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Libertad y comunidad, o qué nos choca de Aristóteles

Aida Míguez Barciela

El título de estas conversaciones1 dice algo tan obvio que a la vez no lo


dice, no tiene que decirlo porque no hace falta, lo da por supuesto. Es lo
que ocurre en general con los supuestos, no se los dice de pura evidencia.
Es evidente que cuando nosotros, los hablantes del siglo XXI, decimos
“libertad” estamos diciendo a la vez –tanto que ni lo decimos– “libertad
individual”; estamos diciendo “individualismo”.
Nos damos cuenta de algo cuando lo contraponemos a otra cosa.
Conocemos por contraposición. El día y la noche. El invierno y el verano.
La vida y la muerte. Lo uno no sería reconocible sin lo otro ni lo otro sin
lo uno.
Por mi parte he intentado explorar un poco la contraposición del
pensamiento moderno con otros horizontes de pensamiento; en
particular con ese horizonte de pensamiento de alteridad radical que es
la Grecia Antigua, de ahí que al conocer el título de las jornadas pensase:
puede que las personas implicadas hablemos de la “libertad” dando por
supuesto al individuo, pero, dado que este supuesto no es atemporal,
sino que tiene una historia detrás, quizá valga la pena explicitarlo en
algún momento de la conversación. No tanto por interés historiográfico
como más bien por interés crítico.
Con este propósito me aproximo –o eso creo– al viejo planteamiento
que consiste en invocar a los antiguos para que los modernos se
conozcan y se acepten a sí mismos, reconociendo en este caso que una
cosa es la libertad de ellos y otra, muy distinta, nuestra libertad.
Querría hablar sobre este contraste de tal modo que la ilusión se
rompiese una vez más; y que, una vez más, se recordase que los griegos
no son los clásicos inofensivos de nuestras estanterías, sino los indómitos
salvajes que no debemos ni queremos domesticar.

1 IV converses de pensament crític a les terres de l’Ebre: Llibertat i por? 17 de


septiembre de 2022.
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Las ilusiones deben perderse; cuanto más bonitas, más tendrían que
hacerse añicos. Solo así interrumpimos la inercia y la vacua repetición
para preguntar otra vez eso que la conferencia de Benjamin Constant
(“De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”) se
preguntaba en 1819: ¿en qué radica exactamente la diferencia entre la
libertad de los antiguos y la de los modernos? ¿Qué es, considerando la
diferencia, lo que no puede copiarse ni exportarse de su país al nuestro?
Ellos, los antiguos (Constant piensa tanto en griegos como en
romanos), admitían la sujeción completa del individuo a la autoridad del
conjunto. Y también: la autoridad del cuerpo social se interponía y
entorpecía la voluntad de los individuos. [Las citas de Constant aparecerán en
cursiva.]
Constant tiene razón, al menos a grandes rasgos. Y, desde luego, lo
que dice sobre “los antiguos” suena en nuestros oídos (o debería sonar)
bastante mal; suena a la descripción de ese “nuevo mundo”
“esperanzado” o “feliz” (brave new world) en el cual se impide por todos
los medios que existan individuos libres, pues lo que interesa son células
cautivas en un mismo “cuerpo social”.
Ostracismo, esclavismo, xenofobia; las mujeres segregadas;
Anaxágoras condenado y exiliado; Sócrates, muerto.
Todo esto ocurrió en Atenas, la más libre de las ciudades griegas.
Es por tanto evidente que no se trata en realidad de “comparar” lo
griego y lo moderno, que nada tienen de comparable y sería pueril
compararlos; mucho menos se trata de edulcorar o justificar a los griegos
ante nosotros mismos, pues no debemos defenderlos de ninguna
acusación extemporánea. Se trata de focalizar lo incomparable y asumir
la diferencia. Solo así podremos adoptar una actitud que nos permita
escuchar lo que ellos, los griegos, tienen que decir y no simplemente lo
que nosotros esperamos que digan.
Pues lo cierto es que si por casualidad alguien esperase encontrar en
su lectura de algún pensador griego antiguo alguna obviedad del tipo:
sobre sí mismo, sobre su cuerpo y sobre su espíritu, el individuo es
soberano, evidentemente se verá defraudado no solo porque no la
encuentra, sino porque encuentra precisamente la obviedadt4 contraria.
La encuentra, por ejemplo, leyendo algún tratado de Aristóteles. Pero
es que Aristóteles no habla de individuos soberanos; no habla de libertad
individual; no habla de derechos y garantías. Habla de otras cosas, cosas
muy llamativas.
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Habla del bien y la belleza y la felicidad. Dice que son el sentido de la


vida común, el objetivo de la comunidad “política”, cometiendo así lo
que desde nuestro punto de vista moderno resulta ser la más
imperdonable de las infracciones (mezclar ética, estética y política).
En lo que sigue intentaré precisar algunas de las cosas que chocan,
incluso indignan, al contemporáneo que decide empezar la lectura de esa
obra que ha llegado hasta nosotros bajo el despistante título de “La
política”.
(El adjetivo “político” tiene aquí el sentido laxo “relativo a la pólis”. No
es así nada más que la cifra de una palabra griega que no podemos
traducir, solo explicar. Muchos de los asuntos que Aristóteles considera
“políticos” son desde nuestro punto de vista no políticos, sino éticos; en
esta inconmensurabilidad o intraducibilidad se centra esta exposición.)

1.
“Cada pólis es, como vemos, una cierta comunidad, y cada comunidad se
forma para alcanzar un cierto bien” (1252a).
Así empieza la obra, con una evidencia, característicamente griega,
que a nosotros nos resulta no evidente sino llamativa: en “cada pólis” que
vemos –la vemos, y no vemos solo una–, estamos viendo a la vez un
cierto tipo de comunidad.
Aristóteles ve un mundo en el que Atenas es una comunidad, Corinto
es una comunidad, Esparta es otra comunidad, etcétera. En su campo de
visión no cabe la idea de una “supracomunidad” que subsuma u organice
la pluralidad de comunidades distintas, la cual permanece por ello
irreductible.
No hay más allá. La pólis es el techo de la investigación aristotélica.
Pero la pólis no es otra cosa que las distintas póleis, una aquí y otra allá,
cada una con su propia consistencia y su propia redondez; con sus meses
y lunas y calendario propio; cada una soberana del tiempo y del espacio.
En Grecia no hay el tiempo singular. No hay el espacio singular. No
hay el mundo global. No hay “la” pólis.
No hay, en definitiva, un todo universal que subsuma las partes. La
pólis no es parte de un todo mayor, sino es el “todo” ella misma; es cada
una el “mundo”, sin que haya “mundo” alguno por encima; y esto, hay
que decirlo, nos cuesta mucho entenderlo.
Ahora bien, no sería correcto inferir de esta primera línea de
Aristóteles que “el mundo griego” estaba fragmentado. Nos parece
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fragmentado porque nosotros, no ellos, tal vez no podamos evitar la


representación de una totalidad (una y total) capaz de subsumir o
integrar cualquier cosa, hasta la más pequeña, hasta la más enorme, pues
no será jamás ni lo bastante pequeña ni lo bastante enorme como para
escapar de esa totalidad que se define justamente como “uno-todo”.
Aristóteles no comparte esta representación, para nosotros obvia, sino
que su punto de partida es que hay una pluralidad de “todos”; hay
diversas instancias de eso que él llama “la koinonía suprema”.
Koinonía significa “comunidad”, aunque tantas veces se traduzca por
“asociación” o “sociedad”. Pero también la palabra pólis se traduce a
veces con la expresión “ciudad-estado”, o incluso simplemente “estado”.
Aristóteles se propone investigar esa forma de comunidad que no es
única ni es parte de nada más grande, y que, por eso mismo, tiene
enfrente y alrededor otras comunidades distintas. Se propone decir qué
es, en qué consiste. Incluso cuando lo que sigue parece ser más bien la
respuesta a la pregunta “de dónde viene, cuál es su origen”, en realidad se
trata de la cuestión “qué es, en qué consiste” la comunidad “suprema”.
Lo primero que hace en este sentido es diferenciar modos o formas de
comunidad, ya que no solo ve diversas comunidades “supremas” (esto era
lo que entrañaba –y extrañaba de– la expresión “cada pólis”), sino que
también ve comunidades de un tipo no “supremo”.
Koinonía es un substantivo derivado del adjetivo koinós: común,
público; el cual se opone a ídios: privado, propio. La koinonía es el hecho
o la condición de tener algo en común.
Una casa tiene algo que une y comunica a los que la integran, y lo
mismo una aldea de varias casas, y lo mismo una pólis, que no debe
confundirse con la casa ni con la aldea (la diferencia no es cuantitativa
sino ideal o formal). Cada una de estas formas de comunidad tiene un
objetivo peculiar que sitúa en el mismo barco a cuantos participan de
ella.
Tiene sentido proponerse averiguar qué fin exactamente es el fin
propio de esa comunidad a la que las demás formas de vida en común (la
casa o la aldea) se subordinan, pues –así razona Aristóteles– comprender
el fin implica a la vez comprender el “qué es, en qué consiste”, y esto es lo
que pretende esclarecerse.
Por lo demás, en la medida en que la pólis es la comunidad suprema,
el fin que le corresponda será el fin supremo, o sea, el fin propiamente
fin, el fin último. El tope, por tanto, de toda búsqueda, deseo y
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aspiración. Eso por lo que hacemos todo lo que hacemos; eso por lo que
respiramos, nos alimentamos y trabajamos. Nada más y nada menos.
Qué es, en qué consiste la “comunidad suprema”. Esta es la pregunta.
Ya la propia cuestión del “bien” o el “fin” como claves del misterio de
una cosa tendría que darnos que pensar. Ahora bien, si proseguimos con
la lectura encontramos varias frases (p.e. 1253a 19ss.; 1324a 5ss.; 1337a
26ss.) que no solo nos dan que pensar, sino que nos hacen pensar de
hecho que, si en Grecia había libertad, era muy extraña y muy salvaje:
1. La pólis es anterior y prioritaria respecto a “cada uno de nosotros”,
pues el “todo” es en efecto “anterior y prioritario” respecto a las
partes, tal como el cuerpo es “anterior y prioritario” respecto a la
mano.
2. Es indudable que la “felicidad” de “cada uno” es la misma que la
“felicidad” de la pólis. (Es más, lograr el bien de los “grupos y las
ciudades” es “más hermoso y más divino” que lograr el de “uno”
solo, cf. EN 1094b10)
Esto podrá ser ciertamente una piedra basal en el edificio del
pensamiento griego antiguo, pero es también la piedra con la que un
moderno se da de bruces; es la razón –o una de las razones– por las que
Constant dijo en su conferencia que las “antiguas repúblicas” no deben
imitarse nunca, pues una cosa son los antiguos y otra los modernos.

2.
Hemos visto que cada pólis es por su parte una comunidad “total” que no
se subsume en nada mayor, sino que subsume ella misma las demás
formas de vida en común.
“Total” tenía aquí no un sentido laxo, sino robusto y fuerte.
Para articular una noción fuerte de totalidad, Aristóteles dedica
algunos pasajes de la “Metafísica” (1023b-1024a, 1034b-1036b, 1041b-1044a)
a la aclaración de la diferencia que hay entre –digamos– un montón de
arena y la sílaba ‘sa’. No son lo mismo. No son la misma unidad ni la
misma totalidad.
En el caso del montón de arena, la unión de los granos de arena es
accidental; no es en verdad unión, sino amontonamiento que no
responde a forma alguna. En un montón el “todo” no es nada por encima
de las partes, sino que se reduce a la suma de las partes. Los granos de un
montón de arena, por mucho que estén reunidos, no están en verdad
unidos, sino tan solo yuxtapuestos.
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Muy distinta es la totalidad y la unidad en el caso de la sílaba ‘sa’. Las


letras no están amontonadas, sino que están unidas de tal manera que el
todo es algo por encima de las partes. La sílaba ‘sa’ no se reduce a la
suma de la letra ‘s’ y la letra ‘a’. Hay algo más. Hay algo que podemos
llamar forma o estructura, orden o disposición. Esto es lo que la sílaba
tiene y de lo que el montón carece. Y es lo decisivo. Si está presente,
entonces nos encontramos ante un todo genuino (Aristóteles lo llama
hólon, a diferenciar de pân), es decir, ante algo que tiene en verdad el
carácter de uno-y-entero.
Una sílaba está unida y es una; un montón de arena no está en verdad
unido ni es en verdad uno. Y esto implica muchas cosas. La ilustración
del cuerpo era muy eficaz.
Un cuerpo vivo es una unidad en el sentido más robusto de la noción.
Las manos, los brazos y las piernas no están amontonados, sino que el
todo es algo más que la suma de las partes.
Ello se observa en el hecho de que la definición de la parte incluye el
todo del que es parte: una cabeza es la cabeza de un cuerpo, un dedo es
el dedo de la mano de un cuerpo. Y no es solo una cuestión de palabras:
la mano ni vive ni es nada sin el cuerpo. El todo es “prioritario” y
“anterior” a las partes no lógica ni cronológica, sino ontológicamente.
Me detendré un poco en esto.
El cuerpo es el todo íntegro al cual las partes están subordinadas a
todos los efectos. Es el cuerpo el que actúa y tiene objetivos; el que vive
una vida autónoma; el que decide levantarse o quedarse en la cama al
amanecer. Manos y piernas no deciden nada ni tienen vida propia. Si las
piernas y las manos tuviesen vida propia, si tuviesen intereses
particulares, si fuesen individuos independientes –cosa que no son en
absoluto al ser las partes dependientes de un entero–, entonces el cuerpo
no podría levantarse de la cama y abrir las ventanas al amanecer.
Las partes no son nada por sí mismas; no son al margen del todo.
Hasta tal punto es así –dice Aristóteles– que una mano amputada del
cuerpo solo es mano de nombre; en realidad ha dejado de serlo. Y si ha
dejado de serlo es porque en nada puede ya la mano muerta ayudar al
cuerpo a salir de la cama y abrir las ventanas al amanecer.
Todo esto significa que, si es verdaderamente un todo íntegro, la pólis
es también algo más que una suma o agregado de individuos. Es algo más
que una masa de elementos dispares y no necesariamente congruentes;
es una comunidad, no una asociación, no una sociedad.
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Pero también significa –y por eso nos decíamos alarmados: “esto es


salvaje”– que, en una comunidad tal, “sobre su cuerpo y sobre su espíritu”
el individuo no es soberano.
No es soberano. A Hipólito no le está permitido dedicar su vida a
vagar por los montes dando caza a las fieras. No es libre para gozar más
de la cuenta de los aires puros de las tierras vírgenes. Tiene que rendirse
ante Afrodita le guste o no le guste; tendría que atarse en una boda y
consumar un matrimonio, no morir de esa manera.
Tampoco las hijas de Dánao deberían salirse de la senda ya trazada
rechazando a sus primos, sino que lo debido son las bodas siempre ya
prescritas. Corónide no puede coleccionar amantes sin caer fulminada.
Antígona ha malogrado su vida por no haber vivido lo bastante para
convertirse en la mujer de Hemón, o eso parece que se lamenta sobre
todo en la tragedia.
No. El individuo no se sale con la suya. No se pertenece a sí mismo. No
es soberano, como la mano o el pie no son soberanos. No ha de tener en
consecuencia intereses propios de ningún tipo, como tampoco la mano o
el pie deben tenerlos, o de lo contrario el cuerpo no podría llegar a
ningún sitio. No hay otra independencia y soberanía que la de la
totalidad misma.
A esto último (i.e. la independencia de la comunidad “política”)
Aristóteles lo llama autárkeia, que no es “autosuficiencia” en un sentido
solo ni fundamentalmente material o económico, sino que es la
perfección de lo consumado y lo completo que, por consumado y
completo, de nada depende y nada necesita.
Llamamos “libre” a lo que no depende ni necesita. De esto se sigue
que, aislado de la comunidad, el individuo no es autosuficiente ni se
basta a sí mismo ni es por lo tanto libre o independiente.

3.
Decíamos que la comunidad “política” es (o ha de ser) “una” no en el
sentido débil del montón de arena, sino en el sentido robusto de la
sílaba. Esto implicaba –la ilustración del cuerpo lo dejó claro– que ha de
haber algo que la pólis haga en tanto que entidad una e íntegra, no en
tanto que suma o agregado de individuos; implicaba asimismo un
objetivo común al que la pólis tiende en tanto que es en verdad una
comunidad. De la efectiva presencia de esta actividad y este objetivo
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Aristóteles hace depender el que estemos ante una pólis y no ante otra
cosa.
En el libro tercero de “La política” (1280b-1281a) se distinguen
determinados modos de asociación que son solamente eso: asociación,
no comunidad.
Si construyendo un muro trazásemos un círculo en torno a distintas
ciudades; si en un territorio dado las familias se uniesen mediante
casamientos; si sumásemos fuerzas para constituir una alianza militar, no
por ello tendríamos una pólis. Tampoco si dos comunidades distintas
estableciesen acuerdos comerciales entre sí dejarían de ser dos completas
extrañas, pues no por eso participarían de lo mismo.
Ni el territorio amurallado ni los intereses comerciales ni la endogamia
ni el respaldo mutuo bastan para que haya comunidad “política”, ya que
ni el territorio ni los intereses unen vitalmente, inexorablemente, a
perpetuidad.
Vivir en el mismo sitio no significa nada. Intercambiar bienes no une
sino que constata desunión. Tiene que haber algo más para decir con
fundamento: esto es una pólis y no, por ejemplo, un emporio. Algo más
que alianzas bélicas, tratados comerciales y enlaces matrimoniales; algo
más que vivir en el mismo sitio o hablar el mismo idioma.
¿Qué se necesita? ¿Qué ha de haber si todo eso es necesario, desde
luego, pero en ningún caso suficiente?
Dijimos que ha de haber una finalidad común, un objetivo que la
comunidad suprema persiga en tanto que comunidad suprema. Este fin
no puede ser la procreación ni la preservación, pues esos son el fin del
matrimonio y de la casa respectivamente. No puede ser tampoco la
protección mutua, pues este es el fin propio de la alianza militar. Ni el
interés en cambiar cosas, que es el objetivo del acuerdo comercial.
Cada forma de comunidad –la casa, la villa– tiene su fin; incluso las
asociaciones no comunitarias tienen un fin; pero, por lo mismo que las
formas de vida en común eran comunidades parciales, no supremas, sus
fines también serán parciales: estarán subordinados al fin propiamente
dicho, el fin de la comunidad propiamente dicha, la más acabada de
todas, la comunidad suprema, la comunidad total. Y este fin –aquí
contenemos el aliento; aquí encontramos otra piedra con la que
tropezamos– no es otro que la vida buena o bella o feliz.
Esa gente está unida por amor a la vida buena o bella o feliz.
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Esa comunidad existe no por las necesidades ordinarias de la vida ni


por las ventajas de las alianzas y los beneficios del comercio, sino por la
excelencia de la vida, de modo que la vida propiamente vida (eso es la
excelencia de la vida) es el objetivo de la comunidad propiamente
comunidad.
Esto irrita (o debiera irritar) a los lectores modernos. Es ahora cuando
Aristóteles nos choca de la forma más embarazosa.
Repitamos la pregunta: ¿qué es exactamente lo irritante, que es
también lo inimitable, de la “libertad de los antiguos”? ¿Por qué nos
molesta Aristóteles?
Por lo dicho hace un momento: porque la unidad orgánica es
irreproducible, es indeseable; por tanto también todo lo que con ella liga
Aristóteles.
No hay soledad. No hay independencia individual. No hay mundo
privado. No hay, en definitiva, ninguna posibilidad de poseer esa
habitación propia de ingobernable, intocable, sagrada intimidad que
abro y cierro cuando quiero; esa isla inexpugnable que yo necesito para
pensar mi libertad.
No hay nada de esto en la investigación de Aristóteles.
Hay una obra común cuyo cumplimiento exige que las partes se
subordinen al conjunto como las abejas al enjambre.
Hay un ecosistema en el que está lo que ha de estar y se hace lo que
hay que hacer, ecosistema que ahogaría a un moderno sin duda, pero que
el griego necesita para sentir que es quien es: un hombre, no una bestia
ni un dios.
Esto quiere decir probablemente la archiconocida frase “el hombre es
un viviente político” y “fuera de la pólis no hay por naturaleza hombre,
sino algo por encima o por debajo de los hombres”. El ápolis por
naturaleza no es hombre, o lo es solo de palabra, o lo es solo
defectivamente, pues no puede cumplir su función.
Para eso está la pólis: para cumplir en común esa función que
Aristóteles llama la vida buena o bella o feliz. Está para que los hombres
no solamente vivan, como las plantas y los peces, sino para que vivan
logrando la vida.
Es un reclamo gigante. No hay pólis sin persecución común de la
nobleza, sin preocupación común por la excelencia.
Pero el asunto es todavía más inquietante, pues, si es verdad que cada
cosa es plenamente lo que es solo en la medida en que realiza su función
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propia con excelencia (esta es otra de las ideas que expresa a menudo
Aristóteles), entonces el hombre solo es propiamente, plenamente
hombre cuando realiza excelentemente esa obra o esa función que no es
sin más vivir, sino vivir logrando la vida.
Lo primero es para Aristóteles pura y simplemente la vida mecánica y
dormida; útil, ciertamente, pero, por eso mismo, abyecta y mezquina.
Lo segundo es la vida inútil y ociosa que, por inútil y ociosa, es libre,
pues no sirve a ninguna otra cosa.
Esa vida inútil y ociosa, no servil, sino libre, es el fin supremo, por lo
que todo lo demás (la casa, la alianza, el comercio) ha de subordinársele.
De modo que la pólis que se precie de serlo ha de tener leyes que no
solo no impidan, sino que promuevan que el conjunto haga lo mejor que
en conjunto puede hacerse.
Un coro, un baile, una fiesta; un “pasar-el-tiempo” en el que el tiempo
mismo es relevante.
La fiesta es el momento en el que los mortales olvidan sus aprensiones
y fatigas ordinarias y hacen algo tan logrado, lo más logrado, que hasta
los inmortales vuelven sus lejanísimos ojos del cielo a la tierra.
En las fiestas, los ciudadanos se miran los unos a los otros; los jóvenes,
los viejos; todas las edades; en los días de fiesta el cuerpo político se
celebra a sí mismo bailando un mismo baile en orden y armonía; la
comunidad respira y repara los vínculos que la vida diaria deteriora; se
sacude de encima el polvo de las rencillas y las envidas cotidianas;
despierta, se desentumece; la sangre fluye con fuerza otra vez a través de
los vasos comunicantes y la pólis resplandece como salida del baño,
como recién nacida, como la primera vez.
Esto “pasa” en esos “pasatiempos” que menciona Aristóteles cuando
habla de la “vida buena”: pasa no esto o lo otro, sino el pasar esto y lo
otro mismo.
Grecia era una fiesta. Parentescos, banquetes, pasatiempos de la vida
en común (diagogaì toû suzên, 1280b37). En esto consiste el vivir bien.
Esto es la vida bella; la vida que obra –y es obra– de la philía, dice
Aristóteles. La philía, ese vínculo inextricable y fatal que no puedo
desechar sin desecharlo a la vez todo.
Bien; si este es el objetivo; si está para eso, entonces la pólis no solo
consiste en despejar un claro en el medio del bosque de casas, sino
también en liberar un tiempo de interrupción, holgura, descanso y
dilatación en el que hacer lo que las mil servidumbres de la casa y la
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familia no permiten hacer: parar y detener el curso de la vida. Está no


solo para la vida, sino para captar y tener la vida. Pues para tener la vida
es preciso detenerla.
Al tiempo desocupado, libre, el tiempo para el tiempo (los griegos lo
llamaban skholé) le corresponde la actividad desocupada, libre, para
nada, que los griegos llamaban theoría.
Se entiende así por qué Aristóteles dice que la theoría –la visión, el
darse cuenta, el conocimiento– es la meta suprema.
No es por esnobismo ni elitismo intelectual. Es porque lo supremo no
puede servir a nada ni necesitar nada o no sería supremo.
La visión, la poesía –esos coros eran su “poesía”– son los logros
supremos porque son lo que falta cuando ya nada falta; el colmo, por lo
tanto, de esa vida bella o buena o feliz, la única libre, que no puede
vivirse más que en comunidad.

4.
¿Acaso no es fascinante? Las flores en el pelo, la luz en los ojos; las
madres del futuro bailan siguiendo a Hagesícora. Atenas se despierta y
“filosofa”.
¿No es también espantoso? Quedarse fuera de ese coro suponía perder
no solo un paisaje familiar y algunos rostros conocidos, sino perderlo
todo.
No en vano nos dicen que los griegos concebían el exilio como una
muerte en vida, pues, sin contexto, sin comunidad, el hombre es como
una pieza sin juego, es como el dedo muerto de una mano: no es hombre
más que de nombre.
Puede que en la segunda mitad del siglo IV a. C. todo esto fuese ya
algo anacrónico; puede Aristóteles hable de un mundo que se ha
desvanecido o está en trace de hacerlo; puede que sean los estertores del
final, las lechuzas que escriben al son de la catástrofe; puede que algo así
sean Platón y Aristóteles.
Al fin y al cabo, los coros ciudadanos han bailado ya su baile hasta el
agotamiento. El propio Aristóteles dice que “ahora” la “música”, o sea, la
poesía, los bailes y los coros, no es más que un recreo placentero.
Demóstenes está escupiendo por su parte sus insultos a los atenienses
(hipócritas, serviles, sobornados). Algunos personajes lúcidos se jactan
de no tener ya patria ni amigos ni comunidad (sin casa, sin patria, sin
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ciudad; extraño en todas partes; mendigo, vagabundo, fugitivo, dicen que


dijeron Diógenes de Sínope y Aristipo de Cirene).
Al fin y al cabo, no habría que insistir tanto (la pólis es “por phúsis, no
por nómos”) si no estuviese dejando de ser cierto.
Dejará de ser cierto. La pluralidad irreductible de póleis se subsumirá
en una sola megalópolis, la única y total, disolviendo así el horizonte del
pensamiento de Aristóteles al que nos referimos al comienzo.
Por aquí y por allá están preparándose eso que conocemos como
“escuelas” y seguidores de escuelas. Una “escuela” es una haíresis, el
resultado de una elección personal, individual. Uno se escoge a sí mismo
al escoger escuela, y lo hace con independencia de todo, edad, género,
estatus, ciudad, condicionantes de los que un griego no podría
desprenderse; escoge como individuo independiente, elige como esa
ficha sin juego cuya existencia los griegos lamentaban.
Porque ellos anhelaban apenarse por lo mismo, alegrarse por lo
mismo, censurar lo mismo y elogiar lo mismo, pensar y perseguir lo
mismo. Y si esto ocurría –lo llamaban homónoia–, y solo si esto ocurría,
la pólis era en verdad una, estaba en verdad unida.
Es una exigencia fortísima. Nosotros, los modernos, no queremos
tener que elogiar lo mismo ni apenarnos o alegrarnos por lo mismo. No
queremos tener que compartir nada –ni valores ni tiempos ni objetivos–
porque algo o alguien lo diga. Queremos cantar una monodia, bailar en
soledad. Queremos (poder) apartarnos, queremos (poder) disentir.
Constant dice en su conferencia que a un individuo moderno
cualquiera le resultaría muy molesto que lo apartasen de sus negocios,
sus proyectos y sus deleites (o previsiones de deleites) personales para
pasarse el día entero deliberando en la plaza asuntos comunes; lo que
quiere es ser distraído de sus propios negocios y proyectos “lo menos
posible”.
¿Qué negocios? ¿Qué proyectos? No lo sabemos. No puede saberse de
antemano ni tendría por qué saberse. Pues no hay ya nada que dicte qué
hacer con el tiempo de uno, nadie que sepa dónde se esconde la
felicidad, como sí había entre los griegos (Aristóteles lo llamaba “ser” o
“naturaleza”).
Nuestra libertad carece de contenidos. Ignora qué es logro y qué es
fracaso; desconoce qué hay que censurar por “malo” y qué hay que
aprobar por “bueno”, pues, para nosotros, aunque no para Aristóteles,
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“bueno” y “malo” son predicados morales, y la moral se escapa al


conocimiento.
Así que estamos solos con ese vacío, con esa abstracción. Y no solo lo
estamos, sino que lo reclamamos; reclamamos que nos dejen hacer con
los puntos suspensivos (la vaciedad, la libertad) lo que mejor nos
parezca. Pues quizá seamos en el fondo como esos paquidermos de los
que habla Danton en la obra de Büchner, que solo alcanzan a rozarse los
unos a los otros la insensible, gruesa piel.
Y sin embargo, sobre sí mismo, sobre su cuerpo y sobre su espíritu, el
individuo es soberano.
Esto escribió, huelga decirlo, John Stuart Mill en On Liberty. Y esto
esperamos que ocurra en una sociedad que aspire a ser llamada “libre”:
que no se perturbe ni se interfiera en tal soberanía. Porque libertad y
comunidad no son en los tiempos modernos lo que eran en los tiempos
antiguos.
Y, puesto que estos son los tiempos, ya nada puede integrarme en su
danza. No hay comunidad que resulte absolutamente imprescindible
para mi felicidad, y esta tampoco es ya lo decisivo.
El derecho a gastar y a malgastar, a lograr y a malograr mi vida; el
derecho al error, a la insatisfacción y al fracaso, es mi derecho asimismo,
derecho que prefiero a mil jaulas de felicidad. (Liberty to be inefficient
and miserable. Freedom to be a round peg in a square hole, escribió Aldous
Huxley en la obra aludida.)
Entre nosotros no es posible la felicidad sin la autonomía. Carecemos
de metas establecidas de antemano que sujeten y guíen nuestras vidas.
No tenemos tampoco un contexto particular que elogie y censure,
prescriba y proscriba de una forma absolutamente vinculante.
Por esto y muchas otras cosas los griegos son inimitables –en su
mundo estaba unido lo que nosotros queremos mantener separado:
ética, estética, política–, y debe respetarse la distancia: no nos está
permitido tener nada igual con ellos.
Así que no es solo que ya no podamos disfrutar de la libertad de los
antiguos; es que no debemos soñar siquiera con disfrutarla, pues ese
sueño no sería sueño sino pesadilla.
No es en consecuencia ya legítimo que el individuo sea esclavo para
que el pueblo sea libre. Nosotros estamos y queremos estar juntos no
como las partes de un organismo vivo están juntas, sino como están
juntos los granos de un montón de arena, o las olas del mar, o las chispas
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del fuego que, uniéndose con todas, no se unen con ninguna en


particular.
La independencia individual es la primera necesidad de los modernos.
Eso dijo Constant a su auditorio.
La unidad no podrá recomponerse una vez quebrada. La libertad
moderna ha perdido todos los rasgos salvajes; no conoce himnos, desfiles
ni coros. La perfectibilidad (quizá mejor esta palabra que “felicidad”) lo
es no ya de la comunidad, sino del individuo.
Y no ha lugar a decepciones; antes al contrario, pues si algo interesa es
precisamente la libertad de ser cada uno, da igual quien sea, uno mismo;
la libertad de desarrollar cada uno, da igual quien sea, su propio talento,
sea este el que sea; libertad para perseguir unos fines que nada ni nadie
(ni pólis ni “naturaleza”) ha previsto nunca.
Porque en una sociedad libre no hay gente esclava y gente libre por
naturaleza; ni tampoco gente Épsilon y gente Alfa por técnica; no hay
vidas determinadas de antemano, desde mucho antes de nacer.
Hay pura y simplemente gente “nadie”; individuos; solos, desde luego,
pero convencidos de que cualquier integración involuntaria; cualquier
vínculo, tradición, costumbre, herencia o pasado no elegidos serían
opresión arbitraria, serían imposición ilegítima. Esta convicción es lo que
une cuando nada une como los griegos decían que la philía une,
fatalmente, inextricablemente, a perpetuidad.
Ahí está, para más ilustración, la literatura moderna, la literatura
universal, cuyos protagonistas quieren soltar el mar de todos los puertos
y derribar una a una todas las barreras. Ismael se embarca en el
ballenero. Rastignac profiere su amenaza contra el mundo en general.
Nora abandona a su marido y a sus hijos. Larry Darrell busca el
significado de la vida y la muerte completamente solo. Y los muchos
ejemplos de lo contrario –terrorismos paternales, maternales, maritales,
populares– que todos conocemos.

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