esto no lo asustaba. Había un hechizo en este lugar oscuro y mortífero, un hechizo que lo
atraía, que lo llamaba. Él sabía qué era esta atracción. No era la muerte, no era el peligro, no era la excitación del miedo
y el alivio del miedo vencido. No era nada de esto.
Era el poder.

CAPÍTULO 7
Robbie pensaba ahora todo el tiempo en el juego. Incluso cuando estaba haciendo otras cosas, el juego seguía
en su mente. Cuando el equipo de natación de Grant competía con el equipo de otra universidad y ganaba, los otros
eran presa de un júbilo exaltante, pero él fingía tan solo participar de la emoción. ¡Era tan trivial comparado con su otro
mundo! Cuando el equipo de Grant perdía y los otros se entristecían, él también fingía estar triste, pero perder era tan
poco importante como ganar. No había riesgos, ni excitación real, ni compañerismo verdadero. El entrenador vociferaba
quejas contra los nadadores que no habían dado el máximo, los conminaba a hacer un mayor esfuerzo. Robbie no podía
concebir que un Inspector del Laberinto pudiera comportarse de ese modo irracional. Y pensó que tal vez el año
venidero iba a dedicarse a otro deporte que lo dejara en paz y no lo perturbara.
Ser Pardieu le daba esa paz. Cuando estaba jugando en las cavernas se movía como si estuviera dentro de un
sueño mágico y por las noches sus sueños adquirían la cualidad de la vida real. A veces era difícil decir qué era lo real y
qué no lo era, pero esto no le incomodaba, más bien le gustaba. A veces se sentía dueño de poderes reales, capaz de
extender su mente más allá de su ser físico y de hacer milagros. El nuevo régimen monástico de prescindir de la carne, el
alcohol y el sexo le hacía sentirse purificado. También había renunciado a los dulces y a los postres de confitería; solo
comía un poco de fruta. Había perdido peso, lo cual era natural. Así se sentía más próximo a la pureza de su espíritu.
El Gran Hall se presentaba ahora casi todas las noches en sus sueños; en ese rostro había tal expresión de belleza
extraterrena que Robbie tenía ganas de llorar de gratitud. En sus sueños él siempre era Pardieu, siempre mejor, más
fuerte, más digno que nunca. Finalmente estuvo en condiciones de recibir mensajes en relación a su misión.
Soñó con la Ciudad de las Dos Torres, que se elevaban en la bruma sobre el cielo celeste y rosa del amanecer,
con un intenso fulgor blanco. Pardieu avanzaba en medio de la bruma como si estuviera en el cielo: El Gran Hall
marchaba a su lado.
—Es allá que debes ir —dijo El Gran Hall.
—¿En dónde está?
—Bajo tierra.
—¿Qué significaba esto? ¿Una ciudad secreta bajo tierra?
—¿Dónde? —preguntó.
—Va a ser fácil cuando estés preparado.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Lo sabrás.
—¿Cuándo?
—Pronto.
El Ojo de Timor siempre estaba con él ahora y a menudo Pardieu tanteaba la bolsita donde lo tenía guardado o
lo sacaba para contemplarlo y darse valor. Mantenía en secreto esta posesión. A alguien se le podía ocurrir robarlo, tal
vez a Suelto de Lengua. No hay que confiar nunca en los charlatanes.
Y ahora, cuando despertaba de sus viajes por las calles de sus sueños, Robbie se ponía a trazar un mapa de ellos
para no olvidarse. Las calles parecían configurar un laberinto, pero no era el laberinto de las cavernas, que él ya había
trazado. Estaba consciente de tener el conocimiento secreto del futuro en este nuevo laberinto, y casi todos los días
podía hacer algo en este sentido. Releyó a Tolkien y a Castañeda y buscó libros sobre temas de ocultismo, pero ninguno
era adecuado, al parecer. El Gran Hall estaba descontento.
—Los libros no te darán las respuestas —dijo El Gran Hall—. Solo yo puedo dártelas. ¿Por qué tanta impaciencia?
—Porque te amo —contestó Pardieu respetuosamente.
—Sí, ya lo he notado. Has purificado tu cuerpo; ahora debes purificar tu alma. Debes buscar el camino que lleva a
la claridad.
—¿Qué debo hacer para eso?
—Confía en mí. Recuerda lo que ves.
—Estoy componiendo un mapa.

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—Si eso te place...
—Pero... ¿a ti te place? —preguntó Pardieu.
El Gran Hall le sonrió bondadosamente.
—Cuando estés realmente preparado, los mapas no te harán falta. Entonces sabrás todo.
¿Todo? Durante el día Robbie trabajaba concienzuda y minuciosamente en su mapa. A veces lo contemplaba y se
sorprendía de haber tenido la capacidad de dibujar un laberinto tan perfecto. Nunca lo había hecho antes. Dibujaba
sobre un papel celeste pálido, el color que tenía el cielo en sus sueños, y en los márgenes de la hoja diseñaba las altas
torres blancas, con nubes por debajo. Con magníficas y policromas letras unciales Pardieu había caligrafiado: EL GRAN
HALL. Luego escribió: LAS DOS TORRES. Pero después de considerar su obra, se le ocurrió que aún faltaba algo.
Un buen día descubrió lo que esto era. Faltaba la marca de su amor y su respeto por El Gran Hall y por la misión
secreta de Pardieu. Nítidamente, con precisión, Robbie dibujó un corazoncito con tinta roja en el centro de su laberinto.
Ya nadie venía a verlo ahora en su monástica habitación, de tal modo que no era necesario esconder su mapa.
Además, aun en el caso de que alguien llegara a ver las cosas que él había dibujado, ¿qué podía entender?

CAPÍTULO 8
Por primera vez en su vida Daniel experimentaba una emoción nueva y sorprendente: estaba realmente
envidioso del ingenio y la inventiva de Jay Jay. A veces pensaba que en realidad estaba irritado
consigo mismo por no habérsele ocurrido jugar el juego en las cavernas, pese a que había pasado
tantas veces junto a ellas y le habían llamado la atención. Tampoco había tenido la inspiración de
emplear objetos reales. Hacía mucho tiempo, cuando Daniel había comprado su primer reglamento para
principiantes del juego del Laberinto había leído en la introducción que éste era un juego en el
cual nadie perdía nunca. Esto no era cierto. Si uno moría, uno perdía. Se podía crear un nuevo
personaje y empezar de nuevo, incluso se podía usar el mismo personaje con quien uno se había
encariñado, pero ese personaje era un neófito, un recién nacido. Tener que empezar todo de nuevo,
cuando el éxito estaba tan tentadoramente cerca, era sin duda el equivalente de perder.
Había perdido el control de su propio juego, había perdido su puesto como inspector del
Laberinto y ahora comprobaba que su propia estima iba bajando a medida que Jay Jay los mantenía
continuamente asombrados por su brillante imaginación. Jay Jay demostraba ser un genio en el campo
en que Daniel había decidido especializarse al dejar la universidad.
Daniel comprendía que solo había una manera de recobrar su propia estima. Tenía que
sobrepasar a Jay Jay intelectualmente y ganar el premio. Ir al cuarto de Jay Jay y echar una
mirada rapaz a sus mapas era inconcebible: la idea era repulsiva. Pero quería ponerse a la
delantera, saber qué se estaba proyectando, mantenerse fuera de cualquier incidencia y tomar la
decisión justa. Uno nunca podía saber lo que iba a salir del golpe de cubilete, pero si uno
conocía los peligros que acechaban en las cavernas y la manera de eludirlos, las posibilidades de
ganar aumentaban. Daniel decidió lo que iba a hacer. La cosa no le gustaba —era deshonesta además
de peligrosa— pero algo que él no podía dominar lo urgía e incitaba todo el tiempo a hacerlo, al
punto que no podía concentrarse en nada, ni siquiera en los estudios. Tenía que hacerlo.
Tenía que ir solo a las cavernas y descubrir lo que Jay Jay había ideado.
Sin embargo, para empezar, había que librarse de Jay Jay. El muy fanático pasaba todas las
noches en las cavernas. Daniel no podía ir allá con luz del día, porque necesitaba la bicicleta
para cargar con el equipo y alguien podía verlo. ¿Qué podía hacerse para que Jay Jay faltara una
noche en el laberinto... sin despertar sus sospechas?
Daniel se puso en busca de Glenna, la muchacha que Jay Jay había invitado al baile
retrospectivo y a quien no había vuelto a ver. Tal vez esto no fuera del todo derecho, pero por
otra parte lo peor que podía ocurrir era que ella y Jay Jay ya tuvieran otra persona, y lo mejor
era que hubieran iniciado un amorío. La encontró en su cuarto, estudiando.
—¿Puedo entrar? —preguntó amablemente Daniel.
—Por supuesto —dijo ella.
Como ella estaba sentada en el sillón del escritorio, él se sentó en el borde de la cama.
—¿Cómo te trata la vida? —preguntó él.
—Muy bien. ¿Cómo está Jay Jay?
—Me causa gracia que lo nombres. Justamente él te nombró el otro día.
—¿De veras? —preguntó ella, halagada—. ¿Qué dijo?
—Oh... dijo que eras una persona muy interesante y que en realidad tenía muchas ganas de
verte. Pero no sé si sabes... Jay Jay es muy tímido.
—¡No me parece!
—Cuando está por dar una fiesta no es tímido —dijo Daniel—. Pero se siente inhibido si tiene
que invitarte al cine, por ejemplo.
—¿Eso te lo dijo él?
—Conozco muy bien a Jay Jay. Es uno de mis mejores amigos.

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—Entonces yo lo voy a invitar al cine —dijo Glenna—. No me da ningún miedo. ¡Es un amor!
Asunto arreglado.
Jay Jay y Glenna fueron a la noche siguiente, un martes, a Pequod a ver una película. Ella
se sentó en la parte de atrás de la moto y daba gritos de miedo y de placer. “Es demasiado joven
para mí”, había dicho Jay Jay, “pero no quiero herirla.” Pareció muy halagado ante la idea de que
cualquier chica, Glenna incluso, pudiera enamorarse secretamente de él.
En cuanto la pareja estuvo a buena distancia, Daniel juntó sus cosas: su linterna, el mapa
del laberinto, papel milimetrado y lápices, un voluminoso rollo de bramante y el cuchillo con que
había de cortarlo, tiza para marcar las paredes de los ámbitos en que entraba, una esponja y un
botellón de agua, de material plástico, para borrar las marcas de tiza al irse de los cuartos, y
la imprescindible brújula. Iba a usar la gran lámpara que Jay Jay había dejado en las cavernas.
Estaba un poco nervioso, no por temor a ser descubierto sino a perderse. Se dijo a sí mismo que
Jay Jay había estado explorando solo estas cavernas casi todas las noches desde hacía tres meses y
no le había pasado nada. Jay Jay no había tenido miedo, y solo tenía dieciséis años.
Daniel puso la gran bolsa de papel con su equipo en la canasta de la bicicleta y salió
pedaleando en el oscuro atardecer, como si fuera a la ciudad. Pero cuando el camino se bifurcaba
hacia el este, en dirección a las cavernas, Daniel eligió la ruta de su destino.

CAPÍTULO 9
Kate volvía al edificio de los dormitorios desde la ciudad, adonde había ido a comprar algunas cosas de
farmacia. Compró tres clases de shampú, aunque solo le hacía falta una: la cosmética capilar era su debilidad.
También un nuevo acondicionador de la cabellera y algo que nunca había probado antes y que se llamaba “El
Enjuague Final”. Esperemos que no me haga un desastre en la cabeza, pensó. En la ruta vio una figura en una
bicicleta que —hubiera jurado— era la de Daniel. Estuvo a punto de tocar la bocina, pero estaba tan oscuro que no
se podía tener la certeza, y no quiso asustar al ciclista, que tal vez no era Daniel. Miró por el retrovisor cuando la
bicicleta la pasó; notó que tomaba por la ruta que llevaba a las cavernas y se perdía de vista.
Muy extraño. ¿Por qué Daniel —si era Daniel— iba a las cavernas? Esa ruta llevaba a muchos otros lugares,
pero todos estaban demasiado lejos para llegar a ellos en bicicleta. Incluso si era alguien que volvía a su casa
desde la biblioteca, no era posible que viviera allí. Tenía que vivir en Pequod o en los alrededores, no hacia el este.
Por otra parte, a esta altura ya tenía la certeza de que había sido Daniel. Dio vuelta en redondo y emprendió el
camino que llevaba a las cavernas para averiguar.
Estacionó en el soto en donde siempre dejaban el auto cuando venían a jugar el juego. Dejó los focos
encendidos para poder ver y bajó. La noche era clara y serena, se había levantado una suave brisa y la luna y las
estrellas refulgían. El suelo estaba todavía barroso y resbaladizo a causa de la semana de lluvias que había
seguido al deshielo de primavera. El que había venido aquí, sin ninguna duda, tenía muchas ganas de venir.
Entonces vio la bicicleta de Daniel, oculta en los matorrales. Kate la reconoció porque él era el único
estudiante que tenía una bicicleta con un cartel que rezaba: NO GOLPEES AL MAS CHICO. El corazón se le contrajo
de miedo. Daniel había escondido su bicicleta y se había metido solo en las cavernas. El motivo ella no lo sabía,
pero sabía que estaba corriendo un peligro gravísimo.
Kate volvió al auto y sacó su linterna de la guantera. Apagó las luces de los faros para no gastar la batería —
ni ser descubierta— y avanzó hacia las cavernas guiadas por el haz moviente de luz en su mano y la luz de la luna.
Se detuvo frente a la cadena y sintió una especie de sofocación. No podía entrar allí sola, no en lo oscuro,
no podía hacerlo por nadie... tenía demasiado miedo. Dio un paso hacia adelante y pasó por debajo de la cadena,
echando el haz de luz sobre las bien conocidas paredes negras.
—¡Daniel! —gritó—. ¡Daniel!
Silencio. Tal vez no estaba allí. Volvió sobre sus pasos y corrió sobre el barro, gritando el nombre de él, pero
él no contestó y ella supo que estaba en las cavernas y que era necesario entrar. Tal vez estaba herido, o se había
extraviado. Tal vez había venido para preparar alguna especie de broma para sus compañeros, poner algún objeto
aterrador para la próxima visita; estaba segura de que había venido con su mapa. Ella no tenía el suyo, ¿cómo
habría de tenerlo?
—¡Daniel!
Se metió velozmente dentro de las cavernas, como alguien que le tiene miedo al agua y que se zambulle
por primera vez.
—¡Daniel!
La voz resonó en las paredes abovedadas, como si se burlaran de ella. Daniel, Daniel... Iel, lel.
La oscuridad de la lavandería resurgió por un instante en su mente; casi pudo oír de nuevo la respiración
entrecortada, insana, de aquel hombre. Pero aquí no había ningún violador asesino. Solo la intensa oscuridad qué
la asustaba al punto que sentía un frío mortal y estaba sudando a la vez... y los peligros reales de las cavernas... y

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Daniel. La idea de no volver a ver nunca más a Daniel le dio ganas de llorar. Recordó de repente que en la última
Navidad había pensado que, si uno quería realmente a alguien, tenía que estar dispuesto a morir por esa persona.
Y éste era el sentimiento que le inspiraba Daniel, que siempre le había inspirado, aunque había tenido miedo de
reconocérselo a sí misma, porque pensaba que él la iba a abandonar. Lo quiero, pensó Kate.
Avanzó lenta, cautelosamente, hacia el recinto que, según recordaba, contenía las lámparas, y con un
suspiro de alivio las vio en un rincón. También estaba allí la caja de fósforos de seguridad. Kate encendió una de
las lámparas. Era mejor que la linterna, pero seguía en las tinieblas, seguía en peligro. Marchó por la parte del
laberinto, que .recordaba, más velozmente ahora, evitando el estanque sin fondo, gritando el nombre de Daniel
hasta quedar ronca. Jay Jay había pintado toda clase de graffiti en las paredes para no perderse, pero Kate no
sabía descifrarlos. Si Daniel anda cerca debe tener una luz, pensó, y lo voy a ver. Había olvidado contar el número
de lámparas, pero no vio por ninguna parte la gran lámpara de campamento que funcionaba a batería, y
comprendió que Daniel se la había llevado. Tal vez las pilas estaban gastadas... ¿cuándo las había cambiado Jay
Jay por última vez?
—¡Daniel!
Me va a oír, incluso en la oscuridad me va a oír, va a ver mi luz. Tal vez haya caído y esté inconsciente o...
No, no se permitió a sí misma pensarlo... “muerto”.
Ahora estaban ahí tan solo las partes inexploradas, el laberinto que solo conocía Jay Jay, y partes que nadie
conocía. De repente se dio cuenta de que ya no tenía miedo a la oscuridad, que hacía casi cinco minutos que solo
tenía miedo de lo que podría ocurrirle en caso de dar un paso en falso. ¡No lo daré!, se dijo. ¡He conquistado la
oscuridad! Entró por un pasadizo y llegó a otro cuarto. El haz de su luz iluminó las fantasmales formas de las
estalagmitas y estalactitas —¿qué eran, después de todo, agua petrificada?— y las paredes frías y húmedas. Nada
en este cuarto. Volvamos al otro... y Kate comprendió de pronto que se había perdido.
Perdido.
En un principio empezó a correr en círculos, frenéticamente, como un animal presa de pánico. Luego se forzó a
detenerse y reflexionar. Nuevamente se puso a llorar con sollozos de angustia y de temor. De alguna parte llegaba
un ruido de agua que goteaba y Kate se preguntó si sería el cuarto en donde ya había estado, con el estanque sin
fondo, o un cuarto nuevo. Por lo menos, el ruido era una ayuda. Luego comprendió que no tenía importancia: las
cavernas se bifurcaban infinitamente, repitiendo sus diseños... era posible seguir dando vueltas y vueltas
eternamente, sin notar ninguna diferencia. No, no iba a ser eternamente, sino tan solo hasta que uno moría.
Recordó algo que había leído en alguna parte: era posible vivir hasta un mes sin comer, pero solo se podía
vivir dos días sin agua. ¿Sería verdad esto? Tal vez iba a hallar algún pozo de agua donde beber. De ese modo, por
lo menos, no moriría abrasada de sed, sino que la vida se iría retirando de ella. ¡No quería morir allí! No era
posible... tenía que encontrar una salida.
Y, sin embargo, sabía que era muy posible. Ella y sus compañeros siempre lo habían sabido.
Por la mente le pasó un poema de Edna St. Vincent Millay:
Sola, sola, en un atroz lugar,
en la total oscuridad sin caras,
solo el gotear del agua sobre la piedra,
el rumor de tus lágrimas, el sabor de las mías.
Pensó en la educación que había recibido y que iba a quedar desperdiciada, en las cosas que no había
hecho o había intentado hacer. Ahora nunca las haría. Ya no iba a conocer los misterios del envejecimiento y de-
hacer descubrimientos sobre la vida. Nunca escribiría su libro. Pensó en Daniel, pensó que lo había amado y se
preguntó si habrían podido vivir juntos, aunque no fuera esta noche. Sus padres iban a quedar deshechos al
perderla, su hermana... ¿quién hubiera dicho que estaba destinada a morir en una cueva?
Mientras pensaba estas cosas seguía avanzando, sencillamente porque no podía echarse a tierra y esperar
que sucediera algo. Recintos pequeños y grandes, angostos pasadizos... tratando de encontrar algo conocido.
Rezó. Lo hizo por primera vez desde que, siendo niña, había recitado oraciones en coro en la escuela dominical.
Decían que nunca era demasiado tarde.
De repente se dio cuenta de que, cuando se gastara el combustible de la lámpara, iba a quedar sumida en
una oscuridad total, sola.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Socorro, socorro, socorro!
Y las paredes le hicieron eco burlonamente. Orro, orro, orro...
Observaba el nivel del combustible de la linterna y seguía marchando, buscando un cuarto en donde morir.
Caminaba y gritaba a la vez, con la garganta reseca, temblando por la humedad, sintiendo odio por el eco
que le recordaba su desvalimiento. Se le ocurrió pensar que estaba perdiendo el tiempo. El eco había cambiado
ahora, ya no decía “orro” sino “hola”.
Hola, hola, hola...

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¡Daniel!
Kate trazaba amplios arcos con la lámpara, gritando el nombre.
—¡Daniel: soy yo, Kate! ¡Aquí! ¡Aquí estoy!
—¡Quédate ahí! —gritó él desde lejos. La voz era débil y lejana, pero ella la oyó—. Sigue llamando hasta que
dé contigo.
Kate sintió una tibieza en el cuerpo, como si la sangre volviera a circular por su cuerpo aterido. Él la iba a
encontrar. Se iba a salvar. Siguió gritando con voz ronca y al cabo de un tiempo, que le pareció muy largo, vio el
reflejo de la luz de él sobre la pared negra y brillante; luego vio la luz. Finalmente lo vio a él. Nunca nadie le había
parecido más adorable en toda su vida. Se echó en sus brazos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él.
—¿Yo? ¿Qué haces tú aquí?
—¡Santo Dios! —dijo él—. ¡Ni siquiera tienes una brújula!
-No me sueltes —dijo ella. Se refugió en la seguridad del cuerpo de él, entre los brazos que la rodeaban, apretando
la cara contra la aspereza reconfortante de la tricota. Le enlazó la cintura con los brazos para que no la soltara.
—¿Por qué estás aquí sola? —dijo Daniel.
—Vine siguiéndote los pasos, tonto. Pensé que te ibas a perder, pero fui yo la que me perdí.
—¿Viniste a buscarme en la oscuridad? —dijo él, con asombro en la voz, que sonó suave y muy conmovida—
. Es algo...
—¿Qué?... ¿Algo loco?
—Es heroico... Es el acto más considerado que nadie ha tenido conmigo nunca.
—Te quiero —dijo ella. Las palabras salieron de sus labios antes de que pudiera retenerlas. Había echado
todo a perder: ahora él ya nunca volvería a ser su amigo. Sintió que las lágrimas le llenaban los ojos y supo que
agravaba la situación al ponerse a llorar delante de él, al ponerse en ridículo.
Él se apartó y la miró con ojos dilatados por la ternura y la sorpresa.
—Te quiero —dijo.
El la besó y los dos se trenzaron, besándose una y otra vez. Aquella boca sensual... Ella no podía creer que
pudiera darle un placer tan intenso, algo superior a lo que nunca se había atrevido a imaginar.
—Salgamos de aquí de una vez —dijo Daniel.
Le tomó la mano y la condujo por el pasaje por el que acababa de llegar. Ella lo siguió, sosteniendo su
lámpara en una mano y aferrándose con la otra del borde de la chaqueta de él. Notó que Daniel había hecho
marcas en las paredes y que ahora se detenían por unos instantes para borrar las marcas en cada recinto,
verificando la posición en su mapa.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kate.
—Te lo diré después. Ahora salgamos de aquí. Por esta noche has estado bastante tiempo.
Cuando llegaron al recinto conocido donde se almacenaban las lámparas, las dejaron en el suelo y
apagaron las luces. Ahora tenían sus linternas y Daniel volvió a tomarle la mano. A Kate le parecía haber estado
toda la noche en este lugar. No tenía la menor idea de qué hora era. Finalmente salieron al reconfortante mundo
exterior y se quedaron bajo las estrellas, aspirando el aire fresco y claro.
—Vi tu bicicleta —dijo ella.
—¿Por qué no volvemos en tu auto? Déjame manejar a mí. Mañana vendré a buscar mi bicicleta.
—Pongámosla en el techo —dijo Kate—. Alguien puede robarla o verla, lo cual ya estaría bastante mal.
¿Por qué se mostraba tan lógica, cuando lo único que quería era que él le hiciera el amor? Pero no lo iba a
solicitar: él tendría que dar el primer paso.
Daniel puso la bicicleta encima del auto y ambos subieron. El echó la bolsa con su equipo sobre, el asiento
de atrás. Mientras él manejaba, ella se recostó en el asiento, demasiado excitada para estar cansada, pensando
que ya nunca volvería a sentir cansancio. Era tan lindo que ella no podía dejar de mirarlo. Y la amaba... Sintió una
increíble felicidad.
—Te diré lo que estaba haciendo en las cavernas —dijo él—. Tal vez ya no me querrás tanto después de saberlo.
—¿Estabas enterrando algún cadáver?
—Estaba haciendo trampa. Quise averiguar lo que Jay Jay proyectaba hacer a fin de adelantármele y ganar
en el juego.
—No sabía que te importara ganar —dijo Kate, sorprendida.
—Yo tampoco lo sabía. Como sabes, siempre he dicho que no tengo espíritu competitivo. Bueno, al parecer
lo tengo... —La miró—. He arriesgado mi vida y he hecho trampa nada más que para ganar. Yo, el tipo que
proclamaba ser un fracasado feliz, soy probablemente la persona más competitiva que conozco. La revelación de
media noche en las cavernas.
—No me parece tan mal —dijo Kate.

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—¿Qué es lo que no está mal?
—Ser competitivo.
—No me molesta descubrir que soy competitivo —dijo Daniel—. En cierto modo me alegro y me siento
aliviado. Sí, pero ¿qué me dices de esa locura que acabo de hacer?
—Sé que no harías trampa si la cosa fuera realmente importante —dijo Kate—. Como un examen o algo de
ese tipo. Esto no es nada más que un juego.
—Pero tiene que ser más.
—Espero que no se lo cuentes a Jay Jay —dijo ella.
—No. Quedaría demasiado halagado. —Los dos rieron. Daniel le contó la forma en que había logrado
apartar a Jay Jay con una invitación de Glenna y a Kate la divirtió mucho. Se sentía embriagada, cómoda, feliz,
segura. Las luces del gran edificio de dormitorios nadaron ante sus ojos.
El sacó la bicicleta del techo del auto y la colocó en el emparrillado del parque de estacionamiento.
—¿Tienes hambre? —preguntó él.
—Ajá. ¿Deseas beber algo?
—¿Y tú?
Él no contestó. No necesitaba hacerlo. Volvió a rodearla con sus brazos y le rozó los cabellos con los labios.
—¿Te quedas conmigo esta noche? —preguntó Daniel. Casi parecía tímido. ¿Tímido?... ¿Daniel?...
Los dormitorios estaban en silencio cuando subieron al cuarto de Daniel. Kate miró por primera vez su reloj
y comprobó sorprendida que eran las dos y media de la mañana. Se alegró de que nadie los hubiera detenido para
saludarlos. Quería estar a solas con él.
La piel de él era como seda, con músculos firmes y tersos que se movían por debajo. Ella siempre había
sabido que él tenía un cuerpo hermoso. Pero lo mejor de todo era la forma en que hacían el amor, como si el uno
hubiera estado sediento por mucho tiempo del contacto del otro;
Kate pensó que tal vez así fuera. Tenía ganas de morderlo, de devorarlo, y al mismo tiempo tenía la
impresión de derretirse. El placer fue de una intensidad desconocida hasta entonces, nunca había sentido algo
como esto, ni de lejos. No te detengas, pensaba, nunca, nunca te detengas.
El, por su parte, tampoco tenía ganas de detenerse. Hicieron el amor toda la noche, una y otra vez,
desesperada e intensamente. No había nada fuera del mundo de sus cuerpos. Las oleadas de sensaciones los
dejaban sorprendidos e insaciables. Cuando finalmente tuvieron que pararse, siguieron pegados el uno al otro,
mirándose y besándose.
—Te quiero tanto que no lo puedo creer —dijo él.
—Juraría que yo te quiero más.
—Estoy seguro de que no es así.
—Tanto mejor —dijo Kate. Los dos rieron de felicidad.
—Yo siempre creí ser Míster Spock, el de la tira cómica... —dijo Daniel—. Creía no tener sentimientos, como
un venusino. Creí que nunca me iba a enamorar, aunque en realidad quería enamorarme.
—Tú no eres Míster Spock —dijo Kate—. Eres el Hombre de Lata. ¿Sabes quién es? El personaje del Mago
de Oz, el que creía que no tenía corazón y, en realidad, tenía el corazón más grande y más amante de todos.
—Me siento como una persona completamente distinta —dijo él—. ¿Sabes? Es muy raro. Es como si hubiera
estado muerto hasta ahora.
—Los muertos resucitan —dijo Kate—. Como en el juego.
—¡Ah, el juego! Ya lo tengo todo previsto, casi hasta el punto en que ha llegado Jay Jay. Ya sé dónde está lo
bueno, aunque él probablemente va a agregar algo más.
—¿Vas a jugar de todos modos?
—¿Hablas en serio? Por supuesto que voy a jugar.
—Bueno, no me cuentes nada —dijo Kate—. Quiero sorprenderme. No es divertido si uno sabe de antemano.
—Tenía pensado algo muy asqueroso —dijo Daniel—. Tengo el propósito de llegar a ser un capitán de
industria acaudalado y exitoso, que trabaja con computadoras e inventa juegos para divertirse.
—No pareces demasiado deprimido.
—Estoy un poco aturdido, pero no deprimido. Es mi destino.
—Bien —dijo Kate —. Jay Jay y yo tenemos el proyecto de ser famosos, de tal modo que tú también debes serlo.
—Y tú y yo siempre estaremos enamorados —dijo Daniel.
—Así lo espero —dijo Kate—. Sí, sigamos así.
—Seguiremos.
Kate supo que realmente podía ser así. Se sintió invadida por una oleada de dicha y de paz. Le dio un
beso. Luego cayó dormida en brazos de él, tan exhausta que, por primera vez, la angosta cama no pareció ser
demasiado chica para dos personas.

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Al día siguiente ninguno de los dos asistió a las clases. Durmieron hasta mediodía y aparecieron a la hora
del almuerzo tomados de la mano. Después del almuerzo volvieron al cuarto de Daniel e hicieron de nuevo el amor
toda la tarde. Debían levantarse para la comida, porque esa noche estaban citados para jugar el juego.
—Lo cierto es que no tengo ganas de volver a esas cavernas esta noche —dijo Kate a Daniel—, La noche de
ayer está demasiado cerca.
—Pero esta vez tienes a dos personas que conocen las cavernas —dijo Daniel.
Se forzó a ir allí, el juego volvió a interesarle, como había esperado que ocurriera, y todo anduvo bien
entonces. Después del juego, cuando todos volvieron a los dormitorios, Kate fue con su almohada al cuarto de
Daniel, donde iba a pasar la noche. Ni siquiera necesitaban ponerse de acuerdo: los dos sabían que querían estar
juntos todo lo posible. Cuando Jay Jay la sorprendió entrando al cuarto de Daniel con una almohada y en salida de
baño, Kate tuvo la impresión de que se entristecía. Está celoso, pensó, pobre Jay Jay.
Robbie no dio ninguna muestra de celos y ella sintió que le quitaban un peso de encima. Ni siquiera
pareció notar la novedad. De todos modos, ahora eran buenos amigos y nada más.
Al día siguiente Kate y Daniel fueron al mercado después de las clases y compraron un colchón de
matrimonio, sábanas y una frazada, volviendo con todo al edificio de los dormitorios. La compra los dejaba
arruinados por meses y meses, pero valía la pena. Estaban subiendo el colchón por las escaleras cuando apareció
Robbie. Kate fue presa de una sensación de déjà vu en relación al episodio del colchón.
—Oh, déjenme que los ayude —dijo Robbie amablemente.
Y no solo los ayudó con el colchón, sino que ayudó a llevar la cama de Kate al cuarto de Daniel y a juntar las
dos camas y poner el colchón de matrimonio encima. Fue necesario sacar el escritorio y llevarlo al cuarto de Kate.
—Esto tiene un aspecto muy decadente —dijo Daniel, contemplando la gran cama con deleite.
—Muy adecuada para un futuro capitán de industria —dijo Kate. Los dos rieron.
—¿Capitán de industria? —preguntó Robbie—. No entiendo.
—Cambié de idea. No voy a ser un dilettante —dijo Daniel.
—Oh —dijo Robbie. Luego sonrió y levantó una mano en un gesto de bendición—. Los bendigo, hijos míos —dijo.

CAPÍTULO 10
Durante mucho tiempo después de su enamoramiento, Daniel consideraba lo que había ocurrido y
llegaba a la conclusión de que debía haber notado lo que estaba pasando, que debía haberlo previsto, puesto
que él era inteligente, observador y lógico. Pero se había enamorado y el asombro y la exaltación de este
inesperado milagro era el toco de su atención. Por otra parte, tal vez la lógica había sido siempre su escollo. Ser
capaz de prever algo tan disparatado y extraño requería una mente abierta a todo.
El momento había llegado: era el fin del invierno y el comienzo del amor. Kate era todo lo que él había
querido y sabía que la relación entre ellos habría de ir mejorando cada vez más. Concibieron el proyecto de que
ella fuera a la casa de él en Brookline, para las vacaciones de primavera. Daniel dijo a sus padres que iría con
una chica que era importante para él y ellos se alegraron. Su madre dijo que esto era un buen pretexto para
poner orden en el cuarto de huéspedes, una tarea que había estado postergando más y más. Daniel no se sintió
en condiciones de tratar con su madre el tema de los dormitorios, aunque estaba enterado de que la madre de
Kate, por lo que Kate le había contado, no se habría opuesto a que los dos durmieran en la misma habitación.
Él confiaba en que Kate no se pusiera celosa de las muchachas que él había tenido antes de ella y que
estaba viendo en todas partes: en los dormitorios, en el campus, en las clases. ¡Y no eran nada más que algunas
de ellas! Ninguna había compartido la nueva cama con él: ésta era exclusiva de ellos y de su nueva vida en
común. Las otras muchachas solo lo habían atraído físicamente. Él hubiera tenido más motivos de celos, en caso
de ser celoso, de los jóvenes que Kate había amado. Él quería que ella lo amara más de lo que nunca había
amado a los otros y ella le aseguraba que así era.
No quería precipitar las cosas, pero en el fondo de su alma tenía la idea de que-si la relación entre ellos

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seguía madurando, habrían de vivir juntos después de graduarse, incluso podrían casarse. ¿Por qué no? Él
quería casarse, tener hijos, y sabía que iba a ser muy feliz si pasaba el resto de su vida con Kate. Por el momento
no quería hablarle de esto, porque las mujeres ambiciosas se aterraban si uno trataba de atarlas o interferir en
sus vidas. Él iba a tener que vivir en el lugar en donde encontrara el mejor empleo y tal vez Kate querría ir a
Nueva York y conseguir un empleo en el mundo de las casas editoras. Se preocupaba tanto por su profesión de
escritora que, si no llegaba a escribir esa novela con la que soñaba, sin duda iba a querer trabajar en una
actividad en la cual pudiera aprender más cosas sobre el arte de escribir. Si la mejor oferta que se le presentaba
venía de Nueva York, todos los problemas quedarían resueltos para él. Pero no había razón para preocuparse
con tanta anticipación. Se sorprendía de ver hasta que punto había cambiado: él, que nunca había querido
hacer proyectos para el futuro, estaba ahora lleno de planes.
Ella le habló una noche del hombre que había tratado de violarla en el lavadero. Daniel tuvo ganas de matarlo.
—¿Por qué no hiciste la denuncia a las autoridades universitarias? —preguntó con rabia—. Debiste
haber exigido que contrataran un guardián.
—Bah —dijo Kate—. Antes hay que violar o matar a alguien. Entonces todas las víctimas futuras podrán
hacer un pedido... Los guardianes hay que pagarlos, ¿sabes? En este mundo a nadie le importa de nadie. Uno
tiene que cuidar el propio pellejo.
Él nunca le había oído hablar con tanta amargura. La apretó contra sí.
—Yo te protegeré.
—Ya lo sé —dijo ella—. Pero entonces yo apenas te conocía.
—Querría poder hacer algo para que nunca hubiera ocurrido.
—Me ha aliviado muchísimo poder contártelo —dijo ella—. Nunca hasta ahora se lo había podido
contar a nadie... por lo menos a alguien que me importara... Y he tenido que fingir que no me importaba. Era la
única forma en que podía encararlo. Ahora me siento mejor, te lo aseguro.
El y Kate hablaron de la posibilidad de ir a Europa en el verano. Elaboraron una manera barata de hacer
el viaje; tal vez sus padres podían darles el dinero. O tal vez podían ir a San Francisco, parar en casa de Kate,
conseguir empleos y ganar lo bastante para sostenerse en las últimas tres semanas.
—Mi padre va a tener para entonces un nuevo recién nacido, muy caro —dijo Kate—. Tal vez me diga que no
puede costearme un viaje a Europa; por otra parte, también puede sentirse lo bastante culpable para acceder.
—Sería agradable poder ir en junio, después del casamiento de mi hermano.
—Hagamos lo que hagamos —dijo Kate— lo haremos juntos y será muy divertido.
Kate escribió un poema para él.
—Es bastante idiota —dijo, tímida. A él no le pareció nada idiota. Juzgó que era maravilloso y lo guardó
en su cartera.
Su vida estaba tan llena, una vida que antes casi había estado demasiado llena con las cosas que seguían
haciendo... ¿Cómo hubiera podido él notar nada? Incluso Kate, cautelosa como un conejo, no había notado
nada.

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CAPÍTULO 11
Jay Jay sabía que el idilio entre Kate y Daniel era una cosa seria; esto le hacía sentir nuevamente su soledad. Ni
siquiera podía fantasear que Kate le estaba dando a cada uno de ellos una oportunidad y que le iba a llegar el turno a él.
Aborrecía su extrema juventud, nunca deseaba a las chicas que lo deseaban: siempre le parecían niñitas. Era el mes de
marzo. La temperatura deprimente había empezado a ceder un poco, pero Jay Jay sabía que no se podía confiar.
Mañana podía nevar de nuevo. El tiempo solo mejoraba en abril: entonces uno sabía que había ciertas esperanzas de
volver a ver la primavera. El Asueto de Primavera empezaba la primera semana de abril. Jay Jay pensó que para
animarse podía dar una fiesta de celebración de la primavera, poner fin apropiadamente al semestre de invierno y enviar
a todos de vuelta a sus casas con los efectos de una linda borrachera encima.
Hizo una lista de todas las personas que le gustaban o a quienes deseaba conocer mejor. Ellos cuatro, por
supuesto; Perry y sus amigos de la Escuela de Medicina, Glenna, Tina, las mellizas... También iba a invitar a todas las
antiguas aventuritas de Daniel para provocar un poquito de trastorno. Había conservado sus antiguas listas de invitados
para no olvidarse de nadie. Toda persona invitada podía venir con amigos, de tal modo que iba a ser una fiesta
concurrida y barullenta, como a él le gustaba que fueran las fiestas. E iba a ser una fiesta normal: nada de artilugios o
ardides. Toda su inventiva la reservaba ahora para el juego. En esta ocasión se limitó a enseñar a Merlín a decir: “Tonto
de primavera”. Un toque de picardía, pensó Jay Jay. La fiesta iba a empezar de tarde. Si llegaba a ser como sus otras
fiestas, iba a durar hasta bien entrada la noche.
Jay Jay esperaba con ciertas ansias el Asueto de Primavera ese año, porque su madre, cuando le telefoneó para decirle la
fecha de su llegada, le informó que se iba a Key West a decorar la casa de un nuevo cliente. Estaba muy excitada. Jay Jay
no se atrevió a preguntarle si había tocado el cuarto de él, y ella no dijo nada, pero naturalmente nunca anticipaba. Iba a
ser divertido tener para él solo todo el apartamento. Pensó en invitar a Kate, a Daniel y a Robbie para que lo visitaran,
pero se le ocurrió que Kate y Daniel se iban a comportar como una pareja en luna de miel en su propio apartamento, y
eso era demasiado: había que ser masoquista para infligirse una cosa así. Además, su madre siempre había tenido miedo
de que sus amigos rasparan algunos de sus preciosos muebles, o hicieran quemaduras de cigarrillo, o derramaran algo si
se quedaban allí cuando ella no estaba presente. Era tentador invitarlos nada más que para fastidiarla, pero este placer
no compensaba por lo otro. De todos modos Kate iba a la casa de Daniel. Para conocer a la familia. ¡Uf!...
Jay Jay despachó por correo cincuenta invitaciones formales. Probablemente iba a invitar a una docena más de
personas cuando tropezara con ellas... cualquiera que le pareciera una buena adición a su vida. Cincuenta era el perfecto
número básico para una fiesta.
—¿Necesitas decoraciones? —le preguntó Perry—. ¿Un lindo embrión en conserva?
—Quiero que la gente se divierta, no que se asquee -dijo Jay Jay.
Jugaron el último juego del semestre de invierno en las cavernas un sábado por la noche. Fue una sesión
particularmente larga; a ninguno le gustaba dejar las cosas sin terminar. Pero naturalmente las cosas siempre quedaban
sin terminar en el juego... y ésta era una de las cosas que éste tenía de bueno. Uno siempre se quedaba en suspenso,
esperando seguir.
El primer día de abril —día de engañabobos— fue claro y no demasiado frío. Cuando el sol desapareció todos estaban
ya bien entrados en la noche de diversión, en el cuarto de Jay Jay y en el salón. Jay Jay llevaba una tricota de cachemira
roja, unos vaqueros inmaculadamente planchados y su yelmo alemán de la Primera Guerra Mundial, con la pica en alto.
Daniel y Robbie se turnaban para cambiar los discos. La música era fuerte, los invitados hacían promesas precipitadas
que más adelante debían lamentar u olvidar, y la voz chirriante de Merlín resonaba con la autoridad de un coro griego.
—Te quiero —dijo Perry a Tina, a quien acababa de conocer.
—¡Tonto de primavera! —dijo Merlín.
Tina rió. Ahora estaba metamorfoseada en Kim Novak, con una sencilla camisa de seda y una falda ajustada con
un tajo al costado. Diminutas perlas habían reemplazado los alfileres de gancho que tenía costumbre de usar en los
lóbulos de las orejas. Jay Jay llegó a la conclusión de que él estaba llamado a ser un descubridor de estrellas.
—Kate—exclamó Jay Jay—. ¡Toma unas fotos!
Tenía una preciosa melliza a cada lado y pensó que podía enviar la fotografía a la revista del college. Era el tipo
de cosas que les gustaba: un recuerdo de los felices días estudiantiles. Kate fue corriendo en busca de su cámara
Polaroid y Sindy y Lyndy sonrieron sus deslumbrantes sonrisas publicitarias.
Los discos favoritos de Jay Jay atronaban desde el estéreo: tenía en la mano una copa de su vino blanco favorito,
mujeres atrayentes lo rodeaban. Se sintió dominando la situación. Había dado alegría a toda esta gente, había traído
animación a sus vidas, les había regalado otra esplendida velada de la que quedarían hablando durante semanas. Él era el
instigador, el jefe. Se sintió muy satisfecho. El gran Jay Jay había hecho lo suyo una vez más.
—¡Tonto de primavera! —dijo Merlín.
Un coro griego es más que un comentarista de acontecimientos o un indicador de espléndidas ironías. A veces

74
también prevé el futuro. A menudo hace una advertencia.

CAPÍTULO 12
Robbie estaba echado en su cama, en la oscuridad, oyendo a los invitados que hacían barullo
abajo. La música resonaba y la luz de la luna penetraba por la ventana del dormitorio. De nuevo
tenía trece años y había ido a los cuartos de arriba para estar solo un rato. Ninguna de las personas
que estaban allí abajo eran amigos suyos y no podía ponerse en contacto con ellos de ninguna
manera. Continuaba vestido porque tal vez podía bajar a la fiesta. Se preguntó si la gente hubiera
estado contenta de verlo de nuevo en caso de haberse fugado.
Era el Robbie de entonces y el Robbie de ahora, esperando que entrara Hall. En parte era
como un sueño, pues veía el pasado y el futuro, sabiendo que Hall iba a entrar, aunque aún no había
entrado, sintiendo que la garganta se le apretaba con el dolor de las lágrimas, consciente de lo que
iba a ocurrir porque sentía la necesidad de ver a Hall. Era- la fiesta de cumpleaños de Hall, el
primero de abril.
Hall cumplía dieciséis años y pronto iba a venir a decir adiós y desaparecer. Saber esto le
hacía sufrir tanto que no podía soportarlo.
La mano de Pardieu se tendió para tantear la bolsita con amuletos que siempre llevaba atada
a su cinturón. Extrajo El Ojo de Timor, que tenía el poder de resucitar a los muertos, y lo acarició.
Cada marca era tan conocida por la yema de sus dedos que a veces la anticipaba, esperando el
momento en que habría de usar el talismán. Estaba esperando a El Gran Hall. Y éste apareció
entonces, como saliendo de la pared, de pie, pálido y tembloroso a la luz de la luna.
—Sí, Pardieu —dijo El Gran Hall—. Tú eres digno. Tú sabes dónde has de encontrarme.
Pardieu sintió que la tensión de su cuerpo se aflojaba y suspiró agradecido. “Al fin...”
murmuró.
El Gran Hall pareció disolverse ante los ojos de Pardieu, pero Pardieu no estaba ni asustado
ni triste, porque sabía que pronto habría de volver a reunirse con El Gran Hall, esta vez para
siempre. Se levantó de la cama. Tenía su espada, sus monedas, todos sus amuletos y habría de
usarlos y usar su inteligencia para librarse del mal. El era digno. El conocía su misión. Iba a traer de
vuelta a El Gran Hall y todo iba a estar bien de nuevo.
Volvió a sumirse en la oscuridad, lejos de todos los Humanos, de los Duendes y otros seres
que pierden su tiempo en frivolidades. Avanzó por el camino hacia el este. El paisaje estaba
cambiando con la llegada de la primavera. Pardieu podía oler las flores bajo el suelo, sentir la
humedad de los brotes aún no nacidos, toda la naturaleza que esperaba renacer. Era parte de esto
ahora y de todas las cosas invisibles y desconocidas: el nivel más alto de Hombre de Dios después
de tanto tiempo de espera y de pruebas... finalmente.
Esa tranquila noche de mediados de la semana nadie prestó atención al estudiante de aspecto
correcto que mar- c taba por el oscuro camino vestido con vaqueros y campera. Marchaba con paso
tan firme, con un sentido tan claro de dirección, que los que lo vieron no podían haber reparado en
él.

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CUARTA PARTE
EL LABERINTO
CAPÍTULO 1
Al día siguiente de la fiesta de Jay Jay todo el mundo inició el éxodo hacia sus casas. Daniel y Kate tomaron un
tren para pasar esos días en casa de los padres de él. Jay Jay tenía el proyecto de ir a Nueva York con Robbie en el auto
de éste. Pero la puerta del dormitorio de Robbie estaba abierta, la cama no había sido tocada y la ropa seguía allí. Jay Jay
supuso que habría tenido un encuentro afortunado en la fiesta y se había entregado al amor. Si Robbie estaba en un
dormitorio de algún otro edificio, ¿cómo podía saberse cuándo se iba a decidir a volver a su casa? Tal vez al día
siguiente. Jay Jay no tenía intenciones de demorarse en este lóbrego campus hasta entonces. Dos personas le habían
preguntado en la fiesta si necesitaba que lo llevaran a Nueva York, de tal modo que dejó una nota sobre la cama de
Robbie y se fue con un grupo afín que tenía suficiente espacio en el amplio auto para él y Merlín. Era típico de Robbie,
pensó Jay Jay, el no molestarse en cerrar la puerta con llave. No le preocupaba que a alguien se le ocurriera robarle su
estéreo o sus discos o hacer llamadas de larga distancia por su teléfono. Es verdad que no era tan difícil forzar los
débiles candados de los dormitorios, pero no hay que poner tentaciones a los codiciosos. Jay Jay tenía su propia
cerradura de seguridad. Esta prudencia provenía probablemente del temor a que su madre volviera a decorar su
dormitorio, pero las razones prácticas no faltaban: era propietario de objetos de valor.
Durante el viaje a Nueva York, Jay Jay hizo algo que era desusado en él: anotó los números de teléfono de las
personas que estaban en el auto y les dio su número. Dijo que tal vez iba a dar una pequeña reunión durante las
vacaciones de quince días y los iba a invitar. La euforia por su celebrada fiesta primaveral no lo había abandonado. Se
guardó de decir que no tenía otros amigos a quienes invitar en Nueva York.
Jay Jay entró a su apartamento con los mismos sentimientos contrapuestos que siempre tenía, aunque esta vez
eran un poco distintos. No iba a estar allí su madre, evasiva y sin amor, pero bien mirado, si ella le había cambiado el
cuarto, él no iba a tener la satisfacción de gritarle. Contrajo los puños. Si se había atrevido a- tocarle el cuarto, iba a
telefonear a Key West y la iba a avergonzar delante de sus clientes. Era lo que se merecía.
Exhaló un profundo suspiro y entró a su dormitorio. ¡Era fabuloso! ¡No pudo creer a sus propios ojos! Su madre había
compuesto un decorado de película de Sydney Greenstreet, en el cual no faltaba nada: ni mosquitero, ni un antiguo
ventilador de techo, ni palmeritas. Sus adorados posters de viejas películas estaban en las paredes cubiertas de sisal.
Eran los trópicos, seductores y voluptuosos. Solo faltaba un bar en la esquina de la calle, con Rita Hayworth o Ingrid
Bergman adentro, además de espías y escritores. Y lo más simpático de todo —casi una nota tierna, si él no hubiera
conocido tan bien a su madre— era un bellísimo soporte de bronce con un gancho para colgar la jaula de Merlín.
—¡Es divino, divino, divino! —canturreó—. ¿No te parece divino, Merlín?
Merlín parpadeó, sorprendido.
—¿Me oyes, Merlín? ¿Qué piensas de esto? ¿Te parece que debemos escribirle una nota dándole las gracias?
—Los pájaros no hablan —dijo Merlín.
Decididamente debía invitar a esos nuevos amigos a que vinieran a tomar una copa, nada más que para ver eso.
Kate simpatizó inmediatamente con los padres de Daniel y sintió que ellos también simpatizaban con ella. Se
entusiasmó con el hermano de Daniel y la futura cuñada y pensó que lo único que faltaba para que este grupo fuera
perfecto era un par de animales, como los que ella tenía en su hogar. Nunca había visto tantos libros en la casa de nadie;
incluso había libros apilados en el suelo. La conmovió que la madre de Daniel hubiera preparado especialmente para
ella el cuarto de huéspedes. Este había sido antes el dormitorio del hermano. Había sábanas flamantes, todavía rígidas,
recién sacadas de la envoltura y que no habían pasado aún por la lavandería, nuevas toallas en el cuarto de baño y una
cortina de ducha nueva. Incluso había un bonito jabón para invitados y agua de colonia. Daniel había alquilado
bicicletas para los dos, ya que había dejado la suya depositada en el cuarto de ellos en el college (para Kate el cuarto era
el cuarto “de ellos”, aunque su cuarto seguía siendo únicamente suyo) y junto con Daniel fueron a la ciudad, donde ella
compró una planta, caramelos y una botella de vino para los padres de él. Les hubiera comprado muchas más cosas si
hubiera tenido dinero. Ellos le hacían ver claramente que estaban contentos por la felicidad de su hijo.
Los padres de Daniel salieron con sus amigos o fueron de visita algunas noches y Kate y Daniel pudieron estar
juntos un rato en la cama de Daniel. Kate se preguntó si los padres de él se habrían dado cuenta. Probablemente sí,
pero no querían enfrentarse con lo que estaba ocurriendo.
A Kate le encantó el cuarto de niño de Daniel, lleno de recuerdos nostálgicos. Hizo que le mostrara sus álbumes
de los años de bachillerato y fotos de cuando era niño. Revisó sus antiguos discos arrumbados y los libros que a él le
habían gustado en la infancia. Los dos compararon gustos. Todo esto había contribuido a formar la persona que era él
ahora y ella experimentaba un apego sentimental por estos objetos. Incluso la conmovió el espejo debajo del cuarto de
baño, donde él se miraba cuando aún no había crecido.

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Recorrieron en bicicleta todo Brooklyny él le mostró la escuela a la que había ido. En el auto de su padre la llevó
a Cambridge y Boston, le mostró Harvard, donde su padre había dado clases, y todos los lugares históricos. Después
iban al cine o salían a comer con un grupo de viejos amigos de él. Fue probablemente la mejor vacación que Kate había
tenido en su vida.
Daniel tenía una preocupación. ¿No tendrían sus padres algo que objetar a que Kate no fuera judía? El conocía
a su madre. Fatalmente, una mañana, cuando Kate estaba arriba dándose una ducha, su madre se acercó con una taza de
café en la mano y una expresión nerviosa en la cara.
—Me gusta Kate —dijo la madre.
—Me alegro. Ella también gusta de ti.
—No es judía.
—Ya lo sé.
—¿Crees que se podría convertir?
—¿Convertirse? Mamá, acabo de conocerla... todavía no hemos hablado de casarnos.
—Se lo que va a ocurrir —dijo la madre—. Seguirás con ella un par de años, probablemente se pondrán a vivir juntos,
como tu hermano y Beth y después se casarán. No van a hablar de religión. Y cuando tengan hijos, ¿qué van a ser?
—Varones o mujeres —dijo Daniel.
—Muy gracioso. ¿Y los padres de ella? ¿Crees que van a simpatizar contigo?
Él se encogió de hombros.
—Kate dice que me van a adorar.
—Te hablo porque no quiero que sufras —dijo la madre.
—No tengo intenciones de sufrir.
—Me gustaría tener nietos judíos —dijo la madre—. No mitad y mitad. No esa clase “que decide después”. No
quiero ateos. Para mí es importante. Deben saber quiénes son.
—Lo van a saber —dijo Daniel. La conversación no le gustaba. A su modo de ver, había que hacer primero lo
que estaba en primer término y muchas cosas debían pasar antes de que él y Kate pensaran en casarse, tantas cosas que
era aterrador pensar en todas ellas a la vez. Él estaba tratando de proyectar los dos años subsiguientes y su madre quería
que él se pusiera a arreglar las vidas de personas que todavía no existían. ¿Por qué se creaba tantos problemas la gente
de esa generación?
—Sé que ustedes nunca han tratado el punto —dijo la madre.
—No, no lo hemos tratado. Todavía estamos conociéndonos el uno al otro.
—Este es un buen punto para llegar a conocerse —dijo su madre—. Pregúntale.
En ese momento Kate bajó las escaleras y lo salvó.

CAPÍTULO 2
Cat Wheeling presintió inmediatamente que algo andaba mal cuando Robbie no llegó el día en que lo estaban
esperando a pasar el Asueto de Primavera con ellos. Al día siguiente ya tenía la certeza. Hizo un esfuerzo por no
ponerse histérica y se dijo que los muchachos de esa edad quedan muy atrapados por su vida social y se olvidan de
telefonear. Pero Robbie siempre había sido muy responsable. Telefoneó al college, pero el teléfono del cuarto de él
siguió sonando sin que nadie lo atendiera. Imaginó que podía haber tenido un accidente de auto en la carretera y se
sintió trastornada de miedo.
El padre empezó a llamar a los hospitales. Ningún estudiante de dieciocho años llamado Robert Wheeling
había ingresado por causa alguna. ¿Se habrían olvidado de algún hospital? Pero Robbie tenía su identificación y
alguien habría llamado a la familia. En caso de no haber sido llevado a un hospital... en caso de estar muerto... habría
llamado la policía.
Cat bebía todo el tiempo para mantenerse en sus cabales, y su marido la miraba con tal expresión de odio que
ella tenía tentaciones de arrojarle el vaso a la cara.
—¿No puedes dejar de emborracharte ni siquiera en un caso como éste? —le dijo.
Los nudillos de los dedos que apretaban el vaso palidecieron.
—Llama a sus amigos —dijo ella.
—No me sorprende que no tenga ganas de venir a casa.

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—Eso que me has dicho es infame. Eres un ser repulsivo. ¡Llámalos!
Las palabras de ella fueron pronunciadas como un silbido entre las mandíbulas apretadas. Ella misma hubiera
llamado, pero sabía que la voz la delataba por teléfono.
Hall suspiró.
—Si Robbie estuviera con un amigo nos telefonearía —dijo— Robbie nunca ha desaparecido. Él siempre ha
sabido lo mucho que significa para nosotros el saber que está bien.
Ni él ni ella dijeron; “Porque es el único que nos ha quedado”. Pero los dos lo pensaron. No podían creer que
podía ocurrirles de nuevo. Era demasiado atroz.
—¿Y sus amigos del college? —dijo Cat— ¿No habrá ido de visita a casa de uno de ellos?
—Habría llamado. Además, no sabemos quiénes son esos amigos.
No, no lo sabían. Ni siquiera un nombre de pila. Siempre había dicho que la universidad era excelente, que las
clases eran interesantes, que continuaba en el equipo de natación. Pero no había dado nombres ni contado
anécdotas. ¿Cómo era posible saber? Nadie había tenido nunca una conversación real con él. Robbie era tan
accesible, tan cortés, tan servicial y bondadoso. Siempre quería saber qué podía hacer por uno. Era como si siempre
tratara de apartar la atención de sí mismo y guardar su secreto.
¿Era eso posible? ¿Tendría Robbie secretos?
—Robbie nunca se drogó... —dijo ella.
—No.
—Estaba contento —dijo ella— ¿O no?
—¿Contento?
—¿No estaba contento? ¿Te dio impresión de ser desdichado?
—No, me pareció que... que estaba muy bien.
—No sería capaz —dijo ella— ¿Verdad que no sería capaz?
—¿De qué?
—Ya sabes.
—¿De escaparse? ¿Crees que Robbie sería capaz de escaparse?
No, no Robbie. Nunca. Cat se sirvió otro vaso de vodka, derramando un poco. Por una vez Hall no hizo ningún
comentario y ella intentó*darle algo en cambio, algún gesto amistoso. Ahora no podían permitirse el odio entre ellos.
—Creo que le ha ocurrido algo —dijo ella— Creo que tendríamos que llamar a la policía.
Al día siguiente llamaron a la policía de Pequod, último lugar en donde había sido visto Robbie. Pero esta vez
fue diferente... No como en el caso de Hall hijo.
—Me habla usted de un adulto —dijo el oficial.
—Tiene dieciocho años.
—Por lo tanto es un adulto y tiene derechos. Puede fugarse si ése es su gusto. Los muchachos de dieciocho
años desaparecen todo el tiempo; incluso más jóvenes. Vuelven después de unos días, de unas semanas. Espere a que
terminen las vacaciones. Volverá al college.
—Nuestro hijo no es así. No puede desaparecer y presentarse de golpe sin decir nada.
—¿Hay algunas circunstancias que indiquen que la desaparición ha sido involuntaria?
—Es lo que estoy tratando de averiguar —dijo Hall.
—¿Habló alguna vez de suicidio?
—¿Robbie? Nunca.
—¿Tiene alguna deficiencia mental o física?
—No, por supuesto que no.
—¿Por qué no habla usted con sus amigos? —dijo el oficial de policía— Es posible que alguno de ellos sepa
adonde ha ido.
—Sus amigos se han dispersado. Están de vacaciones.
—Entonces tenga un poco de paciencia. En primer lugar, tendría que venir usted aquí y hacer un informe
personal. Por lo que oigo, no hay ninguna razón para hacerlo. El muchacho se ha ido. No se preocupe.
Hall colgó y se volvió hacia Cat, que había estado escuchando la conversación por una línea lateral y regresó al
cuarto, caminando como sonámbula.
—Cuando ese canallita vuelva —dijo Hall— le voy a quitar el auto, a menos que me dé una buena razón.

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—Es un adulto —dijo Cat con voz apagada— ¿Es posible quitarle el auto a un adulto? —Se echó a llorar.
El hizo un gesto como si fuera a consolarla y luego se retuvo. No estaba seguro de si ella hablaba
irónicamente o le estaba haciendo una de sus usuales pullas. Ella hubiera querido que él la abrazara para no sentirse
tan sola, pero tal vez ya era demasiado tarde. Cat ni siquiera estaba segura de que lo que había dicho fuera su usual
reacción iracunda ante la terquedad ilimitada de su marido, o si había estado expresando en voz alta algo que
acababa de descubrir, que la espantaba y la hacía llorar. Robbie era el niño de ellos, dijera la ley o no dijera que él ya
no podía pasar por un niño. En esa casa habían pasado todo el año tratando a Robbie como si fuera un niño, un
adolescente, cuando en realidad la ley decía que podía hacer todo lo que quisiera y que ella y su padre no podían
detenerlo. Podía casarse. Podía irse del colegio. Podía irse a otra parte.
Ya no se hablaba más de fuga. Era dueño de sí mismo.
Cat comprendió entonces que el otro hijo —el Hall que ellos recordaban— había desaparecido para siempre.
Se acordaban del muchacho de dieciséis años. En caso de estar vivo, Hall también era un adulto que no pertenecía a
ninguno de los dos. Cuando ella era muy joven le habían dicho que las familias eran eternas, pero esto había sido una
más de las tantas mentiras del mundo. Ahora tenía cuarenta y tres años, su familia se había deshecho y ella era la
única que seguía actuando como un menor de edad. Era la única que no podía escaparse, fugarse, hacer lo que
quería. La ley se lo permitía, pero no había en su conciencia ni en su educación nada que la dejara libre. Siempre se
habría preocupado excesivamente por los otros.
—No sigas bebiendo —dijo él— Te deprime.
—La bebida es lo único que me permite sobrevivir —dijo Cat.
—Bueno, por lo menos reconoces que bebes como una cuba.
—¿Qué hay con eso? Claro que lo reconozco —bebió un largo trago de vodka, que bajó consoladoramente
por su garganta.
—Es el primer paso antes de ser capaz de dejarla —dijo él.
—No quiero dejarla.
—Tal vez algún día querrás hacerlo.
—Hummm —contempló el líquido incoloro de su vaso. Era más bondadoso con ella que todas las personas
que conocía.
—Cuando vuelva Robbie —dijo él—. Cuando esta angustia haya pasado. Tal vez entonces.
—La dejaré cuando yo quiera —dijo Cat— No cuando tú me lo digas.
—Me parece bien —dijo él.
Pero los días pasaron y Robbie no volvió a su casa ni llamó. Sus amigos solían telefonear, pues ninguno estaba
enterado de que no estaba allí, donde se suponía que debía estar. —No está en casa, solía decir Cat (una mentira a
medias). ¿No le habló a usted de sus planes?
Los amigos quedaban decepcionados. Tenían fiestas a las que querían invitarlo o sencillamente querían verlo.
No, Robbie no les había dicho que había decidido no ir a Greenwich durante el Asueto de Primavera. Cat no les decía
que Robbie tampoco les había hablado a sus padres.
No podía soportar la idea de que la gente estaba comentando, diciendo que se había vuelto a repetir la
misma historia con el hijo menor. La ley o la policía podían decir lo que se les ocurriera, pero los amigos de ella no
pensaban que Robbie fuera un “adulto” que se podía ir así como así, y ella tampoco lo pensaba.

CAPÍTULO 3
Todos los estudiantes, salvo uno, volvieron a Grant después del Asueto de Primavera. En un principio pareció que
Robbie había vuelto con los otros. La puerta de su dormitorio estaba abierta, el cuarto estaba limpio —a excepción del
escritorio, atestado del habitual material desordenado de los estudiantes—, la ropa estaba en el placard y el estéreo había
desaparecido. Si alguien se preguntaba en dónde lo había puesto, probablemente daba por supuesto que se lo había
llevado a Pequod para componerlo. A nadie podía ocurrírsele que Robbie se había ido dejando la puerta abierta y que, por
lo tanto, alguien lo había robado. Era sorprendente que el ladrón no se hubiera llevado también los discos. Al parecer, había
obrado precipitadamente.
Kate estaba muy contenta de instalarse de nuevo en su abrigado nido con Daniel. Desempaquetaron

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inmediatamente para ir en busca de Robbie y Jay Jay. ¡Daniel era tan pulcro! Kate sabía que, en caso de no haber estado
viviendo con él, habría desparramado todo sobre la cama y habría salido en busca de sus amigos antes que nada. Pero el
esfuerzo .que debía hacer por ser más ordenada era un precio leve por todas las dulzuras que le daba la compañía de él.
Iban y volvían entre sus dos cuartos (había decidido pensar en su cuarto como el cuarto de ellos en este semestre) cuando
Jay Jay llegó corriendo por el pasillo, agitando una hoja de papel en la mano.
—¡A Robbie le ha pasado algo! —dijo Jay Jay — Hace tres semanas le dejé esta nota sobre la cama y la he
encontrado en el mismo lugar en que la dejé. Me alarma.
—¿Quieres decir que se ha ido dejando la puerta abierta? —preguntó Daniel. Meneó la cabeza—. Ni siquiera
Robbie sería capaz de hacer eso. Debe andar por algún lado.
—Pregunté a toda la gente que vive en su piso —dijo Jay Jay— El auto de él está en la playa de estacionamiento,
pero nadie lo ha visto en todo el día.
—¿Qué hay de raro en eso? —dijo Daniel.
—No ha venido a vernos —dijo Kate— ¿Están allí la ropa y sus otras cosas?
—Sí —dijo Jay Jay—. Cuando dejé la nota sobre la cama vi que la colcha estaba arrugada, como si hubiera estado
recostado. Las arrugas siguen.
—Ah —dijo Daniel en tono de broma, imitando el modo de hablar de los gitanos— ¡El célebre adivino de las arrugas!
Kate se sintió inquieta.
—Tal vez se habrá ido a su casa antes de que tú dejaras la nota, y al volver no la vio.
—Una excusa pobre —dijo Jay Jay— La cama de Robbie siempre estaba perfectamente tendida, como si estuviera
en el ejército. Habría visto inmediatamente mi nota al volver, habría tenido escrúpulos por dejarme plantado y habría ido a
mi cuarto a disculparse. Ustedes saben muy bien que eso es lo que Robbie hubiera hecho.
—Es verdad —dijo Kate— ¿Qué quieres decir con eso de que te dejó plantado?
—Prometió llevarme en auto a Nueva York y, cuando lo busqué, no lo encontré.
—Entonces fuiste tú quien lo dejó plantado —dijo Daniel.
—Bueno —dijo Jay Jay—, tal vez tenía algo más importante que hacer y decidió verme más tarde. Voy a poner la
nota de vuelta en la cama, para que se acuerde.
Pero esa noche no vieron a Robbie en el comedor, ni lo vieron a la mañana siguiente a la llora del desayuno.
Después de desayunar los tres fueron al cuarto de Robbie. Nadie había dormido en la cama y allí seguía la nota de Jay Jay.
El auto de Robbie no había sido sacado de la playa de estacionamiento.
—Me parece que tendríamos que telefonear a su familia en Greenwich —dijo Kate— Si ha ido a alguna parte, es
posible que ellos lo sepan.
—¿Adónde quieres que vaya sin auto y sin ropa? —preguntó Daniel.
—Es lo que estamos tratando de averiguar —dijo Kate.
Buscó el número de Robbie en su agenda y en seguida llamó. Ahora tenía la certeza de que había ocurrido algo
muy grave y tenía miedo de ponerse a pensar qué podría ser.
La madre de Robbie atendió el teléfono.
—¿Está ahí Robbie? —preguntó Kate amablemente.
—No —la voz de la mujer sonaba muy asustada. Kate pudo oír la vibración del miedo dentro de su propio
cuerpo—. ¿Quién habla?
—Soy Kate Finch, una amiga de Robbie en Grant. ¿Ha ido a casa en las vacaciones?
—No. ¿Él le dijo adónde pensaba ir?
—No —dijo Kate— ¿Usted sabe cuándo va a volver aquí?
—¿Usted no lo sabe? —dijo la madre, y la voz se quebró.
—¿Yo no sé qué?
—¿Qué, qué, qué? —cacareó Jay Jay, imitándola. Ella le lanzó una mirada enfurecida.
—¿Usted tampoco sabe en dónde está? —preguntó la madre.
—¿Usted no lo sabe? —preguntó Kate.
—Aquí no ha venido —dijo la madre— ¿Usted es una amiga íntima de él?
—Sí, nosotros todos creíamos que se había ido a su casa.
—¡Oh, no!...
La angustia en la voz de la mujer hizo que Kate entendiera exactamente lo que estaba pensando. El hermano mayor
de Robbie se había fugado y ahora la madre creía que Robbie había hecho lo mismo.
—Estoy segura de que está bien —dijo Kate, mintiendo.
—¿Por qué está usted tan segura?

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—Bueno... —¿Qué sentido tenía mentir? ¿Qué se ganaba en el caso de que hubiera ocurrido algo realmente
espantoso?— Nosotros vamos a averiguar lo que podamos. ¿Entendido? La llamo de vuelta en cuanto sepa algo.
Kate colgó y miró a Daniel y a Jay Jay.
—Robbie ha desaparecido —dijo.
Daniel empezó a revisar los papeles que estaban sobre el escritorio de Robbie. Kate y Jay Jay se unieron a él. Había
algunos deberes de colegio, pero la mayor parte eran mapas y laberintos: un dibujo que habían usado en las cavernas y
otro que no habían visto nunca, sobre papel celeste, diseñado muy minuciosamente, que tenía un corazoncito rojo en el
centro. El corazoncito estaba rodeado de un bonito dibujo de dos torres blancas que se elevaban hasta las nubes en un
cielo color pastel y estriado.
—No sabía que Robbie dibujaba —dijo Kate— Mira esas letras. Son una maravilla.
—Las Dos Torres —dijo Jay Jay— Es el libro de Tolkien.
—¿En dónde está “El Gran Hall”? —preguntó Daniel.
—Supongo que en algún libro —dijo Jay Jay — o tal vez en el juego. Da la impresión de que hubiera estado
trabajando en uno nuevo.
Nada de esto tenía sentido. Había toda clase de libros en los estantes de Robbie, muchos sobre temas ocultos y
místicos. Esto era comprensible, dada la nueva orientación religiosa de Robbie, pero no daba ninguna explicación en
relación a su paradero o a los motivos de su desaparición.
—Tal vez se ha ido a un retiro o algo por el estilo —dijo Jay Jay esperanzado—. Uno de esos grupos de culto...
—Nos lo habría dicho —dijo Daniel—, Esa clase de gente siempre está hablando maravillas de su religión y de la
forma en que les ha cambiado las vidas. Robbie nunca hizo proselitismo de ninguna clase.
El cuarto de Robbie los hacía sentir incómodos. Era un cuarto muy normal, muebles normales, pertenencias
normales, unos cuantos mapas y cosas que tenían que ver con una afición especial. Jay Jay recogió la nota que estaba sobre
la cama de Robbie y empezó a doblarla.
—¡No hagas eso! —dijo Kate— Puede ser prueba.
—Es cierto —dijo Jay Jay, preocupado. Alisó el papel y volvió a dejarlo en su sitio. Después caminaron
desanimadamente hasta el cuarto de Jay Jay. El abrió su despensa y volvió con una botella de vino tinto que le había
sobrado de su fiesta y una caja de galletitas.
—Hola, Merlín —dijo Kate— Dime “Hola”.
—Los pájaros no hablan —dijo Merlín.
Se sentaron, bebieron y mordisquearon. El cielo se iba oscureciendo a medida que se ponía el sol. Daniel suspiró.
—¿Y si lo ha agarrado algún maniático? ¿Alguien como los criminales del caso Freeway, en California?
—Robbie no hacía auto-stop —dijo Jay Jay—. Tenía el auto.
—Tonto de primavera —dijo Merlín.
Tonto de primavera... ¿Por qué sería esto tan importante, de algún modo?
—Esperen... —dijo Kate. Empezó a pensar en voz alta—. Esos mapas que hacía Robbie... El Gran Hall... El nombre del
hermano de Robbie era Hall. El hermano que se escapó. No es un lugar: es una persona.
—¿Tenía un hermano que se había escapado? —preguntó Jay Jay— No se lo había dicho a nadie.
—Me lo dijo a mí —dijo Kate—. Y el uno de abril, el día de los Tontos de Primavera, fue el día en que se fugó su
hermano... mientras le daban una fiesta de cumpleaños. Todos vimos a Robbie en la reunión de Jay Jay, y después ya no lo
volvimos a ver.
—¿Quieres decir que se fue a buscar a su hermano? —preguntó Daniel.
—¡Santo Dios! —exclamó Kate. Ahora sabía: tenía razón, siempre había estado en lo cierto. Debió haber atendido a
sus propios instintos.
—¿Cómo? ¿Qué? —dijeron al unísono Daniel y Jay Jay.
—Robbie ha entrado en el juego —dijo Kate— Se ha convertido en Pardieu.
—¡Las cavernas! —dijo Daniel.
—Tenemos que encontrarlo elijo Jay Jay. Juntó apresuradamente todo el equipo: los mapas, la pintura al aerosol, la
brújula, las salvaguardias que los habían distraído del mundo real, la magia que había naufragado en el mundo de la
fantasía, y corrieron al auto de Kate.
Inmediatamente entendieron que Kate había estado en lo cierto.
—Es culpa mía —repetía Jay Jay durante el trayecto hasta las cavernas— Es culpa mía.
—No —dijo Daniel— La culpa es mía. Kate había tenido la sospecha y yo se la quité. Ella notó que él se estaba
convirtiendo en Pardieu. Ahora me doy cuenta de que era evidente, pero no pude verlo porque era tan irreal. ¿Quién podía
haber soñado una cosa semejante?

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—No es la culpa de nadie —dijo Kate— Es culpa del juego.
—Bah, ¿qué importa quién tiene la culpa? —dijo finalmente Jay Jay mientras el Rabbit rojo se detenía en el seto que
estaba a la entrada de las cuevas prohibidas—. Lo único importante es que él esté bien.
Los ámbitos oscurecidos del laberinto tenían ahora un aspecto diferente; ellos ya no encontraban ningún placer en
estar ahí. Un cuerpo que se pudre puede ser un objeto real. No había monstruos; tan solo la realidad de la muerte.
Mantenían las lámparas muy altas y buscaban minuciosamente, llamando a gritos a Pardieu, porque sabían que Robbie no
iba a contestarles. Cada uno experimentaba un terror escalofriante que iba mucho más allá del que habían conjurado en sus
teatralizaciones. Por primera vez estaban jugando el juego como les hubiera gustado jugarlo —hasta el límite del peligro y
el miedo, con verdaderas ansias de conseguir la recompensa— pero ahora ya no había en el juego diversión ni aventura.
No vieron ningún signo que indicara el paso de Robbie por allí. Lo cierto era que, si creía ser Pardieu, tenía que haberse
internado con las manos limpias. El gotear del agua sobre la piedra les recordaba que tal vez se había ahogado.
Por último se detuvieron a descansar en un ámbito pequeño del laberinto.
—No podemos hacer esto solos —dijo Daniel.
Jay Jay se había acurrucado en un rincón. Parecía muy pequeño y muy asustado.
—El mapa de él es muy distinto —dijo en voz baja— No entiendo el mapa de él.
—Robbie inventó sus propias cavernas —dijo Kate—. Un Hombre de Dios ve cosas que otros no ven. ¿Se acuerdan?
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Jay Jay.
Daniel suspiró.
—Tenemos que ir a la policía.
—¿Y hablarles de nuestro juego? —chilló Jay Jay.
—No, no —dijo Daniel—. Déjalo en mis manos.
Salieron de las cavernas y fueron en auto a la estación de policía de Pequod. Se identificaron como amigos de
Robbie Wheeling y declararon que tenían motivos para creerlo desaparecido. Se refirieron a la puntualidad y
responsabilidad de Robbie y dijeron que estaban convencidos de que había habido algún percance. Robbie siempre llevaba
mucho dinero encima, dijeron, y ahora había desaparecido después de haberle ofrecido un viaje en auto a su amigo Jay Jay,
hacía más de tres semanas y estaban muy inquietos. El auto de Robbie seguía en la playa de estacionamiento y no había
retirado su ropa del cuarto. Al parecer, no había salido de Pequod. Era una persona que confiaba en los extraños. Tal vez lo
habían asesinado y el cuerpo estaba escondido en algún... lugar. Sus padres tampoco habían tenido ninguna noticia de él y
estaban muy preocupados.
—También existe otra posibilidad muy verosímil —dijo Daniel— Robbie estaba muy interesado en esas cavernas que están
cerca del campus. Nos dijo que tenía intenciones de hacer una excursión al lugar. Creemos que lo ha hecho.
—¿Ustedes creen que entró a esas cavernas hace más de tres semanas?
—Así es.
—Si ha pasado ese espacio de tiempo sin agua, tiene que estar muerto —dijo el oficial de policía.
Kate apenas podía controlar su respiración. Por su mente pasó una visión de las cavernas como las había visto
aquella horrible noche en que se había perdido: la negrura, la extensión sobrecogedora. Visualizó allí a Robbie, solo.
—Tal vez haya agua en las cavernas —dijo Kate—. Pero de todos modos hay que buscarlo, ¿no?
—Sí, por supuesto. Hay que encontrarlo vivo o muerto.
Vivo o muerto. Kate sintió que su mundo se derrumbaba a su alrededor. No fue capaz de mirar a los ojos de los
otros porque supo que estaban sintiendo lo mismo que ella.

CAPÍTULO 4
No bien llegaron a los dormitorios desde la estación de policía, los tres —turbados, desesperados, con un miedo
culpable— hicieron desaparecer hasta el último rastro del juego de sus cuartos y guardaron todo en un armario de la
estación de autobuses. No tocaron nada en el cuarto de Robbie. Querían volver a las cavernas para retirar sus disfraces
y borrar las huellas digitales de las lámparas, pero no se atrevieron. Ahora alguien los podía ver. Trataron de
tranquilizarse pensando que, dado que no era un caso criminal, la policía iba a atender antes que nada a encontrar a
Robbie y no a averiguar quiénes habían jugado el juego con él. Pero actuaban en forma tan furtiva que tenían la
sensación de estar encubriendo un asesinato violento, no una broma que podía hacerlos expulsar. Si Robbie había
participado en el juego y moría en consecuencia, lo había hecho a causa de ellos. Una parte de sus mentes decía que
esto no era cierto lógicamente, pero el temor de ser responsables no se desvanecía. Lo peor de todo era la conciencia de

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haber hecho esto a alguien que les importaba tanto.
El Departamento de Policía de Pequod envió un detective al edificio de dormitorios donde vivía Robbie a fin de
averiguar quiénes habían sido sus otros amigos e interrogarlos, en particular para obtener más informaciones de Daniel,
Kate y Jay Jay. Ninguno de los tres había esperado esto. Habían supuesto que los policías se iban a limitar a entrar en las
cavernas. El detective se llamaba Jerry Martini, el teniente Jerry Martini. Parecía un hombre bastante agradable. Les dijo
que tenía dos hijos que estaban haciendo el bachillerato y que estaba muy preocupado por el estado de ánimo depresivo
de los jóvenes y los riesgos en que incurrían creyéndose inmortales. Martini era tan indirecto que insistió en hablar con
cada uno de ellos por separado, dejándolos así desvalidos y asustados. Empezó por ir al cuarto de Jay Jay.
Jay Jay se metió las manos en los bolsillos para que el policía no advirtiera que tenía las palmas sudadas. Él tenía
la certeza de que los detectives se fijaban en cosas de esta clase. Confió en dar una impresión de colegial correcto y
derecho, alguien incapaz de andar rondando por cavernas prohibidas.
—Usted era un buen amigo de Robbie Wheeling, ¿no es así?
Jay Jay asintió.
—Era un... ¿por qué me pregunta si yo era su amigo, como si creyera que está muerto?
—Perdón. ¿Qué me iba a decir?
—Que es un tipo estupendo. Todo el mundo lo quiere.
—Cuando usted lo vio por última vez, ¿parecía deprimido? ¿Malhumorado?
—Creo que nunca vi deprimido a Robbie —dijo Jay Jay— Tenía cierta inclinación por el misticismo... por las
cosas espirituales.
—¿Cómo “Laberintos y Monstruos”?
Aquí se viene. El corazón de Jay Jay empezó a palpitar.
—¿Se refiere usted al juego?
—Sí. Estaba en ese juego, lo hemos podido comprobar.
—Ah, sí —dijo Jay Jay—. Estaba muy interesado en eso.
—¿Usted también lo jugaba?
Jay Jay hizo un esfuerzo mental. Hay que concederle lo bastante para que no me pesque en una mentira.
—A veces. Pero toma mucho tiempo y yo soy un estudiante que siempre tiene buenas notas, de tal modo que ya
no le podía dedicar tanto tiempo.
—¿Qué me puede decir de las cavernas?
—¿De las cavernas?
—Hemos oído que algunos estudiantes jugaban a “Laberintos y Monstruos” en las cavernas —dijo Martini.
A Jay Jay se le contrajo el estómago. ¿Quién habría hablado? ¿Perry? ¿Alguien del Departamento de Arte
Dramático? Trató de adoptar un aire pensativo.
—También me ha llegado ese rumor —dijo con ingenuidad.
—¿Se lo preguntó usted a él alguna vez?
Concéntrate, concéntrate, pensó Jay Jay. Si dices que sí, van a ir allí y lo van a encontrar. Si dices que no... irán
de todos modos. No: hay que decir que sí.
—No exactamente —dijo Jay Jay, eligiendo un término medio— Él dijo que le parecía muy divertido jugar ese
juego en las cavernas. Daba la impresión de estar muy interesado en esas cavernas.
Me equivoqué, pensó. ¿La embarré? Debí haber dicho: ¡Sí, le interesaban! Ahora no puedo dar marcha atrás y
decir que sí: se va a dar cuenta de que le estoy mintiendo.
Jay Jay empezaba a sentirse realmente mal. Sentía escozor en todo el cuerpo. ¿Qué se había hecho del gran Jay
Jay, el futuro actor, la estrella?
El policía se acercó y echó una mirada a Merlín;
—¿Qué clase de bicho es éste? —preguntó con tono amistoso.
—Una cacatúa.
—¿Habla?
—Los pájaros no hablan —dijo Merlín.
El policía lanzó una carcajada.
—Muy cómico. ¿Es usted quien le enseñó a decir eso?
—Sí —dijo Jay Jay— Una cacatúa inteligente puede tener un vocabulario de varios centenares de palabras. Pero
hablar es en ellos un reflejo condicionado: no razonan como nosotros.
—¿Cómo se llama?
—Merlín —dijo Jay Jay. La piel le picaba cada vez más. Intentó descubrir si Martini se mostraba afable para
desarmarlo o si realmente estaba interesado. Supuso que una cacatúa como ésta no era algo que pudiera verse todos los

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días, ni siquiera en la clase de trabajo de Martini.
—¿Merlín pica?
—Todos los pájaros pican —dijo Jay Jay.
—Excremencial —dijo Merlín.
—¡Cállate! —le dijo Jay Jay.
—¿Qué otras personas jugaban a “Laberintos y Monstruos” en las cavernas? —preguntó Martini.
¡Zas! ¡Aquí viene!
—No lo sé —dijo Jay Jay.
—Sin embargo, ustedes eran amigos.
—No me contaba todo.
—¿Tenía alguna novia?
—Tenía algo con Kate, pero rompieron.
—¿Eso lo afectó?
—.¿Quiere usted decir... que tal vez le inspiró ideas suicidas?
—Si.
Hay que decirle que Robbie nunca estaba deprimido, se dijo Jay Jay. Pero deprimido no es lo mismo que
afectado por una historia amorosa interrumpida. Pensó en decir que si, que las cavernas eran un excelente lugar para
poner punto final a todo, pero sabía que el policía iba a interrogar también a Kate. Y cuanto menos información se dé
tanto mejor en interrogatorios múltiples. Por otra parte, Robbie podía haber ocultado su tristeza a Kate y haber hecho
confidencias a sus amigos...
—¿Quedó afectado o no? —preguntó Martini.
—Creo que se perdió en las cavernas —dijo Jay Jay.
Martini levantó la ceja.
—¿Cómo pudo meterse en las cavernas en vacaciones?
—Tal vez Robbie y sus amigos se pusieron a jugar la oche en que yo di mi fiesta —dijo Jay Jay— Esa fue la
última vez que lo vi.
Es la primera cosa inteligente que digo, pensó Jay Jay. Sintió un súbito alivio. Curiosamente, también era una
especie de coartada.
Kate se había estado analizando todo el tiempo en que el policía interrogaba a Jay Jay y, cuando le llegó su
turno, ya casi estaba convencida de que lo que iba a decir era la pura verdad. Se sentía tranquila, desapegada, casi
esquizofrénica. Siempre había sido capaz de cerrarse a las situaciones peligrosas y excesivamente dolorosas; ahora debía
enfrentar una situación que era las dos cosas.
—Últimamente Robbie estaba actuando de un modo bastante raro —le dijo al teniente Martini— Parecía más
interesado en el juego que en mí. Cuando empezó a pasar todas sus noches libres jugando el juego, en vez de venir a
verme, comprendí que ya no había ninguna relación entre nosotros.
—¿Tan apasionante puede ser ese juego?
—Oh sí, se vuelve una obsesión para algunas personas. Todos los juegos, en realidad, pueden llegar a tener una
importancia excesiva. Los juegos en que se apuesta por dinero, por ejemplo.
—Al parecer él jugaba este juego en las cavernas con un grupo de personas. ¿Quiénes eran?
Lo importante, se dijo con firmeza, es hacer que vayan a buscar a Robbie a las cavernas lo más pronto posible y
que no nos acusen a ninguno de nosotros. Cuando lo encuentren sano y salvo —no si, sino cuando— todo el mundo
va a estar tan aliviado que probablemente se olvidarán del resto.
—No sé —dijo Kate— La gente no quiere hablar de esa clase de cosas. Es algo en contra del reglamento del
college. Estaba tan asustada por Robbie que en ese momento tuve que desaparecer de su vida. Me resultaba demasiado
doloroso ver que estaba corriendo esos riesgos. Lo cierto es que no entendía lo peligroso que era. Hay mucha gente que
no lo entiende.
—¿De tal modo que usted cree que se internó solo en las cavernas y se perdió?
—Estoy segura de que es así —dijo Kate.
Daniel no podía entender por qué razón los policías perdían aquel tiempo precioso haciendo interrogatorios en
vez de ir a las cavernas con un equipo de rescate. Tenía miedo por sí mismo, por Kate y por Jay Jay, pero estaba mucho
más asustado por Robbie. El futuro de Daniel en el mundo exterior dependía de no ser expulsado, de poder conseguir
un buen empleo después de graduarse y hacer su vida. Pero en este instante Robbie estaba muy cerca de quedarse sin
futuro de ninguna clase.
—¿Usted y Kate Finch andan en amores? —preguntó el teniente Martini a Daniel. Era más un aserto que una
pregunta. Echó una mirada a la cama de matrimonio del cuarto de Daniel. A Daniel no le gustaba que el interrogatorio

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se hiciera por separado. Daba la impresión de que ya se los tenía bajo sospecha. ¿Por qué Martini no se ponía a buscar a
Robbie de una vez?
—Sí —dijo Daniel.
—Pero usted siguió siendo amigo de Robbie, ¿no?
—Por supuesto. Yo no se la quité. Cuando yo aparecí, la cosa entre ellos ya había terminado.
—El practicaba el juego en las cavernas. ¿Sabe usted con qué otras personas jugaba?
—No. Pero no veo qué importancia puede tener eso.
—Puede tener mucha importancia —dijo Martini—. O ninguna. Ustedes mismos han sugerido que tal vez
Robbie fue asesinado. ¿No se puede pensar acaso que algún compañero de juego perdió los estribos y lo mató?
Daniel hizo un esfuerzo por dominar la sensación de vacío que se insinuó en el plexo y terminó haciéndole
temblar todo el cuerpo.
—Me parece muy extremado —dijo.
—Laberintos y Monstruos es un juego extremado —dijo Martini— Espadas, veneno, talismanes, batallas,
muertes, miembros cortados... no se puede, decir que no haya violencia, ¿no?
—Es una violencia imaginaria —dijo Daniel.
—Tal vez nos tenemos que ver con una mente enferma.
¡Por cierto que sí!, hubiera querido gritar Daniel. Todo este tiempo, tanto tiempo precioso, malgastado. Robbie
estaba en las cavernas... ¿por qué los policías no empezaban por sacarlo de allí y se lanzaban después detrás de los
supuestos criminales, o como fuera que les llamaran en su abominable lenguaje?
Cuando Martini terminó con él, Daniel estaba bañado en sudor. Se daba cuenta de que esto le hacía parecer
absolutamente culpable, pero ya no importaba ahora. Lo único que importaba era irse de aquí y ser de alguna utilidad a
Robbie. Tenía que entregar el mapa de Jay Jay a la policía, ese mapa que estaba mucho más elaborado que el de Robbie.
Debieron haber pensado antes en esto.
Pero si Robbie estaba realmente perdido, los mapas no servirían de nada. Y si Robbie no había ido a las
cavernas con un mapa, estaba perdido sin remedio. Todo este precioso tiempo malgastado...
El teniente Martini empezó a interrogar a unas personas en el piso de Robbie. Daniel fue hasta la estación de
autobuses en bicicleta y la dejó fuera. Había anochecido. Extrajo el mapa de Jay Jay del armario, borró las marcas
digitales y, con guantes puestos, escribió la dirección en el sobre, dominando el temblor de su mano, mientras trazaba
las nítidas mayúsculas. No dejaba de temblar, como si tuviera un ataque de gripe. No había tiempo para mandar la carta
por correo. Tampoco podía ir caminando hasta la estación de policía y entregarla en mano: lo conocían. ¿Envolver una
piedra con ella y tirarla por la ventana? No, esto configuraba delito y ya tenían bastantes acusaciones encima.
Pedaleó tan velozmente como pudo de vuelta a los dormitorios. El auto del teniente Martini estaba estacionado
al frente. Daniel colocó el sobre que contenía el mapa debajo del limpia-parabrisas del lado del conductor, y se alejó.
Estaba demasiado nervioso para esperar que Martini terminara y saliera. En este momento no quería ni siquiera
estar con Kate. No sabía qué quería hacer. Fue en bicicleta por el camino hasta el desvío que llevaba a las cavernas y
tomó por él, atraído por el lugar que habla sido tan calamitoso para su inocente y bondadoso amigo. Habían instalado
un reflector y se veían algunos autos y un camión; eran curiosos. Las noticias habían corrido ya. Luego vio los coches
de la policía y por primera vez en toda la tarde cesó el temblor. Los policías estaban buscando a Robbie finalmente.
Era un comienzo, por lo menos.

CAPÍTULO 5
Los días se arrastraban. La policía seguía rastreando las cavernas e interrogando a los estudiantes. El diario de
Pequod seguía la historia del estudiante desaparecido, lo mismo que The Grant Gazette, por supuesto, y luego los
servicios telegráficos se apoderaron del asunto. De repente la prensa pareció fascinada por el juego. La idea de que un
juego que se suponía de pura fantasía hubiera adquirido tal realidad como para ser causa de la desaparición —y
posiblemente la muerte— de un jugador, era estremecedora. Las ventas de “Laberintos y Monstruos” subieron a las
nubes. Inevitablemente alguien sostuvo la teoría de que el juego habría desequilibrado a Robbie. En todo caso, era una
conjetura. El hecho de que Robbie hubiera sido tan normal: atlético, buenas notas, popular, amistoso, agradable,
atrayente, volvía el episodio más interesante para el periodismo. Los reporteros, al parecer, estaban- haciendo
entrevistas a todo el mundo en el campus.
... “La vida es aburrida para la mayor parte de la gente” sentenció un psicólogo. “Faltan las causas de
excitación. Hemos sobrepasado las fronteras. Las únicas fronteras que nos quedan son las de nuestras mentes.
Probarse a sí mismo se convierte en un desafío. Si una persona no está bastante soldada interiormente desde un

85
comienzo, no la pasa bien.”
Jay Jay tiró lejos el diario con un gesto de impaciencia.
—¿Aburrida? —dijo a Kate y Daniel— Tendría que vernos vivir. Nuestras vidas están lejos de ser aburridas: son
escalofriantes. ¡Las cosas que se escriben! ¿Habla en serio?
—No tengo la menor idea de lo que quiere decir —dijo Kate.
—Cuando lo sepamos —dijo Daniel— iremos allí.
Los tres pasaban juntos ahora la mayor parte del tiempo, buscando la mutua compañía para darse apoyo moral.
Ni siquiera pensaban en jugar el juego y se preguntaban si alguna vez querrían jugarlo de nuevo. Cuando pasaban por
cuartos en donde otros estudiantes lo estaban jugando, no se detenían a mirar. Los inhumanos gritos de entusiasmo, el
chasquido de los dados al caer, sonaban como carcajadas en un funeral. Sin el juego, ahora contaban con mucho
tiempo libre, tiempo para estudiar, hacer los deberes, participar en la vida real... pero no podían concentrarse. Por
fortuna, Daniel corría por las mañanas y gastaba así un poco de energía nerviosa. Pero el karate y la esgrima no eran
suficientes. Todos hacían esfuerzos por distraerse, pero era inútil.
Naturalmente, algunos de los estudiantes entrevistados defendían el juego, porque lo seguían jugando. “Es un
juego perfectamente inocuo” decía uno de los citados. “La gente que cree que este juego es real está mal de la
cabeza.”
Kate, Daniel y Jay Jay no aceptaban entrevistas. Habían tratado el punto entre ellos y llegado a la conclusión de
que cualquier cosa que dijeran habría de ser usada contra ellos de algún modo en el futuro. Además, no podían decirle
a nadie que creían que Robbie se había convertido en Pardieu. Uno no puede decirle al mundo que un amigo está loco.
Habría sido la última de las traiciones.
En medio de esta horrible tensión lo más sorprendente fue que Perry, que le había prestado los huesos a Jay
Jay, y la gente del Departamento de Arte Dramático, que le habían prestado los otros adminículos, no habían abierto la
boca. Por supuesto, esto se debía en parte al propio temor a ser expulsados por haber participado en esta locura. Pero
también lo hacían por lealtad. Nada de lo que pudieran decir iba a traer a Robbie de vuelta, de tal modo que, ¿por qué
hacer daño a Jay Jay, que era amigo de ellos, y a los amigos de éste?
Estaban en primavera. El tiempo se suavizó de la noche a la mañana y unos brotes verdes empezaron a
aparecer en los despojados árboles del campus. Los días se alargaban. Muy pronto llegaría el Período de Lectura y
luego los exámenes finales. Tenían que estudiar y los tres, que habían tenido tanto miedo de ser expulsados, estaban
ahora en peligro de fallar por culpa de los nervios. Se forzaban a trabajar y, finalmente, encontraron cierto alivio
sumiéndose en sus responsabilidades.
Sin embargo, los diarios no les permitían olvidarse. La policía seguía recibiendo centenares de cartas y llamadas
telefónicas; en los diarios aparecían alusiones a ellas.
Hubo un pedido de rescate; el dinero debía ser dejado en un motel de una ciudad vecina, donde había alguien que
declaraba saber que Robbie había sido secuestrado. El “secuestro” resultó ser una broma pesada. Solo Kate, Daniel y
Jay Jay supieron desde un principio que así era. Ellos solo creían una cosa: Robbie estaba en las cavernas, Pardieu
seguía su búsqueda.
El teniente Martini va no los molestaba más. En cambio, ellos decidieron molestarlo. Pasaron tres veces por la
estación de policía antes de hallarlo.
—Queremos saber en qué anda la investigación —dijo Kate.
Martini pareció sinceramente apenado.
—No hemos tenido mucha suerte —dijo—; cada vez aparecen más y más videntes que lo han visto por aquí y
por allá. La mayor parte de esos datos no tiene ningún valor.
—¿Alguno de ellos dijo que estaba en las cavernas? —preguntó Jay Jay.
—Claro que sí. Y allí fuimos. Pero no nos dan nunca una ubicación precisa. Se limitan a describir el lugar, un
lugar que puede estar en cualquier parte. Todavía no tenemos la menor idea de dónde puede estar el cuerpo.
¿El cuerpo? Horrorizados, se miraron entre ellos. Robbie era ahora tan sólo “un cuerpo”. Se negaron a creerlo.
—Creía que los videntes ayudaban a la policía —dijo
Jay Jay.
—A veces los usamos —dijo Martini— Pero la gente solo oye hablar de sus éxitos. Y ellos nunca hablan en
público de sus fracasos. A uno de mis compañeros se le ocurrió una buena idea; dijo que iba a dar un baile invitando a
todos los videntes, pero que no les iba a decir dónde se daba. Entonces se podría saber quién es capaz de encontrar el
lugar y quién no. —Se calló, esperando que ellos se rieran, o por lo menos sonrieran. No sonrieron—. Uno de ellos me
envió un plano de Nueva York —siguió diciendo — ¿Se imaginan ustedes... Nueva York? En un lugar tan inmenso como
ése, ¿por dónde quieren que uno empiece?
—¿Del estado de Nueva York o de la ciudad de Nueva York? —preguntó Jay Jay.
—De todo el estado —dijo Martini. Chasqueó la lengua—. ¡Una nadita!
—¿Qué hizo con el plano? —preguntó Kate.
—Lo archivé junto con las otras cartas de esos chiflados —dijo Martini— ¿Qué quiere usted que hiciera?

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CAPÍTULO 6
Debajo de Grand Central Station, en el centro mismo de Nueva York, se extiende un laberinto de túneles que
serpentea por kilómetros y kilómetros, proveyendo de gas a los grandes edificios, las oficinas y los hoteles de la zona.
No son muchos los que están enterados de su existencia, y es poco posible que nadie se interese en ellos. Son refugio
de vagabundos y gente sin hogar, hombres y mujeres desarraigados que no tienen ningún otro lugar adonde quieran o
puedan ir, o sin energía ni esperanzas para buscarlo. Esa gente va con sus pertenencias y duerme o dormita allí,
echándose sobre papeles de diario desplegados, atenta a que nadie les robe sus míseras posesiones. Comen lo poco que
pueden conseguir. Cocinan, hablan, entablan amistades. Algunos de ellos hace años que viven en el lugar. Por las
mañanas, el estruendo de los trenes por arriba los despierta y muchos se van por todo el día a vagar por las calles. Pero
de noche vuelven a dormir. Esta es su casa.
Hay muchas maneras de entrar a estos táñeles subterráneos desde la calle, si uno sabe exactamente en dónde
están. Una reluciente puerta de bronce junto al célebre hotel Waldorf Astoria, las salidas de emergencia que están en la
misma Grand Central Station, una abertura sin puerta cerca del nivel inferior, que tiene escritas encima a mano las
palabras BURMA ROAD. Burma Road es el túnel principal y es muy fácil perderse allí si no se está familiarizado con
los intrincados pasadizos. Por supuesto, es un laberinto.
A Pardieu le había llevado mucho tiempo hallar este laberinto. Ahora estaba descansando aquí antes de
continuar su peregrinación. Desde el momento en que la había emprendido, había sentido que alguien bendecía sus
pasos, pero también que debía proceder con mucha cautela. Un extraño bondadoso le había proporcionado el
transporte y después de atravesar lo que le había parecido un túnel interminable, habían emergido finalmente a una gran
ciudad llena de bulla, de luces, de toda clase de seres, Humanos en su mayoría. Por todas partes se veían altas torres,
pero al abarcar con la mirada el paisaje, Pardieu vio las Dos Torres a la distancia y supo que había llegado al lugar
buscado. Caminó por las calles, mirando y observando todo, encontrando las miradas de los habitantes y descubriendo
allí la ira y el miedo. Comprendió que esta gente no quería ser mirada: sentía las miradas como un ataque. Y, sin
embargo, algunos estaban vestidos de manera tan extravagante y chillona que era evidente el deseo de llamar la
atención. Estas personas trataban de esconder sus almas. Sabían que él era un Hombre de Dios, capaz de ver dentro de
sus almas, y le lanzaban miradas llenas de ira. Pardieu apartaba los ojos, pues no quería incitarlos a una pelea.
No todos en esa ciudad eran malvados. Algunos le sonrieron, le devolvieron la mirada y quisieron acercarse.
Pero Pardieu tenía que viajar solo. Les devolvía la sonrisa, los bendecía y se alejaba.
Cada vez que tenía hambre o sed, veía algún lugar en donde se podían comprar víveres. Comía magramente,
comprando a los vendedores ambulantes que cocinaban al aire libre. Por las noches alquilaba algún cuartito en alguna
destartalada posada donde podía bañarse y dormir, ya que no deseaba dormir en la calle. Solo los Vagos dormían en las
calles de esta ciudad, vagabundos andrajosos con sacos en donde metían los objetos rapiñados y que hablaban en sus
idiomas. Sin embargo, pese a parar en las posadas más baratas que podía encontrar, a Pardieu empezaban a faltarle las
monedas. Muy pronto iba a tener que mendigar.
En todos los lugares por donde pasaba buscaba algún indicio que le indicara que estaba más cercano del punto
en que habría de encontrar el laberinto subterráneo. “¿Sabe usted en dónde está El Gran Hall?” preguntaba a veces a un
transeúnte. Por lo general éste parecía asombrado, pero en ocasiones señalaba en alguna dirección y le daba
instrucciones. El comprendía que no tenían idea de lo que les estaba diciendo. Creían que estaba buscando un edificio.
No eran nada más que Hombres, ¿cómo era posible que hubieran oído hablar de El Gran Hall?
Trató de rememorar el mapa que había trazado, recordando que El Gran Hall le había dicho que no lo llevara
consigo, porque era innecesario. ¿Adónde debía ir? ¿Cuál era el próximo paso a dar? ¡La ciudad era interminable y
hervía de gente! Esperaba la noche y su sueño.
Entonces, una noche, Pardieu tuvo el sueño que andaba buscando. En él vio una gran puerta de oro, como la
que podría haber en un palacio,-y supo. A la mañana siguiente se puso en marcha para encontrarla.
La vio el segundo día, al lado de un hermoso castillo guardado por un hombre que tenía puesto un uniforme
con insignias regias. Cuando el guardia le dio la espalda, Pardieu empujó la puerta y entró.
Todos los laberintos son distintos y, a la vez, son iguales. Este era abrigado, lóbregamente iluminado y transido
del extraño olor del aire viejo. Pardieu ansiaba volver a la lozanía de la naturaleza, tal como la recordaba de otros
tiempos, pero sabía que debía proseguir, porque ya casi había llegado. Tanteó su bolsita de amuletos, acariciando
tiernamente El Ojo de Timor, y con la otra mano asió la empuñadura de su espada, por si aparecía algún monstruo.
Luego, repentinamente, oyó un rugido terrible que provenía de arriba, un estruendo chirriante que sacudió las paredes.
Supo que éste era el Dragón de la Montaña y, a juzgar por el estruendo, debía de ser el dragón más grande y más
antiguo entre los que había encontrado hasta entonces.
Se detuvo y esperó inmóvil y en silencio hasta que el dragón dejó de rugir y se quedó quieto. ¿Sería ésta la última
prueba que había preparado para él El Gran Hall, la prueba que consistía en matar a este dragón? A pesar de todo —a

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pesar de su fe, de sus poderes mágicos y de las batallas que ya había ganado— Pardieu tuvo miedo.
Siguió avanzando cautelosamente, alerta a cualquier peligro. Por aquí y por allá veía señales de otros que habían
estado aquí antes que él. Restos de comida que se había consumido, botellas de vino bebidas y dejadas allí vacías. Había
runas escritas en las paredes, tal vez los nombres de otros buscadores del tesoro. Sin duda el dragón de arriba era dueño
del mayor tesoro del mundo. Un tesoro como el de este dragón podía alimentar y vestir a muchos pobres y necesitados.
En lo que a él se refería, a Pardieu ya no le quedaba dinero. Ayer había gastado su última moneda y en caso de que la
fortuna no lo hubiera ayudado a encontrar este lugar, finalmente habría tenido que dormir en la calle con los
pecaminosos Vagos, o ponerse a mendigar, lo cual le repugnaba. Un Hombre de Dios debía mendigar por los
indigentes, no por sí mismo. De todos modos, estaba hambriento y sediento, y confiaba en encontrarse con otro
vagabundo que quisiera compartir sus provisiones con él.
Al doblar un recodo se vio frente a un cómodo refugio hecho de papeles y harapos. Allí estaba sentado un
Hombre que lo miraba con aire curioso. Era un hombre de aspecto distinguido, alto y delgado, con una cara armoniosa
y cabellos plateados. No tenía aspecto de enemigo.
—¿Quién eres? —preguntó el hombre.
—Soy Pardieu, el Hombre de Dios —dijo Pardieu.
—Yo soy el Rey de Francia.
—¿Puedo preguntarte entonces por qué estás aquí? —preguntó Pardieu reverentemente.
—Hay lugares peores —dijo el Rey de Francia—. ¿Qué haces tú aquí?
—Estoy buscando algo.
—Todos estamos buscando algo. Estoy preparando un poco de café. ¿Quieres?
—Gracias —dijo Pardieu agradecido—. Con mucho gusto.
El Rey de Francia había puesto en un rincón algunos de sus utensilios, de cocina y, mientras los dos bebían café,
hablaron. El Rey también dio a Pardieu unos bizcochos.
—Uno de estos días me voy a ir de este lugar. Lo digo diariamente. Y después no me voy. Tal vez mañana.
—¿Hace mucho que estás aquí?
—Añares.
—¿Has visto alguna vez al dragón? —preguntó Pardieu.
—He visto cantidad. He visto algunos que tú nunca verás.
—¿El que está arriba...? —preguntó Pardieu—. Háblame de él.
-Mantente lejos de las tierras de arriba —dijo el Rey de Francia—. Te tomarán preso y te echarán. Aquí estarás seguro.
—Pero el dragón guarda el tesoro.
—Depende de cuál sea tu actitud ante el dinero.
—No es para mí —dijo rápidamente Pardieu—. Es para los pobres.
—Entonces deja eso. ¿Por qué no vuelves a tu hogar?
—No puedo volver.
El Rey de Francia cabeceó comprensivamente.
Esa noche empezaron a llegar otros peregrinos con hatos de provisiones. Cada cual iba a su lugar, un lugar que
parecía pertenecerle, y se preparaba un nido para dormir en él. Pardieu notó que todos dormían tomando toda clase de
precauciones, desconfiando de los otros. Se dio cuenta de que éste era una especie de punto de encuentro central, pero
nadie hablaba de sus planes o de lo que estaba buscando, aunque todos se conocían. Tal vez no buscaban nada. Eran
habitantes del subterráneo y nada más. Suspiró. Podían darle alimento, bebida o compañía si se ganaba su confianza,
pero nunca habrían de ayudarlo. No podían. Estaba destinado a quedarse solo... y tal vez así debiera ser.
El Rey de Francia dormía, roncando levemente. Pardieu se levantó y sigilosamente se alejó. Recordó que los
otros habían entrado por otro túnel del laberinto y pensó que tal vez hubiera algún pasadizo hasta la guarida del dragón.
Todos los pasillos estaban lóbregamente iluminados y en algunos de ellos se encontró con otros vagabundos, también
dormidos. Debía de ser muy tarde. El dragón estaba silencioso. Los dragones también duermen.
Encontró una puerta y la tocó con prudencia, aguzando el oído para oír lo que pudiera haber del otro lado.
Ahora estaba seguro de que esto era lo que El Gran Hall quería de él: encontrar el dragón en donde estuviera,
hechizarlo y arrebatarle el tesoro. El dragón era maléfico, como todos los dragones. Tal vez hubiera esclavos que debían
ser liberados. Pardieu mantenía la mano en la empuñadura de la espada. Rezaba fervorosamente para no verse forzado a
tener que matar a quien fuere, pero sabía que si se veía forzado a matar al dragón, esta muerte le sería perdonada. Abrió
la puerta y lanzó una exclamación de sorpresa.
Estaba viendo un recinto grande y hermoso, con un techo abovedado, como el aposento de un castillo. Estaba
vacío. Largos corredores conducían hacia túneles de los que emanaba el olor metálico del hálito del dragón; Pardieu
supo que el dragón debía de estar en las vecindades. Caminó por uno de estos corredores, escuchando y husmeando, y

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luego saltó levemente a una angosta zanja que se hundía más profundamente en la guarida del dragón. Ahora avanzaba
por una especie de sendero metálico que parecía extenderse infinitamente. De repente advirtió que había estado
caminando desde esa mañana muy temprano, si se descuenta el breve instante en que se había detenido a tomar un
refrigerio con el Rey de Francia. Estaba muy cansado. Aquí estaba oscuro y tranquilo. Iba a tomarse un breve descanso,
tal vez iba a dormir. Cuando el dragón se despertara, Pardieu sin duda habría de oírlo. Era más prudente enfrentarse
con un dragón cuando no se estaba tan exhausto como estaba él ahora.
Sin duda estaba en perfecta seguridad. Pardieu abrió su redoma, la que contenía el bebedizo que lo volvía
invisible. Y bebió la mitad. Esto le aseguraba la invisibilidad por seis horas, lo cual era suficiente. Se acurrucó junto a la
pared, envolviéndose en la capa, descansó la cabeza en uno de los rieles y quedó profunda e instantáneamente dormido.
En su sueño, Pardieu oyó el rumor del dragón a lo lejos. También sintió la vibración del monstruo en la barra
metálica donde había apoyado la cabeza. Luego se despertó y supo que esto ya no era el sueño: el dragón también
estaba despierto y cerca. Pardieu lo podía oír; se estaba acercando.
Se puso de pie y escudriñó la oscuridad. Entonces vio los ojos grandes y brillantes del monstruo, como luces,
que se precipitaban al husmear el peligro. ¡Qué barahúnda! Pardieu corrió contra la pared del túnel y se apretó contra
ella cuando el dragón pasó atronando junto a él, chillando y agitando sus escamas de hierro, arrojando bocanadas de
chispas incendiadas. Pardieu nunca había visto en toda su vida un dragón tan inmenso. Estaba aterrado. Hubiera hecho
falta un ejército para matar a este dragón, hubiera hecho falta una guerra. Había sido una fanfarronada de su parte el
creer que podía hacer algo.
Cuando el monstruo se fue Pardieu salió de un salto de la zanja y corrió con piernas temblorosas hasta la puerta
que llevaba a la seguridad de su laberinto subterráneo. Se sentía triste y avergonzado. Iba a quedarse allí por un cierto
tiempo e iba a vivir como los otros, durmiendo bajo tierra en las noches tranquilas y mendigando en las calles durante el
día para no pasar hambre. Y cada día iba a vagar y a mirar, esperando a El Gran Hall, que habría de perdonarle la
presunción de haber salido sin pertrechos a matar al dragón... iba a esperar sus nuevas instrucciones. Sabía que la
próxima vez le iban a encargar una tarea a su alcance.

CAPÍTULO 7
Estaban en mayo. En Greenwich todo había florecido con un nuevo lustre. El cielo había adquirido un celeste
translúcido. La gente que tenía botes empezó a salir con ellos al río y las velas blancas avanzaban elegantemente en el
aire tibio. Hacía un mes que Robbie había desaparecido.
Su ausencia no había acercado más a sus padres. Cat sabía que esto ocurría en las novelas edificantes, pero no
en la vida real. Ella y Hall habían realizado algunos intentos de ser buenos el uno con el otro, porque ahora ya no tenían
a nadie más, pero siempre había muchas reconvenciones entre ellos. Ella hubiera querido saber si al dejar la bebida
habría cesado de culpar a Hall por su vida malgastada, si éste habría cesado de echarle a ella la culpa por la pérdida de
sus hijos. Lo dudaba. El dejar de beber solo habría hecho que dejara de hablar de sus penas, no de pensar en ellas. La
única diferencia era que Hall pasaba ahora más tiempo en casa, esperando una llamada telefónica de Robbie que nunca
llegaba. En consecuencia, Cat podía hablar más tiempo con el. No estaba segura de que el la escuchara.
La mayor parte del tiempo se hablaba a sí misma. A veces hablaba con el Robbie ausente, como hubiera querido
hacerlo en caso de que él hubiera estado allí. “Yo quería que escucharas música y miraras la puesta del sol”, le decía.
“Quería que hicieras todas las cosas románticas, tontas, serenas que yo hacía cuando era joven. Pero tú no tienes
ponientes... solo tienes guerras, sublevaciones, terroristas y amenazas de envenenamiento nuclear. Tú tienes crímenes y
drogas. Nosotros teníamos una fe implícita en el dinero y el futuro; tú solo tienes miedo. No pude mantener al mundo
lejos de ti... tal vez fue peor lo que hice. ¿Te resultaba odioso volver a casa? ¿Me odiabas? ¿Odiabas a tu padre? Yo no
estaba enojada contigo, solo estaba enojada con el mundo. No fue culpa tuya, Robbie. ¿Crees que no te quería?”
Ahora no tenía ninguna duda de que Robbie se había fugado: no lo habían asesinado. De todos modos, esto no
significaba que habría de volver a verlo. Después de enterarse por los diarios de la existencia de ese juego que había
estado jugando con sus amigos, Cat comprendió que Robbie había huido mucho antes de haber desaparecido
físicamente. Hubiera querido saber quiénes habían sido los otros jugadores. ¿Qué clases de familias tenían? ¿Era culpa
de los padres o culpa de la vida que hubieran tenido que escapar a un mundo fantástico de terrores inventados?
Ella y Hall se suscribieron a diarios de Nueva York, de Greenwich, de Pequod y Filadelfia. Salvo algunos artículos
locales, que aventuraban nuevas opiniones sobre los posibles móviles, la mayor parte de las noticias se limitaba a los
telegramas y seguía los pasos de la investigación policial. Actualmente era bastante esporádica. La mayoría de las pistas
no habían llevado a nada. La única nota de peso fue la de un camionero llamado William Hansen, que había visto el
retrato de Robbie en los diarios y había dicho a la policía que tenía la certeza de haber recogido a ese muchacho en la

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carretera que llevaba a Pequod, cerca de la universidad. El muchacho iba en dirección este, y, como Hansen iba en
dirección a Nueva York, lo había dejado después de pasar el Holland Tunnel. Por lo tanto, la policía neoyorquina estaba
ahora detrás del caso y había ciertas esperanzas de que Robbie no se hubiera metido en las cavernas después de todo.
Los periodistas aún telefoneaban o venían a la casa a hacerles preguntas. Cat y Hall siempre les decían lo mismo.
“Estaba muy nervioso por culpa de sus estudios. Ya estaban próximos los exámenes finales. También tenía actividades
fuera de los estudios: estaba en el equipo de natación y tenía ese juego que practicaba con sus amigos, y probablemente
quería alejarse por un poco de tiempo, estar tranquilo y poner sus cosas en orden.”
¿No estaban preocupados?, preguntaban los periodistas. “Por supuesto que lo estamos. ¿Qué padres no lo
estarían? Querríamos que nos llamara. Querríamos que volviera a casa. Tratábamos de no molestarlo exigiéndole que
sacara buenas notas. Los jóvenes actualmente ya están sometidos a muchas presiones. Nosotros creímos que estaba a
gusto en Grant.”
Aquella chica, la amiga de Robbie que había telefoneado, no volvió a llamar. Cat había olvidado su nombre.
Cuando la chica había llamado, Cat estaba un poco borracha. En caso de haber recordado el nombre, la habría llamado...
pero ¿de qué servía? Al parecer, la chica no había podido dar ningún dato valioso a la policía.
La policía opinaba que, si Robbie había bajado a las cavernas, sin duda debía de estar ya muerto a esta altura. Cat
decidió creer que estaba en algún lugar de Nueva York. Robbie conocía Nueva York y le gustaba. Podía conseguir un
conchabo modesto, teñirse el pelo y desaparecer. Cat se negaba a creer que Robbie podía ingerir drogas o vivir en la
calle, del mismo modo que no podía creer que se hubiera internado en las cavernas para suicidarse. La autodestrucción
no estaba en la naturaleza de Robbie. Hall, el hermano mayor, había sido autodestructivo. No Robbie.
Robbie era normal. Cat tenía que creer esto. Robbie estaba nervioso y nada más.

CAPÍTULO 8
Todos los días Pardieu recorría las calles de la gran ciudad, buscando. De noche volvía al laberinto subterráneo
a dormir. Sus compañeros de vivienda le habían indicado un lugar donde podía bañarse, de tal modo que no necesitaba
una posada. Otros viajeros se lavaban en ese baño comunal y no parecían asustarse cuando el dragón pasaba rugiendo
por allí cerca. Incluso a veces se acercaban para que los comiera, como movidos por un hechizo. El recordaba una
aventura remota, cuando había viajado al reino de los perversos Voracianos y Ak-Oga había devorado la carne de sus
esclavos, lo mismo que solía hacer este dios-dragón. Pardieu temía ser víctima de este encantamiento a pesar de sus
poderes mágicos, y se sintió aliviado cuando sus nuevos amigos del laberinto le dijeron que había otros lugares sin
dragones donde podría bañarse. Después de haberse familiarizado un poco con las calles de la ciudad, había llegado a
ser capaz de reconocer algunos de estos lugares. Se alegró de que hubiera tantos, porque no le gustaba estar sucio y
harapiento. Su barba y sus cabellos estaban muy largos ahora; el rostro se había demacrado. La gente que veía en la calle
nunca le daba comida y casi nunca le regalaba monedas, de tal modo que solía pasar hambre. Pero comía lo suficiente
para vivir y eso era lo único que contaba. El ayuno favorecía la vida espiritual. Muy pronto habría de encontrar a El
Gran Hall.
Esta era una ciudad de extraños contrastes. Pardieu pasó por muchos lugares pecaminosos, donde se veían
mujeres voluptuosas que bailaban desnudas y hombres que lanzaban gritos concupiscentes al verlas. La basura se
amontonaba en las calles y había mendigos que hurgaban en ella buscando restos de comida. Veía personas en harapos
y personas suntuosamente vestidas. Había muchos mutantes Semi-Humanos, con ojos vacíos que cantaban en idiomas
extraños o vociferaban rabiosamente contra cosas que solo ellos podían ver. Uno daba vuelta a una esquina y se
encontraba con una calle llena de horrores, daba vuelta a otra y se veía rodeado de sosiego y de paz, especialmente a1
atardecer. Pardieu solía estar solo, porque ninguna de las personas a quienes hablaba daba muestras de entenderlo y a
menudo parecían tenerle miedo, como si creyeran que él no iba a perdonarles sus pecados. Por las noches seguía
soñando con El Gran Hall. Esto lo sostenía en sus días de aislamiento, en medio de las multitudes densas e inamistosas.
Este sufrimiento formaba parte de su búsqueda.
Había descubierto una calle en donde adolescentes, varones y mujeres, esperaban a que les hablaran hombres de
más edad. Luego los hombres mayores se iban junto con el adolescente. Esta era La Calle de los Mensajes. Pardieu
adquirió la costumbre de esperar de noche en esa calle a que llegara su propio mensajero. A veces un hombre se detenía
para hablarle, pero siempre que Pardieu le preguntaba si era el mensajero que estaba esperando, el hombre le lanzaba
una mirada sorprendida y se alejaba. Pardieu comprendió finalmente que estos intercambios se llevaban a cabo en una
especie de lenguaje cifrado que él no había aprendido aún.
Había un Hada bellísima y joven que venía todas las noches a La Calle de los Mensajes y que parecía ser la única
persona que no le temía. El Hada lo miraba y reía. Su risa sonaba como un repiqueteo de campanas, sus cabellos eran

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largos, rubios y sedosos; solía usar pantalones de pana y camisas de gasa. Se hubiera dicho una Princesa de las Hadas.
Parecía tener unos trece años de edad, lo cual significaba que tal vez era centenaria en el mundo de las liadas. No era
una edad avanzada para un hada. Una noche se acercó a ella, pidiéndole a Dios que no se apartara de él.
—Soy Pardieu, El Hombre de Dios —dijo.
Ella rió.
—Te he estado observando —dijo ella— Nunca vas a conseguir un tipo si siempre estás drogado.
—No puedo hablar tu idioma —dijo Pardieu, avergonzado y como disculpándose.
—Vamos, vamos, no me jodas más. Tienes mierda en la cabeza.
—¿Qué son esos terrores contra los que me previenes?
Ella lanzó una carcajada.
—Tienes cierta gracia y a mí los perdedores me enternecen. Ven, te invito a tomar una taza de café.
Lo llevó a un comedero fuertemente iluminado donde le compró café y bizcochos; también compró para ella.
Era bella y bondadosa; la primera persona que se había mostrado amistosa con él en la ciudad.
—Oye —dijo, inclinándose sobre la mesa para hablarle— Aquí vienen maricones que les gusta el látigo y tipos
que andan buscando que los meen; también hay muchos S-M, sado-masoquistas, pero si no te presentas con un
atuendo masoquista nadie te va a molestar. Creen que has estado fumando “hierba de los ángeles”.
—”Hierba de los Angeles”... —dijo Pardieu—. ¡Qué nombre tan bonito!
—Sí, bueno, fuma después, no antes. No te tengo miedo, pero tengo amigos en esta calle y no voy a ir sola
contigo a ningún lado. Por otra parte, creo que eres inofensivo.
—Soy inofensivo —dijo Pardieu, agradecido de poder entender un poco por lo menos de lo que ella le estaba
diciendo—. Soy un Hombre de Dios del nivel más elevado y nunca haré daño a quien no sea malvado.
—Te diré lo que puedes hacer —dijo ella— El tipo se acerca y te pregunta cuánto cobras, tú se lo dices y no
abres la boca por nada. Si te pregunta cómo te llamas o quiere entablar conversación, le inventas un nombre. Esa
música del Hombre de Dios te la puedes guardar. ¿Cuánto te pagan?
—¿Cuánto me pagan?
—¿Cuánto dinero te dan?
—Muy poquito —dijo Pardieu tristemente.
—Así me pareció —dijo ella, examinándolo con cierta atención—. Eres un poco viejo para estos traganiños,
pero bastante bonito. Les puedes pedir veinte.
—¿Veinte monedas?
—Veinte dólares, Pardú. Y no les digas que te llamas Pardú. Diles que te llamas Paul.
—Paul —dijo Pardieu. Asintió con la cabeza—. Mi nombre es Paul. ¿Yo le pido primero o espero que él me ofrezca?
—Por lo general es él quien pregunta. —Se echó a reír—. En esta calle no se habla de más. Oye una cosa, ¿no
leíste “Cazador entre el Heno”?
—No —dijo Pardieu.
—Fue el último libro que leí antes de escaparme de casa. Me encantó. Trata de un tipo que va a un campo de heno y
agarra a los cabritos antes de que se despeñen. Su único amigo es una chiquita. Por último se vuelve loco y lo encierran,
pero en realidad quien está loco es el mundo. No sé por qué el estar contigo me ha hecho acordar de ese libro.
—Es una hermosa historia —dijo Pardieu amablemente— Gracias.
—De nada.
Volvieron a la Calle de los Mensajes y esperaron, a cierta distancia el uno del otro, como los demás. Muy pronto
llegó el mensajero de ella y los dos se fueron. Al alejarse le lanzó a Pardieu una mirada, como alentándolo. Él le
devolvió la sonrisa, inundado de una sensación de camaradería y puro amor. Y supo que esta noche era la noche en que
habría de encontrar su respuesta.
Su mensajero era un hombre de aspecto corriente, vestido decentemente. Pardieu se sintió aliviado al notar que
la mirada de los ojos oscuros no era de temor, sino de turbación y una especie de nerviosidad desesperada. No era de
Pardieu que el mensajero tenía miedo.
—¿Cuánto? —preguntó el mensajero.
—Veinte dólares —dijo Pardieu.
El hombre cabeceó y se echó a andar. Pardieu marchaba a su lado. El corazón le latía por la excitación y tenía
ganas de formular muchas preguntas, pero recordó que no debía decir nada. ¿Estaremos finalmente en camino hacia El
Gran Hall? pensó. ¿Estaremos finalmente?
—¿Cómo te llamas? —preguntó el mensajero finalmente.
—Paul.
El mensajero cabeceó de nuevo y no contestó. Fueron hasta una posada vieja y muy fea, mal iluminada y

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mugrienta, donde el hombre subió unas escaleras y abrió con llave la puerta de una habitación pequeña. La habitación
estaba iluminada desde afuera por las luces de colores que brillaban en la calle.
—Me gusta a oscuras —dijo el hombre.
Pardieu esperó.
El hombre empezó entonces a desnudarse, quitándose sus respetables vestiduras. Pardieu se preguntó si tal vez
no habría una armadura debajo de sus ropas, o los atavíos de un ser superior.
—Date prisa —dijo el hombre.
—¿Que me dé prisa?
—Quítate la ropa.
—¿Por qué?
Pardieu no entendió por qué razón tuvo un miedo repentino. ¿Debían ir allá desnudos? Él no se iba a despojar
de sus amuletos ni de su espada, porque sin ellos estaba indefenso. Permaneció allí de pie, pensando que tal vez debía
obedecer, ya que había esperado tanto tiempo a este mensajero. Y, sin embargo...
El mensajero estaba ahora casi desnudo y tenía el aspecto de cualquier mortal. Dio dos rápidos pasos hacia
Pardieu y lo asió de la ropa.
—¡Vamos! —dijo con voz ronca. Luego, sin avisar, puso unas manos temblorosas en las partes más secretas de
Pardieu y, cuando Pardieu lo miró aterrado, notó que el hombre estaba con el sexo excitado.
¡Lo habían engañado! Este ser no era un hombre, era un súcubo que quería violarlo. Pardieu sabía de qué se
trataba: si un súcubo nos entra en el cuerpo, quedamos para siempre en su poder. Hizo actuar el amuleto paralizador,
mientras el corazón le latía violentamente de terror.
¡El amuleto no obró! ¿Cómo era posible? Sin duda este demonio era muy poderoso, pero Pardieu tenía otros
talismanes, otros amuletos. Bebió los restos de su brebaje de invisibilidad. El dragón no lo había visto y este súcubo no
lo iba a ver ahora. El súcubo lo tenía firmemente asido, y acercaba la boca al cuerpo de él, decidido a violar lo que podía
tantear pero no ver. Pardieu estaba aterrado. Se retorcía para librarse del abrazo del demonio, pero la fuerza de su
adversario era más grande que la suya. El ayuno y las privaciones lo habían debilitado y un súcubo es cien veces más
fuerte que un mortal en buena salud.
Pardieu desenvainó la espada y haciendo un último y extremo esfuerzo, la hundió en el pecho del monstruo.
Quedó suelto. La cara del súcubo se deformó en una mueca de miedo, luego de dolor; finalmente se derrumbó
en silencio sobre el suelo. Estaba muerto. Pardieu giró sobre sus talones y escapó de aquel cuarto, fuera de aquella
posada abominable, a la calle, y corrió hasta donde sus temblorosas piernas lo llevaron.
Robbie despertó en una calle —una extraña calle de una extraña ciudad por la noche— y no podía recordar
cómo había venido a parar aquí. Divisó una imagen de sí mismo en el vidrio de una ventana al pasar y quedó con la
boca abierta. Ahora tenía barba y bigote, el pelo más largo de lo habitual y la cara demacrada. Los ojos parecían
enormes. Los vaqueros y la chaqueta estaban mugrientos. El cinturón estaba sujeto del último agujero para mantener en
su sitio a los vaqueros. ¿Cuánto tiempo había estado afuera? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Dónde estaba?
Echó una mirada a su reloj. Eran las doce de la noche. Estaba en los bajos fondos de alguna ciudad: avisos
porno, drogadictos, traficantes de drogas, todo chillón y roñoso. De pronto reconoció el lugar: estaba en Nueva York.
Todos los taxis tenían chapas de Nueva York. Estaba en la calle 42 Oeste, había padecido un ataque de amnesia y
estaba tan asustado que casi no podía soportarlo.
Miró a todas partes buscando una casilla de teléfonos. Había un teléfono pago en una esquina y hurgó en sus
bolsillos buscando monedas. Dios mío, no tenía dinero, nada más que dos monedas, una de diez centavos y otra de
veinticinco. En su billetera solo estaban sus documentos de identidad. ¿Lo habrían robado? Tenía manchas de sangre
en una manga y el frente de la chaqueta, como si lo hubieran salpicado. Todavía estaba húmedo. Robbie se tanteó. No
estaba herido y comprendió que esta sangre no era suya, sino de otra persona. No había creído poder sentir más miedo
del que sentía, pero así fue.
Sus dedos se apretaron asiendo el gran cortaplumas de campamento que su padre le había regalado años atrás y
que siempre llevaba consigo. Lo abrió. Y supo aún antes de abrirlo. El mango y la hoja estaban cubiertos de sangre.
Robbie cerró los ojos y se recostó contra una de las paredes de la casilla de teléfonos, sintiendo que se
desvanecía. Estaba hambriento: el estómago le dolía. Y había apuñaleado a alguien. Tal vez había matado a alguien.
Estaba sin aliento, como si acabara de correr. Supo que estaba demente y se echó a llorar.
Desde la casilla llamó al número de Kate en el college, sin poder parar sus sollozos convulsivos. Loco, loco.
Acaso asesino también...
Ella no atendió el teléfono. Buscó el número de Daniel en su agenda y lo llamó. Recordó ahora que Kate y
Daniel vivían juntos en el cuarto de Daniel. ¿Por qué no podía recordar lo que le había ocurrido después de irse de
Grant? Lo último que recordaba era la fiesta de Jay Jay.

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—Hola... —dijo Kate. La voz sonaba pesada de sueño.
—Habla Robbie —dijo Robbie, sin dejar de llorar. El sonido de aquella voz familiar le dio un vuelco al corazón.
Se apoyó en la pared de la casilla para no caer al suelo—. Estoy en Nueva York. Creo que he matado a alguien.

CAPÍTULO 9
—¡Oh, Robbie! —gritó Kate, apretando con todas sus fuerzas el receptor— ¿Cómo estás?
Estaba totalmente despierta ahora y la alegría de saber que estaba vivo hizo que no registrara —por un instante
— el resto de lo que acababa de decir.
—¿Robbie? —preguntó Daniel, muy excitado.
Ella asintió.
—¡Robbie, Robbie, háblame! ¿Cómo estás? ¿Qué ha pasado?
—No sé cómo estoy —dijo Robbie— No me acuerdo de nada. ¿Cuánto tiempo he estado fuera?
—Casi… —Estuvo a punto de decir “casi seis semanas”, pero comprendió de repente que él se iba a asustar—.
...Casi un mes —dijo.
—No sé por qué no puedo recordar —dijo Robbie— Mi cortaplumas está cubierto de sangre.
—¿Qué cortaplumas? —preguntó Kate. Se le ocurrió que tal vez él se refería a la espada del juego, que tal vez no
era un instrumento mortífero.
—Mi cortaplumas de boy scout —dijo Robbie—. Y tengo la ropa manchada de sangre. No es mi sangre.
—Trae inmediatamente a Jay Jay —dijo en voz baja Kate a Daniel— Robbie: ¿en qué parte de Nueva York estás?
—En un teléfono público de la Octava Avenida —dijo Robbie— Estoy sin un centavo. Kate, no puedo recordar...
—¿Llamaste a tus padres?
—No puedo llamarlos —dijo Robbie— ¿Qué quieres que les diga? Me van a hacer preguntas y las respuestas no
las tengo.
—Diles que estás sano y salvo —dijo Kate— Están horriblemente preocupados por ti. Todos lo hemos estado. La
policía de Pequod hizo una pesquisa en las cuevas... Creían que alguien te había asesinado.
—¿Crees que alguien intentó matarme? —preguntó Robbie— ¿Será por eso que le di una puñalada?
Jay Jay entró corriendo al cuarto con Daniel, estaba envuelto en una salida de baño.
—¡Robbie! —dijo, muy turbado— ¿Le ha pasado algo?
Kate meneó la cabeza.
—Vamos ya mismo a buscarte —le dijo a Robbie — A menos que prefieras a tus padres...
—¡No! —gritó Robbie, asustado— ¡Mis padres no! Antes tengo que volver en mí. Todavía no estoy en mis cabales.
Jay Jay y Daniel estaban escuchando muy cerca de Kate, que había apartado un poco el receptor de la oreja para
que ellos pudieran oír.
—Estoy hecho un mendigo harapiento —siguió diciendo Robbie— Al parecer, he estado durmiendo en las calles.
No sé qué más he estado haciendo. Puedo haber hecho cualquier cosa.
—Conserva la calma —dijo Kate. Tenía la horrible sensación de que lo podía perder en cualquier instante, que él
iba a colgar y a desaparecer de nuevo—. Todo está bien, Robbie. Aquí estamos nosotros.
Se volvió hacia Jay Jay.
—¿Adónde puede ir hasta que nosotros lleguemos?
—Ve a la Casa de la Alianza —dijo Jay Jay, tomando el receptor— Busca en la guía de teléfonos la dirección. Es
un refugio. Conozco ese lugar porque mi madre les hace donaciones. No te van a hacer ninguna pregunta. Sólo querrán
saber si no te pasa nada. Te darán comida, ropa y te dejarán darte una ducha. También podrás dormir ahí gratis.
—¿La policía me sigue los pasos? —preguntó Robbie. Su voz sonaba tímida y desesperada, la voz de un niño
extraviado. Kate hubiera querido rodearlo con sus brazos y protegerlo de nuevos peligros.
—Únicamente porque eres una persona desaparecida —dijo, quitándole el receptor a Jay Jay— Nadie te está
buscando por nada malo. No tienes nada que temer.
—¿Cómo puedo saberlo? —dijo Robbie.
Jay Jay asió el teléfono.
—Oye, Robbie —dijo— cuando vayas al refugio, diles que te llamas Lionel Stander. En esa forma sabremos por
quién preguntar.
—¿Quién es Lionel Stander? —preguntó Robbie.

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—Un antiguo actor de cine. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Robbie— ¿Kate?
—Aquí estoy —dijo Kate, tomando el receptor.
—Kate...
—¿Qué, Robbie?
—¿Vendrás a buscarme?
—Por supuesto, estaremos allí no bien despunte el día.
—¿Me ayudarás a recordar?
—Sí —dijo ella. ¿Qué más podía decirle? Intentó encontrar algo que pudiera tranquilizarlo—. Una vez que hayas
comido y dormido te vas a sentir mucho mejor.
—Tal vez sería mejor no recordar —dijo Robbie.
—Todo va a salir bien ahora, Robbie —dijo Kate— Nos tienes a nosotros y no nos vamos a separar. ¿Recuerdas
cómo siempre nos apoyábamos unos a otros?
—Sí.
—Y ahora vas a ir al lugar que te indicó Jay Jay, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—E iremos a buscarte. ¿Asunto arreglado?
—Sí.
—Y cuando llegues a la Casa de la Alianza telefonea a tu madre y dile que estás sano y salvo. Luego puedes
colgar sin más. De ese modo ella no sabrá donde estás. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Daniel te manda cariños. Los tres te vamos a ayudar a salir de esto, sea lo que fuere. Te lo prometo. Todo se va
a arreglar.
—¿No avisarás a la policía? —preguntó Robbie con el espanto en la voz.
—Claro que no. No te preocupes. Puedes confiar en nosotros.
—Hasta mañana —dijo Robbie—. Ahora tengo que salir de aquí.
—Todos te queremos, Robbie —dijo Kate. Pero él ya había colgado y ella no estaba segura de que la hubiera oído.
Daniel echó una mirada al reloj que estaba en la mesa de luz.
—Debemos salir dentro de una hora —dijo— En tu auto. ¿Adónde lo llevamos a Robbie una vez que lo tengamos?
—A mi casa —dijo Jay Jay —. Mamá no va a decir nada. Tenemos cuartos de sobra.
—¿Y después? —dijo Daniel.
—Después averiguaremos si realmente mató a alguien —dijo Kate. Se sentó en la cama, sintiéndose muy triste
de repente—. Me alegré tanto de que estuviera sano y salvo, pero en realidad no lo está, ¿verdad?
—Tenemos que llevarlo a casa de su familia. Ellos pueden ponerlo en tratamiento psiquiátrico —dijo Daniel —
No es asesinato legal si ha creído que estaba jugando el juego.
—Tal vez no sea necesario aclarar el punto —dijo Jay Jay— Tal vez las cosas no pasen a mayores.
Kate, sorprendida, lo miró.
—¡La policía va a descubrir todo!
—Todos los días matan a cantidad de gente en Nueva York —dijo Jay Jay— Y uno nunca vuelve a oír hablar de
ellos, a menos que la historia tenga interés humano o se trate de alguna persona célebre. No será nada más que un
nuevo crimen no resuelto.
—No podemos ser encubridores —dijo ella.
—¿Por qué no? Somos los únicos que lo sabemos. Robbie mismo no sabe lo que ha hecho- En este asunto la
víctima es él.
—Estás más loco que él —dijo Daniel.
Discutieron el punto durante todo el viaje a Nueva York en el auto. Jay Jay había insistido en traer a Merlín, que
daba saltitos en la jaula y parecía muy nervioso. A Jay Jay se le había ocurrido de repente que, si dejaba a Merlín con su
amigo Perry, éste le podía hacer alguna maldad. Los acontecimientos de la noche obraban sobre los nervios de todos.
—Esto puede ser el fin de Robbie —dijo Jay Jay— No le van a permitir reintegrarse a la universidad... tal vez lo
recluyan en uno de esos asilos para los criminales insanos.
—Nunca van a... —dijo Kate.
—Encubrir un crimen es un crimen —dijo Daniel — Lo digo por nosotros.
—¿Y si el crimen no existe? —decía Kate.
—Supongamos que exista —contestaba Jay Jay.

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—No fue culpa de él —decía Daniel.
—Todo lo que se hace es culpa de alguien, siempre —decía Jay Jay sombríamente.
—A nosotros también nos van a expulsar —decía Kate.
—No les vamos a decir que sabemos —decía Jay Jay.
—Creo que a todos nos hace falta un poco de sueño —dijo finalmente Daniel.
Cuando el sol se levantó sobre el horizonte de Nueva York, los tres estaban agotados. Se detuvieron para
averiguar la dirección del refugio. Allá fueron y estacionaron en las cercanías, con la esperanza de que nadie les robara
las maletas del baúl del coche. Habían empacado bastantes cosas para pasar unos cuantos días, no sabiendo qué iba a
ocurrir. Esta parte de la ciudad era en parte terrenos baldíos, en parte casas de inquilinato. El gran edificio de ladrillos
oscuros parecía una cárcel, aunque tenía pintada una paloma de la paz en uno de los lados del frente, lo cual era
reconfortante. Jay Jay bajó con la jaula de Merlín.
Entraron al salón de recepción, donde se veían unas pocas sillas y una mujer de pelo canoso sentada a un
escritorio. Detrás de una puerta de vidrio se veía una especie de sala con una alfombra de vivos colores, sofás, sillones de
cuero y un aparato de televisión en colores. Había muchos jovencitos durmiendo en los sofás y los sillones, también
sobre la alfombra, pero ninguno de ellos era Robbie. Eran negros en su mayoría. Todos estaban pulcramente vestidos,
con vaqueros planchados, camisetas y mocasines. Kate, Daniel y Jay Jay se acercaron a la mesa de entradas.
—Venimos a visitar a un amigo nuestro, Lionel Stander —dijo Jay Jay.
—No es aquí —dijo la mujer— Tienen que dar vuelta y entrar por el fondo.
Dieron vuelta la manzana y entraron a otra sala de recepción. Allí no había asientos y no se veían residentes. La
mujer de la mesa de entradas era mucho más joven.
—Tendré que mandar a alguien a averiguar —dijo.
Esperaron. Finalmente una mujer joven abrió una puerta que había estado trancada y los miró con aire incierto.
—No sé si está aquí —dijo— ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué nombres debo darle?
—Kate, Daniel y Jay Jay —dijo Kate— Nos está esperando.
—Esperen aquí, por favor —dijo la mujer y desapareció.
Esperaron un espacio de tiempo que les pareció interminable, aunque solo fueron veinte minutos. La mujer volvió.
—No está aquí —dijo.
—Tal vez ha dado el nombre de Robbie Wheeling —dijo Kate.
Jay Jay le lanzó una mirada de advertencia y ella le devolvió una mirada iracunda. No creía que esta mujer fuera a
llamar a la policía para que se llevara a Robbie.
—Lo siento —dijo la mujer, y parecía realmente apenada— Estuvo aquí... Lionel, eso es... y nos dijo que sus
amigos vendrían a buscarlo. Pero debe de haberse ido. A lo mejor vuelve.
Kate volvió a sentir el antiguo miedo.
—¿Dijo algo al irse? —preguntó. ¡Que no vuelva a ser Pardieu de nuevo!
—La última vez que lo vi acababa de comer y de darse una ducha —dijo la mujer bondadosamente—. Le dimos
un poco de ropa y nos pidió un cepillo de dientes, que le dimos. Estaba cansado y no quería hablar, de modo que se fue
a acostar. Supongo que se levantó muy temprano.
Los Hombres de Dios se levantan muy temprano, pensó Kate, cuando tienen que musitar sus plegarias matinales.
Robbie habría estado cansado; Robbie habría estado durmiendo. Era Pardieu quien se había levantado.
—¿Cómo es posible que se haya ido? —preguntó Kate, desesperada.
—Estos chicos vienen y se van todo el tiempo —dijo la mujer— Tal vez se olvidó de que ustedes venían.
—El nunca olvida —dijo Kate.
Es Pardieu, pensó. Es de nuevo Pardieu y se ha ido. Y supo que Daniel y Jay Jay estaban pensando lo mismo.
—Volveremos más tarde —dijo Daniel—. Por favor dígale que estuvimos aquí y que volveremos por la tarde.
Jay Jay escribió su número de teléfono.
—Por favor entréguele esto —dijo, pasándoselo a la mujer.
—Me apena que no hayan encontrado ustedes a su amigo —dijo amablemente la mujer, como dando a
entender que Robbie era enteramente normal, como cualquier otro, o por lo menos tan normal como puede serlo uno
de esos chicos que andan por las calles. Ni siquiera se sorprendió de la presencia de Merlín. A Kate se le ocurrió que ya
nada podía sorprender a esta mujer y se preguntó si el mismo Pardieu la había sorprendido, pero no lo iba a preguntar.
Fatigados y muy tristes fueron al apartamento de Jay Jay. La madre de éste ya se había ido a trabajar, pero la
criada pareció contenta de verlos e hizo pasar al cuarto de huéspedes a Kate y Daniel. Kate nunca había visto una casa
tan bonita, salvo en revistas especializadas. Todo, incluso los objetos personales, como un libro, o algún tejido no
terminado de aguja, parecían puestos allí con un propósito determinado, no porque nadie estuviera allí viviendo. En esta

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casa los seres humanos, con su diario desorden, habrían destruido la totalidad del efecto. Eran ambientes suntuosos y
refulgentes, pero desprovistos de corazón. El cuarto de Jay Jay parecía un decorado cinematográfico, pero a Jay Jay
parecía gustarle.
Se sentaron en la cocina mientras la cocinera les preparaba torrijas y jugo de naranja. Estaban demasiado
cansados para hablar, incluso para pensar.
—Es mejor dormir un poco ahora y después volvemos allá —dijo Daniel.
Kate y Jay Jay aprobaron. No querían pensar en lo que iban a hacer si no encontraban a Robbie.

CAPÍTULO 10
Robbie no estaba allí cuando los tres volvieron esa tarde a la Casa de la Alianza, y aunque esperaron hasta
la hora de cenar, se dieron cuenta de que Robbie no iba a volver en mucho tiempo. Había que tomar el asunto
en las propias manos. Jay Jay tomó a su cargo automáticamente la pesquisa. Nueva York era su ciudad —había
vivido en ella toda su vida— y le pertenecía del mismo modo que le habían pertenecido, en forma limitada,
las cavernas. Daniel y Kate habían venido aquí antes como turistas, pero no conocían los lugares especiales.
El, Kate y Daniel sabían ahora que Robbie había vuelto a ser Pardieu definitivamente. Jay Jay llamó a su
casa y dijo a la criada que, si Robbie telefoneaba, lo invitara inmediatamente a venir, que no se asustara si
actuaba de un modo raro y fuera amable con él. Ahora era un problema de lógica.
Avanzaron por la calle, pensando que Nueva York es una ciudad muy grande. Es posible no encontrar
nunca a una persona que vaga sin rumbo por Nueva York. Debía seguir un recorrido determinado, pero ¿quién
podía adivinar lo que habría de elegir la mente de Pardieu? Jay Jay entró a una tienda de ropa de hombre y se
compró una gorra a lo Sherlock Holmes. Se sentía un poco mejor con ella puesta.
—Si El Gran Hall es una persona —dijo Jay Jay—, las Dos Torres es el lugar. A menos que sean dos personas.
—Robbie solo tenía un hermano —dijo Kate.
—Apostaría a que es el World Trade Center —dijo Jay Jay. Bajaron por la calle y se metieron en un taxi,
mientras dos furiosos parroquianos, en el borde de la acera, lanzaban imprecaciones contra ellos.
Ei a la hora de mayor tránsito. Los vehículos se movían lenta y ruidosamente. El taxímetro tintineaba a
un ritmo alarmante.
—Debimos haber ido en el metro —dijo Daniel.
—Nos habríamos perdido —dijo Jay Jay—. Yo nunca viajo en subterráneo. Lo detesto.
—Tenemos que meternos dentro de la cabeza de Pardieu —dijo Kate— ¿Una vez en el World Trade
Center, por dónde tomaría?
—Se demoraría en el frente y esperaría a que viniera a buscarlo El Gran Hall... —dijo Jay Jay.
—Esperemos —dijo Daniel desabridamente.
Las Dos Torres se levantaban ante ellos, muy por encima de todo lo que las rodeaba. Eran tan enormes
que ninguno de los tres supo por dónde había que empezar a mirar. Dieron unas vueltas por afuera y luego
entraron y examinaron el vestíbulo y los restaurantes. Los centenares de centenares de oficinistas se
apresuraban a ir a sus casas, salvo la gente que se detenía a tomar una copa después del trabajo. Robbie no se
veía por ninguna parte.
—Nadie lo dejaría entrar en una oficina —dijo Daniel—. No si sigue actuando como Pardieu. Tiene que
andar todavía por las calles.
Recorrieron las calles casi desiertas. El sol se había puesto y las luces estaban encendidas. Las
cavernas que se formaban entre los edificios de la zona comercial del sur, ahora desierta, dieron a Jay Jay la
impresión de estar navegando en medio de icebergs. ¿Qué debía parecer esto a Robbie? Seguían dando vuelta
a las esquinas, esperando encontrar la figura alta y esbelta, coronada de cabellos rubios.
—Volvamos al World Trade Center, vayamos al último piso y tomemos una copa —dijo Jay Jay finalmente.
El bar del último piso era tan alto que ellos creyeron estar en un avión. Era un gran salón con ventanas
abiertas desde el piso hasta el techo, que ofrecían una vista de toda la ciudad y los barrios vecinos. Millones
de luces palpitaban abajo —en los edificios, en los puentes, en los faroles de las calles— un verdadero
laberinto. ¿Cómo era posible dar con nadie? Se sentaron a una mesita frente a uno de los ventanales y Jay Jay
pidió Bellinis para todos. Como siempre, tenía a mano una falsa identificación para hacerse servir.
—Se hace con champagne y jugo fresco de durazno —dijo a sus invitados— Lo inventaron en Venecia.
Tengo pensado ir allá algún día, antes de que se la trague el mar.
Kate bebió un sorbo.
—Probar esto y morir —dijo con aire extático— ¡Qué vista!
Luego volvió a parecer triste.
—Me siento culpable de gozar de esto mientras él está allá abajo.
—Es un descanso en el camino —dijo Jay Jay—. Es necesario comer y beber, ¿no? Y, por mi parte, me
muero de hambre.

96
Un cocinero oriental preparaba hors d’oeuvres con gestos triunfales en un rincón. Jay Jay pidió sushi
para los tres. Hacía siglos que no comía sushi.
—No quiero comer eso —dijo Kate.
—¿Por qué no?
—Es pescado crudo.
—Te va a gustar —dijo Jay Jay.
Kate lo probó animosamente y se encogió de hombros.
—No es tan espantoso.
Daniel estaba muy tranquilo, como sumido en sus pensamientos.
—Cuando estábamos en el subterráneo —dijo— vi un mapa en la pared que indicaba todos los recorridos.
Parecía exactamente un laberinto. No me sorprendería que Robbie estuviera viajando en subterráneo.
—Entonces tenemos que ir ahí —dijo Kate.
—No de noche —dijo Jay Jay— Nos van a asaltar.
—De noche hay menos gente —dijo Daniel— Va a ser más fácil encontrarlo. Además hay menos trenes.
Jay Jay pidió otra vuelta y encendió uno de sus delgados cigarrillos pardos. Tenía terror del
subterráneo. Hubiera preferido internarse solo en las cavernas antes de bajar aquellas escaleras. Pero eran
tres. Daniel era fuerte y Kate sabía dar golpes de karate. Suspiró. Se sintió como un condenado a muerte a
quien sirven su plato favorito por última vez.
—Te vamos a proteger —dijo Kate.
—Muchísimas gracias.
Jay Jay pagó la cuenta con la tarjeta de crédito que le había dado su madre y salieron.
Tomaron un tren que iba en dirección norte y recorrieron los vagones en busca de Robbie. Jay Jay
miraba sin cesar a uno y otro lado, buscando posibles monomaniacos. ¿Tendrían las inscripciones de las
paredes un aire familiar para Robbie? ¿Pensaría que eran antiguas runas? Alguien había garabateado en negro:
MATAR, MATAR, MUERTE, MUERTE.
—Tal vez a Robbie lo asaltaron en el subterráneo —dijo Jay Jay— Tal vez le dio una puñalada al asaltante.
Cambiaban de trenes y seguían viajando. Ahora había muy poca gente y, aunque la mayoría parecía
normal, a Jay Jay se le hacía larga la espera del momento de salir de allí. Todo el tiempo imaginaba una banda
armada de navajas que se hacía presente en cada parada, como una caterva de Gorviles.
—No lo vamos a encontrar aquí —dijo finalmente Kate— Esto es una locura.
—Volvamos a casa. Tal vez haya llamado —dijo Jay Jay, aliviado.
Volvieron al piso de Jay Jay. Nadie había telefoneado y, cuando llamaron a la Casa de la Alianza, se les
dijo que Lionel Stander, alias Robbie Wheeling, no había aparecido. El piso parecía tranquilo y seguro después
de las calles. La madre de Jay Jay no estaba en casa, como solía ocurrir. Jay Jay dio de comer a Merlín y luego
los tres fueron a la cocina y trataron de hacer Bellinis en la licuadora. Los Bellinis salieron bastante bien y
volvieron con una jarra llena al maravilloso cuarto de Jay Jay, mientras hacían una lista de los lugares en
donde habrían de buscar a Robbie.
—”The Cloisters” —dijo Jay Jay—. Es un antiguo monasterio. Tenemos que ir ahí mañana temprano. Es
el primer lugar que debemos ver.
—Hay que ir en metro —dijo Daniel— Es como la ruleta: las probabilidades son escasas, pero nunca se sabe.
A la lista se agregó Times Square, porque Robbie había estado antes allí, iglesias célebres y el lado este
junto al río, porque partes de esta zona provenían de viejos tiempos y Jay Jay se dejaba llevar por el instinto
en estas cosas. Solo podían estar diez días en Nueva York y luego debían volver al college a rendir exámenes.
—Espero que no esté durmiendo en las calles —dijo Kate— No puedo soportar la idea
—Tal vez sería mejor para él que lo encontrara la policía —dijo Daniel—. Por lo menos estaría entonces...
—¡No! —dijo Jay Jay— Robbie es nuestro.
Quedó asombrado de la vehemencia de su respuesta. Nunca había reconocido tener sentimientos por
nadie, temía el rechazo —estaba habituado a ser rechazado— y por un instante temió que Kate y Daniel se
fueran a reír de él, pero Kate tenía lágrimas en los ojos.
—Es nuestro —dijo en voz baja— Y cuando lo encontremos no volveremos a jugar nunca ese juego.
Supongo que ustedes se dan cuenta, ¿no? Jurémoslo.
—No es necesario jurar —dijo Daniel— Ni siquiera quiero pensar en ese juego después de salir de esto.
—De todos modos, yo juro —dijo Jay Jay. Se sentía abandonado, como si parte del talismán de buena
suerte que lo había hecho popular, incluso querido, se le estuviera escurriendo de las manos. Laberintos y
Monstruos había sido más que un juego, había sido su forma de conseguir amigos. En todo caso, tenía
amigos... Kate y Daniel... y también Robbie, cuando lo encontraran. ¿Seguirían simpatizando con él? ¿Querrían
hacer con él nuevas cosas? No estaba tan seguro. Toda la amistad de ellos estaba basada en el juego.
Kate y Daniel se levantaron con intención de irse a acostar.
—Nos vemos mañana —le dijeron a Jay Jay.
—Todos de pie a las siete —dijo Jay Jay.
—Excremencial —dijo Merlín.
—Tú no, grandísimo haragán —le dijo Jay Jay.
Jay Jay siguió con la mirada a Kate y Daniel, que atravesaron el vestíbulo en dirección al cuarto de
huéspedes, abrieron la puerta y entraron. La sensación era extraña. Él sabía que no le iba a gustar, y así era en

97
efecto. Ya no estaba celoso exactamente; Kate y Daniel habían compartido tanto tiempo el cuarto en el
college, en el mismo piso de los dormitorios, que ya estaba acostumbrado, pero ésta era su casa, su terreno,
y su soledad resultaba aquí más dolorosa porque la sentía bajo el propio techo. Hubiera querido saber
cuántos años tendría que esperar antes de llegar a ser interesante para la gente, no como un malabarista o un
excéntrico, sino como lo era Daniel.
Fue al cuarto de baño, se cepilló los dientes y se colocó el odiado freno dental. ¡Tanto mejor no andar
con una chica! La idea de ser visto cuando se metía aquello en la boca por las noches le parecía horrible.
Hubiera significado el fin de toda ilusión amorosa.
—Buenas noches, Merlin querido —dijo Jay Jay. Echó el capuchón sobre la jaula de Merlin y se fue a acostar.
A la mañana siguiente los tres tomaron un tren subterráneo que iba al norte y llegaron a “The
Cloisters”. Allí pasearon por los bellos jardines y atravesaron los viejos claustros de piedra que los monjes
habían recorrido, en silenciosa contemplación, tantos años antes. El lugar parecía tan apropiado para Pardieu
que Jay Jay quedó sorprendido y decepcionado por no verlo dar vuelta a una esquina y acercarse a saludarlos,
dentro de su sayo de burda arpillera. En vez de esto surgió un grupo de turistas japoneses, parloteando y
fotografiándose entre ellos.
Volvieron a tomar el subterráneo, se bajaron al fin del lado este y empezaron a vagar por las calles
donde se vendía toda suerte de cosas imaginables en carritos estacionados en las aceras. Viejos enfundados
en largas vestiduras negras, con sombreros y barbas, pasaban al lado de ellos, hablando en su idioma. ¿Se
sentiría Robbie aquí en su lugar? Kate compró un collar de cuentas de vidrio verde y luego volvieron a tomar
un tren subterráneo en dirección al norte. Jay Jay se estaba acostumbrando más a este medio de transporte y
confiaba en que la buena suerte se prolongaría y en que no hubiera ataques. A esta altura ya estaban
hambrientos, de modo que se detuvieron en Central Park, compraron shish kebabs y pan de pita relleno de
ensalada a un vendedor callejero. Después se sentaron en un banco y empezaron a comer. Era un precioso día
primaveral, suave y amable. Había niños jugando en los senderos y corredores sudorosos que emergían
jadeantes entre los árboles. Había transeúntes que paseaban con sus radios encendidas y a todo volumen
tocando piezas rock o salsa. Todo era muy normal. A pesar de sí mismos, los tres lo estaban pasando
bastante bien... y esto hacía que se sintieran culpables, pero no podían evitarlo.
—Entremos en el zoológico —dijo Kate— Solo un ratito. Está aquí mismo.
Entraron en el zoológico de Central Park y se pusieron a contemplar las focas, que estaban jugueteando.
—Adoro las focas —dijo Kate—. Si tuviera un millón de dólares y pudiera tener cualquier animal en
casa, creo que me compraría una foca.
—Se sentiría muy sola —dijo Daniel.
—Le compraría un compañero.
—¿Y tú que te comprarías, Daniel? —preguntó Jay Jay.
—Monos —dijo Daniel— Me encantan los monos.
—No es necesario preguntar a Jay Jay lo que se compraría —dijo Kate— Ya lo tiene.
Fueron al pabellón de los monos.
—Mira aquél. Es igualito a Perry —dijo Jay Jay.
—¡Idéntico! —gritó Kate. Los tres lanzaron una carcajada.
Volvieron a casa de Jay Jay con la esperanza de que hubiera alguna llamada, pero no la había. Habían
pensado almorzar en el Barrio Chino, pero estaban muy cansados después de la larga caminata. Decidieron ir
allí al día siguiente y pasar todo el día en el Barrio Chino. Lo agregaron a la lista.
Al terminar la semana habían estado en todos los lugares posibles, incluso el Museo Metropolitano,
donde fueron a ver las piezas medievales, especialmente las armas y las armaduras. ¿Por qué Pardieu no
habría de estar allí? El lugar no era menos improbable que otros. Jay Jay llevó a Kate y Daniel al Museo de Arte
Moderno a ver un par de viejas películas que le gustaban y ellos lo llevaron a Times Square a ver una película
pornográfica de grueso calibre, porque ninguno de ellos había visto nunca esta clase de cosas. Quisieron que
Jay Jay se sentara en el medio, porque tuvieron miedo de que, en razón de su extrema juventud, fuera
molestado por algún pervertido. Jay Jay quedó conmovido por esta atención. ¡Realmente se preocupaban por
él! Para retribuir los llevó a pasear en el ferry de Staten Island, pese a las reminiscencias cursis, y luego Daniel
insistió en viajar en el tranvía de Roosevelt Island, porque le parecía interesante. Una noche fueron a una
discoteca.
En una ocasión los tres estaban cenando en un pequeño restaurante italiano que habían encontrado en
Greenwich Village. Hablaban, reían y embromaban. De repente Jay Jay comprendió lo que había ocurrido. Esta
semana era la primera vez en que los tres habían hecho juntos algo que no estaba relacionado de ninguna
manera con el juego. Incluso las fiestas en las que habían participado, como la de la última Navidad, no
habían sido nada más que antecedentes que culminaban en una sesión de juego. Habían iniciado la semana en
Nueva York buscando a Robbie, haciendo un esfuerzo a pesar de que sabían que era inútil, y terminaban la
semana como buenos amigos que se divierten juntos. Seguían preocupados por Robbie y se sentían
descorazonados y culpables por estar divirtiéndose... Pero de todos modos las cosas eran así.
La odisea que habían vivido había sido la transición hacia la vida real. No necesitaban el juego para ser
amigos, ni para nada. Tal vez lo habían necesitado en un tiempo, pero ahora ya no.
—En el próximo semestre —dijo Jay Jay—voy a entrar en el Grupo de Arte Dramático y voy a dirigir una
pieza. Algo que sea morboso, con muchos adminículos. Tal vez Hamlet o Macbeth.

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—Les vas a venir de perlas —dijo Kate.
—Ya lo creo —dijo Daniel.
Eran sus amigos.
Esa noche, cuando volvieron a su casa y Kate y Daniel fueron al cuarto y se metieron en cama, Jay Jay
no sintió los más leves celos. Pudo ver que había amor entre ellos y que se complementaban perfectamente.
Incluso deseó que la relación fuera duradera. Si se casaban él iba a darles una fantástica fiesta de despedida
de solteros.
El teléfono que estaba junto a su cama sonó bruscamente en la oscuridad, despertándolo. Jay Jay,
adormilado, tanteó con la mano en busca del aparato.
_Ahhh...
—Habla Robbie —dijo la voz de Robbie—. Estoy en la Casa de la Alianza. Ustedes dejaron dicho que
vendrían a buscarme.
—¡Robbie! —estaba totalmente despierto ahora — ¡Quédate ahí! ¡No te muevas! Ya salimos.
Cuando Jay Jay, Kate y Daniel entraron en la sala de recepción no estaban preparados para enfrentarse
con el aspecto de Robbie. Las había pasado muy mal, por lo que les dijo, pero su aspecto era aún peor. Estaba
esquelético, como si hubiera pasado hambre, y tenía llagas en la cara. La barba y el bigote eran ralos y
desordenados y el pelo le caía sobre los hombros. En caso de haberse topado con él en la calle, no lo habrían
reconocido. Pero la dulzura de la expresión del rostro era la de Robbie, y el equilibrio mental era real en sus
ojos.
Se precipitaron sobre él, el guerrero herido, y lo llevaron a casa de Jay Jay, aliviados y felices.
—Me dicen que ya había estado antes en ese lugar —dijo Robbie— ¿Es verdad?

CAPÍTULO 11
Robbie se quedó con sus amigos en el apartamento neoyorquino de Jay Jay por tres días. Ya no estaba tan
asustado por haberse olvidado de todo, pues ellos seguían repitiéndole que todo estaba bien. Recordaba fragmentos de
cosas: la fiesta de Jay Jay en el college; la llamada telefónica desde Times Square, aterrado porque no sabía cómo había
ido a parar allí; la espera en el refugio al que lo habían mandado. Podía darse cuenta, al verse en el espejo, que lo había
pasado muy mal, pero Kate, Daniel y Jay Jay seguían repitiéndole una y otra vez que cualquiera que hubiera estado
viviendo en las calles sin dinero por tanto tiempo Como él era muy afortunado por estar simplemente vivo. Él sabía
que esto era verdad y empezó a darse cuenta de que tal vez Hall estaba muerto. Si Hall hubiera adoptado otra identidad,
llevado una vida normal, seguramente habría escrito o llamado. No... Hall en verdad-se había ido para siempre. Era tan
doloroso aceptar esto que Robbie se sintió anonadado más que apesadumbrado, aunque empezaba a aceptarlo.
Llamó a sus padres en cuanto llegó a casa de Jay Jay. Su padre había contestado el llamado y se había echado a
llorar. Robbie quedó sorprendido.
—No lo hice a propósito —dijo a su padre —; no quería hacerles daño ni a ti ni a mamá... simplemente tuve
que irme por un tiempo.
Los amigos le habían dicho lo que debía decir.
—Mira —dijo Daniel — estabas viviendo bajo una presión intolerable en la universidad. Siempre es duro el primer
año: es muy distinto del colegio secundario. Además estabas en el equipo de natación, y jugamos demasiado ese juego.
No dijo a sus padres dónde estaba la primera vez que los llamó. Sus amigos insistieron en que primero
coordinara las ideas, para que nadie lo perturbara haciéndole demasiadas preguntas sin darle un respiro. Robbie estuvo
de acuerdo. No quería trastornar más a sus padres. Presión era la palabra clave. Sus padres la usaban con él, y Robbie se
las devolvía. Exigencias... elección de carrera, deberes y, naturalmente, las tensiones emocionales del idilio roto con
Kate. El y Kate habían sido demasiado jóvenes y apresurados para tomar grandes decisiones, y Robbie advirtió que
cuando él mencionaba “una historia amorosa difícil” la gente respondía inmediatamente con comprensión y simpatía.
No sentía piedad por sí mismo; él y Kate eran ahora los mejores amigos, pero resultaba fácil decir que el amor era una
de las cosas que lo habían empujado del otro lado del cerco. De hecho, ella había sugerido que usara esto como un
factor que explicaba su desaparición del colegio.
El segundo día, tras haber pasado todo el tiempo que estuvo despierto, con Kate, Daniel y Jay Jay, Robbie llamó
a sus padres y les dijo dónde estaba. Ellos quisieron ir en seguida a buscarlo, pero él les dijo que tenía miedo a los
periodistas; era demasiado pronto y estaba muy cansado. Su madre quería que viera a un médico, pero Robbie dijo que
no era necesario. Se sentía muy bien, solo cansado, y no quería discutir dónde había estado y lo que había hecho. Sus
amigos lo llevarían en auto a Greenwich al día siguiente. Esto era mejor, ¿verdad? Ya había visto los periódicos, que
traían una nota sobre él. Allí se decía que había telefoneado a sus padres y que “estaba a salvo en un lugar no
identificado”. También figuraba en el diario un viejo retrato de sus días de estudiante secundario, junto al artículo.
Robbie temió que sus padres quedaran absortos y trastornados al ver cuánto había cambiado. No les habló de las llagas

99
de su cara que, con buena comida y muchas vitaminas, iban a desaparecer.
—¿Debo dejarme la barba? —preguntó a sus amigos.
—A mí me gusta —dijo Kate— Te da atractivo sexual.
—Entonces la conservo —dijo Robbie, halagado y ruborizado por el cumplido. Sintió que había estado
hambriento de la bondad y el cariño de sus amigos por tanto tiempo que se preguntaba cómo había podido sobrevivir
sin ellos. ¿Qué había esperado encontrar en su huida?
—¿Qué voy a hacer con los exámenes? —preguntó Robbie, preocupado.
No iba a eludirlos ni a seguir cursos especiales de preparación. Sus padres habían averiguado en el colegio: podía
dar los exámenes en el otoño. Aparentemente no había sido el primero en ser presa de pánico y huir de los apremios.
Presiones.
Iban a darle otra oportunidad.
Daniel, Kate y Jay Jay seguían preguntándole qué recordaba de las siete semanas en que había estado perdido. El
no recordaba nada. Eso era lo aterrador —no poder recordar— pero ellos le repetían una y otra vez que todo iba a
marchar bien. Quizás, sugirió Daniel, cuando Robbie fuera a su casa en el verano, le convendría consultar a un
psiquiatra que lo ayudara a enfrentar el percance. Después, cuando volviera a Grant en el otoño, iba a estar más fuerte y
sería más capaz de maniobrar cualquier eventualidad. Naturalmente, todos estaban de acuerdo en que nunca volverían a
jugar ese juego.
Sí, pensó Robbie, un psiquiatra es una buena idea. Uno no puede recoger los trozos de su vida tras una amnesia
y esperar que todo sea lo mismo. No podía imaginar qué podía decir a un psiquiatra. Ni siquiera tenía sueños
interesantes. Tal vez pudieran hipnotizarlo y eso ayudara. En todo caso, le hacía sentirse más seguro el saber que iba a
hablar de todo esto con un profesional.
Le gustaba el apartamento de Jay Jay; y la madre de Jay Jay, a quien vio dos veces, cada vez por espacio de un
minuto, era tan joven y bonita que no pudo creer que tuviera un hijo en la universidad. Cuando Robbie se lo dijo, ella
rió y dijo que había encontrado a Jay Jay en el umbral de la puerta de calle.
—Solo me guardó porque yo venía en una caja de Gucci —dijo Jay Jay.
Era extraño, pensó Robbie, ver que la vida de hogar de otras personas también era desdichada, aunque nunca lo
comentaran. Por algún motivo, había supuesto que él era el único. Pobre Jay Jay. La infancia de él había sido mucho
mejor que la de Jay Jay, incluso con las peleas. Al menos él no había estado enteramente solo.
—Quisiera poderles pagar de algún modo —dijo Robbie a sus amigos.
—¿Pagar qué? —preguntó Jay Jay.
—Que hayan venido a buscarme... que se hayan quedado ahora a mi lado...
—Robbie —dijo Kate—, el problema es que nunca has entendido lo que vales. Eres una persona maravillosa.
Te queremos. Siempre haces cosas por todo el mundo y nunca pides nada para ti.
—¿Es eso cierto? —Se puso tan contento de oír todos aquellos cumplidos que sintió el calor del placer genuino.
Siempre se había considerado aburrido, de tipo medio, una comparsa que seguía las huellas de ellos y a quien permitían
participar en el juego y en sus vidas. No se le había ocurrid« pensar que la presencia de él, efectivamente, añadía algo a
las vidas de ellos.
El apartamento de la madre de Jay Jay era enorme y Robbie tenía su cuarto propio, pero Jay Jay y Daniel se
turnaban para estar junto a él por la noche, “por la compañía”. Robbie comprendió que lo vigilaban, que temían que
desapareciera de nuevo. No creía volver a hacerlo nunca. Las presiones habían cesado, ¿no era así? Las clases habían
terminado. El juego había terminado. Este verano tendría todo el tiempo libre para recuperarse y descansar.
Pero le gustaba que alguien estuviera con él por la noche. Era reconfortante. Robbie decidió que no era
demasiado tremendo ser un poquito egoísta por unos cuantos días. Después de todo, había estado enfermo. Y a veces,
cuando se ponía a pensar en la rareza de haber padecido amnesia por tanto tiempo, se aterraba.
Al tercer día, Kate, Daniel y Jay Jay llevaron a Robbie a casa de sus padres en Greenwich. La madre lloró esta
vez y ambos, padre y madre, lo estrecharon entre sus brazos y lo besaron. Sus amigos se quedaron a comer y después
tuvieron que partir en auto hacia Grant, para llegar a tiempo a los exámenes finales. Todos se desearon mutuamente
suerte y prometieron verse pronto. Lo extraordinario fue que la madre casi no estaba borracha.
Esa noche ella se presentó en el cuarto de él y se sentó al pie de la cama. No hacía esto desde que él era un
chiquito, cuando chillaba en medio de una pesadilla.
—Estoy tan agradecida de que hayas vuelto —dijo. —Y yo estoy contento de haber vuelto —dijo él. No estaba
seguro de que fuera verdad, pero sabía que a ella le iba a gustar oírlo.
—No te haré preguntas si no quieres que te las haga —dijo ella— Pero vendrán periodistas. No es necesario
que hables con ellos. No me apartaré de aquí ni un minuto y los mantendré alejados.
—Gracias —dijo Robbie.

100
—Y... —esbozó una sonrisa melancólica— sé hasta qué punto has detestado siempre que bebiera, y voy a dejar
de beber. Procuraré no beber más... ¿de acuerdo?
Él se sintió conmovido.
—Eso sería... eso sería fantástico, mamá.
—Los dos nos curaremos este verano —dijo ella.

CAPÍTULO 12
El regreso de Robbie Wheeling sano y salvo reavivó la historia de su desaparición y, como era de esperarse, los
periodistas llegaron al hogar de los Wheeling para averiguar qué había pasado. Los padres de Robbie hablaron por él. Dijeron
que su hijo disfrutaba de un merecido descanso tras lo que había sido una ordalía, y que preferían que todo el asunto se
hiciera humo. Estaban los tironeos y apremios que sufría cualquier persona joven que se iniciaba en un college: la cuestión de
la carrera a elegir, la lucha por conseguir buenas notas, la búsqueda de la propia identidad, las peripecias de los amoríos. Había
quedado trastornado por el fin de su relación con una chica, dijeron los padres, y estaba preocupado por los exámenes finales.
Había huido del college para aclarar la cabeza y poner las cosas en su lugar. Era más o menos lo que habían estado diciendo
todo el tiempo.
En los periódicos aparecieron artículos sobre la escapada. Los periodistas recordaron a los lectores que, lo que había
vuelto la historia tan interesante al principio, era la creencia de que a Robbie le habían jugado sucio. Laberintos y Monstruos
era un juego popular en el campus de Grant, lo mismo que en otros colegios, pero un grupo especial de jugadores había ido
demasiado lejos: había salido de sus cuartos para meterse en las cavernas prohibidas que quedaban cerca del colegio. Toda
esta publicidad había aumentado las ventas del juego, pero el juego había resultado una pista falsa. Laberintos y Monstruos no
tenía nada que ver con la misteriosa aventura de Robbie, si en verdad se había tratado de una aventura.
Un fotógrafo logró tomar una instantánea a Robbie cuando salía de su casa para subir a un auto. Se podía ver lo
hermoso que era y, naturalmente, esto hizo vender más periódicos. Los padres de Robbie aseguraron que su hijo tenía la firme
decisión de volver en el otoño a Grant donde lo esperaban ansiosamente sus amigos.
En el tren a Nueva York desde un barrio no lejos de donde vivían Robbie y su familia, un hombre llamado James
Herman vio el retrato de Robbie en el diario y apretó las mandíbulas. Sintió también un poco de miedo y una fuerte impresión
por la ironía del mundo. El hombro todavía le dolía por la puñalada y, aunque ya le habían sacado las puntadas, la cicatriz era
fea, roja, fresca. Había tenido la suerte de que no lo hubiera matado. Era difícil basarse en una foto de diario, y ya había pasado
cierto tiempo, pero estaba seguro de que este “niño de buena familia”, Robbie Wheeling, era el vagabundo que había querido
matarlo la noche en que dio con él. No era de extrañar que el muchacho no quisiera hablar de dónde había estado ni de lo que
había hecho. ¡Qué sorpresa se habrían llevado los padres!
James Herman suspiró y procuró aflojarse. La vida era una mierda y no quedaban muchas cosas en las que uno pudiera
creer. Él tenía dos hijos adolescentes y esperaba educarlos bien. Tenía un trabajo responsable, bien pagado, en una gran
compañía, una esposa inteligente, un hogar cómodo, que incluía una piscina. También había un lado oscuro en su naturaleza
—la compulsión de buscar muchachos en lugares degradantes para satisfacer su sexo— pero nadie lo sabía. Nadie lo sabría
jamás. No había vuelto a Times Square y, cuando la necesidad lo acosara, iría a algún lugar más seguro. Quizás contrataría los
servicios de algún prostituto profesional.
No sabía qué lo había convertido en el tipo de hombre que era: un ciudadano respetable y bien intencionado con una
falla fatal. Y no sabía qué había convertido a aquel estudiante de una universidad privilegiada en un asaltante cuchillero. Estaba
preocupado por sus propios hijos, por todo aquel maldito mundo.
Lo único que no le preocupaba era aquel chico maldito. El secreto de Robbie Wheeling se quedaría allí. Que los padres
descubrieran la verdad por cuenta propia.

CAPÍTULO 13
Kate volvió a su casa cuando terminaron las clases para ver a su familia y prepararse para el viaje a Europa que
iba a realizar con Daniel y Jay Jay a fin de junio. Los tres no solo habían aprobado los exámenes sino que habían sacado
buenas calificaciones, y su padre, que estaba de humor expansivo debido a su nueva hijita, accedió en seguida a pagar su
parte de los gastos de Kate. Había algunas cosas que Kate debía ordenar en su mente antes de partir, y necesitaba unos
días tranquilos en casa para pensar.
Primero estaba Daniel y lo que iba a pasar después del college. El se recibiría el próximo otoño; tenían que hacer
planes. Era él quien había sacado el tema. Cuando él se graduara y ella obtuviera su título en Grant, él conseguiría
trabajo en el este, a fin de pasar juntos los fines de semana. Después vivirían juntos y, si eso resultaba...
Matrimonio. Ella todavía le temía. Había visto demasiados matrimonios separados, especialmente el de su propia
madre; había habido mucho sufrimiento. Si se trataba de casarse con Daniel, esperaba tener más suerte que la mayoría,
pero tener a Daniel y después perderlo era algo demasiado atroz para pensarlo. El sabía que ella tenía miedo a casarse y
le dijo que no temiera; él no la apuraría. Podrían ver antes cómo marchaban las cosas. Daniel era siempre muy razonable.

101
Quizás no debía preocuparse por lo que pudiera pasar. Dos años eran mucho tiempo. Tal vez podía hablar con su madre.
Su madre estaba en el dormitorio, estudiando, porque había decidido seguir cursos durante el verano para
recibirse cuanto antes de abogada. Kate golpeó a la puerta.
—Mamá, ¿puedo molestarte un minuto?
No me molestas, me rescatas —dijo la madre—. Estaba empezando a tener jaqueca —palmeó la cama— Siéntate.
Kate buscó lugar entre los libros y papeles.
—Ya sabes que te he contado todo de Daniel.
—El parangón —dijo la madre, sonriendo— No aguanto las ganas de conocerlo.
—Bueno —dijo Kate—, el problema es que él quiere casarse conmigo algún día.
—¿Y eso por qué es un problema? Tienes que casarte con alguien. Es mejor que sea alguien perfecto, a quien adoras.
—Pero no tengo que casarme con alguien. Tal vez no me case nunca. Deja que te haga una pregunta y dime la
verdad. Cuando papá se fue, ¿lamentaste alguna vez haber estado con él?
—Creo que de vez en cuando, si estaba muy enojada. Pero no... no lo lamenté. Haya habido lo que haya habido, el
lado bueno valía la pena. Las tuvimos a ti y a Belinda. Y algunos años muy felices.
—Cuando tenías mi edad, si hubieses tenido idea de cómo iban a salir las cosas... o de que podían salir así... ¿te
habrías arriesgado de todos modos?
La madre la miró, sorprendida.
—¡Naturalmente! Uno no vive la vida si se está siempre protegiendo de alguna desilusión futura. La vida es un
riesgo. Amar a alguien nos hace vulnerables. Así son las cosas. Pero también te hace sentir viva. Si uno no se
compromete, pierde la mitad de la diversión.
—Los compromisos pueden romperse —dijo Kate, sombría.
—Y la gente puede morir. Muchas cosas pueden pasar. Pero no vamos a escondernos porque el cielo se nos puede
caer encima. Después de todo, el cielo puede no caerse. Una oportunidad perdida, ¿no?
Kate rió.
—Supongo que sí.
—Hay algo peor que ser romántica —dijo la madre— y es no serlo. Créeme, las románticas no vamos a
extinguirnos, si se me permite decir algo al respecto.
—Te quiero de veras —dijo Kate— Aunque seas una loquita.
—Bueno, hablando de loquitos, tienes que visitar a tu padre para ver ese nuevo retoño y debes llevarle un regalo.
Te he comprado uno porque sabía que tú no ibas a hacerlo. Es un osito rosado y está sobre la cómoda, en esa caja.
—¿Has comprado un regalo para la hija de él? —preguntó Kate.
—No —dijo la madre con suavidad—, tú lo compraste.
Esta era la segunda cosa que Kate debía arreglar; los sentimientos que le inspiraba su media hermana, Laurie.
Uno no puede detestar a una criatura de meses, pero la vida sexual de su padre siempre la había puesto vagamente
incómoda y, aunque había logrado expulsarla de su mente, ver el producto vivo de ella era extraño. Decidió visitarlo al
día siguiente para terminar con el asunto. Belinda ya había ido y vuelto dos veces, y él se había mostrado
inesperadamente amable al pagar el viaje a Europa...
El cuarto de estudios en la casa de su padre era ahora el dormitorio del bebé. Todo el ajuar de una nueva vida
estaba allí: la cuna con colgantes movibles encima, la pequeña bañera, la montaña de juguetes blandos. Kate recordó que
por un tiempo había temido que su padre y Chlorine transformaran el cuarto de huéspedes en cuarto de la niña, y las
expulsaran a ella y a Belinda del mundo de él. Dormir en un diván en el estudio no inducía por cierto a visitas frecuentes
para pasar allí la noche. Se dio cuenta de que había esperado lo peor para que si se presentaba no la sorprendiera de
golpe: había sido injusta. Su madre tenía razón: a veces el cielo no se caía encima de uno. Y además, ella casi nunca iba
allí de visita, y menos iría ahora que tenía su propia vida.
—La amamanto —dijo Chlorine.
Naturalmente, pensó Kate. Sería un desperdicio no usar esas enormes tetas.
—¿Puedo levantarla?
—Hazlo, por favor.
Kate se inclinó sobre la cuna y asió la diminuta, liviana criatura, protegiendo con la mano la cabeza
inesperadamente pesada. El bebé abrió los ojos y la miró.
—Hola, Laurie —dijo Kate.
Su hermana... Era una sensación extraña mirar aquella cosita y comprender que eran hermanas. Kate tenía edad
suficiente como para ser madre de la niña: ya había cumplido diecinueve. Algún día ella y Daniel tendrían un bebé
propio. Y tal vez cuando Laurie fuera mayor, todos serían amigos. Súbitamente se sintió parte del círculo de la vida: la
hija de alguien, teniendo en brazos la hija de otros, y supo que finalmente era adulta.
Jay Jay examinaba su guardarropa de verano, calculando cuánta ropa entraría en una mochila y qué podía ser
prescindible. Decidió llevar además un bolsón de lona en la mano. Tenía que comprar sombreros y otros recuerdos, y

102
necesitaba algo en qué llevarlos. Estaba tan contento ante la perspectiva del viaje a Europa con sus amigos que se sentía
como embriagado. Había arreglado dejar a Merlín en el apartamento de su madre, a cargo de la cocinera, que quería
mucho a Merlín y afirmaba que era más inteligente que ciertas personas que ella conocía. Jay Jay estaba seguro de que
algunas de estas personas habían pasado por la cocina de su madre.
—¿Me vas a extrañar, Merlín? —preguntó Jay Jay—. Nunca nos hemos separado tanto tiempo.
—Pobre Jay Jay —dijo Merlín.
—No: feliz Jay Jay. Me convertiré en viajero del mundo y te contaré todo cuando vuelva a casa.
Su madre golpeó suavemente la puerta del cuarto. Estaba vestida para la noche, con algo blanco y fresco.
—Querido...
—Maman, c’est vous!
—Si soy tu maman, debes hablarme de tu —dijo ella—. ¡Mi chiquito! ¡En verdad no me convenzo de que has
crecido y te vas a Europa con unos amigos! Me siento casi como un vejestorio. Es una suerte que te haya tenido tan joven.
Dentro de poco voy a estar lista para que me hagan algún arreglo en la cara. ¡Qué deprimente! De todos modos, te he
traído una lista. —Le tendió un sobre blanco.
—¿Qué es esto? —dijo Jay Jay.
—Nombres y direcciones de personas a las que podrás ver cuando estés en Europa —dijo ella, seca y
directamente—. Amigos míos. Nadie va a Europa sin llevar una lista.
¿Los amigos de ella? Jay Jay no sabía si sentirse conmovido o reír de la ironía. Ella nunca lo había presentado a
ninguno de sus amigos en Nueva York, pero ahora que se iba a Venecia, Roma, París, Londres... No im aginaba cómo
podían ser los amigos extranjeros de ella, pero estaba seguro de que no deseaba conocerlos. Iba a conocer a los amigos de
Daniel, a los amigos de Kate, que también estarían viajando y que eran mucho más adecuados para alguien de su edad y
con su estilo de vida.
—Les he escrito —dijo su madre.
—¿Les escribiste?
—No podías presentarte ante ellos como caído del cielo. Saben que probablemente irás a visitarlos. No es
necesario que lo hagas si estás demasiado ocupado, pero tal vez tengas ganas de hacerlo.
—Bueno, gracias —dijo Jay Jay. Decidió sentirse conmovido. De todos modos, no iba a visitarlos. Por otra parte,
si alguno de ellos era en verdad exótico... ¿no sería espléndido mostrárselos a Kate y Daniel?— ¿Alguno de ellos posee un
castillo? —preguntó.
—Sí —dijo ella—. En realidad hay varios que los tienen. —Miró con desaprobación las ropas que él había
tendido sobre la cama—. Y se visten para las comidas.
—Oh.
—Todavía te queda una semana. Podrías comprarte algo decente. —Le tiró un beso y se fue.
Jay Jay abrió el sobre y miró la lista, nítidamente escrita con la perfecta letra de su madre. Deseó que hubiera puesto un
asterisco ante el nombre de los que tenían castillos. También deseó que Robbie pudiera venir con ellos. Esto completaría
totalmente el viaje. Pero Robbie no estaba aún listo para algo tan agotador y, además, veía todos los días a un psiquiatra.
En su mente se presentó como un relámpago la imagen del padre de Robbie, el último día del curso, cuando
todos se precipitaban para irse y el señor Wheeling se presentó para llevarse a casa al coche de Robbie y empaquetar las
cosas. El padre de Robbie parecía tan normal, el típico hombre de negocios de éxito. En modo alguno como El
Excremencial. El señor Wheeling era exactamente el hombre que Jay Jay imaginaba capaz de tener un hijo cien por
ciento norteamericano, como Robbie. Y ahí estaba lo que había pasado. Parecía triste y consumido, como sorprendído
por el acontecimiento inesperado que había sacudido su vida. Solo tuvieron un m omento para cambiar unas palabras en
medio del éxodo de fin de año, pero el padre de Robbie lo invitó a que fuera a visitarlos cuando estuviera cerca de
Greenwich, y Jay Jay dijo que seguramente todos irían: él, Kate y Daniel, que vendrían a Nueva York a fines de junio.
—Europa será una buena experiencia para instruirse —dijo el padre de Daniel. Daniel y sus padres tomaban un
abundante desayuno dominical en la cocina de su casa en Brookline. Todo florecía en el patio. Se podía ver desde la
ventana de la cocina lo que su madre llamaba “su jardín accidental”: flores y legumbres que crecían amontonadas de
manera casual. Años atrás, cuando Daniel y Andy eran pequeños, habían plantado semillas de zanahoria y de rábanos
entre las rosas, y así había seguido, con nuevas adiciones cada año.
—Y te divertirás —dijo su madre—. Creo que la gente debe hacer todo lo que pueda y que le parezca interesante
y divertido cuando se le presenta la oportunidad.
—La oportunidad nunca pasa —dijo el padre.
—Oh, ya sabes lo que quiero decir... mientras se es joven y libre.
Está hablando de Kate y de mí, pensó Daniel. Todavía le gusta pensar que Kate es una aventura romántica que va
a pasar. No le dijo que él y Kate habían discutido el futuro; antes convenía que su madre se acostumbrara a Kate. Daniel
sabía que iba a acostumbrarse. Cuando les dijo a sus padres que este verano quería ir a Europa con Kate y Jay Jay, y pidió
el dinero, ellos consintieron en seguida. Había conseguido tres notas máximas y un “distinguido” en los exámenes finales

103
y sus padres estaban satisfechos de que hubiera trabajado tan duro. Otra cosa que ellos ignoraban: lo cierto es que no
había trabajado duro. Pensó en todos los secretos que había guardado con ellos a lo largo de los años; algunos en el
inevitable proceso de su crecimiento y su separación de ellos; otros por la necesidad de mantener intacto el apacible
equilibrio de su hogar. Quizás si les hubiera hablado del juego habrían entendido.
—Venecia, Roma, París, Londres... —dijo su madre—. Pases del Eurail, hoteles de estudiantes... ¡cuánta energía
tienen los tres!
—No conocemos a Jay Jay —dijo su padre—. Él es el gourmet ¿verdad?
—Supongo que así puede definirse —dijo Daniel. ¿Cómo explicar a Jay Jay? ¿Cómo describir Jay Jay a alguien
que no lo hubiera conocido?
—Espera a ver lo cara que es Europa —dijo su padre—. No creo que vayan a comer a muchos lugares de tres estrellas.
—No nos importa —dijo Daniel alegremente.
—Claro que no les importa —dijo la madre—. Picnics de pan, queso y vino... museos... galerías de arte... espera a
ver con tus propios ojos las calles y los edificios que has visto solo en fotografías. La sensación de historia es fabulosa.
Nunca volverás a ser el mismo.
—Y Andy y Beth estarán en México —dijo el padre—. Ellie, creo que tú y yo deberíamos viajar a alguna parte.
—Estoy lista —dijo la madre alegremente—. Una de las lindas cosas de ser madre de varones es que, después de
una boda, uno no queda exhausto. Mañana iré a un agente de viajes y traeré algunos folletos. Me gustaría ir a algún sitio
que no sea muy caluroso. Recogió los periódicos dominicales que habían estado leyendo y buscó la sección de viajes.
—Me alegro de que hayan terminado con esa historia del muchacho desaparecido de Grant y ya no tenga que
leer nada más de eso. Cada vez que leía me inquietaba. ¿Has dicho que no lo conocías, Daniel? Supongo que es posible...
¡es un college tan grande!... Pero me sorprende, porque vivía en el mismo edificio de dormitorios que tú.
—Mentí —dijo Daniel tranquilamente.
Miró a sus padres, que volvían hacia él la cara, atónitos, y supo que no solo quería sino que necesitaba contarles
toda la historia. Había estado tan cansado al volver a casa que no había podido enfrentar la perspectiva de explicar y
volver a vivir aquello, pero ahora estaba listo.
—¿Por qué mentiste? —preguntó la madre.
—Porque yo era una de las personas que jugó con él en las cavernas.
—¿Cómo?
—¿En las cavernas? —dijo el padre—. ¿Tú?
Ambos parecían anonadados, no acusaban ni estaban enojados, nada más que anonadados.
—¿Por qué? —preguntó la madre.
—Es lo que he tratado de descubrir —dijo Daniel.
El padre meneó la cabeza.
—Espera —dijo—. Por favor, explícame primero el juego. Quiero saber qué clase de poder puede tener un juego
para que un grupo de estudiantes normales e inteligentes arriesgue por él sus vidas.
—Oh, sí —dijo la madre—, dinos...
Y Daniel explicó el juego lo mejor que pudo. Había tardado meses en aprender a ser un buen jugador, de manera
que obviamente no podía contarles todo en media hora, pero logró explicar las bases y, lo que era más importante, el
significado del juego. Los padres cabecearon: en verdad se esforzaban por entender.
—Últimamente he pensado mucho en esto —dijo Daniel—, Creo que el juego es un psicodrama.
—Buscándole la vuelta —dijo la madre. Seguía cabeceando—. Sí, sí, pero ¿qué problema querían resolver, Daniel?
—Creo que el juego era mi manera de competir sin sentirme herido —dijo Daniel—, En la vida real se intentan
cosas difíciles, se gana o se pierde, y eso hace mucho daño a veces. Tomamos el juego muy en serio, aunque seguía siendo
una fantasía. Al personaje podían matarlo, pero ese personaje no era uno mismo.
—Pudo haberlo sido —dijo la madre.
—Ya lo sé. Y ahora, cuando pienso, me pregunto cómo pudimos pensar que la vida real era m ás aterradora.
—¿Quiénes más jugaban? —preguntó el padre.
—Kate, Jay Jay, Robbie y yo. Para Kate era una manera de no sentirse desvalida. Para Jay Jay... creo que era lo
mismo por diferentes razones. Y a los dos les gustaba la fantasía. Robbie, en cambio, necesitaba demasiado la fantasía.
—Me hubiera gustado que nos lo hubieras dicho —dijo el padre—. Tal vez hubiéramos podido hablar, hacer un
intento de ayudar.
—Ni siquiera lo entendía yo mismo —dijo Daniel.
—¿Y ahora qué entiendes? —preguntó el padre.
—Simplemente sé que ya no necesito el juego.
—¿Y los otros? ¿Ese muchacho, Robbie?
—Todos saldremos adelante —dijo Daniel. Volvió a pensar en Robbie y en la puñalada, la parte que trataba de
olvidar, y se preguntó si alguien, incluso Robbie, descubriría algún día lo que había pasado realmente. Todos debían

104
seguir creyendo que “el asesinato” era parte de la imaginación de Robbie, como el resto del juego. Se sintió asqueado.
—¿No estás bien? —preguntó la madre, mirándolo con aire preocupado.
—Claro que estoy bien. Por un minuto recordé. No deben preocuparse. Hemos pasado una mala experiencia y ya
estamos del otro lado.
—¿Y nunca más querrás volver a hacerlo?
—No —dijo Daniel—. Nunca. —Le sonrió y dejó que el presente y el futuro lo invadieran; la sensación de náusea
desapareció—. Mi vida está ahora llena de cosas buenas. No tengo miedo de tener miedo, si entienden lo que quiero
decir.
—Oh, sí —dijo la madre mirando al padre y, por la primera vez, sus rostros se aflojaron. Le sonrieron—. Sí, entendemos.

EPILOGO
EL QUE ESTA SOLO
Verano de 1980
Era una hermosa mañana de fines de junio cuando Kate, Daniel y Jay Jay fueron en auto desde Nueva York a
Greenwich para visitar a Robbie. Había unas escasas nubecitas vaporosas en el brillante cielo azul y los árboles
resplandecían con las gordas y verdes hojas del verano. La hierba era exuberante a los lados del camino y el aire cantaba
con toda la vida de un día de verano: pájaros, insectos, animales, niños jugando. Kate nunca había sido más feliz.
Estaba con la gente que amaba y, mientras estaba en su casa, había resuelto accidentalmente un problema que le
había parecido insuperable, iba a escribir al fin su novela: ya tenía la historia que quería contar.
Esto era lo más grande de todo... ¡su novela! Súbitamente se sentía llena de ideas; su cuaderno de notas había
desaparecido. Iba a escribir un libro con lo que les había pasado a los cuatro por jugar el juego: los miedos que les
inspiraba la vida y que habían sido vencidos, la cosa terrible que le había pasado a Robbie, lo que el juego había
significado en última instancia. Ahora, al fin, tenía una experiencia que contar, una historia real. Todas sus ideas se
ordenaban fácilmente ahora. Kate iba a escribir sobre ella misma y sus amigos. Tendría que revelar sus sentimientos por
primera vez —y a desconocidos— y esto sería más difícil de hacer que todo lo que había hecho en la vida, pero lo
quería hacer. Kate comprendía que los sentimientos que le habían parecido tan vergonzosos, y eran tan dolorosos, eran
iguales a los de otras personas, y que no había nada de malo en ellos. Daniel le había enseñado esto. Una oleada de
ternura y amor por él la invadió, al punto que sintió que se estaba derritiendo.
—Está pensando otra vez en su libro —dijo Daniel—. Me doy cuenta porque se le ponen los ojos vidriosos.
—Debes mirar el camino y no mis ojos —dijo Kate.
—¿Tengo razón? —dijo él—. ¿Estás pensando en tu libro?
—Tal vez —dijo ella y rió, dichosa.
—Siempre he dicho que todos seremos famosos —dijo Jay Jay.
—Lo empezaré el otoño próximo en el college —dijo ella pensando en voz alta—. Tengo que entregar dos mil
palabras por semana para el curso de literatura creadora, de modo que podré mostrarles trozos de mi novela. Si hago
más de dos mil palabras, también estará bien. Me parece que puedo escribir todo el libro en un año.
—Debes presentarme como mundano e intensamente atractivo—dijo Jay Jay
—Naturalmente —dijo Daniel—; es ficción.
—Ojalá te quedes calvo a los veinticinco años —dijo Jay Jay.
—¡Oh, no! —dijo Kate, y todos rieron.
—Y Merlín figurará también, ¿no es así? —preguntó
Jay Jay.
—Naturalmente —dijo ella. Miró por la ventanilla hacia el paisaje que pasaba rápido: suburbios que se
convertían en campo, tan cerca de la ciudad y, sin embargo, tan tranquilos y diferentes. Este era probablemente el día
más estupendo que ella había visto jamás...
—¡Música! —ordenó Daniel—. Quiero música. —Le había regalado a Kate un pasacassettes para su
cumpleaños, que se había convertido después en el juguete favorito de él—. Le toca a Jay Jay elegir la grabación.
Jay Jay tendió el brazo desde el asiento de atrás y sacó la grabación de Spellbound. Había regalado a Kate una docena de
grabaciones para su cumpleaños; nueve eran de antiguas películas. Afirmaba que iban a ser la música clásica del futuro.
—Me gustaría que tocaras Manhattan —dijo Kate.
—Puedes tocarla cuando sea tu turno —dijo Jay Jay.
—¿Y si te soborno?
—No deseo nada —dijo Jay Jay—. Lo tengo todo.
—¡Cuentos! —dijo Kate. Todos rieron.
—Tienes un reloj muy aparatoso, Jay Jay —dijo Daniel.
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Jay Jay levantó la muñeca, mostrando un reloj de acero negro opaco con una esfera complicada.
—¿Saben qué es esto? Iba a ser el tesoro cuando termináramos el juego. Lo cierto es que compré uno y lo
escondí en las cavernas; después me compré un duplicado. ¿No es grandioso?
—Sí —dijo Kate. Sintió un leve retorcijón. Le hubiera gustado ganarlo—. ¿Dónde está el otro?
—En las cavernas por toda la eternidad —dijo Jay Jay.
—Y que descanse en paz —dijo Daniel.
—Amén —dijeron Kate y Jay Jay.
Doblaron por el sendero de entrada de la casa de Robbie. Allí estaba la gran casa blanca, los árboles frutales, el
jardín con rosas y, en la falda de la colina, la ondulación de hierba prolija que terminaba en un paisaje de sauces
llorones, un estanque con patos que nadaban y, atrás, los bosques frescos y oscuros. Allí todo era verde y pacífico; la
mancha de flores silvestres era la única nota de color contra el agua plateada. Kate era ahora más consciente del color
de lo que había sido antes, del mismo modo que su piel era más sensible al tacto y a los cambios de temperatura. Era
como si, ahora que sabía con certeza que iba a ser escritora, todo debiera ser observado y almacenado. O tal vez era por
haber recobrado las energías que había puesto en el juego.
La madre de Robbie salió a la puerta para recibirlos. Parecía ahora mucho más descansada y su piel tenía el color
encendido de un tostado veraniego. Sonrió y los hizo pasar.
—Me alegro tanto de verlos —dijo—. Robbie también se alegrará. Es muy triste... Sus amigos ya no lo visitan.
La gente puede ser egoísta a veces, ¿verdad? ¿Quieren tomar un café? ¿Tienen hambre?
—Un café nos vendría bien —dijo Kate—. Acabamos de desayunar. ¿Dónde está Robbie?
—En la loma detrás de la casa —dijo la madre—. Es su lugar favorito. Creo que el paisaje desde allí es el mejor que
tenemos. —Sirvió café para todos y les tendió una bandeja con una jarra de leche y una azucarera. Estaban ahora en la
cocina: los había llevado allí a todos, como alumnos de un kindergarten. Kate tenía la sensación de que iba a obligarlos a
terminar con la leche y los bizcochos antes de que salieran a jugar. Debo recordar esto, pensó. Es una buena frase.
—¿Cómo anda Robbie? —preguntó Daniel.
—Ha recobrado todo el peso perdido —dijo la madre—. Debo decir que es un alivio contemplar al Robbie que
recuerdo. —Sonrió—. Bebo mucho café. Soy una alcohólica curada... como dicen. O que se está “curando”. Depende
de con quién se hable. De todos modos, bebo mucho café. Un vicio por otro, como quien dice. —Rió—. Pero me
siento maravillosamente bien. No sé por qué he sentido la compulsión de contarles esto. He notado que muchos de mis
amigos que han liquidado el problema del alcohol tienden a contarlo a quien quiera oírlos. Supongo que nos
enorgullece. Tal vez sea parte del proceso. Mea culpa... Pero ustedes querrán ver a Robbie.
—Podemos terminar el café —dijo Kate. No entendía por qué sentía tanta piedad por aquella mujer. Robbie
había vuelto a casa sano y salvo, su madre estaba sobria y, sin embargo, había una especie de soledad nerviosa y patética
en la señora Wheeling... La cocina estaba tan silenciosa que Kate pudo oír el tintineo del reloj.
—Sé que son ustedes quienes jugaban el juego con él —dijo la madre. Su tono era tenso pero bondadoso—.
Soy su madre y adivino esas cosas. Pero quiero decirles que lo que pasó con él no ha sido culpa de ustedes. Robbie era
frágil... estaba herido... y el juego se adaptaba a sus necesidades. No ha sido culpa de ustedes.
—Gracias —dijo Daniel tranquilamente—. Yo... mi madre es psicóloga y a veces usa esa palabra, “frágil”. Dice
que algunas personas son más frágiles que otras. Tampoco debe usted echarse la culpa.
Ella sonrió.
—Las madres siempre lo hacen. En fin... yo no lo haré. Echaré la culpa al mundo. Tarde o temprano, es un
buen lugar para que la culpa se detenga, ¿no les parece? ¿O más allá, en el cosmos?
No soporto esta conversación, pensó Kate. Todas esas corrientes ocultas. Creo que voy a gritar.
—¿Por qué no vamos a ver a Robbie? —preguntó alegremente.
—Naturalmente —dijo la madre.
Salieron corriendo de la casa y la bordearon hasta el fondo, donde habían puesto sillas de metal blanco y una
mesa redonda con una sombrilla floreada en el medio, cerca de un árbol enorme y viejo en la cresta de la loma. Era, tal
como les había dicho la señora Wheeling, la mejor vista de la propiedad. Y, lo mejor de todo, allí estaba Robbie,
tranquilamente sentado en una de las sillas, con unos pantalones cortos de tenis y una camiseta blanca, la cara al sol.
—¡Robbie! —gritaron todos alegremente, corriendo—. ¡Hola!
Él se volvió y, al verlos, su cara se iluminó. Tenía un aspecto espléndido, como el del antiguo Robbie, y la nueva
barba, tan “interesante”, estaba pulcramente recortada.
—¡Mis amigos! —exclamó Robbie alegremente. Se puso de pie de un salto y corrió a saludarlos.
—Estás estupendo —dijo Kate.
—En verdad lo estás —dijo Jay Jay.
—¡Freelik! —exclamó Robbie—. Creí que estabas muerto. ¿No moriste al saltar el pozo? Ah, ya sé, eres el hijo

106
de Freelik...
—Deja de lado esas tonterías, Robbie —dijo Jay Jay amablemente.
—Oh no —prosiguió Robbie, como si no lo hubiera oído— no puede hacer tanto tiempo de nuestra aventura.
Debes ser el mismo Freelik. ¿Alguien te resucitó de entre los muertos? Debe de haber sido un gran Hombre de Dios,
tan grande como yo. Y aquí está Glacia, y también Suelto de Lengua. He estado aquí muy inquieto, proyectando mi
futura pesquisa, esperando encontrar compañeros que se aventuren junto conmigo.
—Vamos —dijo Daniel— basta ya. Hemos venido desde Nueva York a visitarte. —La voz era nerviosa, y lanzó
una mirada a Kate.
—Deben de estar cansados —dijo Robbie—. Por favor, siéntense y descansen.
Los tres se sentaron con cautela en las sillas de metal blanco; Robbie también se sentó.
—Mañana partimos a Europa —dijo Jay Jay.
—¿Queda muy lejos de aquí? —preguntó Robbie.
—Robbie... —dijo Kate, y entonces supo. Sintió como si hubiera muerto algo dentro de ella.
Robbie no estaba bromeando, procurando convertir en un juego el pasado. Había vuelto al juego.
Soy Pardieu —dijo Robbie sorprendido—. ¿No me recuerdan? ¿Alguien te ha hechizado para que olvides, Glacia?
Kate volvió la cabeza y contuvo las lágrimas.
—Oh, Robbie...
—He tenido muchos encuentros extraños desde la última vez que nos vimos —prosiguió Robbie—. Vi el
dragón más grande que existe y casi fui violado por un súcubo. Conocí a la Princesa de las Hadas. Ah, Freelik, ¡fue tan
buena conmigo!... Y conocí al Rey de Francia, que fue muy hospitalario. Ustedes deben contarme también sus
aventuras. ¿Conocieron al posadero y a su mujer? Es un buen lugar para estar... Muy limpió, y la comida es abundante.
Oh, Robbie... pensó Kate.
—Poseo la Moneda que se Renueva Eternamente —dijo Robbie con tono conspiratorio—. Todas las noches
después de la cena se la doy a la mujer del posadero para pagar mi alojamiento, y todas las mañanas al despertar la
encuentro bajo la almohada. —Buscó en el bolsillo de sus pantaloncitos de tenis, sacó una moneda y la mostró. Era una
moneda corriente de veinticinco centavos.
Por eso la madre dijo que no era culpa de nosotros, pensó Kate. Nos estaba preparando.
—Pero necesito una aventura —dijo Robbie—. Ahora que ustedes están aquí, mis leales amigos, partamos
juntos. —Se puso de pie—. Detrás de ese bosquecillo hay un lago encantado. Y atrás está el gran bosque. El posadero y
su mujer le tienen miedo. Me han prevenido para que no me acerque. Siento que debe haber algún maleficio adentro y
si pudiéramos librar del maleficio al bosque, el posadero y su mujer podrían ser felices. Me gustaría hacerles ese favor.
Oh, Pardieu... pensó Kate.
Los cuatro descendieron la loma en dirección al lago donde nadaban los patos blancos. Se detuvieron a la
sombra de los sauces llorones, que formaban una cueva de encaje verde. Kate miró a Daniel. Los ojos de él estaban
tristes. Después cabeceó.
—Yo soy el Inspector del Laberinto —dijo Daniel—. Este es... —se le quebró la voz.
—El Reino de los Malignos Voracianos —dijo Jay Jay—. Dirigido por el malvado Ak-Oga. Yo soy Freelik el
Frenético de Glossamir —Jay Jay miró a Daniel, pidiendo ayuda.
—Hay dos peligros adentro —dijo Daniel—. Pero hay también un maravilloso tesoro. ¿Entramos?
—Sí —dijeron.
Y así volvieron a jugar el juego, por última vez. No importaba no tener mapas, ni dados, ni libros con las reglas,
o que no hubiera monstruos. Todo el mal que siempre había existido era real de nuevo en la mente de Robbie y por
eso, cuando Daniel dijo que había Gorviles para hechizar o matar, Pardieu los vio. Los otros no los vieron. Solo vieron
la muerte de una esperanza y la pérdida de su amigo, y jugaron el juego hasta que el sol empezó a ponerse y largas
sombras se tendieron por el prado. Encontraron al monstruo en la selva encantada y lo mataron. La aldea quedaría a
salvo, el posadero y su mujer podrían vivir en paz. Los ojos de Pardieu brillaban.
—Ahora tenemos que volver a decirles... —dijo—. Pero esperad... ¿y el tesoro? ¿No valdría la pena obtener el
tesoro, ya que hemos llegado tan lejos y hemos luchado tan duramente?
Jay Jay se quitó el reloj de acero negro opaco de la muñeca. Lo tendió a Robbie para mostrárselo y después lo
puso en la muñeca de su amigo.
—Este es el tesoro, Pardieu —dijo.
—Ah —dijo Pardieu, sorprendido—. ¿Es mágico?
—Sí —dijo Jay Jay—, Siempre te mantendrá a salvo. —Rodeó con su brazo a Robbie y lo besó en la mejilla.
Después todos se tomaron del brazo y marcharon lentamente hacia la casa.

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