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Sacerdote entre cadenas: el P. Anton Luli S.J.

(1910-
1998)
El P. Anton Luli evocó el testimonio de su vida sacerdotal en el Aula Pablo VI ante Juan
Pablo II el año 1996, con motivo de los 50 años de la ordenación sacerdotal del Papa

No es fácil vivir el sacerdocio en la cárcel o en un campo de concentración. Dios permitió


que ese fuese el modo de llevar el amor de Dios a los hombres del P. Anton Luli durante más
de 40 años “de ministerio”.
Anton Luli había nacido en Albania el año 1910. Dios lo llamó a formar parte de la
Compañía de Jesús, en la que recibió la ordenación sacerdotal en 1946. Albania, su patria,
había vivido el drama de la Segunda Guerra Mundial. Expulsados los invasores, el país quedó
bajo el dominio de una férrea dictadura comunista.
Muchos sacerdotes fueron encarcelados y fusilados. Le llegó pronto la hora al P. Luli. El 19
de diciembre de 1947 fue arrestado y encerrado en una habitación pequeña y fría. Esas
navidades, para él, fueron un auténtico calvario de dolor, pero con la extraña paz que sólo
puede venir de una fe intensa y cordial.
Muchos años después contó en el Vaticano, en el aula Pablo VI, lo que había sido aquella
experiencia:

“La noche de Navidad de ese año -¿cómo podría olvidarla?- me sacaron de ese lugar y me
llevaron a otro cuarto de baño en el segundo piso de la prisión, me obligaron a desvestirme y
me colgaron con una cuerda que me pasaba bajo las axilas. Estaba desnudo y apenas podía
tocar el suelo con la punta de los pies. Sentía que mi cuerpo desfallecía lenta e
inexorablemente. El frío me subía poco a poco por el cuerpo y, cuando llegó al pecho y
estaba para parárseme el corazón, lancé un grito de agonía. Acudieron mis verdugos, me
bajaron y me llenaron de puntapiés. Esa noche, en ese lugar y en la soledad de ese primer
suplicio, viví el sentido verdadero de la Encarnación y de la cruz”.
Después de 17 años de cárcel pasó a un campo de trabajos forzados, en una zona de pantanos.
Tras una breve liberación, fue arrestado de nuevo en 1979 y condenado a muerte: lo habían
acusado de sabotaje y propaganda contra el gobierno. La pena capital fue conmutada por la
de 25 años de cárcel.
Los cambios políticos de la Europa del Este también llegaron, aunque con enormes
problemas y retrasos, a la pequeña república de Albania. El P. Luli fue liberado en 1989.
Tenía 79 años de edad. Pocos días después de salir de la cárcel encontró a uno de los que
habían sido sus verdugos. De nuevo le dejamos contar lo que pasó en ese momento:
“Nunca he guardado rencor hacia los que, humanamente hablando, me robaron la vida.
Después de la liberación, me encontré por casualidad en la calle con uno de mis verdugos:
sentí compasión por él, fui a su encuentro y lo abracé”.
La vida del P. Luli, su modo particular de vivir el sacerdocio, recuerda uno de los privilegios
propios de todo ministro de Cristo: el amor hasta dar la vida por los amigos. Miles de
sacerdotes han ofrecido la sangre por sus comunidades. Miles de sacerdotes, en martirios
atroces y “rápidos”, o en ese martirio largo y difícil de persecuciones más o menos sutiles, se
han unido a Cristo crucificado y han demostrado así la fuerza del amor.
El P. Luli vivió con sencillez y esperanza su vocación sacerdotal en condiciones
humanamente insoportables. Volvemos a sus palabras, a su testimonio, avalado por años de
dolor que supo sembrar de amor cristiano:
“Esta es mi experiencia sacerdotal en todos estos años; una experiencia, ciertamente, muy
particular con respecto a la de muchos sacerdotes, pero desde luego, no única: son millares
los sacerdotes que en su vida han sufrido persecución a causa del sacerdocio de Cristo.
Experiencias diversas, pero todas unificadas por el amor. El sacerdote es, ante todo, una
persona que ha conocido el amor; el sacerdote es un hombre que vive para amar; para amar a
Cristo y para amar a todos en él, en cualquier situación de vida, incluso dando la vida”.

(El P. Anton Luli evocó el testimonio de su vida sacerdotal en el Aula Pablo VI ante Juan
Pablo II el año 1996, con motivo de los 50 años de la ordenación sacerdotal del Papa. Sus
palabras fueron publicadas en L’Osservatore romano el 15 de noviembre de 1996).

El Padre Anton Luli S.J., albanés Pasó 42 años entre la cárcel, torturas y trabajos forzados,
oficiando la Misa clandestinamente
Ésta es la historia de un valeroso jesuita albanés llamado Anton Luli. Una vida llena de
penalidades y sufrimientos bajo la dictadura comunista en Albania y, a la vez, testimonio de
cristiano.
«Bendigo al Señor, que a mí, su pobre y débil ministro, me ha dado la gracia de permanecerle
fiel durante una vida prácticamente marcada por las cadenas. Sólo su gracia podía hacer esto.
Primer arresto
»Acababa de ser ordenado sacerdote cuando a mi país, Albania, llegó la dictadura comunista
y la persecución religiosa más despiadada. Algunos de mis hermanos en el sacerdocio,
después de un proceso lleno de falsedades y engaño, fueron fusilados y murieron mártires de
la fe. Así celebraron, como pan partido y sangre derramada por la salvación de mi país, su
última Eucaristía personal. Era el año 1947. Apenas había terminado mi formación.
»A mí el Señor me pidió, por el contrario, que abriera los brazos y me dejara clavar en la cruz
y así celebrara, en el ministerio que me era prohibido y con una vida transcurrida entre
cadenas y torturas de todo tipo, mi Eucaristía, mi sacrificio sacerdotal.
»El 19 de diciembre de 1947 me arrestaron con la acusación de agitación y propaganda
contra el gobierno. Viví diecisiete años de cárcel estricta y muchos otros de trabajos forzados.
Mi primera prisión, en aquel gélido mes de diciembre en una pequeña aldea de las montañas
de Escútari, fue un cuarto de baño.
La cárcel era un baño lleno de excrementos
»Allí permanecí nueve meses. Me tenía que acurrucar sobre excrementos endurecidos y sin
poder enderezarme completamente por la estrechez del lugar. La noche de Navidad de ese
año -¿cómo podría olvidarla?- me sacaron de ese lugar y me llevaron a otro cuarto de baño en
el segundo piso de la prisión, me obligaron a desvestirme y me colgaron con una cuerda que
me pasaba bajo las axilas. Estaba desnudo y apenas podía tocar el suelo con la punta de los
pies. Sentía que mi cuerpo desfallecía lenta e inexorablemente. El frío me subía poco a poco
por el cuerpo y, cuando llegó al pecho y estaba para parárseme el corazón, lancé un grito de
agonía. Acudieron mis verdugos, me bajaron y me llenaron de puntapiés. Esa noche, en ese
lugar y en la soledad de ese primer suplicio, viví el sentido verdadero de la Encarnación y de
la cruz.
Corriente eléctrica en los oídos como tortura
»Con mucha frecuencia me torturaban con la corriente eléctrica: me metían dos alambres en
los oídos. Era una cosa horrible. Durante un tiempo me amarraban las manos y los pies con
alambres, y me echaban al suelo en un lugar oscuro, lleno de grandes ratas que me pasaban
por encima sin que yo pudiera evitarlo. Llevo todavía en mis muñecas las cicatrices de los
alambres que se me incrustaban en la carne. Vivía con la tortura de permanentes
interrogatorios, acompañados de violencia física. Recordaba entonces los golpes sufridos por
Jesús al ser interrogado por el Sumo Sacerdote.
Más torturas
»Una vez me colocaron delante un papel y un bolígrafo y me dijeron: Escribe una confesión
de tus crímenes y, si eres sincero, podríamos hasta mandarte a casa. Para evitar golpes y
bastonazos empecé a llenar alguna página con los nombres de muertos o de fusilados, con los
que nunca tuve nada que ver. Al final añadí: Todo lo que he escrito no es verdadero, pero lo
he escrito porque me obligaron. El oficial empezó la lectura con una sonrisa de satisfacción,
seguro de haber logrado su objetivo, pero cuando leyó los últimos renglones, me golpeó y,
blasfemando, ordenó a los policías que me llevaran fuera, gritando: Sabemos cómo hacer
hablar a esta carroña.
Jesús, siempre a mi lado…
»Pero en esos sufrimientos tuve a mi lado y dentro de mí la consoladora presencia del Señor
Jesús, sumo y eterno sacerdote, a veces, incluso, con una ayuda que no puedo menos de
definir “extraordinaria”, pues era muy grande la alegría y el consuelo que me comunicaba.
Trabajos forzados en los pantanos
Al salir de la prisión, me enviaron a trabajos forzados como obrero en una finca estatal: me
pusieron a trabajar en la recuperación de los pantanos. Era un trabajo fatigoso y con la poca
alimentación que teníamos se nos reducía a gusanos humanos: cuando uno de nosotros caía
extenuado, le dejaban morir. Pero en aquella etapa logré decir misa de manera clandestina y
sólo desde el ofertorio hasta la comunión. Conseguí un poco de vino y algunas formas, pero
no podía confiar en nadie ya que si me descubrían, me hubieran fusilado. En este trabajo en
los pantanos estuve 11 años.
Otra vez a la cárcel y pena de muerte
»El 30 de abril de 1979 me arrestaron por segunda vez, me registraron y me llevaron a la
ciudad de Scurati. No tenía consigo más que el rosario, un cortaplumas y el reloj. Después de
la requisa me tiraron al suelo de una celda. Me daba cuenta que me dirigía a un nuevo
calvario; pero de improviso la desolación dio paso a una extraordinaria experiencia de Jesús.
Era como si Él estuviera allí presente, de frente a mí, y yo le pudiera hablar. Fue determinante
para mí. Comenzaron de nuevo las torturas y otro proceso: el 6 de noviembre de 1979 me
condenaron a a morir fusilado. La causa que adujeron fue sabotaje y propaganda
antigubernativa. Pero, dos días después, la pena de muerte fue conmutada por 25 años de
prisión.
La libertad… a los 80 años
»Prácticamente he conocido la libertad a los 80 años, cuando en 1989 pude celebrar la
primera Misa en libertad. Pero hoy, recorriendo con mi pensamiento mi propia existencia, me
doy cuenta de que la misma ha sido un milagro de la gracia de Dios y me sorprendo de haber
podido soportar tanto sufrimiento, con una fuerza que era la mía, conservando una serenidad
que no podía tener otra fuente que el corazón de Dios.
Experiencia como sacerdote
»Esta es mi experiencia sacerdotal en todos estos años; una experiencia, ciertamente, muy
particular con respecto a la de muchos sacerdotes, pero desde luego no única: son millares los
sacerdotes que en su vida han sufrido persecución a causa del sacerdocio de Cristo.
Experiencias diversas, pero todas unificadas por el amor. El sacerdote es, ante todo, una
persona que ha conocido el amor; el sacerdote es un hombre que vive para amar: para amar a
Cristo y para amar a todos en Él, en cualquier situación de vida, incluso dando la vida.
»Pero hoy, contemplando la gloria de María en el Cielo, y pensando que también a nosotros
se nos ofrece esta gloria futura con Dios, no puedo hacer otra cosa, que dirigirme a vosotros,
queridos hermanos sacerdotes, con las palabras de san Pablo: “Porque estimo que los
sufrimientos del mundo presente no son comparables con la gloria que ha de manifestarse en
nosotros” (Rom 8, 18). Contemplamos la gloria de María en el cielo, permanecemos fieles, en
pie, con fuerza y dignidad cerca de la Cruz de Jesús, sin importarnos el modo en que esa cruz
se presente en nuestras vidas. nosotros somos personas que nos entregamos al amor de Cristo.
¿Quién nos podrá separar de este amor? Éste es el verdadero mensaje de mi experiencia de
vida. En todos los momentos de sufrimiento y de dificultad “nosotros salimos vencedores
gracias a Aquél que nos amó” (Rom 8, 37).
No al odio
»Pero nunca he guardado rencor hacia los que, humanamente hablando, me robaron la vida.
Después de la liberación, me encontré por casualidad en la calle con uno de mis verdugos:
sentí compasión por él, fui a su encuentro y lo abracé». El padre Anton Luli S.J. murió en
Roma el 10 de marzo de 1998 a la edad de 88 años.

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