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Cuadernillo de Lecturas Literatura 4to WM Bloque 1

Temas: La construcción de la figura del héroe en la Literatura. Héroes. Antihéroes. Superhéroes.


Héroe individual y héroe colectivo.

TEXTO I: HOMERO LA ODISEA (Texto adaptado ED. ANDRES BELLO)

PROLOGO Homero fue el más antiguo y famoso de los poetas de la Grecia arcaica, cuyo nombre
se recuerda. No se sabe a ciencia cierta cuándo ni dónde vivió, pero respecto de él se contaban
diversas historias que los griegos creían verdaderas. Se dice que al fin de su vida estaba ciego y
pobre, pero que continuaba su recorrido por Grecia cantando su maravillosa poesía. Algunos
autores estiman que vivió en el siglo VIII antes de Cristo. En una época en que casi nadie sabía
leer y escribir existían trovadores ambulantes que, de ciudad en ciudad, cantaban largos
poemas, narrando acontecimientos de la prehistoria del pueblo griego. Entre ellos Homero fue el
más famoso, y los poemas que se le atribuyen, La Ilíada y La Odisea, han llegado hasta nosotros.
Ellos constituyen los primeros poemas heroicos occidentales y son tan atrayentes para el lector
moderno como lo fueron para los antiguos griegos. La Ilíada narra un episodio del sitio de Troya,
guerra que duró diez años y en la cual los príncipes de los disti+ntos Estados griegos sitiaron y
destruyeron esa ciudad. Troya fue tomada porque los griegos, incapaces de derribar sus
murallas, fingieron retirarse y dejaron como regalo para los sitiados un gran caballo de madera
que tenía guerreros ocultos en su interior. Los troyanos lo introdujeron en triunfo a la ciudad,
pero durante la noche salieron los guerreros que estaban en él y abrieron las puertas de Troya al
resto del ejército. Destruida Troya y terminada la guerra, los príncipes griegos emprendieron el
camino de regreso a sus países. Entre ellos se encontraba Odiseo, o Ulises, que es el nombre
latino y que por ser más conocido hemos preferido conservar. Era llamado el astuto Ulises por su
fertilidad en recursos; entre ellos, la idea del caballo de madera. La Odisea narra las aventuras
que afrontó Ulises para volver a su país natal. Era rey de Ítaca, una isla situada al oeste de la
Grecia continental, y en ella lo esperaban su mujer Penélope y su hijo Telémaco. En sus
pequeños barcos, los griegos de esa época navegaban, por lo general, sin perder de vista la tierra
y el viaje habría demorado normalmente dos o tres semanas; sin embargo, Ulises tardó diez
años en volver a Ítaca. Las aventuras e infortunios que causaron esta increíble demora
constituyen el tema de La Odisea. Los griegos, dentro de su fantasía, hacían participar a sus
dioses en los acontecimientos humanos. Por eso aparece en La Odisea que Poseidón, el dios del
mar, era el principal enemigo de Ulises y deseaba destruirlo; en cambio, Atenea, diosa de la
sabiduría, se empeñaba en salvarlo. Si pensamos que los barcos griegos de ese tiempo eran muy
pequeños y se impulsaban con una sola vela y un grupo de remeros, se comprende el enorme
desafío que representaba un dilatado viaje por mar y lo inevitable de tomar derroteros
inesperados, arrastrados por el viento o las corrientes. Por fantásticas que parezcan las
aventuras narradas en La Odisea, no son, sin embargo, pura imaginación. Geógrafos y viajeros
modernos, como Ernle Bradford, entre otros, han creído reconstituir con bastante exactitud las
travesías de Ulises en gran parte del mar Mediterráneo. Pero independientemente de la realidad
histórica, La Odisea constituye un viaje de amor y de peligro, de entereza y constancia, que la
ubican más allá de cualquier época. En el “mundo de Ulises” estarán siempre mezclados las
aventuras marinas, las intrigas de palacio y el poder de la determinación humana.

LA VUELTA DE ULISES
“Al terminar la guerra de Troya dispúsose Ulises a volver a su patria. Era este héroe el más fuerte
y valeroso de cuantos al lado de Agamenón lucharan por culpa de Helena; era también el más
prudente y astuto de todos. Durante el sitio de Troya, que como sabemos duró diez largos años,
dio prueba muchas veces de estas cualidades y por eso le llamaron, amigos y enemigos, “el
prudente Ulises”. Una vez se disfrazó de pordiosero con tal habilidad, que logró entrar en la
ciudad sitiada, observando cosas de gran interés para los suyos. No obstante, al disponerse a
salir de la ciudad, los enemigos le reconocieron y le fue preciso entonces recurrir al valor,
abriéndose paso con su espada. Muchos troyanos cayeron aquel día dada la fuerza de su brazo,
pero él llegó sano y salvo a donde las naves griegas le aguardaban. Hazañas como ésta
contábanse del prudente Ulises a centenares. Ahora, terminado el sitio de Troya, poseedores los
griegos del rico botín que aguardaban, y dueño Agamenón otra vez de Helena, su esposa, pensó
Ulises en volver de nuevo a su patria. Era ésta la más lejana de todas cuantas habían enviado a
sus héroes al sitio de Troya. El reino de Ulises —pues el héroe prudente era un alto y poderoso
monarca— era Ítaca, pequeña isla del oeste de Grecia. Esta isla, formada por rocas inaccesibles,
estaba coronada por una montaña altísima y poblada de bosques frondosos. En ella habían
quedado Penélope, la dulce esposa del héroe, y Telémaco, el único hijo de ambos, que era un
niño de corta edad cuando su padre partió a la guerra. También el abuelo de Telémaco, padre de
Ulises, había quedado en la isla al cuidado de la esposa y de su nieto muy amado. Al embarcar
Ulises en la nave de afilada proa, para partir hacia su patria, su corazón latía violentamente de
gozo. Recordaba con el mayor cariño a su anciano padre, a su dulce esposa y a su tierno hijo y,
pensando en ellos y en la bella patria todavía lejana, sus ojos se inundaron de lágrimas. Pensaba
con júbilo en el momento en que pusiera la planta en aquella tierra para él bendita y en el
instante en que los brazos de Penélope se anudaran a su cuello y el niño le ofreciera su carita
para que la besara. Pero no le fue dado lograr esta dicha hasta transcurrido largo tiempo. El
espíritu guerrero de Ulises y aquellos diez últimos años pasados en continua guerra, eran causa
de que no pudiera su espada permanecer tranquila en la vaina y, doquiera que iba, lo
acompañaban la lucha y el combate. En la isla de los cícones, situada en la antigua Tracia,
adonde los vientos le llevaron en su travesía, recogió, en unión de sus compañeros, un riquísimo
botín, que quería, llegado a su patria, ofrendar a su esposa. Pero cuando Ulises y los suyos se
disponían a ganar las naves que hasta allí les habían llevado, la gente del interior de la isla,
conocedores de su presencia y de su ataque, cayeron sobre ellos tan espesos —dice el poeta—
como las hojas de las flores en el árbol. Se trabó un violento combate y todo el día lucharon uno
y otro bando con gran valentía. Y al fin, como los cícones eran muchos, y pocos los navegantes,
éstos quedaron vencidos, Ulises, sin embargo, y algunos de sus hombres, lograron volver a sus
naves, mas sin el rico botín y con la gran i pérdida de muchos de los que los acompañaban. Se
hicieron a la mar afligidos todavía por la cruel derrota. Y entonces, como si el cielo quisiera
castigarlos por su osadía, estalló una tempestad espantosa; verdaderos torrentes de agua
hinchaban las olas; las naves griegas fueron empujadas por el viento hasta alta mar, y las velas,
hechas mil jirones, fueron arrebatadas de los mástiles. Dos largos días lucharon los navegantes
entre el mar y el cielo y al cabo del tercero, vieron, al fin, el iris de paz y después de reparar los
desperfectos de las naves y de arbolar velas nuevas, pudieron, con viento en popa, emprender
nueva ruta hacia Ítaca. Mas no tardó el tiempo en serles de nuevo desfavorable. Un violento
viento norte los desvió nuevamente de su derrotero y empujó las naves siempre mar adentro.
Durante nueve largos días, avanzaron sin rumbo y, al décimo, llegaron a la isla de los lotófagos.
Llámanse así los habitantes de aquel país, porque se alimentan con la flor del loto, que es al
paladar tan dulce como la miel, pero hace olvidar a los que la prueban lo mismo el pasado,
cercano o remoto, como los proyectos para el porvenir. Así los lotófagos no recuerdan sus
deberes ni se atormentan con sus pesares, ni gozan con anticipadas alegrías. Dícese que
permanecían largas horas de día y de noche echados perezosamente en el suelo y soñando los
más felices y descuidados sueños. Como la provisión de agua que las naves de Ulises llevaban se
agotó durante los largos días de lucha con los elementos, al descubrir a lo lejos la isla, mandó
Ulises a sus hombres que pusieran rumbo a ella para enterarse de qué gentes la habitaban y para
saber si podrían allí aprovisionarse convenientemente. El permaneció en el barco esperando sus
noticias. Los lotófagos recibieron cariñosamente a los hombres de Ulises, y no sólo les dieron el
agua que requerían sino que también quisieron que probaran el dulcísimo fruto que constituía
su único alimento. Los navegantes entonces olvidaron a su jefe, olvidaron su deber, olvidaron la
tierra prometida de Ítaca, y olvidaron, en fin, que debían volver a las naves. Tendiéronse en el
suelo, entre los bosques, como los habitantes de la ciudad y sólo desearon quedarse siempre en
aquel lugar delicioso, probar de nuevo la flor del loto que hace olvidar penas y cuidados, y soñar
aquellos gratísimos sueños de felicidad.

II ULISES Y LOS CICLOPES


Largo tiempo aguardó Ulises que sus hombres volvieran; pero al ver que las horas pasaban sin
que los navegantes regresaran, empezó a inquietarse y temió que hubieran caído en alguna
emboscada de los naturales del país. Descendió de la nave y penetró a su vez en la isla. No tardó
en darse cuenta de lo que ocurría al verlos dormidos y al observar que no querían apartarse de
aquellos lugares por nada del mundo. Mas él, con los remeros del barco que no habían bajado
antes, prohibiendo a éstos que comieran de la flor fatal, arrancó a los otros navegantes de
aquellos lugares, los hizo llevar a las naves, los ató fuertemente a los bancos de los remeros y dio
orden de partir inmediatamente para impedir que ninguno volviera a comer de la flor del loto,
que hace olvidar penas, deberes y amor. Y aquellos hombres, recordando ahora sus sueños
dichosos, iban llorando por tener que abandonar aquel delicioso lugar. Siguieron las naves de
Ulises su ruta, cortando con la afilada proa las encrespadas olas. Largos días navegaron con buen
viento y al fin alcanzaron a ver una hermosa isla, en la que Ulises quiso detenerse. Era aquella
isla el pueblo de los cíclopes; una tierra hermosísima, cubierta de fértiles campos, de generosos
viñedos y bosques umbrosos. Había también en aquel país un hermosísimo puerto natural, y en
el extremo de la tierra que la formaba, una fuente de agua purísima, rodeada de espesos árboles
que daban rica sombra. Aquel puerto natural, refugio de las naves que por allí pasaban, inspiró a
Ulises el vivo deseo de hacer un alto en aquel país. Pero hay que saber que los cíclopes, o sea los
habitantes de aquella isla, eran un pueblo salvaje de enormes gigantes que vivían en cavernas
sin reconocer ley ni jefe, ni confiar en los dioses; que no se tomaban el trabajo de cultivar las
fértiles tierras, tan generosas, sin embargo, que les daban ricas cosechas de trigo y de cebada, al
mismo tiempo que viñedos espléndidos les proporcionaban el más exquisito de los vinos.
Cuando Ulises llegó con sus hombres al país de los cíclopes, era de noche y sin luna. No obstante,
pudo anclar en la orilla perfectamente y dormir con tranquilidad hasta que despuntó la aurora.
Entonces él y sus hombres empezaron a explorar la isla, hallando numerosos animales,
habitantes únicos de los bosques, a los que dieron muerte, preparándose con su carne un gran
festín. Mientras comían, vieron que en el interior de aquella tierra elevábanse al cielo multitud
de columnitas de humo y oyeron voces de hombres y balar de ovejas. Ulises y sus hombres
pasaron el día regalándose con los frutos del rico país y, al llegar la noche, de nuevo durmieron
sobre la arena tranquilamente, sin que nadie los molestara. Al despuntar otra vez la nueva
aurora, Ulises dijo a sus hombres: —Vuelvan a las naves, mientras yo con algunos de los nuestros
me interno en esta tierra para ver qué clase de gente la habita. Así lo hicieron los navegantes, y
Ulises, en compañía de los doce héroes más valientes que con él iban, se adentró en la tierra de
los cíclopes. No tardaron en ver una gran cueva cuya entrada estaba oculta por espeso ramaje de
laurel y que, en conjunto, semejaba las que hacen los pastores para guardar su ganado.
Rodeábala una alta cerca formada por gruesos troncos y piedras inmensas. Ulises, llevando un
pellejo de cabra lleno de vino riquísimo, tan dulce como la miel, y una bolsa bien repleta con la
caza conseguida el día anterior, penetró en la cueva. Era aquel recinto la habitación de un
horrible gigante, tan espantoso como es difícil imaginar; su estatura era colosal, su corpulencia
como la de una mole de piedra y, en medio de la frente, tenía un solo ojo, cuya mirada ponía
espanto en el ánimo de quien le veía. Era el hijo predilecto de Poseidón1, dios del mar, se
llamaba Polifemo y se ocupaba en guardar sus rebaños y de hacer quesos con la leche que sus
cabras le daban. Cuando Ulises y sus hombres penetraron en la cueva de Polifemo, el gigante no
estaba allí. Tampoco estaba el rebaño, al cual había ido. a apacentar en sus fértiles campos. Sólo
estaban los más tiernos cabritos. Las paredes aparecían llenas de estantes con quesos riquísimos
y veíanse por toda la cueva esparcidos multitud de tarros y ollas, en que el gigante guardaba la
leche. Los compañeros de Ulises hablaron así a su jefe: —¿Por qué no nos apoderamos de estas
cosas y las llevamos a la nave? También algunos de nosotros podríamos volver para llevamos los
cabritos, y así no saldríamos de este país sin algún botín. Pero Ulises era generoso y no le
gustaba portarse como un ladrón. Él quería el rico botín ganado en guerra y legítima lucha, pero
desdeñaba tales raterías. No hizo caso, pues, a las insinuaciones de sus hombres, y les dijo que
su intento era aguardar que el gigante volviera para proponerle que le tratara como amigo,
ofreciéndole el vino y las viandas que él y sus hombres llevaban, a cambio de los bienes que el
cíclope amistosamente quisiera ofrecerle. Los hombres, sumisos siempre a los mandatos del
héroe, callaron, y en espera de que volviera el gigante, encendieron una hoguera, sentáronse en
torno de ella y se entretuvieron comiendo queso y bebiendo vino. Tardó el gigante en volver y
hacia la caída de la tarde le vieron llegar los navegantes conduciendo sus numerosos rebaños;
sus hombros soportaban un enorme haz de leña, tan grande, que dij érase que para formarlo
había destruido un bosque entero. Así que hubo penetrado en la cueva, Polifemo cogió con una
sola mano su pesada carga y la arrojó al suelo, haciendo un ruido tan espantoso que Ulises y sus
hombres, sin poder contener su espanto, fueron a ocultarse en los rincones más apartados de la
cueva. Penetraron también, durante largo rato, las cabras y ovejas. Después, Polifemo, sin
esfuerzo alguno, levantó una piedra tan enorme que veinte caballos no hubieran podido
arrastrarla y cerró con ella la puerta de su habitación (con ella quedaron también encerrados el
prudente Ulises y sus doce hombres). Después empezó lentamente a ordeñar a sus animales y
colocó a los corderillos junto a sus madres para que mamaran. Puso la mitad de la leche
ordeñada en unas ollas enormes para hacer con ella sus quesos, y la restante la dejó a un lado,
en una vasija inmensa, para bebérsela mientras comiera. Luego encendió una hoguera tan
grande, que en ella hubiera podido asar siete bueyes. Las llamas llegaron al techo, iluminando
con su resplandor hasta los más recónditos rincones de la cueva. A la luz de la llama advirtió
entonces el gigante la presencia de Ulises y de sus navegantes. Sorprendido, lanzó un grito
diciendo: —¿De dónde sois, de dónde habéis venido, extranjeros? ¿Sois mercaderes, marinos o
piratas? ¿Qué venís a hacer a mi casa? La voz del gigante atronaba de tal modo los ámbitos de la
cueva que los hombres de Ulises sintieron inmenso terror. Pero el héroe, repuesto ya de la
primera impresión que le causara el espantoso aspecto del gigante, le contestó: —Somos
guerreros del rey Agamenón de Grecia, y volviendo de Troya, donde hemos luchado por nuestro
rey, nos dirigíamos a nuestra patria, cuando los vientos nos han empujado hacia esta isla. A tus
pies te rogamos quieras darnos la hospitalidad que nuestro dios omnipotente, Zeus2 *, ordena
que se conceda a los extranjeros. Pero el gigante, cruel como todos los de su raza,
comprendiendo que nada tenía que temer de aquellos guerreros minúsculos, sonrió desdeñoso,
y dijo así: —Los cíclopes no tememos a los dioses, y por lo tanto no acatamos en nada sus
órdenes. Y ahora dime, extranjero: ¿qué os ha obligado a salir de vuestra nave? ¿Por qué estáis
aquí? ¿Tenéis la nave que hasta aquí os ha traído anclada cerca de estos lugares o al otro
extremo de la isla? Ulises, siempre y ante todo prudente, comprendió que el gigante le hacía
tales preguntas con el ánimo de apoderarse de los hombres que en la nave pudieran quedar. Y
entonces contestó: —La tempestad ha destrozado nuestras naves. Sólo estos hombres y yo
hemos podido escapar del naufragio. Entonces Ulises y sus hombres vieron avanzar hacia ellos la
enorme mole humana de Polifemo. Cogió el gigante con una sola mano a dos de los navegantes
y les golpeó la cabeza contra el suelo hasta rompérsela. Después los abrió por la mitad, los asó a
la lumbre de la hoguera, y cuando estuvieron a punto, los devoró sin dejar ni los huesos.
Mientras comía, regalábase con largos tragos de leche y cuando estuvo satisfecho su apetito, se
tendió en el suelo de la cueva y se quedó profundamente dormido. No es necesario decir que
Ulises y los diez compañeros que quedaban vivos permanecían paralizados por el espanto,
verdaderamente horrorizados ante la cruel y bárbara escena que acababan de presenciar y ante
la muerte espantosa de sus amigos y compañeros de armas. No obstante, al ver al gigante
dormido, Ulises llamó a su lado a sus hombres y juntos empezaron a fraguar planes para salvarse
de la muerte que les aguardaba. Lo primero que Ulises propuso fue, naturalmente, lo más breve:
desenvainar la espada y clavarla en el pecho de Polifemo. Una consideración les detuvo, sin
embargo: la enorme piedra que cubría la entrada era tan pesada que ni cincuenta hombres
hubieran podido moverla, de modo que aun cuando el gigante muriera, ellos no se salvarían
tampoco, pues quedarían allí encerrados como en una ratonera, y terminadas las provisiones de
queso, acabarían por perecer de hambre. Así permanecieron toda la larga noche, lamentando su
triste suerte y formando planes para su salvación, aunque sin acabar de hallar ninguno que los
satisficiera. Apenas despuntó el día, el gigante se despertó; encendió de nuevo una inmensa
hoguera, ordeñó a sus ovejas y puso al lado de cada una su corderillo. Después, como hiciera la
noche anterior, mató a dos hombres, los abrió, los asó a la llama de la hoguera y se los almorzó
bonitamente. Enseguida levantó la enorme mole de piedra que tapaba la entrada de la cueva,
hizo salir fuera al rebaño, salió él también y volvió a colocar en la entrada la enorme puerta. Los
pobres navegantes y el prudente Ulises quedaron de nuevo encerrados en aquel antro obscuro,
seguros ya de la triste suerte que les tocaría sufrir en cuanto el gigante volviera. En vano hacían
mil planes, se consultaban, se torturaban, buscando el modo no sólo de hallar la huida, sino
también de vengar a sus cuatro desgraciados compañeros. Largo tiempo permanecieron en estas
deliberaciones y, al fin, Ulises, que hacía un buen rato que se mostraba silencioso y pensativo,
comunicó a los navegantes su plan. Cerca de la hoguera había un gran tronco de olivo que
cuando estuviera seco debía servir a Polifemo de bastón. Este tronco era tan alto como el mástil
de una nave. Siguiendo siempre las órdenes de Ulises, los navegantes cortaron una parte del
tronco, y el héroe, con gran habilidad afiló uno de sus extremos hasta formar una larga punta;
después endureció esta punta al fuego de la hoguera y ocultó el tronco donde el gigante, a su
llegada, no pudiese verlo. Tratábase entonces de saber cuáles de los navegantes ayudarían a
Ulises a hundir la punta del palo candente en el único ojo de Polifemo, cuando al fin lo rindiera el
sueño. Lo echaron a la suerte, y he aquí que la suerte señaló, precisamente, a los cuatro
hombres que Ulises deseaba que lo ayudaran. A la misma hora que el día anterior, al atardecer,
regresó el gigante seguido de su rebaño, al que, como de costumbre, encerró en la cueva.
Levantó la gran piedra de la entrada, ordeñó a sus ovejas y colocó junto a ellas a los corderitos
pequeños. Tras lo cual cogió a dos hombres más y los asó para la cena. Cuando hubo terminado
su horrible festín, Ulises avanzó desde el obscuro rincón de la cueva en que se hallaba y se
acercó al gigante, llevando en las manos una copa de rico vino. —Algo te falta después de tu
festín de carne humana —dijo el héroe a Polifemo—. Prueba de este licor que nuestra nave
contenía en gran abundancia. Cuando Polifemo hubo probado el rico vino de los griegos,
chasqueó la lengua con delicia y comprobó que jamás había bebido algo tan delicioso. Con voz
atronadora, que en vano intentaba dulcificar la deliciosa sensación experimentada, gritó así a
Ulises: —Me gusta tu vino, extranjero. Dame más y dime cómo te llamas. Quiero recompensarte.
Aunque los viñedos de esta tierra producen enorme cantidad de vino debo confesarte que jamás
había probado néctar como el tuyo. Ulises, que nada deseaba tanto como que el gigante se
embriagara, le sirvió del rico vino una y otra y otra vez, hasta que Polifemo se tendió en el suelo
completamente ebrio. Entonces Ulises le dijo:

—Puesto que eres tan generoso que quieres recompensarme, te diré mi nombre. Me llamo
"Nadie” y así me conocen mi familia y los hombres que están a mis órdenes. El gigante se echó a
reír y contestó con crueldad: —Pues bien, amigo Nadie, quiero recompensarte como te he dicho:
primero me comeré a todos tus compañeros y te dejaré a ti para el último. Lanzó una gran
carcajada y como el vino lo había embriagado, se tendió cuan largo era, quedando
profundamente dormido. Al ver Ulises a Polifemo tendido en tierra, embriagado, rendido, se
apresuró a llamar a sus hombres, reanimándoles con sus palabras y despertando en ellos el valor
perdido. Juntos corrieron entonces todos a buscar el palo que habían escondido e introduciendo
su punta aguda en el fuego la pusieron al rojo. Después lo retiraron, hundiéndolo Ulises y cuatro
hombres más con toda su fuerza en el horrible ojo de Polifemo. Algo espantoso sucedió
entonces. Recordando la crueldad del gigante y la muerte horrible de sus navegantes más
queridos, Ulises, teniendo clavada la estaca en el ojo del cíclope, le dio vueltas hasta lograr que
la sangre saliera a borbotones del ojo y que éste se vaciara. Púsose Polifemo en pie, lanzando
gritos roncos como el trueno y gemidos estridentes, que hicieron retroceder a Ulises y a sus
compañeros hasta los rincones más apartados de la cueva. De verdad imponía pavor el aspecto
del gigante con el ojo vacío, del que colgaba todavía la estaca roja encendida y cubierta de
sangre. Sin dejar de dar voces, Polifemo logró arrancarse el palo candente del ojo; lo arrojó a
gran distancia y llamó con formidables gritos a sus hermanos, los otros cíclopes, que habitaban
en las cercanías, en cuevas semejantes a la de Polifemo. Acudieron los cíclopes y preguntaron a
Polifemo:

—¿Qué te sucede, hermano? ¿Por qué nos despiertas con esos gritos? ¿Es que te han herido o
que algún ladrón se ha apoderado de tus rebaños? Entonces Polifemo, ciego, desconsolado, gritó
con voz tonante, ansioso de venganza: —¡Nadie me ha herido a traición! Y los cíclopes le
contestaron: —Pues si tú mismo dices que nadie te ha herido, no sabemos por qué gritas así y en
nada podemos ayudarte. Y dicho esto, como todos los cíclopes eran hombres crueles, no muy
compasivos del dolor ajeno, se marcharon tranquilamente a sus cuevas y dejaron allí a Polifemo,
rugiendo de dolor y de ira. El gigante buscó entonces en vano a los que le habían herido. Como
estaba ciego, los astutos griegos podían perfectamente esquivar su persecución. El gigante,
entonces, comprendió que era en vano que les buscara, y decidió que por lo menos no se le
escaparan de la cueva. A tientas siempre, halló la gran piedra que cerraba la entrada y la apartó
con su fuerza hercúlea. Después se sentó él mismo en el lugar de la piedra, atravesado en la
entrada con los brazos abiertos para coger a los navegantes cuando pretendieran escaparse. Pero
transcurrieron largas horas y el sueño le sorprendió así. Entonces, nuevamente Ulises y sus
compañeros se reunieron para tratar del modo de recobrar su libertad. Y he aquí que Ulises, con
su ingenio de siempre, creyó hallar un medio de fuga. En los rebaños del gigante había carneros
muy grandes y fuertes, de espeso vellón negro. Ulises, haciendo una fuerte lienza con mimbre
que encontró en la cueva, sujetó de tres en tres varios grupos de carneros; después, también con
mimbre, ató a cada uno de sus hombres debajo del vientre del carnero que quedaba en el centro
del grupo.

El mismo se colgó de igual forma que sus compañeros debajo del camero más alto y más fuerte.
Y así, en tan incómoda posición, aguardaron con paciencia los navegantes a que el alba
rompiera. Apenas despuntó la aurora, las ovejas empezaron a balar y los carnerillos a
impacientarse, deseosos de salir a pacer en los verdes campos. Entonces Polifemo se despertó,
disponiéndose a salir con sus rebaños. Según salían por la puerta los animales, Polifemo les
pasaba la mano por encima del lomo, sin sospechar que era debajo de ellos donde los hombres
de Ulises se ocultaban. Y sucedió que el camero que llevaba a Ulises, fue el último en pasar a
causa de que la carga que llevaba era muy pesada. Como había hecho con los otros, Polifemo
pasó la mano por encima del lomo de este camero, que era su predilecto, y le dijo: —Tú, que
siempre eras el primero en salir de la cueva, en guiar a tus compañeros, en buscar para ellos y
para ti los pastos más verdes y las aguas más cristalinas, ¿cómo es que ahora eres el último? Sin
duda, te entristece el ver que Nadie se ha burlado de mí hiriéndome a traición y vaciándome mi
único ojo. Si pudieras hablar, carnero mío, sin duda me dirías el lugar en que mi enemigo se
oculta, para que yo pudiera aplastarlo con mis manos. Mientras el gigante pronunciaba estas
terribles palabras, Ulises le escuchaba y permanecía muy quieto, riéndose para sus adentros.
Lentamente fueron saliendo todos los animales de Polifemo, dirigiéndose a los verdes prados,
camino del mar. Cuando ya estuvieron bien lejos de la cueva, cuando Polifemo se hubo quedado
lejos, bien lejos de ellos, Ulises sacó su cuchillo de monte del pecho y se desató de su extraña
cabalgadura. Inmediatamente corrió a desatar también a sus hombres y todos se apresuraron a
llevar el rebaño hacia la playa, donde estaba su nave anclada. Temieron, en algunos momentos,
que el gigante llamara a su rebaño y pudiera darse cuenta de su huida pero, como Polifemo los
creía todavía dentro de la cueva y bien encerrados en ella merced a la piedra enorme, no sucedió
así y pudieron llegar sanos y salvos a la nave donde sus compañeros, inquietos ya por su suerte,
se mostraron jubilosos al verlos llegar. No obstante, al relatar Ulises lo que les había acontecido
en la isla y al saber, los que en la nave habían quedado, la triste suerte de sus seis compañeros,
prorrumpieron en amargos lamentos y derramaron tristísimas lágrimas. Ulises, sin embargo, les
dijo: —No es ésta hora de llorar. Apresurémonos a embarcar, llevando con nosotros el rebaño
del gigante. Cuando todos estuvieron en la nave, cuando los remos agitaron el agua y la nave
emprendió la ruta que debía alejarla de la terrible tierra de los cíclopes, Ulises, antes de perder
de vista aquellos lugares espantosos, gritó con toda la fuerza de su voz: —¡Polifemo, cruel
monstruo, óyeme! Júpiter y los dioses en que no crees, te han castigado cruelmente por tus
crímenes. ¡Tú que devoras a los extranjeros que te piden hospitalidad, bien mereces quedarte
ahí ciego y burlado! Polifemo, que se hallaba todavía sentado a la puerta de su cueva, se levantó
furioso al oír estas palabras, comprendió que el falso Nadie, se había, de nuevo, burlado de él y
arrancó de cuajo una inmensa roca que formaba la cima de una colina, arrojándola al mar con tal
fuerza, que fue a caer muy cerca del navío de Ulises. Tan cerca cayó, tan violento fue el golpe
recibido por las aguas, que el oleaje hizo volver al barco hasta cerca de la orilla. Pero Ulises dio
órdenes a sus hombres que volvieran a empujar con los remos la nave mar adentro, con la
ligereza necesaria para que el gigante no pudiera lastimarlos con otra roca. Cuando estuvieron a
alguna distancia, Ulises quiso gastar a Polifemo una nueva burla, sin que bastaran para
convencerlo las súplicas de sus hombres, que le rogaban no se expusiera a la cólera del
monstruo que, aun ciego v desvalido, podía aplastar la nave y a ellos sólo de una pedrada. Ulises
no quiso escucharlos y gritó: —¡Cruel Polifemo! Si alguien te pregunta qué ha sido de tu ojo, dile
que te lo vació Ulises, rey de Ítaca. Entonces se oyó un gemido más lúgubre y espantoso que
todos los que hasta aquel momento el gigante había lanzado. Gritó Polifemo: —Hace algún
tiempo me predijo un oráculo que Ulises de Ítaca me dejaría ciego. Mas yo aguardaba ver llegar
a un héroe poderoso, a un guerrero lleno de fuerza y no a un pobre enano que ha tenido que
emborracharme, no atreviéndose a luchar frente a frente conmigo. Pero, de todos modos, tu
astucia me agrada, Ulises de Ítaca. Vuelve a tierra y te trataré como mereces. De otro modo,
Poseidón, mi padre, dios del mar, me vengará, devolviéndome mi ojo perdido. Ulises no hizo
caso de las palabras del gigante, cuya crueldad conocía. Pero la burla le agradaba. —¡Tu padre no
te devolverá tu único ojo perdido! ¡Nunca más volverás a ver el sol! De nuevo el gigante se
desesperó, gritó, se arrancó los cabellos, se retorció las manos, alzó la cabeza y levantó los
brazos llamando a Poseidón, dios del mar, pidiéndole que castigara a Ulises. Así gritaba con voz
atronadora: —¡Poseidón, padre mío, te pido que si el rey de Ítaca logra volver a su patria, ello
sea tarde y mal; que pierda antes a sus compañeros, que no conserve sus naves y que no halle
en su hogar la paz que desea! No contestó Poseidón, pero escuchó el ruego de Polifemo, su hijo.
Al acabar de decir tales palabras, el gigante, con redoblada fuerza, arrancó otra roca y la arrojó
contra la nave de los griegos. Esta cayó tan cerca del barco de Ulises, que tocó el extremo del
gobernalle, pero las olas que levantó empujaron a la nave hacia adelante, y pronto Ulises y sus
hombres se hallaron, junto a las otras naves, en alta mar. Los remos de los héroes de Troya se
hundían en las aguas tranquilas cada vez más lejos de la horrible tierra de los cíclopes. Pero
Ulises y sus navegantes, aunque a salvo ya, no estaban contentos. En sus corazones reinaba la
tristeza por haber perdido a seis de sus mejores compañeros.”

TEXTO 2: PENÉLOPE, la esposa de Odiseo es el símbolo de la fidelidad conyugal. Al verse obligado


el héroe a marcharse a la Guerra de Troya, estuvo diez años en tierras troyanas y otro tanto
deambulando por mares y tierras por un castigo que Poseidón, dios de los mares, había
sentenciado contra él. Por la supuesta muerte del rey, Penélope debía elegir a un nuevo marido
entre innumerables pretendientes que habían invadido su palacio, y prometió optar por uno de
ellos cuando finalizara de tejer un sudario. Pero en pos de mantener su fidelidad con el marido
que creía vivo, Penélope tejía de día y destejía de noche. Finalmente, su amado volvió a la patria
y mató a todos los pretendientes, quedándose Odiseo con el premio mayor, que era el amor y la
lealtad de su esposa…

TEXTO 3: Lisístrata de Aristófanes (fragmento)

Las mujeres atenienses están hartas de las consecuencias que ha traído la guerra interminable
contra los lacedemonios. Así, comandadas por Lisístrata deciden poner cartas en el asunto y
urdir una estrategia en apariencia pueril, pero que acabará por desarmar al ejército más
aguerrido del mundo civilizado. Juran todas y cada una que hasta que sus hombres depongan las
armas y juren no volver a hacer la guerra, no mantendrán relaciones sexuales ni con esposos ni
con amantes. El juramento es irrevocable y decidido. No en vano, la guerra ya duraba veinte
años, dejando a su paso viudas, hijos sin padre, ruina económica y desolación social y moral. Por
ello, las mujeres no están dispuestas a seguir callando la decisión suicida de sus varones.
Lisístrata aboga por una resolución pacífica del conflicto; no una paz ingenua, sino una
negociación razonada, un término medio razonable.
En la obra de Aristófanes, las mujeres vienen a representar la sensatez y la prudencia, frente la
desmesura irracional (‘hybris’) de los hombres. Ya de por sí la elección de estos roles psicológicos
es bastante subversiva e inconcebible para la época, y qué decir de los siglos posteriores. Las
mujeres griegas estaban relegadas al ámbito doméstico y a la función sexual de meras
propiciadoras de descendencia (‘madres’) o de placer masculino (‘prostitutas’). Los asuntos
políticos eran exclusivos del varón. En ‘Lisístrata’ los papeles se invierten. Las mujeres asumen el
papel de mediadoras políticas; aún más, son políticas. Se dan a sí mismas el rol de
representantes de la ‘polis’, mientras sus maridos, ausentes, enfrascados en el basto arte de la
guerra, dejan de herencia a la ciudadanía las ruinas causadas por su ardor guerrero. Lisístrata y
sus mujeres hablan, discuten, razonan, deciden y actúan. Y lo hacen movidas no por un deseo
azaroso o díscolo, asociado hasta el siglo XX con el carácter femenino, sino por un sentido moral
de la responsabilidad hacia su comunidad.
La modernidad de ‘Lisístrata’ consiste no sólo en presentarnos por primera vez en la historia de
Occidente la asignación de un papel político a mujeres. También dibuja un perfil femenino que
asume su sexualidad como algo propio, no un mero juego en manos del varón. Lisístrata dice ‘no’
a mantener relaciones sexuales, su voluntad habla, no se doblega a un papel de mera
reproductora u objeto sexual. Más aún, sabe del poder que supone controlar su sexualidad y
ponerla libremente al servicio de su voluntad.
Allá por 411 a.C. la mujer griega queda a cargo del varón desde que nace hasta que muere.
No toma decisiones graves sin la mediación masculina.

LAMPITO.- ¿Y quién ha convocado entonces esta reunión de mujeres?


LISÍSTRATA.- Yo misma.
LAMPITO.- Explícanos pues qué quieres.
CLEÓNICA.- Por Zeus, querida, di de una vez lo que te preocupa.
LISÍSTRATA.- Ahora hablaré, pero antes quiero haceros una pregunta muy simple.
CLEÓNICA.- La que tú quieras.
LISÍSTRATA.- ¿No echáis de menos a los padres de vuestros hijos, que están en campaña? Pues
bien sé yo que los maridos de todas vosotras están fuera de casa.
CLEÓNICA.- El mío, ay de mí, lleva fuera de casa cinco meses: está en Tracia vigilando a
Éucrates.1
MIRRINA.- Pues el mío, ocho meses completos en Pilos.
LAMPITO.- Y el mío, si alguna vez viene de su regimiento, volando agarra el escudo y se marcha
como una exhalación.
LISÍSTRATA.- Ni siquiera de amantes ha quedado ni una chispa; y desde que nos traicionaron los
milesios no he visto ni un solo consolador de un palmo que nos sirva de ayuda con su cuero.
¿Querríais, pues, si encuentro el modo, ayudarme a terminar con la guerra?
CLEÓNICA.- Yo sí, por las dos diosas, aunque tuviera que dejar hoy mismo en prenda esta
mantilla ...y beberme lo que me dieran por ella.
MIRRINA.- Y yo. Aunque tuviera que entregar la mitad de mí misma, cortándome por enmedio
como un lenguado.
LAMPITO.- Y yo. Aunque tuviera que subirme al Taigeto, si desde allí he de ver la paz.
LISÍSTRATA.- Hablaré entonces; no hay que ocultar el plan. Mujeres, si hemos de forzar a
nuestros maridos a vivir en paz, hemos de abstenernos...
CLEÓNICA.- ¿De qué?
LISÍSTRATA.- ¿Lo haréis?
CLEÓNICA.- Lo haremos aunque tengamos que morir.
LISÍSTRATA.- Pues bien, hemos de abstenernos de los hombres. (Murmullos y gestos de espanto)
¿Por qué os volvéis? ¿Adónde vais? Vosotras, ¿por qué torcéis el gesto y negáis con la cabeza?
¿Por qué palidecéis? ¿A qué vienen esas lágrimas? ¿Lo haréis o no; qué problema tenéis? (...)

TEXTO 3: Las putas de San Julián de Osvaldo Bayer en La Patagonia Rebelde


Contexto: En noviembre de 1920, los trabajadores rurales organizados en la Sociedad Obrera de
Río Gallegos iniciaron una huelga poco antes de comenzar la temporada de esquila de ovejas.
Reclamaban cosas tan elementales como un día de descanso semanal, un sitio limpio y seco y
con espacio suficiente para dormir y velas para alumbrarse. Los estancieros, casi señores
feudales, solicitaron al gobierno nacional que acabara con la huelga. Hipólito Yrigoyen envió
tropas al mando del teniente coronel Héctor Benigno Varela quien consiguió un principio de
acuerdo y regresó a la capital. El acuerdo fue incumplido por los dueños de las estancias y la
huelga se reinició. En noviembre de 1921 Varela, volvió con el Décimo Regimiento de Caballería
a la Patagonia con la orden de ponerle fin a la huelga. En un mes y medio reprimieron a los
huelguistas y asesinaron o fusilaron a alrededor de 1.500 personas. Un año después, Varela cae
asesinado por la acción vengadora de Kurt Wilckens frente a su casa de Palermo. Le arroja una
bomba casera y lo remata con cuatro tiros. Osvaldo Bayer investiga y reconstruye esta historia
prácticamente silenciada, la de las huelgas, la masacre y la venganza, en su obra “La Patagonia
rebelde”, que reúne los cuatro tomos publicados.
“¡Asesinos! ¡Porquerías!”, “¡Con asesinos no nos acostamos!”. Así reciben las cinco pupilas del
prostíbulo La Catalana, de doña Paulina Rovira en Puerto San Julián, a los soldados y suboficiales
que días atrás habían fusilado a cientos de peones y trabajadores rurales de Santa Cruz en los
sucesos conocidos como las huelgas patagónicas de 1920 y 1921, popularizados como de “La
Patagonia rebelde”, luego de la publicación de la investigación de Osvaldo Bayer –y el posterior
film de Héctor Olivera–, quien recoge esta historia y el eco de las voces de estas putas.

“Una paciente investigación nos ha llevado a conocer el nombre de estas cinco mujeres o, mejor
dicho, de estas cinco mujerzuelas. Los únicos seres valientes que fueron capaces de calificar de
asesinos a los autores de la matanza de obreros más sangrienta de nuestra historia. He aquí sus
nombres, tal vez los mencionaremos como un pequeño homenaje o, no digamos homenaje,
digamos recuerdo de las cinco mujeres que cerraron sus piernas como gesto de rebelión.
“Lo diremos con la filiación policial tal cual aparecieron en los amarillos papeles del archivo:
Consuelo García, 29 años, argentina, soltera, profesión: pupila del prostíbulo “La Catalana”;
Angela Fortunato, 31 años, argentina, casada, modista, pupila del prostíbulo; Amalia Rodríguez,
26 años, argentina, soltera, pupila del prostíbulo; María Juliache, española, 28 años, soltera,
siete años de residencia en el país, pupila del prostíbulo, y Maud Foster, inglesa, 31 años, soltera,
con diez años de residencia en el país, de buena familia, pupila del prostíbulo.
“Jamás creció una flor en las tumbas masivas de los fusilados; sólo piedra, mata negra y el
eterno viento patagónico. Están tapados por el silencio de todos, por el miedo de todos. Sólo
encontramos esta flor, esta reacción de las pupilas del prostíbulo “La Catalana”, el 17 de febrero
de 1922”.
Obviamente, el valor de estas mujeres valientes fue castigado. Tras informar la madama Paulina
Rovira a los oficiales que sus pupilas se negaban a atenderlos, las putas repelen entre insultos y
escobazos a los soldados que pretenden ingresar por la fuerza. “Por supuesto, las llevan
detenidas a la comisaría local y son víctimas de hostigamiento, de vejámenes tales como
mojarlas con agua y dejarlas en la intemperie con sus ropas puestas. Finalmente, son echadas
del pueblo y sólo una de ellas vuelve, Maud Foster, que hoy tiene su tumba en la localidad,
forma parte del circuito histórico y está declarada patrimonio histórico”, rememora Behrens.
“Este hecho es para las organizaciones un primer gesto de feminismo en la historia de Santa
Cruz, en la historia de la lucha de las mujeres. Obviamente no se hablaba de feminismo en esa
época, pero sí tiene que ver con una organización colectiva de mujeres, espontánea tal vez, pero
que habla de mujeres que piensan en colectivo, mujeres que se paran de frente, que toman
posición frente a una situación, en este caso, ni más ni menos que una enorme solidaridad de
clase con con los obreros fusilados”, reflexiona Behrens.

TEXTO 4: Antígona de Sófocles (adaptación)


Personajes:
Antígona, hija de Edipo.
Ismene, hija de Edipo.
Creonte, rey, tío de Antígona e Ismene
Eurídice, reina, esposa de Creonte.
Hemón. Hijo de Creonte.
Tiresias, adivino, anciano y ciego.
Un guardián.
Un mensajero.
Coro de ancianos nobles de Tebas, presididos por el Corifeo.

La escena, frente al palacio real de Tebas con escalinata. Al fondo, la montaña. Cruza la escena
Antígona, para entrar en palacio. Al cabo de unos instantes, vuelve a salir, llevando del brazo a su
hermana Ismene, a la que baje bajar las escaleras y aparta de palacio.
ANTÍGONA.
Hermana de mi misma sangre, Ismene querida, tú que conoces las desgracias de la casa de
Edipo, ¿sabes de alguna de ellas que Zeus no hay a cumplido después de nacer nosotras dos? No,
no hay vergüenza ni infamia, no hay cosa insufrible ni nada que se aparte de la mala suerte, que
no vea yo entre nuestras desgracias, tuyas y mías; y hoy, encima, ¿qué sabes de este edicto que
dicen que el estratego¹ acaba de imponer a todos los ciudadanos?. ¿Te has enterado ya o no
sabes los males inminentes que enemigos tramaron contra seres queridos?
ISMENE
No, Antígona, a mí no me ha llegado noticia alguna de seres queridos, ni dulce ni dolorosa,
desde que nos vimos las dos privadas de nuestros dos hermanos, por doble, recíproco golpe
fallecidos en un solo día². Después de partir el ejército argivo, esta misma noche, después no sé
ya nada que pueda hacerme ni más feliz ni más desgraciada.
ANTÍGONA
No me cabía duda, y por esto te traje aquí, superado el umbral de palacio, para que me
escucharas, tú sola.
ISMENE
¿Qué pasa? Se ve que lo que vas a decirme te ensombrece.
ANTÍGONA
Y, ¿cómo no, pues? ¿No ha juzgado Creonte digno de honores sepulcrales a uno de nuestros
hermanos, y al otro tiene en cambio deshonrado? Es lo que dicen: a Etéocles le ha parecido justo
tributarle las justas, acostumbradas honras, y le ha hecho enterrar de forma que en honor le
reciban los muertos, bajo tierra. El pobre cadáver de Polinices, en cambio, dicen que un edicto
dio a los ciudadanos prohibiendo que alguien le dé sepultura, que alguien le llore, incluso.
Dejarle allí, sin duelo, insepulto, dulce tesoro a merced de las aves que busquen donde cebarse.
Y esto es, dicen, lo que el buen Creonte tiene decretado, también para ti y para mí, sí, también
para mí; y que viene hacia aquí, para anunciarlo con toda claridad a los que no lo saben, todavía,
que no es asunto de poca monta ni puede así considerarse, sino que el que transgrieda alguna
de estas órdenes será reo de muerte, públicamente lapidado en la ciudad. Estos son los términos
de la cuestión: ya no te queda sino mostrar si haces honor a tu linaje o si eres indigna de tus
ilustres antepasados.
ISMENE
No seas atrevida: Si las cosas están así, ate yo o desate en ellas, ¿qué podría ganarse?
ANTÍGONA
¿Puedo contar con tu esfuerzo, con tu ayuda? Piénsalo.
ISMENE
¿Qué ardida empresa tramas? ¿Adónde va tu pensamiento?
ANTÍGONA
Quiero saber si vas a ayudar a mi mano a alzar al muerto.
ISMENE
Pero, ¿es que piensas darle sepultura, sabiendo que se ha públicamente prohibido?
ANTÍGONA
Es mi hermano —y también tuyo, aunque tú no quieras—; cuando me prendan, nadie podrá
llamarme traidora.
ISMENE
¡Y contra lo ordenado por Creonte, ay, audacísima!
ANTÍGONA
El no tiene potestad para apartarme de los míos.
ISMENE
Ay, reflexiona, hermana, piensa: nuestro padre, cómo murió, aborrecido, deshonrado, después
de cegarse él mismo sus dos ojos, enfrentado a faltas que él mismo tuvo que descubrir. Y
después, su madre y esposa —que las dos palabras le cuadran—, pone fin a su vida en infame,
entrelazada soga. En tercer lugar, nuestros dos hermanos, en un solo día, consuman,
desgraciados, su destino, el uno por mano del otro asesinados. Y ahora, que solas nosotras dos
quedamos, piensa que ignominioso fin tendremos si violamos lo prescrito y trasgredimos la
voluntad o el poder de los que mandan. No, hay que aceptar los hechos: que somos_ dos
mujeres, incapaces de luchar contra hombres³; Y que tienen el poder, los que dan órdenes, y hay
que obedecerlas—éstas y todavía otras más dolorosas. Yo, con todo, pido, si, a los que yacen
bajo tierra su perdón, pues que obro forzada, pero pienso obedecer a las autoridades: esforzarse
en no obrar corno todos carece de sentido, totalmente.
ANTÍGONA
Aunque ahora quisieras ayudarme, ya no lo pediría: tu ayuda no sería de mi agrado; en fin,
reflexiona sobre tus convicciones: yo voy a enterrarle, y, en habiendo yo así obrado bien, que
venga la muerte: amiga yaceré con él, con un amigo, convicta de un delito piadoso; por mas
tiempo debe mi conducta agradar a los de abajo que a los de aquí, pues mi descanso entre ellos
ha de durar siempre. En cuanto a ti, si es lo que crees, deshonra lo que los dioses honran.
ISMENE
En cuanto a mi, yo no quiero hacer nada deshonroso, pero de natural me faltan fuerzas para
desafiar a los ciudadanos.
ANTÍGONA
Bien, tú te escudas en este pretexto, pero yo me voy a cubrir de tierra a mi hermano amadísimo
hasta darle sepultura.
ISMENE
¡Ay, desgraciada, cómo terno por ti!
ANTÍGONA
No, por mi no tiembles: tu destino, prueba a enderezarlo.
ISMENE
Al menos, el proyecto que tienes, no se lo confíes. a nadie de antemano; guárdalo en secreto
que yo te ayudare en esto.
ANTÍGONA
¡Ay, no, no: grítalo! Mucho más te aborreceré si callas, si no lo pregonas a todo el mundo.
ISMENE
Caliente corazón tienes, hasta en cosas que hielan.
ANTÍGONA
Sabe, sin embargo, que así agrado a los que más debo complacer.
ISMENE
Si, si algo lograrás… Pero no tiene salida, tu deseo.
ANTÍGONA
Puede, pero no cejaré en mi empeño, mientras tenga fuerzas.
ISMENE
De entrada, ya, no hay que ir a la caza de imposibles.
ANTÍGONA
Si continúas hablando en ese tono, tendrás mi odio y el odio también del muerto, con
justicia. Venga, déjanos a mi y a mi funesta resolución, que corramos este riesgo, convenida
como estoy de que ninguno puede ser tan grave como morir de modo innoble.
ISMENE
Ve, pues, si es lo que crees; quiero decirte que, con ir demuestras que estás sin juicio, pero
también que amiga eres, sin reproche, para tus amigos.
Sale Ismene hacia el palacio; desaparece Antígona en dirección a la montaña. Hasta la entrada
del coro, queda la escena vacía unos instantes.
Sale del palacio, con séquito, Creonte.

CREONTE
Ancianos, el timón de la ciudad que los dioses bajo tremenda tempestad habían conmovido, hoy
de nuevo enderezan, rumbo cierto. Si yo por mis emisarios os he mandado aviso, a vosotros
entre todos los ciudadanos, de venir aquí, ha sido porque conozco bien vuestro respeto
ininterrumpido al gobierno de Layo, y también, igualmente, mientras regía Edipo la ciudad;
porque sé que, cuando él murió, vuestro sentimiento de lealtad os hizo permanecer al lado de
sus hijos. Y pues ellos en un solo día, víctimas de un doble, común destino, se han dado muerte,
mancha de fratricidio que a la vez causaron y sufrieron, yo, pues, en razón de mi parentesco
familiar con los caídos, todo el poder, la realeza asuma. (...) Estas son las normas con que me
propongo hacer la grandeza de Tebas, y hermanas de ellas las órdenes que hoy he mandado
pregonar a los ciudadanos sobre los hijos de Edipo: a Etéocles, que luchando en favor de la
ciudad por ella ha sucumbido, totalmente el primero en el manejo de la lanza, que se le entierre
en una tumba y que se le propicie con cuantos sacrificios se dirigen a los mas ilustres muertos,
bajo tierra; pero a su hermano, a Polinices digo, que, exiliado, a su vuelta quiso por el fuego
arrasar, de arriba a abajo, la tierra patria y los dioses de la raza, que quiso gustar la sangre de
algunos de sus parientes y esclavizar a otros; a éste, heraldos he mandado que anuncien que en
esta ciudad no se le honra, ni con tumba ni con lágrimas: dejarle insepulto, presa expuesta al
azar de las aves y los perros, miserable despojo para los que le vean. Tal es mi decisión: lo que es
por mi, nunca tendrán los criminales el honor que corresponde a los ciudadanos justos; no, por
mi parte tendrá honores quienquiera que cumpla con el estado, tanto en muerte como en vida.
CORIFEO.
Hijo de Meneceo, obrar así con el amigo y con el enemigo de la ciudad, éste es tu gusto, y si,
puedes hacer uso de la ley como quieras, sobre los muertos y sobre los que vivimos todavía.

CREONTE.
Y ya hay hombres encargados de la custodia del cadáver.

Del monte viene un soldado, uno de los guardianes del cadáver de Polinices. Sorprende a
Creonte cuando estaba subiendo ya las escaleras del palacio. Se detiene al advertir su llegada.
GUARDIÁN.
Señor, no te diré que vengo con tanta prisa que me falta ya el aliento ni que he movido ligero mis
pies.
CREONTE.
Pero, veamos: ¿qué razón hay para que estés así desanimado?
GUARDIÁN.
Ya hablo, pues: vino alguien que enterró al muerto, hace poco: echo sobre su cuerpo árido polvo
y cumplió los ritos necesarios.
CREONTE.
¿Qué dices? ¿Qué hombre pudo haber, tan osado?
GUARDIÁN.
No sé sino que allí no había señal que delatara ni golpe de pico ni surco de azada; estaba el suelo
intacto. duro y seco, y no había roderas de carro: fue aquello obra de obrero que no deja señal.
Cuando nos lo mostró el centinela del primer turno de la mañana, todos tuvimos una
desagradable sorpresa: el cadáver había desaparecido, no enterrado, no, pero con una leve capa
de polvo encima, obra como de al quien que quisiera evitar una ofensa a los dioses… Tampoco se
veía señal alguna de fiera ni de perro que se hubiera acercado al cadáver, y menos que lo hubiera
desgarrado. Entre nosotros hervían sospechas infamantes, de unos a otros; un guardián acusaba
a otro guardián y la cosa podía haber acabado a golpes de no aparecer quien lo impidiera; cada
uno a su turno era el culpable pero nadie lo era y todos eludían saber algo.
CORIFEO.
(A Creonte.) Señor, a mi hace ya rato que me ronda la idea de si en esto no habrá la mano
de los dioses.
CREONTE.
(Al coro.) Basta, antes de hacerme rebosar en ira, con esto que dices; mejor no puedan acusarte
a la vez de ancianidad y de poco juicio, porque en verdad que lo que dices no es soportable, que
digas que las divinidades se preocupan en algo de este muerto. ¿Cómo iban a enterrarle,
especialmente honrándole como benefactor, a él, que vino a quemar las columnatas de sus
templos, con las ofrendas de los fieles, a arruinar la tierra y las leyes a ellos confiadas? ¿Cuándo
viste que los dioses honraran a los malvados? No puede ser. Cuantos se dejaron corromper por
dinero y cumplir estos actos, realizaron hechos que un día, con el tiempo, tendrán su castigo. (Al
guardián.) Pero, tan cierto como que Zeus tiene siempre mi respeto, que sepas bien esto que en
juramento afirmo: si no encontráis al que con sus propias manos hizo esta sepultura, si no
aparece ante mis propios ojos, para vosotros no va a bastar con sólo el Hades7, y antes, vivos, os
voy a colgar hasta que confeséis vuestra desmesurada acción, para que aprendáis de dónde se
saca el dinero y de allí lo saquéis en lo futuro; ya veréis como no se puede ser amigo de un lucro
venido de cualquier parte. Por ganancias que de vergonzosos actos derivan pocos quedan a salvo
y muchos mas reciben su castigo, como puedes saber.
Creonte y su séquito se retiran. Entra el guardián de antes llevando a Antígona.
CORlFEO.
No sé, dudo si esto sea prodigio obrado por los dioses… (Al advertir la presencia de Antígona).
Pero, si la reconozco, ¿cómo puedo negar que ésta es la joven Antígona? Ay, mísera, hija de
mísero padre, Edipo, ¿qué es esto? ¿Te traen acaso porque no obedeciste lo legislado por el rey?
¿Te detuvieron osando una locura?
GUARDIÁN.
Si, ella, ella es la que lo hizo: la cogimos cuando lo estaba enterrando… Pero, Creonte, ¿dónde
está?
Al oír los gritos del guardián, Creonte, recién entrado, vuelve a salir con su séquito.

CREONTE
¿Qué sucede? ¿Qué hace tan oportuna mi llegada?

Pero, ésta que me traes, ¿de qué modo y dónde la apresasteis?


GUARDIÁN.
Estaba enterrando al muerto: ya lo sabes todo.
CREONTE.
¿Te das cuenta? ¿Entiendes cabalmente lo que dices?
GUARDIÁN.
Si, que yo la vi a ella enterrando al muerto que tú habías dicho que quedase insepulto: ¿o es que
no es evidente y claro lo que digo?
CREONTE.
Y cómo fue que la sorprendierais y cogierais en pleno delito?
GUARDIÁN.
Fue así la cosa: cuando volvimos a la guardia, bajo el peso terrible de tus amenazas, después de
barrer todo el polvo que cubría el cada ver, dejando bien al desnudo su cuerpo ya en
descomposición, nos sentamos al abrigo del viento, evitando que al soplar desde lo alto de las
peñas nos enviara el hedor que despedía. Luego, vimos a esta doncella que gemía agudamente
como el ave condolida que ve, vacío de sus crías, el nido en que yacían, vacío. Así, ella, al ver el
cadáver desvalido, se estaba gimiendo y llorando y maldecía a los autores de aquello. Veloz en
las manos lleva árido polvo y de un aguamanil de bronce bien forjado de arriba a abajo triple
libación vierte, corona para el muerto; nosotros, al verla, presurosos la apresamos, todos juntos,
en seguida, sin que ella muestre temor en lo absoluto, y así, pues, aclaramos lo que antes pasó y
lo que ahora; ella, allí de pie, nada ha negado.
CREONTE
(a Antígona) Y tú, tú que inclinas al suelo tu rostro, ¿confirmas o desmientes haber hecho esto?
ANTÍGONA.
Lo confirmo, si; yo lo hice, y no lo niego.
CREONTE.
(Al guardián.) Tú puedes irte a dónde quieras, ya del peso de mi inculpación.
Sale el guardián.
pero tú (a Antígona) dime brevemente, sin extenderte; ¿sabías que estaba decretado no hacer
esto?
ANTÍGONA.
Si, lo sabía: ¿cómo no iba a saberlo? Todo el mundo lo sabe.
CREONTE.
Y, así y todo, ¿te atreviste a pasar por encima de la ley?
ANTÍGONA.
No era Zeus quien me la había decretado, ni Dike, compañera de los dioses subterráneos, perfiló
nunca entre los hombres leyes de este tipo. Y no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza
como para permitir que solo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas,
inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe
cuándo fue que aparecieron. No iba yo a atraerme el castigo de los dioses por temor a lo que
pudiera pensar alguien: ya veía, ya, mi muerte –y cómo no?—, aunque tú no hubieses decretado
nada; y, si muero antes de tiempo, yo digo que es ganancia: quien, como yo, entre tantos males
vive, ¿no sale acaso ganando con su muerte? Y así, no es, no desgracia, para mi, tener este
destino; y en cambio, si el cadáver de un hijo de mi madre estuviera insepulto y yo lo aguantara,
Entonces, eso si me sería doloroso; lo otro, en cambio, no me es doloroso: puede que a ti te
parezca que obré como una loca, pero, poco mas o menos, es a un loco a quien doy cuenta de mi
locura.
Ya me tienes: ¿buscas aún algo mas que mi muerte?
CREONTE.
Por mi parte, nada más; con tener esto, lo tengo ya todo.
ANTÍGONA
¿Qué esperas, pues? A mi, tus palabras ni me placen ni podrían nunca llegar a complacerme; y
las mías también a ti te son desagradables. De todos modos, ¿cómo podía alcanzar más gloriosa
gloria que enterrando a mi hermano? Todos éstos, te dirían que mi acción les agrada, si el miedo
no les tuviera cerrada la boca; pero la tiranía tiene, entre otras muchas ventajas, la de poder
hacer y decir lo que le venga en gana.
CREONTE.
De entre todos los cadmeos, este punto de vista es solo tuyo.
ANTÍGONA.
Que no, que es el de todos: pero ante ti cierran la boca.
CREONTE.
¿Y a ti no te avergüenza, pensar distinto a ellos?
ANTÍGONA.
Nada hay vergonzoso en honrar a los hermanos.
CREONTE.
¿Y no era acaso tu hermano el que murió frente a él?
ANTÍGONA.
Mi hermano era, del mismo padre y de la misma madre.
CREONTE.
Y, siendo así, ¿como tributas al uno honores impíos para el otro?
ANTÍGONA.
No sería a ésta la opinión del muerto.
CREONTE.
Si tú le honras igual que al impío…
ANTÍGONA.
Cuando murió no era su esclavo: era su hermano.
CREONTE.
Que había venido a arrasar el país; y el otro se opuso en su defensa.
ANTÍGONA.
Con todo, Hades requiere leyes igualitarias.
CREONTE.
Pero no que el que obro bien tenga la misma suerte que el malvado.
ANTÍGONA
¿Quién sabe si allí abajo mi acción es elogiable?
CREONTE
No, en verdad no, que un enemigo.. ni muerto, será jamás mi amigo.
ANTÍGONA.
No nací para compartir el odio sino el amor.
CREONTE
Pues vete abajo y, si te quedan ganas de amar, ama a los muertos que, a mi, mientras viva, no ha
de mandarme una mujer.
Se acerca Ismene entre dos esclavos.
CREONTE.
(A Ismene) Y tú, que te movías por palacio en silencio, como una víbora, apurando mi
sangre… Sin darme cuenta, alimentaba dos desgracias que querían arruinar mi trono. Venga,
habla: ¿vas a decirme, también tú, que tuviste tu parte en lo de la tumba, o jurarás no saber
nada?
ISMENE
Si ella está de acuerdo, yo lo he hecho: acepto mi responsabilidad; con ella cargo.
ANTÍGONA.
No, que no te lo permite la justicia; ni tú quisiste ni te di yo parte en ello.
ISMENE
Pero, ante tu desgracia, no me avergüenza ser tu socorro en el remo, por el mar de tu
dolor.
ANTÍGONA.
De quién fue obra bien lo saben Hades y los de allí abajo; por mi parte, no soporto que sea
mi amiga quien lo es tan solo de palabra.
ISMENE
No, hermana, no me niegues el honor de morir contigo y el de haberte ayudado a cumplir los
ritos debidos al muerto.
ANTÍGONA,
No quiero que mueras tú conmigo ni que hagas tuyo algo en lo que no tuviste parte: bastará con
mi muerte.
ISMENE
¿Y cómo podré vivir, si tú me dejas?
ANTÍGONA..
Pregúntale a Creonte, ya que tanto re preocupas por él.
ISMENE
¿Por qué me hieres así, sin sacar con ello nada?
ANTÍGONA.
Aunque me ría de ti, en realidad te compadezco.
ISMENE
Y yo, ahora, ¿en qué otra cosa podría serte útil?
ANTÍGONA.
Sálvate: yo no he de envidiarte si te salvas.
ISMENE
¡Ay de mí, desgraciada, y no poder acompañarte en tu destino!
ANTÍGONA.
Tú escogiste vivir, y yo la muerte.
ISMENE
Pero no sin que mis palabras, al menos, te advirtieran.
ANTÍGONA.
Para unos, tú pensabas bien…, yo para otros.
ISMENE
Pero las dos ahora hemos faltado igualmente.
ANTÍGONA.
Animo, deja eso ya; a ti te toca vivir; en cuanto a mi, mi vida se acabó hace tiempo, por salir en
ayuda de los muertos.
CREONTE.
La tuya, al menos, que escogiste obrar mal juntándote con malos.
ISMENE
¿Qué puede ser mi vida, ya, sin ella?
CREONTE.
No, no digas ni “ella” porque ella ya no existe.
ISMENE
Pero, ¿cómo?, ¿matarás a la novia de tu hijo?
CREONTE.
No ha de faltarle tierra que pueda cultivar.
ISMENE
Pero esto es faltar a lo acordado entre el y ella.
CREONTE.
No quiero yo malas mujeres para mis hijos.
ANTÍGONA
-Ay, Hemón querido! Tu padre te falta al respeto.
CREONTE.
Hades, él pondrá fin a estas bodas.
CORIFEO.
Parece, pues, cosa resuelta que ella muera.
CREONTE.
Te lo parece a ti, también a mi. Y, venga ya, no mas demora; llevadlas dentro, esclavos; estas
mujeres conviene que estén atadas, y no que anden sueltas: huyen hasta los mas valientes,
cuando sienten a la muerte rondarles por la vida.
Los guardas que acompañaban a Creonte, acompañan a Antígona e Ismene dentro del palacio.
Entra también Creonte.
CORlFEO.
(A Creonte.) Pero he aquí a Hemón, el más joven de tus vástagos: ¿viene acaso dolorido por la
suerte de Antígona, su prometida, muy condolido al ver frustrada su boda?
CREONTE.
Al punto lo sabremos, con mas seguridad que los adivinos. (A Hemón.) Hijo mío, ¿vienes
aquí porque has oído mi ultima decisión sobre la doncella que a punto estabas de esposar y
quieres mostrar tu furia contra tu padre?, ¿o bien porque, haga yo lo que haga, soy tu amigo?
HEMON
Padre, soy tuyo, y tú derechamente me encaminas con tus benévolos consejos que siempre he
de seguir; ninguna boda puede ser para mi tan estimable que la prefiera a tu buen gobierno.
CREONTE.
Y así, hijo mío, has de guardar esto en el pecho: hijo, no dejes que se te vaya el conocimiento
tras el placer, a causa de una mujer; sabe que compartir el lecho con una mala mujer, tenerla en
casa, esto son abrazos que hielan… Porque, ¿qué puede herir mas que un mal hijo? No,
despréciala como si se tratara de algo odioso, déjala; que se vaya al Hades a encontrar otro
novio. Y pues que yo la hallé, sola a ella, de entre toda la ciudad, desobedeciendo, no voy a
permitir que mis órdenes parezcan falsas a los ciudadanos; no, he de matarla. Así pues, hemos
de dar nuestro brazo a lo establecido con vistas al orden, y, en todo caso, nunca dejar que una
mujer nos venza; preferible es —si ha de llegar el caso— caer ante un hombre: que no puedan
enrostrarnos ser mas débiles que mujeres.
HEMÓN
Padre, el mas sublime don que de todas cuantas riquezas existen dan los dioses al hombre es la
prudencia.. Ella, que no ha querido que su propio hermano, sangrante muerto, desapareciera sin
sepultura ni que lo deshicieran ni perros ni aves voraces, ¿ no se ha hecho así acreedora de
dorados honores? No te habitúes, pues; a pensar de una manera única, absoluta, que lo que tú
dices —mas no otra cosa—, esto es lo cierto. Los que creen que ellos son los únicos que piensan
o que tienen un modo de hablar o un espíritu como nadie, éstos aparecen vacíos de vanidad, al
ser descubiertos.
CREONTE
Si, encima, los de mi edad vamos a tener que aprender a pensar según el natural de jóvenes de
la edad de éste.
HEMÓN
No, en lo que no sea justo. Pero, si es cierto que soy joven, también lo es que conviene mas en
las obras fijarse que en la edad.
CREONTE.
Valiente obra, honrar a los transgresores del orden!.
HEMÓN
En todo caso, nunca dije que se debiera honrar a los malvados.
CREONTE.
¿Ah no? ¿Acaso no es de maldad que está ella enferma ?
HEMÓN.
No es eso lo que dicen sus compatriotas tebanos.
CREONTE.
Pero, ¿ es que me van a decir los ciudadanos lo que he de mandar?
HEMÓN.
¿No ves que hablas como un joven inexperto?
CREONTE.
¿He de gobernar esta tierra según otros o según mi parecer?.
HEMÓN.
No puede, una ciudad, ser solamente de un hombre.
CREONTE.
La ciudad, pues, ¿no ha de ser de quien la manda ?.
HEMÓN
A ti, lo que te iría bien es gobernar, tú solo, una tierra desierta.
CREONTE.
(Al coro.) Está claro: se pone del lado de la mujer.
HEMÓN.
Si, si tú eres mujer, pues por ti miro.
CREONTE.
¡Ay, miserable, y que oses procesar a tu padre!
HEMÓN.
Porque no puedo dar por justos tus errores.
CREONTE.
¿Es, pues, un error que obre de acuerdo con mi mando?
HEMÓN.
Si, porque lo injurias, pisoteando el honor debido a los dioses.
CREONTE
¡Infame, y detrás de una mujer!
Pues nunca te casarás con ella, al menos viva.
HEMÓN.
Si, morirá, pero su muerte ha de ser la ruina de alguien.
CREONTE.
¿Con amenazas me vienes ahora, atrevido?
HEMÓN
Razonar contra argumentos vacíos; en ello, ¿que amenaza puede haber?
CREONTE.
Querer enjuiciarme ha de costarte lágrimas: tú, que tienes vacío el juicio.
HEMÓN.
Si no fueras mi padre, diría que eres tú el que no tiene juicio.
CREONTE.
No me fatigues mas con tus palabras, tú, juguete de una mujer.
HEMÓN
Hablar y hablar, y sin oír a nadie: ¿es esto lo que quieres?
CREONTE
¿Con que si, eh? Por este Olimpo, entérate de que no añadirás a tu alegría el insultarme,
después de tus reproches. (A unos esclavos.) Traedme a aquella odiosa mujer para que aquí y al
punto, ante sus ojos, presente su novio, muera.
HEMÓN.
Eso si que no: no en mi presencia; ni se te ocurra pensarlo, que ni ella morirá a mi lado ni tú
podrás nunca mas, con tus ojos, ver mi rostro ante ti. Quédese esto para aquellos de los tuyos
que sean cómplices de tu locura.
Sale Hemón, corriendo.
.
CORIFEO.
¿Cómo? Así pues, ¿piensas matarlas a las dos?
CREONTE.
No a la que no tuvo parte, dices bien.
CORIFEO.
Y, a Antígona, ¿que clase de muerte piensas darle?
CREONTE.
La llevaré a un lugar que no conozca la pisada del hombre y, viva, la enterraré en un subterráneo
de piedra, poniéndole comida, solo la que baste para la expiación, a fin de que la ciudad quede
sin mancha de sangre, enteramente. Y allí, que vaya con súplicas a Hades, el único dios que
venera: quizá logre salvarse de la muerte. O quizás, aunque sea entonces, pueda darse cuenta de
que es trabajo superfluo, respetar a un muerto.
Entra Creonte en palacio.
Aparece Antígona entre dos esclavos de Creonte, con las manos atadas a la espalda.
ANTÍGONA
Sin que nadie me llore, sin amigos, sin himeneo, desgraciada, me llevan por camino ineludible.
Ya no podré ver, infortunada, este rostro sagrado del sol, nunca más. Y mi destine quedará sin
llorar, sin un amigo que gima.
CREONTE
(Ha saltado del palacio y se encara con los esdavos que llevan a Antígona.) ¿No os dais cuenta de
que, si la dejarais hablar, nunca cesaría en sus lamentaciones y en sus quejas? Lleváosla, pues, y
cuando la hayáis cubierto en un sepulcro con bóveda, como os he dicho, dejadla sola, desvalida;
si ha de morir, que muera, y, si no, que haga vida de tumba en la casa de muerte que os he
dicho. Porque nosotros, en lo que concierne a esta joven, quedaremos así puros19, pero ella será
así privada de vivir entre los vivos.
ANTÍGONA.
¡Ay tumba! ¡Ay, lecho nupcial! ¡Ay, subterránea morada que siempre más ha de guardarme!
Hermano, te honré a ti mas que a nadie, pero a Creonte esto le parece mala acción y terrible
atrevimiento. Y ahora me ha cogido, así, entre sus manos, y me lleva, sin boda, sin himeneo, sin
parte haber tenido en esponsales, sin hijos que criar; no, que así, sin amigos que me ayuden,
desgraciada, viva voy a las tumbas de los muertos: ¿por haber transgredido una ley divina?, ¿ y
cuál? ¿De qué puede servirme, pobre, mirar a los dioses? ¿A cuál puedo llamar que me auxilie?
El caso es que mi piedad me ha ganado el título de impía, y si el título es valido para los dioses,
entonces yo, que de ello soy tildada, reconoceré mi error; pero si son los demás que van errados,
que los males que sufro no sean mayores que los que me imponen, contra toda justicia.
Salen Antígona y los que la llevan.
Ciego y muy anciano, guiado por un lazarillo, aparece, corriendo casi, Tiresias.
CREONTE
Que hay de nuevo, anciano Tiresias?
TlRESlAS.
Ya te lo explicaré, y cree lo que te diga el adivino.
CREONTE
Nunca me aparté de tu consejo, hasta hoy al menos.
TlRESlAS.
Por ello rectamente has dirigido la nave del estado.
CREONTE
Mi experiencia puede atestiguar que tu ayuda me ha sido provechosa.
TlRESlAS.
Pues bien, piensa ahora que has llegado a un momento crucial de tu destino.
CREONTE.
¿Qué pasa? Tus palabras me hacen temblar.
TlRESlAS.
Lo sabrás, al oír las señales que sé por mi arte; estaba yo sentado en el lugar en donde, desde
antiguo, inspecciono las aves, lugar de reunión de toda clase de pájaros, y he aquí que oigo un
hasta entonces nunca oído rumor de aves: frenéticos, crueles gritos ininteligibles. Me di cuenta
que unos a otros, garras homicidas, se herían: esto fue lo que deduje de sus estrepitosas alas; al
punto, amedrentarlo, tanteé con una victima en las encendidas aras, pero Hefesto no elevaba la
llama; al contrario, la grasa de los muslos caía gota a gota sobre la ceniza y se consumía,
humeante y crujiente; las hieles esparcían por el aire su hedor; los muslos se quemaron, se
derritió la grasa que los cubre. Todo esto —presagios negados, delitos que no ofrecen señales—
lo supe por este muchacho: él es mi guía, como yo lo soy de otros. Pues bien, es el caso que la
ciudad está enferma de estos males por tu voluntad, porque nuestras aras y nuestros hogares
están llenos, todos, de la comida que pájaros y perros han hallado en el desgraciado hijo de
Edipo caído en el combate. Y los dioses ya no aceptan las súplicas que acompañan. al sacrificio y
los muslos no llamean. Ni un pájaro ya deja ir una sola serial al gritar estrepitoso, aciados como
están en sangre y grosura humana. Recapacita, pues, en todo eso, hijo. Cosa común es, si,
equivocarse, entre los hombres, pero, cuando uno yerra, el que no es imprudente ni infeliz, caído
en el mal, no se está quieto e intenta levantarse; el orgullo un castigo comporta, la necedad.
Cede, pues, al muerto, no te ensañes en quien tuvo ya su fin: ¿qué clase de proeza es rematar a
un muerto? Pensando en tu bien te digo que cosa dulce es aprender de quien bien te aconseja
en tu provecho.
CREONTE
Todos, anciano, como arqueros que buscan el blanco, buscáis con vuestras flechas a este hombre
(se señala a si mismo) ni vosotros, los adivinos, dejais de atacarme con vuestra arte: hace ya
tiempo que los de tu familia me vendisteis como una mercancía.
CORIFEO.
Conviene que reflexiones con tiento, hijo de Meneceo.
CREONTE.
¿Qué he de hacer? Habla, que estoy dispuesto a obedecerte.
CORIFEO.
Venga, pues: saca a Antígona de su subterránea morada, y al muerto que yace abandonado
levántale una tumba.
CREONTE.
Esto me aconsejas? ¿Debo, pues, ceder, según tu?
CORIFEO.
Si, y lo antes posible, señor. A los que perseveran en errados pensamientos les cortan el camino
los daños que, veloces, mandan los dioses.
CREONTE.
Ay de mi: a duras penas pero cambio de idea sobre lo que he de hacer; no hay forma de luchar
contra lo que es forzoso.
CORIFEO.
Ve pues, y hazlo; no confíes en otros.
CREONTE.
Me voy, si, así mismo, de inmediato. Va, venga, siervos, los que estáis aquí y los que no estáis,
rápido, proveeros de palas y subid a aquel lugar que se ve allí arriba. En cuanto a mi, pues así he
cambiado de opinión, lo que yo mismo ate, quiero yo al presente desatar, porque me temo que
lo mejor no sea pasar toda la vida en la observancia de las leyes instituidas.
Se abre la puerta de palacio e, inadvertida por los de la escena, aparece Eurídice, esposa de
Creonte, con unas doncellas.
CORIFEO
¿Cuál es este infortunio de los reyes que vienes a traernos?
MENSAJERO
Murieron. Y los responsables de estas muertes son los vivos.
CORIFEO.
¿Quién mató y quién es el muerto? Habla.
MENSAJERO
Hemón ha perecido, y él de su propia mano ha vertido su sangre.
CORIFEO.
¿Por mano de su padre o por la suya propia?
MENSAJERO.
El mismo y por su misma mano: irritada protesta contra el asesinato perpetrado por su padre.
Desaparecen tras la puerta Eurídice y las doncellas.
EURÍDICE.
Algo ha llegado a mi de lo que hablabais, ciudadanos aquí reunidos, cuando estaba para salir con
ánimo de llevarle mis votos a la diosa Palas; estaba justo tanteando la cerradura de la puerta,
para abrirla, y me ha venido al oído el rumor de un mal para mi casa; he caído de espaldas en
brazos de mis esclavas y he quedado inconsciente; sea la noticia la que sea, repetídmela: no
estoy poco avezada al infortunio y sabré oírla.
MENSAJERO.
Yo estuve allí presente, respetada señora, y te diré la verdad sin omitir palabra;
Sin decir palabra, sube Eurídice las escaleras y entra en palacio.

MENSAJERO
(Sale ahora de palacio.) Señor, la que sostienes en tus brazos es pena que ya tienes, pero otra
tendrás en
entrando en tu casa; me parece que al punto la verás.
CREONTE.
¿Cómo? ¿Puede haber todavía un mal peor que éstos?
MENSAJERO
Tu mujer, cabal madre de este muerto (señalando a Hemón), se ha matado: recientes aún las
heridas que se ha hecho, desgraciada.
CREONTE.
¿mi mujer yace muerta?
Unos esclavos sacan de palacio el cadáver de Eurídice.
CORIFEO.
Tú mismo puedes verla: ya no es ningún secreto.
CREONTE.
Ay de mi, infortunado, que veo cómo un nuevo mal viene a sumarse a este: ¿qué, pues?¿Qué
destino me aguarda? Tengo en mis brazos a mi hijo que acaba de morir, mísero de mi, y ante mi
veo a otro muerto. ¡Ay, ay, lamentable suerte, ay, del hijo y de la madre!
MENSAJERO
Ella, de afilado filo herida, sentada al pie del altar doméstico, ha dejado que se desate la
oscuridad en sus ojos tras llorar la suerte ilustre del que antes murió, Meneceo, y la de Hemón, y
tras implorar toda suerte de infortunios para el asesino de sus hijos.
CREONTE.
¡Ay, ay! ¡Ay, ay, que me siento transportado por el pavor! ¿No viene nadie a herirme con una
espada de doble filo, de frente? ¡Mísero de mi, ay ay, a que mi será desventura estoy unido!
MENSAJERO
Según esta muerta que aquí está, el culpable de una y otra muerte eras tú.
CREONTE
Y, ella ¿de qué modo se abandonó a la muerte?
MENSAJERO
Ella misma, con su propia mano, se golpeó en el pecho así que se enteró del tan lamentable
infortunio de su hijo.
CREONTE.
¡Ay! ¡Ay de mi! De todo, la culpa es mía y nunca podrá corresponder a ningún otro hombre. Si,
yo, yo la mate, yo, infortunada. Y digo la verdad. Llevadme, servidores, lo más rápido posible,
moved los pies, sacadme de aquí: a mi, que ya no soy mas que quien es nada.
CORIFEO.
Esto que pides te será provechoso, si puede haber algo provechoso entre estos males. Las
desgracias que uno tiene que afrontar, cuanto más brevemente mejor.
CREONTE.
¡Que venga, que venga, que aparezca, de entre mis días, el ultimo, el que me lleve a mi postrer
destino! ¡Que venga, que venga! Así podré no ver ya un nuevo día.
CORIFEO
Esto llegará a su tiempo, pero ahora, con actos conviene afrontar lo presente: del futuro ya se
cuidan los que han de cuidarse de él.
CREONTE.
Todo lo que deseo está contenido en mi plegaria.
CORIFEO
Ahora no hagas plegarias. No hay hombre que pueda eludir lo que el destino le ha fijado.
CREONTE.
Hijo mío, yo sin quererlo te he matado y a ti también, esposa, mísero de mi… Ya no sé ni cuál de
los dos inclinarme a mirar. Todo aquello en que pongo mano sale mal y sobre mi cabeza se ha
abatido un destino que no hay quien lleve a buen puerto
Sacan los esclavos a Creonte, abatido, en brazos. Queda en la escena sólo con el coro; mientras
desfila, recita el final el corifeo.

TEXTO 5: El milagro de Anahí (leyenda argentina)


En las orillas del Paraná vivía una indígena de rasgos toscos, nada agraciada, llamada Anahí. En
las tardes veraniegas deleitaba a toda la gente de su tribu guayaquí con canciones inspiradas en
sus dioses y el amor a la tierra de la que eran dueños. Esta tribu dominaba las zonas del río
Paraná y Uruguay. Anahí era una puraheiha (cantora) y su voz era tan hermosa y potente como
fea y débil era su figura. Anahí inventaba canciones dulcísimas y los hombres dejaban de cazar
cuando la oían. Pero sentían tanta atracción por su voz como rechazo por su rostro y evitaban
cruzársela en la selva.
Hubo un tiempo en el que llegaron a las tierras de Anahí unos hombres de piel blanca, con las
caras cubiertas de dura pelambre y traían armas. Venían desde el otro lado del mar a arrebatar
los tesoros naturales de las tierras americanas. Arrasaron las tribus y les robaron las tierras, los
ídolos y su libertad. Entonces, el canto dulce de Anahí se convirtió en un canto poderoso, en un
llamado de guerra. El sapucai de Anahí había nacido con una fuerza que su cuerpo desconocía y
allí donde se escuchara, bajaban grupos de hombres feroces e invencibles dispuestos a defender
la tierra.
Una noche los hombres blancos lograron apoderarse de la tribu. Anahí fue llevada cautiva junto
con otros indígenas. Pasó muchos días llorando y muchas noches en vigilia, hasta que un día en
que el sueño venció a su centinela. Logró escapar, pero el centinela despertó y ella, para lograr
su objetivo, hundió un puñal en el pecho de su guardián y huyó a la selva. El grito del moribundo
carcelero, despertó a los otros españoles, que persiguieron a Anahí como si de una cacería se
tratara. Consiguieron atraparla y, en venganza por matar al guardián, le impusieron como castigo
la muerte en la hoguera. La ataron a un árbol y prendieron el fuego. Y cuando las llamas
comenzaron a subir, Anahí se fue convirtiendo en árbol. Al siguiente amanecer, los soldados se
encontraron ante el espectáculo de un hermoso árbol de verdes hojas relucientes y flores rojas
aterciopeladas, que se mostraba en todo su esplendor, como el símbolo de valentía y fortaleza
ante el sufrimiento.

TEXTO 6: El Cid Campeador

El poema de Mio Cid (compuesto a mitad del siglo XII, aproximadamente). Si bien fue un texto
de transmisión oral durante mucho tiempo, en 1307 Per Abbat, un monje dedicado a la
transcripción de textos, también llamado copista, toma de las versiones de dos juglares
diferentes los versos de este extenso poema. En total, el poema tiene 3730 versos. Lo divide
en tres partes: Cantar del destierro, Cantar de las Bodas (las bodas de sus hijas) y Afrenta de
Corpes. Mio Cid, en castellano antiguo, que es la lengua original del cantar, quiere decir “Mi
señor”; el personaje tuvo en la historia de España una existencia real como caballero de la
corte del rey Alfonso VI, su nombre era Rodrigo Díaz de Vivar. Sus hazañas tienen que ver,
como las de Rolando en la saga épica francesa, con el destierro de los infieles, en el contexto
en el que España estaba intentando la reconquista de sus territorios ocupados por los moros
durante muchos siglos.

Video: https://youtu.be/zMQDbYASmzE

PRIMER CANTAR
Destierro del Cid

Falta la primera hoja del códice del Cantar, que se suple con el siguiente relato tomado de la
Crónica de los veinte reyes:
Envió el rey don Alfonso a Ruy Díaz mío Cid por las parias que le tenían que dar los reyes de
Córdoba y de Sevilla cada año. Almutamiz, rey de Sevilla, y Almudafar, rey de Granada, eran en
aquella sazón muy enemigos y se odiaban a muerte. Y estaban entonces con Almudafar, rey de
Granada, unos ricos hombres que le ayudaban: el conde García Ordóñez y Fortún Sánchez, el
yerno del rey don García de Navarra, y Lope Sánchez, y cada uno de estos ricos hombres con su
poder ayudaban a Almudafar, y luego fueron contra Almutamiz, rey de Sevilla.
Ruy Díaz el Cid, cuando supo que así venían contra el rey de Sevilla, que era vasallo y pechero del
rey don Alfonso, su señor, lo tomó muy a mal y le pesó mucho; y envió a todos cartas de ruego
para que no viniesen contra el rey de Sevilla ni le destruyeran su tierra, por la obligación que
tenían con el rey don Alfonso (y les decía que si, a pesar de todo, querían hacerlo, supiesen que
no podría estarse el rey Alfonso sin ayudar a su vasallo, puesto que era pechero suyo). El rey de
Granada y los ricos hombres no atendieron en nada a las cartas del Cid, y fueron todos con
mucha fuerza y destruyeron al rey de Sevilla toda la tierra hasta el castillo de Cabra.
Cuando aquello vio Ruy Díaz reunió todas las fuerzas que pudo de cristianos y de moros, y fue
contra el rey de Granada para echarlo de la tierra del rey de Sevilla. Y el rey de Granada y los
ricos hombres que estaban con él, cuando supieron que iba con ese ánimo, le mandaron a decir
que no se marcharían de la tierra porque él lo quisiera. Ruy Díaz, cuando aquello oyó, pensó que
no estaría bien el no acometerlos y fue contra ellos y luchó con ellos en el campo, y duró la
batalla campal desde la hora de tercia hasta la de mediodía, y fue grande la mortandad que allí
hubo de moros y de cristianos en la parte del rey de Granada, y vencióles el Cid y les hizo huir del
campo. Y cogió prisionero el Cid en esta batalla al conde García Ordóñez y le arranchó un
mechón de la barba y a otros muchos caballeros y a innumerables guerreros de a pie. Y los tuvo
el Cid presos tres días, y luego los soltó a todos. Después de haberlos cogido prisioneros mandó
a los suyos recoger los bienes y las riquezas que quedaron en el campo, y luego se volvió con
toda su compaña y con todas sus riquezas adonde estaba Almutamiz, rey de Sevilla, y dio a él y a
todos sus moros todas las riquezas que reconocieron como suyas y aún de las demás que
quisieron tomar. Y de allí en adelante llamaron moros y cristianos a este Ruy Díaz de Vivar el Cid
Campeador, que quiere decir batallador.
Almutamiz le dio entonces muchos buenos regalos y las parias que había ido a cobrar. Y tornóse
el Cid con todas sus parias hacia el rey don Alfonso, su señor. El rey le recibió muy bien, se puso
muy contento y se declaró satisfecho de cuanto el Cid hiciera allá. Por esto le tuvieron muchos
envidia y le buscaron mucho daño y le enemistaron con el rey.
El rey, como estaba muy sañudo y entrado en ira contra él, dio crédito a lo que hablaban contra
el Cid y le mandó decir por su carta que saliese del reino. El Cid, después que hubo leído la carta
real, aunque le causó gran pesar, no quiso hacer otra cosa, porque sólo le quedaban de plazo
nueve días para salir de todo el reino.

FRAGMENTOS DEL CANTAR DE MIO CID CANTAR


1. El Cid deja sus tierras
Los ojos de Mío Cid mucho llanto van llorando;
hacia atrás vuelve la vista y se quedaba mirándolos.
Vio como estaban las puertas abiertas y sin candados,
vacías quedan las perchas ni con pieles ni con mantos,
sin halcones de cazar y sin azores mudados.
Y habló, como siempre habla, tan justo tan mesurado:
"¡Bendito seas, Dios mío, Padre que estás en lo alto!
Contra mí tramaron esto mis enemigos malvados".
2. El rey restablece la honra del Cid y de su familia
He aquí que dos caballeros entraron en la corte;
al uno dicen Ojarra, de Navarra embajador, al otro Iñigo Jiménez, del infante de Aragón.
Besan las manos al rey don Alfonso, piden sus hijas a mío Cid el Campeador,
para ser reinas de Navarra y de Aragón
y que se las diesen con honra y bendición.

TEXTO 7: El hidalgo Don Quijote

CAPÍTULO PRIMERO (versión original)

Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgoI don Quijote de la Mancha1
En un lugar de la Mancha2, de cuyo nombre no quiero acordarme3, no ha mucho tiempo que
vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor4. Una
olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches5, duelos y quebrantos los sábados6,
lantejas los viernes7, algún palomino de añadidura los domingos8, consumían las tres partes de
su hacienda9. El resto della concluían sayo de velarte10, calzas de velludo para las fiestas, con
sus pantuflos de lo mesmo11, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más
fino12. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los
veinte, y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera13.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años14. Era de complexión recia, seco de
carnes, enjuto de rostro15, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
sobrenombre de «Quijada», o «Quesada», que en esto hay alguna diferencia en los autores que
deste caso escriben, aunque por conjeturas verisímilesII se deja entender que se llamaba
«Quijana»III, 16. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se
salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso —que eran los más
del año—, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo
punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad
y desatino en esto17, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros
de caballerías en queIV leer18, y, así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y, de
todos, ningunos le parecían tan bienV como los que compuso el famoso Feliciano de Silva19,
porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más
cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos20, donde en muchas partes
hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón
enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura»21. Y también cuando leía: «Los
altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen
merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza...»22
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si
resucitara para solo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía,
porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el
rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales23. Pero, con todo, alababa en su autor aquel
acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de
tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra como allí se promete24; y sin duda alguna lo hiciera, y
aun saliera con ello25, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo
muchas veces competencia con el cura de su lugar —que era hombre docto, graduado en
Cigüenza—26 sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra o Amadís de
Gaula27; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo28, decía que ninguno llegaba al
Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar era don Galaor, hermano de Amadís de
Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo, que no era caballero melindroso, ni
tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga29.
En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en
claro30, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el
celebro de manera que vino a perder el juicio31. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía
en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros,
amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era
verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invencionesVI que leía32, que para él no
había otra historia más cierta en el mundo33. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen
caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés
había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes34. Mejor estaba con Bernardo del
Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán, el encantado35, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a AnteoVII, el hijo de la Tierra, entre los brazos36. Decía
mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos
son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado37. Pero, sobre todos, estaba bien
con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y
cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia38.
Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón39, al ama que tenía, y aun a su sobrina
de añadidura.

El encuentro de Don Quijote y los molinos de viento (adaptación)

Durante un tiempo estuvieron hablando Don Quijote y Sancho acerca de ciertas normas entre
los caballeros andantes. Por ejemplo, Don Quijote advirtió a Sancho de que no debía defenderle
si se batía en duelo con algún caballero:
– Sancho, hasta que no seas armado caballero, no puedes luchar con ninguno.
-Señor, usted verá que yo no me meteré en otras peleas que no me incumban, pero si alguien me
ataca, deberé defenderme por mi vida.
– Claro, Sancho, eso por supuesto.
– De lo contrario, no se preocupe que no me meteré donde no me llaman.
Y hablando y hablando, de pronto llegaron a una zona repleta de molinos de viento. Eran tan
grandes, y tan blancos, que podían verse con claridad en la lejanía. Pero Don Quijote, al verlos,
frunció el ceño, y gritó:
– ¡Ah, Sancho! ¿Ves lo mismo que yo?
– Sí señor, los veo… – respondió Sancho sin saber muy bien qué quería decir su señor.
– ¡Oh, malditos! ¿No mueven sus enormes brazos desafiándome?
– ¿Quiénes, señor? – preguntó entonces Sancho Panza un tanto contrariado.
– Pues quiénes van a ser, Sancho… ¡los gigantes! Al menos hay cuarenta… ¡y son enormes! ¿Te
has fijado en los brazos tan largos que tienen?
– No, señor, no son gigantes. Mire usted, que lo que entiende por gigantes son molinos, molinos
de viento. Y los brazos tan largos que dice son las aspas que mueven la rueda del molino.
– No me engañes, Sancho, que yo sé muy bien lo que veo, y por mi querida Dulcinea del Toboso
que no quedará ninguno en pie.
Y, diciendo esto, Don Quijote apretó el estribo contra rocinante y salió a toda velocidad hacia
uno de los molinos, lanza en mano, dispuesto a atacarlo de lleno.
– ¡Señor! ¡Don Quijote!- gritaba desesperado Sancho Panza- ¡Que no son gigantes, que son
molinos!
Pero Don Quijote no escuchaba nada, cegado por su ansia de batalla, y ya cerca de los molinos,
que movían sus aspas muy rápido, una de ellas se enganchó con la lanza, la hizo añicos, y
arrastró al caballero y al caballo Rocinante por lo aires. Don Quijote cayó rodando lejos del
molino, y Sancho Panza acudió rápido a socorrerlo.
– ¡Menudo golpe!- dijo el escudero intentando incorporar a su señor-. Pero no se queja…
– Sancho, los caballeros no nos quejamos, aguantamos el dolor siempre.
– Pues yo, si no le importa, como no soy caballero, sino escudero, si me duele me quejaré. Vaya
que sí.
Y Don Quijote pensó que tenía razón.
– Claro, Sancho, podrás quejarte lo que quieras cuando algo te duela.
– Y bien, señor, que al fin entenderá que en realidad no eran gigantes sino molinos de viento lo
que usted veía.
Entonces, Don Quijote, miró de nuevo al horizonte y esta vez sí, vio molinos de viento. Y dijo:
– Oh, esto es obra sin duda del malvado sabio Frestón, mi gran enemigo, que se llevó mis libros
de caballería y ahora ha convertido los gigantes en molinos para que no pueda
vencerlos. ¡Maldito brujo!
Y Sancho Panza no dijo nada. Solo ayudó a su señor a incorporarse y a subir a Rocinante.
– Señor, la lanza… está hecha astillas- dijo entonces Sancho.
– Pues me haré otra con la primera encina que encontremos. Un antiguo caballero se hizo una
con madera de encina y libró grandes victorias. Yo haré lo mismo.
Pero, como no encontraban por la zona encinas, Don Quijote se hizo al fin una lanza con la rama
de un árbol cualquiera. Y siguieron su camino en busca de nuevas aventuras.
(Adaptación de ‘Don Quijote y los molinos’, escrita por Estefanía Esteban)

TEXTO 8: El caballero inexistente de Italo Calvino


Bajo las rojas murallas de París estaba formado el ejército de Francia. Carlomagno iba a pasar
revista a los paladines. Ya llevaban allí más de tres horas; hacía calor; era una tarde de
comienzos del verano, algo cubierta, nublada; dentro de las armaduras se hervía como en ollas a
fuego lento. No hay que descartar que alguno de aquella inmóvil hilera de caballeros hubiera
perdido ya el sentido o se hubiera adormilado, pero la armadura les mantenía erguidos en la
silla, a todos por igual. De pronto, tres toques de trompeta: las plumas de las cimeras se
sobresaltaron en el aire inmóvil como ante una ráfaga de viento, y enmudeció de inmediato
aquella especie de bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, está visto, un
roncar de guerreros ensordecido por las golas metálicas de los yelmos. Y por fin, le descubrieron
avanzando desde lejos, llegaba Carlomagno en un caballo que parecía mayor de lo natural, con la
barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y guerrea, guerrea y reina, dale que
dale, parecía algo avejentado, desde la última vez que le habían visto aquellos guerreros.
Detenía el caballo ante cada oficial y se volvía a mirarlo de arriba abajo: –¿Y quién sois vos,
paladín de Francia? –¡Salomón de Bretaña, sire! –respondía aquél a voz en grito, 15 I alzando la
celada y descubriendo el rostro acalorado, y añadía alguna noticia práctica, del tipo–: cinco mil
caballeros, tres mil quinientos infantes, mil ochocientos de servicio, cinco años de campaña. –
¡Adelante con los bretones, paladín! –decía Carlos, y tac-tac, tac-tac, se acercaba a otro jefe de
escuadrón. –¿Y-quién-sois-vos, paladín de Francia? –volvía a empezar. –¡Oliveros de Viena, sire!
–recalcaban los labios nada más levantar la rejilla del yelmo. Y así–: tres mil caballeros
escogidos, siete mil de tropa, veinte máquinas de asedio. Vencedor del pagano Fierabrás, por la
gracia de Dios y para gloria de Carlos, rey de los francos. –Bien hecho, valiente... el vienés –decía
Carlomagno, y, a los oficiales del séquito–: flacuchos... esos caballos, aumentadles el forraje –y
seguía adelante–: ¿y-quién-sois-vos, paladín de Francia? –repetía, siempre con la misma
cadencia: «Tatá-tatatá, tatatá-tatá...». –¡Bernardo de Mompolier, sire! Vencedor de Brunamonte
y Galiferno. –-¡Bella ciudad, Mompolier! ¡Ciudad de bellas mujeres! –y al séquito–: veamos si lo
ascendemos de grado –cosas todas que dichas por el rey dan gusto, pero eran siempre las
mismas frases, desde hacía muchos años. –¿Y-quién-sois-vos, con ese blasón que conozco? –
Conocía a todos por las armas que llevaban en el escudo, sin necesidad de que le dijeran nada,
pero la costumbre era que fueran ellos los que descubrieran su nombre y su rostro. Quizá,
porque si no, alguien que tuviera algo mejor que hacer que pasar revista habría podido mandar
allí su armadura con otro dentro. –Alardo de Dordoña, del duque Aymon... –Buen chico, Alardo,
¿qué dice papá? –y así sucesivamente. «Tatá-tatatá, tatatá-tatá...» –¡Gualfredo de Monjoie!
¡Ocho mil caballeros sin contar los muertos! Ondeaban las cimeras. –¡Ugier el danés! ¡Namo de
Baviera! ¡Palmerín de Inglaterra! Caía la noche. Los rostros, entre el ventalle y la barbera, ya no
se distinguían nada bien. Cada palabra, cada gesto, eran ya 16 previsibles, lo mismo que todo lo
demás en aquella guerra que duraba tantos años, cada enfrentamiento, cada duelo, realizado
siempre según las mismas reglas, de modo que se sabía ya hoy quién vencería mañana, quién
perdería, quién sería un héroe, quién cobarde, a quién le tocaba quedar destripado y quién se
libraría al ser derribado con un culetazo en el suelo. En las corazas, por la noche a la luz de las
antorchas, los herreros martilleaban siempre las mismas abolladuras. –¿Y vos? –El rey había
llegado ante un caballero de armadura totalmente blanca; sólo una fina línea negra corría todo
alrededor, por los bordes; el resto era cándida, bien conservada, sin un rasguño, bien acabada en
todas las juntas, coronada en el yelmo por un penacho de quién sabe qué raza oriental de gallo,
cambiante con todos los colores del iris. En el escudo había dibujado un blasón entre dos
extremos de un amplio manto drapeado, y dentro del blasón se abrían otros dos extremos de
manto con un blasón más pequeño en medio, que contenía otro blasón en su manto aún más
pequeño. Con dibujo cada vez más fino se representaba una sucesión de mantos que se abrían
uno dentro de otro, y en medio debía de haber quién sabe qué, pero no se conseguía distinguir,
de tan diminuto que se hacía el dibujo. –Y vos ahí, os presentáis tan pulcro... –dijo Carlomagno,
que cuanto más duraba la guerra menos respeto por la limpieza veía en los paladines. –¡Yo soy –
la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si no fuera una garganta, sino la
propia chapa de la armadura la que vibrase, y con un leve retumbar de eco– Agilulfo Emo
Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia
Citerior y Fez! –Aaah... –dijo Carlomagno, y del labio inferior, algo salido, le brotó un pequeño
trompeteo, como diciendo: «Si tuviera que acordarme del nombre de todos ¡estaría aviado!».
Pero de inmediato frunció el ceño–. ¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro? El
caballero no hizo ningún gesto; su diestra enguantada con una férrea y bien ensamblada
manopla se aferró más fuerte al arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo,
pareció sacudido por un escalofrío. 17 –¡Os hablo a vos, paladín! –insistió Carlomagno–. ¿Cómo
es que no mostráis la cara a vuestro rey? La voz salió neta de la mentonera: –Porque yo no
existo, sire. –¡Y ahora esto! –exclamó el emperador–. ¡Entonces tenemos entre nuestras filas un
caballero que no existe! Dejadme ver. Agilulfo pareció vacilar un momento, y después, con mano
firme pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de
iridiscente cimera no había nadie. –¡Vaya, vaya! ¡Lo que hay que ver! –dijo Carlomagno–. ¿Y
cómo os las arregláis para prestar servicio, si no existís? –¡Con fuerza de voluntad –dijo Agilulfo–
y fe en nuestra santa causa! –Claro, claro, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber.
Bueno, para ser alguien que no existe, valéis mucho. Agilulfo cerraba la fila. El emperador había
pasado ya revista a todos; dio media vuelta al caballo y se alejó hacia las tiendas reales. Era
viejo, y tendía a apartar de su mente las cuestiones complicadas. La trompeta tocó la señal de
«rompan filas». Hubo la habitual desbandada de caballos y el gran bosque de lanzas se dobló, se
movió en oleadas como un campo de trigo cuando pasa el viento. Los caballeros bajaban de la
silla, movían las piernas para desentumecerse, los escuderos se llevaban los caballos de las
riendas. Después, del tropel y la polvareda se separaron los paladines, agrupados en corrillos
tremolantes de cimeras coloreadas, desahogando la forzada inmovilidad de aquellas horas con
bromas y bravatas, con chismorreos sobre mujeres y honores. Agilulfo dio unos pasos para
mezclarse con uno de estos corrillos, después sin ningún motivo pasó a otro, pero no se abrió
paso y nadie se fijó en él. Permaneció un rato indeciso tras las espaldas de éste o aquél, sin
participar en sus diálogos, y después se quedó apartado. Oscurecía; las plumas irisadas de la
cimera parecían ahora todas de un único e indistinto color; pero la armadura blanca se
destacaba aislada allí en el prado. Agilulfo, como si de repente se sintiera desnudo, hizo ademán
de cruzar los brazos y encogerse de hombros. Después se recobró y a grandes pasos se dirigió
hacia las ca18 ballerizas. Llegado allí, observó que el cuidado de los caballos no se realizaba
según las reglas, reprendió a los palafreneros, infligió castigos a los mozos, inspeccionó todos los
turnos de faenas, redistribuyó las tareas explicando minuciosamente a cada uno cómo había que
realizarlas y haciéndose repetir lo dicho para ver si habían entendido bien. Y como a cada
momento salían a flote negligencias en el servicio de sus colegas oficiales paladines, les llamaba
uno a uno, sustrayéndoles de las dulces conversaciones ociosas de la noche, y discutía con
discreción pero con firme exactitud sus fallos, y les obligaba a uno a ir de piquete, a otro de
guardia, a otro de ronda allá abajo y así sucesivamente. Siempre tenía razón, y los paladines no
podían desentenderse, pero no ocultaban su descontento. Agilulfo Emo Bertrandino de los
Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y Fez, era desde
luego un modelo de soldado; pero a todos les era antipático

TEXTO 9: Eternauta de Breccia y Oesterheld (en libro físico)

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