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El Bebé Americano del Jeque

Holly Rayner
Copyright 2017 Holly Rayner

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el permiso explícito por escrito del autor.

Todos los personajes representados en esta obra de ficción son adultos mayores de
edad y en edad de consentimiento sexual. Cualquier parecido con personas reales,
vivas o muertas, negocios específicos, eventos o lugares concretos es pura
coincidencia.
Índice

UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISÉIS
DIECISIETE
UNO

Lucie se quedó mirando el techo, incapaz de dormir. Deseaba atribuirlo a la


emoción, pero sabía que no era así.
El jet lag. Algo que nunca antes había experimentado. Mientras crecía, las
vacaciones familiares siempre habían consistido en excursiones para acampar a la
orilla del lago situado a dos horas en automóvil. Nunca había estado lo bastante
lejos de casa para necesitar ajustarse a una zona horaria distinta.
Pero ahora, aquí estaba. Al otro lado del planeta, totalmente fuera de su
elemento.
Saltó la alarma de su teléfono y Lucie suspiró mientras alargaba la mano
para silenciarla. Retiró la manta y se dirigió hacia la ventana. Al abrir las cortinas,
permitió que el brillo del amanecer iluminara el suntuoso dormitorio en el que
había pasado la noche, intentando descansar un poco antes del que sería el día más
importante de su vida académica y, muy posiblemente, el inicio de su carrera
profesional.
Había pensado mucho en Al-Brehoni. Había visto innumerables fotografías
de todas sus ciudades y del patrimonio histórico correspondiente a los diferentes
periodos históricos. Como estudiante de arqueología que preparaba su tesis de
doctorado sobre la pequeña nación de Oriente Medio, se había centrado siempre
en la antigua Al-Brehoni. Pero, al contemplar la ciudad bañada por el aire aún
fresco de la mañana, antes de que el sol abrasara las calles e hiciera la vida más
difícil para todos los que transitaban bajo su ardor, Lucie no pudo evitar pensar
que también podría haber empleado más tiempo en conocer la moderna Al-
Brehoni.
La forma en que se mezclaban lo antiguo y lo nuevo en la ciudad era
impresionante. Harvard, donde había pasado los últimos cuatro años, poseía su
propio tipo de historia. Tenía sus tradiciones y decían que eran antiguas, aunque la
universidad se hubiera fundado hacía tan solo unos cientos de años. En Al-Brehoni
la historia adquiría una dimensión completamente diferente.
A través de la ventana alcanzaba a ver la parte antigua de la ciudad. Sabía
por las piezas históricas que se habían recuperado allí que la ciudad había estado
habitada de forma continuada desde antes de que se empezara a registrar la
historia. Las cosas que había visto esa tierra...
Y, sin embargo, justo a su lado se elevaba un conjunto de rascacielos,
testigos del progreso que Al-Brehoni había realizado en los últimos años.
Cautivada por la vista, Lucie podría haberse quedado allí otra hora o
incluso más. Pero se vio interrumpida por el sonido del teléfono del hotel.
Caminó hacia él, sintiendo simultáneamente curiosidad y un poco de miedo
por si algo había salido mal. Con todo el trabajo que le había costado llegar hasta
allí, a veces no podía evitar sentirse como una impostora, temiendo que en
cualquier momento la arrastraran fuera de su fastuosa suite y la enviaran de vuelta
al barrio obrero donde había crecido.
—¿Hola?
Su voz sonaba aturdida debido al sueño inquieto del que había estado
entrando y saliendo durante toda la noche, pero la voz al otro lado de la línea no
pareció notarlo.
—¡Lucie! ¿Estás despierta?
Hizo un gesto de exasperación y se mordió la lengua para no decir algo
sarcástico.
¡Ah, Zach! Se había sentido encantada cuando le comunicaron que uno de
los estudiantes de doctorado de Harvard no era otro que el hijo del afamado
equipo de arqueólogos formado por el matrimonio Millard. Pero la emoción por
tener un apellido tan prestigioso como compañero había desaparecido a los pocos
minutos de conocerlo en persona.
—Sí, acabo de despertarme. Nos vamos dentro de una hora, ¿no?
Casi podía oír a Zach suspirando al teléfono. Se imaginó la cara que, sin
duda, estaba poniendo: juguetona, paternalista y bien ensayada.
—El avión sale en una hora. Se supone que debemos marcharnos del hotel
ahora.
Inmediatamente, el corazón de Lucie se aceleró. Sacó su teléfono y lo miró.
—Pero si son las cinco y media. Pensé...
—Son las seis y media. No has quitado el modo avión del teléfono desde la
última escala, ¿verdad?
A Lucie se le cayó el alma a los pies. No había pensado en ello cuando
aterrizaron y se registraron en el hotel. Se había sentido demasiado cansada del
viaje, deseando únicamente un poco de paz y tranquilidad.
Pero claro, este era el mundo de Zach. Él nunca cometería ese error.
—No te preocupes por eso —estaba diciendo. Palabras de consuelo, si no
fuera por el tono condescendiente con el que había logrado impregnarlas.
Lucie no quería oírlo. Era el día más importante de su vida y ya iba con
retraso.
Colgó el teléfono y reunió sus pertenencias a la velocidad de la luz. Después
se apresuró por las escaleras hacia el automóvil que los estaba esperando en el
exterior del hotel, dejando atrás a Zach.
—Hola, dormilona —saludó, tocándola en el hombro mientras se deslizaba
al interior para sentarse a su lado y cerrar la puerta.
Lucie odiaba que hiciera eso.
Cuando se matriculó en el doctorado, una de las cosas que más le habían
preocupado había sido las pocas oportunidades que tendría de trabajar con otros
estudiantes. Anteriormente, tener clases en común le había permitido hacer amigos
y, si algo había aprendido era precisamente que hacer amigos resulta
imprescindible cuando intentas abrirte camino en un mundo en el que no has
nacido. Pero, cuanto más tiempo pasaba con Zach, más le parecía que pasar tiempo
con otros estudiantes estaba sobrevalorado.
—No estaba durmiendo —replicó, tratando de defenderse mientras el
automóvil abandonaba el estacionamiento y se perdía entre el tráfico.
De nuevo apareció esa mirada juguetona de Zach, aunque Lucie apenas la
vio. Sus ojos estaban absortos en la ciudad que pasaba volando por las ventanillas.
Parecía una ciudad distinta de la que había contemplado desde la ventana
de la planta alta del hotel, y muy diferente del aspecto que tenía cuando llegaron la
noche anterior en medio de la oscuridad. La noche anterior había sido una locura
de gente apresurándose. Al igual que la mayoría de los países de la región, Al-
Brehoni tenía el horario cambiado con respecto a los occidentales. La gente tendía a
levantarse más tarde, y también a permanecer en las calles hasta mucho más
entrada la noche.
A esta hora de la mañana las calles estaban llenas de comerciantes.
Cuadrillas ambulantes de hombres uniformados recogían la basura y podaban los
arbustos de las medianas.
Lucie era vagamente consciente de que Zach estaba diciendo algo. Estaba
demasiado ensimismada en el mundo que atravesaban a toda velocidad para
escuchar con atención.
—¿Qué? —preguntó, tal vez dejando traslucir demasiada irritación.
—¡Oh, vaya! Nunca te habría tomado por alguien que despertara tan mal
por las mañanas.
Fingió ofenderse. Estaba convirtiendo la irritación de Lucie en un juego.
Todo lo que ella decía le servía de excusa para soltar un pequeño chiste privado,
como si estuviera tratando de crear un almacén de recuerdos compartidos que
desplegar más adelante delante de extraños y probar que había una conexión entre
ellos.
Lucie suspiró. Se trataba de un viaje importante. Estaba tan cerca de
terminar su doctorado que casi podía saborearlo. No podía permitir que su
irritación hacia su compañero de estudios lo arruinara todo.
Se volvió hacia él, echando mano de los recursos que había perfeccionado
para sobrevivir a estos encontronazos a lo largo de los años. Tenía que permanecer
neutral. No dejar traslucir nada.
Sonrió cortésmente, pero no demasiado cortésmente.
—Lo siento, supongo que a veces estoy un poco tensa por las mañanas.
Era una mentira, pero una mentira necesaria. Si admitía que estaba nerviosa
o que se había sentido confusa a causa de su error, Zach se aferraría a ello.
—¿Qué es lo que estabas diciendo? —continuó—. Estaba un poco distraída.
—¿Distraída? —preguntó él en tono bromista—. ¿Por qué, por los obreros?
¿Es eso lo que te gusta?
Jocosa, presuntuosa, y solo ligeramente grosera. La frase llevaba la firma de
Zach en todas sus palabras.
Lucie le lanzó la mirada que mejor expresaba la poca diversión que sentía y
el sinsentido del asunto.
—Por la arquitectura. —Y entonces, como sabía que probablemente su
siguiente movimiento fuera burlarse de ella por su falta de experiencia en viajes, se
adelantó—. Nunca antes había salido de Estados Unidos, así que todo me resulta
muy interesante, como te puedes imaginar. —Sabía que Zach estaba buscando la
forma de aconsejarla. Debía continuar y decir algo rápidamente—. Y espero que
me perdones, pero, como tú dijiste, no soy una persona de mañanas. Y estoy tan
cansada... ¿Te importa si me duermo un poco mientras vamos al aeropuerto?
Aquello funcionó. El hecho de que pidiera permiso de esa forma
ligeramente modesta se convirtió en un ruego que Zach no pudo rechazar.
Un poco de paz, por fin.
Sabía que se dirigían a un avión privado. Anteriormente, solo había viajado
en aviones comerciales en dos ocasiones y ahora iba a dar el salto a un avión
privado.
Parecía una extravagancia, muy similar a lo que había pensado del hotel.
Pero no era responsabilidad de Lucie decirle al Fondo de Asistencia a la
Investigación Al-Brehoni cómo gastar su dinero. Si querían agasajar a los
estudiantes que los visitaban dejándolos probar la vida de lujo, muy bien; no era
algo de lo que se fuera a quejar.
Había esperado encontrar controles de seguridad al llegar al aeródromo,
pero, cuando abrió los ojos, se sorprendió al descubrir que su automóvil se había
detenido justo en la pista de aterrizaje.
—Su carruaje espera —estaba diciendo Zach con el obligado gesto
empalagoso.
Lucie sonrió sin querer. A veces, cuando se olvidaba de quién era, Zach
podía ser casi encantador.
Casi.
Si iban con retraso debido al error de Lucie, nadie dijo nada. Todos fueron
muy educados. Un asistente de vuelo subió con ella las escaleras y la condujo al
interior del cómodo avión privado.
Para Lucie resultaba violento que todo el mundo la ayudase con sus
pertenencias. Le parecía que debía impedirlo. Sentía todo aquello como una
imposición. Pero el calor de aquel día, que ya empezaba a apretar, consiguió que
agradeciese que hubiera alguien esperando para transportar su equipaje.
Zach, por su parte, se sentía muy cómodo en su papel. Y se notaba. Dar
órdenes a los que tenía alrededor en lugares exóticos era más o menos su hábitat
natural, y no parecía hacer ascos a todas las personas que zumbaban en torno a él
para servirlo.
Ya dentro del avión, Lucie se alegró al comprobar que disponía de amplitud
suficiente para que Zach y ella pudieran disfrutar de su propio espacio personal. Y,
sin embargo, tal y como debería haber pronosticado, no iba a ser así. Cuando se
sentó en una de las mesas de la parte trasera y comenzó a sacar sus libros,
descubrió que Zach no tenía ningún escrúpulo en acercarse y sentarse con ella.
—Bonito avión —comentó—. Un poco pequeño. Pero supongo que es solo
una hora de vuelo.
Advirtió que Zach elevaba el tono de voz solo ligeramente, lo suficiente
para hacerse oír por encima del ruido de los miembros de la tripulación, que
hablaban en árabe entre ellos mientras preparaban todos los sistemas para
despegar y hacían las últimas comprobaciones.
—Sí... —dijo Lucie y, acto seguido, bajó la mirada.
Tenía ante sí una guía de referencia del árabe hablado en la región del Golfo
Pérsico. Era un buen manual, un libro que pretendía estudiar con detenimiento
durante todo el vuelo hacia el yacimiento.
Había estudiado árabe durante años. Era un requisito para su licenciatura,
un requisito incluso de admisión en el programa. Pero cuando comenzó a estudiar
árabe, había aprendido la variante hablada en el norte de África y se había
justificado pensando que acabaría estudiando allí.
No fue hasta más adelante que conoció el floreciente renacimiento
arqueológico que estaba teniendo lugar en Al-Brehoni, ahora que el príncipe
coronado había comenzado a abrir excavaciones que anteriormente habían estado
fuera del alcance de los arqueólogos. Aunque nunca había esperado poder
participar en persona en una excavación en Al-Brehoni, se había abalanzado sobre
la posibilidad de cambiar el tema de su tesis.
Así que aquí estaba Lucie, con todos sus conocimientos de la variante
errónea de árabe. Había empleado meses en volver a aprender el idioma, pero las
diferencias a veces eran muy grandes, y agradecía contar con esta oportunidad de
revisar unos pocos conceptos antes de ponerse en ridículo delante de sus
anfitriones en la excavación arqueológica.
Pero apenas abrió el libro, vio cómo la mano de Zach lo agarraba y lo
empujaba lejos de ella.
—¿Árabe? —gritó por encima del ruido de los motores al calentarse—. ¡Pero
si lo hablas fenomenal!
Lucie no pudo evitarlo.
—¿Por casualidad acabas de hacerme un cumplido? —inquirió, incrédula.
Se arrepintió inmediatamente. Estaba entrando en su juego. Los comentarios
de ida y de vuelta. Era exactamente lo que él quería.
Afortunadamente, un hombre trajeado los interrumpió, insistiendo en que
se abrochasen los cinturones de seguridad y prestasen atención a una breve
demostración de seguridad.
Y después ya estaban ascendiendo hacia el cielo. Zach parecía casi aburrido
con todo aquello, pero Lucie no permitió que aquello la abatiera. Escudriñó
emocionada por la ventana, contemplando cómo se alejaba la ciudad a medida que
un desierto aparentemente infinito se abría bajo ellos.
No iba a dejar que Zach le arruinara este viaje. No iba a dejar que nadie le
arruinara el viaje. Para esto había trabajado toda su vida e iba a aprovecharlo al
máximo, contra viento y marea.
DOS

Lucie sabía que el vuelo duraba una hora, pero, mientras se preparaban
para aterrizar, le pareció que había sido mucho más corto. Se las había ingeniado
para que Zach la dejara tranquila y repasar el árabe que necesitaba tan
desesperadamente, a pesar de la insistencia de su compañero en decir que, de
todos modos, todos hablarían inglés.
Cuando el avión aterrizó, Lucie sintió cómo su emoción contenida
comenzaba a burbujear hacia la superficie. Había intentado reprimirla durante las
últimas semanas, desde que recibiera la confirmación de que efectivamente iba a
viajar a este lugar. Había intentado no hacerse ilusiones y había rebajado sus
expectativas.
Pero, ahora que ya estaba allí, comprendió que no debería haberse
preocupado. Era increíble. Le pareció que había sido transportada en el tiempo. Sí,
estaban en un aeródromo, pero era polvoriento y remoto, básicamente un pedazo
de tierra apisonada. El cercano y destartalado edificio tenía aspecto de haberse
construido siglos atrás.
Una vez terminado su trabajo, la tripulación del avión se estaba preparando
para ponerse en marcha de nuevo. Arrojaron sin contemplaciones el equipaje de
Lucie y Zach al suelo y volvieron a sus puestos. Apenas se habían apagado por
completo los motores cuando ya estaban de nuevo en funcionamiento, y el avión
rodaba hacia la pista de despegue improvisada.
No es que a Lucie le apenara ver alejarse aquel brillante avión privado.
Parecía fuera de lugar, teniendo en cuenta que veía más cabras que vehículos.
De hecho, después de examinar el mundo que se abría a su alrededor, solo
vio un automóvil.
Estaba distante y, de momento, solo se apreciaba un rastro de polvo. Se
colocó las gafas de sol para protegerse los ojos de la luz deslumbradora del
violento sol, pero aun así tuvo que mirar de reojo para poder ver.
—¿De verdad se van a limitar a dejarnos aquí? —preguntó Zach, y Lucie
percibió un indicio de incertidumbre en su voz.
—Bueno, seguro que estaremos bien —contestó ella, con el atisbo de una
mueca cómplice en los labios—. Todo el mundo habla inglés, ¿cierto?
El auto que se dirigía hacia ellos resultó ser un todoterreno cargado con tres
arqueólogos que condujeron hasta el aeródromo y los saludaron. De hecho, para
irritación de Lucie y para alegría apenas contenida de Zach, hablaban un inglés
perfecto.
—¿Tuvieron que abandonar el yacimiento para venir a buscarnos? —
preguntó Lucie, mientras Zach y ella se subían al todoterreno. Estaba ligeramente
preocupada por haber interrumpido su trabajo.
El arqueólogo jefe, el profesor Hasseb, era un árabe de cierta edad con
aspecto amable y bigote plateado. Hizo un gesto de negación mientras arrancaba el
todoterreno.
—Estábamos volviendo de la ciudad. Hay probabilidades de que se avecine
una tormenta y queríamos asegurarnos de tener todo lo necesario en el
campamento, por si se bloquean las carreteras.
Ante la mención de tormentas, Lucie vio que Zach examinaba el horizonte,
como si esperase ver una enorme y ondulante nube de polvo dirigiéndose
directamente hacia ellos. Pensó que era muy propio de Zach preocuparse por el
tiempo.
Toda su vida Lucie había soñado con ser arqueóloga. Al principio, sus
padres la habían apoyado. Después, cuando empezó a dedicar todo su tiempo a
estudiar hasta el punto de que nunca tenía tiempo para encontrar el hombre con el
que esperaban que se casara o los nietos que esperaban que tuviera, habían
mostrado un apoyo un poco menos entusiasta.
Todo el mundo había intentado disuadirla, como si pensaran que
simplemente había visto Indiana Jones demasiadas veces de niña y se hubiera
obsesionado un poco.
Lucie había creído que las cosas mejorarían en el mundo académico, pero
solo habían mejorado ligeramente. En Harvard, entre aquellos que dedicaban su
tiempo a escribir trabajos sobre nuevas interpretaciones de objetos que ya
descansaban en los museos, su entusiasmo por salir a hacer trabajo de campo había
sido ampliamente recibido con burlas. Ya aprendería, le dijeron. Saldría y
descubriría que una excavación no era ni por asomo del color de rosa que ella
había supuesto. Las implicaciones parecían ser que era imposible sin una
financiación enorme y un equipo consolidado que te hicieran la vida más fácil.
Pero ahora, mientras escuchaba a los tres investigadores hablar del
funcionamiento diario del campamento arqueológico que habían montado y los
planes para trazar la cuadrícula del cuadrante noreste de la excavación, Lucie supo
que ella tenía razón.
Los arqueólogos eran dos hombres de Al-Brehoni y una mujer francesa,
pero inmediatamente sintió que eran como parte de su familia. Hablaban
animadamente de su trabajo, de una forma en que Lucie nunca había oído hablar a
nadie más, excepto a ella misma. Hablaban sobre las personas que habían vivido
en la ciudad que estaban excavando como si fuesen sus vecinos o sus amigos.
Lucie pertenecía al grupo. Descubrió que por fin pertenecía a un grupo.
Pero no tuvo oportunidad de disfrutar mucho tiempo de la cálida sensación
de haber encontrado a su gente. Nada más llegar al campamento, en cuanto el
profesor Hasseb comenzó a presentarlos a los demás investigadores que trabajaban
en la excavación, un hombrecillo con gafas y aspecto de funcionario se acercó al
profesor Hasseb y comenzó a hablar con él en árabe, en un tono rápido y cortante.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Zach en voz baja.
—Eh… Dice que la tormenta se mueve más rápido de lo que esperaban y
que el pronóstico del tiempo asegura... —Lucie intentó concentrarse. Era difícil
entender a aquel hombre—. Es algo sobre categorías. La tormenta de arena es una
categoría diferente. O algo así. Dice que va a ser imposible trabajar en el lugar de la
excavación, y... —Perdió de nuevo el hilo de la conversación y deseó haber
estudiado un poco más el árabe de los países del Golfo.
—¿Algo sobre la ciudad?
—Pueblo —corrigió la mujer francesa, cuyo nombre había quedado
sepultado en el cerebro de Lucie bajo el aluvión de presentaciones que acababan de
producirse. ¿Era Christine? ¿O Christina?—. Dice que todos tendremos que salir de
aquí. La tormenta ha ganado velocidad y es peor de lo que pensábamos. No
podemos esperar a que amaine aquí afuera.
Lucie se sintió como si el viento acabara de derribarla. A su alrededor se
desplegaba una actividad frenética mientras el profesor Hasseb ordenaba a todos
que hicieran el equipaje, pero para Lucie era como si el mundo se hubiese
detenido.
Solo disponía de una semana en la excavación y ahora se la estaban
arrebatando. Había oído noticias de tormentas que cerraban las excavaciones
durante días y dejaban todo lo que quedaba atrás en un estado tal que era difícil
devolverlo a su estado anterior, y el progreso en la excavación básicamente se
paralizaba durante semanas.
Esta era la única oportunidad que tendría de conseguir toda la información
que necesitaba para su tesis. Había extrapolado, basándose en la ubicación de los
fragmentos, que este lugar había sido antiguamente un centro desconocido de
producción de cerámica. Pero sin tener acceso a todo el lugar y sin la posibilidad
de ayudar a excavar y encontrar más fragmentos, ¿cómo iba a probarlo?
Zach estaba hablando, pero ella había desconectado. En ese momento no
necesitaba escucharlo.
El profesor Hasseb mencionó que iba a esperar a que amainara la tormenta
en un hotel del pueblo más cercano y se ofreció a llevarlos con él. Zach aceptó
inmediatamente, pero Lucie dudó. Sería como rendirse.
Zach respondió que Lucie también iría, y el hombre mayor continuó con su
trabajo. Estaba demasiado ocupado para preocuparse por una pareja de
estudiantes que iban a perder todo por lo que habían trabajado.
—¿Por qué has hecho eso? —Lucie oyó cómo rechinaban las palabras al salir
de su boca. Sonaban guturales. Enfadadas.
Debía de tener un aspecto furioso, porque Zach parecía verdaderamente
incómodo. Tartamudeaba, intentando encontrar las palabras para replicar, pero se
vio interrumpido por un lujoso todoterreno SUV que se detuvo a su lado.
El resto de los habitantes del campamento apenas parecieron darse cuenta.
Estaban demasiado ocupados recogiendo todo en previsión de la tormenta que los
invadiría.
La brillante superficie negra del vehículo parecía fuera de lugar en medio
del polvoriento desierto azotado por el viento. La figura del conductor saliendo del
vehículo atrajo la atención de Lucie. Si ya el automóvil parecía fuera de lugar,
aquel hombre lo parecía aún más. Todos los demás llevaban ropa informal. Hasta
donde alcanzaba la vista, todo eran camisetas y pantalones cortos. Pero este
hombre lucía un uniforme de aspecto oficial, con algo escrito con caligrafía árabe
en unas charreteras tan ornamentadas que Lucie no alcanzaba a entenderlo.
—¿Señorita Milligan, señor Millard?
Notó que Zach asentía a su lado mientras ella recuperaba la voz.
—Somos nosotros.
El hombre asintió bruscamente con la cabeza, como si estuviera orgulloso de
haberlos identificado correctamente en medio del alboroto del campamento.
—Ustedes dos vendrán conmigo.
TRES

Lucie quería protestar, pero Zach se adelantó, diciéndole al extraño que no


irían a ninguna parte con nadie que no se identificase antes.
Zach era todo palabrería y acaloramiento, y el hombre parecía saberlo. No
se rebajó a responder a la indignación de Zach y se limitó a abrir la puerta del
pasajero.
El sol era tan brillante que impedía distinguir el interior. Lucie solo pudo
entrever que el interior del SUV aparentemente estaba diseñado de forma muy
parecida a una limusina, con un conjunto de asientos situados en el sentido
contrario a la marcha y el contorno de una figura sentada en ellos.
Parecía que la tormenta ya casi estaba encima de ellos y empezaba a resultar
muy difícil seguir de pie en el exterior. Los vientos estaban arreciando y eran
mucho más evidentes ahora que cuando aterrizaron, hasta el punto de que los
mechones del cabello rubio de Lucie le golpeaban el rostro como látigos y sentía
que el polvo empezaba a cubrirle la piel.
«Deja que discuta Zach», pensó. Estaban completamente a merced de los
habitantes de su país anfitrión y, de todos modos, era poco probable que pudieran
diferenciar lo bueno de lo malo en una situación como esta.
Así que entró.
El aire en el interior del automóvil era mucho más fresco que en el exterior y
Lucie descubrió que parecía sudar mucho más que cuando estaba expuesta al
viento caliente. Sudorosa y sucia en ese espacio tan lujoso, empezó a sentirse tensa
y avergonzada.
Se acomodó en uno de los asientos situados en sentido contrario a la
marcha, evitando acercarse al hombre que lucía un elaborado atuendo típico de
Oriente Medio.
Cuando lo miró furtivamente, de repente Lucie sintió que empezaba a sudar
por un motivo completamente distinto.
—Señor... —dijo, y entonces su voz se apagó. ¿Debería haber dicho
«Alteza»?
—¿Qué está pasando? —Oyó preguntar a Zach mientras entraba detrás de
ella y cerraba la puerta—. ¿Quién es?
Lucie deseaba responder, pero en ese momento no creía que fuera a recitar
correctamente todos sus títulos. En lugar de eso, buscó en su bolsillo y extrajo unas
monedas. «La más grande servirá», pensó.
Le pasó la moneda a Zach y contempló la mirada de desconcierto que
apareció en su rostro mientras el automóvil abandonaba el campamento. No
parecía creer lo que estaba viendo y continuó alternando su mirada entre la imagen
de la moneda y el hombre que estaba sentado en el automóvil, como si el parecido
fuera a desaparecer si continuaba comparándolos.
Con la puerta cerrada y el mundo excluido del interior del vehículo por los
cristales densamente tintados, fue fácil olvidarse de la amenazadora tormenta.
Aquí todo estaba tranquilo. Incluso en paz, se podría decir.
—Así que usted es... —comenzó Zach, pero, al igual que le había sucedido a
Lucie unos momentos antes, su voz se desvaneció.
—Sí —respondió el hombre—. Soy el jeque Abdul al Syed bin Rahji. Quería
aprovechar la oportunidad de darles la bienvenida a ambos a mi país, así como
disculparme por las condiciones meteorológicas y el retraso que estas han causado
en sus estudios. Ustedes son los primeros estadounidenses que participan en
nuestro programa de asociación académica y lamentamos que su estancia aquí
haya tenido un comienzo tan difícil.
—Bueno, no es que se pueda controlar el tiempo.
Una puntuación perfecta en los exámenes SAT. Admisión temprana en Yale,
un sobresaliente de media en el instituto e integrante del cuadro de honor de su
clase durante todos sus estudios de grado. Lucie había logrado todo eso de forma
rutinaria, pero ahora, cuando verdaderamente necesitaba que su cerebro
funcionara rápidamente, aparentemente esa fue la mejor ocurrencia que se le vino a
la cabeza. Lucie se moría de vergüenza.
Para su sorpresa, el jeque sonrió.
—Bueno, al menos todavía no.
Y entonces hizo algo inimaginable: guiñó un ojo.
Lucie se oyó a sí misma cuando soltó una risa rápida y perspicaz, y el rostro
del jeque, que tenía aspecto de estar moldeado en metal como si fuera una de sus
monedas, pareció cambiar cuando una sonrisa ancha también se extendió por él.
En ese momento pareció recordar su rango y su compostura se tornó más
seria.
—Deseo invitarlos a esperar a que amaine la tormenta en mi palacio. Hay
mucho espacio y probablemente les resulte una experiencia más gratificante que
intentar apretujarse en los hoteles del pueblo más cercano. Ciertamente, a estas
alturas los arqueólogos que ya están aquí lo habrán reservado todo.
—Por supuesto, nos sentimos muy honrados.
Por segunda vez en menos de un minuto, Lucie habló sin pensar. Aquello le
granjeó una mirada severa de Zach, que parecía molesto por no haber sido
consultado.
Pero Lucie estaba harta de él, el gran hombre del campus. Todos sus tutores,
todos los estudiantes a los que enseñaban en sus programas de estudio... Todos
parecían pensar que estaba impregnado de un poco de la divinidad arqueológica
de sus padres, a pesar de que ya llevaba dos años en Harvard cuando Lucie
apareció por allí. No parecía que a nadie le importara que, en todo el tiempo que
había estado allí, Zach apenas hubiera hecho progresos para terminar el doctorado.
Y ahora ni siquiera había reconocido al dirigente del país sobre el que
ambos estaban escribiendo sus tesis.
—¿Tienes algo que decir, Zach?
Lucie se dirigió a él directamente, desafiándolo a protestar. No podía
hacerlo y ella lo sabía. No delante de un monarca.
—No, por supuesto que no —replicó con tono herido.
El jeque pareció reaccionar al oírle.
—¿Y usted, supongo, es Zach Millard? —dijo.
Al ser reconocido, Zach pareció encontrar un lugar un poco más cómodo en
la conversación.
—¡Ah! ¿Ha oído hablar de mis padres?
El jeque asintió.
—Investigo a quién permitimos acceder a nuestros nuevos yacimientos
históricos. He oído hablar de un gran número de arqueólogos. Pero, por supuesto,
a ustedes los conozco por sus solicitudes para venir a trabajar aquí con nosotros
con el objetivo de terminar sus trabajos de doctorado. ¿Y sobre qué versa su tesis, si
se me permite preguntarlo?
Lucie no estaba segura de cómo sentirse con el rumbo que estaba tomando
la conversación. Por un lado, hablar con el jeque parecía dotar a la conversación de
un aire elevado. Era el hombre más poderoso del país. Al haber estudiado en
Harvard, y previamente en Yale, Lucie había entrado en contacto con un buen
puñado de personas importantes. Pero nunca antes se había cruzado con alguien
de la realeza. Según parecía, se trataba de una forma completamente diferente de
poder.
El jeque desvió su atención hacia Zach, ofreciendo a Lucie la oportunidad
de recuperar el aliento y reflexionar sobre el nuevo desarrollo de los
acontecimientos.
Si algo de lo que Lucie había aprendido en sus investigaciones sobre el Al-
Brehoni moderno era correcto, ser invitado al palacio del jeque era
extremadamente inusual, por no decir algo inaudito. El edificio tenía varios siglos
de antigüedad y la familia real de Al-Brehoni siempre había albergado una sana
desconfianza hacia la posibilidad de permitir que otros traspasaran sus muros.
Algunos estudiosos sospechaban que ese recelo había surgido con la matanza de
casi toda la dinastía, ocurrida alrededor del año 1130 d. C., cuando invitaron a los
gobernantes de los reinos vecinos a la celebración de una boda.
Lucie dejó que el sonido de la voz de Zach soltando una perorata llena de
palabrería sobre su tesis envolviera su vago conocimiento de la familia real de Al-
Brehoni. No habría podido decir con certeza si Zach sabía en realidad qué
dirección debería estar tomando su propia tesis. Era imposible defenderla ante un
tribunal examinador. Bueno, a no ser que tuvieran en cuenta su apellido...
Otra vez se estaba distrayendo. Lo que de verdad necesitaba era ver si podía
lograr que el jeque aceptara concederle una entrevista; la apertura de los
yacimientos arqueológicos del país después de décadas de permanecer prohibidos
era más interesante para mucha gente de lo que nunca lo sería su tesis. Por lo que
Lucie había leído (y había leído exhaustivamente sobre el tema), el jeque todavía
no había ofrecido ninguna explicación sobre sus motivos para propiciar tales
cambios.
Pero aquello tendría que esperar, ya que parecía que el jeque se había
cansado de oír cómo Zach vomitaba la telaraña confusa de datos que era su tesis.
Ahora estaba mirando a Lucie.
—Y en cuanto a usted, Lucie... ¿Lo he dicho bien? ¿Lucie?
Ella asintió.
—Sí, se escribe distinto, pero se pronuncia igual. Mis padres querían que
fuera única, pero no demasiado única.
De nuevo esa sonrisa. La sonrisa que hacía que pudiera ser cualquier
persona menos un rey.
—Eso es muy típico de los padres, creo.
Casi inmediatamente, Lucie se arrepintió de haber mencionado a sus
padres. El rostro del jeque apenas lo dejó traslucir, pero Lucie percibió un rastro de
tristeza al mencionar el tema.
Él se recompuso y regresó sin esfuerzo a su pregunta original.
—Tengo entendido que su tesis estaba relacionada con la cerámica.
Lucie asintió impresionada al comprobar que el jeque parecía implicarse
personalmente en las evaluaciones previas de los candidatos a su nuevo programa.
Esbozó su teoría exactamente de la misma forma en que lo había hecho
anteriormente en innumerables fiestas y pequeñas reuniones. Siempre que se
mencionaba que había empleado casi cuatro años en trabajar en un solo proyecto,
la gente tendía a sentir curiosidad.
Sin embargo, aquellos que preguntaban por su tesis normalmente solo
mostraban interés durante un minuto o dos, así que Lucie había reducido su
disertación a unas pocas frases relativas a la evidencia de la existencia de un núcleo
esencial de comercio y producción de cerámica especializada en el antiguo Oriente
Medio, y que esta excavación recientemente abierta en Al-Brehoni prometía ser ese
misterioso lugar.
Una vez terminada su breve explicación, se había acostumbrado a que esta
fuera recibida con un elogio superficial sobre lo interesante que era. Algunas
personas le preguntaban qué haría si resultaba que estaba equivocada y descubría
que había malgastado los últimos cuatro años de su vida intentando probar algo
que no era cierto.
Pero el jeque no dijo ninguna de esas cosas, y tampoco parecía que fuera a
cambiar de tema.
—Siga —dijo cuando se hizo evidente que la indecisión de Lucie no iba a
disiparse en un breve espacio de tiempo.
—¿Por dónde?
—Por ejemplo, ¿qué le hace pensar que este es el lugar en el que se
encuentran todas las evidencias para su tesis?
Lucie no había ensayado la parte siguiente. Había creado una estructura
para su trabajo. Los hallazgos. Lo que parecía una antigua versión de las marcas de
artesano normalizadas muy posteriormente, halladas en algunos fragmentos de
vasijas. La proliferación anormal de algunos tintes y métodos de cocido. Pero
nunca había explicado nada de esto a los legos en la materia. Aparte de su
supervisor, nadie antes se había mostrado realmente interesado.
Insegura de por dónde empezar, comenzó con el primer tema que había
investigado durante sus tesis. Lo tenía fresco en su cabeza, ya que había estado
corrigiéndolo y volviéndolo a corregir durante mucho tiempo, casi como si se
tratara de un tic nervioso, mientras esperaba para saber si había sido aceptada para
venir a Al-Brehoni.
Examinó su rostro detenidamente mientras hablaba, buscando cualquier
indicio de aburrimiento o confusión. Pero no había nada de eso. O era un actor de
mucho talento o estaba verdaderamente interesado y entendía lo que Lucie estaba
explicando, asintiendo alentadoramente para que continuara.
Y así lo hizo. En cuanto fue evidente que el jeque deseaba saber más sobre
su trabajo, las palabras brotaron de su boca como un manantial. Hasta ese
momento no se había percatado de lo mucho que quería decir y de lo necesitada
que se había sentido de hacerlo, ya que no tenía a nadie que estuviera realmente
interesado en escucharla hablar sobre el tema.
Advirtió que llevaba un buen rato hablando cuando su voz se tornó un poco
ronca. Pero el jeque seguía asintiendo e incluso formulando preguntas curiosas.
Sus preguntas poseían la cualidad excepcional de ser inteligentes y expertas
a la vez. Incluso sugería posibilidades que ella no había contemplado debido a que
estaba demasiado inmersa en el tema.
Lucie descubrió que, cuanto más hablaba, menos hablaba directamente
sobre el tema de su tesis y más se desviaba hacia una charla general acerca de lo
que sabía y lo que estaba deseando aprender sobre Al-Brehoni.
Se había informado tanto como había podido acerca de las excavaciones
arqueológicas que se habían podido iniciar durante los últimos tres años en Al-
Brehoni. Había configurado una alerta para todos los artículos nuevos que se
publicaban y buscaba regularmente en las revistas de arqueología informes de
nuevos descubrimientos en el país.
Pero el proceso de descubrir, escribir y finalmente publicar a menudo puede
ser muy largo, y Lucie era dolorosamente consciente de que podrían estar
sucediendo cosas que probablemente estuvieran todavía muy lejos de aparecer en
las revistas. Y siempre había hallazgos menores, interesantes pero aún
inexplicables, que tardarían en publicarse, o que quizás nunca lo harían.
El jeque parecía estar muy al tanto de todos esos descubrimientos.
Lentamente y de forma fluida, la conversación derivó hacia una situación en la que
principalmente hablaba él y Lucie escuchaba absorta, saboreando cada palabra.
Mientras lo escuchaba, descubrió que se fijaba en algo más que las palabras
que salían de sus labios: se fijaba en sus labios. De forma inusitada y muy poco
adecuada para la situación, se descubrió pensando que podría inclinarse y
simplemente besarlos.
Se obligó a apartar esos pensamientos. Estaba cansada y había sido un día
de grandes altibajos emocionales, así que podía perdonar a su mente por vagar por
lugares prohibidos.
Pero el hecho de pensar en sus labios y la imagen espontánea en la que se
veía besándolos abrieron la puerta a que se fijara en otras cosas. Se percató de
cómo el jeque deslizaba esporádicamente una pizca de humor aquí y allá. En
alguna ocasión incluso descubrió un juego de palabras. Habría jurado que había
sido inconsciente, pero sucedió más de una vez.
Era como si se mostrase gracioso con la única intención de entretenerse a sí
mismo. No pretendía forzar a nadie más a participar en el juego. No estaba
intentando congraciarse o darse aires. De repente, Lucie fue plenamente consciente
de que este hombre era alguien que nunca había tenido la necesidad de
congraciarse con nadie o de darse importancia a los ojos de los demás. Ya era
importante.
Con cada nueva frase ligeramente humorística, Lucie comenzó a permitirse
reaccionar. Solo un poco. No lo suficiente para que Zach, que había desconectado y
miraba a través de la ventana, se diera cuenta. Pero comprobó que el jeque sí lo
notó. Y eso, pensó Lucie, era más que suficiente.
Se fijó en cómo sus ropas parecían demasiado rígidas. Pero no de una forma
negativa; no era que el jeque pareciera sentirse incómodo o torpe, ni por asomo.
Pero daba la sensación que no se trataba de las prendas que utilizaba a diario. Se
diría que las lucía solo en las ocasiones especiales.
Lucie deseaba dejar que su mente divagara sobre la cuestión, pero se
contuvo. Tenía tendencia a fantasear. Había crecido leyendo cuentos fantásticos
sobre hechiceros y reinos antiguos y, probablemente, aquellos cuentos habían
alimentado en gran medida su deseo de descubrir cómo habían sido en realidad
esos reinos (desprovistos de hechiceros, por supuesto). Se sentía como en casa
imaginando cosas que no podían ser.
Sabía que debía tener cuidado y no dar más importancia de la debida a lo
que estaba diciendo el jeque. Estaba ofreciendo una rama de olivo a la comunidad
arqueológica, durante tanto tiempo excluida de su país, y daba la bienvenida a los
primeros estudiantes estadounidenses a su país; por supuesto que deseaba causar
una buena impresión.
O tal vez, reflexionó Lucie, simplemente había elegido por casualidad sus
ropas más nuevas hoy sin ningún motivo especial y ella estaba sacando
demasiadas conclusiones.
A medida que pasaba el tiempo, Lucie notó que la conducción se hacía cada
vez más suave.
Estaban regresando a la civilización.
Extrañamente, el palacio no estaba situado en la capital. El palacio real de
Al-Brehoni había sido utilizado como lugar de descanso durante muchos años.
Estaba construido alrededor de un oasis, lejos de ojos escrutadores y de las
incomodidades asociadas a la ciudad. Sin embargo, con el advenimiento del
teléfono y más tarde Internet, poco a poco se había convertido en la residencia
principal de una familia real particularmente solitaria.
En las pocas ocasiones en que Lucie despegó los ojos del jeque, lanzando
miradas furtivas a través de la ventana, su mirada fue recibida con nada más que
las sinuosas dunas del desierto. Hasta que el todoterreno SUV no se detuvo y el
jeque esbozó una amplia sonrisa, no tuvo la seguridad de que se estaban acercando
a su destino.
—¡Ah! —dijo, volviendo la mirada hacia una panorámica que ella no podía
ver—. Hemos llegado.
CUATRO

Lucie estaba entumecida después del largo trayecto en automóvil. Notó que
se le habían dormido las piernas, tal y como ansiaba hacer el resto de su cuerpo,
pero toda la adrenalina producida por lo que estaba a punto de contemplar
aceleraba su corazón y mantenía su mente alerta y llena de asombro.
No estaba segura de qué era exactamente lo que iba a ver cuando se giró por
primera vez. No se habían permitido fotografías del palacio desde los años treinta,
cuando un fotógrafo afortunado había capturado una imagen espectacularmente
granulosa.
Ya había estudiado aquella imagen. La había analizado con atención y había
tratado de imaginar qué aspecto tendría si estuviera más nítida y fuera en color.
Incluso con la calidad que tenía, el lugar le había provocado una enorme
curiosidad, pero Lucie veía ahora que la fotografía ni por asomo hacía justicia al
palacio.
Para empezar, la fotografía hacia que el palacio pareciera tener únicamente
dos o tres plantas. Pero, ahora que lo veía con sus propios ojos, comprobó que las
ventanas eran de doble altura, y que lo que parecía un edificio de tres o cuatro
plantas, en realidad se aproximaba más a las ocho.
¡Y tenía vidrieras! Eso no se lo había esperado. Parecían bastante antiguas y
mostraban un diseño elaborado. Deseó acercarse más a ellas. Gran parte de su
segundo año de estudio para el doctorado había estado relacionado con los
patrones geométricos creados por los antiguos habitantes de Al-Brehoni, y la idea
de ser la primera persona que examinaba unas vidrieras auténticas suponía un
momento muy emocionante para ella.
Se adelantó sin que nadie se lo pidiera. Su mirada se sentía atraída hacia la
edificación, deseando examinarla más de cerca, y no le quedó más remedio que
seguir a sus ojos.
El jeque le evitó la molestia de tener que esperarlo y comenzó a caminar
hasta ella, manteniéndose a su ritmo.
Lucie observó para sí que era un anfitrión muy atento. Primero, había
logrado que Zach se sintiera cómodo cuando había sentido claramente que lo
dejaban de lado, y después se había interesado de verdad por la explicación de
Lucie acerca de su tesis. Y ahora había notado cómo era atraída hacia la casa y
había caminado con ella, suavizando cualquier vergüenza que pudiera haber
sentido al expresar su asombro.
Lucie se obligó a caminar más despacio. El edificio era maravilloso, sí, pero
debía recordarse que el motivo por el que se le permitía admirar todo aquello era
el hombre que tenía a su lado.
A medida que se alejaba de los motivos históricos, comenzó a percibir otros
detalles. Había sirvientes por todo el lugar. Pudo verlos atareados de acá para allá.
Pero, a pesar de los sirvientes, había una gran sensación de quietud y amplitud.
Era como estar en el desierto de la forma en que lo había visto desde el avión:
océanos interminables de arena; tranquilo pero solitario.
Pensó que había belleza en todo aquello. Había algo hermoso en el modo en
el que sus voces resonaban en la gran entrada, desprovista de personas esperando
para saludarlos. Podían limitarse a permanecer de pie y admirar las incrustaciones
del mosaico del suelo y las elegantes y amplias escalinatas que se habían
rehabilitado para dejar al descubierto el ladrillo original.
El jeque, que insistía en que lo llamaran Abdul ahora que les había abierto
su hogar, se ofreció a mostrarles la planta principal. A pesar de su cansancio, Lucie
aceptó inmediatamente.
Casi se arrepintió cuando vio a un sirviente (sospechaba que se trataba del
conductor del vehículo, pero no estaba segura), trayendo sus bolsas. Quería
seguirlas a donde fuera que las llevasen. ¡Seguro que allí había una cama!
Pero, al mismo tiempo, no era capaz de imaginarse rechazando el
ofrecimiento de una visita guiada por Abdul. No sabía cuánto se prolongaría la
tormenta, y nunca se perdonaría si se dedicase a dormir durante su única
oportunidad de ver el palacio secreto de la familia real de Al-Brehoni.
Así que lo siguió, sala tras sala. Su agotamiento la obligaba a esforzarse por
concentrarse en cualquier cosa y, en lugar de eso, se limitó a dejar que el ambiente
del lugar la empapara como una cálida ola en una playa.
Había esperado ver mucho oro en el palacio de un jeque. Era cierto que
había adornos dorados presentes, pero no era el oro chillón y sin gusto que había
imaginado cuando miraba fijamente la antigua fotografía granulada; solo un toque
aquí y otro allá. Los objetos no eran demasiado llamativos y parecía que todo era
de gran calidad. Estaba muy meditado. El hogar (y cuanto más lo admiraba Lucie,
más le parecía que era realmente un hogar) parecía componerse de un millar de
pequeñas y meditadas elecciones que se combinaban para dar la sensación de que
todo estaba muy cuidado.
Había un gran salón de baile, aunque daba la sensación de haberse utilizado
muy de vez en cuando. La familia no había organizado ningún gran evento en el
palacio en la época moderna, y por eso parecía extraño que el salón aún siguiera
allí.
Como si estuviese leyéndole la mente, el jeque respondió a su pregunta no
formulada.
—Este lugar se construyó hace mucho tiempo, antes de que mi familia fuera
tan retraída. Una vez tuvo uso, aunque sus paredes no han contemplado ningún
acontecimiento en mucho tiempo.
—¿Pero tal vez lo verán en el futuro?
Lucie no supo qué le proporcionó el valor para mostrar esa audacia tan
repentina. Tal vez fuera su agotamiento, o la forma en que el jeque parecía más
accesible a medida que pasaba más tiempo con él. O quizás se trataba del modo en
que estaba abriendo el país, al contrario que su padre, que había insistido en que
debía permanecer totalmente aislado durante tanto tiempo.
Fuera lo que fuese, las palabras de Lucie no parecieron molestar al jeque,
que se limitó a asentir pensativamente.
—Aunque tendría que reconstruir los suelos —intervino Zach que, aunque
no tenía nada provechoso con lo que contribuir, sintió la necesidad de participar en
la conversación de todos modos.
Lucie bajó la vista hacia las baldosas que se extendían bajo sus pies. Estaban
dispuestas formando un mosaico, al igual que gran parte de los suelos de las
estancias más antiguas del palacio. Sin embargo, mientras en otras zonas las
baldosas se habían restaurado con cuidado y cariño, aquí efectivamente parecía
que necesitaban dedicarles algo de trabajo.
Lucie apartó la vista, admirando el resto del salón, pero inmediatamente
descubrió que sus ojos se veían de nuevo atraídos hacia el suelo, casi contra su
voluntad. Había algo allí.
—Es extraño —dijo suavemente.
—¿Qué es? —inquirió el jeque, pareciendo sinceramente interesado.
—El diseño del suelo... Es bastante inconfundible. Es... Es un patrón
geométrico que se encuentra en muchas de las cerámicas de mi tesis. Es uno de los
motivos principales por los que creo que una vez hubo un lugar centralizado de
producción de cerámica en esta zona. Es simplemente que no creo que se fabricase
en ningún otro lugar. Pero aquí...
El jeque asentía solemnemente.
—Sí, tiene razón. Ahora recuerdo las fotografías que adjuntó. Los patrones
coinciden. Vengo aquí tan ocasionalmente que ni siquiera me había dado cuenta.
Entonces, ¿había visto las fotografías? Lucie supuso que tenía sentido. Había
enviado un fragmento del borrador de su tesis como parte de su solicitud para
venir a investigar. Pero si ya había leído su tesis, ¿por qué se había mostrado tan
interesado en oírla hablar sobre el tema?
Apagaron las luces del salón de baile y se dirigieron a otra parte del palacio,
aunque Lucie descubrió que el diseño del suelo permaneció en su mente mucho
tiempo después de haber abandonado el lugar. Tendría que investigarlo; había
algo en ese patrón que parecía cobrar sentido.
Atravesaron largos corredores y salones. Pasaron por una sala de música
con un piano y por otra sala preparada como un pequeño cine.
—No se ha utilizado en mucho tiempo —dijo el jeque mientras
contemplaban la anticuada decoración—. Cuando éramos niños, mis primos y yo...
Bueno, eso fue hace mucho tiempo.
Lucie se imaginaba por qué no quería renovarla; los sofás parecían
versiones de lujo de los que habían usado sus hermanos y ella cuando veían
películas juntos de niños. La sala tenía un aire de nostalgia, y había algo en la
expresión del jeque cuando salieron de allí que hizo pensar a Lucie que la había
conservado intacta todo ese tiempo precisamente por ese motivo.
Abdul pareció darse cuenta de que Lucie parpadeaba demasiado y parecía
adormilada. Les dijo a Zach y a ella que los sirvientes los guiarían a sus suites,
donde podrían tomar un refrigerio.
—Aunque espero verlos en la cena —añadió.
Para un hombre que tenía la certeza de que sus invitados invariablemente
harían cualquier cosa que se les pidiera, Lucie pensó que había hablado con un
extraño matiz de esperanza en la voz. Y, después de hablar, la había mirado
directamente a ella.
Sintió sus ojos clavados en ella, incluso a través del aturdimiento provocado
por su falta de sueño. Eran de un color castaño profundo y cálido.
—Allí estaremos.
Zach había aprovechado la oportunidad de responder por ella, incluso
rodeándola con su brazo como si hablase por ambos.
Lucie consideró la posibilidad de liberarse deliberadamente de su brazo,
pero le pareció que el gesto conduciría a un enfrentamiento innecesario, dado su
nivel de energía actual. Además, dedujo por la sonrisa bromista del rostro del
jeque que ni por asomo interpretaba las acciones de Zach de la forma en que este
sin duda pretendía.
Y el jeque se alejó hacia algún lugar en las profundidades de la casa,
dejando a ambos en compañía de unos pocos sirvientes que les mostraron dónde
iban a dormir.
—Interesante, ¿no es cierto? —dijo Zach.
Estaba intentando actuar con indiferencia, pero, a pesar de que Zach sin
duda había visto muchas cosas impresionantes a lo largo de su vida, Lucie no
creyó ni por un momento que hubiera atisbado siquiera algo que se acercara al
fastuoso edificio al que les habían permitido acceder.
De todas las cosas que la irritaban de Zach, esta encabezaba la lista. Le
habían regalado una vida llena de cosas maravillosas. Había estado allí cuando se
había hecho historia, una y otra vez. Había visto ruinas que no habían
contemplado la luz del día en miles de años. Se le había concedido un asiento de
primera fila en el espectáculo de desentrañar la innovación humana, y nunca
parecía impresionado por nada de lo descubierto.
En lugar de responderle, Lucie se dirigió a uno de los sirvientes y le
preguntó si tendría la amabilidad de mostrarle dónde se iba a alojar, liberándose al
mismo tiempo del brazo de Zach.
Mientras se alejaba siguiendo el paso rápido del sirviente, se giró para
dirigir una mirada rápida a Zach. Allí de pie parecía diminuto, insignificante
rodeado por el palacio y toda su elegancia. Se preguntaba si en algún lugar de su
interior, muy en el fondo, Zach lo sabía.
Esperaba que sí.
CINCO

Cuando llegó a su suite, Lucie descubrió que superaba todas sus


expectativas, fueran cuales fuesen.
Era magnífica, más bonita incluso que la del hotel de lujo en la que había
empezado el día. Del mismo modo que en el resto del palacio, había un ambiente
natural logrado sin esfuerzo; simplemente todo encajaba. Ningún objeto parecía
combinar a la fuerza y nada daba la sensación de haberse diseñado para
impresionar.
Al igual que en el hotel, todo lo básico estaba allí: una lujosa cama, un baño
exquisito y una sala de estar. Por muy extraño que pareciera, se sentía en casa. Era
como si se hubiera ausentado por unos días y, de alguna manera, toda la vida que
había vivido hasta ese momento hubiese sucedido durante su breve ausencia.
No solo habían traído sus pertenencias, también habían deshecho el
equipaje y habían guardado sus cosas en el armario. Ni siquiera las bolsas estaban
a la vista.
Si esto hubiese ocurrido en un hotel, lo habría tomado como una
intromisión. Se habría preguntado qué persona anónima había hurgado entre
todas sus pertenencias y había invadido su intimidad de ese modo. Pero aquí
parecía simplemente... normal. Confiaba sin más en quienquiera que lo hubiera
hecho. El jeque no era un hombre estúpido y Lucie admiraba lo suficiente su buen
juicio para confiar en quienquiera que hubiera elegido tener empleado en sus
dependencias más privadas.
Además de sus pertenencias, encontró una bata en el armario. En un
descuido, sus dedos se deslizaron por la prenda mientras recorrían su propia ropa
y se detuvieron allí al sentir el tacto del tejido de felpa de una suavidad imposible.
Era muy consciente de la capa de polvo que los acontecimientos del día
habían depositado sobre su piel. Mientras seguía al jeque en la visita al palacio,
había pensado que nada más tener acceso a una cama, se dejaría caer sobre ella
inmediatamente. Pero ahora, con la cantidad de polvo y arena que tenía por todo
su cuerpo y su cabello, ansiaba aún más sentirse limpia de nuevo.
Ahora se daría una ducha, pensó mientras se quitaba la ropa. Después de
todo, sería un delito si, por algún milagro, la tormenta amainase más rápido de lo
esperado y desperdiciase la oportunidad de utilizar la pulcra maravilla de una
ducha con su glorioso chorro en forma de agua de lluvia.
Cuando ya estuvo limpia y envuelta en la bata de suavidad imposible,
finalmente llegó hasta la cama que su cuerpo había necesitado tan
desesperadamente las últimas horas. Se deslizó entre las sábanas como si no fueran
sino aire, sintiendo apenas el tacto del delicado algodón contra su piel.
Pensó que debía agradecer a su buena estrella haber tenido la oportunidad
de experimentar todo ese lujo. Si su vida seguía el camino que había planeado,
después de todo pasaría la mayor parte del tiempo en excavaciones de lugares
remotos, alejada de cualquier cosa que se aproximara siquiera al nivel de
comodidad que encontró allí.
Pero no era en eso en lo que estaba pensando mientras se tumbaba en la
cama y sus párpados se movían más despacio con cada pestañeo. En lugar de eso,
pensaba en Abdul. Era más joven de lo que Lucie había creído. No en edad... Ya
sabía que tenía treinta años gracias a sus investigaciones. Era más por la forma en
que actuaba; Lucie siempre había creído que los dirigentes de un país tenían que
ser de algún modo graves y serios. Había supuesto que parecería un anciano
atrapado en el cuerpo de un hombre joven.
Pero parecía que Abdul realmente se apasionaba por las cosas, por muchas
de las cosas que en realidad también apasionaban a Lucie. El modo en que había
hablado de abrir su país y cambiar la forma en que se habían hecho las cosas bajo
el reinado de su padre... Era un niño al que, de repente, habían prestado las llaves
del automóvil familiar y hubiera multitud de lugares a los que deseaba ir, y lo
único que le preocupase fuera no estrellar el auto.
«Pero él no lo estrellaría», pensó Lucie. No parecía capaz de comportarse
con esa falta de sentido común.
Había demasiadas cosas en él que aún parecían inexplicables. Lucie sintió
que lo conocía hasta cierto punto gracias a la conversación que habían mantenido
inicialmente. Pero ¿por qué un hombre tan poderoso invitaría a dos extraños a su
hogar? ¿No habría bastado con llevarlos en el automóvil a un hotel?
No, había algo más en él. Y había despertado la curiosidad de Lucie. Y
cualquier cosa que despertase su curiosidad lograba atrapar su interés.
Y así, cuando Lucie se quedó dormida, no vio ruinas, libros ni tesoros
antiguos. Vio el rostro de Abdul y oyó su voz.
SEIS

Cuando Lucie se despertó, tardó unos instantes en recordar dónde estaba.


Afuera había oscurecido, y el silencio del palacio por un momento le resultó
inquietante. Pero a medida que recuperaba la lucidez, sintió cómo una sonrisa se
extendía por su rostro.
Paseó la mirada por la habitación. La bandeja que había contenido su
almuerzo sin probar había sido retirada y, en su lugar, se había dispuesto un
conjunto salido de su propio equipaje: un vestido negro y violeta de corte estrecho.
Casi se echó a reír. Parecía una sugerencia de quienquiera que fuese el
fantasma que la estaba cuidando. Tal vez pensaba que debía prepararse para una
cena algo formal.
Era un vestido que había incluido en el equipaje a pesar de las dudas.
Realmente no había pensado que fuera a tener oportunidad de lucirlo, ya que
estaba diseñado para un tipo de mujer que vivía una vida muy diferente a la que
Lucie pensaba que viviría.
Era algo parecido a un vestido de cóctel, corto y dulce, con solo un pequeño
toque de elegancia. Si hubiera sido el tipo de mujer que salía de fiesta, sin duda se
lo habría puesto para cazar un hombre. Pero, tal y como eran las cosas, únicamente
lo había traído porque se lo exigía su constante necesidad de prepararse en exceso
para cualquier eventualidad.
Y, por fin, esta noche parecía que esa necesidad daba sus frutos.
Se deslizó el tejido de encaje por la cabeza. Sentía su piel mucho más suave
de lo acostumbrado; supuso que era consecuencia de lo que contenían los
productos extraños, aunque de dulce olor, colocados en el baño. Al margen de lo
que hubiera causado este efecto, Lucie se sentía muy distinta que en cualquier otra
ocasión del pasado en la que se hubiera arreglado para salir.
Normalmente se sentía fuera de lugar. No era porque no fuese atractiva, ya
que su complexión delgada siempre había suscitado la envidia de su hermana, y su
cabello rubio se comportaba lo suficientemente bien cuando dedicaba tiempo y
esfuerzo a domarlo. Era solo que siempre había sentido que era como si intentase
ser otra persona cuando se vestía para una ocasión que no fuera ir a la biblioteca.
Pero esta noche, mientras se miraba al espejo rodeada por este lugar que,
sorprendentemente, le hacía sentirse como en casa, Lucie comprendió que
pertenecía al vestido. Y así, hambrienta por su falta de almuerzo y con una ligereza
en el caminar, bajó las escaleras para ir a cenar.
Tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para recordar correctamente el camino
hacia el comedor. La visita previa por el edificio había sido exhaustiva, y había
tantos salones, habitaciones y pasajes que, si no se concentraba, se mezclaban en su
mente. Iban a cenar en el área de comedor semiformal. Estaba un escalón por
encima del acogedor rincón de desayunos de la cocina y un escalón por debajo del
gran salón comedor para veinticinco personas que parecía utilizarse muy
ocasionalmente.
El olor la alcanzó antes incluso de llegar a la puerta. Era aromático y
sabroso, e hizo que acelerase el paso de forma inconsciente.
Zach y Abdul ya estaban sentados uno frente al otro. La mesa podría haber
acogido cinco o seis comensales, pero solo había tres sillas: las dos en las que
estaban sentados los hombres y una en la cabecera de la mesa, reservada
aparentemente para ella.
Mientras se sentaba, analizó cuidadosamente las expresiones de sus rostros.
Había una tensión en la sala que no había esperado, y la curiosidad natural de su
carácter deseaba saber por qué. Abdul parecía contento y controlado, con tal vez
una ligerísima mirada de victoria en sus ojos. Zach, por otro lado, tenía una mirada
desagradable muy poco habitual en él, como si acabara de escuchar algo que no se
ajustaba bien a su visión del mundo.
Lucie deseaba preguntar, pero no quería empantanarse en los detalles de
todo el asunto. Casi había esperado que la presencia de Zach echaría a perder su
viaje de investigación, pero estaba decidida a no permitirle que arruinarse esta
oportunidad inesperada de pasar un tiempo en el palacio real.
—¿Ha descansado bien? —preguntó Abdul mientras Lucie se sentaba. La
comida estaba empezando a aparecer por las puertas, como si el personal hubiera
estado esperando el momento preciso en que ella llegara para traer los platos.
—Sí, muy bien. De nuevo, muchísimas gracias por su hospitalidad.
Él inclinó la cabeza cortésmente.
—Por supuesto. ¿Qué clase de anfitrión sería si no velara por que los
primeros estadounidenses que aceptan mi invitación estén bien atendidos?
Las preguntas que le habían surgido a Lucie anteriormente sobre lo extraño
que le parecía que el jeque los atendiera así volvieron a asomar su feo rostro, pero
permaneció en silencio. No había forma de preguntárselo sin parecer
desagradecida.
Además, él ya estaba cambiando de tema.
—Y, si se me permite decirlo, tiene usted un aspecto encantador. No es que
estar cubierta de polvo le sentara mal...
Lucie vio un atisbo de sonrisa en sus labios. En boca de Zach, esa frase
habría estado acompañada de un tono de burla. Pero proveniente de Abdul,
sonaba más como un cumplido sincero.
—No sé —intervino Zach desde el otro lado de la mesa—. Me gusta más el
vestido dorado.
¿El vestido dorado? Al principio, Lucie no tenía ni idea de qué estaba
hablando. Entonces recordó a otra estudiante de doctorado que había lucido un
vestido dorado en un acto. Zach había fracasado, incluso cuando intentaba
imponer su familiaridad con ella.
¿O no había fracasado? Algunas veces se preguntaba si cometía a propósito
pequeños errores como ese, atribuyendo un vestido a otra chica u olvidándose de
un nombre. Había leído en alguna parte que ciertos hombres hacían ese tipo de
cosas intencionadamente, para que pareciese que tenían las de ganar.
Se preguntaba si debía corregirlo. Normalmente no lo haría. Normalmente,
por el agravio sufrido no merecía la pena responder a la mitad de las cosas que
decía Zach. Pero entonces recordó la tensión que había sentido en la sala cuando
entró, y decidió hablar.
—Esa era Jill —dijo, y aquellas tres palabras lo silenciaron por un momento.
—Ah, solo quería decir que el vestido que lucía te sentaría mejor que este.
No era cierto. Ella lo sabía. Abdul lo sabía. Pero, ahora que le había dejado
ponerse en ridículo y que un ligero aire de victoria había aparecido en el rostro de
Abdul, parecía el momento adecuado para cambiar de tema de conversación.
La comida era exquisita. No había restaurantes que sirviesen comida de Al-
Brehoni en Illinois, de donde era su familia, ni en Cambridge. Aunque Lucie había
intentado preparar en casa algunas de las delicias sobre las que había leído, nunca
había sido una gran cocinera, y ahora veía que sus intentos de emular la cocina de
Al-Brehoni habían sido burdas imitaciones en el mejor de los casos.
Los sabores no dejaron de sorprenderla continuamente durante toda la cena.
Había comido en muchos restaurantes que servían comida de la región, pero había
ciertos sabores que estaba degustando esa noche que no había probado jamás.
Se lo preguntó a Abdul y él sonrió.
—Abrir el país supone muchas ventajas. Después de todo, por eso lo estoy
haciendo. Pero, al mismo tiempo, creo que hay otras ventajas que están un poco
más... ocultas.
Lucie deseaba responder. Llevaba varios años maravillándose ante el
trabajo que estaba realizando el jeque para abrir su país al mundo. Obviamente,
para ella había supuesto una gran diferencia, ya que significó poder escribir su
tesis sobre Al-Brehoni, un tema que era tan novedoso para la comunidad
arqueológica que su trabajo forzosamente habría de contener algún
descubrimiento.
Ahora sería el momento perfecto para preguntar o, al menos, abordar el
asunto y hacerse una idea de cuál sería el recibimiento de sus preguntas
posteriores. El truco estaba en hacerlo con delicadeza, para que no diese la
sensación de estar mirando el dentado de un caballo regalado.
Pero, antes de que pudiese armar en su mente lo que quería decir, Zach
interrumpió.
—Bien, lo único que puedo decir es que nuestro país se ha beneficiado de no
ser tan aislacionista.
Era típico de Zach hablar sin pensar.
—Ah, ¿de veras? —replicó Abdul—. ¿Y cree que siempre ha sido así, a lo
largo de toda su historia?
Zach iba a responder de nuevo, pero Lucie se aclaró la garganta,
indicándole que se lo pensara un poco mejor y recordara épocas del pasado de
Estados Unidos en las que se había inclinado hacia su propio concepto de
aislacionismo.
Abdul parecía ansioso por recibir una respuesta, pero Lucie no podía sino
imaginar que la animosidad apenas velada que se respiraba entre los dos acabaría
estallando en algo más abierto si no cambiaba el rumbo que estaba tomando la
conversación.
—¿Y qué ha provocado esto? —preguntó rápidamente. Parecía muy audaz
decirlo en voz alta, y Lucie se descubrió sonrojándose un poco cuando los ojos de
Abdul se centraron en ella—. Quiero decir, supe del fallecimiento de su padre...
Su voz se apagó. Constató que preguntar por asuntos de estado era mucho
más difícil cuando también eran asuntos de familia.
Para Lucie, el fallecimiento del padre del jeque era simplemente historia.
Significaba el cambio de un gobernante por otro y, en muchos sentidos, algo lógico
e indiferente. Pero, aunque aquello había ocurrido varios años antes, notó que para
Abdul la herida aún estaba abierta. Vio cómo sus ojos se dirigieron como un rayo
hacia el retrato que colgaba sobre la pared, detrás de Zach.
Abdul se aclaró la garganta y respondió.
—Mi padre era muchas cosas. Y yo lo admiraba profundamente. Pero la
forma en que él veía cómo Al-Brehoni debía relacionarse con el mundo exterior era
más... —Movió la cabeza hacia adelante y hacia atrás, como si estuviese dándole
vueltas a las palabras en su cerebro.
—¿Tradicional? —ofreció Lucie.
—Yo habría dicho obstinada —sonrió el jeque.
—Pero no tan obstinada para que aún hoy usted siga algunas de sus
políticas.
Zach había interrumpido con la boca llena de comida mientras hablaba.
Para alguien que se había educado en una clase social alta, parecía obvio que
permitía que sus emociones se impusieran a sus modales. Había algo en el tono de
su voz que provocó que Lucie se sentase en la silla un poco más recta, como si,
subconscientemente, se estuviese preparando para una discusión en toda regla.
—Me temo que no entiendo lo que quiere decir —replicó Abdul, pero,
aunque Lucie acababa de conocerlo ese mismo día, ya entendía al jeque lo bastante
bien para tener la seguridad de que ese no era el caso.
—Lo que quiero decir es que aún no permite que los arqueólogos ajenos a
su pequeño programa accedan a sus yacimientos.
El tono de Zach había variado desde ligeramente molesto a un tono airado
apenas controlado y a punto de estallar. Parecía un poco bebido, y Lucie comprobó
que la copa del licor de dulce aroma que tenía ante él estaba casi vacía. Parecía que
había tomado una buena ventaja antes de que ella entrara.
—Ese programa del que estamos muy, muy agradecidos de formar parte —
añadió Lucie, intentando salvar la situación.
El jeque extendió una mano, como para tranquilizar a Lucie mientras hacía
un gesto hacia Zach al mismo tiempo para que continuase.
—Por favor, me temo que no estoy seguro de a dónde quiere llegar. ¿Si
fuera tan amable de iluminarme?
De nuevo, Lucie pensó que sí lo sabía. Pero Zach ya estaba respondiendo.
—Hablé con mis padres esta tarde. Tenían verdadera curiosidad por esta
excavación y querían saber cómo iba el viaje. Tenían muchas preguntas y me
dijeron que les encantaría estar también aquí.
Al oír esas palabras, Lucie sintió que se le cerraba la boca del estómago. No
le gustaban los conflictos y parecía que había más a la vista.
—Me pareció un poco extraño porque, si querían venir, con toda certeza lo
habrían hecho. Pero me dijeron que solicitaron trabajar en la excavación sur y se les
denegó el permiso.
Lucie estaba avergonzada, pero también intrigada. Había crecido leyendo
las hazañas de los Millard. Habían estado en todo tipo de lugares y habían sido los
primeros en hacer muchos descubrimientos. ¿Por qué no habían venido en tropel a
Al-Brehoni tan pronto como comenzaron a aflojarse las regulaciones sobre
exploraciones arqueológicas?
El jeque dejó que ese hecho, que Zach se las había ingeniado para convertir
en una acusación, pendiera en el ambiente. Cuando respondió, lo hizo en un tono
controlado y cuidado.
—Como dije anteriormente, estudio las reputaciones y el trabajo previo de
aquellos que desean trabajar en mi país. Nuestra historia es muy valiosa y no
tendremos una segunda oportunidad de descubrir los tesoros que estamos
desenterrando ahora.
El tono de Zach cambió del enfado a la mofa.
—Mis padres son dos de los arqueólogos más destacados de su generación.
Si supiera la mitad de los lugares en los que han estado y los proyectos que han
dirigido...
—De hecho, lo sé. Y lo que descubrí me convenció para no permitirles el
acceso.
Fue como si algo golpease la cabeza de Zach. Lucie nunca le había visto
quedarse sin palabras durante tanto tiempo. Normalmente encontraba
rápidamente una respuesta a todo, pero ahora estaba allí sentado, con la mirada
fija al frente, aunque parecía que no veía nada.
Y entonces se sacudió la confusión con un movimiento rápido de la cabeza,
tomó su vaso de licor y lo vació con un último sorbo.
—Vamos —dijo Abdul, cambiando muy cortés y conscientemente de
tema—. Creo que todos hemos acabado de comer, y parece sentir preferencia por
nuestro licor local. Permítame que le muestre cómo lo bebemos habitualmente.
El jeque se puso en pie y se encaminó hacia la puerta, guiándolos hacia el
corredor. Lucie también se levantó, pero Zach permaneció sentado.
—Bien —dijo el jeque con calma—. Cuando estén listos.
Y entonces se fue, y Lucie y Zach se quedaron a solas.
—¿Le crees? —preguntó Zach, como si no hubiese sirvientes justo en el
exterior de la sala que pudieran oír cada palabra que pronunciaba.
—Le creo. No estoy segura de creerte a ti.
Nunca habría pensado que podía herir a Zach. Era todo bravatas y así había
sido desde el día que lo conoció. Pero, ante todas aquellas palabras, Zach
finalmente se puso en pie. Parecía derrotado, pero no indefenso. Era más como
amargura.
—Bien, ve y emborráchate con el dictador corrupto si quieres —espetó—.
Yo me repondré del jet lag para estar listo para sacar adelante algo de trabajo real
mañana.
Lucie lo vio avanzar dando tumbos hasta la puerta y desaparecer. Si ahora
les pedía a los sirvientes que la escoltaran hasta donde estaba el jeque, estarían
ellos dos solos. Beberían juntos, solos, hasta la noche.
Solo pensarlo le produjo un escalofrío de temor y emoción que le recorrió la
columna. Podía poner la excusa del jet lag. Podía hacer lo correcto y emplear más
tiempo en preparar el trabajo que esperaba poder llevar a cabo cuando terminara la
tormenta.
Peor incluso, mientras lo pensaba ya sabía que no lo haría. Estaba
ocurriendo. Sentía que era la primera cosa real que estaba sucediendo en toda su
vida.
SIETE

Un criado la condujo a la sala donde esperaba el jeque. Él levantó la vista


cuando entró y le dirigió una mirada larga y persistente. No pareció sorprendido al
comprobar que Zach no estaba con ella.
La sala en la que se encontraban ahora no formaba parte del interior del
palacio original. Probablemente había pertenecido a la parte superior de un
baluarte, conjeturó Lucie. Observó cómo parte del muro había volado en pedazos,
probablemente durante una batalla, se aventuró a adivinar.
El área se había transformado en una sala de estar cubriéndola con vidrio y
añadiendo una enorme chimenea en una esquina. Ahora un fuego chisporroteaba
en la chimenea y emitía un brillo lo bastante tenue para no molestar la visión de las
estrellas.
Desde allí, Lucie alcanzaba a ver el desierto y el firmamento completo,
perfectamente estrellado. Era impresionante y, de nuevo, fue consciente de forma
muy real de estar en el medio de la nada.
—Para un hombre que está enamorado del pasado —dijo—, parece que
también ama usted lo moderno.
Al oír aquello, el jeque sonrió.
—Intento no limitarme.
No había muebles, y la sala estaba vacía a excepción de la chimenea, unos
cuantos cojines, la botella de alcohol y ellos dos. Las baldosas del suelo estaban
cubiertas con una gruesa y exquisita alfombra con un diseño intrincado de vivos
colores.
Lucie se descalzó. La alfombra era una obra de arte y parecía inapropiado
someterla al daño producido por los zapatos. Había algo en la combinación de sus
pies descalzos y su vestido ceñido que la inducía a moverse con ademanes suaves
y delicados. Se sentía como una bailarina. Le pareció que aquella sala, la noche y el
hombre que tenía ante ella la habían transformado de algún modo en el tipo de
dama sofisticada y grácil a la que su tipo de vida nunca la conduciría.
Al sentarse al lado del jeque, tuvo la sensación de que las estrellas se
sentaban a su alrededor. Era la combinación más extraña: sentirse expuesta al aire
nocturno mientras a la vez estaba acogedoramente sentada con los cojines, la suave
alfombra y el cálido fuego.
—Por favor, disculpe a Zach —dijo Lucie. No esgrimió la excusa del jet lag,
ya que le pareció irrespetuoso mostrarse tan descaradamente deshonesta—. A
veces encuentro difícil de entender su forma de actuar, ya que provenimos de
lugares muy distintos.
—Lo mismo que usted y yo.
El jeque lo dejó así y le sirvió una copa del licor que tanto había gustado a
Zach. Con la bebida ya en su copa, Lucie vio que tenía una ligera turbiedad que
antes no había notado.
Tomó un sorbo e hizo una mueca al comprobar lo fuerte que era,
provocando una risa de sorpresa en Abdul.
—Pensé que sería buena bebedora. No sé por qué.
—Todos ustedes piensan que los de las clases sociales bajas tenemos que
beber para superar el día a día, ¿cierto? —Lucie puso los ojos en blanco con un
gesto melodramático.
De alguna forma, el alcohol parecía haber atacado de pleno a todas sus
inhibiciones. Estaba bromeando alegremente con un gobernante a quien antes casi
había temido dirigirse directamente.
Tomó otro sorbo, pero esta vez ya esperaba el golpe.
—¿Eso que saboreo es miel? —preguntó, y el jeque asintió—. ¿Esto es lo que
creo que es?
Su sonrisa se había ensanchado ahora que ya no necesitaba ocultarla.
—Eso depende completamente de lo que crea que es.
Tomó otro sorbo y de nuevo hizo una mueca al sentir el alcohol abrasador,
tratando de saborear lo que había detrás.
—Pensaba que habían dejado de elaborarlo hace muchos años.
El jeque le rellenó el vaso mientras respondía.
—Hace siglos. En realidad, estoy intentando revivir la costumbre.
Lucie sintió que una tensión que no había sabido que estaba allí se aligeraba
en sus hombros. Se reclinó un poco sobre el mullido cojín que había elegido como
asiento.
—Bueno, Zach ciertamente ha dado su aprobación.
Se arrepintió de haber vuelto a sacar a Zach a colación. Deseaba olvidarse de
él y concentrarse en disfrutar el tiempo del que disponía junto al jeque. Esperaba
que Abdul se limitase a ignorar la referencia a Zach y continuase, pero no fue tan
afortunada.
—Dígame, ¿están ustedes dos juntos?
Lucie no supo si reír o llorar al oír aquello.
—Viajamos juntos —contestó rotundamente.
—¿Y nada más?
Lucie lanzó al jeque una mirada que esperaba que transmitiera toda la
repugnancia que le producía el mero pensamiento de salir con Zach.
Él se echó a reír.
—Bueno, lo que sí parece es que a él le gustaría.
—Yo no controlo lo que él quiere —respondió—. Y, además, en estos
momentos estoy muy ocupada para salir con alguien. Demasiado estresada.
No sabía por qué había dicho eso. Deseó poder recuperar las palabras del
aire. No le gustaba cómo habían sonado, como si, de alguna manera, estuviera por
encima del romance.
Tal vez ese era precisamente el motivo por el que las había pronunciado.
Quizás buscaba sentirse un poco menos intimidada por el jeque y la alborotada
colección de emociones que estaba despertando en ella. Pero no podía retirar las
palabras. Lo mejor que podía hacer era esperar que apareciese alguna distracción.
Con ese objetivo, rellenó su copa de licor de miel y tomó un trago largo. El
fuerte sabor de la bebida la pilló desprevenida y el ardor en la parte posterior de su
garganta se multiplicó de forma exponencial.
Tosió y el jeque se rio, extendiendo su mano para ayudarla, aunque ella hizo
un gesto con la mano para restarle importancia.
—Entonces, Lucie —dijo cuando ambos ya se habían calmado, como si
abriese un nuevo capítulo entre ellos—. Está claro que no pasa el tiempo bebiendo.
Me siento un poco confuso; las películas siempre dicen que los estudiantes
americanos no hacen otra cosa.
Lucie soltó una risita, el alcohol ya estaba empezando a hacer su efecto.
—Bueno, es culpa suya por creer lo que ve en las películas en lugar de
preguntar al producto original.
Él arqueó las cejas.
—Bien, entonces, producto original, si no sale con nadie y no bebe, ¿qué
hace?
Lucie suspiró, intentando improvisar algo más interesante que la verdad,
pero fracasó.
—Estudio. Y después escribo sobre lo que he estudiado. Y después estudio
sobre lo que quiero escribir.
Sorbió despacio su licor de miel, disfrutando su sabor.
—Suena como un círculo vicioso —dijo.
—Tal vez no sea vicioso, pero sí que es muy atareado.
Se quedaron sentados en silencio durante un tiempo y Lucie lamentó el
instante en que había admitido que el trabajo era todo lo que tenía. En el pasado, el
estudio siempre había sido suficiente para ella, pero ahora que estaba sentada aquí,
anhelando desesperadamente que algo de lo que decía sonara mundano o
impresionante, deseó que no hubiera sido así.
—Parece una forma muy productiva de vivir —dijo el jeque al fin.
A Lucie le resultó difícil decidir si había algún rastro oculto de
condescendencia en sus palabras. No parecía haberlo. Simplemente sonaba
amable, pero a Lucie no le parecía bien que fuera tan tolerante.
Hasta entonces había notado los efectos del licor en su cuerpo, pero no le
había importado demasiado. Ahora sentía que el aturdimiento se asentaba en su
cerebro y comenzó a dudar de sí misma.
—Es lo que me trajo aquí —dijo defendiéndose, aunque no hubiera habido
ninguna acusación.
Estudió cuidadosamente el rostro del jeque. Había una punzada de tristeza,
pensó, por haber sido malinterpretado. Se arrepintió inmediatamente de sus
palabras.
—Por supuesto que sí —dijo amablemente—. Y es muy impresionante lo
que ha logrado hasta ahora, las conclusiones a las que ha llegado partiendo de tan
poco.
No, Lucie lo había interpretado mal. No era únicamente dolor por el
malentendido. Había algo más.
—Lo intento. Amo este país. Ya sé que no es el mío y no estoy intentando...
No estoy intentando suponer nada. Yo solo...
El jeque la cortó y Lucie lo agradeció.
—Y debería haber contado con más información. Lo que estoy haciendo...
Lo que he estado haciendo estos últimos años debería haberse hecho hace una
década.
—¿Y por qué no se hizo?
Preguntar eso fue algo audaz, pero se trataba de una pregunta honesta y el
licor parecía haber aumentado su valor.
—Debería haber hablado con mi padre. Debería haber insistido y haberle
dicho que era importante.
—¿Cree que le habría escuchado?
En ese punto, el jeque hizo una pausa y bebió más.
—No lo sé. En algunos aspectos lo conocía muy bien. Era bueno escuchando
a los demás y me ayudaba siempre que podía. Pero en otros... —Sacudió la
cabeza—. Es diferente. Es diferente cuando eres algo más que tú mismo. Tenía que
ser rey. Cuando mi madre y mi hermana murieron, no las lloró. Tenía que
demostrar al país que podían seguir adelante. Pero nunca nadie le dijo que él podía
seguir adelante.
Lucie deseaba estar cerca del jeque. El hombre que tenía delante de ella era
muy distinto al hombre que había visto en el automóvil, o al hombre al que había
contemplado en los discursos grabados que había ofrecido sobre el programa para
el que había sido aceptada y sobre el movimiento general de apertura hacia el que
estaba conduciendo a su país.
Y, sin embargo, de algún modo eran la misma persona. Tenía el mismo tipo
de vulnerabilidad confiada. Había una honestidad en él que se notaba siempre,
incluso cuando hablaba de cosas sin absolutamente ninguna relación. Era como si
llevara a cuestas esa honestidad y comprensión en todo lo que hacía.
Y ahora que estaba hablando desde el corazón, sintió como si se estuviera
acercando a algo indudablemente precioso.
Pero entonces, el jeque dio marcha atrás.
—He estado intentando recuperar el tiempo perdido y espero que no sea
demasiado tarde. De todos modos, confío en que la meteorología no se convierta
en un verdadero problema y todavía tenga cosas buenas que contar sobre su viaje a
nuestro país.
«Las tendré», pensó Lucie. Eso ya lo sabía. Incluso aunque nunca llegara a
ver el yacimiento, aparte del rápido vistazo que había dado anteriormente aquel
día.
Siguieron hablando mientras la noche avanzaba. En cuanto se acostumbró,
Lucie descubrió que el licor de miel no era tan difícil de aguantar como había
pensado en un principio. Entraba con fuerza y hacía que se sintiera valiente.
De nuevo hablaron sobre su trabajo; era el tema más sencillo de tratar,
aunque no fuera lo que más deseaba discutir con el jeque.
Y parecía que él quería escucharla. El jeque la escuchó hablar del libro de
dinosaurios que había tenido siendo niña y de lo convencida que estaba de que iba
a ser la primera en diseñar una silla para cabalgar sobre un dinosaurio.
Habló sobre lo avergonzada que se había sentido cuando descubrió que era
imposible y lo enfadada que había estado con sus padres por haber permitido todo
aquello. Solo cuando entró en la universidad se dio cuenta de que quizá sus padres
no lo habían hecho a propósito.
Nunca le había contado nada de esto a sus compañeros de universidad ni a
ninguna de las citas que había tenido. Nunca se había atrevido a mencionárselo
siquiera a los pocos chicos con los que había salido durante unos meses. Todavía
había algo sobre todo ese tema que la avergonzaba y, sin embargo, se sintió
cómoda contándoselo a ese hombre, ese líder al que acababa de conocer.
Dudaba si el relato la avergonzaba porque mostraba lo apasionada que
había estado por la historia desde una edad muy temprana. Siempre había
parecido que Lucie lo intentaba demasiado y que cualquiera que la escuchara
consideraría que estaba demasiado obsesionada.
Y, si no era eso, entonces despreciarían a sus padres. Juzgarían su
procedencia. No exactamente a ella por provenir de allí, sino al lugar en sí.
Siempre que hablaba de la ciudad donde había crecido existía esta suposición no
dicha de que debía alegrarse por haber logrado salir de allí.
Sin embargo, mientras le contaba todo esto, no halló ni rastro de juicios en
los ojos de Abdul. Cuando hablaba de sus pasiones había una sensación de
reconocimiento. Y cuando acabó de hablar, Abdul le contó sus propias pasiones de
cuando era niño y le habló de sus estúpidos errores y grandes ambiciones.
Y cuando ella habló de sus padres y de cómo se había dado cuenta mucho
más tarde de lo que probablemente sabían y no sabían, él se limitó a asentir. El
jeque no esperaba que Lucie los juzgara, del mismo modo que él ya no juzgaba a
su propio padre por las decisiones que había tomado.
—Sí ―dijo—. Cuando eres joven, parece que una parte muy importante de
la vida es probar que tus padres se equivocaban. Descubrir que se pueden
equivocar parece que debería ser una victoria. Pero estos últimos años he
aprendido cada vez más que no es así.
Allí estaba otra vez esa vulnerabilidad. Había erigido esa enorme muralla a
su alrededor y aquello la desconcertaba. El jeque rebosaba confianza y autoridad
de numerosas formas distintas y, sin embargo, albergaba ese dolor en lo más
profundo de su ser, y Lucie veía que deseaba compartirlo con ella si lograba
persuadirlo de que era digna de ello.
Mientras se desviaban suavemente hacia el tema de su padre, sintió que el
jeque dejaba que se acercara cada vez más a ese lugar en su interior. Tenía la
certeza de que estaban a punto de empezar a hablar de él cuando Abdul se levantó
como si hubiese recordado algo.
—Tengo algo que deseo mostrarle —dijo con mirada distante.
OCHO

Ligeramente mareada por el alcohol, Lucie dudó mientras miraba al jeque,


cómoda y cálidamente sentada junto al fuego y bajo las estrellas.
Pero entonces él extendió la mano para ayudarla a levantarse.
Lucie se derritió. Su mano salió volando hacia arriba, como si ella no tuviese
nada que decir al respecto. No tenía ningún control sobre todo aquello: a
dondequiera que la invitara a ir, ella lo seguiría.
Intentó no pensar de esa forma mientras la conducía fuera de la sala y
bajaban por el corredor. Intentó no pensar en el modo en que el tejido de las ropas
del jeque revelaba y luego ocultaba la silueta de su cuerpo. Intentó no distraerse
cada vez que el jeque miraba hacia atrás y veía sus ojos iluminados con el brillo de
los candelabros que dejaban atrás.
La estaba llevando por todo el palacio. Habían estado en el tejado y ahora la
estaba conduciendo hacia abajo, una planta tras otra. Pero debía de tratarse de una
ruta muy indirecta, ya que bajaron por escaleras diminutas y atravesaron pasajes
que Lucie no estaba segura que ella debiera conocer. Había innumerables salas:
dormitorios, bibliotecas, estudios... Pero el jeque apenas parecía mirarlas mientras
se internaban más y más hacia abajo.
Tampoco mencionó los retratos que colgaban de las paredes. Lucie
comprendió que los llevaba viendo toda su vida y probablemente apenas reparaba
ya en ellos. Pero para ella eran impresionantes. Había cierta similitud en todos los
rostros. Era evidente que todos estaban emparentados. Podía distinguir los
pómulos de Abdul en uno de los retratos y sus ojos en otro.
La mayoría eran grandes grupos posando juntos. Casi no había ningún
retrato dedicado a una o dos personas. Eran familias enormes y en todos ellos daba
la sensación que sus vidas eran tal vez un poco caóticas, pero plenas.
Cuando llevaban un tiempo caminando, Lucie comenzó a notar que ya no
veía la noche a través de las ventanas. Entonces cayó en la cuenta de que, casi con
toda seguridad, habían bajado más de ocho plantas.
Sus sospechas se confirmaron cuando atravesaron una última puerta,
encajada secretamente tras un antiguo piano, que conducía a una diminuta
escalera de caracol que los llevó a la oscuridad que yacía bajo el palacio.
—¡Ah! —exclamó Abdul, apenas visible con la tenue iluminación
proveniente de la puerta que había en la parte superior de la escalera de caracol—.
¡He olvidado la luz!
Mientras comenzaba a tantear los muros, Lucie elevó mentalmente una
pequeña oración de agradecimiento a quien fuera esa antigua divinidad que le
había otorgado bolsillos en su vestido y extrajo su teléfono, encendiendo la linterna
para ayudarlo.
Pensó que se sentía bien al poder echar una mano. Especialmente cuando él
le lanzó una mirada triunfal y agradecida, una vez que el rayo de luz que bañaba la
oscuridad desapareció.
Con la luz del teléfono encontró lo que estaba buscando: una antorcha
guardada en un estante de piedra con un encendedor junto a ella.
Lucie comprendió que habría sido más práctico dejar una linterna ahí abajo,
en lugar de una antorcha. Pero ir a un lugar secreto bajo el palacio no tenía nada
que ver con lo práctico.
Tenía que ver con la aventura.
Y así, cuando la antorcha ya estuvo encendida, Lucie apagó la linterna de su
teléfono y siguió a Abdul hacia la oscuridad.
Mientras caminaban, se fijó en los muros del pasaje que había delante de
ellos. A veces era más ancho, a veces más estrecho. Vio las marcas del tallado de la
piedra dejadas por las herramientas que se habían utilizado para excavar el túnel,
y gracias a esas marcas pudo deducir que llevaba allí mucho tiempo.
A la luz de la antorcha, todo adquiría un aspecto de misterio y aventura.
Todo estaba bastante oscuro fuera de la proximidad inmediata de la antorcha y,
por ello, Lucie tuvo que colgarse del brazo de Abdul para evitar arriesgarse a una
caída.
No es que aquello le importara. A pesar de su buen juicio, disfrutaba la
sensación que sentía al atreverse a tocarle en la oscuridad.
Mientras continuaban, tuvo la sensación de que habían avanzado mucho
más allá de los muros del palacio que se erigía por encima de ellos. Ya no estaban
bajo el edificio, a no ser que hubiese bebido mucho más licor casero de miel del
que creía.
—¿Para qué se construyó esto? —preguntó, susurrando en la oscuridad,
aunque no había ninguna posibilidad de que alguien la escuchara.
—Nadie lo sabe —respondió él también en un susurro—. Mi padre me lo
mostró cuando era niño. Y su padre se lo enseñó a él.
No necesitaba preguntarle por qué no había abierto el túnel a los
arqueólogos o los historiadores de la misma forma que estaba haciendo con el resto
del país.
Cuando ya llevaban caminando varios minutos, el jeque comenzó a aflojar
la marcha.
—Está aquí, por algún lugar... —murmuró para sí en árabe, y Lucie se
quedó impresionada al comprobar que su voz sonaba mucho más plena y suave en
su idioma materno.
Sin embargo, no tuvo tiempo para detenerse en ese pensamiento, ya que
Abdul parecía haber encontrado lo que estaba buscando.
—¡Aquí! —exclamó—. Mire eso.
Lucie entrecerró los ojos y contempló la pared. Al principio era difícil
comprender qué se suponía que debía ver, pero entonces cayó en la cuenta.
—¡Trilobites! —Levantó la voz más de lo que era su intención. El sonido
llegó muy lejos, resonando en los sólidos muros del corredor.
—Sí —dijo él en voz queda, divertido por la alegría de Lucie.
Se quedaron allí de pie y contemplaron los trilobites durante un buen rato.
Debía de haber habido una gran cantidad de ellos en la zona bajo el palacio, pensó
Lucie, para que quienquiera que construyese el túnel tropezara con tantos.
Después de unos minutos, cansados de escudriñar en la oscuridad,
continuaron bajando por el túnel. Lucie pensó que darían media vuelta, pero el
jeque se limitó a conducirla hacia adelante, y no había en ella el más ligero impulso
de preguntarle por qué.
Por fin, después de mucho tiempo, comenzó a notar que el túnel se
inclinaba suavemente hacia la superficie. Una ligera brisa proveniente de algún
lugar le golpeó el rostro y vio cómo parpadeaba la luz de la antorcha.
Finalmente emergieron entre un promontorio de rocas. Abdul tuvo que
apartar una a empujones para que pudieran pasar, y la sorpresa de Lucie quedó
impresa en su rostro cuando él aseguró que no era tan pesada como parecía.
Lucie trató de evaluar dónde se encontraban. Habían llegado a un lugar
bastante alejado del palacio, aunque no daba la sensación de estar separado del
edificio, ya que la zona en la que habían emergido estaba conectada con los
jardines mediante largos y sinuosos senderos. Estaban en el límite del oasis, y
Lucie casi podría haber olvidado completamente que estaban en un desierto, con el
agua a un lado y el palacio, junto con los árboles y arbustos florecidos, al otro.
—¿Volvemos? —preguntó el jeque, ofreciendo su brazo.
Lucie dudó. Abajo, en el túnel, a la luz de la antorcha, tomar su brazo había
parecido lo más natural. Ahora que se habían reincorporado al mundo real, ya no
le parecía lo mismo.
Aquí arriba él era el rey y ella una estudiante. Atravesar los jardines
tomados del brazo, iluminados únicamente por la luna parecía absurdo.
Lucie debía recordar quién era ella. Tenía que recordar que, a pesar de que
se había introducido en el mundo del jeque gracias a su determinación más
absoluta, en realidad nunca sería uno de ellos.
Él notó su indecisión y dio un paso hacia adelante confiadamente. Sus
recelos ante la idea de tomar su brazo no parecieron inmutarle en lo más mínimo,
aunque si Lucie se permitía hacerse ilusiones, pensó que había visto una ligerísima
punzada de decepción en su rostro.
Así que le siguió bajo la luz de la luna.
—Vaya, creo que ya sé de dónde proviene su interés por la arqueología —
dijo Lucie cuando ya habían caminado un rato, embargados por los suaves aromas
del jardín del desierto.
—¡Ah, sí! —dijo, como si ya lo hubiese olvidado—. El túnel.
—En realidad iba a decir Indiana Jones, por la antorcha —dijo Lucie riendo.
Su risa, a la que se unió rápidamente el jeque, se extendió por la noche
silenciosa.
—Supongo que es justo. No puedo decir que eso no era lo que era. No
recuerdo demasiado de mis primeros años. Toda mi infancia está un poco borrosa.
Dijo esas palabras con sencillez, como si no se diera cuenta del campo de
minas que yacía bajo ellas. Lucie sí se dio cuenta, pero continuó por la misma
senda a pesar de todo.
—¿Debido a su madre?
Su paso se hizo un poco más corto y se acercó un poco más a ella.
—Sí. Pero no solo por ella. Fue por... Fue por más cosas además de eso.
Perderlas a ella y a mi hermana el mismo día...
Lucie asintió, aunque más por no saber qué hacer que porque comprendiera
cómo había sido aquello. No creía que pudiese comprenderlo.
Nunca había perdido a nadie realmente importante para ella. Supuso que
había sido muy afortunada en ese aspecto. Cuando estudiaba la historia moderna
de Al-Brehoni, se había topado con un artículo sobre la reina y la única princesa de
la familia real, ambas fallecidas a causa de una fiebre repentina unos veinticinco
años antes de que ella leyera la noticia. Se trataba de un artículo muy somero,
escrito en el aniversario de sus muertes. Tan solo una nota sobre el tiempo que
había transcurrido y cómo la nación aún lloraba su muerte, etc., etc.
Pero, al conocer a Abdul, la realidad de aquellas pocas frases leídas en una
tarde aburrida finalmente había cobrado vida.
—Querían tener muchos hijos —dijo Abdul, acercándose aún más—. Mi
padre me lo contó una vez, cuando le pregunté por qué no tenía más hermanos y
hermanas viviendo en una casa tan grande. Me dijo que habían planeado tenerlos,
pero que ambos eran muy jóvenes. Pensaron que tendrían tiempo.
Siguieron caminando hacia el palacio, y su paso ahora era muy lento y
sincronizado.
—Tiene un hogar precioso —dijo Lucie, levantando la vista hacia él—. Pero
es muy grande.
Abdul asintió y, a continuación, dirigió su mirada al frente, al edificio que
tenían delante de ellos.
Continuaron unos minutos en silencio.
—Es bueno hablar —dijo al fin—. Es bueno poder hablar.
Las palabras eran simples, pero Lucie pensó en cómo se había sentido
hablando con él todo ese día y toda esa noche, y supo exactamente lo que quería
decir.
Ahora estaban tan cerca que habría jurado que, después de todo, había
vuelto a tomar el brazo del jeque a la salida del túnel, si no fuera por la electricidad
que entonces había sentido fluir por su piel. Estaban muy cerca y, sin embargo,
muy lejos, por su imposibilidad de relacionarse.
Lucie no podía tocarlo. No sería adecuado. Sería inaceptable. Si alguna vez
saliera a la luz, sería blanco de todas las risas. Nunca la tomarían en serio
profesionalmente si la consideraban el tipo de chica que se enamora de los
gobernantes de los países en los que trabaja.
Conocía todas esas reglas y se atenía fanáticamente a ellas en su cabeza,
temerosa de que, si no lo hacía, se evaporarían y la dejarían sin motivos para
reprimirse y no deslizar su brazo por el del jeque, justo como le había ofrecido
unos minutos antes.
Pero entonces sintió su tacto, sus dedos acariciando su antebrazo. Era un
movimiento inconsciente y fortuito, y Abdul rápidamente se retiró cuando ella se
detuvo paralizada. Pero ya era demasiado tarde. Era como si hubiese enviado una
descarga eléctrica directamente desde sus dedos al corazón de Lucie, que había
comenzado a latir violenta y descontroladamente. Sentía que tenía las palmas de
las manos humedecidas y el calor le subía por el rostro.
Las personas como él conseguían lo que querían. Siempre. Tenían las casas,
y la fama, y la fortuna. Para ellos, las cosas eran muy fáciles. Ella nunca podría
tener lo que quería. No de verdad. No con él.
Pero podía besarlo, solo esta vez.
Dio un paso hacia adelante, conmocionada por la audacia de sus propios e
inminentes actos. Pero la maquinaria ya estaba en marcha y no podía detenerse. Se
elevó sobre las puntas de los pies y colocó firmemente las manos sobre los
hombros del jeque, inclinando todo su cuerpo hacia adelante y acercando los labios
a los de él.
La misma descarga eléctrica que había recorrido todo su cuerpo con el tacto
de los dedos de Abdul volvió a recorrerla, pero mucho más potente. Su mente
parecía devorada por la cálida electricidad del contacto y, cuando cerró los ojos,
habría jurado que había fuegos artificiales detrás de ellos.
Y entonces, como el lastre de un globo, la gravedad de sus actos cayó sobre
ella y la trajo de vuelta a la Tierra. El mantra que se había estado repitiendo tan
solo unos instantes antes comenzó a atronar sus oídos. Murmuró algo. La intención
de Lucie era disculparse, pero apenas podía oírse a sí misma por encima del ruido
atronador de su corazón y su propio y enfermizo remordimiento.
Se volvió bruscamente y comenzó a moverse rápidamente hacia el palacio.
Avanzó por el sendero a largas zancadas impulsadas por el pánico, aumentando la
velocidad y poniendo tanta distancia como podía entre ella y el hombre al que
había avergonzado y agraviado.
No podía pensar. No podía respirar. Nunca había sido el tipo de chica que
actúa sin pensar. Nunca había sido del tipo que arroja toda la sensatez por la borda
y arruina todo con un solo acto.
Y ahora lo había hecho.
—¡Lucie!
Le oyó llamarla por su nombre desde algún lugar lejano y lo ignoró.
—¡Lucie!
Solo que no estaba tan lejos. Su voz sonó justo en el oído de Lucie.
Se detuvo en seco, sobresaltada. Se detuvo tan rápido que Abdul tropezó
con ella. Por un momento muy largo, notó que se caía.
Pero entonces sintió cómo sus brazos la sujetaban firmemente y la
levantaban. Sintió su aliento en la mejilla a medida que su rostro se acercaba al de
ella.
Y entonces, así, sin más, él la estaba besando. Los labios de Abdul eran
suaves pero ardorosos. Lucie sintió que se derretía en él, como un sorbo suave de
licor de miel. Le pareció irresistible. Antes de darse cuenta, el coro de dudas de su
cabeza se había desvanecido, dejándolos solos a los dos, de pie bajo la luz de la
luna, abrazados con sus corazones entrelazados.
NUEVE

Se despertó despacio. Suavemente. Ocurrió tan gradualmente que Lucie al


principio ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Apenas era
consciente de la claridad que la rodeaba, y de la forma en que empezó a sentir su
rostro y su cuerpo bañados en la suave luz diurna.
Sus párpados se agitaron para abrir los ojos y después volvió a cerrarlos.
Nunca antes había hecho algo así. Toda su vida se había catapultado fuera de la
cama, movida por una lista enorme de cosas que debía aprender ese día.
Pero hoy era distinto. Hoy se sentía demasiado calentita, demasiado
satisfecha y contenta para sentir que hubiera nada tan urgente que implicara salir
de la cama.
Extendió el brazo, deseando sentir la piel de Abdul. Había pasado toda la
noche sintiéndole cerca de ella, deleitándose ante la sensación de tener su corazón
latiendo tan profundamente y con tanta potencia tan cerca de su oído.
Pero no lo sintió allí.
Extendió la mano, intentando encontrarle en la enorme cama, atestada con
el suave desorden de sábanas y mantas. Pero, aun así, no encontró nada.
La semilla del pánico comenzó a germinar, trayendo la imperfección a
aquello que, hasta entonces, había sido la mejor mañana de su vida. Abrió los ojos
y comenzó a mirar a su alrededor, buscando al hombre que había creído con toda
seguridad que estaría allí al despertar.
—Ah, estás despierta.
Una oleada de alivio la inundó mientras Abdul caminaba hacia ella,
enderezando su corbata. Lucie sonrió; parecía algo realmente común y doméstico
después de lo que había parecido un viaje tan extraordinario y misterioso las
últimas horas.
—Ya estás vestido —observó Lucie mientras Abdul se acercaba a ella.
Él no contestó, simplemente se inclinó hacia ella y depositó un beso en sus
labios.
Nada más separar los labios, Lucie levantó su rostro hacia él, robando un
segundo beso aunque él solo había ofrecido uno.
El jeque sonrió.
—Sí —contestó. Su voz sonó como si la tristeza estuviese intentando abrirse
camino, pero no lo lograse—. Tengo algunos asuntos que atender en la capital. Hay
unas personas que quieren oponerse a una de mis nuevas iniciativas... Nada
inesperado. Lo habría programado para otro momento si hubiese sabido que
habría otro lugar en el que iba a preferir estar hoy.
Ahora estaba sentado en el borde de la cama. Se sentía como se habían
sentido el día anterior. Tan cerca. Pero Abdul tenía que partir.
Lucie se rio y lo empujó con dulzura.
—¡Ve! Ve a reunirte con tus hombres. De todos modos, vas a conseguir que
llegue tarde a la excavación. La tormenta ya ha pasado, ¿no es verdad?
—Así es. Me reuniré contigo más tarde, ¿de acuerdo? Tengo una visita
pendiente.
La besó de nuevo y después se puso en pie a regañadientes. Lucie se llevó
una mano al rostro. Estaba sonriendo de oreja a oreja. Dolía un poco, pero no podía
detenerse.
—Estoy deseando enseñártelo todo —dijo Lucie.
Y así, sin más, salió por la puerta y Lucie se quedó sola en la suite real.
Ahora que el jeque se había ido, no había nada que la retuviera dentro de la
burbuja brumosa en la que se había despertado. Sintió que surgían de nuevo en su
interior la energía y la excitación por el trabajo, y prácticamente tuvo que
contenerse para no saltar de la cama. La alegría de la noche que había compartido
con el jeque solo sirvió para aumentar su excitación por regresar al yacimiento.
Se encaminó rápidamente hacia su dormitorio. Ahora, con la luz del día,
todo parecía muy distinto que cuando habían vuelto allí a trompicones, abrazados
el uno a otro. Tenía un poco de miedo de encontrarse con alguien, pero sabía que
no tenía por qué preocuparse por la discreción de los sirvientes. Si Abdul no
pensara que eran de confianza, con toda seguridad no la habría dejado en su cama.
De vuelta en su suite, Lucie se duchó y se vistió con rapidez frenética, y
después bajó las escaleras prácticamente de dos en dos para llegar al desayuno.
Allí estaba Zach, con el aspecto de haber vaciado una botella entera de licor
de miel antes de acostarse la noche anterior. Lucie no sabía cómo la había
conseguido, pero tampoco deseaba preguntarlo.
También descubrió que no estaba tan molesta por la idea de hablar con él
como el día anterior.
—¿Cómo estás, Zach? —dijo, iniciando la conversación.
Él la miró con la sospecha en los ojos.
—¿Dormiste bien? —preguntó, en lugar de responder a su pregunta.
—Sí —dijo, extendiendo mantequilla sobre su tostada y agradeciendo el
detalle de que, a pesar de su deseo de mostrarles su país, Abdul había solucionado
la añoranza que pudieran sentir ofreciéndoles un verdadero desayuno americano.
—Las camas aquí son maravillosas, ¿no crees?
—Bueno, yo solo he probado una —disparó Zach, escrutando
cuidadosamente el rostro de Lucie, como si fuera a delatar lo que había ocurrido
después de que él se marchara y los dejara al jeque y a ella a su suerte.
Cualquier otro día, Lucie se habría preocupado por la implicación. Podría
haber intentado por millonésima vez hablar con Zach sobre los límites. Pero hoy
descubrió que nada de lo que dijera podría molestarla y se limitó a encogerse de
hombros.
—Bueno, mi cama era maravillosa. ¿Te han dicho si vamos a volver pronto
al yacimiento? ¿Sabes si se va a reanudar el trabajo hoy?
Zach iba a responder cuando entró un mayordomo y les dijo que el
automóvil estaba preparado para llevarlos de vuelta a la excavación.
Ahora que no le importaba en absoluto dar una impresión equivocada a
Zach, descubrió que era mucho más sencillo hablar con él. De hecho, era más
sencillo hacer que Zach escuchara lo que pensaba sobre lo que esperaba encontrar
en la excavación que intentar ocultarlo todo. Así que, durante todo el camino de
vuelta, se encontró parloteando acerca del día que tenían por delante.
Sin embargo, nada más llegar Lucie comprobó lo alejadas que se
encontraban sus esperanzas de la realidad.
Ya había oído hablar de los efectos de las tormentas de arena. Pero, de
alguna forma, cuando se las imaginaba, siempre había pensado en ellas como si
fueran tornados, causando estragos en algunas zonas y dejando otras intactas.
Parecía que ese no era el caso de la tormenta de la noche anterior: hasta
donde alcanzaba la vista, todo estaba cubierto por una gruesa capa de arena y
polvo. Era como si acabasen de arrojar otros diez años que tendrían que ser
despejados y, dada la importancia de preservar el registro histórico, tendrían que
excavarlo todo de nuevo con el mismo cuidado.
Así que se pusieron manos a la obra. No era fácil, pero Lucie siempre había
destacado en el trabajo duro. Y se alegraba de tener la oportunidad de conocer
mejor a sus compañeros arqueólogos. Cuanto más hablaba con ellos, más segura
estaba de que eran su tipo de personas. Y, entre eso y la alegría que pendía sobre
ella por la noche que acababa de disfrutar, su ánimo estaba por las nubes.
Pero cuando llegó y pasó el almuerzo, comenzó a preocuparse. El jeque no
había dicho exactamente cuándo vendría a visitarlos, pero a medida que
transcurría la tarde, parecía menos probable que fuera a ir a la excavación ese día.
Comenzó a buscar excusas para reprimir la duda abrumadora que asediaba
su mente. Probablemente sus asuntos le habían ocupado más tiempo del esperado,
razonó. Tal vez se había quedado atrapado en la ciudad. Nada de eso era motivo
de preocupación. El hombre que le había dado un beso de buenos días querría estar
aquí. ¿Por qué lo habría dicho si no fuera así?
A medida que la tarde daba paso al anochecer, un posible motivo comenzó
a adueñarse de la cabeza de Lucie. Pensó que tal vez se lo había dicho para poder
irse sin que ella montara una escena.
Cuando un enviado con aspecto oficial detuvo su vehículo en el
campamento, Lucie desechó todos sus temores; pero no fue el jeque quien salió del
automóvil. En lugar de él apareció un sirviente, un oficial anónimo al que Lucie no
reconoció, para informarles a Zach y a ella que el jeque había deseado invitarlos de
nuevo esa noche, pero habían surgido otros planes completamente inesperados. El
oficial explicó que había traído su equipaje para que pudieran alojarse en el
campamento, tal y como se había planeado originalmente.
A continuación descargó las bolsas y se fue de nuevo, desapareciendo en el
desierto.
Con ese gesto se esfumaron todas las defensas que había construido Lucie
frente al mar de emociones que comenzaba a inundarla. Se ahogaba en rabia y
dolor.
Y, peor aún, Zach lo vio. La actitud zen de calma que había mostrado hacia
él anteriormente, incapaz de molestarse por nada de lo que él decía o hacía, se
evaporó junto a sus esperanzas de volver a ver al jeque. Necesitó todo el
autocontrol que poseía para no abofetearlo cuando intentó entablar conversación
con ella al caminar desde la excavación al campamento que sería su hogar durante
el resto del viaje.
Zach estaba sonsacándola, intentando averiguar qué había ocurrido
exactamente entre el jeque y ella. «Bueno —pensó Lucie—, es una buena
pregunta».
O eso creía ahora.
DIEZ

El resto de la semana transcurrió sin mayores incidentes. No hubo más


tormentas, nada que rompiera la monotonía de excavar la arena depositada por la
tormenta e intentar volver a descubrir el trabajo que el equipo ya había realizado y
que se encontraba bajo la arena.
En cuanto a Lucie, a ella no le importaba la monotonía. Aunque había muy
pocas posibilidades de descubrir nada nuevo, conocía casos del pasado en los que
una meteorología extrema había liberado descubrimientos que de otro modo
nunca habrían quedado expuestos. No era mucho, pero impedía que se sintiera
demasiado frustrada por la falta de progresos en la investigación para su tesis.
Durante los días que siguieron, su admiración por las personas con las que
estaba trabajando (a excepción de Zach) no hizo más que crecer. Algo que vio
reafirmado por el hecho de que algunos de ellos y, en muchos casos, los mejores y
más brillantes de sus especialidades, provenían de circunstancias no muy
diferentes a las suyas.
Pero incluso en eso había algo de tristeza, ya que comprender que todos los
arqueólogos de la excavación eran de un calibre personal y profesional tan elevado
solo servía para recordar a Lucie quién los había elegido personalmente. Incluso
este pequeño hogar que había encontrado estaba contaminado con su recuerdo y el
enorme abismo que había entre lo que Lucie había creído que sentía por ella y lo
que él había sentido realmente.
El jeque todavía era el rey supremo de su mente y Lucie odiaba el poder que
tenía sobre ella. Un pensamiento aislado sobre él y, de repente, empleaba toda una
hora preguntándose dónde estaría, recordando, caricia a caricia, la noche que
habían pasado juntos.
Simplemente no tenía sentido para ella. Siempre había confiado en su
instinto para juzgar las personas y muy raramente se había equivocado. Se había
enorgullecido de ello mientras crecía y la había protegido de muchos problemas.
¿Cómo podía haberse equivocado tanto con ese hombre? Si el jeque era de
verdad tan desapasionado que ni siquiera deseaba venir a verla una vez más, ¿por
qué había parecido tan tierno e íntimo con ella aquella noche? ¿Por qué le había
parecido que tenían una conexión auténtica?
Esta pregunta era la que ocupaba su mente durante más tiempo, por encima
de los sentimientos de traición y rechazo que la embargaban. Esta pregunta era la
que le provocaba dudas a la hora de abandonar el país sin verlo por última vez.
Sabía que tenía que hacer algo al respecto. Sabía que debía encontrar la
forma de llegar hasta él. Pero todos los días fracasaba. Sabía que, para ir al palacio,
tendría que tomar prestado el todoterreno y detestaba la idea de pedírselo al
profesor Hasseb, por miedo a que sospechara por qué necesitaba ir allí. Así que
todos los días albergaba la esperanza de que alguien del séquito real apareciese de
nuevo en la excavación sin anunciarse, y que ella pudiera convencerlo para que la
llevara de vuelta al palacio. Pero, por supuesto, nadie apareció.
Cuando el sol comenzó a ponerse en su último día de excavación, Lucie vio
que se cerraba la ventana de su última oportunidad. Después de despedirse del
resto del equipo, Zach y ella subieron al avión privado que los trasladaría a la
capital. Solo que esta vez Lucie se alejaba de su oportunidad, en lugar de dirigirse
hacia ella.
Una vez más los llevaron al hotel para dormir unas horas y prepararse para
el viaje que tenían por delante. Pero, después de que Zach se dirigiese a su
habitación, Lucie se quedó atrás para hablar con el chófer.
—Lo he visto antes, ¿verdad? —preguntó en un árabe de los países del
Golfo que había mejorado bastante durante el tiempo pasado en la excavación.
El hombre hizo una pausa antes de responder.
—Sí —dijo también en árabe—. Soy uno de los chóferes del jeque. Deseaba
asegurarse de que su amigo y usted estaban bien atendidos para que informen
positivamente sobre el programa.
—¿Puede llevarme con él?
La pregunta era impertinente y Lucie lo sabía. Pero se estaba quedando sin
tiempo y estaba desesperada. Necesitaba ver al jeque, al menos para cerrar la
historia. Aunque solo fuera para no tener ese interrogante pendiendo sobre su
cabeza.
El hombre se quedó en silencio. Parecía ansiar ardientemente decir algo,
pero no pudo. Lucie deseó encontrar la manera de sacárselo. Deseó poseer la llave
para convencerle y que dijera aquello que tenía en la punta de la lengua.
—No —dijo finalmente—. No puedo.
Y entonces se alejó en el automóvil.
Lucie se quedó allí de pie, contemplándolo hasta que giró en una curva y se
perdió de vista. Se negó a entrar, aunque sabía que el vehículo se había ido,
esperando en silencio que el chófer cambiase de opinión y la llevara junto al
hombre que la había despreciado.
Pero no ocurrió nada y, finalmente, tuvo que enfrentarse a los hechos y
entrar en el hotel.
Unas horas más tarde, el automóvil que llegó para llevarlos a Zach y a ella
al aeropuerto tenía un conductor diferente, uno que se negó a hablar con ella. El
viaje había terminado, y Lucie comprobó con una punzada sorda que cualquier
relación que pudiera haber tenido con el jeque se había perdido entre las arenas del
desierto y el tiempo.
ONCE

Lucie estaba atrapada entre la espada y la pared. Durante las últimas


semanas, desde que volviera de su desafortunado viaje a Al-Brehoni, había
deseado desesperadamente olvidar lo que había sucedido allí, pero el trabajo en su
tesis la había forzado a recordarlo constantemente.
Debía cumplir el plazo si iba a acabar este año, pero se le estaba agotando el
tiempo. Los estudiantes de grado ya habían entrado en la época decisiva en sus
clases, en la recta final hacia los exámenes, y los demás postgraduados estaban
ocupados editando y dando los toques finales a sus tesis. El ambiente era una
mezcla de emoción primaveral y desesperación a medida que se acercaban las
fechas de entrega.
Lucie quería terminar su trabajo. Necesitaba terminarlo. No solo por su
necesidad interior de lograrlo, sino también porque, después de haber probado la
vida de exploración que esperaba tener a continuación, sentía que un año más
discutiendo consigo misma sobre el orden adecuado de los párrafos de su tesis la
mataría.
Además, estaba el hecho de que, tan pronto como terminase su tesis y la
expusiera ante el tribunal del doctorado, habría acabado con Al-Brehoni de una
vez por todas. Si lo deseaba, podría limitarse a alejarse y no volver a tener nada
más que ver con el país. Si lo hacía así, pensaba, tal vez tendría una oportunidad
de olvidar lo que había sucedido aquella noche mágica y funesta.
En su intento por librarse de Al-Brehoni y su rey, Lucie tenía que cribar un
aluvión constante de recordatorios del hombre que intentaba olvidar
desesperadamente. Cada vez que escribía las palabras «Al-Brehoni», le parecía que
era un poco más difícil aceptar lo que había sucedido allí.
Y, además de eso, también sabía que su tesis atravesaba problemas.
Ahora que Al-Brehoni se había abierto a nuevos trabajos e incluso contaba
con una excavación arqueológica activa en el preciso lugar donde ella afirmaba que
hubo una vez un gran centro de producción de cerámica, bueno, no tenía excusa.
Estaba obligada a realizar una investigación exhaustiva de la antigua ciudad en la
que se centraba su estudio. Sin eso, todas sus teorías se quedaban en nada.
Había empezado a tener pesadillas en las que terminaba su tesis y la
exponía delante del tribunal examinador. Todo iba bien hasta el final, cuando le
lanzaban una sencilla pregunta:
—¿Y no fue usted a verlo?
Lo peor de todo era saber que había podido tener exactamente lo que
necesitaba, justo hasta el momento en que la tormenta de arena lo barrió todo y
destruyó su tesis con gran eficacia.
Al final tuvo que enfrentarse a un simple hecho: tenía que regresar a Al-
Brehoni.
Dejando a un lado que Lucie habría preferido permanecer tan lejos de allí
como fuese posible, había otro problema muy importante con respecto a esta
opción: el dinero. Aunque Harvard se había mostrado inicialmente bastante
dispuesta a patrocinarlos, el primer viaje de Zach y Lucie a Oriente Medio había
agotado los fondos destinados a ambos. Y era impensable apelar al Fondo de
Ayuda a la Investigación de Al-Brehoni para lograr otra oportunidad, sabiendo a
qué oídos llegaría inevitablemente la solicitud.
Pero mientras pensaba en las semanas pasadas en Al-Brehoni y en todas las
pequeñas molestias y victorias, la respuesta emergió en su mente.
Tenía que hablar con Zach.
Sus padres disponían de los recursos necesarios y, probablemente, estarían
deseosos de desembolsar el dinero si aquello significaba que su hijo por fin iba a
hacer algún progreso encaminado a completar su doctorado. Y sabía que él podría
convencerlos si lo intentaba. Por mucho que Zach le pareciera desagradable, sabía
que se había convertido en esa clase de persona precisamente porque siempre le
daban lo que quería. Y, en ese momento, Lucie podría usarlo en su propio
beneficio.
Pero cuando fue a hablar con él, se rio en su cara.
—Lo que te propongo nos beneficia a ambos —insistió ella, intentando
llegar a él.
Pero no parecía importarle. Lucie conocía el caos de su tesis mal organizada
lo bastante bien para saber que la tormenta de arena también había echado a
perder su trabajo, pero Zach se aprovechó de que a Lucie le atormentaba su deseo
por terminar más que a él.
La obligó a pedírselo otra vez. Le hizo sufrir la humillación de su risa de
nuevo. Y después la obligó a suplicar.
Parecía que, con cada palabra que pronunciaba Lucie, aumentaba la deuda
que contraía con él. Fue muy cuidadosa a la hora de no permitir ni por lo más
remoto la sugerencia de que contraía una deuda personal con él, aunque
comprendió que Zach estaba intentando con todas sus fuerzas que el asunto
tomase ese cariz.
Al final, el único modo de conseguir que aceptase seguir el plan y rogara a
sus padres que utilizaran parte de su financiación para enviarlos a ambos de vuelta
fue que ella se comprometiera a aportar todo el dinero que pudiera permitirse.
Zach le preguntó cuánto dinero tenía ahorrado y ella, ingenuamente, se lo
dijo.
Insistió en que gastara hasta el último céntimo.
Para cuando ya estuvo todo dicho y hecho, y Zach hubo convencido a sus
padres y estos tuvieron todo organizado para que pudieran volver a Al-Brehoni la
semana siguiente, Lucie estaba arruinada, exhausta y se sentía emocionalmente
atrapada.
No dejaba de pensar para sí misma que así era como se suponía que debían
sentirse los candidatos a obtener el doctorado cuando se encontraban terminando
sus tesis. De esto trataban todas las historias de terror. Ella era normal y todo iba
bien. Todo iba a salir bien. Había resuelto el problema y lo único que quedaba por
hacer era mantenerse dentro de la senda con la cabeza gacha en Al-Brehoni, y
pronto sería libre.
Pero mientras intentaba calmar sus nervios por el inminente viaje, sentía
que había algo distinto.
Estaba acostumbrada al estrés, y una vida dedicada al ámbito académico
había logrado que fuera más que capaz de sobrellevarlo. Conocía las señales que
indicaban que se estaba sobrecargando demasiado y las obedecía.
Pero esta vez sus estrategias habituales no funcionaron. Por mucho que
intentase utilizar sus técnicas de relajación más eficaces, y por mucho espacio y
tiempo que se otorgase a sí misma para recuperarse, no mejoró. Seguía sintiéndose
agotada.
Era como si su cuerpo se rebelase contra ella. Estaba constantemente
cansada, de una forma que nunca antes había experimentado. Siempre se le había
dado bien el último esfuerzo para terminar el trabajo que tuviera entre manos. Año
tras año, había logrado superarlo todo sin sentirse como en esos momentos.
Aun así, intentó apartar la sensación y, hasta que no estuvo dentro del taxi
de camino al Aeropuerto Internacional Logan para tomar el vuelo que la llevaría al
lugar que estaba tratando de olvidar con tanto esfuerzo, no empezó a pensar en
serio en los síntomas que tenía.
Náuseas. Agotamiento. Aquello era el principio. Intentó evitar la
predisposición a llegar a una conclusión, pero en cuanto el pensamiento entró en
su mente, descubrió que no podía dejarlo ir. Repasó en su cabeza los síntomas y
comprendió que en las últimas semanas había mostrado casi todos.
Jadeó en alto en el asiento trasero del automóvil, obviando las preguntas del
taxista mientras estacionaba en el aeropuerto, y pagó el trayecto.
Al entrar en la terminal, facturó su equipaje y suspiró de alivio al no ver a
Zach por ninguna parte; tenía una misión que cumplir antes de embarcar.
Agradeció a su buena estrella que la farmacia del aeropuerto tuviera tests de
embarazo expuestos en estantes atestados, entre tapones para los oídos y
medicamentos para el resfriado. Compró dos y se apresuró a los aseos, ocupando
una cabina familiar. Necesitaba intimidad para lo que iba a hacer.
Se hizo el test y esperó, vigilando con tristeza su teléfono mientras el
cronómetro seguía con la cuenta atrás.
Cuando por fin llegó el momento de mirar, dudó.
Los próximos segundos determinarían su futuro. Por mucho que hubiese
sentido que su vida estaba en suspenso mientras hacía el doctorado, la idea de que
su futuro viniera a ella tan repentinamente le pareció aterradora.
—¡Recomponte, Lucie! —susurró sobre los sonidos amortiguados de los
anuncios de la terminal.
Respiró profundamente y miró.
Dos líneas. Embarazada.
Hizo el otro test, pero sabía que no supondría ninguna diferencia. En ese
momento, simplemente se esforzó al máximo en esquivar la parte de su cerebro
que estaba aterrada. Lo hecho, hecho estaba.
Nunca se libraría de Al-Brehoni. Nunca se libraría del jeque.
Quería llorar. Si por lo menos pudiera dar rienda a sus emociones, sería más
fácil. Pero allí, en un baño familiar del aeropuerto, había muchas cosas en juego.
Había demasiadas cosas que tenía que hacer. Así que, en lugar de llorar, arrojó las
pruebas de embarazo a la papelera, se recompuso y se dirigió a la puerta.
Estaba embarazada, arruinada, con una tesis doctoral que pendía de un hilo
y encaminándose de vuelta al país del hombre que la había rechazado y la había
dejado embarazada. Llegados a ese punto, ¿qué más podía hacer?
DOCE
Al igual que en la ocasión anterior, Zach y ella tuvieron que tomar un vuelo
chárter hasta el yacimiento arqueológico, ya que ningún otro transporte podía
llevarlos a la remota y antigua ciudad.
A diferencia de la vez anterior, no disponían de presupuesto para una
aeronave lujosa y brillante; el único avión privado que podían permitirse parecía
que a duras penas podía sostenerse en el aire. Lucie habría jurado que, si se
acercaba lo suficiente, vería cinta americana sujetando las alas.
Intentó no mirar demasiado cerca.
El viaje no fue tan suave como la última vez, y no habían tenido dinero para
pagar una noche de hotel para descansar y recuperarse para el día de excavación
que tenían por delante. Lucie estaba asustada, cansada y, de repente, empezó a
sentir náuseas.
Zach también lo notó, añadiendo una línea más a su contabilidad de
desgracias.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
Solo Zach sabía hacer que incluso una expresión de preocupación sonase
como una acusación. El hecho de que la cabina estuviera tan mal insonorizada y
tuviesen que gritarse el uno al otro para oírse no ponía las cosas más fáciles.
—Es solo que me mareo con el movimiento. Estaré bien.
Lucie nunca había sido una buena mentirosa y, a juzgar por el rostro de
Zach, no se había dejado engañar. Deseó que aceptara su explicación y cambiara de
tema, pero él continuó con la conversación.
—Estabas bien la última vez —gritó.
Lucie sacudió la cabeza, molesta porque le recordara algo de la última vez
que habían estado allí.
—¡La última vez el avión era ligeramente distinto!
Eso le cerró la boca. La dejó en paz y Lucie lo agradeció. Durante mucho
tiempo contempló por la ventana el desierto infinito, intentando calmar tanto su
estómago como sus nervios.
Se alegró de que la ruta del avión no los llevara por encima del palacio. No
habría podido soportarlo. Solo estar en Al-Brehoni ya hacía aflorar demasiados
recuerdos, muchos detalles del tiempo que pasó con el jeque que había intentado
olvidar.
Pero el vuelo de una hora finalizó y allí estaban, en el pequeño aeropuerto.
El piloto salió del avión y se alejó, dejando el aparato en la pista de aterrizaje.
Esta vez tuvieron que esperar más tiempo a que los vinieran a buscar, pero
antes de que transcurriese demasiado tiempo, Lucie distinguió entre el polvo el
rastro del todoterreno que se dirigía hacia ellos.
Al volante venía Calista, la arqueóloga francesa del grupo que les había
dado la bienvenida la vez anterior, en esta ocasión en respuesta al correo
electrónico que Lucie había enviado la semana anterior. Lucie había esperado que
la saludase, pero no el enorme abrazo y los abundantes besos en la mejilla que
recibió.
—¡El yacimiento tiene mucho mejor aspecto ahora! No lo reconocerás.
Hemos progresado mucho —dijo Calista, saltando al interior del todoterreno e
indicándoles que hiciesen lo mismo.
—Parece que esto cuenta como un hola —murmuró Zach entre dientes.
Pero Lucie se limitó a sonreír para sí mientras lanzaba su bolsa al interior y
se sentaba en la parte posterior. Era su forma de decir hola.
Calista no había exagerado. Cuando llegaron a la excavación, era obvio lo
mucho que el grupo había progresado desde que lo viera Lucie unas semanas
antes. De hecho, estaba un poco desconcertada y preguntó a Calista cómo se las
habían arreglado para adelantar tanto trabajo.
—En realidad, han sido otros estudiantes como tú —replicó—. Los
americanos que vinieron con el programa de intercambio.
Así que el programa había seguido adelante. «Bien por Abdul», pensó
Lucie. Aunque una pequeña parte de ella había deseado que no hubiese
continuado. Al menos habría sido un indicio de que lo ocurrido entre ellos había
significado algo para él.
Para sorpresa de Lucie, Zach se puso a trabajar inmediatamente. O más bien
se puso a hacer algo parecido a trabajar. Comenzó a dar vueltas con su costosa
cámara, tomando fotografías. Habían pasado el último viaje ayudando
activamente, excavando cuidadosamente las cuadrículas y documentando
detallada y exhaustivamente todo lo que encontraron. Pero esta vez, Zach parecía
resuelto a hacer tan poco como fuera posible para conseguir lo que necesitaba para
dar por terminada su tesis o, al menos, para avanzar en ella lo suficiente para que
todo el mundo lo dejara en paz un año más.
—Vamos —dijo Calista, apartando su atención de Zach—. Tengo algo que
mostrarte.
Llevó a Lucie al lugar donde deseaba que se concentrara. Era una pequeña
porción separada del resto del yacimiento y solo se habría excavado como
respuesta a su petición expresa. Pero lo habían hecho. Pensando en la cantidad de
trabajo que había requerido, especialmente cuando el resto del equipo tenía sin
lugar a dudas sus propias prioridades de excavación, Lucie estaba verdaderamente
conmovida. No pudo evitar sentir que era un rayo de luz en el cielo gris de su
viaje.
Pero su sentimentalismo estaba retrasando la gran revelación. Era un
descubrimiento que llevaba esperando cuatro años. Tenía que ver lo que habían
encontrado.
Todos los objetos que había hallado el equipo estaba expuestos en mesas
protegidas, claramente marcadas según la cuadrícula donde se habían encontrado.
Poco a poco, a lo largo de unas horas, Lucie examinó todo cuidadosamente.
Y después, cuando hubo terminado, volvió a examinarlo.
Finalmente, se encaminó de vuelta al campamento y buscó a Calista, que
había vuelto al trabajo.
—Es un establo —dijo, intentando con todas sus fuerzas impedir que la
decepción se apoderase de su voz, pero fracasando en el intento.
—Sí —dijo Calista—. Lo siento. Pero ahora, de una forma u otra, ya lo sabes.
Y todavía está la otra zona que propusiste.
No se equivocaba, pero no era muy alentador. La otra zona era una
posibilidad, por supuesto, pero menos prometedora. Si era sincera consigo misma,
la había propuesto solo para que no pareciese que se lo jugaba todo a una carta.
Con la cantidad de trabajo que habían llevado a cabo Calista y los demás en
su ausencia para continuar con su investigación, Lucie pensó que lo mejor era no
parecer tan claramente decepcionada.
Así que, después de un breve descanso para poner en orden sus ideas,
comenzó a ayudar en la excavación de la segunda zona propuesta. No parecía muy
prometedora, pero debía recordar que tenía que controlar sus emociones.
Disponían de una semana en el yacimiento y, si iban a descubrir algo,
probablemente no ocurriese inmediatamente.
Aun así, cuando el calor de los primeros días del verano comenzó a azotar,
Lucie no pudo evitar preguntarse si estaría poniendo en riesgo a su bebé al trabajar
al aire libre con esa intensidad.
El bebé. La palabra le produjo una sacudida que recorrió todo su cuerpo.
Había evitado cuidadosamente pensar en ello cuando estaban en el avión,
intentando apartar el pensamiento para que Zach no lo notase. Pero ¿cuánto
tiempo podría posponerlo, teniendo en cuenta las ramificaciones de lo que acababa
de averiguar?
Ahora estaba arruinada, acalorada e intentando reprimir el pánico que le
producía pensar que probablemente acababa de refutar la idea principal de su
tesis. Había creído que su situación en el aeropuerto era lo peor que podían
ponerse las cosas. Estaba equivocada.
Estaba comenzando a perderse en un círculo vicioso de autocompasión
cuando oyó una interrupción en la parte delantera del campamento. Entrecerró los
ojos, protegiéndolos del sol implacable e intentando distinguir de qué hablaba todo
el mundo.
Cuando vio lo que era, se le detuvo el corazón.
Cinco vehículos todoterreno de lujo habían estacionado a la entrada de la
excavación. No podían provenir de la capital, ya que la carretera a la ciudad se
había dañado y estaba cerrada a consecuencia de la tormenta.
Solo podían venir de un lugar.
TRECE

Lucie vio cómo se le resbalaban de las manos las herramientas con las que
había estado trabajando y comenzó a caminar hacia la comitiva de automóviles
como movida por un resorte invisible. Los demás miembros del equipo también se
dirigieron hacia allá, aunque parecían mucho más emocionados por el
acontecimiento. Lucie estaba aterrorizada.
Cuando llegó hasta donde se encontraban los automóviles, vio que todo el
mundo estaba alineado. «Por supuesto —pensó—. Es una audiencia real». Ocupó
su lugar en la fila y se preparó. Las lágrimas que había derramado en el baño del
aeropuerto pugnaban por abrirse camino al exterior de nuevo, y Lucie no podía
imaginar nada peor que derrumbarse delante de él cuando por fin lo volviera a
ver.
El jeque salió de su automóvil y, por mucho que Lucie trató de rehuir sus
ojos, no pudo evitar lanzarle una mirada furtiva. Vestía de nuevo las prendas
tradicionales y tenía buen aspecto. Mejor de lo que Lucie deseaba admitir.
El jeque recorrió la fila saludando a todos. Oyó cómo las palabras en árabe
se deslizaban por su boca y recordó lo estúpida que había sido, pensando que
debía trabajar de firme para mejorar su árabe y así, cuando hablasen juntos, tendría
el placer de oír su voz en su idioma natal.
Cuando llegó a ella, le estrechó la mano como a los demás.
Con el tacto de su piel, Lucie sintió que se encendía un fuego en su interior.
Durante mucho tiempo había intentado culparse a sí misma por todo lo ocurrido.
Pensó que había sido una idiota. Pero ahora que lo tenía delante y sabía que
esperaba un hijo suyo, desaparecieron todos sus sentimientos de culpa.
Él la había engañado.
El jeque nunca había actuado como si la relación entre ellos fuera de usar y
tirar. No la había presentado como un romance casual que ambos abandonarían
sin cruzar una sola palabra. Había logrado que pareciese el comienzo de algo, no
toda la historia en un solo día.
De repente sintió deseos de abofetearlo. Se lo imaginó en su cabeza... La
rabia, la indignación, todas las emociones liberadas en un solo instante de
violencia. Pero entonces también percibió la mirada de interés de Zach; tal vez
planeaba seducirla ahora que se encontraba en su punto más bajo. No sabía qué le
molestaba más: que intentara un acercamiento a ella cuando estaba tan disgustada
o que ella probablemente se sentía tan afligida que tal vez podría tener éxito.
Así que dejó que el jeque le dirigiese las palabras de un saludo frío, al igual
que a todos los demás, y continuara. Y después se marchó mientras el profesor
Hasseb le ofrecía una visita guiada por la excavación.
Ya de regreso en el lugar donde estaba trabajando, Lucie comenzó a sentirse
mejor. No mucho, pero lo suficiente para sentirse un poco menos perdida en todo
el asunto.
Lo peor había ocurrido. Lo peor ya había pasado. Le había visto y el mundo
no se había acabado. Se las había arreglado para reprimir la ira que ni siquiera
sabía que albergaba en su interior. Tampoco él la había tomado entre sus brazos ni
se había disculpado.
Se sintió invadida por una nueva tristeza al comprender que todo se había
acabado de verdad. Había algo definitivo en todo aquello. Descubrió que casi
prefería la incertidumbre de no saber qué podría ocurrir si alguna vez se
encontraba de nuevo con él a la tristeza de saber que no ocurriría nada.
De nuevo se encontró conteniendo las lágrimas. Pero se trataba de lágrimas
nuevas. No eran lágrimas de miedo o de desesperación. Eran lágrimas de pérdida.
Este era el estado del que fue arrancada cuando oyó la voz del jeque a su
espalda.
—Lucie.
Solo dijo su nombre, pero el sonido de aquella palabra la llenó de pánico,
como si estuviese revelando algo privado. De repente, fue consciente de las
personas que la rodeaban. Muchos habían ido a trabajar en distintas áreas, pero el
profesor Hasseb y Calista aún estaban allí, al igual que Zach.
Se volvió lentamente para mirar al jeque a la cara.
—Me preguntaba —continuó en un tono calmado y medido— si le gustaría
acompañarme a cenar esta noche. Disfruté mucho de su conversación durante su
último viaje y me gustaría continuar con ella.
La rabia volvió al instante. Esta vez estaba al rojo vivo y sintió como si fuera
a disparar rayos desde la punta de sus dedos, como en una película de los años
ochenta.
¿Su conversación? El eufemismo parecía tan flojo como insultante.
Pero estaba atrapada por la mirada de los espectadores y todos ellos
esperaban oír su respuesta.
Cubrió su rostro con la sonrisa más grande y falsa que nunca antes había
logrado esbozar.
—Me encantaría.
El jeque tenía que saber que su entusiasmo era fingido. Vio en su rostro algo
parecido a remordimientos solo durante una décima de segundo. Pero era una
representación teatral y ellos eran los actores. Y él solo podía limitarse a recitar su
texto y decirle que su chófer estaría allí para recogerla cuando finalizase el trabajo
del día.
Y después ya se había ido. Se alejó caminando y Lucie no tuvo más remedio
que seguir con su trabajo e intentar desesperadamente concentrarse en cualquier
cosa que no fuera la cena venidera.
CATORCE

El trayecto hasta el palacio fue mucho más largo que lo que recordaba. Pero
la primera vez estaba embelesada por la conversación. En esta ocasión se sentía
desdichada y destrozada.
Durante su breve charla, a Lucie no se le había ocurrido contarle al jeque
que iba a tener un hijo. En todos sus pensamientos durante el breve espacio de
tiempo desde que descubriera su embarazo, siempre se había imaginado criando
sola al niño.
Pero ahora que la había invitado a su hogar y tendrían la oportunidad de
hablar en privado, la ecuación había cambiado. Ahora, en lugar de criar
calladamente a su hijo ella sola y nunca molestarlo con la noticia, estaría
engañándolo si no se lo mencionaba. Ahora que lo sabía, Lucie tenía que decir
algo, ¿o no?
La carretera al palacio parecía alargarse más y más cuanto más pensaba en
ello. Cuando el automóvil por fin se detuvo a las puertas del palacio, estaba más
hundida que al partir del yacimiento.
El hecho de que el auto la recogiese directamente después del trabajo la
privó de la oportunidad de derramar las lágrimas que amenazaban con
desbordarse. Pero pronto, pensó, podría gritarle de la forma que había ansiado
desde que volvió a posar los ojos en él.
Al entrar en el palacio, una criada le informó que su alteza estaba esperando
en el comedor informal y Lucie se encaminó lentamente hacia allí. Aunque el
palacio era un laberinto, descubrió que lo conocía lo bastante para no dudar ni por
un momento en qué dirección debía ir. Le resultaba doloroso lo mucho que este
lugar le producía las mismas sensaciones que cuando había despertado unas
semanas atrás, confiada en la seguridad de su afecto.
Según lo prometido, lo encontró esperando en el comedor, solo. Ahora era
el momento de calma antes de la tempestad. Ahora era cuando las aguas se
retiraban antes de convertirse en una ola que los barrería a ambos.
Pero justo cuando se estaba preparando para hablar, la interrumpió.
—Perdona —dijo Abdul de repente, levantándose y apresurándose hacia
ella—. Lo siento tantísimo, Lucie. No sé lo que debes de haber pensado.
Por la que le pareció la centésima vez desde que lo conocía, Lucie estaba
perdida.
—¿Q―qué? —farfulló, intentando superar toda la rabia que había en su
voz, pero fallando espectacularmente.
—Estaba a punto de ir a reunirme contigo, como habíamos planeado,
cuando supe que mi abuela no se encontraba bien. Había pasado los últimos meses
en California. No deseaba que el pueblo conociera su enfermedad, pero allí están
los mejores médicos y no hubo cantidad de dinero o persuasión posible que
lograse traerlos aquí.
—Tu abuela... Tu último familiar vivo.
Iba diciendo las palabras en voz alta a medida que las pensaba y el jeque las
confirmó con un gesto de asentimiento.
—Tenía que estar allí. Pensé que aún le quedaban unos meses. Todos los
médicos dijeron... Pero no.
Su enfado no se desvaneció del todo al escuchar aquello, sino que lo ocultó
tras una creciente ola de preocupación.
—¿Y pudiste verla?
El jeque asintió solemnemente. De nuevo esa vulnerabilidad. Allí estaba.
—Mi vuelo aterrizó justo unas horas antes de su fallecimiento. Pude verla
antes de que ya no pudiese hablar coherentemente. Y, aunque lamento mucho el
dolor que te causé, siempre estaré agradecido por haber podido hablar con ella por
última vez.
El enfado de Lucie comenzó a exigir su atención una vez más.
—Siento lo de tu abuela. ¡Pero podrías habérmelo dicho!
Al oír eso, el jeque agarró los brazos de Lucie como si se aferrase a ella y
estuviese luchando por su vida.
—Lo intenté. Lo juro. Encargué a un sirviente de confianza que te hiciera
llegar el mensaje, pero el mensaje... se perdió. Un sirviente se lo dijo a otro que
acabó viajando conmigo a Estados Unidos... No me di cuenta de lo que había
sucedido hasta mucho después. Estaba tratando de arreglar los preparativos para
traer de vuelta a mi abuela y averiguar cómo enterrarla sin el funeral público que
insistía en que no quería. Fue difícil y complicado y, por encima de todo, tú ya no
querías saber nada de mí.
—¡Eso no es verdad!
—Yo no lo sabía; simplemente lo supuse porque no respondiste a mi
mensaje. Para cuando averigüé lo ocurrido, tú ya te habías ido. Y por mucho que
quisiera acudir a ti... —Su voz se apagó.
—¡Semanas! —dijo ella, consciente de lo pequeña que sonaba su voz—.
Estuve allí semanas pensando que no querías tener nada más que ver conmigo.
Podrías haberme ahorrado todo ese sufrimiento, Abdul. ¡Todo!
—Sí —dijo vacilando—. Podría haberte ahorrado todo el sufrimiento
diciéndote que te amo.
Lo había dicho. Las palabras que nunca se había atrevido a soñar con oír.
Se acercó de nuevo a ella.
—No sabía si me perdonarías. Y no había forma de ponerme en contacto
contigo sin arriesgar la posibilidad de que se supiera lo que ocurrió entre nosotros.
Hay muchas personas en mi país que no están de acuerdo con los cambios que he
introducido. Piensan que he cambiado demasiadas cosas a peor. Es un momento
delicado de nuestra historia; si se supiera que estoy enamorado de una mujer
occidental, bien podría acabar costándome algo más que un corazón roto.
Allí estaban otra vez esas palabras. Abdul continuaba hablando, pero a
Lucie ya no le importaban sus explicaciones.
En lugar de eso, rodeó el cuello de Abdul con sus brazos y lo acercó hacia
ella. Entonces Lucie lo besó con toda la fuerza de la añoranza que había estado
reprimiendo durante semanas, creyendo de verdad que nunca más disfrutaría del
roce de sus labios.
Se besaron durante largo rato, ambos sumidos en la sensación de perderse
en el otro. Y, cuando por fin se separaron, Lucie finalmente sintió la alegre
tranquilidad que había faltado en su vida desde la última vez que abandonó el
palacio.
—Esperaba que te sintieras así —dijo el jeque con una sonrisa irónica en sus
labios.
Entonces se echó hacia atrás, deslizando las manos por los brazos de Lucie
hasta que tomó sus manos entre las suyas. Dulcemente, le indicó que se dirigiesen
hacia la mesa del comedor, que solo entonces comprobó que no estaba preparada.
Para su sorpresa, abrió un conjunto de ventanas de la parte posterior de la
sala y la condujo a un balcón. Desde allí contemplaron una panorámica de los
jardines, el oasis y el desierto que se extendía más allá. Los ojos de Lucie no
pudieron evitar verse arrastrados hacia el lugar donde se habían dado su primer
beso.
—Ven —dijo Abdul, arrancándola del placer de su recuerdo—. Debes de
estar muerta de hambre.
Allí había una mesa preparada para dos comensales con el primer plato ya
servido. Cuando olió la comida, de repente Lucie fue consciente de lo hambrienta
que estaba después del día de trabajo en el yacimiento.
Así que se sentó y comió, hablando en voz baja con Abdul mientras el sol se
acercaba más y más al horizonte, proyectando un brillo dorado sobre el mundo
que tenían a sus pies.
Comprendió que podría contarle lo del bebé. Debía decírselo ahora. Pero
sintió que ese momento era demasiado valioso. No sabía cómo reaccionaría Abdul.
No sabía si se enfadaría porque no se lo había dicho antes o si la creería siquiera
cuando le dijera que acababa de descubrirlo.
Todo lo que sabía era que recordaría esos momentos preciosos el resto de su
vida.
Se dijo a sí misma que abordaría el asunto cuando terminaran de comer, y
que entonces sucediera lo que tuviese que suceder.
Pero se demoraron en la comida, tomando los platos lentamente y hablando
mucho mientras tanto. Trajeron plato tras plato, todos ellos exquisitos, pero
también pequeños y delicados, de forma que parecía que podían prolongar la
comida casi indefinidamente. Cuando terminaron, el sol ya se había ocultado, y la
luna y las estrellas habían llegado para reemplazarlo.
Después de terminar el postre, Lucie supo que había llegado el momento en
el que se había prometido a sí misma que se lo diría. Pero en lugar de abrir la boca
para decir las palabras que podrían arruinarlo todo, sus oídos captaron la música
que una brisa perfumada transportaba desde el interior de la casa.
Era algo escrito para piano; suave, dulce y soñador.
—¿Quieres bailar? —preguntó el jeque.
Ahora estaba de pie con la mano extendida. La mente de Lucie regresó al
momento en que Abdul la invitó a seguirlo por la casa y explorar los túneles
subterráneos. Recordó la sensación de su cuerpo traicionando su mente y
siguiéndolo a donde él quisiera.
Y sucedió de nuevo. A pesar de su buen juicio, a pesar de saber que cuanto
más pospusiera la noticia peor sería, se encontró de pie, preparada para unirse a él
en un baile.
«Se lo diré después de bailar ―se dijo a sí misma―. Justo después de haber
pasado un poco más de tiempo entre sus brazos, abandonada a la música».
Añoraba oír su voz. No cuando hablaba en inglés, sino cuando lo hacía en
árabe. Con su oído contra el pecho de Abdul, pensó que sonaría incluso más dulce
que cuando lo había oído anteriormente.
—La noche es tan oscura —dijo Lucie en árabe con un acento un poco
rígido. Quería que a él le gustara que le hablase en su lengua materna y, por la
aceleración del corazón de Abdul, supo que era así.
—Sí —dijo él en árabe, y Lucie sintió que la calidez de su voz se derramaba
sobre ella—. Ojalá hubiera sido así hace seis semanas, cuando había luna llena y
caminamos bajo ella. Pienso en ello muy a menudo.
—Yo también —dijo ella.
Pero a Lucie no le importaba que la luna estuviera en una fase distinta. No
le importaba que el sol se hubiese puesto tan rápido y hubiera convertido el
mundo en un lugar oscuro y frío de repente. Todo lo que necesitaba era el latido de
su corazón, el dulce balanceo de su baile lento e íntimo, y la sensación de sus
brazos alrededor de su cintura.
O al menos eso pensaba, hasta que Abdul levantó la mano hacia su rostro,
ladeando ligeramente su barbilla para poder mirarla a los ojos.
Ella se permitió mirarlo, absorbiendo cada detalle. Si en realidad todo iba a
ir mal, quería recordar cada momento. Atesoraría la curva de su boca y cada
palabra que saliera de ella.
Pero Abdul no habló. En lugar de eso, acercó sus labios a los de Lucie,
llenándola de nuevo con las chispas y fuegos artificiales que habían brillado
durante su primer beso.
Y con eso, Lucie descubrió que, de nuevo, deseaba mucho más de él que el
latido de su corazón, y sus brazos, y sus besos. Lucie se separó, le tomó la mano y
le condujo a la suite real una vez más.
QUINCE

El segundo despertar en la cama del jeque fue incluso más dulce que el
primero. Esta vez, en lugar de buscarlo entre el revoltijo de sábanas, solo tuvo que
escuchar su pecho para oír el latido de su corazón.
Estaban envueltos el uno en los brazos del otro. Lucie no estaba segura de
quién se había despertado antes, ya que ninguno de los dos deseaba moverse o
hablar. No había palabras que pudiesen mejorar ese momento.
Volvió a reproducir en su mente todo lo ocurrido, comenzando por este
momento perfecto y retrocediendo en su mente hasta su primer encuentro. Se
sentía como si estuviera en la cima de una montaña y, al contemplarlo en
retrospectiva, todas las adversidades que habían recaído sobre ella no parecían ni
por asomo tan difíciles de superar como había pensado mientras las atravesaba.
Viéndolo así, todo el tiempo que habían estado separados solo había servido
para mostrar a Lucie la fortaleza de sus sentimientos. Después de todo, ¿cómo
habría podido saber que Abdul poseía todo su corazón si no hubiera comprobado
de primera mano lo que significaba verse abandonada por él?
Ahora, tendida en la cama con el dueño de su corazón, ni siquiera su
decepción por que probablemente la teoría de su tesis fuera refutada le parecía un
golpe tan duro. Argumentaría la probabilidad de la existencia del centro de
producción, aunque no estuviera donde había creído inicialmente. El trabajo
continuaría y, cuando al fin saliera a la luz dónde había estado el centro, sería
mucho más satisfactorio.
―¿En qué estás pensando?
Abdul formuló la pregunta en árabe, y Lucie deseó que se lo hubiera
preguntado un minuto antes, para poder contestar sinceramente que había estado
pensando en lo afortunados que eran al haberse encontrado el uno al otro, incluso
a pesar de los malentendidos que habían sufrido.
En lugar de eso, se incorporó sobre sus brazos y levantó el rostro para poder
besarlo.
Y así lo hizo. Lo besó larga y profundamente.
Era la mañana más dulce de su vida. Los labios de Abdul sabían a canela y
la cama olía a algún perfume almizcleño que no lograba determinar.
—Estabas pensando en la excavación, ¿verdad? —Formuló la pregunta con
una sonrisa en su rostro, aparentemente divertido, y Lucie rio al comprobar lo bien
que la conocía a pesar del tiempo tan breve que habían disfrutado juntos—. Tengo
una sorpresa para ti —dijo—. Si consigues levantarte de la cama, claro está.
—En un minuto —dijo ella suavemente—. Todavía no estoy preparada para
dejarte ir.
Así que se quedaron tumbados juntos en la cama, hablando dulcemente de
naderías, sin decir nada importante, revelando silenciosamente su cercanía con el
otro.
Finalmente, la necesidad que sentía Lucie de tomar su café de la mañana se
apoderó de ella.
—Eso lo puedo arreglar —respondió el jeque cuando se lo comentó—. Pero
primero debes cubrirte los ojos.
Al principio Lucie vaciló, pero su sonrisa la convenció. Y de esta guisa
atravesaron corredores y vestíbulos. Lucie creía que conocía el palacio lo bastante
para hacerse una idea aproximada de dónde estaban, pero descubrió que la estaba
llevando en círculos, subiendo y bajando escaleras.
—De acuerdo —dijo, conteniendo la risa—. ¡Ya estoy perdida!
Durante un minuto más atravesaron corredores sin que Lucie pudiera
verlos y por fin llegaron.
—Abre los ojos —dijo, y su voz resonó ligeramente.
Lo primero que vio fue lo que parecía un desayuno de picnic. Había una
manta cubriendo el suelo y cojines que se parecían mucho a aquellos sobre los que
se habían recostado seis semanas atrás mientras bebían licor de miel.
Lo segundo que observó fue la sala en la que se encontraban.
—El salón de baile —dijo, abriendo los ojos de par en par para absorber
cada detalle.
Habían limpiado el suelo y era evidente que estaban reparando distintas
secciones de las baldosas, aunque parecía que los restauradores se habían tomado
el día libre. Al ver la sala a la luz del día, Lucie descubrió los grandes ventanales
que no había advertido antes.
Y, rodeando los ventanales, descubrió el patrón. El mismo diseño
geométrico inconfundible que había encontrado en muchísimas piezas de cerámica
y que la había inducido a pensar que una vez había existido un centro de
producción de cerámica en la región.
—¿Dónde estamos? —preguntó Lucie en voz queda.
—No demasiado lejos del yacimiento —respondió el jeque, comprendiendo
perfectamente lo que ella insinuaba.
Tal vez estaba equivocada con respecto a la ubicación exacta de su
misterioso centro de producción de cerámica. Pero quizás no había estado tan lejos
de la verdad... El corazón le dio un vuelco al comprender de repente que su tesis
no estaba ni mucho menos condenada al fracaso.
—Ven —dijo el jeque mientras se sentaba—. Más tarde tendrás tiempo para
dedicarlo al trabajo. ¡Pero ahora tenemos que comer!
Abdul continuó hablando en árabe y Lucie siguió esperando temerosa que
el placer de oír su voz acabara por extinguirse. Pero si eso iba a suceder en algún
momento, con toda seguridad no iba a ser pronto.
Se sentaron en el suelo. El café aún estaba caliente y la comida era una
mezcla de cocina occidental y de Al-Brehoni. Lucie se sentó en frente de Abdul,
pero inmediatamente se lo pensó mejor y se colocó a su lado, de forma que sus
piernas se rozaban mientras estaban allí sentados juntos.
El desayuno era delicioso, el entorno estimulante y la compañía perfecta.
Lucie había creído que nada podría mejorar la sensación de despertar en la cama
del jeque poseyendo la certeza de su amor, pero se había equivocado.
Sin embargo, menos de un minuto después, su felicidad perfecta se hizo
trizas. Entró un sirviente, el mismo que había rechazado su ruego de llevarla al
palacio antes de abandonar el país. Sostenía en sus manos un periódico en árabe.
El jeque lo leyó, y Lucie vio que la expresión tranquila y alegre de su rostro
se transformaba en menos de un segundo en la cólera más absoluta.
Cuando vio el destello de sus ojos, su vista se lanzó a leer el titular. Al verlo
del revés y en una tipografía ornamentada, al principio tuvo dificultades para
descifrar las palabras que había escritas.
Y entonces lo comprendió. Y se le cayó el alma a los pies.
El titular lo tildaba a él de «playboy» real, que se complacía en un «escarceo
insensato» con una «prostituta americana».
Lucie no sabía qué le molestaba más del titular, pero se detuvo antes de
hablar cuando el jeque dejó caer el periódico y se puso en pie.
—¿Cómo puedes haber sido tan estúpida? —preguntó en tono amenazador.
Había cambiado de nuevo al inglés y pronunciaba las consonantes con toda su
fuerza—. Estabas enfadada, lo sé. Pero arruinar mi reputación... Arriesgar todo lo
que estoy intentando conseguir solo porque te sentiste insultada...
La palabra hizo que Lucie se pusiera en pie como un resorte y la cólera de
Abdul encendió la suya.
—¿Qué? ¿Crees que lo hice yo? ¿De verdad tienes un concepto tan bajo de
mí?
Pero antes de que pudiese añadir una palabra más, antes de que pudiese
negar sus acusaciones infundadas, el brazo del jeque se disparó. Estaba señalando
hacia la puerta.
—¡Sal de aquí! —ordenó.
Lucie intentó responder, pero él simplemente repitió lo mismo en un tono
más alto.
—¡Fuera de mi vista!
Ella quiso defenderse. Quiso tranquilizarlo. Ya añoraba la intimidad de la
mañana. Añoraba la paz y la certidumbre. ¿Cómo habían pasado tan rápidamente
de aquello a esto?
No quiso ni oír hablar de ello. No quiso escucharla. No tenía nada más que
decir, excepto que desapareciese de su vista.
Y, al fin y al cabo, él era un rey y obtendría lo que quería, aunque Lucie
tratase de resistirse.
Así que le obedeció y se fue.
DIECISÉIS

Lucie viajaba de vuelta en el automóvil que se dirigía al campamento a tanta


velocidad que la cabeza le daba vueltas. Una criada atenta le había entregado su
bolsa y sus ropas, pero ni siquiera se le había permitido permanecer el tiempo
suficiente para cambiarse y quitarse la bata que se había puesto para el desayuno.
Agradeció las ventanas tintadas y la partición entre el chófer y el asiento de
atrás, y se puso rápidamente la ropa que había llevado el día anterior. El acto de
despojarse de la bata y colocarse de nuevo las prendas polvorientas fue como hacer
añicos un mundo perfecto a cambio de otro que era mucho más solitario.
El trayecto desde el campamento hasta el palacio le había parecido
tortuosamente largo. Pero ahora agradecía que fuese tan largo. Necesitaba
recomponerse. Necesitaba averiguar qué había ido mal y por qué su frágil felicidad
se había derrumbado tan fácilmente.
Y comenzó por dar rienda suelta a las lágrimas que llevaban tanto tiempo
pugnando por brotar. Empezó como un arroyo y fue aumentando hasta
convertirse en una marea de lágrimas imposible de contener. Antes de darse
cuenta, su cuerpo temblaba entre sollozos y sus lágrimas formaban surcos de barro
en su camisa de trabajo.
Lloró durante mucho tiempo, hasta que su corazón comenzó a parecer un
poco más ligero y su mente un poco más clara.
Cuando las lágrimas se agotaron, comenzó a unir las piezas. Había
retomado el control sobre sí misma y necesitaba desesperadamente descubrir el
punto en el que todo había ido mal.
Ya no estaba enfadada con el jeque. Sin él delante, le resultó fácil ver lo que
había pasado por su cabeza. Sí, estaba suponiendo lo peor de ella, pero no era muy
distinto a la cólera que Lucie había sentido el día anterior al descubrir la acción
descabellada de la que el jeque la acusaba.
Si había algo que el jeque había subestimado era cuánto amaba Lucie su
trabajo. En su cólera, no había pensado cuánto estaba sacrificando ella al
comprometer su propia reputación y su acceso a las excavaciones de Al-Brehoni,
que esperaba tener la oportunidad de estudiar y descubrir.
Pero si ella no había divulgado su relación, ¿quién había sido?
Consideró la posibilidad de que hubiera sido el guardia de palacio o los
demás sirvientes de allí. Pero Abdul confiaba totalmente en todos ellos y eso era
prueba suficiente para Lucie de que eran dignos de tal confianza.
Eso dejaba pocas opciones. La primera era los arqueólogos del campamento,
que podrían haberlos visto interactuando entre ellos. Pero aquello no tenía sentido.
Seguro que su conducta había sido poco corriente, y probablemente estaban
aquellos que habían sospechado algo. Pero para la prensa, las sospechas no eran
suficiente.
No, la única persona que podía haberlo hecho era el primer nombre que le
había venido a la mente.
Zach.
Había sido una molestia desde el principio. Una molestia hermosa,
ciertamente, pero siempre había tenido claro que no tenía ninguna oportunidad
con ella.
Pero también sabía que era lo bastante testarudo para no comprender la
diferencia entre el rechazo divertido a sus avances y que le dijera claramente que
no estaba interesada. Y sumando la débil esperanza de que tal vez ella cambiaría
de opinión a la forma en que se había sentido ofendido durante la cena con el
jeque, Lucie fácilmente se lo imaginó dando el salto a este tipo de acción extrema.
Cuando llegó al campamento ya estaba convencida de la culpabilidad de
Zach y ardía de indignación. «¿Cómo se atreve?»

***

Al llegar, Lucie preguntó si alguno sabía dónde estaba Zach, y no se


sorprendió al descubrir que estaba esquivando sus obligaciones pasando la
mañana en la cama.
Entró como un huracán en su tienda, sin detenerse para avisarlo. Con solo
una mirada supo que tenía razón. Tenía el periódico en su mano, y también un
lápiz, y estaba garabateando notas en los márgenes, intentando traducir el artículo.
—¿Qué demonios pensabas que estabas haciendo?
Zach levantó las manos y le lanzó una sonrisa exasperante.
—Es posible que ahora estés enfadada... —dijo. Pronunció cada palabra
cuidadosamente, como si estuviese intentando diluir la bomba.
—¡No estoy enfadada, estoy furiosa!
—Lo entiendo perfectamente, Lucie. Pero, cuando te hayas tranquilizado,
comprenderás que es lo mejor.
Lucie se quedó mirando, incapaz de llegar a entender a dónde quería llegar
con eso.
—Te estaba utilizando. Sé que no has viajado mucho, pero en este tipo de
países, los hombres consiguen todo lo que quieren. Te utilizará y se deshará de ti.
Puede parecer que ahora le importas, pero, honestamente, Lucie, te ve como una
cosa. No sabes cómo son estas personas...
Por un momento, Lucie se quedó mirando a Zach con la boca abierta. Y
entonces ocurrió algo extraño.
Se rio. Comenzó en lo más profundo de su vientre, floreció en su pecho y se
derramó a través de su boca. Lo irónico de ese hombre cargado de autosuficiencia
era que la sermoneaba sobre cómo otro hombre era moralmente corrupto porque
se lo habían dado todo hecho.
Y ahora veía que había herido sus sentimientos. Su pecho se había hinchado
de orgullo o algo parecido, pero ahora se había hundido en sí mismo.
—Te vi —chilló—. En el jardín. No intentes pretender que no ocurrió nada.
Apenas pudo dejar de reír para hablar.
—¿Y qué viste? ¿Qué crees que viste cuando nos estabas espiando?
Los ojos de Zach se desviaron como rayos, como si, por primera vez, dudase
de lo que había hecho.
—Corrió detrás de ti. Se estaba aprovechando de ti.
Cuando su risa se desvaneció, Lucie entrecerró los ojos.
—¿Qué te hace pensar que alguien estaba «aprovechándose»?
Zach parecía haber cobrado nuevas fuerzas.
—Como dije, no conoces a esos hombres...
—Y tú no me conoces a mí si crees que soy tan débil, si crees que solo
porque un hombre sea poderoso yo haría algo que no quiero hacer. ¿Crees que soy
débil, Zach?
Lo había atrapado. No podía decir que sí. Pero no pudo decir que no y
argumentarlo con sentido común.
—Sabes lo que viste. Y sabes por qué no te gustó. Y, sean cuales sean las
historias que te cuentas a ti mismo para justificar tus acciones diciendo que
intentabas salvarme, está mal. Te lo inventaste, todo ello.
Lucie hizo una pausa, esperando a que hablara e intentara defender sus
actos. Pero, en lugar de eso, abrió y cerró la boca como un pez. Buscaba algo que
decir, pero su cerebro no tuvo más éxito a la hora de encontrar una refutación que
para encontrar un tema decente para su tesis.
Había acabado con él.
Entonces lo dejó solo. Tal vez pensaría en lo que había hecho. Tal vez
entendería el mensaje y comprendería que se había pasado de la raya.
Probablemente no lo haría.
De cualquier modo, no dependía de ella. Cuanto más lo había visto trabajar
estas últimas semanas, más se había convencido de que nunca tendría nada más
que ver con Zach cuando hubiera completado su doctorado y abandonase
Harvard. Estaba convencida de que él nunca lo acabaría. Y, mientras trabajase en
Al-Brehoni, pensó, por lo menos no tendría que ocuparse de sus padres.
Ahora se preguntaba qué información desconocida para ella sobre los
padres de Zach había descubierto el jeque en el transcurso de su propia
investigación.
Si alguna vez se las arreglaba para volver a congraciarse con él, tendría que
preguntárselo.
Pero se trataba de un gran «si».
Lucie deseaba que existiese un reglamento para esto. Deseaba que hubiera
alguien que la conociera lo bastante bien para decirle lo que tenía que hacer. Una
ventaja de haber empleado toda su vida en aprender era que siempre había
modelos que seguir; siempre había alguien que había hecho lo que ella estaba
haciendo en ese momento, alguien a quien acudir para pedir consejo.
Pero en esto no había nada. No había una lista de consejos sobre cómo
recuperar a un rey después de que tu colega celoso hubiera divulgado mentiras
sobre tu relación en la prensa nacional. Estaba sola.
Así que decidió esperar. El enfado de Abdul había sido completo, temprano
y justificado, si bien dirigido hacia la persona equivocada. Y necesitaría un tiempo
para tranquilizarse. Mientras tanto, a Lucie no le haría daño disponer de algo de
tiempo para pensar ella también las cosas.
Necesitaba no sentirse tan atemorizada cuando hablase con él. Necesitaba
ser capaz de defenderse y demostrar que no fue ella quien había acudido a la
prensa. Si parecía nerviosa, podría pensar que estaba mintiendo, y nunca había
existido un momento en que necesitara más que la creyesen.
Comprendió que, si iba a esperar, necesitaría tener algo que hacer para no
enloquecer.
Podía sentarse en su tienda del campamento, pero no parecía una buena
idea. Pasar todo el día cavilando sobre lo que podría o no suceder, con poco para
distraerla de sus suposiciones y conjeturas, parecía la peor forma de prepararse
para la conversación que decidiría el resto de su vida.
Y, por eso, se puso a trabajar. Se colocó los auriculares y sintonizó algo de
música. Era una pieza brillante y colorida en árabe. Las palabras eran demasiado
dulzonas, pero no le importó.
Nadie la molestó. Eran únicamente ella y su trabajo. Solo ella, la arena, el
polvo y los secretos que guardaban.
Vio cómo se abrían ante sí varios escenarios. En uno de ellos, el jeque la
creía. Creía que ella no tenía nada que ver con la filtración. Le decía de nuevo que
la amaba y ella finalmente le decía lo mismo.
Y entonces, el sendero se bifurcaba en dos direcciones. En uno de ellos,
Lucie le contaba que estaba embarazada y él se enfadaba. No podía casarse con
ella, especialmente después del escándalo provocado por su relación. En ese
sendero, todo acababa en lágrimas.
Y había también caminos más oscuros en los que él no aceptaba su
explicación e insistía en que Lucie lo había traicionado. E incluso entre estos
posibles futuros, había dos opciones: podía contarle lo del niño o podía no hacerlo.
Si se lo contaba, podría parecer un gesto desesperado, un intento por salvar
lo que había destruido con su traición. Preguntaría si era cierto. Preguntaría si el
hijo era suyo. Incluso si Lucie insistía y luchaba por lograr que aceptara el bebé
como suyo, nunca volverían a ser felices. Se habría perdido el vínculo que habían
comenzado a crear.
Y, finalmente, existía la posibilidad de no decírselo. Se iría y no le contaría
nunca nada del hijo que los uniría para siempre. Volvería a Harvard, terminaría
sus estudios y se graduaría. Dejaría Al-Brehoni atrás y nunca regresaría.
Aprendería a estudiar la historia de algún otro lugar, uno que no fuera tan cruel
con ella.
Todas esas opciones eran posibles. Y aunque obviamente esperaba lograr el
único buen resultado que veía entre los muchos que terminaban en lágrimas, no
tenía forma de estar segura de que eso fuera lo que sucedería.
Ensayó el resto de la tarde cómo mantener la compostura mientras pensaba
en cada posibilidad. Si perdía al jeque, necesitaría mantener la calma en ese
momento. Necesitaría encontrar una forma de asimilarlo, incluso aunque tardara
años en aceptarlo de verdad.
Era muy difícil intentar adormecer su mente ante esas posibilidades. De vez
en cuando las lágrimas brotaban de sus ojos y se confundían con el polvo y el
sudor de su cuerpo. No les prestó atención. Ahora que sus asuntos se habían
anunciado a todo el país, ahora que le había gritado a Zach por ir hablando por
ahí, no pasaría mucho tiempo antes de que todo el campamento supiera la verdad.
Sin embargo, nadie se acercó a ella. Se limitaron a dejarla a solas con su
trabajo.
Lucie se saltó el almuerzo. En ese momento no le pareció importante y no
quería arriesgarse a que alguien le preguntase qué era lo que estaba sucediendo, y
mucho menos a tropezar con Zach de nuevo. Se limitó a seguir trabajando.
Continuó trabajando toda la tarde.
Y entonces, cuando el cielo comenzó a oscurecerse, fue hacia Calista y pidió
tomar prestado el todoterreno.
La otra mujer arqueó las cejas.
—Es del profesor Hasseb. Probablemente deberías preguntárselo a él.
—Él no lo entendería. Pero pensé que tal vez tú sí. —Lucie sacudió la
cabeza. Estaba desesperada y parecía mostrarlo claramente en su rostro.
—Te sorprenderían las cosas que comprende el profesor —dijo Calista—.
Pero no importa. No te permitiré utilizar el todoterreno.
Lucie frunció el ceño. No se lo esperaba. Comenzó a elaborar una respuesta,
pero Calista levantó la mano.
—Sin embargo, te conduciré hasta el palacio. Estas carreteras pueden ser
peligrosas y confusas por la noche si no sabes a dónde te diriges.
Lucie suspiró de alivio. Deseaba partir inmediatamente, pero Calista insistió
en que se duchara antes y se pusiera presentable y, a regañadientes, admitió que
tal vez era buena idea.

***

Cuando Lucie ya estuvo limpia y tan preparada como lo estaría jamás para
la confrontación, las dos mujeres se pusieron en camino. Las estrellas estaban
comenzando a brillar en el cielo y el ambiente refrescaba rápidamente para dar
paso a la fría noche del desierto.
Hasta entonces, sus viajes al palacio habían sido en el asiento posterior de
un lujoso automóvil: relativamente suave y protegida de los elementos. No era el
caso del todoterreno.
Pero se sentía bien. La sensación de verse empujada por cada bache de la
carretera impedía que se extraviara demasiado en los mismos pensamientos que
había explorado hasta la extenuación durante el día.
Si todo iba mal, sabía que tendría que encontrar otro país desértico en el que
trabajar. No podía rendirse en una noche como esta. Era demasiado mágico.
Para alivio de Lucie, Calista no intentó entablar conversación durante el
trayecto. Condujo en silencio, con sus ojos oscuros fijos en la carretera que tenían
delante. Aminoró ligeramente la marcha cuando el palacio estuvo a la vista.
Lucie se quedó boquiabierta. No lo había contemplado antes mientras se
aproximaba a él: una única silueta, aislada y severa contra el paisaje desértico. La
forma en que una mota en la distancia se convertía en una presencia imponente al
acercarse lo convertía en mucho más intimidante.
Aquello no ayudó a calmar los nervios de Lucie.
Calista apagó el motor y Lucie advirtió que nadie las había detenido hasta
llegar allí. No había visto a nadie de seguridad en los jardines del palacio, pero en
su mente no había duda alguna de que estaban allí. El jeque tenía que saber que
había llegado y le había permitido entrar.
—Bonne chance —dijo Calista, sonriendo ligeramente.
Aunque normalmente no era una persona muy expresiva, Lucie la abrazó.
Necesitaba confianza y no podía haber estado más agradecida a Calista por
ofrecérsela.
Entonces respiró profundamente y salió del todoterreno. Era el momento.
DIECISIETE

Subió lentamente las escaleras del palacio, concentrada en poner un pie


delante del otro. Había pasado todo el día reuniendo y clasificando sus
pensamientos y, sin embargo, todavía parecían dispersos.
Cuando llegó a la puerta principal, esta se abrió. Habría jurado por su vida
que no veía a nadie allí, hasta que un hombre emergió de entre las sombras.
—Vaya al tejado —dijo el hombre en un inglés con fuerte acento—. La está
esperando.
Hizo lo que le había indicado, dirigiéndose a las escaleras principales. No
era el momento de molestarse en buscar pasajes secretos.
Cuando salió de nuevo a la brisa del atardecer, se encontró en el ala opuesta
del palacio a la sala de estar desde donde el jeque y ella habían contemplado las
estrellas.
En este lado, los baluartes no estaban dañados y se parecía bastante al tipo
de castillo sobre el que había leído en los cuentos cuando era niña. Parecía un lugar
adecuado para mantener una última conversación, si es que tenía que ser así.
El jeque estaba allí de pie, vuelto de espaldas.
El corazón de Lucie latía con fuerza. Era ahora o nunca. Pero no fue capaz
de recordar la primera frase que había planeado decir. La magia del aire nocturno
la transportó rápidamente al tiempo en que había bebido el licor de miel y habían
paseado juntos por los túneles y los jardines. Y así, perdida en sus recuerdos, no
fue capaz de encontrar las palabras.
Antes de que lograse hablar, Abdul se giró. Había estado contemplando el
desierto, embargado por lo que Lucie pensó que era cólera, pero cuando vio su
rostro, advirtió que se había equivocado.
Se había equivocado en todo.
—Lo siento —dijo, dando un paso hacia ella y extendiendo los brazos—. Lo
siento tantísimo, Lucie. No debería haber sospechado nunca de ti.
Lucie avanzó tropezando y todo su ser deseó arrojarse en sus brazos, a
pesar de toda la confusión.
—No fui yo —dijo débilmente, intentando todavía ceñirse al guion en el que
había trabajado durante todo el día.
Unos pocos pasos más hacia adelante. Unos pocos pasos más cerca.
—Lo sé. El periódico citó una fuente. Cuando lo leí todo, me di cuenta de
que no habías sido tú. ¡Por supuesto que no fuiste tú!
Otro paso. Ahora estaba tan cerca de él que percibió la preocupación escrita
por todo su rostro.
Casi provocó la risa en Lucie. Llevaba todo el día esperando que el jeque se
tranquilizara lo suficiente para exponer su caso. Y, sin embargo, obviamente él
había estado haciendo lo mismo. Esperando a que ella volviera.
De repente, Lucie se sintió exhausta. La falta de alimento y el trabajo que
había realizado ese día finalmente le pasaron factura. Cuando la adrenalina de su
organismo comenzó a agotarse, sintió que se caía hacia adelante.
Y entonces notó que él la atrapaba, rodeándola con sus brazos.
—Lo siento —dijo otra vez—. No es excusa, pero todavía estaba muy
conmocionado. Todo el asunto, todo lo que hay entre nosotros...
Lucie asintió, presintiendo a dónde quería llegar.
—Debería haber sido sencillo —terminó por él.
—Para empezar, no debería haber existido ningún secreto. Debería haberme
acercado a ti, sin preocuparme lo que los demás pudieran pensar. No debería
haber proporcionado munición a Zach.
Despacio, como un solo ser, los amantes entrelazados se sentaron en el
baluarte. Hacía un poco más de frío sin la chimenea y la cúpula de cristal que
cubría el lado opuesto del tejado. Pero se tenían el uno al otro para darse calor.
Ante la mención de Zach, Lucie bajó un poco a la tierra.
—Antes de venir le he soltado un buen sermón —dijo ella en árabe. No
sabía por qué, pero le parecía más íntimo hablar con él en su idioma. Tenía un
poco de miedo a que él pudiera responder en inglés.
Pero no lo hizo. Una cadena de suaves y sonoras palabras en árabe la
contestaron.
—Yo hice lo mismo, al igual que mi jefe de seguridad. Mañana filmará una
disculpa que se retransmitirá en la televisión nacional, por divulgar mentiras sobre
la naturaleza de mi relación contigo.
El corazón de Lucie de nuevo comenzó a latir con más rapidez. Sintió cómo
la adrenalina volvía a golpearla.
—De acuerdo —dijo—. Es solo que pensé que...
El jeque sacudió la cabeza.
—No, no quise decir que debía negar que estamos juntos. Dejemos que diga
que esa parte era cierta. Pero deberá decir que lo malinterpretó y que, por
supuesto, no era asunto suyo anunciárselo a todo el país.
Incluso la luna en cuarto creciente ofrecía suficiente luz para hacer destellar
los ojos de Abdul.
—No quiero más secretos. Ni entre nosotros ni delante de mi pueblo.
El alivio y la culpa embargaron a Lucie a partes iguales.
—En el espíritu de no tener más secretos —comenzó, con un ligero temblor
en la voz—, hay algo que debo contarte.
Con todo lo que había sucedido entre ellos, podía perdonar al jeque si se
ponía un poco nervioso al escuchar esto. Pero si lo estaba, no lo mostró.
—¿Qué ocurre?
No había otra forma de decirlo que decirlo.
—Estoy embarazada.
Hubo un largo silencio. Lo único que oía Lucie era el sonido de la brisa.
—¿De verdad?
Lucie no fue capaz de descifrar su rostro. Era la felicidad más completa o la
conmoción más absoluta. Estaba angustiada intentando averiguarlo.
Y entonces sintió de nuevo que sus brazos la rodeaban.
—Mi dulce Lucie —dijo—, me haces el hombre más feliz de la Tierra.
Lucie quiso decir que él la había hecho la mujer más feliz, pero su corazón
estaba demasiado lleno de alegría para hablar. Se limitó a quedarse allí sentada,
rodeada por los brazos de Abdul y con una sonrisa enorme en los labios.
Entonces, de repente, él se apartó.
—¡Pero tienes que casarte conmigo!
Ella rio.
—No ha sido muy romántico, ¿verdad? —dijo, dirigiéndose al coro sonoro
de las risas de Lucie.
—Cualquier forma de decir que quieres pasar tu vida conmigo sería
romántica. Simplemente estoy sorprendida. Me aterraba este momento...
Preguntándome y preocupándome por lo que dirías. Y, ahora que ya ha llegado, es
mejor de lo que nunca me atreví a esperar.
El jeque acunó la mejilla de Lucie en sus manos y ella dejó que el peso de su
cabeza recayera dulcemente en ellas, adorando la sensación de que Abdul la
sostuviera.
—Pensamos mucho —dijo él—. Tú y yo. Tal vez deberíamos pensar un poco
menos. Quizás seríamos más felices.
—No, por favor —replicó Lucie—. Te amo por tu mente tanto como te amo
por tu corazón. No soportaría que dejaras de hacerlo.
—Entonces nunca dejaré de pensar —dijo el jeque sonriendo—. Pero
pensaré en la mejor versión de las cosas, no en la peor.
Lucie pestañeó despacio, sintiendo los párpados cada vez más pesados.
—Entonces yo haré lo mismo. Y creo que tú y yo tendremos un montón de
cosas buenas en las que pensar.
Lucie siempre había pensado que estar enamorado era de tontos. Y, de
hecho, siempre le había parecido una cosa tonta.
Pero allí, sentada con Abdul, rodeada con sus brazos, bajo las estrellas,
murmurando las mismas palabras que le habrían parecido simples tópicos unos
meses atrás, finalmente lo comprendió.
No eran las palabras. No era lo que se decían el uno al otro, era el
sentimiento que había detrás. El sentimiento que oía en el tono de su voz, no el
significado de las palabras. El sentimiento que sentía en su tacto y en la calidez de
sus miradas.
Y era ese sentimiento en lo que sabía que confiaría ahora y siempre.
Epílogo

DIECIOCHO MESES DESPUÉS

Lucie no podía creer que la pequeña Nadiah ya corriese, pero era imposible
negar la evidencia mientras la perseguía por todo el palacio. No es que aquello le
importara. Le encantaba correr por los salones tanto como había disfrutado
explorándolos por primera vez con el hombre que ahora era su esposo. Y, además,
esta noche sería una noche muy importante; era bueno que liberase su energía
antes de la llegada de los invitados.
Si Abdul hubiese sido un padre más estricto, probablemente habría insistido
en que mantuvieran alejada a la niña, para que no se metiera entre los pies
mientras todos los dignatarios, científicos y eminencias académicas se molestaban
por la presencia de una niña entre ellos. Llegarían en cualquier momento y Lucie
se habría deprimido en un hogar donde se ve a los niños, pero no se les debe oír.
Pero el suyo no era un hogar tradicional. No se aferraban a los modales
anticuados y polvorientos de ninguna de sus familias. Pero sí honraban ciertas
tradiciones. Respetaban la lealtad, y el amor, y una cierta cantidad de caos dichoso.
Y Lucie recordó mientras acariciaba su tripa que pronto también honrarían la
tradición de tener familias grandes y ruidosas.
Y no es que estuvieran esperando la llegada de los demás niños para llenar
el palacio de gente. El edificio, que una vez había estado tan vacío y solitario, ahora
rebosaba vida. Tal vez era un poco molesto que hubieran destrozado el jardín. Pero
vivir en una excavación arqueológica activa hacía que mereciesen la pena los
inconvenientes.
—Los primeros invitados de tu antigua universidad ya están aquí —dijo su
marido sonriendo. Se estaba ajustando la corbata mientras bajaba a saludar a los
invitados, pero, en general, estaba mucho mejor preparado que Lucie para la noche
que tenían por delante.
—¿Harvard o Yale? —preguntó ella, aunque ya se había puesto en marcha,
temerosa de perder a su hija a la vuelta de una esquina.
—¡Harvard! —oyó que respondía Abdul a su espalda mientras ella
continuaba la caza.
Con toda certeza, su vida después de finalizar el doctorado había sido mejor
que antes. Aunque apenas podía achacarlo a haber completado sus estudios.
Tuvo que adaptarse a vivir en Al-Brehoni, pero aquello lo logró
rápidamente. Una vez comprendió que el centro de producción de cerámica sobre
el que había elaborado su teoría había estado en el lugar que ocupaba ahora el
palacio, el resto de su tesis se escribió prácticamente sola.
Y en cuanto pudo dejar atrás el asuntillo de lograr el sueño de su vida
completando el doctorado, hizo realidad el sueño que nunca supo que tenía y se
casó con el amor de su vida.
Y hoy Lucie estaría de pie a su lado y anunciarían formalmente la creación
de un programa conjunto permanente entre la Fundación Arqueológica de Al-
Brehoni, de reciente creación, y algunas de las más importantes universidades de
Estados Unidos. El programa de prueba había sido un todo un éxito en más de un
sentido.
Cuando Lucie atrapó a su hija y la alzó entre sus brazos, recordó la primera
vez que había estado en Al-Brehoni. Entonces había ignorado por completo el
impacto que ese viaje tendría en su vida. Había creído que sí lo sabía, pero no
había tenido ni idea. Y, al final, aunque hubo mucha confusión, cólera e infelicidad
por el camino, sabía que lo volvería a hacer todo sin dudar un instante. Volvería a
pasar por lo que fuera necesario para acabar disfrutando la vida que tenía ahora:
viviendo y trabajando en un lugar que amaba, con el hombre al que amaba y la
familia que no había sabido que necesitaba tan desesperadamente. Al fin estaba en
casa.

Fin

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