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Las ilusiones deben perderse; cuanto más bonitas, más tendrían que
hacerse añicos. Solo así interrumpimos la inercia y la vacua repetición
para preguntar otra vez eso que la conferencia de Benjamin Constant
(“De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”) se
preguntaba en 1819: ¿en qué radica exactamente la diferencia entre la
libertad de los antiguos y la de los modernos? ¿Qué es, considerando la
diferencia, lo que no puede copiarse ni exportarse de su país al nuestro?
Ellos, los antiguos (Constant piensa tanto en griegos como en
romanos), admitían la sujeción completa del individuo a la autoridad del
conjunto. Y también: la autoridad del cuerpo social se interponía y
entorpecía la voluntad de los individuos. [Las citas de Constant aparecerán en
cursiva.]
Constant tiene razón, al menos a grandes rasgos. Y, desde luego, lo
que dice sobre “los antiguos” suena en nuestros oídos (o debería sonar)
bastante mal; suena a la descripción de ese “nuevo mundo”
“esperanzado” o “feliz” (brave new world) en el cual se impide por todos
los medios que existan individuos libres, pues lo que interesa son células
cautivas en un mismo “cuerpo social”.
Ostracismo, esclavismo, xenofobia; las mujeres segregadas;
Anaxágoras condenado y exiliado; Sócrates, muerto.
Todo esto ocurrió en Atenas, la más libre de las ciudades griegas.
Es por tanto evidente que no se trata en realidad de “comparar” lo
griego y lo moderno, que nada tienen de comparable y sería pueril
compararlos; mucho menos se trata de edulcorar o justificar a los griegos
ante nosotros mismos, pues no debemos defenderlos de ninguna
acusación extemporánea. Se trata de focalizar lo incomparable y asumir
la diferencia. Solo así podremos adoptar una actitud que nos permita
escuchar lo que ellos, los griegos, tienen que decir y no simplemente lo
que nosotros esperamos que digan.
Pues lo cierto es que si por casualidad alguien esperase encontrar en
su lectura de algún pensador griego antiguo alguna obviedad del tipo:
sobre sí mismo, sobre su cuerpo y sobre su espíritu, el individuo es
soberano, evidentemente se verá defraudado no solo porque no la
encuentra, sino porque encuentra precisamente la obviedadt4 contraria.
La encuentra, por ejemplo, leyendo algún tratado de Aristóteles. Pero
es que Aristóteles no habla de individuos soberanos; no habla de libertad
individual; no habla de derechos y garantías. Habla de otras cosas, cosas
muy llamativas.
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1.
“Cada pólis es, como vemos, una cierta comunidad, y cada comunidad se
forma para alcanzar un cierto bien” (1252a).
Así empieza la obra, con una evidencia, característicamente griega,
que a nosotros nos resulta no evidente sino llamativa: en “cada pólis” que
vemos –la vemos, y no vemos solo una–, estamos viendo a la vez un
cierto tipo de comunidad.
Aristóteles ve un mundo en el que Atenas es una comunidad, Corinto
es una comunidad, Esparta es otra comunidad, etcétera. En su campo de
visión no cabe la idea de una “supracomunidad” que subsuma u organice
la pluralidad de comunidades distintas, la cual permanece por ello
irreductible.
No hay más allá. La pólis es el techo de la investigación aristotélica.
Pero la pólis no es otra cosa que las distintas póleis, una aquí y otra allá,
cada una con su propia consistencia y su propia redondez; con sus meses
y lunas y calendario propio; cada una soberana del tiempo y del espacio.
En Grecia no hay el tiempo singular. No hay el espacio singular. No
hay el mundo global. No hay “la” pólis.
No hay, en definitiva, un todo universal que subsuma las partes. La
pólis no es parte de un todo mayor, sino es el “todo” ella misma; es cada
una el “mundo”, sin que haya “mundo” alguno por encima; y esto, hay
que decirlo, nos cuesta mucho entenderlo.
Ahora bien, no sería correcto inferir de esta primera línea de
Aristóteles que “el mundo griego” estaba fragmentado. Nos parece
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aspiración. Eso por lo que hacemos todo lo que hacemos; eso por lo que
respiramos, nos alimentamos y trabajamos. Nada más y nada menos.
Qué es, en qué consiste la “comunidad suprema”. Esta es la pregunta.
Ya la propia cuestión del “bien” o el “fin” como claves del misterio de
una cosa tendría que darnos que pensar. Ahora bien, si proseguimos con
la lectura encontramos varias frases (p.e. 1253a 19ss.; 1324a 5ss.; 1337a
26ss.) que no solo nos dan que pensar, sino que nos hacen pensar de
hecho que, si en Grecia había libertad, era muy extraña y muy salvaje:
1. La pólis es anterior y prioritaria respecto a “cada uno de nosotros”,
pues el “todo” es en efecto “anterior y prioritario” respecto a las
partes, tal como el cuerpo es “anterior y prioritario” respecto a la
mano.
2. Es indudable que la “felicidad” de “cada uno” es la misma que la
“felicidad” de la pólis. (Es más, lograr el bien de los “grupos y las
ciudades” es “más hermoso y más divino” que lograr el de “uno”
solo, cf. EN 1094b10)
Esto podrá ser ciertamente una piedra basal en el edificio del
pensamiento griego antiguo, pero es también la piedra con la que un
moderno se da de bruces; es la razón –o una de las razones– por las que
Constant dijo en su conferencia que las “antiguas repúblicas” no deben
imitarse nunca, pues una cosa son los antiguos y otra los modernos.
2.
Hemos visto que cada pólis es por su parte una comunidad “total” que no
se subsume en nada mayor, sino que subsume ella misma las demás
formas de vida en común.
“Total” tenía aquí no un sentido laxo, sino robusto y fuerte.
Para articular una noción fuerte de totalidad, Aristóteles dedica
algunos pasajes de la “Metafísica” (1023b-1024a, 1034b-1036b, 1041b-1044a)
a la aclaración de la diferencia que hay entre –digamos– un montón de
arena y la sílaba ‘sa’. No son lo mismo. No son la misma unidad ni la
misma totalidad.
En el caso del montón de arena, la unión de los granos de arena es
accidental; no es en verdad unión, sino amontonamiento que no
responde a forma alguna. En un montón el “todo” no es nada por encima
de las partes, sino que se reduce a la suma de las partes. Los granos de un
montón de arena, por mucho que estén reunidos, no están en verdad
unidos, sino tan solo yuxtapuestos.
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3.
Decíamos que la comunidad “política” es (o ha de ser) “una” no en el
sentido débil del montón de arena, sino en el sentido robusto de la
sílaba. Esto implicaba –la ilustración del cuerpo lo dejó claro– que ha de
haber algo que la pólis haga en tanto que entidad una e íntegra, no en
tanto que suma o agregado de individuos; implicaba asimismo un
objetivo común al que la pólis tiende en tanto que es en verdad una
comunidad. De la efectiva presencia de esta actividad y este objetivo
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Aristóteles hace depender el que estemos ante una pólis y no ante otra
cosa.
En el libro tercero de “La política” (1280b-1281a) se distinguen
determinados modos de asociación que son solamente eso: asociación,
no comunidad.
Si construyendo un muro trazásemos un círculo en torno a distintas
ciudades; si en un territorio dado las familias se uniesen mediante
casamientos; si sumásemos fuerzas para constituir una alianza militar, no
por ello tendríamos una pólis. Tampoco si dos comunidades distintas
estableciesen acuerdos comerciales entre sí dejarían de ser dos completas
extrañas, pues no por eso participarían de lo mismo.
Ni el territorio amurallado ni los intereses comerciales ni la endogamia
ni el respaldo mutuo bastan para que haya comunidad “política”, ya que
ni el territorio ni los intereses unen vitalmente, inexorablemente, a
perpetuidad.
Vivir en el mismo sitio no significa nada. Intercambiar bienes no une
sino que constata desunión. Tiene que haber algo más para decir con
fundamento: esto es una pólis y no, por ejemplo, un emporio. Algo más
que alianzas bélicas, tratados comerciales y enlaces matrimoniales; algo
más que vivir en el mismo sitio o hablar el mismo idioma.
¿Qué se necesita? ¿Qué ha de haber si todo eso es necesario, desde
luego, pero en ningún caso suficiente?
Dijimos que ha de haber una finalidad común, un objetivo que la
comunidad suprema persiga en tanto que comunidad suprema. Este fin
no puede ser la procreación ni la preservación, pues esos son el fin del
matrimonio y de la casa respectivamente. No puede ser tampoco la
protección mutua, pues este es el fin propio de la alianza militar. Ni el
interés en cambiar cosas, que es el objetivo del acuerdo comercial.
Cada forma de comunidad –la casa, la villa– tiene su fin; incluso las
asociaciones no comunitarias tienen un fin; pero, por lo mismo que las
formas de vida en común eran comunidades parciales, no supremas, sus
fines también serán parciales: estarán subordinados al fin propiamente
dicho, el fin de la comunidad propiamente dicha, la más acabada de
todas, la comunidad suprema, la comunidad total. Y este fin –aquí
contenemos el aliento; aquí encontramos otra piedra con la que
tropezamos– no es otro que la vida buena o bella o feliz.
Esa gente está unida por amor a la vida buena o bella o feliz.
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propia con excelencia (esta es otra de las ideas que expresa a menudo
Aristóteles), entonces el hombre solo es propiamente, plenamente
hombre cuando realiza excelentemente esa obra o esa función que no es
sin más vivir, sino vivir logrando la vida.
Lo primero es para Aristóteles pura y simplemente la vida mecánica y
dormida; útil, ciertamente, pero, por eso mismo, abyecta y mezquina.
Lo segundo es la vida inútil y ociosa que, por inútil y ociosa, es libre,
pues no sirve a ninguna otra cosa.
Esa vida inútil y ociosa, no servil, sino libre, es el fin supremo, por lo
que todo lo demás (la casa, la alianza, el comercio) ha de subordinársele.
De modo que la pólis que se precie de serlo ha de tener leyes que no
solo no impidan, sino que promuevan que el conjunto haga lo mejor que
en conjunto puede hacerse.
Un coro, un baile, una fiesta; un “pasar-el-tiempo” en el que el tiempo
mismo es relevante.
La fiesta es el momento en el que los mortales olvidan sus aprensiones
y fatigas ordinarias y hacen algo tan logrado, lo más logrado, que hasta
los inmortales vuelven sus lejanísimos ojos del cielo a la tierra.
En las fiestas, los ciudadanos se miran los unos a los otros; los jóvenes,
los viejos; todas las edades; en los días de fiesta el cuerpo político se
celebra a sí mismo bailando un mismo baile en orden y armonía; la
comunidad respira y repara los vínculos que la vida diaria deteriora; se
sacude de encima el polvo de las rencillas y las envidas cotidianas;
despierta, se desentumece; la sangre fluye con fuerza otra vez a través de
los vasos comunicantes y la pólis resplandece como salida del baño,
como recién nacida, como la primera vez.
Esto “pasa” en esos “pasatiempos” que menciona Aristóteles cuando
habla de la “vida buena”: pasa no esto o lo otro, sino el pasar esto y lo
otro mismo.
Grecia era una fiesta. Parentescos, banquetes, pasatiempos de la vida
en común (diagogaì toû suzên, 1280b37). En esto consiste el vivir bien.
Esto es la vida bella; la vida que obra –y es obra– de la philía, dice
Aristóteles. La philía, ese vínculo inextricable y fatal que no puedo
desechar sin desecharlo a la vez todo.
Bien; si este es el objetivo; si está para eso, entonces la pólis no solo
consiste en despejar un claro en el medio del bosque de casas, sino
también en liberar un tiempo de interrupción, holgura, descanso y
dilatación en el que hacer lo que las mil servidumbres de la casa y la
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4.
¿Acaso no es fascinante? Las flores en el pelo, la luz en los ojos; las
madres del futuro bailan siguiendo a Hagesícora. Atenas se despierta y
“filosofa”.
¿No es también espantoso? Quedarse fuera de ese coro suponía perder
no solo un paisaje familiar y algunos rostros conocidos, sino perderlo
todo.
No en vano nos dicen que los griegos concebían el exilio como una
muerte en vida, pues, sin contexto, sin comunidad, el hombre es como
una pieza sin juego, es como el dedo muerto de una mano: no es hombre
más que de nombre.
Puede que en la segunda mitad del siglo IV a. C. todo esto fuese ya
algo anacrónico; puede Aristóteles hable de un mundo que se ha
desvanecido o está en trace de hacerlo; puede que sean los estertores del
final, las lechuzas que escriben al son de la catástrofe; puede que algo así
sean Platón y Aristóteles.
Al fin y al cabo, los coros ciudadanos han bailado ya su baile hasta el
agotamiento. El propio Aristóteles dice que “ahora” la “música”, o sea, la
poesía, los bailes y los coros, no es más que un recreo placentero.
Demóstenes está escupiendo por su parte sus insultos a los atenienses
(hipócritas, serviles, sobornados). Algunos personajes lúcidos se jactan
de no tener ya patria ni amigos ni comunidad (sin casa, sin patria, sin
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