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Teoría de la inteligencia creadora
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José Antonio Marina

Teoría de
la inteligencia creadora

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EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
Diseño de la colección:
Julio Vivas
lustración: El alfabeto fenicio, del libro «Els rastres de l'alfabet»,
Fundació «la Caixa», 1998

Primera edición en «Argumentos»: noviembre 1993


Primera edición en «Compactos»: marzo 2000
Segunda edición en «Compactos»: octubre 2001

O José Antonio Marina, 1993


O EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1993
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona

ISBN: 84-339-6652-9
Depósito Legal: B. 41952-2001

Printed in Spain

Liberduplex, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona


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Teoría de la inteligencia creadora
INTRODUCCIÓN

En 1813, don Nepomuceno Carlos de Cárdenas, un raciona-


lista caribeño, librepensador, barroco y dueño de un gran ingenio
—azucarero— escribió en el margen del libro de Kant que leía:
«No sé si el autor se ha percatado de que la verdad, además de
verdadera, es divertida.»
El señor De Cárdenas, fantástico personaje de quien contaré
después algunas lúcidas extravagancias, se quedó corto. La ver-
dad científica es divertida y también solemne, estrepitosa, des-
lumbrante, opaca, terrible, burlona, enigmática, discreta, apabu-
llante y otras cosas más. Lo que me resulta imposible decir de
una verdad es que es verdadera solamente. Todavía me emo-
ciona que en las escuelas la tabla de multiplicar se cante. No me
extrañaría que Pitágoras hubiera cantado también la demostra-
ción de su teorema.
Que el rigor científico vaya acompañado de un sentimiento
estético me ha planteado serios problemas al escribir la Teoría de
la inteligencia creadora. He querido usar la palabra «teoría» con
el sentido fuerte que tiene en filosofía de la ciencia. Es un sis-
tema de hipótesis que se apoyan y controlan mutuamente, una
construcción conceptual que organiza los conocimientos de un
campo y que puede ser corroborada o refutada. Aspira a la cate-
goría de conocimiento científico, rehuyendo quedarse en mera
opinión, por decirlo en lenguaje platónico. Con excesiva ligereza
se llama «teoría» a cualquier pensamiento que pase de la anéc-
dota a la generalidad, sin importar el atajo que use. Así es fácil
hacer teoría sobre el sexo de los ángeles o sobre el bizcocho bo-

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rracho. No es, desde luego, mi propósito recorrer estos caminos
fraudulentos. Sabemos ya muchas cosas sobre la inteligencia, gra-
cias a la filosofía, la psicología genética y cognitiva, las ciencias
de la computación, la lingúística y la neurología. Ha llegado el
momento de intentar casar tantas biografías dispersas. Por eso
me he metido a casamentero.
Quiero, por lo tanto, hacer ciencia, pero ¿cómo librarme del
pasmo, la diversión, el apasionamiento que me produce el tema
de este libro? La inteligencia es una realidad tan escurridiza, as-
tuta, tremenda y ocurrente, que un tratado científico convencio-
nal no haría justicia al dramatismo del asunto. Lo que llamamos
inteligencia es, ante todo, la capacidad que la inteligencia tiene
de crearse a sí misma, capacidad harto chocante, que no se puede
despachar fríamente. Se trata de una historia llena de intrigas,
con muchos personajes —la percepción, la memoria, la imagina-
ción, los sentimientos— enlazados en una trama de competencias
y dominaciones.
Decidido a no prescindir de nada, ni del rigor científico ni
de la exaltación estética, he acabado por escribir dos libros en
uno. La primera parte de esta Teoría de la inteligencia creadora
es uma narración de cómo ocurren las cosas, procurando expli-
carlas con claridad. Llamo la atención al lector sobre esta deli-
ciosa palabra. Claro es un espacio abierto en el bosque enmara-
ñado, y también lo que está bañado por la luz, «lo evidente,
cierto y expresado con sinceridad y desenvoltura», dice el dic-
cionario. La desenvoltura a que éste me autoriza me ha permi-
tido tomarme libertades expresivas. Al fin y al cabo «tomarse la
libertad» es literalmente una de las funciones de la inteligencia,
como veremos.
La segunda parte cuenta la biografía científica del libro. Los
datos, experimentos, documentación y bibliografía. La discusión
con otros autores —a veces la disputa— y la ampliación de temas
que habían quedado marginados. La primera parte es el edificio,
y esta segunda son los cimientos. Ambas se necesitan, porque, se-
paradas, la una queda insegura y la otra inútil.
Cada cual puede leer el libro como le plazca, pero si yo fuera
el lector leería la primera parte de corrido, para no perder la ten-
sión del argumento. No estaría mal que echase un vistazo de vez

py
en cuando a los cimientos, para asegurarse de que están seguros,
pero no le recomiendo el trajín de ir y venir de la exposición a
los comentarios. Para evitarlo he eludido el sistema de notas, que
a mí al menos me suele marear, y he intentado, dentro de lo po-
sible, que las dos partes puedan leerse con cierta independencia.
Espero haber cumplido las promesas que hice en Elogio y re-
futación del ingenio.
La edición de este libro ha estado al cuidado de Teresa
Ariño, a la que agradezco públicamente, además de su compe-
tencia, su paciencia.

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L PRESENTACIÓN DE LA INTELIGENCIA

No hace falta ser un lince para saber que un zorro es más in-
teligente que una lombriz, pero hay que ser más que un lince
para saber lo que eso significa, si es que significa algo. Atribui-
mos inteligencia a hombres, animales, computadoras, y, última-
mente, hemos comenzado a hablar de edificios inteligentes, auto-
móviles inteligentes y hasta de cafeteras inteligentes. A este paso,
la inteligencia va a estar tan diseminada a nuestro alrededor, in-
tegrada con tanta eficacia en los objetos de uso, que nos permi-
tirá la suprema listeza de volvernos estúpidos y disfrutar con ello.
El uso indiscriminado de un término no sería grave si las pa-
labras no fueran un instrumento para analizar la realidad. Pero lo
son. Sus significados indican senderos abiertos en las cosas, que
las hacen transitables. Una palabra perdida es, tal vez, un acceso
a la realidad perdido. Una palabra emborronada es un camino
oculto por la maleza. Con el término «inteligencia» no podemos
correr este riesgo de extraviarnos, porque saber a ciencia cierta lo
que significa no es un lujo de experto, sino una dramática y ur-
gente necesidad de todo el mundo.
¿Por qué es tan importante conocer la verdad sobre este
asunto? Porque lo que pensamos sobre la inteligencia es lo que
pensamos sobre nosotros mismos, y lo que pensamos sobre noso-
tros mismos es una parte real de lo que somos. Bajo cada cultura,
dirigiéndola como un destino que se disfraza de ocurrencia libre,
hay una idea de lo que es la inteligencia y de lo que es un sujeto
humano.
Me explicaré. Comencemos por buscar una definición de in-

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teligencia que convenga a toda la escala ontológica, desde el es-
carabajo escopetero a la cacerola inteligente, pasando por el
hombre, los ordenadores hiperpotentes y los arcángeles de Rilke,
si se tercia. Tal definición rezaría así: Inteligencia es la capacidad
de recibir información, elaborarla y producir respuestas eficaces.
No está mal. Ni bien. Hay algo mullido y confortable en las
vaguedades. Son un buen colchón donde todo el mundo acaba
por encontrar una postura cómoda y adormecerse. Si resistimos
al encanto de esa definición, descubriremos que convierte la in-
teligencia en un mecanismo formal, aséptico, deshumanizado, sin
conexión con el mundo de los fines y los valores. Y eso no es la
inteligencia humana. Los psicólogos, pasado el sarampión de los
tests de inteligencia, se preguntan extrañados por qué existe
tanta discrepancia entre los resultados de sus pruebas y los de la
vida práctica. ¿Es que la inteligencia académica y la inteligencia
práctica son facultades separadas? El fracaso era de esperar, por-
que bajo los tests no había una buena conceptualización de la in-
teligencia. ¿Qué hay que medir? ¿Lo que una persona puede ha-
cer o lo que de hecho hace? Si un niño es «capaz» de aprender
matemáticas —porque así lo demuestra un test, una prueba pun-
tual hecha en una situación especialmente estimulante—, pero no
las aprende porque no se concentra, no es capaz de interesarse,
sufre la «fobia del número o del razonamiento formal», ¿pode-
mos decir que «es capaz»? Si restringimos la inteligencia a una se-
rie de operaciones de cómputo de información, separadas de la
conducta real del sujeto, cometemos una reducción injustificable.
Inteligencia es la capacidad de resolver ecuaciones diferenciales,
desde luego, pero ante todo es la aptitud para organizar los com-
portamientos, descubrir valores, inventar proyectos, mantener-
los, ser capaz de liberarse del determinismo de la situación, solu-
cionar problemas, plantearlos.
El niño inteligente no es el que saca buenos resultados en
una situación anormal, impuesta, estimulante o estresante, como
es un test, sino el que los saca en situaciones que él mismo tiene
que hacer interesantes. Es la inteligencia la que permite, me-
diante una poderosa conjunción de tenacidad, retórica interior,
memoria, razonamiento, invención de fines, imaginación —en
una palabra, gracias al juego libre de las facultades—, que veamos

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una salida cuando todos los indicios muestran que no la hay. In-
teligencia es saber pensar, pero, también, tener ganas o valor
para ponerse a ello. Consiste en dirigir nuestra actividad mental
para ajustarse a la realidad y para desbordarla.
Lo que me mueve a la crítica no es quisquillosidad de espe-
cialista, sino inquietud de amenazado. Que se maneje académica-
mente una noción formal de inteligencia no es peligroso, porque
en las reuniones académicas nunca llega la sangre al río. Llega
cuando las nociones que allí se manejan descienden a las plazue-
las. Esa definición de la inteligencia como potencia de computa-
ción conviene en estricto sentido a las computadoras, en un sen-
tido amplio a los animales y en un sentido mínimo al hombre.
Ocurre, sin embargo, que los alardes técnicos son tan asombrosos
que podemos sentir la tentación de convertir el concepto de in-
teligencia que manejan en prototipo de toda inteligencia posible.
Y esto es falso.
Allen Newell, uno de los patriarcas de la inteligencia artifi-
cial, ha publicado recientemente un libro titulado Unified Theo-
ries of Cognition, que ha sido unánimemente. elogiado por la co-
munidad científica. Considera que la función de la inteligencia
es relacionar dos sistemas independientes: el de los conocimien-
tos y el de las metas. Cuando resuelve un problema, la inteligen-
cia utiliza conocimientos para conseguir un fin, que es la solu-
ción. ¿Por qué me parece errónea esta idea tan sensata? ¿Por qué
me parece tan peligrosa? Porque excluye de la inteligencia dos
de sus funciones esenciales —crear la información e inventar los
fines—, y la enclaustra en una actividad meramente instrumental.
Olvida que los hombres somos, en primer lugar, inteligentes cap-
tadores de información. Más aún, somos fantásticos creadores
de conocimientos, por decirlo con una expresión paradójica que
pronto comentaré.
El peligro procede de excluir de la inteligencia la elección de
las metas. ¿De dónde vendrán? ¿Del instinto, de las estrellas, de
la sociedad? La teoría de Newell no es tan unificada como
piensa, porque no es válida para la inteligencia humana. Lo diré
de la manera más tajante posible: la característica esencial de la
inteligencia humana es la invención y promulgación de fines.
Ésta es su máxima creación, y el fulcro donde se apoya toda su

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actividad. Privada de esta capacidad, la inteligencia se convierte
en una hábil operadora formal. La teoría de Newell carece de
una idea clara de la subjetividad humana: por eso me parece peli-
grosa. La idea que tengamos de lo que es ser sujeto no es indife-
rente para nuestra vida. La filosofía está liberándose de una
moda devaluadora. La Critique de la modernité, que acaba de pu-
blicar Alain Touraine, es un reproche más a la pasada inquina
contra el sujeto, que ha producido consecuencias teóricas y prác-
ticas poco brillantes, como he estudiado en otro libro. Es posible
que otra moda devaluadora se cierna sobre nosotros, procedente
esta vez de los estudios de psicología computacional.
Como justificaré más adelante, no hay desarrollo de la inteli-
gencia humana sin una afirmación enérgica de la subjetividad
creadora. El creador selecciona su propia información, dirige su
mirada sobre la realidad y se fija sus propias metas. Descuidar es-
tos aspectos equivale a descuidar los aspectos más esenciales de
la inteligencia humana. Atienda el lector al hecho de que funcio-
nes específicamente humanas pueden transferirse al ordenador,
por ejemplo, la memoria y la capacidad de tomar decisiones. Ya
no nos extraña que alumnos de enseñanza primaria aprendan a
sumar con calculadora. Menos todavía que los niños jueguen in-
cansables con un ordenador —y esto es mucho más grave—. Den-
tro de pocos años tampoco nos asombrará que gran parte de
nuestra memoria personal esté guardada fuera de nosotros, y asi-
mismo nuestra capacidad de tomar decisiones. Algún experto ha
señalado que el papel humano puede reducirse a ser un gigan-
tesco sistema sensitivo al servicio de los ordenadores. No soy sos-
pechoso de animadversión contra la informática, a la que consi-
dero una de las grandes creaciones científicas de la historia de la
humanidad. Tampoco pienso que su avance tenga que ser forzo-
samente deshumanizador. Tan sólo digo que, para evitarlo, debe-
mos saber con precisión cuál es el aspecto esencialmente hu-
mano de la inteligencia. Es necesario conocer el modo humano de
ser sujeto.
Para ello voy a partir de un hecho fácil de describir: el hom-
bre realiza comportamientos muy alejados del comportamiento
animal. Dejaremos por ahora las computadoras a un lado. No
hay paralelo posible entre las presas que construye el castor y las

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grandes obras hidráulicas emprendidas por el hombre. El animal
repite monótonamente una técnica heredada, mientras que el
hombre crea nuevas técnicas y somete su obra a planes elegidos
por él mismo. Á este modo de obrar, que resuelve problemas
nuevos y que permite un ajustamiento flexible a la realidad, lo
llamamos inteligencia.
También se la atribuimos al animal, es cierto, pero hay que
distinguir entre inteligencias cautivas e inteligencias libres.
Aquéllas obedecen a programas establecidos, mientras que éstas
inventan sus programas o, al menos, dan esa impresión. El ani-
mal tiene una inteligencia cautiva porque una rutina biológica
determina sus comportamientos. De ahí su existencia estancada.
Un perro será más o menos inteligente que otro, pero siempre
repetirá, con gran encanto, sin duda, conductas estereotipadas.
Tenaces investigadores como Premack y Gardner han conse-
guido que ilustrados chimpancés aprendan un diccionario de más
de cien palabras y formen frases o simulacros de frases de cuatro
miembros. Washoe, Sarah y sus congéneres han demostrado que
son capaces de adquirir nuevas destrezas, de. gran complejidad,
pero continúan siendo inteligencias cautivas, cautivas al menos
de su adiestrador, ya que, para realizar esos alardes, la inteligen-
cia del chimpancé necesita ser adiestrada por una inteligencia
que no sea de chimpancé. Lo mismo habría que decir de Skinner
y de las palomas que adiestraba para jugar al baloncesto o para
dirigir misiles. Semejantes ideas sólo podían ocurrírsele a una in-
teligencia que no era, precisamente, de paloma. En resumen, el
hombre es capaz de ampliar efímeramente las actuaciones anima-
les, que sin esa ortopedia recaen en su secular rutina.
Por el contrario, la especie humana se aleja de la monotonía
animal. Andamos, corremos, volamos, buceamos, nos deslizamos
en el escarolado cuenco de la ola. Agrandamos el espacio que
por naturaleza nos correspondía, atravesándolo con ayuda de
ruedas, zancos, esquíes, globos, tablas de surf. No es que el hom-
bre sea anfibio, es multibio. Ha dejado atrás los aburridos caca-
reos, zureos, berridos, bramidos y demás estridencias o cadencias
animales, del ronquido al gorgorito, y ha inventado diecinueve
mil lenguas y la ópera. Ha transformado el soso pavoneo en una
feria, elegante o cutre, de vanidades. Por naturaleza somos mio-

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pes, en comparación con el águila. Por inteligencia hemos lle-
gado a ver lo invisible. Nuestra medida es la desmesura, lo que
ha hecho de la historia humana la crónica de la grandeza, pero
también de la estupidez y la crueldad. Hemos explotado las mi-
nas de los metales y las de dinamita, hemos creado los instru-
mentos de música y los de tortura, la generosidad y el asesinato.
El hombre no para. Es animal de lejanías: se distancia de las co-
sas, de los otros y hasta de sí mismo. Por eso come sin hambre,
bebe sin sed, mata a los miembros de su especie e incluso se sui-
cida. Puede desvincularlo todo. Esta inquietud, que convierte a
la humanidad en permanente surtidor de novedades ambivalen-
tes, se la atribuimos con razón a la inteligencia. El hombre posee
una inteligencia creadora. Este libro no es más que una explica-
ción de esta frase.

La inteligencia mos permite conocer la realidad. Gracias a


ella sabemos a qué atenernos y podemos ajustar nuestro compor-
tamiento al medio. Cumple así una función adaptativa: nos per-
mite vivir y pervivir. Las inteligencias animales hacen lo mismo,
a su manera. Pero la humana lo hace de una forma extravagante.
Se adapta al medio adaptando el medio a sus necesidades. Parece
que no disfruta con la tranquilidad, y que siempre pone el cora-
zón más allá del horizonte, porque se plantea continuamente
nuevas metas, que le producen incesantes desequilibrios. Nues-
tros tatarantepasados se esforzaron en cubrir las necesidades bási-
cas. Nuestros contemporáneos se esfuerzan por conseguir una
marca de automóvil, casi con el mismo encarnizamiento. Una
vida tan azacaneada procede también de la inteligencia, que rea-
liza una desconcertante función: inventa posibilidades. No sólo
conoce lo que las cosas son —lo cual da al hombre seguridad—,
sino que también descubre lo que pueden ser —lo cual le provoca
una constante desazón—. Hablando en términos lingúísticos, in-
venta el modo indicativo y, además, el subjuntivo y el condicio-

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nal: los modos de la irrealidad. Junto al fue, el es y el será, pro-
fiere el hubiera podido ser, el podría, el sería si. A la percep-
ción de lo existente se une el cortejo de lo que sobrevuela el
tiempo: el arrepentimiento, la decepción, la esperanza, el
proyecto, la anticipación, la amenaza. Se somete al tiempo
¡qué remedio!- y se rebela contra él, puesto que conoce el
presente y el pasado —reimos de lo real—, pero pretende deter-
minar el futuro —reino de lo posible—, para lo cual pro-mete,
pro-yecta, pre-viene, pro-duce. Los animales tienen futuro: el
hombre tiene por-venir. Se anticipa a todo. El ser humano se
seduce a sí mismo desde lejos.
La realidad queda expandida por las posibilidades que en ella
inventa la inteligencia, al integrarla en proyectos humanos. La
propia realidad del hombre también se expande. Ya no trata de
pervivir, sino de sobrevivir. Quiere sobre-salir, sobre-ponerse. Vi-
vir sobre sí mismo. El enigmático reflexivo superarse nos lo dice.
No es que viva por encima de sus posibilidades, lo que sería im-
pensable: vive por encima de sus realidades.
La expresión «inventar posibilidades en Ja realidad» puede
sonar extraña, porque en castellano la palabra «invención» cam-
bió hace siglos de significado. El exabrupto de Unamuno —«¡Que
inventen ellosl»— era típicamente hispánico. Los primeros dic-
cionarios recogieron la palabra «invenciones» con el significado
de fabulaciones y mentiras, con lo que perdieron la acepción ori-
ginal, que era «encontrar». Crear es inventar posibilidades, es de-
cir, encontrarlas. Lo mismo significa «trova». Los trovadores
encontraban el encanto, el amor y la rima. Lo posible, que aún
no existe, surge de la acción de la inteligencia sobre la realidad.
Las cosas tienen propiedades reales, en las que inventamos po-
sibilidades libres. En la propiedad real del petróleo, que es pro-
ducir energía, el hombre descubrió la posibilidad de volar. El
bloque de mármol contenía como posibilidad el David que Mi-
guel Ángel inventó. Que una de las posibilidades de la piedra
era ser castillo o catedral o acueducto fue un magnífico descu-
brimiento. Contemplada a partir de esa función, la inteligencia
se convierte en fecundadora de lo real, que adquiere así una
cierta ilimitación. No estaba implícito en lo real que unas insig-
nificantes rocas pudieran transformarse en bronce y el bronce

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en la espiritada figura del San Jorge de Donatello. Ésa era una
posibilidad libre. También lo era que la sexualidad humana pu-
diera enlazarse con un sentimiento amoroso. Lo que aparece es
real, pero pertenece al momento libre de lo real, que sólo apa-
rece por la inteligencia humana.
Apoyándome en las cosas dadas voy más allá de las cosas da-
das. El ingeniero romano Julio Cayo Lacer colocó en el puente
de Alcántara esta espléndida inscripción: «Ars ubi materia vinci-
tur ipsa sua.» Artificio mediante el cual la materia se vence a sí
misma. Eso es la inteligencia, que prolonga la realidad, conce-
diéndole un carácter transfinito. Cada punto se convierte en la
intersección virtual de infinitas rectas, cada palmo de tierra es
encrucijada de innumerables caminos; cada palabra, matriz de in-
contables frases. Así la realidad entera. En el estallido de lo real
que la inteligencia provoca se desvanecen los límites entre lo na-
tural y lo hecho por arte. En una mazorca de maíz híbrido re-
sulta difícil reconocer la minúscula mazorca del maíz primitivo.
Las que ahora cultivamos son fruto de la naturaleza y de Nor-
man E. Borlaug, el genetista que ganó el premio Nobel de la Paz
por inventar maíces.
Lo que al contemplar una obra de arte nos produce esa pecu-
liar euforia, esencial a la experiencia estética, es comprobar lo
que la inteligencia ha sido capaz de hacer con la realidad. Perci-
bimos en su fecundidad el espejismo de una vida más amplia,
una inconcreta promesa de felicidad. La aparente puesta en fuga
de la limitación hace que nos sintamos ligeros. Bien mirado, ¿no
parece imposible que el aire, al pasar por un tubo, silbe una me-
lodía de Mozart? Una orquesta es una conjunción sorprendente
de maderas horadadas, cuerdas, tripas, cajas, metales e inteli-
gencia.
Entre los instrumentos musicales y los troncos, piedras y ani-
males de los que proceden hay un intervalo admirable. Un piano
o un clarinete son tratados condensados de talento creador. Un
nuevo intervalo se abre entre ellos y la exaltada sonoridad de la
sinfonía que producen. Un intervalo es el espacio abierto por el
hombre en la realidad bruta, para dar a luz sus posibilidades. Ésa
es la obra creadora. Al ciprés pintado por Van Gogh le separa
del ciprés real una distancia, un hueco en el que encontramos,

2
como un poderoso hércules que separando los continentes diera
amplitud al mar, la inteligencia creadora del pintor. Entre la
fauna de batracios elegantes que poblaba los salones de París y
las fascinantes criaturas envueltas en telas de araña que viven En
busca del tiempo perdido, el intervalo es Proust. Cuando despabi-
lamos el ánimo o hacemos un regalo, cuando desdeñamos el ha-
blar negligente —cómodo y mortal— o el silencio —mortal y casi
siempre asesino— para empeñarnos en elevar el estilo, no esta-
mos haciendo una obra de arte —eso no es tan importante—, sino
un acto de inteligencia creadora, que es, como veremos, compro-
bación y ejercicio de libertad. Lo que al contemplar una crueldad
o un error nos produce irritación es saber que aquello podría ha-
ber sido de otra manera.
Si acabara aquí la descripción, pecaría de optimista. El hom-
bre ha inventado la música de cámara, pero también la cámara
de gas. En nuestro haber figuran la belleza y el horror, y tejemos
el porvenir con esperanza y miedo. Al fin y al cabo, dicen que la
angustia no es más que la conciencia de la posibilidad. Estamos
obligados a elegir y nada nos asegura que: lo hagamos con
acierto. De ahí que sea necesario discernir las posibilidades. La
ética no es más que el salvavidas al que ha de aferrarse la inteli-
gencia, tras haber naufragado en las posibilidades que ella misma
engendró.

He mencionado antes que la realidad adquiere posibilidades


nuevas al integrarse en un proyecto inteligente. Un proyecto es,
ante todo, una idea, una irrealidad. Tropezamos así con una pa-
radójica característica de la inteligencia humana: manejamos la
realidad mediante irrealidades. La inteligencia no deja de sor-
prenderme. Resulta que proporcionamos ideas a la realidad, la
asimilamos mediante conceptos, comerciamos con ella utilizando
palabras, signos, símbolos. Inventamos verdades. Damos a las co-
sas la posibilidad de confirmar una verdad científica. Antes de

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ser real, la catedral de Florencia fue una realidad pensada, una
irrealidad que guió la mano hábil que dibujó la línea sabia que
luego dirigió el martillear de los canteros. Brunelleschi dibujó la
cúpula, pero, para poder hacer real la posibilidad pensada, di-
bujó también las máquinas que hicieron posible la construcción
de la cúpula, y que son unas preciosas muestras de arte raciona-
lista. Así, de irrealidad en irrealidad, llegamos a la realidad, tras
recorrer un largo itinerario de ideas, esbozos, dibujos, tanteos,
planos, proyectos, maldiciones y aplausos. Al final, la acción
nos inserta irremisiblemente en lo real.
Ya sabemos algo más acerca de la inteligencia: conocela -
realidade inventa posibilidades, y ambas cosas las hace gestando
y gestionando la irrealidad. La tesis de este libro es que estas
iS derivan de otra más radical: el hombre puede susci-
ar, controlar y dirigir sus actividades mentales. aci de forma
sentenciosa: la inteligencia humana es la inteligencia
transfigurada por la libertad. Éste es el modo humano de ser
sujeto.
Parece que he puesto la carreta delante de los bueyes, por-
que tradicionalmente se ha dicho que la inteligencia funda la li-
bertad, y yo sostengo lo contrario. Ya se verá por qué lo hago.
Por ahora me interesa más advertir que, en sentido estricto, la
inteligencia humana no existe. Me apresuro a añadir que no
existe como capacidad independiente. El hombre no tiene la fa-
cultad de percibir, recordar, imaginar, comparar, conceptualizar,
decidir y, además, la de ser inteligente. Hablar de inteligencia
es una convención lingúística, forzada por el placer de la subs-
tantivación que tanto nos hace disfrutar y que tantas confusio-
nes produce. Deberíamos utilizar un adjetivo, porque la inteli-
gencia es un modo nuevo de usar las facultades que comparti-
mos con los animales superiores. No hay inteligencia. Hay un
mirar inteligente, un recordar inteligente, un imaginar inteli-
gente, y así todo lo demás.
No utilizo un concepto de
que me AS a la elemental

llega ese poder, yase verá. La libertad, más que un destino, ess

24
una posibilidad. A partir de su propiedad real de autodetermina-
ción, el hombre puede construir su libertad, o abandonarse a un
automatismo sonámbulo.-
En el fondo, el ser humano tiene las mismas facultades menta-
les que el animal, entendiendo por «facultad mental» la que ma-
neja información. La inteligencia de los animales ha ido aumen-
tando con su índice de encefalización, que es la relación entre el
tamaño corporal y el peso del cerebro. Los especialistas suponen
que la mayor proporción de sustancia neural posibilita una mayor
eficacia en el tratamiento de información o, en otras palabras, le
concede un poder de computación más grande. De acuerdo con
este índice, el primer lugar en el hit parade de las especies inteli-
gentes ocupan
lo los delfinesy, por supuesto, el hombre. El caso
de las ballenas plantea problemas especiales que no sabemos resol-
ver. El progreso de la inteligencia animal, lo que nos anima a de-
cir que el zorro es más listo que la lombriz, se manifiesta de dos
maneras. Ante todo, se caracterizan por controlar mejor el medio
ambiente y sus propias operaciones. Es decir, son más hábiles para
resolver problemas nuevos y aprender. En seguñido lugar, poseen
un comportamiento más flexible. Su repertorio de rutinas es más
rico. Esta inteligencia recibe información, la elabora y produce
respuestas con mayor o menor eficacia. Vamos a llamarla inteli-
gencia computacional. A pesar de sus progresos son inteligencias
estancadas. La creación de novedades es una exclusiva humana.
Es cierto que los simios pueden usar herramientas, pero basta
comparar su consuetudinario uso de un palo para hurgar en los
hormigueros con los sofisticados y cambiantes utensilios humanos
para ver la diferencia. Parece que, a pesar de sus impresionantes
habilidades, estos animales privilegiados tienen un techo bajo, que
los mantiene cautivos. Continúan determinados por los estímulos
que reciben y las rutinas que heredan.
La inteligencia humana es una inteligencia computacional
que se autodetermina. Y esta habilidad de haber interiorizado los
sistemas de control produce una sorprendente transfiguración de
todas las facultades. La mirada se vuelve inteligente al ser diri-
gida por proyectos inventados. Aprendemos como el animal,
automática e incidentalmente, pero también decidimos lo que
queremos aprender: chino, ajedrez, cálculo diferencial o encaje

25
de bolillos. La atención no está ya dirigida por el estímulo, sino
por mecanismos subjetivos. No se puede comprender nuestra
conducta leyéndola de izquierda a derecha, sino de derecha a iz-
quierda. Es decir, no se explica ateniéndose a lo real existente o
a lo real pasado, a lo ya escrito, sino que hay que atender a lo
irreal futuro, a lo que está por escribir.
En un momento de su evolución, el hombre aprendió a decir
no al estímulo. Inhibió una respuesta ordenada en él desde hacía
siglos. No sabemos cómo sucedió, pero no me resisto a imagi-
narlo, advirtiendo al lector que debe tomar este párrafo como un
ejercicio literario y no como una exposición científica. Nuestro
antepasado de frente huidiza y largos brazos caza el bisonte en el
páramo. Atraviesa corriendo un paisaje de olores y pistas. Arras-
trado por el rastro, salta, corre, gira la cabeza, explora, husmea.
La presa es la luz al fondo de un túnel. Sólo existe esa atracción
feroz y una sumisión sonámbula. Sólo sabe que la ansiedad se
aplaca al seguir aquella dirección. No caza, se desahoga. No per-
sigue un bisonte: corre por unos corredores visuales y olfativos
que le excitan. Las huellas le empujan. Los signos disparan los
movimientos de sus piernas, con el certero automatismo con el
que alteran los latidos de su corazón. No hay nada que pensar,
porque aún no piensa. Su cerebro calcula y le impulsa. Está su-
jeto a la tiranía del «Si A... entonces B». La secuencia If-then. Si
ve la oscura figura del animal en la entreluz de la maleza, corre
sesgado (para cortarle el paso). Si está muy cerca aúlla (para
atraer a sus compañeros de horda). Si el estímulo afloja su rienda,
se detiene, se agita, gira a su alrededor (para uncirse otra vez a la
rienda y, atado a ella, proseguir de nuevo su carrera). No conoce
ninguno de los paréntesis. Como el sonámbulo guía sus pasos y
elude los obstáculos sin tener conciencia de ello, así nuestro an-
tepasado se deslizó durante siglos por las cárcavas inhóspitas de
la prehistoria.
La transfiguración ocurrió un misterioso día, cuando al ver el
rastro detuvo su carrera, en vez de acelerarla, y miró la huella.
Aguantó impávido el empujón del estímulo. Y, de una vez para
siempre, se liberó de su tiránico dinamismo. Aquellos dibujos en
la arena eran y no eran el bisonte. Había aparecido el signo, el
gran intermediario. Y el hombre pudo contemplar aquel vestigio

26
sin correr. Bruscamente era capaz de pensar el bisonte aunque ni
en sus ojos, ni en su olfato, ni en sus oídos, ni en su deseo estu-
viera presente ningún bisonte. Podía poseer el bisonte sin ha-
berlo cazado. Y, además, indicárselo a sus compañeros.
Esta descripción fantástica no es arbitraria. Está inspirada en
los relatos que nos cuentan la educación de los niños sordomu-
dos-ciegos. Las biografías de Marie Heurtin o Hellen Keller, por
citar las más conocidas, son relatos patéticos y maravillosos. En
ellos asistimos al momento glorioso en que unas subjetividades
encadenadas, sometidas a impulsos espasmódicos, agitadas por
sentimientos y experiencias no controlados, viviendo sin pro-
greso, sin inteligencia, sin esperanza, son capaces de comprender
un signo. Más aún, son capaces de proferirlo. Algo que hacen
ellos puede dominar lo absolutamente lejano. La realidad deja de
ser una barahúnda de estímulos y el yo un torbellino de senti-
mientos. Una fértil calma se apodera de los niños, que de re-
pente, con una rapidez emocionante, se descubren sujetos acti-
vos, dueños de sí mismos, capaces de suscitar, controlar y dirigir
sus ocurrencias: inteligentes. Y todo al mismo tiempo, como si
un nuevo régimen se hubiera instaurado en su vida. Y lo asom-
broso es que a partir de ese momento aprenden con suma rapi-
dez. Sucede como si hubieran tomado posesión del control del
comportamiento, por un veloz golpe de mano.
Repetiré una vez más la primera tesis de este libro. La inteli-
gencia humana es la inteligencia animal transfigurada por la li-
bertad. La construcción de la inteligencia, de la libertad y de la
subjetividad creadora corren en paralelo. Esta actividad altera
también la realidad, de la que comienzan a brotar posibilidades
libres.
El método para probar esta tesis consistirá en asistir al mo-
mento de la transfiguración en cada una de nuestras facultades.
La mirada, al ser penetrada por la libertad, se convierte en mi-
rada creadora. Y lo mismo le sucede a la memoria, al movi-
miento muscular o a la imaginación. La inteligencia siempre da
más de lo que recibe, por eso es esencialmente creadora. Me gus-
taría rehabilitar una antigua locución griega. «Nous poietikos», de-
cía Aristóteles que éramos. Entendimientos activos, poéticos. Lo
que llamamos «poesía» —o arte, en general— es sólo un caso ejem-

27
plar del poder creador, humilde y magnífico, insignificante y
grandioso, que se da en cada una de nuestras actividades menta-
les. No es más que una figura retórica de la inteligencia: la anto-
nomasia del poder creador. Por ser una ampliación de las facul-
tades comunes, tomaré la creación artística como ejemplo, para
que con su deslumbrante exageración mos permita ver claro lo
normal. Lo que cuente sobre la inteligencia deberá ser válido
para esa peculiar actividad inteligente que es el arte, y al revés.
Con ello no pretendo rebajar su dignidad, sino exaltar la admira-
ble grandeza de todo acto inteligente.
«Poéticamente habita el hombre la tierra», escribió Hólderlin.
Ya sabemos lo que el verso significa. Inteligentemente habita el
hombre la tierra, alumbrando en ella el reino de las posibilidades
libres.

28
Il. LA MIRADA INTELIGENTE

Comenzaré contando la transfiguración de la mirada. Parece


un mal comienzo, porque tenemos la convicción de que la mi-
rada, la percepción en general, está excluida de los circuitos de la
libertad. Es evidente que no podemos ver lo que queremos, sino
que en cada momento estamos sometidos al determinismo del
estímulo, y si era de él de quien la libertad nos permitía liberar-
nos, no podemos hablar aquí de transfiguración alguna.
Tan clara afirmación no resiste un análisis minucioso. Me-
diante la mirada —a la que tomamos como representante eximia
de todo el conocimiento sensitivo— extraemos datos de la reali-
dad. Eso es lo que significa «percibir»: coger. Pues bien, cogemos
de nuestro alrededor lo que nos interesa, porque nuestro ojo no
es un ojo inocente sino que está dirigido en su mirar por nuestros
deseos y proyectos. El ser humano se ha rebelado contra la limi-
tación de sus sentidos y esto debería darnos que pensar. Hemos
inventado instrumentos para ver lo invisible, lo minúsculo y lo
lejano, lo oculto y lo fugaz. El microscopio, los rayos X, la eco-
grafía, la resonancia magnética, el telescopio nos permiten con-
templar lo nunca visto. El deseo de ver ha dirigido la invención ”

de los medios. Primero hemos anticipado lo que podíamos ver, y


este deseo incitó la ampliaciónde nuestras facultades.
No hace falta, sin embargo, acudir a estos casos para com-
prender que la percepción del hombre es un asunto complicado.
Siempre es difícil saber lo que vemos. En el admirable comienzo
de La Chartreuse de Parme, Stendhal cuenta un suceso muy ins-
tructivo para un psicólogo. El joven Fabrizio del Dongo, apasio-

29
nado bonapartista, se incorpora al ejército del emperador, en
unas circunstancias que ahora sabemos poco propicias: cerca de
un lugar llamado Waterloo. Hay mucho trajín y escándalo. Las
tropas corren, se oyen voces y un gran estrépito en la lejanía.
Desde el carro de una cantinera, Fabrizio contempla la esceno-
grafía guerrera. Caballos al galope, hombres enardecidos, que
con voces airadas tratan de acallar sus miedos, la aparición, divi-
namente efímera, sobre un montecillo, del emperador y su sé-
quito, explosiones cada vez más cercanas, ruido, ruido, ruido y,
por fin, la presencia de la muerte, entre los restos de unos jinetes
destrozados por la metralla. No son sucesos completos los que
ve, sino espaldas fugitivas, fragmentos de acciones, gestos sin
continuación. Imágenes que brillan un momento en sus ojos y
pasan a su memoria o a su olvido sin detenerse. Todo el espec-
táculo desaparece porque un proyectil hiere al muchacho, que
pierde el sentido. Cuando lo recupera se encuentra en un tran-
quilo albergue. Pasan los días, Fabrizio reflexiona y madura,
cuenta Stendhal, pero unas preguntas infantiles le acosaron siem-
pre: ¿Aquello que había visto había sido una batalla?; y si lo fue,
¿había sido la batalla de Waterloo? La nuestra no es una pre-
gunta infantil, como no lo fue la del personaje de Stendhal. ¿Es
posible ver una batalla? ¿O tan sólo vemos un encabalgamiento
de imágenes? La minuciosa acumulación de anécdotas, ¿forma
parte de la batalla? ¿O la batalla es sólo ese ordenado juego de
batallones, que el pintor de batallas pinta en suaves paisajes, con-
templándolo desde una altura irreal y olímpica? Lo que vemos,
¿es pasividad o construcción?
Han sido los neurólogos, que con enorme talento han estu-
diado la complejidad de los acontecimientos nerviosos, los culpa-
bles de que hayamos perdido la ingenuidad. La mirada no sale
hasta el objeto visto, como creían los antiguos, y como también
cree el lenguaje. «Escudriñar» y «escrutar» significaban origina-
riamente visitar un lugar, recorrerlo. El ojo vagabundearía por
las cosas, experimentándolas. «Experiencia» significaba lo
mismo: lo sucedido en un viaje. T: ampoco podemos decir que el
ojo sea una cámara fotográfica que recoja una imagen ya perfi-
lada. Nuestro sistema visual se limita a reaccionar ante ondas
electromagnéticas
—la luz visible—,de las que extrae, por proce-

30
dimientos que no conocemos bien, información sobre la realidad.
No hay percepción sin estímulo, pero el estímulo no determina por
completo la percepción. Hay una holgura entre ambos, que permite
un juego. Justamente el juego de la facultad de ver. La mirada se
hace inteligente. Pero no vayamos demasiado aprisa.
Nunca podemos estar seguros de lo que otra persona ve. Y
en un acto que nos parecía sencillo, uniforme y pasivo, esta re-
pentina indeterminación nos sorprende. Aunque sigamos la mi-
rada de nuestro acompañante durante un paseo, no podemos adi-
vinar el paisaje que está viendo. Coincidimos en el nivel básico,
por supuesto. Ambos vemos la Sierra de La Cabrera, con su su-
perficie gris y desmenuzada. Pero ignoro si es en ese nivel donde
está instalada la percepción del otro. El mismo campo no es el
mismo para un pintor y un alimañero. Cada uno percibe en él un
rostro distinto y lee un alfabeto diferente. Transfigurada por la
inteligencia, la pura percepción sensible parece un terreno resba-
ladizo, donde nos mantenemos con dificultad. Completamos lo
visto con lo sabido, damos estabilidad a lo que no lo tiene, inter-
pretamos los datos dándoles significado. No se trata de que vea-
mos las cosas y luego las interpretemos, sino que la inteligencia
parece funcionar al revés: vemos desde el significado. Intente el
lector mirar una palabra sin leerla. Las letras son líneas, pero la
mirada inteligente no quiere descansar en ellas, y va más allá.
No ve: lee. Y esta percepción elaborada es inevitable. J. Bruner,
uno de los psicólogos más influyentes de los últimos decenios, ti-
tuló un estudio sobre la percepción con una frase sugerente:
Beyond the information given. Más allá de la información dada.
Así funciona la mirada inteligente: anticipa, previene, utiliza im-
formación sabida, reconoce, interpreta.
Los especialistas en psicología animal han subrayado que los
animales son esclavos de su campo perceptivo. Kóhler, que estu-
dió la inteligencia de los monos en unos famosos tratados, des-
cribió esta incapacidad de modificar el campo sensorial. Por el
contrario, el niño adquiere pronto una cierta ¡independencia res-
pecto de su en eto. Deja de actuar en el espacio inme-
diato y evidente. tado a planificar, y sus metas e intereses
determinan lo que va a ver. Como veremos después, la aparición
del lenguaje le ayudará en esta tarea de controlar sus sistemas

31
perceptivos. He dicho que AN bien,
también y dimos desde el le: je
La passe tración de la iniciativa individual en los sistemas per-
ceptivos permite la aparición de la mirada creadora. Puedo buscar
un significado visual nuevo. El estímulo es un pre-texto donde
puedo leer mi propio texto. Ni siquiera el paisaje, con su estabilidad
geológica, permanece imperturbable ante la mirada. Para el ojo de
Monet esa presunta estabilidad era un espejismo. «Un paisaje —es-
cribió— no tiene la menor existencia como tal paisaje, ya que su as-
pecto cambia en cada momento. El sol va tan deprisa que no puedo
seguirle. También es culpa mía: quiero asir lo inasible: esta luz que
se escapa llevándose el color es algo espantoso. El color, un color,
no dura ni un segundo; a veces, tres o cuatro minutos como mucho.
¿Qué se puede pintar en tres o cuatro minutos?»
Tenía razón Monet: la luz cambia constantemente, y los estímu-
los que orasa nuestra retina, también. A
¿bles percibimos un mun estable. Aunque me mueva alrededor
del árbol y se alteren las perspectivas, las luces y los colores, aunque
cada fragmento sea distinto y el entramado de hojas y de tallos se
construya y deshaga como el juego de un lento caleidoscopio, el ár-
bol permanece idéntico. Ésa es la razón de que no podamos explicar
lo que percibimos como si fuera un agregado de sensaciones. Va-
mos más allá: estabilizamos el flujo, adivinamos lo que no vemos,
completamos con la memoria lo que se hurta a nuestros ojos. El es-
tímulo cambia, pero el significado permanece. Percibir es asimilar
los estímulos dándoles un significado.
Y como el significado es parcialmente obra nuestra, pertenece a
nuestra estirpe, cada hombre puede interpretar un mismo patrón
estimular a su manera. Unos ven como fondo lo que otros ven
como figura, la botella estará medio llena o medio vacía, la novedad
será percibida como amenaza o como placer. Somos creadores de
significados libres, aunque esta libertad esté siempre limitada. En
este caso, lo está por el estímulo. Lo que hace la mirada es inventar
posibilidades perceptivas en las propiedades reales del estímulo.
Sartre nos dio en La náusea la descripción de la raíz de un árbol,
vista por Roquentin, el protagonista de la novela. Aquella redon-
deada carnosidad, que muestra a las claras su energía ciega, le pa-
rece una exageración injustificada, una obscenidad superflua. Pode-

Se
mos decir que esto es literatura y que Roquentin veía lo que vemos
todos. Ciertamente, las líneas y el color de la raíz son datos que se
imponen a todo mirar. Ocurre, como ya he dicho, que la inteligen-
cia traspasa con soltura este umbral mínimo. Me atrevería a decir
que le incomodan las líneas, los ademanes, los movimientos sin sig-
nificado, y se apresura a concederles alguno. Construye sin parar. Y
la primera construcción que hace Roquentin y cualquier sujeto es
percibir una raíz. Al hacerlo añade algo a la simple sensación. Ya
veremos que esta facultad de reconocimiento es esencial a la mi-
rada. Pues bien, lo que hace Sartre en ese texto es construir sobre lo
construido y reconocer en la raíz algo más: una nueva interpreta-
ción de la naturaleza. Recuerdo el aterrador espectáculo de un ficus
gigante que había invadido una cárcel abandonada, al borde de la
selva, en la Guayana. Raíces o ramas gruesas, tentaculares, cilíndri-
cas como boas, habían penetrado por puertas y ventanas, deglu-
tiendo los barrotes, y corrían furiosas por los pasillos, trepaban las
escaleras sin pisadas, ocupaban los rincones de aquel edificio que se
asfixiaba, como un desconchado laoconte, bajo el peso de tanta
energía coagulada. El árbol, ubicuo y desaforado, mostraba un po-
der viscoso: era una criatura sartriana. Por lo menos, puedo inter-
pretar esa imagen con un estilo sartriano, de la misma manera que
Proust visitaba las catedrales góticas para verlas al estilo de Ruskin.

El apartado anterior es una muestra de lo que va a ser este libro.


En las actividades mentales más simples está presente la creativi-
dad más sorprendente, aunque en embrión. Entre el acto percep-
tivo y el acto creador no hay un abismo. Una de las posibilidades de
la mirada es ser creadora. Valéry se quejaba de que la psicología del
arte comenzaba su obra por el tejado. «Es maravilloso oír hablar de
creación, de inspiración, etc. y que nadie piense en investigar la for-
mación de la melodía o de la frase más simple.» El reproche de Va-
léry era justo, y no quiero merecerlo. La actividad creadora hay que
analizarla en sus manifestaciones más elementales; en los actos que

5%)
realizamos tan comúnmente que nos parecen comunes, cuando son
sin duda extraordinarios. Lo que la psicología de la inteligencia nos
enseña, debe aclararnos aún más el proceso transfigurador de la mi-
rada. A ello estarán dedicados los capítulos siguientes.
Es curioso que podamos hablar de estilos de ver sin que suene a
disparate. En realidad, el estilo, antes que un problema estético, es
un problema de teoría de la inteligencia. De los estudios sobre esti-
los perceptivos sólo mencionaré los de Witkins, por razones que
más tarde averiguará el lector atento. Este autor distingue dos esti-
los perceptivos, según los sujetos sean «dependientes» o «indepen-
dientes» del campo perceptivo. Les diferencia la capacidad para in-
dependizar la mirada, libertad que en casos extremos, claramente
patológicos, puede estar incluso anulada. Los enfermos con graves
lesiones cerebrales pueden sufrir una «dependencia del estímulo»
(Bridgeman, 1991), sufren una rutinización del mirar, un encarrila-
miento férreo de su vida mental.
Lo que caracteriza a la mirada inteligente es que aprovecha con
suprema eficacia los conocimientos que posee. Pero, sobre todo,
que dirige su actividad mediante proyectos. Cada vez que elegimos
dónde mirar y la información que queremos extraer, dejamos que el
futuro anticipado por nuestras metas nos guíe. Ésta es la estructura
básica de todo comportamiento inteligente, incluido el artístico. Lo
que caracteriza la creación poética es estar dirigida por un proyecto
poético.
Analicemos una operación artística: el dibujo. Por ejemplo,
¿cómo se inventa una caricatura? El dibujante tiene que buscar las
líneas que definen un rostro. Se trata de una mirada nueva, que ya
no está dirigida por automatismos, ni por conceptos perceptivos in-
conscientemente poseídos, sino por un proyecto. Frente a él tiene
una cara, pero lo que quiere ver en ella es algo que no existe: la línea
irreal que la define de forma inconfundible y resumida. Hochberg,
un gran experto en el estudio de la percepción, se ha ocupado del
tema. Considera la caricatura como la captación de una esencia per-
ceptiva, una selección de rasgos que prescinde de aspectos acciden-
tales. Comprobó que los sujetos percibían con mayor rapidez los di-
bujos esquemáticos, como las caricaturas, que los dibujos más
detallados. El dibujante ha limpiado la copiosa maleza de los deta-
lles. Y lo ha hecho forzando su mirada, para conseguir que realizara

34
ese entresaque clarificador. En efecto, la línea del rostro ha que-
dado «aclarada», como un bosque roturado.
Así pues, la mirada se hace inteligente —y por lo tanto creado-
ra— cuando se convierte en una búsqueda dirigida por un proyecto.
Ver, oír, escuchar, oler, no son operaciones pasivas, sino explora-
ciones activas para extraer la información que nos interesa. El len-
guaje ha reconocido este dinamismo dirigido, y ha creado, junto a
los términos anteriores, eminentemente pasivos, otros en los que
subraya la acción: vemos, pero a través del mirar, observar, escru-
tar, escudriñar. Olemos y olfateamos. Oímos y escuchamos. Gusta-
mos y paladeamos. Tocamos y palpamos.
Vemos con tanta facilidad y rapidez que sucumbimos ante el es-
pejismo de la pasividad, como si ver simplemente fuera dejarse im-
presionar por el objeto. El tacto, que es un sentido lento, nos permi-
tirá asistir como espectadores a nuestra propia actividad perceptiva.
Para reconocer un objeto mediante el tacto, el lector comenzará ex-
plorándolo con las manos, intentando formarse una imagen de él,
buscando alguna línea que enlace en su memoria con un objeto que
la prolongue. «Tantea» las soluciones. Popper escribió que «percibir
es resolver problemas mediante hipótesis. No hay órgano de los
sentidos que no incorpore genéticamente teorías perceptivas». Una
hipótesis es una suposición cuya justeza deseamos comprobar.
Mientras exploramos el objeto a ciegas formulamos hipótesis que
dirigen nuestra búsqueda. ¿Será una llave inglesa? El tacto com-
prueba la hipótesis. Sabe lo que tiene que buscar. Si lo encuentra, la
hipótesis queda confirmada, el significado perceptivo aparece en
nuestra conciencia y todos los rasgos sentidos se organizan en una
figura.
Es fácil percatarse de que el proceso de búsqueda perceptiva ha
sido dinámico. El tacto necesita explorar. Los demás sentidos, tam-
bién. Aprovecho para decir que el acto de reconocer con el tacto
una cosa vista, o al revés, con la vista un objeto anteriormente cono-
cido por el tacto, es operación de tal complejidad que casi ningún
animal es capaz de realizarla. Incluida buena parte de los simios. El
niño pequeño sabe hacerlo.
La mirada inteligente sabe mirar. Sus métodos para explorar el
objeto visual diferirán de acuerdo con la tarea que el sujeto se im-
ponga. Yarbus ideó unos brillantes experimentos para demostrarlo.

30
El sujeto se coloca unas gafas que permiten registrar sus movimientos
oculares. Ante una estampa, los individuos sanos cambian el patrón
de movimientos según la pregunta formulada por el experimentador.
Saben dónde han de buscar la información más interesante. «Nada
parecido se observa cuando un paciente con una lesión frontal ma-
siva examina el cuadro —escribe Luria, otro gran psicólogo soviéti-
co—. Para comenzar, se fija en un punto cualquiera e inmediatamente
contesta a la pregunta con la primera suposición que se le viene a la
cabeza, sin intentar deducir la respuesta de un análisis de los detalles
del cuadro.»
Jerome Bruner, a quien ya he mencionado, cuenta en su auto-
biografía el júbilo con que estudió las diapositivas realizadas por
Yarbus en Moscú, y que Luria había conseguido llevar a Cam-
bridge, en 1961, cuando los intercambios científicos con la Unión
Soviética eran muy escasos. «Yarbus había descubierto que donde
el ojo miraba (y lo que veía) era función de la pregunta que se hu-
biese planteado al sujeto, y que estuviera tratando de responder. La
pista de los movimientos del ojo era como la pista de un detective
que busca viejas claves relacionadas con una hipótesis particular.»
No es de extrañar que muchos años antes ya lo hubiera descubierto
un detective: «Sólo se puede ver lo invisible si se lo está buscando»,
decía Sherlock Holmes. Y como la ciencia tiene una lógica diver-
tida, tampoco es de extrañar que Hintikka, un especialista en lógica,
sostenga que toda percepción o conocimiento es una respuesta a
una pregunta expresa o tácita, y exponga esta teoría en un estudio
sobre Sherlock Holmes. (Hintikka, J.: «Sherlock Holmes formali-
zado», en El signo de los tres, Lumen, Barcelona, 1989). Desde
luego, tiene razón. Estamos sometiendo la realidad a una interviú
permanente, y de la sagacidad de nuestras preguntas dependerá el
interés de sus respuestas.
Volvamos a los dibujantes y pintores. No hacen más que pro-
longar esta capacidad de buscar posibilidades perceptivas que tene-
mos todos. «El dibujo —decía Degas— no es la forma, sino la manera
de ver la forma.» Y Leonardo da Vinci no decía nada diferente: «El
secreto del arte de dibujar es descubrir en cada objeto la manera par-
ticular como una línea fluctuante se dirige, como una ola central
que se despliega en olas superficiales, a través de toda su extensión.»
Saber mirar, ése es el secreto. La inteligencia prolonga todos los

36
ademanes que percibe en las cosas. Y lo hace saltando con deli-
ciosa frescura de un nivel a otro: de la memoria al futuro, de lo
concreto a lo abstracto, de la percepción al concepto, o al revés. Es
el libre juego de las facultades. El creador lo hace con deslum-
brante soltura. Sólo así se puede comprender que un pintor —Van
Gogh- escribiera a su hermano un texto como éste: «Encuentra
bello todo lo que puedas; la mayoría no encuentra nada lo suficien-
temente bello.»
No sé qué admirar más, si el entusiasmo o la ingenuidad de
este hombre, que habla de la belleza con aire tan voluntarista. ¿Es
que depende de nosotros encontrar la belleza? ¿No es su consejo
una inconsecuencia, como lo sería que dijera: encuentra todo el
oro que puedas; la mayoría no encuentra suficiente oro? ¿O es que
todos tenemos un filón, con una veta preciosa al alcance de la
mano? La solución de Van Gogh no debe extrañarnos. La belleza
es una posibilidad libre de las cosas. Verla es inventarla. «Es una
cosa admirable mirar un objeto y encontrarlo bello, reflexionar so-
bre él, retenerlo y decir enseguida: me voy a poner a dibujarlo y a
trabajar entonces hasta que esté reproducido.» Se trata, pues, de
ver poéticamente. «En la casita más pobre, en el rinconcito más
sórdido veo cuadros o dibujos. Y mi espíritu va en esa dirección,
por un impulso irresistible.»
¿Dónde está esa belleza inventada? En el intervalo que la li-
bertad de Van Gogh abre entre el rincón sórdido y ese mismo rin-
cón definido en su fealdad por unas líneas limpias y precisas que él
ve y dibujará. Ve para pintar. Vemos para hacer. Y lo que desea-
mos hacer dirige nuestra mirada, fecunda la realidad y la hace es-
tar en permanente estado de parto. (Hasta que no vea la criatura
no me atrevo a decir que en estado de buena esperanza.) ¿Y cómo
llega Van Gogh a esa invención? Aprendiendo a ver. «En mis
nuevos dibujos comienzo las figuras por el torso y me parece que
así adquieren más amplitud y grandor: en el caso de que cincuenta
no bastaran, dibujaré cien, y si esto no fuera suficiente todavía,
haré más aún, hasta que obtenga plenamente lo que deseo, es de-
cir, que todo sea redondo y no haya de ningún modo ni principio
ni fin en la forma, sino que haya un conjunto armonioso de vida.»
Es una bella forma de decir que lo que deseo —el proyecto— di-
rige mi mirada.

37
La dificultad de mantenerse en lo dado, que es una miste-
riosa constante de la humanidad, ha de tener alguna explicación.
Por muy atrás que retrocedamos en la historia, y por muy lejos
que viajemos, descubrimos que el hombre se ha empeñado siem-
pre en ver las cosas de manera distinta de como las veía. Para los
mayas, las raíces de los árboles eran serpientes que mordían las
entrañas de la tierra. Pensaban que las montañas eran enormes
vasijas, contó fray Bernardino de Sahagún, «como si fueran casas
llenas de agua», en las que vivían las serpientes durante la esta-
ción seca, hasta que el trueno las despertaba y entonces comen-
zaban a subir hacendosamente el agua hasta las nubes, que son
unas enormes ollas. En el «Canto que entonaban cada ocho años
cuando comían tamales», recogido también por Sahagún, aparece
la palabra «navalachco», que significa «la plaza mágica del juego
de pelota», donde tenía lugar el singular combate entre el sol y el
mundo inferior. ¿A qué viene esta incansable prolongación, in-
terpretación y glosa, esta interminable alquimia mental? ¿De qué
manera troquelaba sus experiencias? Es fácil decir que se trataba
sólo de símbolos convencionales, pero es difícil explicar por qué
necesitaban simbolizar. ¿Por qué aquellos mayas de perfil de ave
y los demás seres humanos no nos limitamos a ver?
En primer lugar, porque esa mirada pura, que se limitaría a
reflejar lo que hay, no existe. Ni siquiera la observación cientí-
fica, que aspira a la máxima objetividad, es contemplación ino-
cente. En 1959, Heisenberg escribió: «No deberíamos olvidar
que lo que observamos no es la naturaleza misma, sino la natura-
leza determinada por la índole de nuestras preguntas.» No es po-
sible una observación sin teoría, porque la cantidad de informa-
ción es demasiado grande, demasiado confusa, demasiado incom-
pleta. Además, liberado de la tiranía del estímulo, el hombre
bebe los vientos por la posibilidad.
Sentimos la imperiosa necesidad de conocer las cosas, y tam-
bién las posibilidades de las cosas y nuestras posibilidades. Ante
la mirada inteligente, la realidades físicas se muestran inagota-
bles e inseguras. La sola percepción no nos sosiega. Necesitamos

38
comprender. Hemos de conseguir quelo ajeno se convierta en pro-
pio. En esto consiste el conocimiento: conocer es comprender, es
decir, aprehender lo nuevo con lo ya conocido.
«Comprender» y «explicar» parecen conceptos opuestos, como
indican sus prefijos. «Con» unifica; «ex» despliega. Sin embargo, sig-
nifican un solo proceso, descrito desde dos puntos de vista. Com-
ido acierto introducirlo
Sl a en un conjunto
de infor-
maciónmásamplio,Explico algocuando expongo el conjunto de
, y rendido. Com-
GA una acción olla conozco sus motivos, y explico una ac-
ción cuando los describo.
En su tenaz esfuerzo por poseer mentalmente la realidad, los
hombres han explicado los fenómenos incomprensibles del mundo
perceptivo sirviéndose de los fenómenos comprensibles del mun-
do perceptivo. La mitología, por ejemplo, es un intento de com-
prender realidades misteriosas a partir de realidades cotidianas.
Para los griegos, la Vía Láctea nació porque del pecho de la diosa
Juno se escaparon unas gotas de leche, cuando su bebé dejó de ma-
mar. Las estrellas eran las salpicaduras de esa leche divina en el
manto celeste: una anécdota doméstica.
Así, lo extraño se hacía familiar, lo descomunal se reducía a ta-
maño casero, pero el apaciguamiento era precario, porque tan bri-
llantes explicaciones dejaban demasiadas preguntas sin contestar.
Al hombre le sucede lo mismo que al niño, que cada vez es más exi-
gente a la hora de aceptar una respuesta. Repite una y otra vez las
mismas preguntas —¿qué es esto?, ¿por qué es como es?, ¿qué hace?,
¿por qué hace lo que hace?—, pero no siempre le valen las mismas
respuestas. Según Branderburg y Boyd, los niños, entre los cuatro y
los ocho años, formulan un promedio de treinta y tres preguntas
por hora, con lo que la inteligencia familiar queda debidamente es-
timulada y torturada. Lo que resulta más interesante es que una
misma pregunta no significa lo mismo en los diversos momentos de
su vida. Hay una etapa en que la pregunta ¿qué es esto? queda con-
testada con el nombre de la cosa. Más adelante, habrá que dar más
explicaciones, porque el niño espera más, necesita más, y cuando el
niño sea un científico, volverá a hacer las mismas preguntas y sólo
habrá cambiado el hueco que ha de ser llenado por la respuesta, que
se habrá hecho un hueco cada vez más grande.

39
En llamar la atención sobre el preguntar y su eficacia, el fan-
tástico don Nepomuceno de Cárdenas fue un adelantado. Ésta es
una de las razones de mi interés por él. Escribió un Tratado ge-
neral de las preguntas, en cuyo proemio sostiene con gran énfasis
que la más alta actividad de la inteligencia es preguntar:
«Cuando mi maestro, el ilustre Inmanuel Kant, escribió en el
prólogo de su primera Crítica que los experimentos son pregun-
tas que el científico dirige a la Naturaleza, aun acertando en lo
principal, redujo la importancia del asunto, pues no es el juicio la
actividad fundamental del entendimiento, sino la interrogación.
Ésta es la fundamental forma a priori de la humana inteligencia,
que nos permite ordenar el caos de las sensaciones, porque la
Naturaleza, que es recóndita y esquiva pero atenta, se muestra
respondiendo no sólo a nuestros experimentos sino además a to-
das nuestras preguntas, en las que tienen su origen las categorías.
Por ello tengo por cierto que enseñar a preguntar es el más per-
fecto empeño educativo, y que si fuera posible enseñar este arte
a una estatua, le habríamos conferido al punto la más completa
sabiduría.»
Otro de los atractivos que para mí tiene este increíble perso-
naje, que leía a Leibniz, Rousseau y Kant en la manigua, mien-
tras escuchaba las músicas de Mozart, tocadas por una orquesta
de criados negros, agobiados bajo los ropones de etiqueta y las
pelucas empolvadas, es que escribió ese tratado pensando en los
esclavos de su propiedad, a los que pretendía educar de sopetón,
como a la estatua, y con los que intentó reproducir las más ani-
madas situaciones de los diálogos platónicos. Hay otra razón de
mi interés por Cárdenas, que sólo revelaré más adelante, por ra-
zones que el lector en su momento comprenderá.

Deslumbrado por la capacidad creadora de la inteligencia y


sabedores de que siempre vivimos en un mundo interpretado y
que nuestra casa propia es el significado, algunos pensadores se

40
han pasado de rosca y han mantenido que la realidad entera de-
riva del sujeto. Hay muchos Mundos posibles, ya lo hemos visto,
y no encuentran razón para decir que uno es más real que otro.
Es prematuro enfrentarse aquí a estas alambicadas teorías, que
son destilación de veinticinco siglos de filosofía y un rato de pre-
cipitación, porque estamos todavía aprendiendo a ver y apren-
diendo a ver qué es lo que vemos cuando vemos.
La percepción mos proporciona información sobre las cosas.
Gracias a ella aislamos un contenido, le dotamos de señas de
identidad destacándolo sobre el telón de fondo de las otras cosas.
Pero estas elementales operaciones de ver, tocar o paladear po-
seen otro carácter enigmático: gracias a ellas enlazamos con la
realidad y con la existencia de las cosas. No quiero internarme
en cuestiones metafísicas, por lo que debemos mantenernos en
un plano descriptivo, sin duda ingenuo. Pretendo decir tan sólo
que todas nuestras afirmaciones sobre la existencia de algo —se
trate de elefantes, centauros, partículas elementales, sentimien-
tos, fantasmas, ángeles o dioses—, absolutamente todas, tienen
que fundarse directa o indirectamente en la percepción. La más
sofisticada, solemne, grandiosa teoría científica, a pesar de sus
elaboradas ecuaciones, y del vigoroso entramado conceptual,
acaba dependiendo de la ojeada que el científico echa a la aguja
de un contador, o a un rastro luminoso en la pantalla.
Ésta es la trayectoria del vuelo de la ciencia. Despega de la
percepción, sube a las nubes del concepto y, o bien vuelve a la
tierra de la que partió, para comprobar en ella sus ideas, o se
queda para siempre en las nubes. Así describió don Antonio Ma-
chado la tarea del pensar:

De la mar al percepto,
del percepto al concepto,
del concepto a la idea
—¡Oh, la linda tarea!—,
de la idea a la mar.
¡Y otra vez a empezar!

Toda ciencia admite implícita o explícitamente esta propie-


dad de la percepción. Gibson, un notable psicólogo, decía que

41
los sentidos corporales cumplen una doble función: nos proveen
de sensaciones y nos proporcionan la irresistible convicción de la
existencia del objeto.
Así es. Los inventos modernos, como la televisión, y los mo-
dernísimos, como la realidad virtual simulada por ordenadores,
nos permiten discernir con claridad ambas líneas de informa-
ción. El «experimentador» de una realidad virtual recibirá la in-
formación sensible necesaria para creer en el espejismo. Ence-
rrado en el flujo de una información interactiva, que le hará
creerse dentro del mundo simulado, tendrá que acudir a medios
indirectos para darse cuenta de que está bajo el influjo de una
alucinación tecnificada. Para percatarse de que se encuentra co-
nectado a un ordenador productor de imágenes que engañan a
sus sistemas perceptivos, tendrá que basarse, sin duda, en la pro-
pia percepción. No tenemos otro camino de acceso a la realidad.
Toda afirmación sobre la existencia de algo depende de ese
breve anclaje de nuestra conciencia en la percepción actual.
Cuando el físico detecta la existencia de una partícula atómica, lo
que ha hecho es ver una alteración en el comportamiento de un
aparato, fabricado expresamente para reducir el abstracto entra-
mado conceptual de una teoría a la puntual oscilación de una
aguja. Y es esa percepción, minúscula, la que va a mantener,
como un gigante, el mundo entero sobre su hombro. Cuando los
teólogos medievales pretendían demostrar la existencia de Dios,
no se les olvidaba que lo único que nos une a la existencia es la
percepción, y comenzaban sus pruebas apelando a fenómenos
sensibles.
A través de la percepción, la realidad se nos presenta con las
propiedades de una pista de despegue: resiste a nuestro impulso y
soporta nuestro vuelo. Las posibilidades que inventamos pueden
mantener o no el enlace con la realidad. En un caso serán posi-
bilidades reales, y en otro posibilidades fantásticas. De la reali-
dad podemos decir lo que queramos, pero ella se desembarazará
de algunas de nuestras propuestas. A lo rechazado por la realidad
lo llamamos falso. A los inventos conceptuales, imaginativos, o
de cualquier tipo que la realidad aún no ha rechazado, los llama-
mos provisionalmente verdaderos.

42
TI. IDENTIFICAR Y RECONOCER

Percibir es dar significado a un estímulo. En efecto, con la


percepción ingresamos en el mundo del significado, del que no
va a salir nuestra vida mental. Toda información que se hace
consciente tiene un contenido, unas señas de identidad. Da igual
que sean vagas o precisas. La nada, el todo, el cero, el infinito, la
raíz cuadrada de menos uno, la mesa, la silla, los ojos que me in-
quietan, la angustia, todo aquello que adquiere una cierta estabi-
lidad y fijeza en la imparable corriente de mi concienciar, es un
significado.
Vivimos entre significados que damos a la realidad. Eso es el
Mundo: la totalidad de los significados que una persona concibe.
Atendamos a esta palabra, porque su ambigúedad nos sirve para
precisar la relación de la inteligencia con la realidad. Concebir
significó en un principio «coger», pero se trataba de un coger fe-
cundante que acababa produciendo un nuevo ser. Lo mismo su-
cede con los «conceptos», los significados que la inteligencia pro-
fiere. Lo recibido es transformado por el organismo captador. De
la misma raíz procede la palabra «percibir», que es también una
manera de coger. Percibo un sueldo y percibo el cielo rojo del
poniente.
Al hablar de estos temas parece forzoso enredarse en contra-
dicciones. Percibir es coger información y dar sentido. Pero co-
ger y dar son acciones contrarias. ¿Podemos hacerlas compati-
bles? Para formularlo con una pregunta más técnica: ¿extraemos
información o la construimos?
Es difícil pensar que yo construyo la engalanada apariencia

43
del jardín en otoño. La estación ha convertido el verde en oro y
cobre, y me limito a ver la deslumbrante obra de tan misteriosa
alquimia. Los árboles están ahí. Como lo está la casa, la ampe-
lopsis que ensangrienta la fachada. Si acaso doy algo a la reali-
dad, es la palabra, que es una etiqueta útil o un vestido corte-
sano. Si miro el árbol y digo «ciprés», extiendo su tarjeta de
visita. Si digo que es «el espectro de una llama muerta», le cubro
con un traje de gala. Parece que mi acción no produce efectos
más profundos.
De nuevo somos víctimas del espejismo de la pasividad. Lo
que percibo como árbol es, por de pronto, una estación provisio-
nal en el largo camino de la luz, que es una esforzada mensajera
que nos trae noticias. Antes de ser árbol en mi mirada, el árbol
es un patrón de energía electromagnética. La luz visible —que es
una banda de ese espectro energético, entre el ultravioleta y el
infrarrojo— se ha posado suavemente sobre las superficies de las
hojas, que han absorbido parte de la radiación, y después de esa
fugaz estancia llega al fondo de mi ojo, a la retina, con su men-
saje. Allí tiene lugar una reacción química, cuya fórmula evito al
lector, que traduce la energía luminosa en impulso nervioso.
La luz nos trae noticias, sin duda alguna. Pero esas señales se
convierten en información cuando un lector —en este caso el ce-
rebro con la ayuda del ojo— sabe descifrarlas. Si muestro sistema
visual tuviera la agudeza de un microscopio electrónico, ¿vería-
mos árboles? Los animales que perciben los campos gravitatorios
deben de percibir un paisaje que no podemos imaginar. Las noti-
cias, datos, señales de la realidad se hacen significativos, se con-
vierten en información, cuando encuentran un receptor ade-
cuado. No hay, pues, información sin receptor. No hay, por
supuesto, información sin emisor. Sin el ojo no existe el color,
aunque exista la radiación luminosa. Sin el árbol tampoco.
Reconozco el árbol sin esfuerzo. Lo que me sería difícil es
percibir su figura sin captarla como árbol. La línea de la tierra, el
tronco, la copa recortándose sobre el cielo forman una configura-
ción cuyo significado arbóreo se me impone. Es verdad que ocu-
rre así, pero reconocer es una operación de segundo nivel, que re-
mite a un conocer previo. Tuvo que haber una percepción que nó
fuera reconocimiento, sino emergencia primera de los significa-

44
dos. Eso es lo que me interesa describir. Gran parte de las discu-
siones filosóficas sobre «el significado del significado» han sido
provocadas por un punto de partida mal elegido. Comenzaron
por estudiar la palabra —que es un invento sofisticado y secunda-
rio— en vez de estudiar la percepción, que es la más elemental
actividad de donación de sentido.
La luz llega a los ojos como una lluvia. Un turbión de estímu-
los anega nuestra retina. Necesitamos saber cómo se organizan
estas noticias invasoras. ¿Cómo fijamos el perfil de las cosas? El
tronco del árbol me impide ver completo el arbusto que hay de-
trás. Veo su verde oscuro a un lado y otro de la franja marrón del
tronco, pero organizo estas dos superficies como pertenecientes a
una misma planta. Parece que la curva del medio arbusto de la
derecha se prolonga y enlaza con la curva del medio arbusto de
la izquierda. Suplo lo que el árbol me impide ver. Sitúo los estí-
mulos en diferentes planos. ¿Cómo organizo los estímulos?
Es posible que el primer acto de organización consista en dis-
tinguir una figura sobre un fondo. La mancha sobre la pared, la
nube sobre el cielo, el árbol sobre la ladera, una melodía sobre el
ruido de fondo. No podemos evitar esta primera selección. Los
psicólogos de la Gestalt estudiaron las leyes que dirigían la orga-
nización básica de los estímulos, y el lector curioso puede ver en
las notas un breve inventario. En el jardín, los colores se agrupan
y el verde oscuro se repliega sobre los otros verdes oscuros del
arbusto y se aleja del verde claro del arbusto contiguo. Hay un
enlazarse amistoso de unos datos con otros. La percepción es un
arte de corte y confección: recorto siluetas, e hilvano la informa-
ción presente con la información pasada, en lo que técnicamente
se llama síntesis perceptiva. El verde oscuro de ese arbusto aún
nunca visto ni nombrado, que se distingue del verde claro, se
reafirma en su unidad cuando me acerco y las nuevas perceptivas
corroboran las antiguas. Cuando giro en torno suyo, voy cons-
truyendo, mediante la conjunción de percepción y memoria, un
volumen redondeado, autónomo, que, en esta experiencia pri-
mordial que estoy imaginando, aún no tiene nombre y está, pre-
cisamente, convirtiéndose en un significado. Llega un momento
en que aparece ante mí la identidad de todas las perspectivas, y
las identifico, incluyéndolas todas en una unidad que es «lo que

45
veo». Identifico algo que es lo que es: un volumen verde, distin-
guible de todo lo demás, y cuya forma podré almacenar en la
memoria. Este acto de seleccionar, unificar e identificar, es el
origen de los significados.
Otro acto de dar significado es el uso. Cuando nuestro lejano
antepasado prelingúístico descubrió que la piedra servía para ma-
chacar dio a aquel pedazo de roca un significado del que antes
carecía. El gesto de asir y golpear configuró un esquema que di-
vidió el reino mineral entero en dos grandes categorías: los pe-
druscos utilizables y los no utilizables.
En nuestra descripción ha aparecido una novedad. El movi-
miento de agarrar y golpear con una piedra ha producido un
nuevo significado y va a ser capaz de generalizarlo. Sirve para re-
conocer en cualquier piedra su cualidad de «utensilio». Si mira-
mos este acto con cuidado, descubriremos que es enormemente
rico: el hombre «coge» algo ajeno a él, y al cogerlo le da un signi-
ficado (es útil), que se funda en las características de lo asido (su
configuración física, su dureza y tamaño), pero que no se reduce
a ellas. La consumación de ese acto le da una cierta autonomía:
puede repetirse con muchas piedras. Puede inventar en muchas
piedras el significado de utensilio. Implanta en su mundo una ca-
tegoría de objetos, las herramientas, que no son creación absoluta
suya, ni entidades preexistentes.
El acto de agarrar para machacar se convierte en un esquema
de asimilación, que es, al mismo tiempo, donador de sentido y
productor de generalidades. Gracias a ellos reconocemos las cosas.
De modo análogo funciona la acción perceptiva de identificar el
arbusto. Ese significado va a permitirnos reconocer los nuevos
arbustos que aparezcan en nuestro campo visual.
Ya hemos establecido contacto con dos operaciones básicas
de la inteligencia: identificar y reconocer.
Hemos de agradecer a las ciencias de la computación que nos
hayan ayudado a comprender las complejidades del reconoci-
miento. Cuando pretendieron que las computadoras reconocie-
ran objetos se percataron de que era una empresa de enorme difi-
cultad. La solución más simple consistía en proporcionar a la
computadora un patrón con el que comparar la nueva informa-
ción: si coincidía, el nuevo objeto era reconocido. Este procedi-

46
miento era muy sencillo, pero muy poco eficaz. Había que tener
un patrón para cada objeto. No bastaba con tener el patrón «A»
para reconocer todas las aes. Había que tener tantos patrones
como formas posibles de la «A». Letras redondillas, picudas,
mayúsculas, minúsculas, sueltas, enlazadas, austeras o barrocas.
Los seres humanos funcionamos con una asombrosa eficacia. Re-
conocemos parecidos lejanos, completamos la información, asi-
milamos un dato a otro. Percibimos las invariantes perceptivas
con gran soltura. Reconocemos un rostro de frente, de perfil, con
pelo corto o largo, sonriente o serio, gesticulando o sereno. So-
mos expertos en estabilizar la información. La facilidad con que
lo hacemos nos dificulta la comprensión del problema. Luria es-
tudió el caso de un hombre dotado de excepcional memoria, a
quien resultaba muy difícil reconocer las caras, porque, según él,
eran demasiado cambiantes. Esclavizado por una memoria inmi-
sericorde, que conservaba cada uno de los gestos pasados, el pa-
ciente percibía las caras como una borrosa superposición de ex-
presiones.
Allí donde encontramos un fenómeno de reconocimiento te-
nemos que admitir la existencia de un patrón o esquema que lo
haga posible. Gracias a ellos podemos organizar la información
en un nivel más complejo, reconocer parecidos y formar agrupa-
ciones. A partir de la percepción nos estamos acercando cada vez
más al llamado mundo conceptual. La abrumadora riqueza de la
realidad se simplifica.
Estos patrones o esquemas no necesitan ser expresamente co-
nocidos. Con frecuencia sólo los detectaremos cuando comien-
cen a funcionar. El mundo que percibimos nos revela el sistema
de patrones que guardamos en nuestra memoria. No sé si sé
montar en bicicleta hasta que lo intento. Tienen razón los esco-
lares cuando dicen: «No sé si me sé la lección.» Nadie sabe si es
o no racista hasta que no se encuentra en una situación que po-
dría activar los patrones racistas, si los hubiera.
Me resultaría muy difícil explicar los rasgos que me permiten
reconocer un rostro familiar. Debo de poseer un esquema flexi-
ble y certero, cuyo contenido ignoro. Tal vez cambie de un es-
pectador a otro. Las discusiones sobre parecidos así parecen indi-
carlo. Con frecuencia no reconocemos en la cara de un niño «los

47
mismísimos ojos de su madre» que ve otro pariente. Lo único
cierto es que la capacidad de reconocer la identidad de un objeto
en sus múltiples apariciones perceptivas nos obliga a admitir la
existencia de un patrón o esquema de reconocimiento, al que lla-
maré concepto perceptivo individual. Por ahora, concepto signi-
fica tan sólo esto: un conjunto de rasgos que nos permiten reco-
nocer lo idéntico en lo múltiple. Es una hipótesis para explicar
lo que ocurre. Sin guardar en la memoria ese tipo de informa-
ción organizada, sufriríamos, por ejemplo, de «prosopagnosia»,
enfermedad que impide reconocer los rostros familiares, de la
que Sacks ha contado un caso en su libro El hombre que confun-
dió a su mujer con un sombrero.
Cuando lo que reconozco no es la identidad, sino la seme-
janza —por ejemplo, la que existe entre todas las caras humanas-—,
he de postular la existencia de otro tipo de esquemas: los concep-
tos perceptivos universales. Son ellos los que me vuelven familiar
el mundo, ordenando su multiplicidad en conjuntos, grupos o ca-
tegorías.
Estos conceptos son funcionales. Los usamos, no los conoce-
mos. Son conceptos «vividos». Nadie puede agotar la informa-
ción perceptiva contenida en su concepto «perro» o «gato». El se-
dimento que su experiencia ha dejado forma un bloque de
información integrada cuya riqueza sólo se manifiesta al ejecutar
funciones de reconocimiento.
Los animales también poseen esta facultad de formar concep-
tos vividos. No me resisto a transcribir la graciosa descripción
que hizo Craig de la manera como una paloma usa su concepto
«nido»: «Cuando a una paloma, sexualmente madura pero inex-
perta, se le proporciona por primera vez un nido, no lo reconoce
a primera vista. Pero más tarde o más temprano lo prueba, al
igual que ha probado todos los demás lugares en busca de nido y,
en esta prueba, el nido le proporciona manifiestamente una
fuerte estimulación satisfactoria (el estímulo apetecido) que nin-
guna otra situación le había dado. En el nido, su actitud se hace
extrema: se abandona al “llamado del nido” (actividad consuma-
toria completa), volviéndose ora de un lado, ora del otro, en el
hueco, palpando la paja con las patas, las alas, el pecho, el cuello
y el pico, alborotándose en una abundancia de nuevos estímulos

48
exuberantes» (Craig: «Appetites and aversions as constituens of
instincts», Bil. Bull, n.? 34, 1918, pp. 91-107).
Dentro de un centenar de páginas, el lector asistirá a un
comportamiento semejante cuando el artista reconozca que su
obra se adecua a los vagorosos esquemas que sustentan sus «jui-
cios de gusto». Siente el «llamado de la obra», y se alborota de sa-
tisfacción con los estímulos que recibe su propia obra. Un ejem-
plo más prosaico: cuando vamos a comprar un sillón, nuestro
concepto vivido «sillón cómodo» necesita ejercitarse en acto.

La noción de esquema ha hecho furor en psicología. El lector


interesado encontrará en las Notas una breve historia de este
concepto. He de confesar que el término no me gusta, porque es
demasiado estático. Lo que llaman esquema es una matriz asimi-
ladora y productora de información. Es, efectivamente, un resu-
men o abreviatura proporcionado por la experiencia o innato,
pero la actividad es su principal carácter. Actúan como extracto-
res de información, posibilitan el reconocimiento y pueden gene-
ralizar un significado.
Según los etólogos, los animales nacen dotados con esquemas
de reconocimiento, que les permiten reconocer a amigos y ene-
migos, por ejemplo. Un conejo no tendría posibilidad de conocer
por propia experiencia sí el halcón puede ser un buen vecino.
Los estudios para desvelar el contenido de estos esquemas son
numerosos, convincentes y muy divertidos. Schleidt y Schleidt
han demostrado que una pava inexperta trata como enemigo a
todo lo que se mueve dentro de su nido, a menos que emita el
sonido específico de sus polluelos. El esquema actúa con una efi-
cacia que a veces puede ser asesina. Las pavas sordas no pueden
reconocer a sus hijos, pues no les llega su señal de identificación,
e inexorablemente las matan después de la incubación. En cam-
bio, las pavas con oído normal aceptan y crían cualquier animal
disecado, equipado con un pequeño altavoz que emita el sonido

49
correcto. Los macacos de seis semanas criados en jaulas aisladas
reaccionan con energía frente a imágenes de monos en actitud
amenazadora, lo que muestra que poseían información innata
para percibir la amenaza.
Los animales también pueden formar muevos esquemas. El
procedimiento más elemental y sorprendente es el llamado ¿im-
printing. Lorenz comprobó que una cría de ganso, recién salida
del huevo, si no encuentra a su madre, puede acomodarse de tal
forma al hombre, que lo sigue a todas partes, adoptando hacia él
las mismas actitudes que adopta hacia su madre. Estos esquemas
aprendidos tienen una generalidad difícil de explicar. «Los gan-
sos —escribe Lorenz— aprenden a seguir a “gansos” o a “seres hu-
manos”, pero sigue siendo todavía un enigma el estímulo parti-
cular que representa a cada uno de estos conceptos: el gansito
que ha aprendido a seguir al hombre se negará inequívocamente
a seguir a un ganso en lugar de un ser humano, pero no hará di-
ferencia entre una jovencita esbelta y un hombre viejo y gordo
con barba.»
Muchos experimentos demuestran que los animales cons-
truyen conceptos vividos, que les permiten reconocer generalida-
des. Los experimentos con chimpancés son espectaculares. Wa-
shoe, el chimpancé adiestrado por los Gardner, aprendió a
relacionar el término «abrir» —en el lenguaje de los sordomudos,
que utilizaron en su adiestramiento— con la apertura de la puerta
de su jaula. Con sorprendente rapidez trasladó el uso a otras si-
tuaciones análogas: para abrir el frigorífico, cajas, cajones, arma-
rios, bolsas, carteras, frascos con tapón a rosca y, en fin, para
abrir los grifos. La semejanza perceptiva entre estos actos es muy
escasa, por lo que parece necesario admitir que poseía un es-
quema abstracto. Algo así como el concepto vivido «abrir algo
que está cerrado». En su obra On Whales and Men, Robinson
cuenta una historia sobre orcas que parece sacada de las fantásti-
cas leyendas de los marineros. Según el autor, las capturas de una
flotilla de pesqueros, en la Antártida, se vio perjudicada por la
aparición de cientos de orcas que diezmaban los peces. Los pes-
cadores pidieron ayuda a una flotilla ballenera que operaba en
los alrededores. Uno de los balleneros mató a una orca con un
solo disparo de su cañón arponero. En menos de media hora

50
desaparecieron todas las demás en un espacio de 50 millas cua-
dradas alrededor de la flota ballenera, mientras que continuaban
molestando a los pesqueros. Los barcos de ambas flotillas eran
semejantes y sólo les distinguía el cañón arponero, que, al pare-
cer, las orcan habían aprendido a reconocer.
El niño nace dotado con muy pocos esquemas de asimilación
y reconocimiento. Ha de aprenderlo casi todo. Según Piaget, el
mundo del recién nacido es una vagorosa sucesión de cuadros
móviles, en los que todavía no sabe percibir objetos permanen-
tes. Posee unos pocos esquemas sensoriomotores, con los que
tiene que hacerse cargo de la realidad. Poco a poco va cons-
truyendo nuevos esquemas, que le permiten acomodarse mejor a
las cosas. Esta ampliación de los órganos para asimilar la realidad
y acomodarse a ella es incesante. La ciencia es una más de sus
manifestaciones.
Cuanto he contado hasta aquí puede atribuirse a la inteligen-
cia computacional. Los animales, y el hombre, pueden manejar
hábilmente la información. Pero hay una diferencia patente: el
animal se estanca, mientras que el niño avanza velozmente. La
tesis de este libro es que el niño aprende a controlar sus propias
actividades. No sólo construye esquemas automáticamente, sino
que puede manejarlos consciente y voluntariamente. Puede sus-
citar la información contenida en ellos, con independencia de su
función de reconocimiento. Su esquema perceptivo correspon-
diente a «perro» no se activa tan sólo cuando ve al animal, sino
que puede hacerse consciente «fuera del contexto perceptivo».
La inteligencia permite suscitar, controlar y dirigir la forma-
ción de significados perceptivos. Esta capacidad es aún muy pe-
queña. Los significados son esquivos y parecen escaparse de
nuestro control sin la ayuda del lenguaje. En el capítulo siguiente
contaré cómo el lenguaje perfecciona el dominio de la inteligen-
cia sobre los significados, incluidos los perceptivos. Las palabras
nos enseñan a mirar. Pero las palabras no hubieran sido posibles
sin esa originaria facultad de troquelar significados. Como último
eslabón en la cadena genealógica siempre encontramos una per-
cepción, el elemental acto de interpretar los estímulos.
La psicología contemporánea nos dice que percibir es dar sig-
nificado, percibir es reconocer, percibir es conceptualizar. La

51
teoría de la inteligencia debe mostrar que al hacerse inteligente
la percepción se aleja cada vez más del automatismo y la rutina.
Percibir es inventar posibilidades perceptivas.

Una forma de ampliar la mirada consiste en mejorar nuestra


capacidad de discriminación. El cardiólogo que ausculta a un pa-
ciente no tiene mayor agudeza auditiva que otra persona con
buen oído, pero percibe más información. Lo mismo le sucede al
ornitólogo, que aprende a distinguir, en la algarabía del bosque,
los lenguajes precisos de cada pájaro. Es sorprendente ver actuar
a un catador de vinos, que puede diferenciar matices que resul-
tan inaprensibles para el resto de los mortales.
Aprender a discriminar significa aprender a reconocer partes
del estímulo. Es necesario un enriquecimiento de los esquemas
perceptivos, que el ser humano puede dirigir. Oímos una lengua
desconocida como un flujo sonoro continuo, en el que no pode-
mos segmentar las palabras. Aprendemos a reconocerlas. Lo que
sabemos dirige nuestra percepción. Antes oíamos, pero no enten-
díamos. Captábamos el estímulo, pero no sabíamos extraer de él
la información necesaria.
Los animales también aprenden a discriminar. Consiguen
que resulten significativos estímulos que antes no lo eran. Los
adiestradores pueden conseguirlo con los sistemas clásicos de
condicionamiento. La diferencia estriba en que el hombre puede,
además, dirigir su aprendizaje perceptivo. El afinamiento de la
facultad perceptiva está dirigido por un proyecto, que define lo
que se quiere conseguir: discernir los distintos sonidos que pro-
duce el corazón. Dentro de esa totalidad confusa, la inteligencia
admite la pluralidad de matices, casi como un acto de fe. Cree en
los sonidos significativos antes de percibirlos. Comienza entonces
un proceso análogo al de la percepción normal: el sujeto ha de
aislar e identificar algún aspecto del fenómeno total. Un ritmo,
un sonido que destaca sobre un ruido de fondo, un ligero mur-

52
mullo tras la sístole. Al principio son configuraciones evanescen-
tes, que poco a poco se van reafirmando. Nombrarlas ayuda a su
consolidación. La inteligencia dirige los procesos de selección e
identificación y aprende a leer el estímulo.
A veces, su proyecto fuerza al hombre a desarrollar nuevas
técnicas perceptivas. Es bien conocido que los cantantes de
ópera tienen que aprender a escuchar su voz. No pueden fiarse
del oído —de lo que escuchan de su voz— porque esta percepción
cambia según lo escenarios, y no podría garantizar la estabilidad
del sonido. Los profesores de canto tienen que enseñar a sus
alumnos a relacionar las imágenes auditivas con sensaciones in-
ternas. Perciben su sonido gracias a informaciones no auditivas,
como la localización de las vibraciones más intensas, o los movi-
mientos musculares. Mientras no hayan adquirido esa habilidad,
«los alumnos serán absolutamente incapaces de valorar su propia
producción en cuanto se modifiquen las condiciones en las que
suelen cantar, por ejemplo, cuando cambie la acústica de la sala»
(Nicole Scotto di Carlo: «La voz en el canto», Mundo científico,
n.” 118, 1074).
Kellog ha informado que los ciegos pueden aprender a utilizar
emisiones de sonido como una especie de sonar que les permitía lo-
calizar objetos («Sonar system of the blind»: Science, n.* 137, 1962).
Para mi propósito lo interesante es que todas estas habilidades es-
tán dirigidas por el sujeto. Son percepciones inteligentes, porque
el sujeto dirige la extracción de información. El estímulo perma-
nece como «yacimiento» de información, que puede ser explotado
de diferentes maneras, con mayor o menor aprovechamiento.
Otra ampliación procucida por el juego de la facultad de ver es
la percepción de la falta. Entro en un bar y «veo que no está» la
persona que esperaba. No es una expresión puramente metafórica,
pues describe con exactitud una experiencia cotidiana. Siem-
pre anticipo información, estoy a la búsqueda. Desde lo que sé,
preveo lo que voy a ver, y si la percepción no corrobora mis ex-
pectativas siento una disonancia que interpreto como «experien-
cia de la falta». Advierta el lector que esta facultad de ver desde
el proyecto amplía notablemente el ámbito de la mirada, que se
convierte en juzgadora. Echa en falta. Es bien conocida la im-
portancia que Sartre dio a experiencias de este tipo en su sistema.

53
Para él suponía la introducción de la nada en el ser, gracias al
hombre. La experiencia no da para tanto. Puede explicarse advir-
tiendo que la irrealidad —la información elaborada por la inteli-
gencia— puede convertirse en referente con el que la realidad
percibida se compara. Estamos asistiendo a la transfiguración del
mirar, y estas ampliaciones de su función no deben extrañarnos.
La inteligencia también puede construir esquemas percepti-
vos que hagan aparecer nuevos significados sensibles. Salgamos
una vez más al jardín para intentar ver en esta ocasión su nega-
tivo. Percibo las cosas y también el vacío entre las cosas. Veo el
árbol, pero también puedo dirigir mi mirada hacia su hueco. Las
ramas dibujan un volumen en el aire. Los estímulos que percibo
me permiten ver las ramas y además las relaciones existentes en-
tre ellas. Delimitan el espacio habitado por los pájaros. Habito en
una casa, decimos; es decir, en el hueco vacío. Lo mismo les su-
cede a los pájaros. Entre las ramas de los árboles hay un espacio
habitable y habitado que puedo distinguir. Lo llamaré hue-
corama, para entendernos mejor. Cada árbol tiene el suyo propio.
El huecorama del cedro es despejado, configurado por gruesas la-
mas de aire, que se deslizan como bloques transparentes por la
airosa línea caediza de las ramas. El huecorama de la encina es
quebrado, estático e híspido. Las hojas de la encina no se mue-
ven nunca. No debe de ser una morada cómoda. Por el contra-
rio, el huecorama de los álamos es vibrátil, dinámico, continua-
mente transformado por la más ligera brisa y dulcemente
enverdecido por el reflejo de las hojas ágiles, plateadas, frescas y
luminosas. A los pájaros, por lo que sé, les gusta el huecorama de
los grandes cipreses, porque es amplio e íntimo. Sus acículas pre-
sentan al exterior una fachada tupida pero las ramas interiores
están peladas, dejando mucho espacio libre, sombreado y asubio,
un hogarama transitable y amplio en el que los pájaros suben y
bajan, chismorreando, con vuelos cortísimos, que son casi zanca-
das. Confieso mi predilección por el hogarama del sauce, con su
melena ofrecida al viento. Espero que con huecorama en su in-
tención mental, el lector acierte a ver el vaciado del árbol. Le
advierto que, tal vez, es lo que pretendió hacer Henry Moore
con sus esculturas horadadas: conocer el huecorama de las cosas.
Describir la transfiguración de la mirada resultaría tarea ima-

54
gotable. Las apariencias de las cosas son puestas en danza por el
juego perceptivo, y pierden su monotonía. Sólo me referiré a una
ampliación más de la mirada. Al hacerse inteligente se convierte en
creadora porque extrae más información, identifica nuevos aspec-
tos, inventa significados y, por último, reconoce parecidos lejanos.
Los esquemas perceptivos actúan reconociendo semejanzas:
árboles tan dispares como la sequoia y el peral son emparentados
por la percepción. Pero la mirada inteligente dilata un poco más
esta facultad de ver parecidos, con lo que comienza una deriva
imparable hacia semejanzas cada vez más insólitas. Aparece una
mirada metafórica, que no sólo es propia de los poetas, como
muestra la cantidad de parecidos físicos metafóricos guardados
en el lenguaje cotidiano: las patas de la mesa, la boca de la mina,
el ojal de la chaqueta, los colores chillones, un manto de agua,
los dientes de la sierra, la falda de la montaña, el puente de la
nariz, el globo ocular, la mata de pelo, la sierra de La Cabrera, la
mar montañosa.
Los escritores se han limitado a alejar cada yez más los pare-
cidos. Juegan más hábilmente a este juego. Leamos un popular
texto de Quevedo. «Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el
talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo, los ojos avecindados en
el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y
oscuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes.
Los brazos secos, las manos como un manojo de sarmientos cada
una. Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos
piernas largas y flacas.»
Es difícil decir hasta dónde llega la mirada, porque la sutura
con otras facultades es sutil. La inteligencia prolonga la mirada
hasta el concepto, para luego trocar la dádiva y hacer que el pen-
samiento preste a la mirada parte de sus trofeos. El reino de los
significados es universal. Rilke escribió poemas en los que pre-
tendía tan sólo contar lo que veía: los llamados «poemas-cosa».
Transcribo el dedicado a una pantera que gira imquieta en su
jaula del zoológico. ¿Hasta dónde llega la percepción? ¿Qué em-
pieza después?

Cansada del pasar de los barrotes,


su mirada ya no retiene nada.

55
Es igual que si hubiera mil barrotes,
y detrás de ellos no quedara mundo.

Su blando andar de fuertes pasos ágiles,


en círculos más cortos cada vez,
es danza de una fuerza en torno a un centro
donde, aturdido, se alza un gran deseo.

Sólo, a veces, se apartan las cortinas


de la pupila, sin ruido: una imagen
cruza la tensa calma de sus miembros,
y allá en su corazón deja de ser.

Don Nepomuceno Carlos de Cárdenas, decidido a dilatar las


facultades poéticas de sus esclavos, les mandaba tareas para hacer
en casa. Quería que vieran todas las cosas como el comienzo de
una historia porque opinaba, posiblemente con razón, que el
hombre poseía una facultad fabuladora que podía con facilidad
dispararse e inventar. En su hacienda había un manantial de
agua salada, que se llamaba, o él lo llamó, «la boca del mar».
Llegó a cartearse con el padre Feijoo para preguntar su opinión
sobre este extraño fenómeno. No necesitaba su respuesta como
ayuda en su tarea educativa, porque la explicación que dio a sus
discípulos negros era fruto típico de su propia cosecha. Llevó a
los alumnos más aventajados de su «Parnaso negro» al pie del
manantial salino, desde donde se divisaba el mar del Golfo de
Batabanó, y señalándoles las aguas incendiadas por el crepúsculo,
hizo que probaran el agua salada, y con voz solemne les dijo:
«Aquí nace el mar.» Fue una metáfora muy kantiana.
Le salieron alumnos avispados, según cuenta: «Todas las no-
ches acostumbro a tomar una copa de oporto antes de irme a
dormir, sentado en el balcón que da a poniente. Así me encon-
traba una noche cuando oí gran griterío en el poblado de mis
criados, que no dista más de doscientos metros de la casa princi-
pal. Cogí las dos pistolas que siempre tengo a punto en mi escri-
torio y salí para indagar lo que sucedía. En la plazuela que se
abre en medio de las cabañas encontré a hombres y mujeres en
gran excitación y con grande susto. Cuando se tranquilizaron

56
pude saber de lo ocurrido. Estaban sentados alrededor de un
fuego donde preparaban la cena, cuando uno de los criados, sin
duda siguiendo mis consejos, dijo que la hoguera parecía la len-
gua de un animal y que estaban todos dentro de su boca. La
noche era oscura, y tanto afán puso el narrador en convencerles
de su idea, que acabaron por sentirse en las fauces de un ser
desconocido. Quiso el azar que una ráfaga de viento, de las que
aquí se levantan con frecuencia, agitara las copas de los árbo-
les y tronchara alguna rama. Una mujer gritó: “¡Que se cierra
la boca!”, y la desbocada imaginación de los demás hizo el
resto.»
Me hubiera gustado formular a los esclavos de Cárdenas la
misma pregunta que a Rilke: ¿Qué es lo que habían visto real-
mente?

Tengo que responder a la pregunta que planteé al comienzo


del capítulo anterior. ¿Se puede ver una batalla? Desde luego.
Tan sólo necesitamos producir un concepto perceptivo adecuado
seleccionar e identificar unos rasgos— que sirva para reconocer
toda posible batalla. Tiene que permitirnos distinguir la batalla
de otras cosas cercanas: la pelea, la gresca, la escaramuza, la em-
boscada.
Podemos organizar los estímulos en esquemas cada vez más
amplios. Una vez más salimos al jardín. Veo una masa amarilla
en la que reconozco tajetes, pensamientos y rosas de India. Cada
tipo de flor tiene una tonalidad y una forma. Verbenas, geranios
y petunias forman una mancha roja. Hay un grupo azul com-
puesto de iris, hortensias y verónicas. Cada flor tiene su concepto
perceptivo propio. Las percibo, es decir, las identifico y reco-
nozco. Pero, todas juntas, forman el jardín. ¿Veo un jardín? ¿O el
jardín es una construcción conceptual no perceptiva? Cuando
atravieso la sierra de La Cabrera también veo flores y arbustos
pero no se me ocurre decir que veo un jardín. El jardín es un es-

57
pacio acotado, en que se cultivan plantas con una función deco-
rativa. Se distingue de la huerta porque los cultivos de ésta tie-
nen otra utilidad, y también de los campos silvestres, que no se
cultivan. Más borrosamente se diferencian de los parques por el
tamaño, y también de las jardineras de un balcón. Jardín es un
significado perceptivo, que utiliza rasgos no directamente per-
ceptivos —adorno, cultivado— pero que no puede separarse de la
percepción y alcanza en ella su cumplimiento.
No hay compartimientos estancos en la subjetividad humana.
Vemos desde lo que sabemos, percibimos desde el lenguaje, pen-
samos a partir de la percepción, sacamos inferencias de modelos
construidos sobre casos concretos. El mundo del significado es
un intercambiador general de información. No vemos sólo cosas,
sino conjuntos de cosas. Una manada de caballos o un rebaño de
ovejas son significados percibidos, organizados por una mirada
inteligente que tiene facultades constructoras.
No vemos sólo cosas, también vemos sucesos. No sólo vemos
movimientos, también percibimos conductas. No vivimos en un
mundo de objetos desvinculados, sin sucesos y acciones. No per-
cibimos un bulto moviéndose en la misma dirección que un
círculo, sino un niño jugando con un aro. Necesitamos, pues, te-
ner esquemas de asimilación y reconocimiento —conceptos per-
ceptivos— de sucesos. Vemos que una persona anda, corre, salta,
tropieza, resbala, se cae, se levanta, da una patada a la piedra
donde tropezó y se hace daño. Son esquemas narrativos que or-
ganizan una secuencia de información perceptiva. Nuestro
mundo se va constituyendo con estos significados.
Dos grandes psicólogos —Miller y Johnson-Laird— han admi-
tido en su obra Perception and Language que el hombre posee
algún mecanismo innato para reconocer la causalidad y las inten-
ciones de otras personas. Mencionaré este tema para que el lec-
tor compruebe que hay una manera nueva de estudiar los proble-
mas filosóficos.
Es bien sabido que Hume consideró que la causalidad era
una «creencia aprendida», mientras que Kant mantuvo que era
una categoría a priori, que no dependía de la experiencia. Suce-
día, precisamente, lo contrario, que la experiencia era confor-
mada por esa categoría. Michotte demostró, ayudándose de me-

58
dios cinematográficos, que cuando los objetos se mueven unos
con respecto a otros, dentro de ciertas condiciones definidas, ve-
mos la causalidad. Un objeto se mueve hacia otro, hace contacto
con él y el segundo comienza a moverse en la misma dirección:
vemos que un objeto empuja al otro. Esta experiencia podría es-
tar motivada por experiencias anteriores, por supuesto. Para pro-
bar si era así, Alan Leslie repitió los experimentos de Michotte
con niños de seis meses de edad. Su procedimiento medía las se-
ñales de sorpresa del niño, que se expresa mediante actitudes
perceptibles, desde la expresión de la cara hasta las modificacio-
nes del ritmo cardíaco y la presión sanguínea. Leslie presentaba a
los niños unas secuencias dinámicas que los adultos identificaban
como «causales». Después, introducía algunas «no causales», es
decir, en las que los movimientos sucedían sin seguir la secuen-
cia causal. El niño, al verlas, experimentaba un estremecimiento
de sorpresa. No esperaba ese comportamiento anómalo: lo nor-
mal era la causalidad. Para aliviar la exposición no voy a relatar
las variantes del experimento hechas para eliminar otras posibles
explicaciones, y me contentaré con transcribir el comentario de
Bruner: «El trabajo de Michotte y el de Leslie proporcionan ar-
gumentos sólidos para admitir la causalidad como “categoría
mental” en el sentido kantiano.»
Dejamos aquí el tema de la percepción, aunque no nos aban-
donará del todo. La percepción inteligente produce significados
que funcionan como conceptos perceptivos. La inteligencia
puede dirigir y controlar la formación de estos conceptos, y crear
con ellos muevas construcciones. Cuando la información percep-
tiva puede manejarse conscientemente en ausencia del estímulo,
alcanza un nuevo estatuto. Se interna con decisión en el campo
conceptual. Hemos entrado en el campo del significado y de él
no vamos a salir. Ya lo advertí. Sin embargo, la percepción con-
serva su singular prerrogativa. Sólo ella nos relaciona con la exis-
tencia. Por ello no podemos abandonarla.

59
IV. EL MUNDO Y EL LENGUAJE

Es difícil decir si el lenguaje es también una facultad animal


transfigurada o es una exclusiva humana. Los animales emiten
ruidos expresivos y parece indudable que transmiten mensajes.
Poseen esquemas de asimilación que les permiten agrupar los ob-
jetos. Es probable que algunos de sus gritos estén relacionados
con significados. Los monos velvet poseen, al parecer, un diccio-
nario de cuatro palabras para designar a los animales peligrosos.
Los pacientes investigadores que, a lo largo de dos décadas, han
enseñado a hablar a chimpancés nos proporcionan datos asom-
brosos. Parece que estos animales tienen suficiente poder com-
putacional para manejar el lenguaje con inesperada habilidad.
Washoe, el chimpancé de los Gardner, adiestrado con el lenguaje
americano de signos para sordomudos, llegó a utilizar las siguien-
tes frases ante una puerta cerrada: «Gimme key, more key, gimme
key more, open key, key open, open more, more open, key in,
please, open gimme key, in open help, help key in y open key help
hurry» («dame llave, más llave, dame llave más, abrir llave, llave
abrir, abrir más, más abrir, llave dentro, por favor, abrir dame
llave, dentro abrir ayuda, ayuda llave dentro, abrir llave ayuda
pronto»). Sarah, la chimpancé de los Premack, adiestrada para
comunicarse mediante signos de plástico, ha llegado a un grado
de sofisticación lingúística admirable, porque puede responder a
preguntas metalingúísticas, como «¿“Plátano” es el nombre de
manzana? (“Banana” name of apple?)» (Premack, D.: «Language
in chimpanzee», Science, n.” 172, 1971).
Es desconcertante que siendo capaces de tales habilidades,

60
los chimpancés, a lo largo de su larguísima evolución, no hayan
aprendido a hablar. Les falta, a mi juicio, el poder de autodetermi-
nación en que consiste la inteligencia. Carecen de la habilidad
para controlar sus propias actividades mentales, que necesitan ser
dirigidas por un adiestrador. Me sorprende el hecho de que nin-
gún animal sepa señalar o apuntar hacia una cosa. ¿Qué dificultad
hay en este gesto que el niño aprende a realizar a los pocos meses
de vida? Con su movimiento el niño establece una referencia co-
municativa a un objeto. Es una manera muy elemental de expresar
lo que en aquel momento le interesa y ocupa su conciencia. Da la
impresión de que el niño está deseando hablar.
Resulta difícil imaginar cuán desvalido y pobre nace el niño.
Arrancado o expulsado del oscuro y licuado seno maternal antes
de tiempo, ya que todo niño, aun normal, es prematuro, es intro-
ducido en un confuso y acaso doloroso caos de sensaciones,
cuando aún no posee más que una tercera parte de su capacidad
cerebral. Según Piaget, el recién nacido que vive en un mundo de
escenas móviles, donde las cosas no tienen aún consistencia, ha de
construirse a sí mismo y al mundo, lenta e incansablemente. Se
trata de una tarea dual y en paralelo. Piaget eligió para dos de sus
primeras obras títulos que podrían servirnos para designar las ca-
ras subjetiva y objetiva de estos dos procesos constituyentes: El na-
cimiento de la inteligencia y La construcción de lo real en el niño.
Antes de hablar, el niño ya forma significados, como he expli-
cado antes. Los conceptos perceptivos son el origen del lenguaje.
Vive ya entre cosas, en un pequeño mundo personal que va a ser
espectacularmente aumentado por la aparición del lenguaje.
El niño es un genio lingúístico, y su habilidad para aprender
es tan prodigiosa que Chomsky, Fodor y otros piensan que el
hombre nace sabiendo ya las estructuras básicas de un idioma
universal que el ambiente lingúístico completará y determinará.
Es, desde luego, asombroso que el niño, sumergido en el mundo
del hablar adulto, ruidoso, confuso, imperfecto y alborotado,
aprenda con tanta rapidez. Emite sus primeras expresiones lin-
gúísticas alrededor de su primer cumpleaños. Al año y medio usa
unas veinte palabras, casi todas correspondientes a cosas peque-
ñas que el niño puede manejar fácilmente. Su diminuto dicciona-
rio nos introduce en su mundo de juguetes, comida y zapatos, y

61
otras cosas manejables. No debemos, empero, engañarnos: esas
palabras no significan para el niño lo mismo que para el adulto.
Un caso curioso es el de las palabras «papá» y «mamá» que suelen
causar cierta expectación en los padres, deseosos de saber a quién
se dirige antes el niño. Los niños no siguen una regla fija y cual-
quiera de las dos palabras puede aparecer primero, pero ocurre
que no sabemos lo que el niño quiere decir con ellas. Según Ja-
kobson, para el niño la oposición papá-mamá no se basa en su
aspecto físico o en su sexo, sino en otras funciones. «Papá» se re-
fiere al progenitor que está presente y «mamá» se usa para pedir
que se satisfaga una necesidad, o para solicitar la presencia del
progenitor que puede satisfacer la necesidad. (Jakobson, R.:
«Why “mama” and “papa”r», en Selected Writings, Mouton, La
Haya, 1962, pp. 538-545.)
A los tres años el léxico infantil se acerca a las 900 palabras,
lo que es un salto de gigante. El significado de las palabras re-
sulta todavía enigmático. El niño sabe, por ejemplo, que la pala-
bra «pelota» se utiliza para designar la pelota, pero una vez que
posee la palabra cae en la tentación de aplicarla a otros objetos.
Imedadadze recoge ejemplos en los que el niño llama «pelota» a
cualquier juguete, a un rábano, o a las esferas de piedra que guar-
necen la entrada del parque. Dewey recoge la expresión «ball»,
dicha por un niño de quince meses, señalando la luna llena. Se
unen en este ejemplo los tres elementos del nombrar: el objeto
percibido, el gesto de apuntar y la aplicación del nombre. El
dedo que señala el objeto es una metáfora física de la intención
mental. La inteligencia tiende hacia el objeto y el dedo parece
prolongar esa tensión todavía débil.
Ni siquiera en este caso, en el que la palabra, la señal y el ob-
jeto son unidos por un acto, podemos estar seguros del signifi-
cado que el niño piensa. ¿Indica que «pelota» se refiere a todas
las cosas redondas —comenta Katherin Nelson, una experta en
estos temas—, o más bien que la luna se parece a una pelota? ¿O
quizá que le gustaría jugar con la pelota-luna? El niño nos ha te-
nido que adivinar y ahora, cuando comienza a hablar, somos no-
sotros los que tenemos que adivinarle a él. Sobre todo, cuando
usa lo que técnicamente se llaman expresiones «holofrásticas»,
frases de una sola palabra, con las que el niño cree tal vez que

62
expresa perfectamente todo lo que piensa. Es posible que nos
considere bastante torpes al comprobar que no entendemos lo
que nos comunica de manera tan clara.

Mediante el lenguaje, la madre enseña al niño los planos se-


mánticos del mundo que tiene que construir. La realidad en bruto
no es habitable: es preciso darle significados, segmentarla, divi-
dirla en estancias y construir pasillos y relaciones para ir de una a
otra. Es el niño quien ha de construirse su morada irremediable-
mente, puesto que necesita apropiarse por sí mismo la realidad,
pero sería un gran incordio que tuviera que inventar la arquitec-
tura. Desde que nace comienza su incansable edificación de la fá-
brica del Mundo. No necesita del lenguaje para proferir significa-
dos, ni siquiera para pensar. Sin embargo, el lenguaje supondrá un
gran salto hacia adelante, porque gracias a él no dependerá tan
sólo de su experiencia, sino que podrá aprovechar la experiencia
de los demás. El larguísimo aprendizaje que el género humano
tardó en adquirir miles de años, va a asimilarlo el niño en pocos
meses. Se supone que el ser humano estuvo en condiciones físicas
de hablar hace ciento cincuenta mil años. En tan largo período,
los balbuceos iniciales se convirtieron en un hablar estable y la pa-
labra cambió el régimen mental de sus autores.
En el lenguaje no se transmite sólo el modo de interpretar el
mundo de una cultura, sino, sobre todo, la experiencia ancestral que
el hombre ha adquirido sobre sí mismo. La gran epopeya de la inteli-
gencia, la historia de su liberación del estímulo, el reconocimiento de
las actividades propias, la habilidad para dominarlas cada vez con
mayor perfección, el aprender a volver reflexivamente la mirada, la
destreza para inventar planes y anticipar el futuro, todas las aventuras
y dramas de la humanización están reflejadas en el lenguaje, transmi-
tidas por el lenguaje, hechas posible por el lenguaje.
Para recibir esos planos, el niño tiene que producir significa-
dos por su cuenta, ya que necesita suscitar en su conciencia una

63
información que se asemeje a lo que cree que el sonido que escu-
cha significa. El bebé es crédulo y adivino. Crédulo porque ad-
mite sin reticencias que lo que su madre dice tiene un signifi-
cado, aunque todavía no lo entienda. Esta creencia, a la que
podríamos llamar el a priori de la significación, ha de ser innata,
porque ¿cómo podríamos explicar al niño que lo que le decimos
debe aprenderlo, comprenderlo y usarlo? Necesitaríamos de un
lenguaje para enseñar el lenguaje, y así llegaríamos al infinito.
Es adivino, porque hace falta serlo para entender lo que un
adulto dice. En efecto, a los adultos mos parece que una defini-
ción ostensiva es un método pedagógico claro. Si señalo un vaso
que hay sobre la mesa y digo «vaso», ya he pegado la etiqueta lé-
xica al objeto y el niño sólo tiene que agarrar el conjunto. Objeto
y palabra quedan ya emparejados para siempre. Vamos a poner-
nos en el caso del niño para percatarnos de su genialidad. Visito
una tribu desconocida, sin intérprete, y uno de sus miembros se
encarga de enseñarme su lenguaje. Poco más o menos, en un es-
tado semejante de indefensión se encuentra el bebé. Mientras el
indígena y yo paseamos por los alrededores del poblado, espanta-
mos a un conejo que se escabulle veloz entre los matorrales. El
buen salvaje señala al conejo y grita algo confuso que yo en-
tiendo como «gnuka», pongamos por caso. ¿Qué ha querido de-
cir? ¿De qué ha hecho la definición ostensiva? Tengo que adivi-
nar que ese ruido, que por de pronto supongo que tiene un
significado, y que no es un eructo, un taco o una expresión auto-
mática de sorpresa, significa cualquiera de estas cosas: conejo, lo
hemos espantado, corre, ¡qué divertido!, está asustado, animal,
comestible, me lo comería ahora mismo, ser vivo, color gris, piel
buena para hacerse un sombrero, regalo de los dioses, pequeño
dios de las llanuras secas, o, simplemente ¡mira! Supongo que
significa «conejo», de manera que cuando al volver al poblado
veo que están preparando un conejo para guisarlo, digo muy
ufano «gnuka». Mi profesor se ríe a carcajadas y niega con la ca-
beza. ¿Qué quiere decir con ese gesto? Se me ocurren varias posi-
bilidades: he pronunciado mal la palabra, y eso le divierte, he
pronunciado bien la palabra y eso le sorprende, «gnuka» no sig-
nifica conejo, o, tal vez significa conejo vivo, pero no conejo
muerto. Tal vez todos los animales reciben otro nombre mientras

64
están siendo guisados. Pues bien, esta endiablada operación de
adivinar, hacer hipótesis, comprobarlas, corregirlas, es la que el
niño realiza con increíble soltura a partir de su primer año de
vida. Hay muchas razones para que los adultos sintamos com-
plejo de inferioridad.
Aprender el lenguaje es una situación emocionante. Con la
ayuda de la madre, que en los estudios psicolingúísticos es la fi-
gura de quien enseña el lenguaje, el niño trasiega a su interior,
con el cubito de juguete de las palabras, la realidad inagotable.
La descripción científica de este maravilloso proceso puede verse
en Piaget, Vigotsky, Bruner, Nelson, Dale, McNamara, Hernán-
dez Pina o cualquiera de los expertos en lenguaje infantil. Pero la
ciencia se propone aclarar las cosas, y aclararlas significa dejar
que se perciba su bella luminosidad.
El astrónomo no debe cantar las glorias de la creación, sino
buscar las leyes que rigen el girar de los astros, pero no estaría de
más que nos comunicara, junto a la fórmula, la exaltación que le
ha producido conocer la ajustada, limpia y precisa música de las
esferas celestiales. A mí, al menos, no me importa, en este mo-
mento de la exposición, llamar en mi ayuda al Rilke que escribió
la «Tercera elegía». También él asiste asombrado al fascinante es-
pectáculo del aprendizaje de las palabras. Recuerda a una madre
—que tal vez ya olvidó que fue transmisora no sólo de la vida,
sino también de las palabras y sus significados— cómo «inclinaste
sobre los ojos nuevos el mundo amigo, apartando el extraño».

¿Dónde, ay, quedaron los años cuando tú, sencilla,


con tu figura esbelta atajabas el caos bullente”

Este «caos bullente» que es, para el niño, el mundo de la ex-


periencia, va haciéndose familiar al adquirir un nombre y, sobre
todo, al descubrir que la madre posee los nombres que identifi-
can las cosas y las hacen manejables.

Nunca un crujido que no explicases sonriendo,


como si hace mucho tiempo supieras cuando el entarimado
[se porta así.
Y escuchaba y se calmaba.

65
Esta larga faena de contar al niño el mundo y decirle que la
vaca hace «mu» y que la oscuridad no es nada y que el árbol se
llama árbol y que los niños no deben tirar la comida y que mamá
le quiere mucho, hace posible que el niño vaya colocando en su
sitio las vacas, los mugidos, y el querer y el árbol y la comida y
todo lo demás, y después de realizada la tarea de organizar la des-
concertante variedad de las cosas, el niño queda tranquilo y satis-
fecho,

aliviado, bajo párpados


soñolientos disolviendo la dulzura de tu leve modo
de dar forma a todo.

El léxico es, pues, el mapa del Mundo que el niño va a he-


redar. La madre, durante las largas horas de conversación que
mantiene con su hijo, le enseña a mirar el mundo. Es sorpren-
dente la habilidad con que los bebés de dos meses siguen la mi-
rada de sus madres para ver lo que ellas ven. Hay un claro inte-
rés por apropiarse del mundo de los otros. Los experimentos de
Campos y Stenberg han demostrado que el niño intenta ajustar
sus sentimientos a los sentimientos que observa en su madre,
como si ella fuera la definitiva intérprete de la realidad. Los in-
vestigadores instruían a la madre para que mostrara determina-
das emociones cuando un coche de juguete dirigido por radio
entraba en la habitación. Comprobaron que los niños alteraban
su expresión emocional para ajustarla a la de su madre. Por
ejemplo, si ella parece alarmada, el bebé cambia rápidamente su
expresión divertida por otra asustada ante la aparición del
coche.
Cada cultura ha segmentado la realidad de manera diferente.
Para decirlo de manera más técnica, ha inventado distintos es-
quemas de asimilación, a los que ha dado nombre. El léxico de

66
una lengua es el inventario de los significados importantes para un
grupo social, que por ello los ha guardado a lo largo de la historia.
Los lingiiistas han estudiado con detenimiento el léxico de los co-
lores en cada lengua, porque es un tema donde las comparaciones
son sencillas, y permiten ver las diferencias. Hay idiomas como el
«bassa», que sólo tiene dos palabras para ordenar todos los colores:
«hu» y «ziza». Más cerca de nosotros, parece que el latín segmentó
los colores de forma diferente de la que empleamos sus herederos.
Aulo Gellio, escritor romano del siglo 11 d. de C., nos dio en su
obra Noctes atticae una serie de definiciones de colores que nos re-
sulta difícil comprender. Por ejemplo, el campo semántico que va
del amarillo al rojo está representado por un conjunto de palabras
que causa perplejidad: rufus, xanthos, kirros, flavus, fulvus. Para
aclarar los significados expone los casos en que se usa cada pala-
bra, con lo que consigue confundirnos del todo. Rufus (¿rojo?) es
el color del fuego, la sangre, el oro y el azafrán. Dice que xanthos,
que quiere decir «de color del oro», es una variedad del rojo, lo
mismo que kirros, que sería un amarillo naranja. Ffavus es también
una variante del rojo, asociado al oro, al grano en sazón y al agua
del río Tíber, pero, para rematar este enredo, lo usa también para
designar una mezcla de rojo, verde y blanco, y lo asocia al color del
mar y a las ramas del olivo. Por último, fulvus, el color normal de
la cabellera del león, Aulo Gelio lo aplica también al águila, al to-
pacio, a la arena y al oro (Eco: La estructura ausente, Lumen, Bar-
celona, 1986).
¿Qué extrañas propensiones indujeron al latino a ordenar los
colores de una manera que nos parece tan extravagante? Á noso-
tros sólo nos interesa dejar constancia de que mirar es una activi-
dad troqueladora, contundente, y no un sumiso reflejo especular
de la realidad. Las distintas lenguas ven lo que ocurre de distinta
manera. Una piedra cae, y cae igual para todos. En castellano, el
modo de expresar lingúísticamente ese suceso exige un artículo
determinado, un sustantivo y un verbo: la piedra cae. Un ruso
podría preguntarse por qué hay que poner un marcador definido
o indefinido, cuando basta con decir piedra cae. En latín suce-
día lo mismo. Un indio kwakiutl echará en falta que no exprese-
mos, como hacen ellos en su lengua, si el hablante veía o no veía
la piedra en el momento en que hablaba, y si estaba lejos

67
o cerca. Los chinos describirán la acción de forma extremada-
mente económica: piedra caer.
A pesar de las diferencias, todas las lenguas mencionadas ad-
miten la distinción entre «piedra» y «caer». Separamos el objeto y
el movimiento. No ocurre lo mismo en otros casos. Los hablan-
tes de nootka, un idioma de la isla de Vancouver, expresarían la
acción de otra manera. Usarían dos elementos lingúísticos: uno
serviría para indicar el movimiento de la piedra que es distinto
al de otras realidades. En el viviente sería «vivir», en el árbol
«arbolear», en la piedra «piedrear». El segundo elemento indica-
ría la dirección. La frase la piedra cae se convertiría en piedrea
hacia abajo.
El lenguaje tiene muchas funciones: comunicativa, expresiva,
imperativa y otras más. Pero se olvida con frecuencia que el lé-
xico tiene una finalidad analizadora. Ha colaborado a la discri-
minación de las experiencias. La riqueza léxica no es un adorno
cultural, sino una herramienta de análisis de la realidad que con-
tiene el esforzado trabajo de discernimiento realizado por los ha-
blantes a lo largo de la historia. Elogiar una cosa diciendo que
«es guay» no es una simpleza expresiva, sino, a la larga, un de-
fecto de categorización: la impotencia para distinguir la razón de
nuestro contento. Para comprobar la eficacia analizadora del len-
guaje hemos estudiado el campo semántico de los sentimientos
en castellano. Según nuestro inventario hay unas 900 raíces rela-
cionadas con el mundo afectivo. Es sorprendente la sutileza con
que el lenguaje analiza las emociones. Por ejemplo, según los ex-
pertos es muy posible que poseamos esquemas innatos para reco-
nocer la expresión de «furia», que es una de las emociones más
claramente definidas. En los diccionarios encontramos un análi-
sis más sutil que en los libros de psicología. Hay una nutrida fa-
milia de palabras que analizan este sentimiento. Ira, cólera, furia,
furor, son muy semejantes, pero «furor» enlaza con la locura,
mientras que «furia» enlaza con el arrojo y la valentía. Cuando
decimos «esa moda hizo furor» no queremos decir que nos enco-
lerizara a todos, sino que perdimos la cabeza por ella. Si alaba-
mos «la furia española» es porque no la confundimos con un ata-
que de ira. Pero el lenguaje hila más fino aún, y distingue
distintos tipos de enfado, atendiendo a su causa. Sentimos «des-

68
pecho» por un desengaño, «indignación» por un hecho injusto,
«berrinche» por un hecho trivial que nos irrita de forma desme-
dida. Á esta capacidad que tiene el lenguaje de ayudarnos a ver
las cosas me refería al decir que una palabra perdida puede ser
un acceso a la realidad perdido.

He mantenido que el lenguaje nos ayuda a crear significados


libres, y parece que me refuto a mí mismo con lo que acabo de
decir, puesto que el lenguaje determina nuestro modo de ver la
realidad. ¿Tendré que desdecirme? Una larga tradición sostiene
que nuestra lengua es nuestra cárcel. Sólo podemos pensar lo que
ella nos permite pensar. Ni siquiera podemos conocer los signifi-
cados de las palabras de otro idioma. En un diálogo acongojante,
Heidegger se lamenta de que, a pesar de mantener largas conver-
saciones con su discípulo el conde japonés Shuzo Kuki, que ha-
blaba excepcionalmente bien el alemán, el francés y el inglés, no
pudo llegar a conocer el significado de la palabra «iki». Ésta es la
razón que daba el filósofo: «El habla es la casa del Ser. Si el hom-
bre vive por su habla, en el requerimiento del Ser, entonces los
europeos vivimos presumiblemente en una casa muy distinta a la
del hombre del Extremo Oriente. Y un diálogo de casa a casa es,
pues, imposible» (Heidegger: De camino al habla, Ediciones del
Serbal, Barcelona, 1979).
Pensando de esta manera, lo que no entiendo es por qué Hei-
degger tenía que irse tan lejos. Lo incomprensible podía tenerlo
literalmente en la casa de al lado. Como contaré más tarde, los
seres humanos unificamos grandes bloques de información, en
los que mezclamos imágenes, valores, ecos y voces, y a ese abiga-
rrado conjunto lo designamos con una palabra. ¿Puedo saber lo
que alguien quiere decir cuando dice que me quiere? El Mundo
de los demás, su peculiar modo de poseer la realidad, está para
mí tan lejos como la realidad misma, y tengo que conocerlo de la
misma manera: haciendo hipótesis y comprobándolas. El len-

69
guaje no es cárcel, sino apeadero en el que me apoyo para produ-
cir los significados correspondientes. Por debajo del lenguaje está
el mundo de la experiencia, de los más elementales modos de
producir significados, y lo que nos cuesta reconstruir es el enma-
rañado mundo de las experiencias personales o culturales.

Hasta aquí he hablado del lenguaje como plano de construc-


ción del Mundo, intercambio con biografías próximas y herencia
de biografías remotas. He cargado el acento en el lado objetivo,
pues era la fábrica del Mundo la que iba emergiendo con la
ayuda del habla.
Tenemos que cambiar la dirección de la mirada, para com-
probar que el lenguaje, además de permitir al sujeto construir el
Mundo, le permite tomar posesión de sí mismo. Ahora es la sub-
jetividad misma la que veremos emerger del lenguaje. Éste fue el
descubrimiento de un genio fugaz: Vigotsky, un psicólogo ruso
que murió a los treinta y tantos años víctima de una tuberculosis
galopante, dejando un grupo de discípulos llenos de devoción y
talento, que envolvieron la figura del maestro en un halo legen-
dario, como hicieron con Sócrates sus seguidores.
En su opinión, el lenguaje reestructura todas las funciones
mentales. La madre no sólo introduce orden en el mundo obje-
tivo, sino también en la subjetividad sin sujeto del niño. Le
ayuda a convertirse en autor, en vez de ser un conjunto de ocu-
rrencias apócrifas. Ya no se trata sólo de transmitirle informa-
ción heredada, sino de transformar su modo de manejar esa in-
formación. Va a tener lugar el gran empujón que liberará al niño
del estímulo, reorganizando su atención y enseñándole a domi-
nar sus ocurrencias, en un maravilloso proceso educativo en que
el niño aprende a ser inteligente, o lo que es igual, a ser libre. La
capacidad de suscitar, dirigir y controlar los acontecimientos
mentales —lo que he llamado inteligencia humana— surge en si-
tuación social, fuera de la cual era tan sólo una «propiedad vir-

70
tual». De ahí la radical integración de los demás hombres en la
textura de mi propio ser personal. La radical menesterosidad del
ser humano, su inevitable condición de prematuramente nacido,
exige elaborar una nueva noción de persona, en la que los demás
hombres tienen una función catalizadora. Sólo la presencia del
otro permite al niño adueñarse de sus actos y actualizar su posibi-
lidad fundamental, que es ser inteligente y libre. Los casos de ni-
ños criados fuera del contacto con los hombres, como los niños
lobos, lo confirman: privados de esa herramienta de humaniza-
ción, el niño se retrotrae a un estadio evolutivo lejanísimo,
cuando la humanidad era un mero balbuceo.
El lenguaje, que comienza siendo un medio de comunicación
con los demás, se convierte en un medio para que el niño se co-
munique consigo mismo, sirviéndole para regular sus acciones.
Esta función reguladora, de enorme importancia para la cons-
trucción de la inteligencia, tiene raíces biológicas. El lenguaje
despierta el reflejo de orientación en el bebé, que aprende a su-
bordinar su acción al estímulo verbal procedente del adulto.
Desde que nace, el niño está sensibilizado al lenguaje, y por ello,
el habla del adulto, un sonido que no entiende, atrae su aten-
ción. Usando ampliamente las licencias poéticas me atreveré a
decir que el lenguaje resuena en él como la ausente voz de su
propia conciencia. Ordeli demostró que cuando la madre co-
mienza a decir algo, el niño deja de mamar. Hay una expectativa
anhelante del significado. El niño nace esperando el lenguaje,
que, por ello, provoca un reflejo de orientación inespecífico: la
voz de alerta de la humanización. El niño nace esperando el len-
guaje. Éste sería uno de sus esquemas innatos. Cuando posterior-
mente la madre enseña al niño la referencia de una palabra a un
objeto, el reflejo de orientación adquiere un carácter específico.
El bebé, que ya sentía interés por el objeto que su madre con-
templaba y por ello seguía su mirada, empieza a atender también
su gesto de indicación, y por último se apropia de ese objeto,
adornado ahora con un aura maternal que es el ruido confuso
con que la voz de la madre lo ha envuelto.
Aparece entonces uno de los comportamientos más paradóji-
cos del ser humano. El niño aprende su libertad obedeciendo la
voz de la madre. Para decirlo con engolamiento técnico, la hete-

dl
ronomía es paso obligado para llegar a la autonomía. Lo que lla-
mamos voluntad adviene al niño desde fuera. Al principio, el
bebé atiende a las órdenes de la madre que suelen ser llamadas
de atención. La madre enhebra su palabra en la inestable aten-
ción del niño con una habilidad de costurera experta. El niño se
suelta, y ella le enlaza de nuevo. La atención infantil es todavía
precaria y resulta perturbada por cualquier otro estímulo. Por
ejemplo, si al escuchar la voz el niño está realizando una acción,
la inercia de lo que hace es demasiado fuerte y le impide cumplir
la indicación verbal. Poco a poco aprende a ser un ejecutor más
hábil de las instrucciones maternas. A los dos años o dos años y
medio la eficacia de la palabra es aún débil y el niño necesita que
una indicación verbal esté apoyada perceptivamente. Necesita
ver lo que tiene que hacer. A los tres años ha avanzado un poco
más en el dominio de su comportamiento y puede someterse a
una instrucción verbal pura, aunque surgen todavía problemas si
la instrucción verbal entra en conflicto con la percepción visual.
Las cosas que ve resultan demasiado poderosas, y sólo unos me-
ses después, precisamente cuando maduran las estructuras de los
lóbulos frontales, el niño puede regular plenamente sus movi-
mientos atendiendo a instrucciones verbales.
El niño aprende así a unificar su conducta, a dirigir y contro-
lar sus comportamientos de acuerdo con las órdenes transmitidas
por el lenguaje. Se convierte en un Yo ejecutor. Le falta dar el
último salto, que le convertirá en autor de su propio papel, y en
este tránsito también le ayudará el lenguaje. El niño aprende a
hablar y a darse Órdenes a sí mismo. Me gustaría decir que «inte-
rioriza la voz de la madre» y lo haría si no temiera que se buscase
en esta frase un significado psicoanalítico.
El proceso de interiorización pasa por un período en que, ha-
blando metafóricamente, el niño es una persona compartida. Es
actor de sus actos, pero la iniciativa procede de la madre. El acto
voluntario es también compartido. La madre manda y el niño
obedece. Su gran proeza educativa consiste en convertir al niño
en autor y hacerle tomar iniciativas. Se trata de inducir en el
niño la autodeterminación consciente, y esto sucede en un admi-
rable proceso de colaboración mutua. Se ha estudiado el compor-
tamiento y las interacciones entre madre e hijo cuando realizan

72
una tarea común, como hacer un rompecabezas o montar un
juego de piezas. A los dos años y medio la interacción se inte-
rrumpe constantemente porque el niño parece categorizar los ob-
jetos de la tarea de modo peculiar, que no casa con el de su ma-
dre. Hay que tener en cuenta los gigantescos problemas que
plantea la comprensión de las palabras. El niño, que las aprende
en un contexto, tiene que saber sacarlas de él, para poder utili-
zarlas en otro contexto diferente. Realiza, sin duda, una pasmosa
hazaña cuando aprende a invertir los pronombres personales y a
entender «yo» cuando la madre dice «tú». Salir de su mundo pri-
vado le es costoso, pero a los tres años y medio estos problemas
están resueltos. El niño y la madre colaboran en la misma ac-
ción. Con una sabiduría educativa prodigiosamente sutil y eficaz,
que todos deberíamos copiar a todos los niveles, poco a poco la
madre va dejando al niño el control de la acción. Wertsch, Mi-
nick y Arms han estudiado el modo como llevan a cabo esta tarea
independizadora madres de distintos niveles educativos. Las que
pertenecían a grupos sociales poco escolarizados delegaban con
más dificultad la dirección de la actividad. Consideraban que lo
importante era que el trabajo se hiciera, y no que el niño apren-
diera a hacerlo. Es posible que la noción de independencia y li-
bertad, incluso a este nivel tan elemental y poco teórico, exija
cierta elaboración reflexiva que la educación puede favorecer
(«The creation of context in joint problem solving», en Rogoff y
Lave, comps.: Everyday Cognition: Its Development in Social
Context, Harvard University Press, Cambridge, 1984).
Al aumentar su destreza lingúística, el niño comienza a ha-
blarse a sí mismo y aparece ese fenómeno enigmático que es el
habla interior. Comenzamos a hablarnos a nosotros mismos y ya
no paramos. El niño comienza hablándose en voz alta, acompa-
ñando la acción con la palabra y repitiendo, desde su propia
perspectiva, las indicaciones que su madre le dirige. Los comen-
tarios que el niño se hace le sirven para dirigir la acción, fijar la
atención, expresar sus dificultades, darse ánimo o hacerse adver-
tencias. Comienza a emerger un Yo ejecutivo, autor, director,
controlador, poético, o como quiera llamársele, que introduce
orden en sus propias ocurrencias.
Es difícil explicar este monólogo con el que el niño parece

73
tomar conciencia de lo que hace y controlar mejor su comporta-
miento. Los especialistas han distinguido nueve tipos en los co-
mentarios con que el niño apostilla su acción, que reseño para
que el lector comprenda mi extrañeza ante tal comportamiento:
1) comenta el inicio de la acción, con frases como «ya em-
piezo»; 2) al continuarla o al cambiar de operación, cree necesa-
rio advertírselo: «ahora esto»; 3) algo semejante hace al termi-
nar: «ya está», 4) y también para subrayar la acción y sus
incidencias: «a...sí» (marcando el ritmo en la acción) «toum»
(onomatopeya de una construcción que se derrumba); 5) mani-
fiesta sorpresa O incertidumbre «oh», «¿y ahora qué»; 6) nom-
bra los objetos o las características o los cuenta en voz alta:
«éste» «rojo», «uno... dos... tres...» 7) resulta muy interesante
que planee lo que va a hacer: «el rojo aquí...»; 8) algunos co-
mentarios sirven para animarse a sí mismo, o lamentarse, y a
éstos, por último, hay que añadir otros comentarios que no
parecen tener más finalidad que disfrutar hablando o cantu-
rreando. (Diaz, R. D.: «The union of thought language in chil-
dren's private speech. Recent empirical evidence for Vigotski's
theory», texto presentado en el Congreso Internacional de Psi-
cología, Acapulco, México, 1984; Siguán, M.: «El lenguaje in-
terior», en Actualidad de Lev S. Vigotski, Anthropos, Barce-
lona, 1987.)
Aunque el niño culmina la interiorización del lenguaje ha-
blándose en silencio, vuelve a hablarse en voz alta cada vez que
la tarea le plantea problemas especialmente difíciles, comporta-
miento que conservamos todavía los adultos. Lo que no desapa-
rece ya es el diálogo interior del hombre consigo mismo. ¿Por
qué ese interés en contarse lo ya sabido? ¿Cómo ayuda el len-
guaje a la acción? El hombre ha reconocido siempre que en su
conciencia resonaban voces, lo que le inducía a pensar en mis-
teriosos desdoblamientos. A veces se trataba de una voz exterior
que le susurraba palabras al oído, y que llamó inspiración. En
otras ocasiones, sus deberes emergían como voz de la concien-
cia y, siempre, se descubrió protagonizando un diálogo consigo
mismo, en especial cuando la dirección de su conducta se pre-
sentaba problemática. ¿Qué papel juega el lenguaje en este ex-
traño debate con uno mismo, que parece a la vez real y fantas-

74
mal” ¿Quién discute con quién? ¿Es, acaso, todo el fenómeno un
espejismo creado por el lenguaje?

Sólo puedo contestar estas preguntas si analizo cuidadosa-


mente las relaciones entre el lenguaje, la acción y la conciencia.
Salir al jardín se está haciendo habitual en este libro. De
nuevo paseo eritre los bancales floridos y me atraen los intensos
colores de unas flores menudas. Nacen en corimbos, de unas plan-
tas pequeñas, de hojas largas y minuciosamente recortadas, verde
oscuro. Las flores son rojas, azules, rosas, con fuertes tonalidades
y una corola blanca central. Las miro cuidadosamente, para cap-
tar toda la información perceptiva que me ofrecen. Brillan ale-
gremente al sol de la mañana. Me digo a mí mismo: «Son verbe-
nas», y me parece que al pronunciar el nombre+mi relación con
la flor experimenta un cambio. ¿Ocurre algo nuevo al pronunciar
el nombre de un objeto? ¿De dónde procede la impresión de que
mediante el lenguaje poseo de otra manera lo percibido?
Lo que aparece no es una nueva información, sino una nueva
manera de manejar la información. Mi conocimiento de la flor
no ha aumentado: sigue frente a mí, ofrecida mansamente a mi
mirada. Al proferir la palabra modifico la información percep-
tiva de tal manera que puedo manejarla con enorme soltura.
Mientras que la presencia de la verbena va a acabarse en cuanto
prosiga mi paseo, y su recuerdo se hará tal vez borroso, la palabra
que la designa, y que representa la confusa memoria de verbenas
que guardo en el recuerdo, es dócil a mi voluntad. Puedo pensar
en verbenas y hablar de verbenas cuando quiera, y este dominio
concede una nueva ciudadanía al objeto visto: ahora pertenece al
reino de la información lingúística, que puedo manejar con gran
libertad. La verbena hablada es más dócil que la verbena per-
cibida.
El lenguaje me proporciona otra ventaja, ya que puedo in-
cluir la verbena dentro del mapa lingúístico de la realidad que

75
poseo y que he ido configurando con las informaciones recibidas
a través del lenguaje, que son muchas. Á veces esta discrepancia
entre los conocimientos empalabrados y los percibidos provoca
situaciones graciosas. Cuentan que Rubén Darío preguntó en una
ocasión cómo se llamaban unas flores cuya apariencia le había
sorprendido. Son nenúfares, le dijeron. «¡Ah! —respondió—, ¿de
modo que ésta es la flor que tanto uso en mis poemas?»
Otra característica que la flor ha adquirido al ser nombrada
es un nuevo modo de objetividad. Lo que he dicho acerca de ella
me pertenece y, al mismo tiempo, se independiza de mí, y se
convierte en una expresión verdadera o falsa. No hay posible en-
gaño en lo que estoy viendo: la singular brillantez de estas lumi-
nosas chispas vegetales. En cambio, sí puedo equivocarme al lla-
marlas verbenas. Resulta que, al identificarlas, me sirvo de una
herramienta intersubjetiva, que es la palabra. Parece que soy yo
quien la profiero, pero es la comunidad quien la escucha. Y de
ella puedo recibir conformidad o repulsa. Al introducir el objeto
en los circuitos del lenguaje, lo integro en un territorio de pro-
piedad mancomunada, lo que me permite, entre otras cosas, co-
municar a otros lo que he visto.
Experimento esta variedad de operaciones como un dominio
sobre el objeto. Me he dirigido hacia él, y al colocar la palabra
como una bandera, en la que está toda mi memoria lingúística,
he tomado posesión de él, como los alpinistas de una cima. Lo
convierto en mío, porque puedo manejarlo. Y, al hacerlo, el
mismo objeto adquiere una nueva objetividad —personal y comu-
nicativa— de la que soy consciente. Pues bien, lo mismo que su-
cede con la verbena, sucede con el «Yo». Es posible que, como
decía Kant, la percepción de la propia subjetividad acompañe to-
das las experiencias, pero es un conocimiento no tematizado,
sino simplemente vivido. Lo que recibe el niño al aprender el
lenguaje es la posibilidad de hacer objetiva, pensable, esa realidad
esquiva que se llama «Yo». Lo que era un mudo acompañante de
toda la vida consciente, es traído a primer plano por el pronom-
bre. El niño comienza a reconocerse como origen de sus actos y
adquiere con ello una habilidad nueva para manejar la informa-
ción que sobre sí mismo ya poseía o que a partir de ahora adqui-
rirá. Como han señalado los lingúistas, el «yo» está en el centro

76
del campo lingúístico, y toda frase podría ir precedida de un «yo
digo que».
De esta manera, el lenguaje sirve como analizador, para que
el niño se descubra como origen de sus acciones, y pueda mante-
ner este punto cero de sus actos como objeto consciente.
Aún tengo que referirme a otro tipo de influencia que ejerce
el lenguaje sobre la acción. Todo comportamiento intencional se
basa en una irrealidad que es el proyecto. Es cierto que podemos
formular planes sin palabras, pero sólo si son sencillos y próxi-
mos. Cuando apareció el libro Planes y estructuras de la con-
ducta, escrito por Miller, Galanter y Pribram, provocó un estre-
mecimiento de sorpresa en la comunidad científica, porque decía
cosas sabidas desde hacía siglos, pero olvidadas. Por ejemplo, que
gran parte de nuestra planificación progresa en forma de pala-
bras. «Cuando hacemos un esfuerzo especial —escriben—, un len-
guaje interior se hace más audible. En un sentido muy real es el
plan que nuestro mecanismo de procesamiento de información
está desarrollando.» Como resumen estampan una frase que ha-
bría enfurecido a los científicos de una generación anterior: «El
habla interior es el material del que están hechas nuestras volun-
tades.»
Ahora ya podemos anudar estos hilos dispersos. Gracias al len-
guaje, el sujeto toma posesión consciente de su autonomía. Ya era
inteligente, es decir, capaz de suscitar, controlar y dirigir sus acti-
vidades mentales, por eso puede aprender a hablar, pero la palabra
le permite adquirir los saberes sobre la subjetividad acumulados
por la humanidad durante siglos. El lenguaje da por supuesto que
el Yo que habla, impera. Al proferir la información la convierte
en suya, ligándola por su formato lingúístico, y consigue con
gran facilidad hacerla pasar al estado consciente. La relación en-
tre conciencia y lenguaje, que parece una disquisición filosófica,
ha recibido confirmación donde menos se esperaba: en la mesa
de 1 quirófano. La conciencia y el lenguaje son fenómenos neu-
rológicamente relacionados. Las operaciones que hizo el doctor
Sperry, separando los dos hemisferios cerebrales mediante el
corte del cuerpo calloso, nos proporcionaron datos imprevisibles.
Sperry, que ganó el premio Nobel por sus investigaciones, pre-
tendía aliviar casos gravísimos de epilepsia bilateral, pero fue el

77
primer sorprendido por el comportamiento de sus pacientes tras
la operación. El sujeto sólo tenía conciencia de los comporta-
mientos regulados por el hemisferio izquierdo, que es el hemisfe-
rio lingúístico. En cambio, aunque la inteligencia computacional
de su hemisferio derecho dirigía correctamente los comporta-
mientos, el sujeto no era consciente de ello. Todo sucedía como
si al no poder nombrarlos, no pudiera tampoco hacerlos cons-
cientes. El hemisferio mudo quedaba clausurado en sí mismo.
Recibía información, la procesaba, producía respuestas, pero en
una especie de sonambulismo, del que el sujeto mo se daba
cuenta. En palabras de un neurólogo: «Los estudios con cerebros
divididos también arrojan luz sobre el problema de la conciencia
o autoconocimiento, ya que los pacientes con cerebro dividido
manifiestan tener poco control de las actividades del hemisferio
derecho. Parece, pues, que la conciencia y el lenguaje son fenó-
menos relacionados» (Bridgeman).
Al aprender el lenguaje, el niño aprende a dirigir con él su
acción, manejando el futuro mediante la invención de proyectos.
Esta influencia de la palabra sobre el comportamiento es, tal vez,
lo que hace posible los fenómenos de hipnotismo, que para algu-
nos autores no son más que la suplantación de la voz del sujeto
por la voz del hipnotizador.
Una de las realidades que el sujeto puede manejar con facili-
dad gracias al lenguaje es su propia subjetividad. La mirada refle-
xiva necesita ser dirigida por el lenguaje. El niño aprende a tra-
tar con su Yo, a analizarle, a dirigirle mediante el juego de
anticipaciones y proyectos. Se capta a sí mismo como un Yo eje-
cutivo que se distingue de las ocurrencias anónimas, originadas
sin duda en él mismo, que llegan a su conciencia. Sobre la poli-
fonía de las ocurrencias comienza a imponerse una voz solista, la
del Yo autor, creador, ejecutivo.

78
V. EL MOVIMIENTO INTELIGENTE

Si me atreviera a decir que componer un poema y jugar al ba-


loncesto son actividades análogas, el lector pensaría que estoy di-
ciendo una ingeniosidad o cosas peores. Pues voy a decirlo y a
aguantar el chaparrón, que será generalizado porque ni los admi-
radores de Michael Jordan ni los de Rilke creerán que he hecho
justicia a sus respectivos ídolos. Marcar las semejanzas entre acti-
vidades tan dispares no es un afán de provocar, sino, una vez
más, el firme propósito de eliminar problemas que proceden de
analizar los procesos intelectuales a niveles demasiado complejos.
Para asistir al nacimiento de una inteligencia creadora nos con-
viene comenzar por los actos más elementales: ver, moverse, de-
cir buenos días.
Siendo la vida mental una selva difícilmente penetrable, con-
viene estudiar primero una parcela, donde sepamos que están re-
presentadas las principales variedades de su flora y fauna. Voy a
utilizar en este libro dos unidades de análisis, una simple y la
otra complicada: el movimiento y la creación artística. Espero
convencer al lector de que estudiar las semejanzas y diferencias
de actividades tan distintas arroja claridad en un asunto sempi-
ternamente oscuro.
Ahora le corresponde al movimiento. La inteligencia hu-
mana es, evidentemente, una inteligencia encarnada. Si hay un
sistema que compartamos con nuestros primos, los animales, es
el muscular. ¿Ha sido transfigurado por la inteligencia? ¿Se dis-
tingue también en el movimiento físico la transformación provo-
cada en otras actividades por el poder de autodeterminarse? ¿Hay
creación de movimientos libres?

79
Mi tesis es que el movimiento inteligente tiene dos caracte-
rísticas distintas: es voluntario y posee habilidades inaccesibles
para el animal, que han sido creadas intencionalmente por el
hombre.
Para muchos psicólogos, la actividad mental es la actividad
física que se ha interiorizado. La acción sería la primera manifes-
tación de la inteligencia. Como dice Sperry, hay que pensar que
la actividad mental es un medio para ejecutar acciones, en vez de
creer que la actividad motora sea una forma subsidiaria diseñada
para satisfacer las demandas de los centros nerviosos superiores.
No actuamos para conocer, sino que conocemos para actuar, dice
esta nueva versión del Primum vivere deinde filosofare hecha por
un premio Nobel de Medicina.
La inteligencia separa cada vez más la respuesta del estímulo,
convirtiendo la información en estado consciente en un interme-
diario poderoso. El movimiento intencional, es decir, dirigido
por intenciones, se basa en la irrealidad pensada o imaginada. Lo
que llamo irrealidad no es más que la información manejada por
el sujeto. Los significados proferidos por la inteligencia, sean per-
ceptivos, imaginarios, abstractos, funcionan como irrealidades.
El mañana es una irrealidad, y también el ayer y el hoy, salvo, en
todo caso, el instante presente. Cuando elaboro un plan, anticipo
un futuro y esta capacidad de manejar irrealidades cambia por
completo el régimen de mi vida mental.
Preguntaba antes si la inteligencia ha transfigurado el movi-
miento. Pues bien, ha transformado incluso la anatomía. Clark
(1959) y Napier (1962) han mostrado el cambio morfológico de
la mano, que revela el cambio en su función, y, con él, el de la
inteligencia que la usa. El fin de la evolución que culmina con el
hombre es privar a la mano de toda especialización. Ya no es
mano para agarrar, dar zarpazos o trepar. Es, literalmente, una
mano para todo. Una mano descontextualizada. Instrumento
puro. Con su evolución, la mano adquiere nuevas capacidades
funcionales, sin perder otras, como la de poner las falanges lo su-
ficientemente separadas para poder transportar objetos pesados, o
la de hacerlas converger para ahuecar las manos y ayudarse a co-
mer. Á estas antiquísimas habilidades, compartidas con los si-
mios, se añade una capacidad combinada de fuerza y precisión de

80
agarre. La mano se convierte en una maravilla de la ingeniería bio-
lógica: la flexibilidad de la palma y del pulgar aumenta debido a los
cambios en los huesos trapecio y cingular, y en su articulación; el
pulgar se alarga y aumenta el ángulo externo que forma con la
mano; las falangetas crecen en anchura y en longitud, sobre todo la
del pulgar. La interacción entre esta virtuosa morfología y los sofis-
ticados programas de acción que puede realizar es un compendio de
los enigmas que presenta la relación de la inteligencia con el
cuerpo. Vigotsky solía citar una frase de Bacon: «Nec manus, nisi
intellectus, sibi permissus, multum valet» (Ni la mano ni el intelecto
valen mucho por sí mismos) (Napier, J. R.: «The evolution of the
hands», Scientific American, n.* 207, 1962).

El organismo es un sistema en continuo moyimiento. No va-


mos a hablar de los movimientos automáticos, como los del cora-
zón o el intestino, mi de los movimientos reflejos que se resuel-
ven por vías prefijadas, sino de los intencionales, aquellos que
suscito y controlo. Es cierto que nos movemos por motivaciones
complejas y que son nuestros deseos o necesidades los que nos
impulsan a la acción. Sin embargo, en situaciones no patológicas,
ninguna representación de un fin, ningún deseo dispara la res-
puesta. Hay un hiato entre la idea y el movimiento, que el sujeto
salva mediante un acto difícil de analizar que los medievales lla-
maban imperium y los modernos podemos denominar orden de
arranque. El Yo ejecutivo, que comenzó a dibujarse en el capí-
tulo precedente, se reconoce como origen y responsable de estos
movimientos. De él parte la orden que saca al cuerpo de su iner-
cia. Es este acto, que resuelve la heterogeneidad existente entre
las representaciones que guían o motivan la acción y el movi-
miento, lo que resulta imposible en las abulias patológicas. Voy a
referirme a los estudios de Pierre Janet, un psiquiatra contempo-
ráneo de Freud, por quien siento una vieja admiración. Marcelle,
una de sus pacientes, era incapaz de abrir una puerta, o de tomar

81
un objeto que estuviera a su alcance, a pesar de no sufrir ningún
tipo de incapacidad motora. Janet sostenía que estos pacientes pa-
decían una incapacidad de unificar su vida mental. Las distintas
ocurrencias ocupaban su conciencia como visitantes que no se
atreven a tomar decisiones. De vez en cuando, en tromba, sin pre-
meditación, una de ellas desencadenaba una acción involuntaria.
Consumido ese espasmo automático, la enferma recaía en su insal-
vable pasividad. Sin embargo, bajo sugestión hipnótica realizaba
sin dificultad los actos que Janet le indicaba. Sucedía como si la
voz del médico sustituyera la inexistente voz ejecutiva de Marce-
lle, que volvía a una situación infantil de voluntad compartida. La
relación entre el movimiento y un tipo de lenguaje imperativo,
que ella era incapaz de proferir, no se daba tan sólo en los trances
hipnóticos. La enferma sufría también alucinaciones acústicas, en
las que creía escuchar órdenes que obedecía con escrupulosa y te-
rrible exactitud, aunque pusieran en peligro su vida. Es difícil pre-
cisar más sobre este asunto, y por ahora nos basta con reconocer
que el sujeto inteligente no se ve impelido a la acción forzosa-
mente, sino que mantiene un último control sobre el comienzo de
los movimientos que no son automáticos ni reflejos.
En los movimientos intencionados, que son los que nos inte-
resan, la orden de marcha pone en ejecución un proyecto. Estoy
sentado en mi despacho y pienso que necesito levantarme para
coger un libro de la biblioteca. Formulo, pues, un proyecto que
va a dirigir mi acción. Los esfuerzos de los conductistas para ex-
plicar el comportamiento por una secuencia de estímulos y res-
puestas han caído en descrédito. Lo que define una acción o un
movimiento voluntario es la tarea motora, la intención, el
proyecto, el plan que los guía. No es el premio lo que desenca-
dena mi acción —el estímulo reforzador, como diría Skinner—,
sino lo que yo creo que va a ser el premio, es decir, una repre-
sentación mental que decido realizar.
¿En qué consiste mi proyecto motor de coger el libro? ¿Cómo
pienso ese plan? Lo primero que se me ocurre decir es que pa-
rece que no pienso en ningún plan, sino que me propongo un fin
y lo realizo, como si ya supiera por anticipado cómo he de reali-
zarlo. Y es cierto que en los movimientos sencillos ocurre así.
Utilizamos un esquema de acción, que funciona tan certeramente

82
como los esquemas de reconocimiento. De ellos conocemos me-
jor los resultados que su modo de actuar. Al levantarme para co-
ger el libro, mi cuerpo realiza los movimientos adecuados, sin
que tenga que decidir conscientemente si comienzo a andar con
el pie derecho o con el izquierdo. A lo sumo, decido el estilo ge-
neral del movimiento: si me levanto brusca o pausadamente, si
rodeo los muebles o salto por encima de ellos, si voy deprisa o
despacio. Pero los centros de regulación muscular hacen lo de-
más. Han aprendido a realizar esquemas de movimiento, que son
también el elemento invariante en una multiplicidad. Una
misma acción puede realizarse de maneras diferentes, cada una
de las cuales pondrá en juego distintos sistemas musculares. Por
ejemplo, cuando un sujeto aprende a escribir la «A», no adquiere
un mero adiestramiento muscular, sino un saber-hacer analógico
abstracto, esquemático, que puede ejecutarse con una gran varie-
dad de modalidades. Sabrá escribirlas en un papel o en la pizarra,
con letras pequeñísimas o enormes, horizontales o verticales, in-
cluso será capaz de escribirla con la mano izquierda. En cada
caso, los movimientos musculares serán completamente distin-
tos, a pesar de lo cual el resultado se mantendrá invariable. Ha-
brá escrito una «A».
Parece que el proyecto controla desde una olímpica distancia
el desarrollo de la acción, porque no tengo que elaborar planes
conscientes especiales para levantarme y andar hacia la estante-
ría. Entrego el control de la acción a automatismos corporales
muy perfectos: incorporarme, andar, sortear los obstáculos. Los
estudios de Bernstein sobre la coordinación y regulación del mo-
vimiento nos han enseñado la complejidad de esos simples actos
que con tanta facilidad ejecutamos. Toda acción, desde andar
hasta componer un poema se realiza con la ayuda de estos dóci-
les sirvientes. Cuando ponemos en marcha un automatismo mus-
cular, se produce un movimiento que continuamente va siendo
comparado con un patrón. Si el movimiento es correcto, conti-
núa: si es incorrecto —por ejemplo, porque se pierde el equilibrio,
o se tropieza— el sistema se encarga de corregirlo. Para realizar
esta función, el cerebro necesita recibir información sobre cómo
está realizándose la acción. Es lo que se llama «retroalimenta-
ción» o «feed-back», que es una expresión muy certera, porque,

83
efectivamente, el cerebro alimenta, con la información que le
llega, la continuación del movimiento. Se trata de una estruc-
tura general de la acción dirigida, que se da en todos los niveles
del comportamiento. El proyecto no es una invocación a la ca-
sualidad, sino un patrón que controla minuciosamente la con-
ducta.
Los mecanismos de feed-back son, pues, imprescindibles para
el movimiento. Es impensable, por ejemplo, que pudiéramos
mantener el equilibrio al andar, o al montar en bicicleta, sin que
una serie de sensaciones cinestésicas nos mantengan bien infor-
mados de lo que hacemos. Este aspecto esencial del comporta-
miento se manifiesta trágicamente en el caso de la rehabilitación
de parapléjicos, de personas que han perdido el movimiento de
sus miembros por una lesión en la médula espinal. Insertando en
los músculos electrodos que permiten mandar estímulos eléctri-
cos, estos enfermos pueden contraer los músculos. Incluso po-
drían hacerlo eficazmente, con la ayuda de un pequeño microor-
denador, a pesar de que la simple acción de andar pone en
funcionamiento más de diecinueve grupos musculares, que tie-
nen que funcionar en un orden establecido con mucha precisión.
El gran obstáculo para conseguir la rehabilitación es que el pa-
ciente carece de retroalimentación sensorial. Es decir, no sabe lo
que está haciendo. Tiene que limitarse a «ver desde fuera» lo que
sus piernas hacen, y esta información es muy pobre.
Los hábitos motores, las destrezas aprendidas, se organizan je-
rárquicamente. Aprendemos palabras, esquemas de frases y com-
binaciones sintácticas cada vez más complicadas. El aprendizaje
de una lengua es la constitución de unos hábitos jerarquizados.
Los más complejos se fundan en los más elementales. Los psicó-
logos han estudiado con detenimiento el desarrollo de esas habi-
lidades. Por ejemplo, los mecanógrafos aprenden a reconocer a
ciegas la posición de las letras, pero después aprenden automa-
tismos de frase, que les permiten ir leyendo el texto varias pala-
bras por delante de lo que están escribiendo, sin prestar aten-
ción, confiados en sus hábitos motores. El aprendizaje de un pia-
nista consiste en romper unos automatismos, por ejemplo la
coordinación entre las dos manos, para consolidar otros nuevos.
El ejemplo de los cantantes de ópera es espectacular. Un alumno

84
de canto tiene que aprender unas coordinaciones musculares
muy complejas para producir el sonido deseado. Consigue liberar
su voz trabajando como un forzado de galeras. Tiene que domi-
nar ciertos elementos del aparato vocal, como por ejemplo el diá-
metro faríngeo, la posición del velo del paladar o de la laringe, y
no posee ningún medio de actuar conscientemente sobre ellos.
Todavía es un misterio cómo, tras unos cuantos años de esfuerzo,
conseguirá realizar esos ajustes musculares extraordinariamente
precisos. Al llegar a ese nivel triunfal, lo que ha logrado es po-
seer unos automatismos que le permiten la libertad deseada. La
vistosa cúpula de la creación libre se funda en los invisibles ci-
mientos de los automatismos.
Así pues, sin que nos demos cuenta el sistema nervioso com-
para los movimientos musculares realizados con el proyecto mus-
cular en curso. Pero, además de este chequeo rutinario, la inteli-
gencia realiza otro de mayor nivel, por el que evalúa si el plan se
está realizando de manera adecuada, si es eficaz o si conviene in-
troducir variaciones. En mi travesía casera en busca del libro he
llegado junto a la librería. Alzo el brazo para coger el volumen y
compruebo que no lo alcanzo. En ese momento, los automatis-
mos que me habían llevado hasta allí claudican ante la nueva si-
tuación, y he de elaborar un nuevo plan: acercar una silla, dar un
salto, traer una escalera, trepar por la estantería o levitar me-
diante la meditación transcendental. Debo elegir entre esta va-
riedad de posibilidades, lo que me fuerza a evaluar la situación y
los distintos proyectos. Es evidente que esta evaluación es más
compleja que el simple chequeo muscular. Los patrones que usa
la inteligencia para realizar esta función pueden ser complejos y,
a veces, sorprendentemente vagos, como veremos más tarde.
Para terminar mi proyecto, y no gastar el día meditando sobre él,
decido usar una silla, cojo el libro, vuelvo a mi sillón y doy la
orden de parada de la acción. Es decir, considero que el proyec-
to está cumplido. De nuevo he realizado una comparación,
porque todo plan debe incluir un criterio para decidir cuándo
la acción se ha consumado, y una orden de parada aneja. Adver-
tiré al lector que no se deje engañar por la aparente simplicidad
de esta última afirmación, porque en muchas ocasiones, por
ejemplo en la actividad artística, es muy difícil saber cuándo

85
una acción está concluida. Para tratar este tema, el lector y yo
nos encontraremos unos capítulos más adelante.
Ya tenemos la estructura de toda acción voluntaria, sea mon-
tar en bicicleta o componer la Novena Sinfonía: hay un proyecto,
una orden de marcha, una serie de operaciones automatizadas o
conscientemente dirigidas, una continua comparación con el
plan previo, que lleva a una evaluación tras la cual la acción
continúa o se corrige. Superada la última evaluación, se extiende
el finiquito, que es la orden de parada. Planear, ordenar, ejecu-
tar, comparar, evaluar, parar. Esto es todo. En cada tarea, los es-
quemas, planes, movimientos, problemas, evaluaciones, serán
distintos. Lo único que permanece estable es la estructura.

La paloma de Kant suspiraba por un espacio abierto y vacío,


donde al aire no impusiera una penosa tarea a sus alas. Volar en
el vacío es un hermoso destino, pero no el de la paloma ni el
nuestro. Volamos apoyándonos en lo que no vuela. Sería tam-
bién hermoso crear libremente en un estallido perpetuo exento
de automatismos, pero nuestra agilidad se funda en estables ruti-
nas. Los bailarines pueden convertirse en organismos habitados
por el pensamiento de la música, porque previamente se han
construido un cuerpo expresivo en el gimnasio. Las horas atados
a la barra permiten gloriosos minutos de soltura.
El automatismo inteligente se distingue del puramente fisio-
lógico porque es creado. El hombre, que ha inventado incansa-
blemente herramientas e instrumentos para ampliar el campo de
su acción, ha incorporado su propio cuerpo a esta lógica de la
mediación. Tras haberse propuesto una finalidad física —una ha-
bilidad, un récord o la propia constitución muscular—, busca los
medios para conseguirlo. El movimiento inteligente crea una fi-
gura que sólo embrionariamente existe en la naturaleza. Me re-
fiero al entrenamiento. Ya sé que los animales se ejercitan, prue-
ban sus fuerzas y necesitan actualizar en sus cuerpos el saber

86
genético heredado. He disfrutado viendo sus juegos y los certá-
menes gimnásticos a los que se entregan durante horas. Pero tra-
tan de desplegar habilidades genéticas, no de crear habilidades
nuevas. Desempaquetan un regalo recibido, no lo inventan.
El entrenamiento en sentido estricto es muy diferente. No
está determinado por la conjunción de los genes y el ambiente,
sino por fines libremente inventados y aceptados. En su origen
hay un proyecto. Los planes que guían los entrenamientos del at-
leta son irrealidades que van a permitir la realización de una po-
sibilidad. El lema olímpico «citius, altius, fortiusp es una postula-
ción de lo irreal. Se quiere algo más fuerte, más rápido, más alto
que lo que ya existe. Ésta es la aspiración. Antiguamente, aspirar
significaba lanzar nuestro soplo hacia algo, y como la respiración
ha sido siempre metáfora de la vida, era impulsar la vida. ¿Hacia
dónde? En el caso del atleta, hacia el ejercicio, habilidad o movi-
miento que quiere realizar. La capacidad de aprendizaje motor
que tienen los animales es transfigurada por la inteligencia, que
elige los automatismos que quiere aprender. «Yo entreno mi
cuerpo.» ¡Qué expresión tan extraña! ¿Por qué utilizo un pro-
nombre personal y un adjetivo posesivo? ¿Por qué me distancio
de mi cuerpo, al que nombro como si fuera una de mis propieda-
des? Entre otras cosas, porque puedo hacer que aprenda habili-
dades nuevas y, al hacerlo, me avengo a sus exigencias, como si
de un cuerpo ajeno se tratara, pero él debe plegarse a las mías.
Tengo que tener en cuenta las propiedades reales de mi cuerpo e
inventar sus posibilidades.
Recuerdo aún la sorpresa que experimenté la primera vez que vi
saltar a Fosbury. Inventó una técnica de pasmosa novedad. Los saltos
de altura siempre se habían ejecutado girando de cara al listón. Fos-
bury saltó de espaldas. Se trataba de un movimiento extraordinaria-
mente eficaz —de hecho ha descartado la anterior técnica— que pare-
cía atentar contra el sentido común. El pensamiento tuvo que
preceder a tan revolucionario cambio de estilo. Un proyecto, acep-
tado por el atleta, hubo de dirigir el esforzado trabajo de crear los nue-
vos automatismos musculares. A lo largo del proceso, los actos de
evaluación irían corrigiendo los sistemas de entrenamiento, refi-
nando la técnica, fortaleciendo determinados músculos. El determi-
nismo biológico era utilizado para realizar un proyecto innovador.

87
«Body building» es una expresión cotidiana, que me admira
por su perspicacia. Construir el cuerpo es someterse a la lógica
creativa, que evita la casualidad e impone la selección. El sujeto
encarnado dirige la formación de su propio cuerpo en una opera-
ción que entraña una petición de principio. El prefijo «auto» nos
empuja constantemente hacia ese problema. El hombre es capaz
de autodeterminarse, y eso quiere decir que sus actividades men-
tales pueden dirigirse a sí mismas y dirigir ciertas actividades fi-
siológicas. Vemos que este fenómeno se repite continuamente:
mis proyectos pueden guiar mi mirada y hacerla más hábil y pre-
cisa: también puedo construir mi memoria, mi lenguaje, mis sen-
timientos. Sin salir de mí, me voy alejando de mí mismo, porque
el poder poético, constructivo, de la inteligencia no se ejerce sólo
hacia afuera, sino hacia adentro, hacia la misma fuente de mis
actos.
Bajo la dirección de lo que he empezado a llamar el Yo crea-
dor o ejecutivo —el que planea, elige, dirige, evalúa, selecciona—
y que, evidentemente, tiene una realidad puramente descriptiva,
y no autónoma, las propiedades reales del cuerpo humano que-
dan expandidas por las nuevas posibilidades. Yo no me distingo
de mi cuerpo más que descriptivamente, lo que quiere decir que
describo con más facilidad y precisión lo que sucede si utilizo el
concepto de Yo ejecutivo. Bajo el influjo transfigurador de la in-
teligencia, la corporeidad, nuestra limitación más drástica y terri-
ble, parece perder sus límites. En los laboratorios de biomecá-
nica deportiva, donde se preparan los atletas de alta competi-
ción, se analiza cada movimiento aislado, cada contracción
muscular para perfeccionarlos. Nadie se atreve a señalar los lími-
tes fisiológicos del ser humano. «En el año 2054, un hombre co-
rrerá los 1.500 metros en 3”21” —dice Jay T. Tierney—, fisiólogo
y responsable de la comisión Médica del Comité Olímpico Nor-
teamericano—. En la actualidad, el récord está en 3”29”46. Esa
diferencia, que parece mínima, es gigantesca. Las técnicas de en-
trenamiento están reduciendo las diferencias entre las marcas
masculinas y femeninas de una manera que no podíamos sospe-
char. En 1960, la diferencia entre el récord masculino y feme-
nino en maratón era de 1 hora 1350”. En la actualidad ha que-
dado reducida a 1416”.»

88
El ámbito de la inteligencia es el ámbito de la ética. Como
toda creación de posibilidades, la de los recursos fisiológicos ha
de ser cuidadosamente juzgada, porque puede llevar a resultados
monstruosos. La utilización de sustancias químicas para mejorar
marcas es cada vez más sofisticada y difícil de detectar. Las ma-
nipulaciones genéticas pueden diseñar un nuevo tipo de atleta.
El culto al récord, la obsesión de la marca, la orgía de las posibi-
lidades, ha metido al deporte de competición en un callejón de
difícil salida teórica. La inteligencia queda con el pie en alto, du-
dando si dar un paso más. Inexorablemente, la creación de posi-
bilidades exige de la inteligencia que invente un arte de elegir
bien, que es lo que llamamos ética.

La transfiguración del movimiento muscular por la inteligen-


cia nos permite hablar de su poética. Hay creación dinámica en
la danza, en los deportes y en los juegos de habilidad. Surgen po-
sibilidades libres dirigidas por irrealidades inventadas y acepta-
das. Esta actividad constituye la esencia de la inteligencia crea-
dora. Los elementos que descubramos en el movimiento inteli-
gente los volveremos a encontrar en todos los niveles. Consti-
tuyen la estructura básica de la creación.
Más tarde contemplaremos a pintores, novelistas y poetas en
actividad, pero ahora asistiremos a un partido de baloncesto. Se
trata de un espectáculo lieno de novedades dinámicas. El buen
jugador ha de sorprender al adversario con sus fintas y astucias, a
un ritmo vertiginoso, en complejos diálogos musculares, tanteos,
respuestas, amenazas, correcciones, engaños. Resuelve difíciles
problemas musculares y técnicos con una agilidad que es la ante-
sala de la gracia. ¿Cómo se crea esta combinación de fuerza, ve-
locidad e ingenio físico? ¿Cuánto hay en el juego de automatismo
y de creación?
Todo comienza con un proyecto que el jugador recibe. Existe
el juego del baloncesto, como existe el juego de hacer so-

89
netos. Entre el repertorio de planes que la cultura ofrece, el su-
jeto elige uno, que acomodará a su propia personalidad. Prolon-
gará la tradición creadora en que se integra, cambiándola. Á par-
tir de lo dado, va a inventar un proyecto nuevo. El aspirante a
jugador se propone como meta jugar bien. El artista, pintar, es-
cribir, bailar. El entrenamiento será el método que el atleta ha-
brá de elegir para conseguir su propósito. Ha de construir su yo
atlético, como el poeta crea su yo poético. Ambos son organis-
mos que se fundan en una adecuada urdimbre de hábitos. El ju-
gador ha de adquirir un vocabulario muscular rico, flexible y dó-
cil, una sintaxis expansiva, un sentido del ritmo, una métrica
precisa y variada. Ha de aprender a mirar, inferir y calcular.
Todo va a funcionar como un sistema de producción de ocurren-
cias físicas. Al jugador poeta se le van a ocurrir muchas cosas, y
en plena carrera, leerá los gestos de los otros jugadores, y selec-
cionará la jugada más eficaz. Lo hará ayudándose de un doble sis-
tema de referencias: la situación y su estilo propio. Un buen juga-
dor posee un patrón de juego, un sistema de preferencias, con el
que va a evaluar continuamente sus realizaciones. La carrera, el
salto, la finta, la suspensión, el giro, el cambio del balón de una
mano a otra, el lanzamiento a canasta, son una larga frase mus-
cular, llena de sorpresas e innovaciones, que podríamos analizar
mediante una retórica del movimiento. En cada momento el sis-
tema nervioso recibe información de lo que ha sucedido, y la
compara con el patrón vigente, que a su vez es evaluado por el
Yo ejecutivo del jugador. Este proceso de ocurrencias y seleccio-
nes vertiginosas constituye el estilo creador, una curiosa mezco-
lanza de automatismos y libertades.
El entrenamiento permanece en la memoria. Es la perma-
nencia de lo olvidado. Es imposible que el jugador recuerde
cada uno de los ejercicios realizados en sus largos años de en-
trenamiento, pero sus músculos los recuerdan. Los actos son
como una erupción volcánica: una fugaz y ardiente trayectoria
que después se petrifica en un mar de lava. Las acciones se
organizan en hábitos que son sistemas de producción de ocu-
rrencias.
El jugador salta a la pista con su adquirida dotación de hábi-
tos, es decir, de habilidades. Cada una de ellas se desarrolla en

90
un proceso, por lo que parece que consisten en saberes secuen-
ciales, pero no es así. Funcionan como tales, desplegando un
acto tras otro, pero en su origen son un bloque de información
integrado, un conocimiento tácito, que el jugador percibe, antes
de pasar a la acción, como un conjunto de posibilidades. No tiene
un conocimiento explícito de las jugadas que puede hacer, pero
cuenta con ellas como todos contamos con el conjunto de nues-
tra memoria. Para Chomsky el lenguaje era también un tacit
knowledge, y tenía razón. Cuando nos ponemos a escribir, al sal-
tar a esa cancha que es el papel en blanco no sabemos el número
de palabras que sabemos y es literalmente imposible que conoz-
camos las infinitas frases que con ellas podemos construir. Pero
sentimos nuestras posibilidades lingúísticas alrededor nuestro,
como amable o reluctante compañía. Valéry hablaba de un rétat
chantant», que era la conciencia clara y distinta de las posibilida-
des expresivas de un ritmo o una palabra. El poeta se siente, en-
tonces, dueño de sus recursos. Se siente mansa o broncamente
arrastrado por la corriente de las aguas que él mismo embalsó.
Una sensibilidad parecida guía el movimiento creador de los
deportistas. Jack Nicklaus, considerado el mejor jugador de golf
de todos los tiempos, describe así la preparación de un golpe:
«Sentir el peso de la cabeza del palo contra la tensión del mango
me ayuda a balancear con ritmo. Conforme progresa el balanceo
hacia atrás, me gusta sentir el peso del palo tirando de mis ma-
nos y brazos hacia atrás y hacia arriba. Al iniciar el movimiento
hacia adelante me gusta sentir el peso de la cabeza del palo atra-
sándose, resistiéndose, mientras que mis piernas y caderas, que
ya llevan un impulso, arrastran las manos y los brazos hacia
abajo. Cuando experimento estos sentimientos, casi con seguri-
dad estoy balanceándome con el timing apropiado. Me estoy
dando suficiente tiempo para hacer todos los movimientos nece-
sarios en la secuencia rítmica» (Nicklaus, Jack: Golf My Way,
Nueva York, Simon and Schuster, 1974).
La habilidad para manejar certeramente estos grandes blo-
ques de información integrada tiene un destacado protagonismo
en las actividades creadoras, como veremos más adelante. Per-
mite captar las posibilidades del autor y también las posibilidades
de la situación. En su formidable embestida, el jugador de balon-

91
cesto tiene que evaluar la mejor posibilidad de ataque. Y no
tiene tiempo de hacerlo explícitamente. Los esquemas percepti-
vos han de funcionar con un cierto automatismo sabio. Todo el
saber del jugador se concentra en ese acto. Junto a la mitología
de la inspiración poética, se ha elaborado una mitología depor-
tiva. Los jugadores tienen «sentido de la jugada», «olfato de gol»,
«capacidad de anticipación», un conjunto de dones misteriosos
que no son otra cosa que eficaces modos de manejar grandes blo-
que de información compilada. De ellos se sirve para evaluar la
situación, cuando no hay tiempo para hacerlo de forma explícita
y desplegada.
En la jugada de baloncesto encontramos los elementos es-
tructurales de toda actividad creadora: la invención de un
proyecto, su promulgación, las operaciones para realizarlo, los
actos de evaluación. La inteligencia posibilita la ejecución de es-
tas posibilidades libres. Pero el momento de la ejecución no está
suficientemente analizado. El jugador ha construido su yo ocu-
rrente, su sistema de hábitos, posee un repertorio de saberes y
con sus recursos puede resolver todo tipo de problemas en la
pista. Pero estas facultades no actúan maquinalmente. Los auto-
matismos no son autónomos, sino que necesitan una orden de
marcha y, también, una orden de mantenimiento. Es en este
punto donde la diferencia entre la inteligencia humana y la inte-
ligencia artificial se va a mostrar en todo su dramatismo. El or-
denador no se cansa; el hombre, sí. Esta limitación terrible, que
forma parte de nuestro destino, hace imposible reducir nuestra
inteligencia a un hábil sistema computacional. Al hombre no le
basta con saber hacer. Ha de tener ánimos para hacer. El compu-
tador recibe un suministro fijo y estable de energía, mientras que
el ser humano se encuentra sometido a altibajos, que debe apren-
der a controlar. La inteligencia ha de gestionar la energía. Ésta
es otra exclusiva humana.

9%
El corredor de maratón, a quien le duelen las piernas y le
abruma saber que aún le quedan veinte kilómetros de recorrido,
debe rechazar la voz de sirena del agotamiento, que le incita a ti-
rarse al suelo y renunciar. Ni el proyecto de llegar a la meta, ni
la orden de marcha que se dio al inicio de la carrera son suficien-
tes para mantener la pelea continua contra el cansancio. Una or-
den de continuar debe acompañar la acción entera. Es cierto que
llega un momento en que los automatismos se hacen cargo de la
acción hasta tal punto que el corredor ve correr bajo él unas pier-
nas que casi no reconoce como suyas, pero para alcanzar ese ni-
vel de esquizofrenia muscular ha tenido que mantener dramáti-
camente su esfuerzo. El animal sólo soporta el agotamiento
cuando está espoleado por impulsos básicos, como el miedo. El
hombre ha multiplicado los motivos para sobreponerse y aguan-
tarse. (Si conoce mi fascinación por los verbos que guardan
vestigios de la antigua voz media, no le extrañará al lector que le
llame la atención sobre los dos que acabo de usar. En voz activa
resulta fácil comprenderlos: poner sobre la mesa; aguantar un
peso. Pero en voz media se vuelven misteriosos: yo soy quien me
pongo a mí mismo por encima de mí. Yo soy el que aguanta mi
propio ser.)
En su novela Terre des hommes, Antoine de Saint-Exupéry,
uno de los afortunados encuentros de mi adolescencia, narra su
visita a Guillaumet, un piloto cuyo avión se había estrellado en
los Andes, y que tras una increíble travesía apareció destrozado
pero vivo, cuando todo el mundo había perdido la esperanza.
Guillaumet le cuenta su victoria sobre la terrible montaña, tortu-
rado por el hielo, la soledad y el cansancio. «Ce qui sauve, c'est
de faire un pas. Encore un pas. C'est toujours le méme pas que
l'on recommence...» Y como resumen de su tenacidad incom-
prensible, añade: «Ce que J'ai fait, je le jure, jamais aucune béte
ne Vaurait fait.» Saint-Exupéry lo comenta así en su obra: Esta
es la frase más noble que conozco, es una frase que sitúa al hom-
bre, que le honra, que restablece las jerarquías verdaderas. No es
preciso advertir la influencia que el estoicismo de Saint-Exupéry

93
tuvo sobre el existencialismo, que fue un desmesurado canto a la
libertad humana.
El movimiento muscular plantea tan crudamente los temas
del comportamiento voluntario y de la resistencia al esfuerzo,
que nos exige remontarnos a las fuentes de la acción, que son
mucho más esquivas y misteriosas que las fuentes del Nilo. La
psicología admite unánimemente que tenemos que usar algún
concepto «motivacional» que haga referencia a algún tipo de pro-
ceso no directamente observable, que proporciona la fuerza o
energía activa y mantiene el comportamiento. Ha aceptado el
borroso concepto de nivel de activación, definido por Duffy
como «la cantidad de movilización de energía presente en el or-
ganismo en un momento dado». Esta definición es inutilizable
mientras no sepamos lo que significa energía presente en un or-
ganismo consciente y libre.
La filosofía griega consideró que la fuente energética de la
personalidad —el thymos— era ajena a la inteligencia. Entre ambas
sólo podía existir una relación: la razón debía controlar el fogoso
caballo tímico. Esto no era toda la verdad. La inteligencia está
presente en la fuente misma de la acción. En 1949, Moruzzi y
Magoun descubrieron unas estructuras nerviosas, el sistema reti-
cular, cuya función es activar todo el sistema nervioso. Las fun-
ciones inteligentes necesitan un cierto nivel de activación, sin el
cual el sujeto cae en un estado crepuscular de adormecimiento o
torpor. Lo sorprendente es que el sistema puede activarse en dos
direcciones: de abajo arriba y de arriba abajo. Los núcleos basales
del cerebro pueden activar la corteza y la corteza puede activar
los núcleos basales. Hasta cierto punto la inteligencia puede de-
terminar el nivel de activación.
Se trata de un tema oscuro, sobre el que se investigará cada
vez más. La inteligencia puede gestionar parcialmente la energía
del sujeto. Esta capacidad penetra en los resortes mismos de la
actividad física. Los atletas dedican cada vez más tiempo a la
preparación psicológica, porque saben que la concentración me-
jora su rendimiento. Desde hace muchos años se sabe que la ima-
ginación y el lenguaje influyen en el sistema muscular. Las técni-
cas de relajamiento son un ejemplo patente.
Nuestro sistema nervioso se deja arrullar o estimular me-

94
diante las palabras. No es casual que fuera un retórico, Antifonte
de Atenas (480-411 a. de C.) quien descubrió las virtudes tera-
péuticas del lenguaje. Según nos cuenta Plutarco: «Mientras se
hallaba ocupado en el estudio de la poética, descubrió un arte
para liberar de los dolores. Se le asignó una casa en Corinto,
junto al Ágora, en la que puso un anuncio, según el cual podía
curar a los enfermos por medio de las palabras.»
En mayor o menor medida todos usamos de este poder per-
suasivo del lenguaje, que vuelve a intervenir en la acción, ahora
como espectador que se jalea o deprime a sí mismo. Los atletas,
antes de comenzar la competición, se concentran hablándose.
Poseer una retórica personal eficaz, que acierte a tranquilizar o
animar los delicados mecanismos del ser humano, es uno de los
métodos que el Yo ejecutivo tiene a su disposición para incre-
mentar su influencia.
El ejemplo del corredor que se sobrepone al agotamiento
muestra que los valores influyen en la conciencia de dos maneras
distintas: pueden ser sentidos y pueden ser pensados. Cuando los
sentimos, experimentamos su atracción o repulsión, las vivimos.
Por el contrario, cuando pensamos un valor lo hacemos instala-
dos en una cierta indiferencia, porque vemos lo valioso sin sen-
tirlo. Ocurre entonces como en el verso de Keats: «] see but not
feel that beautiful things they are.»
Lo innovador es que el hombre pueda regir su comporta-
miento por valores pensados, y no sólo por valores sentidos. Si
sólo pudiéramos acomodar nuestra conducta a éstos últimos, no
podríamos hablar de libertad, porque no podemos dirigir libre-
mente los sentimientos. Sentimos los valores que sentimos, y
ninguno más. Vivo el valor del agua cuando siento sed, pero,
afortunadamente, puedo pensar en su valor, aun después de estar
saciado. A pesar de la angustiosa protesta de sus músculos, y de
que sólo siente cansancio, el corredor puede pensar otros valores,
o recuperar de su memoria los valores vividos en otras ocasiones,
y ajustar a ellos su comportamiento. Una vez más, lo irreal se in-
troduce en las propiedades reales, las amplía y las enriquece.

95
VI. LA ACTIVIDAD ATENTA

Amigo lector. Siempre deseé comenzar un escrito con tan


anacrónico encabezamiento porque me gusta su solemnidad cor-
dial, y, tras cinco capítulos de convivencia, creo que puedo per-
mitírmelo, sin ser impertinente. Como guía te he conducido por
caminos amenos, eligiendo las mejores atalayas para ver las vistas
y apartándote de parajes agrestes que pudieran incomodarte.
Pero, ahora, te considero ya un viajero lo bastante curtido para
poder abandonar las precauciones al abordar el tema de la aten-
ción. Amigo lector: llegamos a terreno pantanoso.
Pensé eludir esta travesía, pero no me pareció honrado. La
atención es un tema «cardinal» para la teoría de la inteligencia,
entendiendo esa palabra a la antigua, para guardar su referencia a
«gozne» o «pernio». El gozne de la atención sustenta el gran giro
de la subjetividad. Es ese quicio de la inteligencia lo que a mí me
ha desquiciado. Porque al decir que la atención es un pantano,
no he expresado un juicio científico, sino una queja biográfica.
Durante años, el tema de la atención me ha intrigado, descon-
certado, apasionado, mareado, hartado, admirado. He pataleado
en él, sin hundirme y sin ponerme a salvo. Por eso es terreno
pantanoso. Me consuela saber que no soy el único en haber pa-
sado este trago, ya que Titchener, al comentar los trabajos de
Wundt sobre la atención, escribe: «Creyó encontrar un tema y
topó con un avispero.»
A pesar de lo dicho, la atención parece fácil de describir. El
campo de la conciencia se estructura en figura y fondo, primer y
segundo plano, tema y margen, o como quiera llamárselos. No

96
podemos procesar toda la información que recibimos, y por ello
necesitamos un filtro o canal de selección. Las cosas a las que
atendemos aparecen dotadas de mayor claridad, precisión e in-
tensidad, y el sujeto se siente concernido especialmente por ellas.
¿Por qué un tema tan sencillo me produce tanta confusión?
» Por muchas razones, que comunico al lector no para contagiarle
mi malestar, sino para evitar que me crea un pusilánime, o un
extravagante.
Describiré con detalle la atención. Volveré a describirlo
todo. Miro un ciprés, que ocupa el centro de mi atención. Los
espinosos arbustos con bayas rojas quedan atrás, como una masa
coral advertida, pero confusa. ¿Es eso la atención? Pues no, dirán
los psicólogos de la Gestalt. Lo que ha descrito es la organización
de los estímulos, regida por unas leyes físicas y fisiológicas. La
atención no existe: vemos lo más relevante, nada más.
Tras esta decepción, describiré otro caso. Dejo de mirar el ci-
prés y cambio la dirección de la mirada hacia un prunus, cuyas
hojas rojas se encienden más aún al trasluz del sol. He dejado de
atender a un objeto y atiendo a otro. ¿No es esto la atención? En
absoluto, dice Neisser. Lo único que ha ocurrido es que antes
miraba un objeto y ahora otro. Atender no es más que percibir.
Al escuchar, no hay dos operaciones: escuchar y atender. Escu-
cho o no escucho.
No me doy por vencido, a pesar de los fracasos, y ensayo una
nueva descripción. Estoy en una reunión y me llegan fragmentos
de conversaciones entremezcladas. No puedo entenderlas todas
al tiempo y selecciono una de ellas: la atiendo. Si esto no es aten-
ción, que me digan qué puedo designar con esta palabra. Wundt
y James me lo dicen: la voluntad. Seleccionar significa elegir y
elegir es cosa de la voluntad. Al parecer, al mirarla de cerca, la
atención se identifica con la voluntad.
Bien, al menos podré decir que la atención es la capacidad de
dirigir la corriente de mi conciencia. Pero a eso lo he llamado
inteligencia, de modo que estoy convirtiendo la atención en su
seudónimo. De hecho, Spearman identificó la atención con la in-
teligencia. Así pues, encuentro la atención por todas partes,
pero como un fantasma que se desvanece al querer apresarlo. La
fenomenología me da la última tarascada: toda conciencia es

97
conciencia —de algo—, y en cada acto de conciencia atiendo al
objeto que constituyo. La atención es la intencionalidad.
Ahora comprenderá el lector mi desconsuelo. Los tratadistas
del tema tan pronto me dicen que la atención no existe como
que es toda mi vida consciente. O es nada o lo es todo. O es otra
- cosa, por ejemplo, la voluntad, la mera percepción o la inteligen-
cia. ¿Qué sucede aquí? Eleanor Gibson me hace una insinuación
interesante. Tal vez me estoy equivocando porque considero la
atención como un sustantivo, cuando en realidad es un adjetivo.
La atención no hace nada. Son las otras actividades mentales las
que se hacen atenta o desatentamente.

La advertencia lingúística de Gibson me anima a preguntar


al lenguaje, acto para el que no necesito, por lo demás, muchas
incitaciones. En castellano, el campo léxico de la atención es
deslumbrante. El venerable Tesoro de la Lengua Castellana de
Sebastián de Covarrubias (1611) dice: «Atento, el que está con
cuidado oyendo o mirando alguna cosa. Atención, el silencio o
cuydado con que se escucha alguna cosa; y, en lenguaje antiguo
castellano, vale esperar. Dize un cantarcillo de aldea: “Orillicas
del río mis amores e/y debaxo de los álamos me atendé”». (Can-
tarcillo que, como se habrá percatado el lector, incluyo más por
gusto que por necesidad.)
Así pues, atender significa un modo de oír y mirar. Tenía ra-
zón Gibson. La palabra procede de «tendere», tender con una
preposición de dirección (ad). La semejanza con «intención» es
notoria, porque ésta procede de la misma raíz, con una proposi-
ción de dirección distinta (in). Tal vez vayan a tener razón los fe-
nomenólogos. El sujeto tiende, se inclina hacia algo, siente inte-
rés por lo que va a venir, o por lo que ya ha venido. En el
Diccionario de Autoridades de 1726 se acentúa el contenido cor-
tés y devoto del término: «Atender significa cuidar, poner todo
el estudio y desvelo en mirar o entender lo que a sí o a otro con-

98
viene. Vale así mismo mirar con agrado, con estimación y justifi-
cación a uno, haciendo aprecio de sus méritos y prendas.»
El lenguaje nos dice también que la atención está regida por
dos grupos de verbos, de dirección opuesta. La atención se «da,
presta, concede, aplica», o bien es «atraída, llamada, cautivada».
La actitud cuidadosa, pues, es suscitada por la situación o deci-
dida por el sujeto. Las cosas me llaman, o yo me entrego, o am-
bas cosas.
Es fácil ver que la lengua relaciona la atención con la afecti-
vidad. Antes subrayé la palabra «estudio», que originariamente
significaba un tipo de amor. Cuando algo atrae mi atención apa-
rece dotado de un valor, pues son sus méritos y prendas los que
despiertan mi interés. Ocurre que en el campo afectivo se distin-
gue con dificultad lo que pertenece al sujeto y lo que corres-
ponde al objeto. La palabra «interés», estrechamente relacionada
con la atención, y sometida también al vaivén de dos grupos de
verbos de dirección contraria, enuncia en forma léxica un pro-
blema filosófico: el de la objetividad de los valores. «Interés» sig-
nifica «el provecho o utilidad que se saca o espera de alguna cosa
que se hace, el lucro o ganancia, y muchas veces se toma por el
valor mismo y el precio que merece una cosa», dice el Dicciona-
rio de Autoridades. Pero si esto es así, ¿qué es o qué ocurre
cuando «pongo interés» en algo? Según el lenguaje no cabe nin-
guna duda: el sujeto pone en una cosa el provecho o utilidad que
sacará de esa misma cosa. Sorprendente. La realidad no es por sí
misma interesante, sino que alcanza esta aristocracia del valor al
concederle yo mi interés. Saco de ella lo que pongo. El lenguaje
se ha vuelto tan poético como Neruda cuando dice: «Como todas
las cosas están llenas de mi alma, emerges de las cosas llena del
alma mía.»
No se trata de un mero subjetivismo, sino de algo más com-
plicado. El lenguaje parece indicar que el sujeto constituye la ob-
jetividad, a la que después recibe, haciéndose el sorprendido. Un
subjetivismo de la objetividad paralelo a éste aparece en el léxico
de la atención. Al atender, pongo mi interés en una cosa, que
por ello se vuelve interesante, o, al contrario, algo interesante
atrae mi atención y me hace poner mi interés en ella. Se ve con
claridad que nuestro trato con lo real es eso: trato, negocio, co-

99
mercio, transacción. El sujeto da y toma, asimila y se acomoda a
la realidad. El lenguaje nos permite analizar con más precisión el
toma y daca entre sujeto y objeto, el mundo de sus negocios.
Primera transacción. El objeto atrae la atención del sujeto, es
decir, su cuidado, estudio y desvelo en el mirar y entender y todo
lo demás. El control de la acción lo ejerce el objeto, y tiene su
forma más extremosa en la fascinación que se define como
«atraer una cosa o una persona a alguien y retener su mirada o
atención irremediablemente». En la fascinación no hay más que
un objeto gigante en un mundo desierto, escribió Sartre. Sería
más exacto decir que un valor gigante se destaca con relieve ab-
soluto sobre un fondo inerte. No estamos hablando tanto de in-
formación como de fuerzas.
En castellano hay un rico léxico para la atención irremedia-
blemente atraída. Palabras que son la declaración de victoria del
objeto: cautivar, embelesar, hechizar, embobar, magnetizar, pas-
mar, asombrar, admirar, encandilar, maravillar. Todas ellas de-
signan una mirada seducida, en la que el ver y el sentir resultan
indiscernibles.
Segunda transacción. El control de la acción ha cambiado de
sede y ahora reside en el sujeto. Es él quien pone, da, presta,
concede el mirar cuidadoso y aplicado. En este grupo léxico hay
que incluir los modismos que expresan una aplicación intensa de
los sentidos: clavar los ojos, poner los cinco sentidos, no quitar
ojo, o andar con cien ojos. En el campo semántico de la atención
soplan vientos cruzados. Ya no es el objeto quien despierta el in-
terés, sino el sujeto quien lo confiere. Le dedica todo su cuidado,
sus «atenciones», dice un plural maravilloso.
El lenguaje nos muestra una tercera transacción. El sujeto ca-
pitula ante el objeto. Se trata de una fascinación elegida. Es lo
que indica una frase espléndida: «Hay que estar en lo que se
hace.» Es cierto, puedo no estar en lo que estoy haciendo, por-
que, aprovechándose de una ubicuidad mirífica, mi cuidado
puede estar en otra parte. Estar en el objeto es atender. Cuando
Husserl dice que en la atención «el Yo vive en lo que ejecuta»,
no está siendo más profundo que la lengua castellana. Al intere-
sarse, el sujeto está entre (inter-esse) las cosas que atraen su aten-
ción. Está en lo que celebra. Se «concentra» en el objeto, unifi-

100
cándose de manera tan estrecha que parece perderse en él, como
indican dos deliciosos vocablos en desuso, cuya rehabilitación su-
giero: «enfrascarse» y «engolfarse». Voluntariamente, entregán-
dose a una fascinación consentida, el sujeto se interna en el
golfo, como un barco en una botella.
¿Qué es pues la atención para el lenguaje? Un poner, prestar,
estar dispuesto, fascinado, cautivo, secuestrado, mandar o ser
mandado, prestar el interés o bien cobrarlo, engolfarse, enfras-
carse, diluirse, perder la identidad, tan concentrado estar que en
mi cuidado sólo quepa una cosa. En el claro abierto en el bosque
por la lengua, aparecen muchos caminos. ¿Por cuál cree el lector
que debemos internarnos? Tal vez no sea una pregunta digna de
un buen guía.

ss

En un universo inorgánico no hay necesidades, ni deseos, ni


tendencias, ni placeres, ni dolores. Los seres físicos se atraen sin
afecto, se repelen sin odio. Son los organismos sensitivos los que
introducen los valores en la realidad. Sentir es ser afectado posi-
tiva O negativamente por un estímulo. La estructura básica del
comportamiento es acercarse o huir. Sentir es valorar. El animal
vive en un ambiente de incitaciones y amenazas. Su sistema ner-
vioso está preparado para desdeñar lo trivial y captar lo intere-
sante. Los neurólogos han estudiado el reflejo de alerta, que se
dispara cuando una información sorprendente o atractiva toma
el control de la actividad neuronal. La percepción está dirigida
por el interés. El animal sólo se fija en lo afectivamente signifi-
cativo.
También la conducta humana es un sistema de preferencias.
La atención es el enlace de la conciencia con el valor: un estado
de imantación, en el que la conciencia y lo interesante se atraen
mutuamente. Atender es ser consciente de un atractivo. Si llama-
mos «intencionalidad» a la correlación esencial entre un acto de
conciencia y su objeto, debemos llamar atencionalidad a la rela-

101
ción esencial entre un acto de conciencia y el valor del objeto.
Toda conciencia es conciencia-de-algo que se destaca sobre otras
cosas y que resulta prestigiado, destacado, valorado respecto de
los demás. El interés es una implicación, complicación con el
objeto.
La atención inteligente es la atención animal transfigurada. El
lector ya conoce este estribillo. Pretendo contar la entrada de la
atención en el juego libre de las facultades. Es el gran sismo. Un
giro supremo que va a conceder al sujeto grandes poderes negocia-
dores.
La bestia en la selva ha de estar pendiente del estímulo («Estar
pendiente de una cosa.» ¡Qué gran hallazgo lingúístico!) Es un
asunto de vida o muerte que el ciervo, mientras come, no esté tan
concentrado en la hierba que desoiga los mensajes que le trae el
aire. Debe aguardar expectante las noticias, porque sus enemigos
están siempre al acecho, y el informe de sus asechanzas ha de lle-
gar velozmente a los centros nerviosos del ciervo, que organizan la
respuesta. Cualquier retraso o distracción son peligrosos y por eso
le interesan sólo los scoops, las noticias de primera plana. El resto
debe quedar difuminado, para lo que cuenta con eficaces mecanis-
mos de inhibición neuronal (Bridgeman: «Background activity in
single cells of monkey visual cortex during visual tracking», Inter-
national Journal of Neuroscience, n.* 6, pp. 153-158, 1973).
Mientras pace, soporta un continuo bombardeo de estímulos,
que no le interesan y a los que no atiende, pero cuando en esa
barahúnda le llega un crujido distinto, la siniestra novedad toma
el control de la acción y el organismo entero se pone a su servi-
cio. El cuerpo del ciervo se convierte en máquina de huir. Pero
la pantera, en ese momento, también está concentrada y juega
con eficacia su papel de antagonista: es una máquina de matar.
Ni una espina que se clave en su flanco ni el aguijón de un in-
secto que atraviese su piel detendrá su carrera. La caza es su
principal ocupación, el tema de su actividad. La sucesión de estí-
mulos pronuncia en su cerebro el discurso de la caza y su carrera
está teledirigida por la intermitente fulguración de la piel del
ciervo en la espesura. Una jerarquía de comportamientos, pro-
mulgada por los instintos, el aprendizaje y el hambre, organiza el
salto y la dentellada. La atención del animal es la sumisión de

102
todo el organismo a una tarea. Todo el poder computacional está
al servicio de su mortal correría. El estímulo es el rey. La carrera
del ciervo dirige la carrera de la pantera.
En el hombre todo cambia. La inteligencia descompone la
armonía preestablecida entre ser-consciente y ser-interesante. El
hombre puede unirse conscientemente a cualquier objeto. Los es-
tímulos han perdido su omnipotente capacidad de control y el
primer plano ya no está predestinado al mensaje más urgente. Ha
dejado de existir la jerarquía objetiva de las importancias y apa-
rece la aristocracia subjetiva: el hombre establece el orden de sus
intereses. Éste es el gran giro al que me he referido, que es una
revolución copernicana. El sujeto dejará de moverse alrededor
del objeto, y ahora le corresponde a éste bailar al son que le to-
quen. Por lo que sabemos, el comportamiento animal está escul-
pido por el estímulo, como decía Skinner. En el hombre las co-
sas suceden de otra manera. La inteligencia es el poder de
suscitar ocurrencias, y esto concede al sujeto cierto control sobre
su conciencia. Aparece el atender libre, y puede mantener el re-
flejo de alerta aunque el estímulo haya perdido sú novedad. Este
mínimo acto de independencia va a ser el cimiento de la liber-
tad. Podrá fijarse en lo que quiera, porque será capaz de atender
sin ganas. El sujeto va a construir su sistema de preferencias.
La antigua aristocracia no acepta sin lucha su relevo por la
nueva. Se conservan conductas del antiguo régimen, y el poder
del estímulo permanece vigente. Sería peligroso que hiciéramos
esperar en la antesala de la conciencia a ciertos mensajeros, y el
dolor, las novedades, los estímulos intensos conservan su antiguo
salvoconducto. El notorio cambio de régimen que la inteligencia
instaura no es completo, ni absoluto, ni constante.
Los filósofos medievales decían que la inteligencia es «impe-
rante y dirigente», pero, añadían, su poder no es tiránico sino
compartido. Tiene que negociar el gobierno de la conciencia con
una variedad de deseos e intereses que también aspiran a man-
dar. El sujeto que decide la acción, y que pretende asignarle to-
dos los recursos operativos, incluida la memoria y la información
en estado consciente, se encuentra con que otras ocurrencias se
le oponen. La eficacia con que realizamos las operaciones físicas
no se repite en las mentales. Queremos pensar en un asunto y

103
una preocupación se opone a nuestro propósito. Cualquier medi-
tación puede derivar suavemente hacia una evagatio mentis no
prevista. Escuchamos llamadas imperiosas, y nos cuesta trabajo
mantener ese silencio que Covarrubias atribuía a la atención. La
conciencia es, con frecuencia, una algarabía. Al considerar la
atención todos experimentamos una dualidad de fuerzas, porque
nuestros propósitos se ven dificultados por interferencias que
proceden de nosotros mismos. Este fenómeno me aconseja que
hable de un «Yo ocurrente», que funciona a su aire y produce
ocurrencias sin parar, y un «Yo negociador, ejecutivo, creador»,
que intenta dirigir al Yo ocurrente y embarcarlo en un proyecto
libre. Se trata de un recurso descriptivo y mo de una esquizofré-
nica afirmación ontológica.

El niño tiene que aprender el modo libre de atender y avanza


en este aprendizaje al mismo tiempo que progresa su dominio de
las facultades mentales. Las cosas siguen reclamando su interés y
atrayendo su mirada. Tendrá que inhibir esta natural fascinación,
para ocuparse de cosas que no le interesan a él, sino que intere-
san a los demás. Sentir curiosidad por lo que mira su madre, y
seguir su mirada, es un primer paso en esa liberación. Más tarde
aprenderá a seguir los gestos que le señalan algo. Hará cabalgar
su atención sobre el dedo índice que apunta y la dejará resbalar
por el rayo de la indicación hasta que tropiece con el objeto. Y
un poco más tarde hará lo mismo con la palabra: aprenderá a
distinguir entre lo que siente como interesante y lo que le dicen
que es interesante, y ampliará su interior para acoger esa división
entre intereses propios y ajenos. Descubre así la diferencia entre
valores vividos y valores pensados, y el proceso de integrar a am-
bos va a durar toda su vida.
Como ya he contado, el lenguaje colaborará en esta toma de
posesión del atender. La educación es, entre otras cosas, el
aprendizaje de métodos para dirigir la propia subjetividad que

104
han sido perfeccionados durante milenios. En la escuela, el niño
aprende, al mismo tiempo que la aritmética, a poner atención en
la aritmética, que no es asunto que le interese a él, sino, en todo
caso, al maestro. Mucho me temo que el niño no comprenda la
pasión del profesor por los quebrados y por los decimales. Unifi-
car los intereses propios y los intereses ajenos plantea al niño se-
rios problemas, como en los versos de Prevert:

Deux et deux quatre


quatre et quatre huit
huit et huit font seize...
Répétez! dit le maítre
Deux et deux quatre
quatre et quatre huit
huit et huit font seize.
Mais voila l'oiseau-lyre
qui passe dans le ciel
Penfant le voit
Penfant Pentend
Penfant Pappelle:
Sauve-moi
joue avec mol
oiseau!
Alors Poiseau descend
et joue avec Penfant
Deux et deux quatre...
Répétez! dit le maítre
et Penfent joue
Poiseau joue avec lui...
Quatre et quatre huit
huit et huit font seize
Tls ne font rien seize et seize
et surtout pas trente-deux.

La atención es una función afectiva, que la inteligencia ha


desgajado de la afectividad para hacerla libre. Ni la inteligencia
ni la libertad ni la atención se adquieren de una vez. El niño
tiene que aprender a tratar con sus deseos, sentimientos y ocu-

105
rrencias, para poder negociar con ellos su libertad. Toda su vida
mental está sufriendo una transfiguración, y por esto los años in-
fantiles son tan agitados y transcendentales. Muchos niños con
problemas de aprendizaje, así como los marginados culturales
que no pueden aprender, sufren las consecuencias de no haber
sido convenientemente adiestrados en sus hogares para prestar
atención (Deutsch, M.: «The disadvantaged child and the lear-
ning process», en A. H. Passow: Education in Depressed Areas,
Columbia University Press, Nueva York, 1963). El núcleo del
aprendizaje consiste en obrar como si fueran interesantes cosas
que no se lo parecen. Kant demostraba la libertad del hombre
por su capacidad para comportarse de acuerdo con la razón obje-
tiva y no movido por el sentimiento. Es decir, tiene que guiarse
por los valores pensados y no por los valores vividos. Sería muy
sencillo si las cosas dejaran de llamarnos, pero el pájaro lira revo-
lotea tras los cristales, desplegando su irrestañable atractivo, y el
Yo del niño, dividido entre el pensar y el sentir, duda en qué
barco enrolarse. ¿Navegará por la aburrida corriente de los nú-
meros, encaramado como un náufrago a la inhóspita tabla de su-
mar? ¿O viajará con el pájaro, que es tan interesante por natura-
leza, perchado en la gavia de un barco aventurero?

Con la libertad la vida se hace más complicada, porque mu-


chas solicitaciones reclaman nuestra atención. Nos parece que el
animal vive un único argumento, mientras que el hombre al-
berga en sí una proliferación de historias y disputas. La concien-
cia es polifónica y el Yo ejecutivo hace lo que puede para guiar
la atención. El sujeto pleitea consigo mismo. Como dice Rilke:

No estamos unidos. No nos entendemos


como las aves migratorias. Adelantados y tardíos
nos exponemos de repente a vientos
y caemos en estanques inalterables.
Florecer y agostarse nos es igualmente consciente
y por algún lugar van leones todavía y no saben

106
mientras son soberanos, de ninguna impotencia.
Pero a nosotros, cuando queremos decir una sola cosa
[del todo
ya nos es perceptible el lujo de lo otro. Enemistad
nos es lo más próximo.

Los dos tipos de atención que he descrito se corresponden con


lo que tradicionalmente se ha llamado atención voluntaria e invo-
luntaria. William James pensaba que la atención voluntaria sólo
podía mantenerse por unos instantes, ya que exige un gran esfuerzo,
y que después o bien el objeto tenía la suficiente energía para arras-
trarnos o teníamos que repetir una y otra vez nuestro acto de aten-
ción. La voluntad era, sobre todo, un acto de tenacidad.
Hay comportamientos humanos que, a pesar de consumir
mucha energía, se viven sin sentimiento del esfuerzo. En el
juego, por ejemplo, la conciencia y su actividad están unidas sin
fisuras ni titubeos. El sujeto vive en la acción, vigila y registra
puntualmente el desarrollo de los acontecimientos y, por último,
subordina al juego todos sus recursos mentales. No hay ninguna
competencia. El jugador de baloncesto es una conciencia unifi-
cada, que a su vez está unificada con un cuerpo unificado, y todo
de nuevo unificado en el aro que atrae al balón y tras él al
cuerpo del atleta que se estira y alza para depositarlo en la ca-
nasta. No es de extrañar que el hombre haya vivido este estado
de concentración como una experiencia de plenitud. A ella aspi-
ran las técnicas yogas. En los aforismos de Patanjali puede leerse:
«El yoga es impedir, por el control, que la mente (chitta) tome
diversas formas (urittis). Durante el tiempo de la concentración,
el Yo vidente (Purusha) descansa en su propio estado inmodifi-
cado. En los demás momentos el Yo vidente está identificado
con las modificaciones.»
Es curioso que Ortega defina la felicidad como una unifica-
ción de la mente: «Cuando pedimos a la existencia cuentas claras
de su sentido, no hacemos sino exigirle que nos presente alguna
cosa capaz de absorber nuestra actividad. Si notásemos que algo
en el mundo bastaba para henchir el volumen de nuestra energía
vital, nos sentiríamos felices y el universo nos parecería justifi-
cado. ¿Quién que se halle totalmente absorbido por una ocupa-

107
ción se siente infeliz? Ese sentimiento no aparece sino cuando
una parte de nuestro espíritu está desocupada, cesante. La me-
lancolía, la tristeza, el descontento son inconcebibles cuando
nuestro ser íntegro está operando.»
La infelicidad, al parecer, es una quiebra de la atención y la
tristeza fruto de una atención dispersa. Como siempre, Ortega
tiene razón y la pierde por su exageración y su optimismo. El de-
sesperado vive también la unificación de la conciencia, en este
caso cruel. A pesar de todo, hay que admitir que Ortega poseyó
una envidiable agudeza para reconocer los temas importantes.

¿Qué hace la conciencia cuando no atiende? Lo que llama-


mos distracción suele ser la atención a una cosa distinta de la que
nos proponíamos atender. Parece que siempre atendemos a al-
guna cosa, si no estamos inconscientes. Sin embargo, en determi-
nados enfermos se produce un descenso general de la actividad
nerviosa, que se acompaña de apatía, inactividad o pérdida del
reflejo de orientación, y todo esto puede considerarse un estado
patológico de la atención involuntaria. Nada resulta interesante
para un organismo tan deprimido. Otras veces, en cambio, el sín-
toma principal es una elevada excitabilidad que mantiene a los
pacientes continuamente perturbados, porque cualquier estímulo
adquiere excesiva resonancia.
La atención voluntaria también puede verse afectada por las
alteraciones del comportamiento. Hay enfermos que no pueden
dirigir sus actividades mentales, y vagan de un estímulo a otro,
en un vaivén aleatorio, en el que todos los impulsos captan la
atención, pero ninguno la mantiene. Es la «evagatio mentis». El
vagabundear de la conciencia por un paisaje donde nada es lo su-
ficientemente atractivo.
Como estoy estudiando el papel que la atención juega en una
inteligencia creadora, resulta interesante estudiar el tipo de aten-
ción que poseen los grandes creadores. Freud sostuvo que el psi-

108
coanalista no debía hacer esfuerzo alguno para concentrar su
atención en una cosa concreta, para no dejarse llevar de estados
de ánimo o de actitudes que podían ocultar parte de la realidad.
Aconsejaba mantener una atención tranquila, flotante o errática.
En ese estado relajado y distendido, la inteligencia, decía, con-
serva su flexibilidad y se libra de las rutinas. ¿Qué ha de ser el
creador, por lo tanto, un concentrado o una conciencia flotante?
Muchos creadores piensan que es preciso abandonar el pen-
samiento controlado para no estorbar la labor de los poderes sub-
conscientes. La fuerza productiva —escribió Goethe— tiene que
resucitar espontáneamente, sin intención ni voluntad, aquellas
imágenes conservadas en los órganos, en la memoria, en la ima-
ginación. Todos los libros sobre creatividad cuentan la manera
como Poincaré descubrió las funciones fuchsianas. Después de
trabajar sobre el tema durante una temporada, sin alcanzar nin-
gún resultado, emprendió un viaje, que le hizo olvidar su trabajo
matemático. En una de las etapas, al subir al autobús se le ocu-
rrió la solución: «Sin que nada en mis pensamientos anteriores
hubiera preparado el camino, vi que las transformaciones que
había utilizado para definir las funciones fuchsianas eran idénti-
cas a las de la geometría no euclidiana.» Los compositores hablan
con frecuencia de un estado de atención flotante. Tanto Mozart
como Brahms afirmaron que habían realizado sus mejores obras
en estados parecidos al sueño, o que las ideas les habían llegado
como sueños vividos. De César Franck se dice que vagabundeaba
en estado de trance mientras concebía sus ideas.
No todos los creadores están de acuerdo con esta idea de la
espera distraída. Una vieja idea, que corrió durante siglos por la
literatura psicológica, definía la genialidad como una desmesu-
rada capacidad de atender. El genio, escribió Helvecio, no es
otra cosa que una atención continuada y Chesterfiel observó
también que «la facultad de aplicar la atención fijamente a un
solo objeto, sin dispersarla, es la marca infalible de un genio su-
perior». William James pensaba lo mismo, aunque daba al fenó-
meno una interpretación distinta, que comentaré más tarde.
Nos encontramos, pues, con dos escuelas de pensamiento en-
frentadas, y debemos fijar nuestra postura. Es evidente que al
concentrado se le escapan muchas cosas que el errático puede

109
cazar. Si no esperas lo inesperado, decía el clásico, no lo recono-
cerás cuando llegue. Algo así debe de ser la atención flotante, un
dichoso estado de perfecta receptividad. Ocurre, sin embargo,
que a estas alturas tenemos razones para sospechar que toda re-
ceptividad o pasividad de la conciencia es un espejismo. El sujeto
es un constructor olvidadizo, a quien le cuesta trabajo reconocer
que gran parte de las cosas que encuentra eran obra suya. Aun-
que la idea de atención flotante esté puesta bajo la advocación de
Freud, no estoy seguro de que exista. Mejor dicho, estoy seguro
de que no existe como función creadora. Voy a analizar un mi-
núsculo acto creador. Me propongo producir una frase ingeniosa.
Llueve y mientras abría la puerta de la casa he pensado que decir
algo ingenioso sobre el felpudo sería un alarde. El valor retórico
del felpudo está por los suelos. Durante unos minutos he some-
tido al felpudo a toda suerte de manipulaciones mentales para
cumplir mi proyecto. He recorrido todas las asociaciones que la
memoria me ha proporcionado, enunciado frases, ensayado solu-
ciones. He forzado, en fin, cualquier comparación. Toda esta ac-
tividad es atenta, porque me ha interesado, y la he vigilado cons-
tantemente, poniendo a su disposición el resto de mis facultades
mentales. El resultado no ha sido muy glorioso, lo confieso. Lo
mejor que se me ha ocurrido ha sido comparar el felpudo con un
cepillo, lo que no es muy original. Después, con un cepillo de
dientes, para acabar diciendo que el felpudo es el cepillo
de dientes de los zapatos. Me causo rubor a mí mismo. Harto del
esfuerzo, salgo a pasear. El aire trae un alegre olor a tierra mo-
jada, ese grito aromático que la jubilosa tierra lanza. Veo entrar
en su casa a un hombre y, precisamente ahora que no pensaba en
ello, se me ocurre una idea más interesante: «El hombre que se
limpia los zapatos en el felpudo parece que va a embestir a la
puerta.»
¿Qué ha sucedido? Al parecer, lo que no conseguí trabajando
atentamente, lo he conseguido cuando mi atención flotaba en el
aire perfumado por la lluvia. No buscaba nada, no esperaba
nada, disfrutaba de una pasividad perspicaz y fértil, a juicio de
Ereud.
Sin embargo, Freud se equivocaba: percibió un fenómeno
real, pero lo conceptualizó mal. Creyó que podíamos mantener la

110
atención sentada en el puesto, aguardando como un cazador en
el monte que la pieza aparezca para disparar. Las cosas no fun-
cionan así, porque esperar no es una función pasiva. Nuestra ex-
pectación está dirigida por los proyectos y esquemas activados.
Una pasividad absoluta no sería perspicaz, sino ciega. No somos
espejos que reflejen la realidad, sino conversadores que la entre-
vistamos. Los mismos discípulos de Freud se dieron cuenta de
que la atención flotante era una utopía, pues el hombre sólo
puede hacerse cargo de la realidad dándole un significado. Corri-
gieron, un poco chapuceramente, la opinión del maestro, di-
ciendo que la atención flotante tenía que estar interrumpida por
momentos de alerta, capaces de proferir significados.
Creo que hay una explicación mejor. Lo que se llama aten-
ción flotante no es más que el conjunto de planes y esquemas
activados y vigentes. Lo que caracteriza la fertilidad de una in-
teligencia es su habilidad para mantener activado un gran sector
de su memoria. Ántes he mencionado a William James y su
opinión sobre los genios, prometiendo una aclaración. James,
que fue un psicólogo muy original, relacionó genialidad y aten-
ción, pero al revés que los demás autores citados. «Es su genio
lo que les hace ser atentos, no su atención lo que les hace ser
genios.» Si pueden atender a un objeto durante mucho tiempo
es porque ante sus fértiles mentes cualquier asunto resulta suge-
rente. Los temas se ramifican sin parar, y no hay nada aburrido
ni monótono. Cualquier cosa está llena de interés y puede man-
tenerles absortos horas y horas. El objeto es el punto de apoyo
de innumerables planes y esquemas. Sometido a esta ilumina-
ción cambiante, aparece dotado de una riqueza inagotable. Lo
mismo decía Helmholtz con más detalle: «Podemos mantener
nuestra atención continuamente fija en un objeto durante muy
poco tiempo, pues cesa en cuanto se ha desvanecido nuestro in-
terés por él. Pero como podemos formularnos nuevas preguntas
sobre el objeto, surgirá un nuevo interés, y la atención se man-
tendrá fija.»
Lo que se llama atención flotante es una espera con múltiples
proyectos amartillados. Esto nos descubre un nuevo modo de po-
seer información. Sólo una parte de la información que tenemos
y manejamos se encuentra en «estado consciente». De la que se

111
encuentra en esta situación, parte ocupa el primer plano y parte
se mantiene en el margen de la conciencia. Pues bien, hay una
modalidad distinta, en que la información no está ni consciente
ni inconscientemente poseída. Está vigente. Un proyecto y toda
la información implicada en él puede mantener su vigencia, aun-
que no nos demos cuenta de ello en un momento dado. La psi-
cología actual habla de la activación de los esquemas, para des-
cribir un antecedente de lo que aparece en nuestra conciencia.
Cuando emprendemos una tarea, activamos una parte de nuestra
memoria general, que los expertos en computadoras llaman me-
moria de trabajo. Lo que sostengo es que la amplitud del campo
de vigencias, es decir, la cantidad de proyectos y esquemas que
podemos mantener activados simultáneamente, es una de las ca-
racterísticas decisivas de la inteligencia creadora. En psicología
se conoce con el nombre de «efecto Zeigarnik» la especial me-
moria que tenemos para las tareas incompletas. Mientras no he-
mos cancelado un plan, se mantiene vigente y activo. Los niños
pequeños no pueden mantener o fijar planes, y están dominados
por la acción organizadora del estímulo. Los enfermos con lesio-
nes en el lóbulo frontal, que estudió Luria, tampoco podían
mantener un proyecto, por lo que su conducta era errática. Por
el contrario, una inteligencia eficaz no sólo mantiene vigente un
proyecto, sino muchos. Puede prolongar el reflejo de orientación,
que era una activación inespecífica del sistema nervioso, con la
activación dirigida de esquemas y proyectos, que alumbrarán as-
pectos nuevos de un objeto idéntico. Se trata de una habilidad
que podemos relacionar con la atención, puesto que con ella se
suele relacionar el reflejo de orientación.

¿Cómo se negocia la atención? La conciencia está ordenada a


la acción. Nuestro comportamiento parece un juego de muñecas
rusas, porque unos proyectos se encastran en otros proyectos, y,
como la atención acompaña al sujeto allí donde él se sitúa, y el

112
sujeto pasa de una actividad a otra, lo mismo hace la atención.
En este momento atiendo a la palabra «muñeca rusa», que apa-
rece sobre el papel. La estoy percibiendo. Pero sería más exacto
decir que estoy atendiendo a su significado. Y lo sería más aún
afirmar que lo que ocupa mi atención es describir con un ejem-
plo el funcionamiento de la conciencia. Como verá el lector, es-
toy introduciendo muñequitas en muñecas cada vez mayores.
Aún he de continuar, porque el funcionamiento de la conciencia
forma parte de un tema más amplio, que es la inteligencia. En
fin, si alguien me preguntara en qué me ocupo, respondería: es-
toy escribiendo un libro. Me llaman por teléfono, hago un aparte
en mi actividad, atiendo al inoportuno y luego vuelvo a mi tema.
Es decir, continúo escribiendo el libro —que trata sobre la inteli-
gencia— para el que debo inventar un ejemplo que aclare el fun-
cionamiento de la atención —para lo cual menciono un juego—
con lo que termino escribiendo y percibiendo atentamente la pa-
labra «muñeca rusa».
Realizo atentamente estas actividades recursivas porque
tengo comprometido en ellas mi interés, vigilo puntualmente su
desarrollo y les asigno toda mi capacidad de manejar informa-
ción. Así actuamos todos. Ocurre, sin embargo, que el Yo ejecu-
tivo que gestiona los recursos intercala en una acción tramos
atentos y tramos automáticos. Mantiene los proyectos con vigen-
cia Oo los trae al estado consciente. Por eso debemos llamarle,
además de ejecutivo, creador y otras lindezas, Yo negociador. La
libertad es la capacidad de negociar con nuestras limitaciones e
invertir bien nuestros recursos.
En páginas anteriores dejamos al niño bregando con la com-
petencia de los objetos. El pájaro y la tabla de sumar se disputa-
ban el acceso a su conciencia. La inteligencia ha descoyuntado la
atención, impidiéndole seguir su movimiento natural. El niño y
el adulto tienen dificultades para mantener voluntariamente la
atención. ¿Cuáles son las dificultades que entorpecen el libre
atender? Mencioné antes las enfermedades de la atención y ahora
sólo voy a referirme a los obstáculos normales y no patológicos.
La primera dificultad procede de la falta de motivación. En-
tiendo por motivo la anticipación de un premio (que puede con-
sistir también en librarse de un castigo o penalidad). El aburri-

113
miento es la experiencia de la falta de motivación. Nada de
cuanto le rodea puede despertar la energía o el interés del abu-
rrido. La realidad entera se desploma y permanece muda e inex-
presiva. Sabiendo ya que los valores son una compleja mixtura de
subjetividad y objetividad, resulta difícil decir si el calificativo de
«aburrido» hay que aplicarlo a las cosas o a la persona. En mu-
chas ocasiones, desde luego, no estamos aburridos porque las co-
sas sean aburridas, sino que las cosas son aburridas porque esta-
mos aburridos. Somos incapaces de integrar nuestra situación
dentro de un proyecto que le confiera un significado distinto,
más estimulante.
No quiero pecar de optimismo. Hay situaciones y trabajos
inevitablemente repetitivos y rutinarios. Uno de los problemas
de la fabricación en cadena es la monotonía de los actos, que im-
pone una robotización del sujeto. En estos casos resulta muy difí-
cil prestar atención, porque la respuesta natural del organismo
ante una situación repetitiva es desconectarse o automatizar la
respuesta. La persona que se enfrenta a una tarea rutinaria se ve
arrastrada a ejecutarla mecánicamente, lo que le permite dedicar
el primer plano de su conciencia a otra cosa. Sólo se puede reali-
zar atentamente una rutina mediante un entrenamiento sistemá-
tico. Las técnicas yogas, que se concentran en realizar atenta-
mente un acto tan automático como la respiración, pretenden
conseguir esta habilidad. Sin embargo, dan por resuelto el princi-
pal problema, en vez de resolverlo. Nadie se somete a un entre-
namiento si no tiene motivos para ello, por lo que el problema
de la atención vuelve a referirse a la motivación y a la gestión de
nuestra energía.
Sólo hay dos modos de negociar la atención. Introducirla
dentro del círculo de la actividad motivada, o introducirla dentro
del círculo de las actividades complicadas, que no se pueden ha-
cer automáticamente. Cada una de estas soluciones merece ser
contemplada con detenimiento.
Las fuentes de nuestra acción son misteriosas. Antes o des-
pués nos vemos obligados a manejar conceptos borrosos como el
de «vitalidad», «ánimo», o cosas semejantes. Nos referimos con
ellos a una última fuente de energía, de la que sabemos muy
poco, y que resulta cegada en casos de graves depresiones, por

114
ejemplo. Privada de esa energía necesaria, la inteligencia perma-
nece inerte, sin poder alterar la situación. De ahí que, en las
grandes depresiones, sea tan descabellado querer razonar con el
enfermo, incapaz de atender a razones. Fuera de estos casos dra-
máticos, la inteligencia conserva alguno de sus poderes, entre
ellos su capacidad retórica.
Llamamos «retórica» a la capacidad de movilizar sentimien-
tos mediante la palabra. Todos respondemos a la retórica ajena y,
con menos docilidad, a la retórica propia. Sin embargo, el Yo
ejecutivo puede a veces manejar con habilidad suficiente su elo-
cuencia, y cabe la posibilidad de que, convertidos en agitadores y
auditorios al mismo tiempo, profiramos un discurso animoso o,
por lo menos, acallemos la lúgubre salmodia del desánimo. Al
estudiar el movimiento inteligente, comenté que los atletas se
animan con frecuencia a sí mismos. Seguimos en los niveles bási-
cos de la acción y es lógico que encontremos los mismos fenó-
menos. Una palabra puede convertirse en «estimulante», que es
una curiosa palabra. Algo se hace estimulante cuando actúa
como estímulo, es decir, pone en movimiento nuestra capacidad
de respuesta. En el caso del hombre, se trata de una propiedad
secundaria, que no tienen todos los estímulos sino sólo aquellos
que despiertan en nosotros una fuente de energía dormida.
Hace muchos años que Ortega llamó la atención sobre la im-
portancia de educar la vitalidad. Para él, había una radical fluen-
cia psíquica que alimenta nuestra fauna íntima, más aún, que la
suscita o anula, la dirige o regula. Es, decía, el pulso de vitalidad
propio a cada alma, manantial que luego se deshace en los mil
arroyos de nuestro pensar, sentir y querer. Ese sentimiento de
vitalidad puede ser ascendente o descendente, y cada uno pro-
duce distintas estirpes de sentimientos y acciones. Hace falta
educar para la vitalidad y para ello se necesita aprender el trata-
miento de las funciones psíquicas internas. El niño debe ser en-
vuelto en una atmósfera de sentimientos audaces y magnáni-
mos, ambiciosos y entusiastas. También convendría fomentar en
él un poco de violencia y un poco de dureza. Por el contrario, de-
berá apartarse de su derredor cuanto pueda deprimir su confianza
en sí mismo y en la vida cósmica, cuanto siembre en su interior sus-
picacia y le haga presentir lo equívoco de la existencia. Todos te-

115
nemos una deuda de gratitud con Ortega por haber utilizado su
gran retórica para animar nuestro paisaje cultural y psicológico
con esa ardiente ráfaga íntima que es el entusiasmo. Es verdad
que predicó con el ejemplo más que con la teoría, y no nos dijo
cómo se podían poner en tensión esos profundos resortes bioló-
gicos. Sólo menciona el poder estimulante de los modelos. Hér-
cules y Ulises eran para él imágenes generadoras de inagotables
entusiasmos. Por desgracia, los manantiales de la vitalidad no se
descubren tan fácilmente. Hay que reconocer, sin embargo, que
Ortega valoró justamente la importancia de vivir en un ambiente
estimulante, que proponga al sujeto un amplio repertorio de va-
lores. Y que comprendió y practicó las virtudes anfetamínicas de
la alta retórica.
La habilidad de la inteligencia para persuadirse, seducirse o
animarse a sí misma está relacionada con otras dos habilidades
suyas. Una de ellas es inventar proyectos. Para ello, como estu-
diaré más tarde, se sirve de muchas fuentes de información. En
este momento sólo nos interesan los que pueden activar la vitali-
dad del sujeto, su interés por las cosas. La inteligencia tantea
proyectos, inventados o copiados, procurando descubrir uno que
haga sonar alguna nota profunda en su interior. Así enlazamos
con la última y principal capacidad negociadora de la inteligen-
cia, a la que ya me he referido: puede pensar valores y no sólo
sentirlos. Sobre este frágil punto de apoyo se construye la liber-
tad. Mediante el discurso práctico, la inteligencia pretende poner
en relación las situaciones indiferentes con valores pensados y
conectar éstos, aunque sea muy sutilmente, con alguna de las
fuentes eficaces de la motivación.
La retórica íntima, la invención de proyectos, los juegos de
anticipación y tanteos, la capacidad de pensar los valores y rela-
cionarlos con los sentimientos no son métodos infalibles, sino
procedimientos de negociación. La inteligencia está en continua
transacción con la realidad exterior e interior. Tanto fuera como
dentro encuentra resistencias. Nadie es absolutamente dócil a su
inteligencia o a su voluntad, porque la libertad humana es liber-
tad encarnada en una facticidad y la relación entre ambas instan-
cias tiene un argumento dramático. Se es inteligente y libre gra-
cias a un minucioso proceso de autoconstrucción, de autopoiesis,

116
y no por un instantáneo acto de magia, ni por un destino inexo-
rable.
Espero que el lector haya comprendido mis perplejidades
ante el tema de la atención. En él se involucran los más oscuros
y profundos temas del conocimiento, del afecto y de la acción.
No puedo dedicarles más atención, aunque no por falta de inte-
rés. En este capítulo me interesaba sobre todo mostrar que la in-
teligencia es mucho más que hacer razonamientos o resolver pro-
blemas formales. Dirigir la motivación, construir la propia
libertad, llevar hábilmente la negociación con nuestras limitacio-
nes, todo esto es inteligencia humana.

117
VII. LA MEMORIA CREADORA

Las funciones mentales también están sometidas a las modas,


como las faldas, los cortes de pelo o las enfermedades. Á veces
hacen furor y poco después producen furor. La línea de la moda
es una sinusoide de amores y desprecios caprichosos. Durante los
últimos decenios, la memoria ha vivido sus horas más bajas. Se la
convirtió en símbolo de la repetición y la rutina. Era la perma-
nencia ominosa del pasado, y para una sociedad preocupada por
el tránsito al futuro, era más un peso muerto que una energía
viva. Fue una gran injusticia aceptada sin chistar por la pedago-
gía, que ha perjudicado a la educación y que, afortunadamente,
empezamos a reparar. La memoria no es un lastre que debamos
largar para ir más ligeros, sino el combustible que nos permite
volar. Es un peso que no hunde, sino que eleva. La tesis de este
capítulo se enuncia con facilidad: la memoria inteligente es un
sistema dinámico. No es un almacén, ni un cementerio, ni un
destino, sino una riquísima fuente de operaciones y ocurrencias.
Los griegos mostraron una vez más su perspicacia al descubrir
que las Musas eran hijas de la Memoria. El Yo ejecutivo puede
elegir su memoria, y diseñar los planos para su construcción. De
ahí que la memoria no sea una imposición o un destino, sino un
proyecto.
La memoria inteligente es una facultad transfigurada. Los
animales también almacenan información. Al parecer, poseen
sólo una memoria de «reconocimiento», es decir, pueden utilizar
la información guardada cuando aparece el estímulo apropiado.
Se trata de una capacidad potentísima, que el hombre también

118
posee, pero que no podemos manejar voluntariamente. Sucede
como si poseyéramos un tesoro que no podemos gastar. Nadie
conoce todo lo que su memoria sabe y sería una tarea imposible
pretender recordar todos nuestros recuerdos. No conocemos el
límite de nuestro poder de conservar información. Se han reali-
zado experimentos sorprendentes en los que se mostraban a los
sujetos dos mil quinientas diapositivas fotográficas, a razón de
una cada diez segundos. Al presentarles después las mismas foto-
grafías mezcladas con otras nuevas, fueron capaces de reconocer
correctamente más del noventa por ciento de las ya vistas. Esta
memoria, que pertenece a la inteligencia computacional, posibi-
lita las restantes actividades mentales. Un organismo sin memo-
ria no podría ni siquiera percibir: vemos, interpretamos y com-
prendemos desde la memoria, que ejerce su servicio con tal
discreción que parece que no sirve para nada.
Si no retuviésemos la información, no podríamos enlazar lo
ya visto con lo que vemos, y la síntesis perceptiva sería imposi-
ble, con lo que viviríamos una sucesión de fulguraciones incone-
xas, como cuentas no enfiladas de un collar informativo. Tan im-
portante es la permanencia, que nuestro sistema visual posee una
memoria interna al ojo, a la que llaman los expertos «memoria
icónica», en virtud de la cual el estímulo desaparecido perdura
en la retina un breve espacio de tiempo, que puede ser hasta un
segundo, que es una eternidad para el sistema nervioso, acostum-
brado a tiempos más fugaces. Durante ese lapso, el sujeto puede
capturar la información presente todavía en ese eco luminoso.
Brenda Milner ha estudiado a personas incapaces de retener nada
en la memoria. Estos enfermos pueden mantener voluntaria-
mente datos en su conciencia, pero sabiendo que en cuanto dejen
de pensar en ellos desaparecerán para siempre en los abismos del
olvido. Pierden entonces definitivamente las memorias de las co-
sas. El tiempo, como dijo Shakespeare, está preñado de sucesos,
pero, en estos casos, es un tiempo desmemoriado que, como Cro-
nos, devora a su progenie. En una ocasión a la doctora Milner le
extrañó que uno de sus pacientes hubiera podido recordar du-
rante quince minutos el número 584, y le preguntó cómo lo ha-
bía conseguido. La respuesta narró un patético combate contra el
olvido: «Es necesario acordarse del 8. Luego 5, 8 y 4 suman 17.

119
Se acuerda uno del 8. 17 menos 8 hacen 9. Si dividimos el 9 en
dos cifras, tenemos 5 y 4: Aquí lo tiene, 584». Da pavor pensar
que tan frenética y absurda actividad fuera necesaria para que
una información no desapareciera para siempre.
La capacidad de autodeterminación transforma el estatuto
de la memoria. El hombre puede utilizar la información que
posee para reconocer las cosas, pero, además, puede evocarla
voluntariamente. Suscito los recuerdos, con lo cual la memoria
entra en el juego de las facultades, porque el sujeto puede utili-
zarla de acuerdo con sus proyectos. La transfiguración de la me-
moria es análoga a la experimentada por la mirada, el movi-
miento o la atención. Una facultad que estaba dirigida y
controlada por el estímulo cambia de régimen y pasa a ser par-
cialmente dirigida y controlada por el sujeto. El aprendizaje ya
no es siempre incidental y casual, sino que el sujeto elige su
memoria, lo que va a ser su paisaje interior, y que es también lo
que va a decidir el paisaje exterior que va a contemplar. La in-
teligencia da un paso más en la liberación de lo dado. Atesora
la información que le interesa, y con esa moneda negociará su
trato con la realidad. Sabrá conservar información y aprove-
charla, lo cual es una característica esencial de la inteligencia.
No se trata de saber, sino de saber utilizar lo que se sabe. Los
niños con retrasos mentales no aprenden a hacerlo, y su memo-
ria es un bloque inerte, que no pueden manejar. De ahí la gran
importancia pedagógica de lo que se ha dado en llamar ciencias
metacognitivas, que tratan de enseñar al niño a utilizar sus pro-
pias facultades, entre ellas la memoria.

La transfiguración es un proceso lento, ya lo sabemos. La


memoria inteligente no aparece como un relámpago, sino como
un largo proceso de reestructuraciones y cambios esenciales. No
se trata de una historia aislada, pues la biografía de la memoria
se trenza con las biografías del resto de las facultades, en una

120
animada trama de influencias, acciones, reacciones, enlaces y de-
senlaces.
Las palabras significan distintas cosas a lo largo del argu-
mento. Por ejemplo, cuando decimos que un niño piensa, posi-
blemente sólo esté recordando, y cuando decimos que un adulto
recuerda, posiblemente esté sólo pensando. En un caso, pensar
es apelar a la memoria. En otro caso, recordar es construir el re-
cuerdo.
El niño pequeño tiene una gran memoria, pero no es dueño
de ella. No puede gobernarla, ni recordar lo necesario para los fi-
nes que se propone. Su evolución nos resulta ya familiar: con-
forme vaya controlando sus actividades mentales, también su
memoria se hará más gobernable.
La escuela rusa llamó la atención sobre el uso de apoyos ex-
ternos para recordar. Los niños que aprendían una palabra rela-
cionada con un grabado aprendían también a utilizar ese grabado
como ayuda para recordar la palabra. Es un momento de transi-
ción en el que la memoria de reconocimiento se utiliza dentro de
una estrategia inteligente. y
En la etapa siguiente, el niño ya no tiene necesidad de
apoyos externos y puede recordar las palabras aprendidas con
ayuda de su organización lógica interna. La memoria se va a ot-
ganizar como una red conceptual, semántica o narrativa que faci-
litará la pesca de la información que necesite.
Piaget estudió la evolución de la memoria infantil y llegó a la
conclusión de que era paralela a la evolución de la inteligencia.
La conservación del recuerdo y su recuperación depende de los
esquemas que posea el niño y de las operaciones que sepa reali-
zar. Es posible que el niño pequeño apele a su memoria de una
manera mágica, invocándola y aguardando la llegada de un men-
saje de procedencia desconocida, mientras que el niño mayor y,
naturalmente, el adulto, que es un niño más mayor todavía, sabe
buscar en la memoria y andar por ella como se anda por un bos-
que. A Piaget le llamó mucho la atención que los niños recorda-
ran mejor los experimentos varios días después de haberlos he-
cho. Lo que realmente ocurre es que los niños los comprenden
mejor, es decir, organizan mejor las informaciones que po-
seen. Necesitamos saber extraer información de la memoria,

191
como de un libro o de la realidad. Esta habilidad para buscar y
hallar le hizo hablar de una «memoria inventiva», a la que llegó a
identificar con la inteligencia. Transcribo una larga cita por su
interés y, además, como reconocimiento de la influencia de este
psicólogo en las teorías actuales de la inteligencia: «Considerada
en esta perspectiva, la memoria en sentido amplio se confunde
con la inteligencia como totalidad, en cuanto está orientada, no
ya en la dirección de la realidad actual con sus transformaciones
posibles, sino hacia la comprensión de un pasado completado y
anteriormente vivido. Se supone que la realidad está organizada
y basta abrir los ojos y percibirla. Pues con esa misma ingenuidad
se contemplan los recuerdos. Se supone, sin discusión, que la or-
ganización del pasado ya está constituida. La memoria nos lo en-
tregaría tal cual. Por el contrario, cuando comprendemos que
para descubrir una organización es necesario construirla, o al me-
nos reconstruirla, las cosas se presentan de manera distinta. Pero
hacer esto es función de la inteligencia.»
Esto es lo que pretendo mostrar en este libro. No hay inteli-
gencia por un lado y memoria por otro. Lo que existe es una me-
moria inteligente, en la que habitamos, y desde la que contem-
plamos la realidad. La inteligencia penetra la memoria, que a su
vez penetra el movimiento, que a su vez penetra la mirada, en
una colaboración circular que no se acaba nunca. Es verdad que
poéticamente habita el hombre la tierra, y para ello se construye
una morada, que es la memoria. Los «lotófagos», el pueblo mí-
tico que al comer el loto borraba los recuerdos, no era un pueblo
que viviera una permanente aurora de la realidad. Hubo de ser,
forzosamente, un pueblo sin inteligencia.

La memoria da mucho juego poético. El tiempo pasado y las


puestas de sol avivan la nostalgia y otras flores. A los estetas del
recuerdo les parecerá un prosaísmo injurioso que introduzca,
para hablar de la memoria, la noción de banco de datos, pedida

122
en préstamo a la informática. También yo lamento tratar así a
esa genial inventora de paraísos perdidos, pero creo que desde
un punto de vista teórico y práctico conviene estudiar la memo-
ria dentro de un marco más amplio: nuestro acceso a la informa-
ción. Es bien sabido que la memoria de los ordenadores se llama
banco de datos, y lo que quiero destacar es que el hombre posee
un banco de datos más complejo, más eficaz y radicalmente dis-
tinto del que tiene un ordenador.
El hombre busca la información que necesita. La actividad
de buscar información, como veremos más adelante, es una acti-
vidad inteligente, regida por un proyecto. Recabamos informa-
ción de muchas fuentes. Llamaré a la primera de ellas banco de
datos de acceso inmediato. Está constituido por los conocimientos
que poseemos y es lo que tradicionalmente llamamos «la memo-
ria». Nuestro acceso a ella es inmediato, en el sentido de que no-
sotros mismos guardamos la información, somos nuestra memo-
ria, y para usarla mo necesitamos ningún apoyo exterior, al
menos de modo inevitable. Desde la memoria percibimos, habla-
mos, nos movemos e interpretamos la realidad.*
El otro banco de datos es de acceso mediato y a él pertenecen
todos los soportes materiales de información. Se trata, pues, de
una memoria materializada en libros, archivos, vídeos, memorias
de ordenador, agendas y muchas cosas más, a la que llamo de ac-
ceso mediato, porque sólo puedo entrar en ella y utilizarla gra-
cias a la memoria personal, que sabe descifrar y comprender esa
información codificada. Por lo tanto, la memoria de los ordena-
dores forma parte de mi banco de datos, y debo contar con este
hecho al estudiar el papel que la memoria personal ha de jugar
en la vida del hombre.
Aún nos queda otro banco de datos, también de acceso me-
diato, que es, mada más y nada menos, que la realidad entera.
Ésta es nuestra gran ventaja sobre los ordenadores. Nosotros po-
demos extraer directamente una información inagotable de las
cosas que nos rodean, que se convierten así en fuente de conoci-
mientos, yacimientos de datos, reservados caudales de noticias.
Cuando queremos buscar información recurrimos a uno de estos
tres bancos. Supongamos que quiero saber si el vestido de la in-
fanta María Teresa pintado por Velázquez tiene una cenefa de

123
color naranja. Para satisfacer mi curiosidad tengo tres caminos:
apelar a mi memoria, comprobarlo en una fotografía o ir al Mu-
seo del Prado para ver el cuadro.
¿Qué ventaja teórica o práctica proporciona integrar la no-
ción de memoria dentro de la más amplia de banco de datos? La
ganancia más importante es poner de manifiesto que la memoria
es la gran intermediaria, la puerta de acceso, la llave de toda otra
información. Sólo mediante la información que poseemos, incor-
porada a nuestro organismo, sean los esquemas innatos o los es-
quemas adquiridos, podemos acceder a otra información, y esto
sitúa a la memoria en primera línea de nuestra actividad inteli-
gente. El libre juego con lo que sabemos nos permite adentrar-
nos en lo desconocido para aprender cosas nuevas. Incluso el
más arriesgado explorador lleva algún mapa en su equipaje. La
índole de nuestra memoria personal va a definir nuestras posibi-
lidades. Es evidente que si no sé japonés me está vedado el ac-
ceso a la información codificada en lengua japonesa, y este hecho
lo aceptamos todos. Nos cuesta, sin embargo, más esfuerzo admi-
tir que si no poseo ningún saber moral seré incapaz de percibir la
realidad de lo moral. De nuevo he de recordar un dicho venera-
ble: «El que no sabe es como el que no ve.» Sólo vemos lo que
somos capaces de ver, sólo entendemos lo que somos capaces de
entender. Concebida así, la memoria no es tanto almacén del pa-
sado como entrada al porvenir. No se ocupa de restos, sino de
semillas. Como tendremos ocasión de ver, creamos grandes no-
vedades con materiales viejos. Parafraseando la inscripción del
ingeniero romano, la inteligencia es el arte mediante el cual lo
pasado se transfigura a sí mismo.
Desde un punto de vista pedagógico, que debe estar presente
en toda teoría de la inteligencia, aunque sólo sea como banco de
pruebas, el cambio conceptual también es relevante. Si la memo-
ria es llave o puerta de acceso conviene que la educación lo
tenga en cuenta, y nosotros también, al reflexionar sobre noso-
tros mismos. Los conocimientos importantes son, precisamente,
los saberes de acceso. Comprenderlo así será cada día más necesa-
rio, porque vamos a disponer de poderosísimos bancos de datos
codificados y hemos de aprender a convivir con ellos. No pode-
mos olvidar que en los ordenadores, a pesar de lo que digan los

124
informáticos, no hay información, sino señales. No hay significa-
dos, sino significantes, porque, hoy por hoy, del ser humano pro-
cede la donación de sentido. Es la memoria inteligente la única
que puede convertir en información los datos de una pantalla.
Aún queda una última ventaja: concebir la realidad como un
banco de datos nos convierte a todos en investigadores de una
realidad ofrecida y reservada al tiempo. Su presencia es una per-
manente invitación a conversar. Hubiera sido fácil adornar la
noción de «banco de datos», que sugiere imágenes de cajas fuer-
tes y usureros, formulándola en términos más poéticos, que re-
cordasen, por ejemplo, las minas del Rey Salomón. Desde hace
siglos se habla del gran libro de la naturaleza, y los teólogos me-
dievales, que tenían un gran vigor poético, concebían la realidad
como un misterioso conjunto de vestigios divinos. El mutismo
aparente de las cosas no es más que la cortés espera de nuestras
preguntas. No hablan, sólo contestan. El Yo creador, hecho pers-
picaz por sus saberes, interroga con sabiduría, astucia y paciencia
a la realidad entera, obligándola a abandonar su silencio.
Ya he dicho que el hombre se apropia de la realidad dando
significados a su experiencia, y que así constituye su Mundo per-
sonal, cuya información se sedimenta en la memoria. Pues bien,
ese Mundo personal no es un reducto íntimo que nos aísle de la
realidad, sino nuestro acceso a ella. Lo que sabemos, lo que sen-
timos, lo que proyectamos nos lanza más allá de nuestro Mundo.
«El mar en la mañana es una presunción del espíritu», escribió
Saint-John Perse. La realidad a partir del Mundo es también una
presunción del espíritu. En busca de ese mar real, la inteligencia
se lanza a la aventura. Eso es la ciencia. Y, además, la inteligen-
cia, confiando en la resistencia de la realidad, nos hace inventar
nuevas posibilidades reales, y así nacen las creaciones de la mo-
ral, el arte y la técnica. En todas estas actividades creadoras bus-
camos, descubrimos, inventamos, construimos desde la memoria.

125
¿Qué quiere decir la frase «aprender algo de memoria»? Es
una frase hecha, que ha servido para etiquetar todo un sistema
de enseñanza. Pero ¿significa algo? ¿Hay algún otro modo de
aprender que no sea «de memoria»? Se entiende por aprendizaje
todo cambio permanente producido en un organismo por la ex-
periencia; y por memoria, la capacidad de almacenar y recuperar
información. Son dos aspectos de una misma facultad. Sin em-
bargo, la frase en cuestión parece distinguir entre el aprendizaje
de habilidades y el almacenamiento de una información. Cuando
el niño aprende una cosa de memoria, guarda una información,
sin saber hacer nada con ella.
Esta afirmación es falsa, porque incluso el niño memorión
del ejemplo aprende a hacer algo con la información: repetirla.
Estoy de acuerdo en que es un empleo miserable del saber, pero
muestra que siempre se aprenden operaciones. Lo que de mala
manera se llama aprender de memoria, debería llamarse apren-
der a repetir, sin entender, informaciones que no se integran en
otros conocimientos. Cuando un experto aprende, reestructu-
rando todo su paisaje mental con la nueva información y sirvién-
dose de ella para nuevas tareas, también está aprendiendo de me-
moria, pero aprende otras cosas.
El error procede de una inaceptable separación entre con-
ducta y conocimiento. En el ser humano se han trazado unas ar-
bitrarias fronteras entre la actividad y la pasividad. La memoria
sería pasiva, la inteligencia sería activa, luego ambas serían facul-
tades separadas y no sería posible hablar de la memoria inteli-
gente. En el libro de Allen Newell ya citado puede leerse: «Inte-
ligencia es la habilidad de aplicar todo el conocimiento que se
posee al servicio de una meta. Conocimiento e inteligencia no
son en absoluto la misma cosa.» Es posible que en los ordenado-
res suceda así, pero en el hombre no hay esta rotunda separación.
Entre nuestros saberes se encuentra el saber hacer. No estamos
dirigidos por programas inteligentes que recibamos empaqueta-
dos desde fuera, sino que hemos de aprenderlos y, por lo tanto,
son también conocimientos. A su vez, los conocimientos no son

126
datos cazados en una memoria que se puede traspasar de un apa-
rato a otro, sino una construcción del sujeto. La actividad inteli-
gente transfigura nuestra vida mental, arrebatando terreno a la
pasividad, como los holandeses roban terreno al mar. El Yo eje-
cutivo y creador que dirige la mirada edifica su memoria, que a
su vez guiará la dirección de la mirada.
La memoria inteligente es una memoria dinámica. No es un
almacén. Se parece más a un hábito muscular. Decimos que he-
mos aprendido a nadar cuando, después del entrenamiento nece-
sario, somos capaces de realizar los movimientos imprescindibles
para avanzar en el agua. En esa habilidad muscular se integran
actividades visuales, táctiles y cinestésicas. La destreza adquirida
es el resultado de repeticiones que he olvidado, pero que conser-
van la oculta permanencia de los sumandos que borro de la piza-
rra tras hacer la suma, y que están implícitos en el total. Apren-
der a multiplicar es un suceso análogo, salvo que la respuesta no
es directamente muscular, como en la natación. Los estímulos
son simbólicos —números y signos de operaciones—, y los resulta-
dos también lo son. En cada fase del proceso la operación es
controlada por la percepción y la memoria, como le ocurría al
nadador.
Todo el mundo está de acuerdo en que el sistema muscular
es un Órgano de respuestas, cuyas posibilidades de acción están
siempre presentes, actuando de manera más o menos explícita.
La agilidad, que manifiesta los recursos de un sistema muscular,
no es un movimiento, sino la posibilidad de realizar muchos mo-
vimientos. No ejecuta todas sus habilidades musculares, pero en
cada momento actúa desde la totalidad de su sistema muscular en
el que están presentes todas sus habilidades. Salvar un obstáculo
con soltura es realizar una de las posibilidades ofrecidas por el
hábito, de igual manera que decir una frase oportuna es actuali-
zar una de las posibilidades proporcionadas por el lenguaje, que
también es un hábito.
Si me lanzan una pelota, la recojo utilizando el esquema mus-
cular más adecuado. Me ajustaré a su tamaño, velocidad y trayec-
toria y pondré en práctica alguno de los patrones motores apren-
didos. El niño tiene que aprender a coger, operación que exige
una complicada coordinación. Basta observar a un niño para

127
convencerse de su torpeza para coger una pelota. Sus ensayos y
tanteos quedan grabados en su «memoria muscular», desde la
cual va a realizar el próximo movimiento, que a su vez remode-
lará el contenido de su memoria. Pues bien, creo que la «memo-
ria mental» funciona de la misma manera. La metáfora del alma-
cén, que ha usado la psicología, ha sido nefasta, porque convertía
la memoria en una dependencia cerrada, pasiva, propiedad del
sujeto, cuarto de atrás de lo vivido, en vez de considerarla un es-
tado del sujeto. El deportista no tiene un almacén de habilidades
musculares, del que va sacando los movimientos que sus múscu-
los ejecutan, sino que sus músculos pueden ejecutar muchos mo-
vimientos, porque el entrenamiento les ha dotado de esa posibi-
lidad.
El sujeto piensa, percibe, actúa, desde su memoria, que es un
conjunto de posibilidades de acción. Recordar es realizar el acto
que pone en estado consciente una información poseída. Percibir
es realizar el acto de interpretar un estímulo mediante un es-
quema. Razonar es el acto de relacionar conceptos definidos de
acuerdo con normas lógicas. Hemos de acostumbrarnos a pensar
los sedicentes «contenidos» de la memoria como esquemas de ac-
ción. Los conceptos, las imágenes, los planes, las destrezas, son
esquemas activos, que pueden repetirse y que están anticipando
de forma más o menos clara lo que va a suceder. Gregory escri-
bió que los órganos de los sentidos están a la espera de los estí-
mulos. Hay que ampliar esta afirmación, diciendo que el sujeto
entero está en vilo, en expectativa de destino, y que el sujeto in-
teligente no se contenta con aguardar, sino que busca el estímulo
y construye su destino.
Es cierto que las actividades humanas corren el riesgo de mo-
mificarse. La rutina, la pasividad, el abandono y el envaramiento
son claudicaciones cotidianas. Los psicólogos hablan de la «en-
fermedad de endurecimiento de las categorías» para referirse a la
incapacidad de reestructurar los conceptos. La memoria no está
libre de este peligro, por supuesto. Que esos sucesos se den con
frecuencia no altera la esencia de las cosas. La memoria inteli-
gente es dinámica, o, al menos, puede serlo.
El cambio en la concepción de la memoria obliga a cambiar
también el concepto de Mundo. Hasta ahora lo había interpre-

128
tado de una manera estática, como ha hecho en general la filoso-
fía contemporánea. El hombre es un ser-en-el-mundo. Lo que
quiere decir que vive siempre en una realidad hecha consciente,
un territorio donde resulta difícil marcar las fronteras entre el su-
jeto y el objeto. Pues bien, en cada instante el mundo es el con-
junto de lo percibido y lo recordado. El breve fragmento de rea-
lidad que me ofrece la percepción actual se completa con la
memoria, en la que guardamos, dice la psicología, una personal
colección de mapas cognitivos. Poseemos un plano de la ciudad
donde vivimos, o de nuestra casa, o de nuestro mundo sentimen-
tal, o del lenguaje, o de las matemáticas, que nos sirve para
orientarnos. Esta metáfora cartográfica ha de ser descartada, que
es lo peor que puede pasarle, porque es demasiado estática. Lo
que contiene nuestra memoria se parece más a un libro de ins-
trucciones para construir algo, pues la información está incluida
en planes activos. Por esta razón, podemos hablar de memoria
creadora.

Ortega decía que para tener mucha imaginación hay que te-
ner mucha memoria, y estaba en lo cierto. Gran parte de las ope-
raciones que llamamos creadoras se fundan en una hábil explota-
ción de la memoria. Es un gran sistema de matrices, de las que
va a depender nuestra capacidad de extraer información de las
cosas. Por decirlo con una expresión más técnica, la memoria es
el a priori universal de la experiencia. «Lo que llamamos la reali-
dad es cierta relación entre las sensaciones y los recuerdos que
nos circundan simultáneamente», escribió Marcel Proust, resu-
miendo en una frase su caudalosa novela, y granjeándose una
mención en todo escrito que hable de la memoria. Su pariente
Bergson había dicho algo muy parecido: «Percibir es, sobre todo,
recordar.» Y, puesto que describir es narrar lo que se percibe, re-
sulta que la descripción está también penetrada de recuerdo,
aunque a veces no lo reconozcamos.

129
Voy a transcribir un largo texto de un gran escritor a quien
interesaba el método descriptivo, porque, a su juicio, la verdad
era un descubrimiento, y la descripción la narración de lo visto;
me refiero a Martin Heiddeger, que nos va a comentar un paté-
tico cuadro de Van Gogh que representa dos botas viejas. Está
meditando sobre la utensilidad de un útil y, en efecto, la descu-
bre en las botas. «Pero ¿cómo? —se pregunta—. No mediante la
descripción y la explicación de un zapato realmente presente; ni
mediante la descripción del proceso de confección de zapatos; ni
gracias a la observación del uso concreto que se haga aquí o allí
de un zapato; sino poniéndonos sencillamente ante el cuadro de
Van Gogh. Éste ha hablado.»
Lo que sigue es el habla que habló el cuadro a Heiddeger, so-
bre la utensilidad de lo útil, o, dicho en lenguaje poético, lo que
vio en el cuadro: «En la oscura oquedad del gastado interior de
la bota queda plasmada la fatiga de los pasos laboriosos. En la
ruda pesadez de la bota queda retenida la tenacidad de la lenta
marcha por los monótonos y dilatados surcos del campo por el
que corre un viento áspero. En el cuero está depositada la hume-
dad y saturación del suelo. Bajo las suelas se desliza la soledad del
sendero al caer la tarde. En la bota vibra la llamada silenciosa de
la tierra, su callado ofrendar el grano que madura y su misteriosa
inactividad en el árido yermo del campo invernal. Este útil está
transido de la inquietud latente por la seguridad del pan, la ca-
llada alegría por la superación renovada de la penuria, la angus-
tiada espera del parto y el temblor ante la amenaza de la muerte.
Este útil pertenece a la tierra y está resguardado en el mundo de
la campesina. Esta resguardada pertenencia le confiere al útil la
identidad y sustantividad.»
¿Es verdad que vio todo esto? Sí, con tal que definamos el
percibir como la iluminación del horizonte mnésico de las cosas.
Es otra forma de decir que percibimos desde la memoria.
Los teóricos de la inteligencia artificial distinguen entre co-
nocimientos proposicionales y conocimientos procedimentales. En
sentido amplio, unos contienen información y otros los modos
de operar con esa información. Sucede que la distancia entre am-
bos tipos se va haciendo cada vez más pequeña y algunos auto-
res, como por ejemplo Anderson, sostienen que toda informa-

130
ción proposicional puede convertirse en información sobre pro-
cedimientos. Al extraer información, el hombre, sin duda, fun-
ciona así. La memoria es un conjunto de habilidades. Los estu-
dios de Chase y Simon (1973), Simon y Gilmartin (1973) y
Simon (1980) han mostrado que lo que distingue a los jugadores
expertos de ajedrez de los principiantes no son diferencias en los
procesos de juego, sino más bien diferencias en la base de cono-
cimientos sobre la que los expertos podían apoyarse con éxito.
Los investigadores calcularon que un gran maestro de ajedrez
debe de tener un repertorio de cincuenta mil posiciones en el ta-
blero, y que desde este archivo percibe las nuevas jugadas, y gra-
cias a él extrae más información que un novato. Frey dice que
un gran jugador de ajedrez no es un pensador profundo, sino un
gran perceiver, un hábil perceptor. Se consideran necesarios diez
años para llegar a ser un gran maestro, presumiblemente porque
es el tiempo imprescindible para aprender tan elevada cantidad
de jugadas. Hace poco, Hayes estudió biografías de grandes com-
positores y encontró también esa regla de los diez años: ése es el
lapso medio entre el comienzo del aprendizaje y la primera gran
obra. Por su parte, Norman confirmó la cifra mágica de cin-
cuenta mil, al calcular que ése es el número de «prácticas de co-
cina» necesarias para ser un gran cocinero (Norman, 1980;
Mayer, 1983).
Los grandes creadores han tenido descomunales memorias
para lo referente a su arte. Proverbial es la de Mozart, pero no es
el caso único. Vasari se asombra de la memoria de Miguel Án-
gel, y Proust lucía en los salones su capacidad de recordar obras
ajenas. Sin embargo, la memoria, para ser creadora, debe ser una
memoria creadora. Esta tautología de apariencia tan idiota es un
pretexto para destacar dos ideas. Una: La memoria tiene que te-
ner una índole dinámica. Otra: La memoria debe ser manejada
dentro de un proyecto creador, como veremos. Proust no consi-
guió su estilo trufando su memoria de textos ajenos, desde luego.
Únicamente cuando los textos se aprenden como matrices,
cuando se lee como escritor, lo aprendido puede transformarse
en un sistema productor de ocurrencias. Esto le ocurría a Proust,
que podía copiar sin dificultad cualquier estilo literario. «Tan
pronto como comienzo a leer a un autor determinado —escri-

131
bió—, adivino la melodía bajo las palabras de su canción, melodía
que es distinta en cada escritor. Y esto me permite escribir paro-
dias, porque tan pronto se oye la melodía de un escritor, las pala-
bras fluyen por sí mismas.»
Es evidente la exageración de Proust, pero también su fondo
de verdad. El sujeto puede construir su memoria, y darle una es-
tructura dinámica y creadora. El asunto es constituir hábitos, es
decir, destrezas y habilidades estables que puedan dominar la
producción de ocurrencias. Así aprendemos el lenguaje, que es
un sistema finito de elementos con el que podemos producir un
sistema infinito de ocurrencias verbales. Así aprendemos o pode-
mos aprender muchas otras cosas.
Desde los años treinta se ha investigado sobre la posibilidad
de aprender comportamientos creadores. La historia de estas en-
señanzas ha pasado por varias etapas. Crawford inició el primer
curso de formación para la creatividad en 1931. Una de sus téc-
nicas era operar con los datos para formar combinaciones nue-
vas. Otros programas han elaborado listas de preguntas o de po-
sibles operaciones para ser sistemáticamente aplicadas, siendo el
de Osborn (1963) uno de los más conocidos. Gordon sugirió una
técnica que llamó «sinéctica», que consistía en reunir elementos
aparentemente no relacionados. Todos estos procedimientos iban
dirigidos a mejorar el número y la validez de las ocurrencias, sin
precisar el mecanismo íntimo del proceso creador. Durante la
década de los cincuenta se puso el acento en los procesos implí-
citos en la resolución creativa de problemas. Muchos investiga-
dores se esforzaron en desarrollar técnicas para enseñar estos
procesos y, aunque los resultados de los alumnos mejoraba,
quedó claro que no era suficiente aplicar técnicas, sino que eran
necesarios conocimientos específicos para que aquéllas resultaran
eficaces. El saber suministraba la materia prima a la que aplicar
las operaciones aprendidas. A partir de la década de los sesenta
se generalizó el interés por estos temas, sobre todo en Estados
Unidos, y se pusieron en marcha numerosos programas para esti-
mular el pensamiento productivo.
A pesar de tan tenaces esfuerzos los resultados fueron ambi-
guos y poco concluyentes, como mostraron trabajos de revisión
(Mansfield, Busse y Krepelka, 1978; Torrance, 1972). Hubo cur-

432
sos muy populares, como el de Rubinstein (1975, 1980), en los
que fue imposible precisar qué era lo que realmente se aprendía.
En la actualidad, parecen haberse impuesto dos ideas fundamen-
tales, que he integrado en este libro. La creación necesita conoci-
mientos y hábitos. Para resolver con maestría problemas en de-
terminado terreno, en primer lugar hay que aprender gran
cantidad de conocimiento específico del campo, y además adqui-
rir procedimientos generales para la resolución de problemas de
modo creativo, que puedan aplicarse al conocimiento básico
(Mayer, 1983). Numerosos investigadores se dedican en la actua-
lidad a la elaboración de una especie de «ingeniería cognitiva»
encargada de aclarar los procesos mentales, y entre ellos las ope-
raciones creadoras.

133
VIII. EL SEXTO SENTIDO

La inteligencia consigue andar certeramente por caminos in-


ciertos. Posee un notable sentido de la orientación, que le per-
mite buscar y encontrar sin datos suficientes. A C. S. Peirce, un
perspicaz y curioso pensador, le intrigó «el singular instinto de
adivinar» que tiene el hombre y, en especial, el hecho de que
adivine tan a menudo. Continuamente proferimos hipótesis y,
dado que el número de las hipótesis posibles es infinito, a Peirce
se le antojaba milagroso que pudiéramos elegir una acertada. Ha-
blaba del «play of Musement», que era un «vívido ejercicio de los
poderes propios, sin reglas, excepto la ley de la libertad misma»,
gracias al cual inventamos. Pero se veía obligado a añadir una es-
pecie de «instinto», desarrollado en el transcurso de la evolución,
que ponía límites a las hipótesis admisibles, y que se manifestaba
como un sentimiento. Toda inferencia hipotética produce, a su
juicio, una emoción particular. Dicho así, la afirmación de Peirce
no aclara mucho las cosas. Pero valía la pena citarle por haber
prestado atención a un fenómeno muy chocante.
Los psicólogos han tenido que elaborar una «teoría de la adivi-
nación sofisticada», para interpretar la capacidad humana para uti-
lizar información incompleta o ambigua (Catlin, J.: «On the word-
frequency effect», Psychological Review, n.* 76, 1969). Wescott ha
sostenido que el proceso creador se caracteriza por detectar pautas
con información muy escasa. El creador necesita menos informa-
ción que el resto de los mortales para llegar a una buena conclusión.
El lenguaje común ha acuñado muchos términos para designar es-
tos sedicentes hechos. A la psicología popular no le cabe ninguna

134
duda de que hay sujetos que encuentran las cosas antes que los de-
más y, al parecer, con menos datos. Tienen «intuición», «ojo clí-
nico», «vista para los negocios», «buen oído», «olfato periodístico»,
«tacto para negociar», «gusto estético». Hemos imaginado un sen-
sorio metafórico y prodigioso para filiar los alardes adivinatorios.
Y como los alardes son tan espléndidos, no nos parece suficiente
ampliar los sentidos que tenemos, sino que hemos inventado uno
más, el sentido verdaderamente humano, que no compartimos ni
con los animales ni con las máquinas: el sexto sentido.
Tal vez el lector tome como extravagancia incluir en una teo-
ría de la inteligencia un fenómeno tan elusivo y confuso. Espero
convencerle de que mis razones para hacerlo son válidas. Con
frecuencia tenemos la impresión de que poseemos informaciones
que no sabemos justificar, convicciones que resuenan afectiva-
mente. El lenguaje llama «corazonadas» a esas confusas premoni-
ciones y considera que el «pálpito», la aceleración del palpitar es
un modo certero de conocimiento. Deberíamos arrinconar todo
esto en el desván de los mitos psicológicos si no fuera porque
científicos y artistas han hablado con firmeza de experiencias se-
mejantes. Si por una vez amontono las citas es para justificar con
ellas mi interés por el tema.
William James consideró que este sentido de la orientación
era universal a toda actividad creadora: «Todo filósofo, o todo
hombre de ciencia que haya contribuido algo a la evolución del
pensamiento —escribió—, se ha apoyado en una especie de convic-
ción muda de que la verdad debía encontrarse en tal dirección y
no en tal otra, y precisamente ha dado sus mejores frutos inten-
tando hacerla funcionar.» Esta convicción muda, tácita, esta se-
guridad acerca de la fertilidad de una idea es una de las caracte-
rísticas del fenómeno que quiero estudiar. Se trata de una
impresión vaga, que nos permite dirigir la acción por razones
muy poco precisas. Por si algún lector suspicaz piensa que James
tenía a veces ciertas veleidades crédulas, citaré a Einstein, que es
el no va más en cuestión de prestigio científico. Reflexionando
sobre su obra, dijo: «Durante todos esos años, tenía un senti-
miento de dirección, de ir en línea recta hacia algo concreto. Es
muy difícil describir ese sentimiento, pero yo lo experimentaba
como una especie de sobrevuelo, en cierto sentido visual.»

135
¿Cómo interpretar estas afirmaciones? Si no fueran tan reite-
radas podríamos considerarlas anecdóticas. Pero, como escribió
Reichenbach, el físico sólo hará nuevos conocimientos si sabe
adivinar. Ha de ser arrastrado por «una cierta fe que le sirve de
guía para adivinar».
Oír hablar de matemáticas a los matemáticos resulta mu-
chas veces sorprendente, porque utilizan calificaciones estéticas.
G. H. Hardy ha contado las extraordinarias características de
otro matemático, Srinivasa Ramanuyan, que le asombraba por su
originalidad y falta de rigor. Muy a menudo comunicaba un re-
sultado que, según afirmaba, le había llegado de una vaga fuente
intuitiva alejada del dominio de la indagación consciente. Hardy
no creía en facultades misteriosas, y atribuía la genialidad de Ra-
manuyan a un peculiar sentimiento de la forma matemática, en-
tre otras cosas (J]. R. Newman: «Srinivasa Ramanuyan», en The
World of Mathematics, Nueva York, 1956).
Ha aparecido una noción interesante: el sentido de la forma.
Es una experiencia frecuente en matemáticas. Dirac consideraba
que la belleza matemática era una garantía de verdad. En una
ocasión comentó que Schroedinger había descubierto «su bellí-
sima ecuación de onda sin fundamento experimental. Trabajar
para ganar belleza en una ecuación, si se tiene la vista sana, es un
gran progreso». Terminaré citando de nuevo a Einstein: «Busco
la fuente auténtica de la verdad en la simplicidad matemática.»

Los psicólogos que han estudiado el ajedrez mencionan con


frecuencia «el sentido del peligro» entre las cualidades que debe
tener un gran maestro, y que le permite atender a las posibilida-
des más importantes, sin perder tiempo en analizar trivialidades.
En 1991 Kasparov, campeón mundial de ajedrez, se enfrentó con
un programa de ordenador llamado Deep Thought. El jugador
humano ganó a la máquina, a pesar del gran poder de cálculo
que ésta tenía, y de la eficacia del programa. Cuando le pregun-

136
taron a Kasparov cuál había sido el fallo de la computadora, res-
pondió: «No tiene sentido del peligro.» Por carecer de sentimien-
tos, el ordenador no sabía distinguir lo esencial de lo accidental,
por lo visto.
Si introducimos los sentimientos en el racionalísimo juego
del ajedrez, y ya los hemos encontrado en los témpanos matemá-
ticos, no sé lo que va a quedar a salvo de esta intromisión senti-
mental. Desde luego, no la ciencia, en opinión de Polanyi. En su
obra Personal Knowledge estudia las «pasiones intelectuales» que,
en su opinión, aunque son acontecimientos biográficos, no inter-
vienen sólo en la exterioridad del quehacer científico, impul-
sando o manteniendo la actividad investigadora, «sino que tie-
nen una función lógica indispensable para la ciencia». Las
pasiones permiten distinguir lo prometedor de lo inútil. Impiden
que el científico se pierda en la maleza de las trivialidades. Acep-
tar una teoría es rendirse ante el encanto de lo importante. Ele-
gir una línea de investigación es oír la llamada de lo sugerente.
Sin que el científico sepa justificarlo, hay caminos que le parecen
prometedores y otros sin salida. Esto me recuerda el comentario
de Feynmann, un divertidísimo premio Nobel de Física, que ha
escrito una divertidísima autobiografía: «Uno se prenda de una
teoría como de una mujer. Cuando se conocen sus defectos ya se
está demasiado enamorado para alejarse de ella.»
¿Cómo es posible percibir las posibilidades? La invención de
posibilidades es una de las funciones de la inteligencia, cierta-
mente, pero ¿cómo podemos percibir algo que no existe todavía?
Gibson se empeñó en decir que las affordances estaban en las co-
sas y en ellas las captábamos, pero no pudo fundamentarlo. Sin
embargo hay situaciones, personas, libros que nos resultan «suge-
rentes» porque parece que brindan muchas posibilidades. Los
creadores científicos y artísticos tienen un talento especial para
captar esas oportunidades.
Valéry decía que en la invención poética se da «una percep-
ción brusca del porvenir de una expresión, un ritmo o una idea».
Y añadía: «Porvenir quiere decir valor utilizable.» Henry James,
el hermano de William, que nos proporcionó muchos datos so-
bre el proceso creador, estuvo muy preocupado por el problema
de seleccionar un tema. ¿Por qué un asunto resulta interesante?

137
En el prólogo de Retrato de una dama cita una reflexión de Tur-
guéniev sobre el origen de las ocurrencias. Decía este autor que
el germen de una novela solía ser la visión de alguna persona
que le rondaba importunándole, como figura activa o pasiva, «im-
teresándole y atrayéndole simplemente como era y por lo que
era. Las veo como disponibles». James recoge con entusiasmo la
expresión «en disponibilité». Compara la ficción literaria con una
casa con miles de ventanas. El paisaje que se divisa desde ellas es
el mismo, pero cambian los ojos con que se mira. El novelista
tiene una perspicacia especial para descubrir un buen tema a par-
tir de un mínimo indicio. En El despojo de Poynton vuelve a de-
cir que la imaginación de un novelista da un respingo, como pin-
chada por una aguja, al contacto con una palabra suelta, un eco
vago. En ese dato minúsculo, «una pizca de verdad, de belleza,
de realidad, apenas visible para el ojo común», percibe una histo-
ria. «Un buen ojo para un asunto es cosa poco corriente.» Le
faltó poco para mencionar el sexto sentido. En sus Cuadernos de
notas cuenta que muchas de sus novelas le fueron sugeridas por
historias que oía contar. «Pero para que fueran aprovechables
—cuenta— han de ser reducidas a un esquema mínimo. La vida es
un derroche espléndido, en el que hay que elegir.» «¿Cuáles son
los signos que han de guiarnos? ¿Cuáles son las leyes que rigen
esa selección salvadora? La relación del artista con un asunto
dado, una vez establecida, construye un pequeño mundo lleno de
preocupación y ajetreo.»
El poseedor del sexto sentido sabe reconocer las posibilidades
antes de explicarlas. Prevé las consecuencias sin precisarlas. Per-
cibe el árbol en la semilla. Es un descifrador de mensajes todavía
no emitidos. ¿Cómo podemos explicar tan extraña habilidad?
Antes de aventurar una respuesta, mencionaré un caso más.

Durante siglos, la Etica fue la disciplina que estudió con más


cuidado la acción humana, en toda su compleja textura. Con ex-

138
cesiva frecuencia los hombres no seguimos los dictados de la ra-
zón, cosa que no extrañaba a los moralistas, que sabían que la ra-
zón es tan sólo una de las voces que resuenan en la conciencia, y
no la más poderosa. Resultaba más difícil explicar por qué in-
cluso los que accedían a dejarse guiar por la razón se equivoca-
ban tantas veces. Tuvieron que admitir un «sentido moral» —otro
sentido más— que concedía a sus poseedores una mayor agudeza
al juzgar.
Ya Aristóteles defendió la existencia de facultades mentales
dotadas de poderes amplísimos y difíciles de describir. Por ejem-
plo, la eustochia, que consistía en saber conjeturar bien. Se trataba
de una habilidad para construir hipótesis acertadas, la misma
destreza que mencionó Peirce. Aristóteles mencionó varias más.
La sagacidad —la solercia—, que era definida como una pronta
averiguación del medio para conseguir algo. Al astuto se le ocu-
rren muchas maneras de resolver una situación, lo que quiere de-
cir que inventa posibilidades eficaces. Otro sexto sentido era la
prudencia, que permitía aplicar las normas generales a casos par-
ticulares, para lo que debía evaluar con justeza la situación. En
relación con la prudencia ponía Aristóteles la eubulia, que es la
capacidad de dar consejo. La synesis o buen sentido para juzgar lo
que sucede ordinariamente, y la gnome o perspicacia para juzgar
lo que a veces se aparta de los casos comunes. Es fácil percibir
que todas estas habilidades conceden especiales poderes para per-
cibir las cosas. Unos hombres las poseen y otros no.
También la providencia o previsión se incluía en la prudencia.
San Isidoro decía que «prudente significa el que ve de lejos». Es
cierto que el previsor anticipa el futuro, capta las consecuencias
de los actos, o el porvenir de una situación, con sabiduría. Lo
que nos interesa es saber cómo lo hace. Santo Tomás da una so-
lución: la prudencia se ocupa de los futuros contingentes —que
son las posibilidades libres, y el conocimiento del futuro es de-
ductivo. Ya comentaré esta afirmación. Ahora no lo hago porque
prefiero hablar de un modo de conocimiento que menciona
Santo Tomás y que está muy próximo a los fenómenos descritos
en este capítulo. Me refiero al «conocimiento por connaturali-
dad». Teólogos escolásticos lo aplicaban al conocimiento de las
virtudes y al conocimiento de Dios. Lo que dicen puede apli-

139
carse a otros casos, por ejemplo a la experiencia artística. Santo
Tomás afirma que se puede juzgar sobre una virtud de dos mane-
ras. Una, conociendo la ciencia moral, que mos proporciona in-
formación sobre esta virtud y nos permite responder con exacti-
tud cuando nos preguntan sobre ella. De otra forma juzga el que
posee dicha virtud. Cuando la virtud está encarnada en un sujeto
no la conoce por ciencia, sino por instinto, por connaturalidad,
gracias a una íntima participación (Sum. Teol., I-II, 45, 2). Juan
de Santo Tomás da una precisión muy interesante para nuestro
asunto. El afecto se convierte en medio de conocimiento. En los
casos mencionados alcanzamos el saber gracias a un sentimiento.
En términos escolásticos, el afecto es objectum quo, medio obje-
tivo, un signo por mediación del cual algo se manifiesta (Cursus
theologiae mystico-scholasticae, t. 1, disp. XII y XIID.
Desde el comienzo de este capítulo la palabra «sentimiento»
ha venido apareciendo una y otra vez. Ya es hora de ocuparse de
este concepto.

Lo diré con cierta brusquedad: «Los sentimientos son el


modo como aparecen en la conciencia grandes bloques de infor-
mación integrada, que incluyen valoraciones.» La inteligencia se
las ingenia para manejar mucha información de una vez. Los es-
quemas para apropiarnos de la realidad se hacen cada vez más
amplios. El hombre tiene una asombrosa capacidad de utilizar
información tácita, es decir, no explícita. Las palabras remiten a
los conceptos vividos, que son una acumulación de informacio-
nes de variada procedencia, que soy incapaz de desplegar del
todo. Ignoramos lo que nuestra memoria guarda. Viajamos con
un equipaje desconocido, y nadie puede asegurar que no lleva
dentro ningún explosivo. Lo que vemos nos revela lo que somos,
porque sólo captamos lo que sabemos captar, y, por lo tanto, el
mundo que experimentamos es un retrato nuestro en negativo.
Pues bien, los sentimientos son el modo como un bloque de

140
información se manifiesta, al interpretar un dato recibido por la
experiencia. Somos conscientes del resumen de ese conjunto de
informaciones, y nos cuesta mucho esfuerzo desenvolver todo lo
contenido en un sentimiento. Es un procedimiento eficaz y peli-
groso al tiempo.
Estoy rodeado de encinas, árbol por el que tengo un senti-
miento confuso: me gustan y no me gustan a la vez. ¿Qué me re-
vela este sentimiento? ¿Qué información contiene de manera ci-
frada? Me esforzaré en explicárselo al lector y a mí, sin pretender
agotar el asunto, por supuesto. Si quisiera hacerlo, dudo que ter-
minara de escribir este capítulo.
Yo no nací entre encinas, sino entre carbón de encina. El
carbón de encina calentó mi infancia, y conocía mucho antes la
palabra que el árbol. Cuando llegaba el invierno aparecían los
braseros, que habían veraneado en una buhardilla. Se les alimen-
taba con un carbón fibroso y quebradizo, que conservaba aún su
perfil silvestre, la anatomía de lejanas ramas. Al ir al colegio veía
los braseros junto a las puertas de las casas, encendiéndose, con
el carbón de encina apilado en un montecillo coronado por bra-
sas. Encima se colocaba un tubo de hojalata, una chimenea de
quita y pon, negra y desportillada como la chistera de una bruja.
A veces, en aquel cisco, aparecía un temible enemigo, el tizo,
que echaba mucho humo y nos ponía a todos malísimos cuando
no se detectaba su presencia a tiempo. Convertía las habitaciones
en cotidianos fumaderos de opio sin opio. En aquel tiempo, en
las casas había carboneras, y en las calles había carboneros, que
venían a las casas. Llegaban salidos de sótanos oscurísimos, im-
penetrables y misteriosos, salpicados por la ciudad como borro-
nes en un cuaderno del cole. Se cubrían la cabeza con un saco,
un capuchón áspero, de brujo y penitente; y a los niños, tal vez
por su culpa, nos asustaban amenazándonos con llamar al hom-
bre del saco. Al menos yo pensé siempre que el hombre del saco
debía de ser un carbonero malísimo.
Al compararlo con el carbón de piedra que se usaba en las
cocinas, el de encina era amable y frágil. El mundo vegetal mos-
traba una suavidad de la que el mineral carecía. Los árboles to-
davía eran un elemento literario en mi adolescencia urbana.
Como gran parte de mi generación, leímos el paisaje antes de

141
verlo. Castilla nos la enseñó la generación del 98. La encina for-
maba parte del cántico a la sobriedad y dureza. Pasó de ser un
calificativo del carbón a ser una personificación moral. Lo que
no acababa de ser era simplemente un árbol. La moralización de
la encina venía de lejos. Era un árbol estoico, ya lo habían sabido
los romanos. Leí un poema de Virgilio, que he tenido que buscar
ahora porque sólo lo recordaba vagamente: «Como encina regia,
añoso tronco, / luchan por desguazar cierzos alpinos / con por-
fiados asaltos combatiéndola / de un lado y otro, ella cruje, /
sembrando en torno el monte con sus hojas, / pero prendida
queda en alta peña, / en el cielo la frente y las raíces / en el
seno de la tierra hundida: así el héroe.»
En cambio sí recuerdo un ripioso poema de Antonio Ma-
chado: «Con sus ramas sin color / en el campo sin verdor / con
su tronco ceniciento / sin esbeltez ni altiveza / con su vigor sin
tormento / y su humildad que es firmeza.» No sé muy bien si es
un elogio o un lamento.
Con el ojo guiado por la poética infantil y la botánica poética,
con Unamuno y la generación del 98, con Séneca, a quien leía
en la estupenda traducción de Lorenzo Riber, y los estoicos, por
fin vi una encina. El gran descubrimiento fue que tenía una flo-
recilla minúscula, como una diminuta cabellera dorada, y que se
llamaba «candela». Aquella mención de un pequeño fuego co-
locó una palabra delante de la encina y casi no la vi.
El destino de la encina estaba escrito. Correría la misma
suerte que la infancia, Unamuno y el estoicismo. Acabé por con-
servar la infancia y apartar todo lo demás. Conocí además otros
paisajes, otras vegetaciones y otros poetas. Por ejemplo, Walt
Whitman. Por ejemplo, Neruda. «Utero verde, americana / sá-
bana seminal, bodega espesa / una rama nació como una isla /
una flor fue relámpago y medusa.» La encina conserva la dulzura
de la infancia, y una sequedad de la que desconfío. Saldré al
campo a mirar una encina, a ver si consigo ver qué es lo que veo
cuando veo una encina.

142
La ciencia cognitiva ha descubierto la importancia del cono-
cimiento tácito. La información en estado consciente procede de
un repertorio no consciente, implícito, difícil de simular en orde-
nadores, porque desconocemos su organización interna. Los ex-
pertos en inteligencia artificial saben que tienen que proporcio-
nar al computador algo que se parezca al «sentido común», que
le sirva como marco general de conocimientos. El ordenador no
sabe nada de cosas que ni siquiera nos damos cuenta de que co-
nocemos: que dos cuerpos no pueden estar en el mismo sitio,
que no es lo mismo ir que venir, que hay que distinguir dimen-
siones en el espacio, que las cosas no cambian de volumen
cuando cambian de posición, que el contacto de una mano con
la mejilla ajena puede ser caricia o bofetada en función de la
energía con que se aplica. Los investigadores comienzan a dar
mayor importancia a las bases de conocimiento que al poder
computacional. A lo largo de este libro he mostfado que ambos
elementos no se pueden separar en el caso de la inteligencia hu-
mana. Nuestros conocimientos son operativos.
Ni que decir tiene que estoy de acuerdo con dar importancia
al conocimiento tácito, pero hay que ir un poco más adelante.
Mi tesis es que el conocimiento tácito, en el caso del hombre, se
encuentra formando bloques integrados. No son secuencias de
información que pudieran enunciarse en listados, sino sistemas
asimilativos, que compilan información.
Volvamos a los sentimientos. Hay, en efecto, vivencias afec-
tivas simples, como el dolor y el placer. Los especialistas señalan
algunas emociones básicas: el miedo, la furia, la sorpresa, el asco
y algunas pocas más. En el hombre se amplían con otras más
complejas como la necesidad de ser valorado. Lo cierto es que,
exceptuando las sensaciones afectivas —placer, dolor—, los demás
afectos manejan mucha información.
Analizaré la sorpresa. Es el sentimiento producido por una
novedad. Los neurólogos han estudiado el fenómeno de sorpresa
más elemental, que es la «reacción de arousal», el estado de
alerta. El animal responde a un estímulo nuevo, pero, sostiene

143
Sokolov, en trabajos ya clásicos sobre el tema, percibir la nove-
dad supone un proceso de comparación. El animal ha de tener
un modelo del mundo conocido con el que comparar el estímulo
sedicentemente novedoso. Los psicólogos admiten que la sor-
presa sólo puede darse si esperamos algo. El conocimiento tácito
funciona como un gigantesco sistema anticipador. La sorpresa es
el sentimiento producido por la inadecuación de lo percibido
con lo esperado.
La experiencia de lo nuevo maneja un gigantesco bloque de
información, y, sin embargo, es todavía un sentimiento muy ele-
mental. En efecto, las manifestaciones de la sorpresa son muy
variadas. La novedad puede provocarnos admiración, asombro,
susto o risa. En cada caso percibo inadecuaciones distintas. En la
admiración constato que lo percibido es más brillante, valioso,
grande o fuerte que lo esperado, y que esas características resul-
tan para mí positivas. El hombre capaz de admirar posee una es-
pecial contextura íntima. Ese sentimiento nos permite averiguar
algo sobre su trasfondo informacional. Podemos saber lo que es-
peraba, y lo que vive como valioso.
La risa es un signo sentimental. Suele decirse que está provo-
cada por la sorpresa, pero no por toda sorpresa. Las característi-
cas que provocan la risa son dificilísimas de precisar. Bergson
hizo una descripción espléndida, pero el tema es inagotable. A su
juicio, lo que nos hace reír al ver los comportamientos torpes, los
resbalones, las caídas, los automatismos, la intromisión de ele-
mentos físicos en discursos espirituales —el estornudo en el mo-
mento de la declaración de amor—, es su inadecuación a la vida.
La risa es un recurso educativo de la naturaleza que nos hace to-
mar conciencia de los comportamientos errados.
Si analizamos el modo como aparece el «sentimiento de la co-
micidad» en el niño, veremos que es más complejo. Los psicólogos
infantiles que han estudiado el tema han mostrado que la percep-
ción de la novedad puede provocar en el niño miedo o risa. Un
mismo juego —¡Que te cojo!— produce llanto en el niño cuando es
iniciado por un desconocido y risas cuando viene de alguien cono-
cido (Sroufe y Wunsch, 1972). El niño hace una evaluación de toda
la situación, y tal vez sólo cuando «se siente seguro» abre vía a la
risa. Hay en la risa un componente significativo.

144
El paso de la sonrisa a la risa es, en el niño, el paso de lo
simple a lo complejo. La sonrisa está presente desde las primeras
horas de vida, como reacción refleja a descargas de origen sub-
cortical, y sólo se convierten en respuestas a estímulos externos
hacia la tercera semana (Wolf£, 1963). Poco a poco el niño pasa
de responder a la estimulación por ella misma a responder al es-
tímulo por su significado. Para percibir las incongruencias que le
divierten tiene que haber constituido ya los esquemas de lo «fa-
miliar». Aprende a distinguir lo serio y lo lúdico. Forma un
«concepto perceptivo afectivo» que posiblemente incluye: la son-
risa de otro, la brevedad, el carácter estereotipado, ritualizado
con que se presenta el acontecimiento incongruente (Pien y
Rothbart, 1980).
La sonrisa, aunque va solapándose con la risa, mantiene algu-
nos caracteres distintivos. Para Piaget la sonrisa es marca de asi-
milación recognitiva. El niño sonríe al «reconocer». La sonrisa
sería un indicador del placer que le produce su maestría.
Otros componentes afectivos pueden colaborar a la risa, por
ejemplo las situaciones de tensión, o las situaciones de alegría y
animación. Por ahora me basta con haber mostrado que un gran
sistema informático se manifiesta en la conciencia como risa, al
interpretar un estímulo.

Si un sentimiento es un gran bloque de información inte-


grada, es dudoso que haya dos sentimientos iguales. Ocurre lo
mismo que en los conceptos vividos: originariamente distintos,
se van igualando porque hay elementos de homogeneización
muy fuertes: por una parte, los elementos reales, tanto orgánicos
como estimulares, proporcionan un nivel básico común. Des-
pués, la educación, el lenguaje y la necesidad de comunicarnos
vuelven a limar las diferencias. Por último, los sentimientos
complejos también se aprenden y, por lo tanto, pueden conside-
rarse como fenómenos culturales. Eso explica la variación geo-

145
gráfica e histórica de los sentimientos, y también que se puedan
educar y formar sentimientos nuevos.
Ruth Benedict cuenta en El crisantemo y la espada sus difi-
cultades para comprender el mundo afectivo japonés. Por ejem-
plo, menciona el «sentimiento de deuda» (on). Al parecer, el ja-
ponés temía ayudar a otra persona, porque al hacerlo le imponía
una deuda de gratitud que podía resultar onerosa. Ayudar era, en
cierta manera, esclavizar. «Una de las leyes más conocidas de la
época pre-Meiji era: Si se entabla una riña o disputa, uno no
debe intervenir innecesariamente en ella, y en Japón, de una
persona que ayuda a otra en tales circunstancias, sin una justifica-
ción clara, se sospecha que quiere aprovecharse indebidamente
de la otra. El hecho de que quien recibe una ayuda resulta en-
deudado, inclina a las personas a ser muy cautelosas a la hora de
prestar ayuda. Incluso la oferta de un cigarrillo a una persona
con la que no se tiene relación, puede considerarse una situación
violenta, porque coloca a la otra persona en una posición de in-
ferioridad.» No son sentimientos absolutamente heterogéneos a
los de nuestra cultura, pero se diferencian en los bloques de in-
formación que integran.
Durante los últimos años hemos asistido a la aparición de un
nuevo sentimiento: el ecológico, y ello nos permite comprender
mejor los mecanismos de creación de un sentimiento. En él se
trenzan muchos elementos de variada procedencia: datos y valo-
res, miedos y esperanzas, ética y estética, cálculo y generosidad,
sentimientos primarios y sentimientos sofisticados. Haré un in-
ventario, sin duda incompleto, de la información integrada en el
sentimiento ecológico:
Ha aparecido una valoración de toda existencia viva que no
existía hasta ahora y que suscita el deseo de conservar todas las
especies vegetales y animales, aunque no tengan ninguna utili-
dad. Se usan conceptos como «riqueza genética», y el ser humano
comienza a verse como esquilmador y exterminador de seres na-
turales.
La sensibilidad al paisaje tardó siglos en aparecer. Ahora co-
mienza una relación estético-práctica con la naturaleza que in-
cluye aspectos nuevos, como la pureza del aire o la limpieza de
las aguas. También hemos aprendido a apreciar lo que necesita

146
mucho tiempo para formarse. Talar un árbol de trescientos años
es aniquilar parte de la historia de la humanidad. Un acto com-
parable a derribar la catedral de Burgos, por ejemplo.
Dependemos de la Naturaleza, y ahora tenemos conciencia
mas clara de ello. Se ha cambiado el concepto de Naturaleza. Las
«fuerzas de la Naturaleza» están anémicas. Su imagen poderosa
ha sido sustituida por una figura de víctima. Nunca como ahora
se ha pensado en la madre naturaleza como en una madre. Nos
preocupan los daños irreversibles que le infligimos. Hay un
cierto animismo que nos hace pensar en el planeta como en un
ser vivo.
También ha aumentado la sensibilidad hacia el dolor de los
animales, como muestran los cambios en la legislación. Co-
mienza a hablarse de los «derechos de los animales», lo que es
una gran novedad. Para terminar, hay miedo, por nosotros y por
nuestros descendientes. Se despereza un sentimiento de obliga-
ción moral, porque nos parece malo legar a nuestros herederos
un planeta agotado. pe
Todos estos elementos fusionados funcionan como esquema
sentimental, que producirá el sentimiento ecológico. Vemos con
cuánta intensidad ha calado en nuestra sociedad. En mi archivo
guardo una noticia de la agencia EFE, anunciando la creación
del primer burdel ecológico, en Berlín. Las chicas son vegetaria-
nas, sólo se usan productos naturales, y se dan breves charlas
ecológicas a los clientes. La fundadora se lamenta vivamente de
que no existan preservativos biodegradables.

¿Qué tienen que ver los sentimientos con la inteligencia?


Tradicionalmente el mundo de los sentimientos se ha excluido
de las tareas de la inteligencia, en parte porque se los conside-
raba fuerzas indómitas y a su aire, y en parte también porque se
confundía a la inteligencia con la razón. Pero la inteligencia pe-
netra el ámbito entero de nuestra vida consciente, con mayor o

147
menor energía. Las fuentes más originarias del sentimiento son
orgánicas, o pertenecen al campo de las necesidades básicas, y a
ese nivel son autónomas. Ocurre que el hombre no suele vivir en
ese nivel, y las emociones primarias se ven enriquecidas, transfi-
guradas por la inteligencia, que introduce nuevas informaciones
en el sistema afectivo y crea, con ello, nuevos sentimientos, valo-
res y necesidades.
Un impulso básico, como el sexual, queda transformado por
la influencia de la inteligencia, que puede dar significados nue-
vos a tendencias viejas. El hombre ha sentimentalizado la sexua-
lidad o, lo que es igual, ha inventado una sexualidad inteligente.
Repetiré una vez más que la inteligencia es la capacidad de diri-
gir las actividades mentales y, a través de ellas, los comporta-
mientos físicos. La sexualidad humana también está liberada par-
cialmente del estímulo, y ha conseguido unificar dos tendencias
de dirección opuesta. La sexualidad es un impulso genérico, im-
personal, entre macho y hembra, cualquiera con cualquiera. El
sentimiento amoroso va en dirección contraria, hacia la máxima
individualización: una persona y no otra. Haber conseguido uni-
ficar movimientos tan dispares es un alarde creador de la inteli-
gencia.
La inteligencia es mucho más que un cómputo de informa-
ción. Es la constitución de un Yo inteligente, que es un sistema
extractor de información y creador de información. Dirige su
propio comportamiento, conoce la realidad, inventa posibilida-
des nuevas. La inteligencia mo es una operación única sino un
modo de realizar muchas actividades mentales, transfigurarlas y
construir otras muevas. Es un modo de crear significados libres.

148
IX. TRATADO DEL PROYECTAR

Los capítulos anteriores tenían como finalidad mostrar que la


inteligencia humana es la transfiguración de la inteligencia ani-
mal por la libertad. Ésta es la primera tesis del libro: la capacidad
de suscitar, controlar y dirigir las ocurrencias transforma todas
las facultades. Apoyándose sobre un mínimo poder de autodeter-
minación, el hombre ha conseguido construir su inteligencia
creadora y su libertad, todo al tiempo, en un proceso de causali-
dades múltiples y recíprocas.
Hay que añadir que la autodeterminación actúa por medio de
proyectos. Gracias a ellos la facticidad del hombre es horadada
por la presencia, el poder y la acción de la irrealidad, que no es
un añadido fantástico, sino la suma de trayectos posibles dibuja-
dos en la realidad. La inteligencia no es un ingenioso sistema de
respuestas, sino un incansable sistema de preguntas. No vive a la
espera del estímulo, sino anticipándolos y creándolos sin parar.
Todas las operaciones meritales se reorganizan al integrarse en
proyectos. La realidad entera se amplía, dando de sí nuevas posi-
bilidades, y en esta expansión universal también resulta transfor-
mada nuestra inteligencia computacional, cuyas capacidades esta-
ban pendientes de una última determinación. Embarcada en
pr “ectos rutinarios, se convertirá en inteligencia rutinaria; em-
barcada en proyectos artísticos, se hará inteligencia artística;
embarcada en proyectos racionales, se convertirá en razón.
Entiendo por proyecto una irrealidad pensada a la que en-
trego el control de mi conducta. Como todos los seres vivos, el
hombre está lanzado hacia el futuro, llevado hacia él por el dina-

149
mismo de la vida. Puede ceder a las solicitaciones del medio o al
impulso de sus ganas, entregándose así a un determinismo obje-
tivo o subjetivo, pero lo hace a costa de abdicar de las más esen-
ciales peculiaridades humanas. De hecho, es muy probable que
una claudicación completa de la propia humanidad sólo se dé en
casos patológicos, porque en todos los demás ni los impulsos, ni
los deseos, ni los estímulos tienen poder para suscitar directa-
mente nuestra acción. Hay un ineludible momento en que el su-
jeto determina a qué fuerza entregará el control del comporta-
miento. La inteligencia le permite inventar distintas posibilida-
des entre las cuales elegir, distintos anteproyectos. Pues bien, el
proyecto es la posibilidad elegida. La que está ordenada a la «rea-
lización», magnífica palabra que debería reservarse para la libre
acción humana.
Una vez entregado el control al proyecto, éste reorganiza
toda la conducta. Por eso, después de haber escuchado los instru-
mentos solistas en los capítulos anteriores, ahora vamos a escu-
char la orquesta entera. El proyecto de escalar una montaña de-
termina mis operaciones mentales, que quedan subordinadas a
él, sometidas a sus órdenes. Si he de elegir una vía de ascenso,
buscaré los pasos accesibles, calcularé las distancias y comentaré
el plan con otros expertos. La cumbre que lejana me llama se ha
convertido en rectora de mis actos porque yo le he concedido ese
papel. Desde su encumbrado horizonte dirijo mi comporta-
miento, sometiéndome al poder que con mi proyecto concedí a
la cima. El régimen de mi vida mental se ha alterado por com-
pleto. Ahora percibo significados que habían estado ocultos, las
rocas responden a mis preguntas, una insignificante fisura se
vuelve significativa y la ladera de la montaña muestra una locua-
cidad magnífica. Así suceden las cosas: mis proyectos transfigu-
ran mis operaciones mentales, las cuales transforman, enriquecen
y amplían la realidad, convertida en campo de juego, en escena-
rio de mi acción. Por tanto, hago depender de mis proyectos la
textura de mi inteligencia y la contextura de mi mundo.
Ésta es la segunda tesis del libro, que puede enunciarse así: el
sujeto inteligente dirige su conducta mediante proyectos, y esto
le permite acceder a una libertad creadora.

150
Crear es someter las operaciones mentales a un proyecto
creador. No crea el lector que he embarrancado en una tautolo-
gía, porque, a pesar de las apariencias, la frase contiene informa-
ción, si no nueva, al menos frecuentemente olvidada. Nos dice,
por ejemplo, que el arte no depende de operaciones nuevas, sino
de un fin nuevo que guía un uso distinto de las operaciones
mentales comunes.
¿Qué es lo que hace que un proyecto sea creador? En primer
lugar, que sea libre. Tres conceptos van indisolublemente uni-
dos: inteligencia humana, libertad y creación. Sólo de manera
metafórica podemos considerar que una acción natural, efecto de
leyes deterministas, es creadora. Quien contempla una sucesión
de crepúsculos, puede comprobar la irrepetible imaginería de sus
luces. Cada atardecer es, sin duda, una imprevisible invención
luminosa, pero nos costaría admitir que el sol, o el aire, o la dis-
tancia son creadores de tan sorprendentes espectáculos. Cuando
admiramos la inagotable riqueza de formas vegetales, las brillan-
tes soluciones con que la Vida resuelve sus problemas, la inaca-
bable y minuciosa belleza de las flores, el sobresalto acerado del
salto de un felino, sentimos con tal fuerza su aparente creativi-
dad, que estamos dispuestos a buscar un poder creador para no
disolver tanta grandeza en mera combinación de fuerzas ciegas.
Tendemos a atribuir a las figuraciones de la Naturaleza las mis-
mas características que reconocemos en nuestras figuraciones.
Así pues, el primer rasgo para definir el proyecto creador es
la libertad. Todas sus claudicaciones o emperezamientos —como
la rutina, el automatismo o la copia— son al mismo tiempo gra-
ves mermas de la creatividad.
Otro criterio adicional —al que vagamente se alude con las
palabras «originalidad» o «novedad» sirve también para juzgar la
creatividad de un proyecto. Desde el punto de vista psicológico,
prefiero hablar de proyectos que alejan al sujeto de su «zona de
desarrollo previsible». El proyecto, que es una invención del su-
jeto, está simultáneamente dentro y fuera de él —podríamos con-
siderarlo como una ampliación o elongación suya—, pero éste

151
«fuera» puede ser más o menos cercano, más o menos previsible.
Los proyectos actúan a la manera del barón de Múnchhausen,
que se sacó a sí mismo y a su caballo de un pantano, tirándose
hacia arriba de la cabellera. Bien se ve que esta historia es una
parábola de la enigmática autodeterminación de la inteligencia.
Somos capaces de seducirnos a nosotros mismos desde lejos. De
lo distante que situemos la presa —el proyecto—, distante de los
automatismos, del abandono o de la rutina, dependerá la ampli-
tud de nuestro vuelo creador. Al formular un proyecto inventivo
situamos la meta en un problemático y remoto lugar hacia el que
nos atraemos. Es como si extendiéramos el brazo delante de no-
sotros y desde allí mos hiciéramos una seña para que le siguiéra-
mos. Estamos hablando de actividades recursivas, que pueden
realizar un bucle sobre sí mismas. Por ejemplo, uno de los
proyectos que podemos inventar es el proyecto de hacer proyec-
tos y, en especial, de hacer proyectos nuevos. No nos parece un
dislate pretender realizar «lo nunca visto». A Valle-Inclán le im-
pulsaba un afán sensato, aunque circense, cuando se empeñaba
en «unir palabras que nunca estuvieron unidas». La búsqueda de
lo original, ingenioso, cómico o sublime se basa en nuestra habi-
lidad para sugestionarnos con irrealidades.
El proyecto creador no es más que un proyecto común lan-
zado fuera de su zona de desarrollo próximo. Bajo su influjo, la
inteligencia se distiende y estira más allá de lo estadísticamente
previsible. Hay una deriva desde lo rutinario hasta lo excepcio-
nal, pero lo inaudito no está en las operaciones mentales, que
son las de siempre, sino en las incitaciones desplegadas por el
fin. Hasta el más taciturno individuo cuenta alguna vez algo.
Contar no es más que describir con palabras un acontecimiento.
Pero esta mínima actividad expresiva puede dilatarse enrique-
ciendo el tema o la expresión del tema. El aprendiz de creador se
propondrá contar cualquier suceso de manera divertida, bella, in-
trigante O rimada en versos alejandrinos.
Los estudiosos de la creatividad valoran mucho el Test de
Asociaciones Remotas de Mednick, autor que ve en el salto men-
tal un peculiar alarde creador. Don Nepomuceno Carlos de Cár-
denas le hubiera dado la razón, porque comprendió y valoró esta
facultad que la inteligencia tiene de calzarse botas de siete leguas

182
y sostuvo que dadas dos palabras cualesquiera se podía inventar
una metáfora que las enlazase. Es divertida la explicación que da
de su creencia. Una de las cosas que más le impresionaron du-
rante su expedición por la selva fue lo que imaginativamente
llamó «la ininterrumpida conexión de todos los seres». «He visto
—escribió- que los monos atraviesan grandes distancias en la
selva, saltando de rama en rama o ayudándose de las numerosas
plantas colgantes o enredadas que allí hay, sin necesidad de pisar
nunca el suelo, y que los más audaces van más lejos que los
aprensivos y cautelosos. Todo lo cual me hizo pensar que lo
mismo sucede en la escondida frondosidad de las ideas, y que
cualquier cosa puede relacionarse con cualquier otra, pues el es-
píritu humano puede llegar tan lejos como su perspicacia y valor
le permiten.»
De esta idea de la realidad como universal enredo el señor
De Cárdenas sacó un programa pedagógico y pretendió que sus
criados aprendieran a dar volatines mentales o, dicho de forma
más seria, ampliaran los límites de su mente, a cuyo fin les hacía
jugar a un juego inventado por él que describió de la siguiente
manera: «Hago que mis servidores se apliquen a un juego que
llamo “arte de matrimoniar las cosas”. He construido una má-
quina con dos cajas en las que hay bolas huecas, donde pongo pa-
peles con nombres de cosas dispares. En el comienzo del juego se
saca una bola de cada caja mediante un resorte apropiado y cada
jugador tiene que encontrar un parecido entre ellas. Resulta ga-
nador el que consiga la semejanza que necesite más intermedia-
rios para ser entendida. He obtenido resultados notables. Uno de
mis criados relacionó la palabra “hacienda” con la palabra “ga-
viota” de la siguiente manera: en la hacienda está la casa y en la
casa la cocina y en la cocina la mesa y en la mesa hay un cuchillo
y en el cuchillo está el filo que corta la leña verde, que hace
humo. El humo puede volar porque es un pájaro y el humo
blanco vuela como las gaviotas. Se han aficionado al juego y en
las juntas que celebran en su poblado los días de fiesta hacen
grandes relaciones de palabras así enlazadas. La que hicieron
el domingo de Resurrección duró tres horas largas.» Lo que pre-
tendía con estas artes don Nepomuceno Carlos de Cárdenas, dis-
cípulo de Raimundo Lulio, Leibniz y otros locos de la combina-

153
toria, era empujar a sus esclavos hasta la zona de desarrollo dis-
paratado. Era, como la evolución posterior de los hechos dejó
ver, un paradójico intento de hacer esclavos libres.

Con todo lo dicho he contado la función que los proyectos


cumplen, descubriéndonos las posibilidades reales de las cosas y
cambiando el régimen de nuestra vida mental, pero sin que sepa-
mos aún ni qué es un proyecto ni cómo se inventa. Son temas so-
bre los que ha guardado silencio la filosofía de este siglo, que ha
analizado brillantemente los proyectos, desde el punto de vista on-
tológico o antropológico, pero sin descender a otras minucíias.
Un proyecto contiene un objetivo, meta o fin que pretende-
mos alcanzar, pero ¿qué conocemos de un objetivo cuando nos lo
proponemos? En el capítulo quinto, al estudiar el movimiento
inteligente, advertí que en este libro he elegido dos parcelas en
las que analizar la selvática flora y fauna de la inteligencia. He
seleccionado lo más elemental y lo más complejo: el movimiento
corporal y la actividad artística. En el ámbito ahorquillado por
actividades tan distantes, caben todas las demás. Al estudiar el
movimiento corporal señalé la estructura constante de la acción
intencional: proyectar, ejecutar, evaluar. Estas tres poderosas ac-
tividades se integran también en la acción artística. Cada una de
ellas se hace enormemente complicada, pero sin cambiar de gé-
nero. Hay una continuidad esencial en todos los quehaceres de la
inteligencia. Incluso un concepto como el de «entrenamiento»,
tan ligado a la actividad física, puede aplicarse con gran utilidad
a las artísticas. Entrenarse es dejarse modelar por un proyecto.
La palabra francesa, de la que deriva la española, guarda aún el
significado primitivo de conducir, arrastrar, encantar, convencer.
Un ideal pensado —el triunfo, la marca, la habilidad— arrastra al
sujeto fuera de su zona de desarrollo próximo. El creador, de
modo más o menos consciente, se convierte en entrenador de sí
mismo.

154
El artista se dispone a comenzar una obra. Elabora un
proyecto. ¿Cuál es la representación que el artista tiene de su ob-
jetivo cuando inicia una obra? Si hacemos caso de sus confesio-
nes, los autores suelen comenzar teniendo una idea muy vaga de
lo que pretenden conseguir. Tratamos con lo que los expertos en
Inteligencia Artificial llaman problemas mal definidos. Desde
hace mucho tiempo se sabe que la creación artística puede consi-
derarse como la solución de un problema. Lo que oscurece el
asunto es que ni siquiera el autor podría precisar el problema
que quiere resolver con su obra, ya que, de hecho, cuando la co-
mienza sólo posee un esbozo vacío, casi un presentimiento. Es lo
que me gusta llamar «un tema indigente». Repasemos algunos
testimonios. Valéry decía que «puede empezarse un poema o una
obra musical a partir de masas emotivas y estados inarticulados»,
y Aldous Huxley escribió: «Cuando empiezo un libro sé muy va-
gamente lo que va a suceder. Tan sólo tengo una idea muy gene-
ral y el libro se desarrollará a medida que voy escribiendo.
Nunca estoy totalmente seguro de lo que va a suceder hasta que
ya lo he escrito.»
Graham Greene contaba que el origen de El tercer hombre, un
relato que sirvió de guión a una seductora película, fue la imagen
de un hombre descendiendo de un tren, en Viena, con una no-
vela del Oeste bajo el brazo. La escena tiene detalles sugerentes,
porque Viena guarda el encanto de un crepúsculo imperial y el
Oeste americano el ímpetu de un amanecer violento, pero resul-
taría exagerado decir que una novela se esconde en esa incon-
gruencia estimulante. La tarea creadora tiene comienzos humil-
des. Podría citar multitud de casos semejantes. Julien Green, un
autor al que citaré varias veces por su talento de novelista y por
los datos que su titánico Diario archiva, confiesa que cuando co-
menzó Adrienne Mesurat, la patética historia de un espejismo
amoroso, no sabía cuál sería el tema, ni el argumento, ni nada.
Sólo tenía una imagen del personaje, Adrienne, mirando las foto-
grafías de familia colgadas en la pared de la sala, «le cimetiére»:
«Cuando comencé Adrienne Mesurat escribí al azar la primera
página, el resto siguió y mis personajes me condujeron. Pero yo
cogí la pluma sin conocer una palabra de la novela. Lo mismo
me ocurrió con Leviathan. Una idea muy vaga del libro me vino

155
una tarde, viendo en una cantera de Passy un montón de carbón
que luego describí. Ése fue el desencadenante.»
Es difícil contar la propia vida y hacer al mismo tiempo su
interpretación teórica. Á estos testimonios hay que reconocerles
valor documental y pobreza hermenéutica. Es cierto que el
proyecto comienza siendo un indigente tema de búsqueda, tal
vez suscitado por el azar, pero hace falta explicar por qué enig-
máticas influencias este pobre comienzo llega a dirigir, alentar y
controlar la acción creadora. El análisis de un nuevo testimonio
nos proporcionará alguna luz. Se trata de un texto de Louis Ara-
gon, un autor que escribió varias de sus obras partiendo de una
frase casual. Lo contó en un curioso libro titulado: Je n'ai jamais
appris a ecrire ou les incipit. Comenzó su novela Les cloches de
Bále con una frase suelta, aleatoria e insignificante, que le vino a
la cabeza: «Nadie se rió cuando Guy llamó papá a M. Romanet.»
El autor ignoraba cómo se le había ocurrido la frase, pero recor-
daba claramente que le había hecho reír. ¿Por qué? Porque de
golpe la consideró el comienzo de una novela y le hizo gracia la
seriedad envarada que percibía en el espacio abierto por aquel
arranque casual. Describió así la continuación de la anécdota:
«Desde el momento en que supuse que era el principio de una
novela surgieron varias preguntas (¿Nadie?, ¿Guy?, ¿M. Roma-
net», etc.). Pero para contestarlas necesitaba saber, en primer lu-
gar, ¿dónde? (estábamos). De ahí la segunda frase, no menos ex-
travagante que la primera, si se piensa que tiene como razón de
ser explicarla: “Era antes de cenar, cerca de las capuchinas, al-
rededor de la mesita pintada en que se veía un pescador de
cangrejos jugando a las bolas con un domador de osos, que un
artista, al parecer danés (como el perro de la villa verde), había
decorado para pagar su cuenta, siempre es igual...” Con eso ha-
bía situado la escena en el tiempo, a una hora vaga, cuando se
va a pasar al comedor, pero todavía se está fuera en una terraza,
o en un balcón, o en un jardín. Me incliné inmediatamente por
esta última hipótesis, puesto que enseguida precisé: cerca de las
capuchinas.»
El texto permite desmontar algunas piezas del mecanismo
creador, que vistas de cerca no son tan enigmáticas. A Aragon se
le ocurre una frase y, en vez de permitir que se desvanezca, como

156
tantas otras que atraviesan nuestra conciencia sin dejar huella, la
interpreta como el comienzo de una novela, la convierte en un
anteproyecto. Afinemos aún más la mirada: Aragon es un nove-
lista que, como todo novelista, mantiene vigente el proyecto de
escribir una novela, y esa frase casual adquiere un significado
preciso, sugerente, al ser escuchada desde ese proyecto. Que esa
frase sea comienzo de una obra es una posibilidad que ha de ser
inventada por el autor.
Ya lo he dicho antes: los proyectos se engastan en proyectos.
El proyecto de ser novelista permite que una frase banal desen-
cadene el proceso de escribir una novela concreta. Las cosas no
presentan el mismo perfil a los ojos de un espectador inerte que
a los ojos de un novelista en estado receptivo. La perspicacia del
idioma me pasma una vez más. Es bien sabido que se llama «es-
tro» a la inspiración, al poder creativo de los artistas. Pero esta
palabra también significa el periodo de celo de los mamíferos, es-
pecialmente de las hembras. ¡Magnífica intuición! En efecto, du-
rante el periodo creador, el artista está receptivo, fértil, y puede
ser fecundado por cualquier bobada convertida en poderoso es-
permatozoide. Dicho en términos no mitológicos: el proyecto
cambia el significado de las cosas, que se convierten en significa-
tivas, sugerentes, interesantes, prometedoras, bienesperanzadas.
Sólo Aragon descubre en esa frase lo que Aragon descubre.
La posibilidad de ser comienzo de una novela surge al ser ilumi-
nada por el proyector de la mirada proyectante. Ése es el primer
talento de un novelista: percibir las posibilidades literarias de un
suceso. Creo que no se ha estudiado con el suficiente esmero esta
curiosa capacidad de la inteligencia humana, a la que ya me re-
ferí en el capítulo anterior.
Una realidad se muestra sugerente cuando en ella se barrun-
tan muchas posibilidades. Pero hay que entender que esas posibi-
lidades no son propiedades de la realidad, sino operaciones in-
coadas, es decir, minúsculas brasas que encienden la mecha de la
pirotecnia creadora. Todos los proyectos amartillan esquemas de
asimilación y de producción, que se disparan al aparecer los estí-
mulos adecuados. Cuando un sujeto experimenta algo como su-
gerencia, no percibe una propiedad del objeto, sino la impaciente
tensión de sus operaciones virtuales, prontas a actuar.

197
La actividad creadora transmuta lo trivial en sugerente.
Henry James ha contado que gran parte de los temas de sus no-
velas le eran sugeridos por conversaciones sin trascendencia. En
sus Cuadernos de notas reseña muchos casos, de los que entresaco
algunos: «pequeño tema inspirado en una conversación mante-
nida anoche con Lady Shrewsbury», «hace dos días, durante una
cena en casa de James Bryce, Miss Ashtor me habló de una situa-
ción que había conocido y de inmediato advertí que era posible
transformarla en un cuento», «la idea que anoté el otro día, el ar-
gumento sugerido por una alusión de George», «recuerdo cómo
Mrs. Procter me dijo una vez que, habiendo tenido una vida re-
pleta de problemas, sufrimientos, cargas y devastaciones, la posi-
bilidad de sentarse a leer un libro constituía para ella, en sus
años otoñales, un placer singular, la certeza de que tras haber so-
brevivido a tantas cosas, nada podía ocurrirle ahora», «me impre-
sionó muchísimo el comentario y ahora vuelve a mí con la suge-
rencia del minúsculo germen de un relato».
Una frase, un suceso trivial, una imagen puede desencadenar
la completa actividad creadora, pero nos equivocaríamos al pen-
sar que son muy poca cosa. Una teoría ampliamente aceptada
sostiene que el genio es un hombre capaz de resolver certera-
mente los problemas, con menos información que el resto de los
mortales. De ahí la impresión de adivinación, de mancia, de ins-
piración, de manía que los grandes creadores provocan. No creo
que sea una opinión sensata. Los grandes creadores manejan
siempre más información que los demás, porque en esa minús-
cula anécdota escuchada durante una cena, o en la imagen de
una muchacha pueblerina que mira fotografías, o en la figura del
hombre que desciende de un tren, o en la trivialidad de una frase
casual se condensa la subjetividad entera del autor. Una realidad
aparece llena de posibilidades sólo ante los ojos de quien va a ser
capaz de integrarla en un gran número de operaciones. Tener
muchos posibles quiere decir ser muy rico en operaciones.

158
El proyecto es una irrealidad a la que entrego el control de
mi comportamiento. Esa irrealidad es una información a me-
nudo fragmentaria, confusa o minúscula, capaz sin embargo de
activar y dirigir la acción, proponiéndole una meta.
El primer componente del proyecto es la meta, el objetivo
anticipado por el sujeto, como fin a realizar. Salvo en casos muy
sencillos, en que el objetivo está diseñado con precisión, los
proyectos contienen sólo un patrón vacío de búsqueda. Cada
vez que hable de estos «patrones vacíos», le será útil al lector
pensar en lo que le sucede cuando tiene una palabra en la
punta de la lengua. No puede decirla, pero podrá reconocerla
cuando aparezca. Pues bien, gracias a los patrones de búsqueda
creamos la información necesaria para llenarlos, y buscamos los
planes, métodos y operaciones necesarios.
No hay proyectos desligados de la acción. Hay, por su-
puesto, muchas anticipaciones de sucesos futuros, como las en-
soñaciones, los deseos o los planes abstractos, que son sólo, en
el mejor de los casos, anteproyectos que se convertirán en
proyectos cuando hayan sido aceptados y promulgados como
programas vigentes. El proyecto es una acción a punto de ser
emprendida. Una posibilidad columbrada no es proyecto hasta
que se le une una orden de marcha, aunque sea diferida. Los
planos de un edificio no son proyectos: son sólo planes, con los
que realizar un proyecto cuando lo adoptemos. Este enlace con
la acción, que convierte al proyecto en un fin, lo introduce de
hoz y coz en los complejos mecanismos de la conducta y sus
motivaciones. El proyecto va a activar, motivar y dirigir la ac-
ción, y ha de tener para ello el atractivo suficiente. En el ori-
gen de todas las ocurrencias proyectivas hay un deseo de actuar.
Este esquema sentimental le permite al sujeto inventar motivos
de acción. Por ello, la anulación del deseo va seguida de una
incapacidad de proyectar. Así sucede en las grandes depresio-
nes. Gebsattel interpretó la depresión como una inhibición vi-
tal, una detención del impulso. El enfermo padece una pérdida
del ánimo, de esa incitación a desplegar las posibilidades vitales

159
y experimenta una reducción de su espacio vital, escribe López
Ibor.
No hay creador desanimado, aunque muchos creadores hayan
presumido de ello. En el nihilismo del creador sospecho siempre
alguna marrullería. Por ejemplo, Samuel Beckett, que cuidaba
con gran dedicación no sólo su estilo, sino el estilo de las traduc-
ciones de sus obras, consideraba la creación como «el acto de
aquel que, incapaz, sin posibilidad de actuar, actúa, en definitiva
pinta porque está obligado a pintar». Al oírle esta opinión, su in-
terlocutor, Georges Duthuit, propició el siguiente diálogo: «D.:
¿Por qué está obligado a pintar? / B.: No lo sé / D.: ¿Por qué es
incapaz de pintar? / B.: Porque no hay nada que pintar y nada
con que pintar.»
Éstas no me parecen palabras sinceras de un creador. A los
creadores les cuadra más ser definidos como «energúmenos», que
tiene la misma raíz que «energía». Son los «superenérgicos» y esa
vitalidad en el proyectar y en el realizar, que les convierte con
frecuencia en personajes incansables y obsesionados con su tarea,
es a mi juicio el rasgo que sirvió para fundar la desdichada cone-
xión entre genio y locura.
El creador inventa motivos de actuar, porque siente deseos
de actuar. He dicho antes que el proyecto es una meta inventada
y elegida. En el capítulo siguiente, oiremos decir a Thomas
Mann que los temas aparecen dotados de una «aureola sentimen-
tal». En efecto, el proyecto es un tema mendicante habitado por
una afectividad que incita a la acción.
El sentimiento percibe lo interesante del asunto. Recupera-
mos aquí temas tratados ya, porque, como advertí, el proyecto es
una gran sinfonía, en la que interviene la plural orquesta de
nuestras Operaciones mentales. Recordaré ahora la percepción de
posibilidades. La subjetividad entera del autor, por mediación de
esos Órganos integradores de información que son los esquemas
sentimentales, percibe que el tema es transitable, gracias, entre
otras cosas, a la conciencia implícita de las operaciones alertadas
por ese esbozo vacío.
Contaré un nuevo ejemplo. El 13 de enero de 1946, Julien
Green escribe en su Diario: «Acabo de cruzarme con un mucha-
cho pelirrojo que llevaba un misal bajo el brazo. Podía ser el

160
tema de una novela que se llamaría La novela del pelirrojo. El
pelirrojo es un aislado.»
A estas alturas, ya estamos en condiciones de diseccionar este
texto. Green ha encontrado el «tema» de una novela. No se trata
todavía de un proyecto, porque el proyecto exige una promulga-
ción de su vigencia y una orden de marcha. Lo único que el no-
velista ha considerado es ese mínimo asidero de la atención que
es la meta entrevista, pero aún no aceptada. No podemos dejar
de preguntarnos por la razón de ese súbito interés por un en-
cuentro fugaz e intrascendente. La breve experiencia es asimi-
lada por alguno de los esquemas activados en la subjetividad del
autor. El tema aparece caracterizado por un esbozo y unas res-
tricciones. Es el embrión de una novela, no de un poema, ni de
un libro de sociología. Será un relato y versará sobre un pelirrojo,
sobre un aislado.
Podemos reconstruir lo que atrajo el interés de Green, gracias
a una anotación fechada un año después, y que no guarda rela-
ción explícita con la anécdota que comento. La nota dice así: «El
hombre que vive de su fe está necesariamente aislado. A cual-
quier hora del día está en profundo desacuerdo con su tiempo. A
cualquier hora del día está solo y de alguna manera tiene aspecto
de loco.» El aislamiento y la religiosidad han sido cotidianas tor-
turas para Julien Green, que vivió durante decenios doblemente
aislado por su catolicismo y su homosexualidad. El complejo sen-
timental construido con esos penosos sucesos se convirtió en es-
quema de reconocimiento que le permitió descubrir en la figura
del pelirrojo con el misal una novela en cifra. No me resisto a ju-
gar con el lenguaje. El creador acomete una empresa. Mi admi-
rado Covarrubias definió la palabra «emprender»: «Determinarse
a tratar algún negocio arduo y dificultoso. Y porque los cavalle-
ros andantes acostumbraban pintar en sus escudos estos desig-
nios, se llamaron empresas. De manera que empresa es cierto
símbolo o figura enigmática hecha con particular fin, enderezada
a conseguir lo que se va a pretender.» Lo que desencadena la ac-
tividad emprendedora del autor es ese «símbolo o figura enigmá-
tica» que él sólo sabe descifrar.
Terminaré de contar la historia. Green olvidó por completo
el tema del pelirrojo. Aparentemente los esquemas activados se

161
adormecieron. Un par de años después, el día 23 de agosto
de 1948, se le ocurrió repentinamente la idea de su novela
Moira: «Esta madrugada me he despertado y he visto mi libro del
comienzo al fin.» El argumento de Moira es la lucha dramática
contra una tentación. Un muchacho profundamente religioso —y
pelirrojo, claro— se enamora de una mujer que le arrastra a una
relación sexual que el muchacho considera pecaminosa y a la que
no puede resistirse. Ofuscado por los remordimientos y el deseo,
acaba matando a su amante, para liberarse de su influjo. No ter-
mina aquí la historia. Dos semanas después de la nocturna reve-
lación novelística, Julien Green, que preparaba entonces la edi-
ción de sus diarios antiguos, descubre con estupefacción una
fuente más remota. En 1944, es decir, cuatro años antes, había
comenzado y abandonado una novela: «La historia de un faná-
tico, casado con una mujer a la que estrangula porque le apartaba
de la salvación... Este tema, el tema de Moira, lo había olvidado
profundamente; digo bien: profundamente, a fondo.»
No digo que no ocurriera así, pero las cosas pudieron suceder
de otra manera. Tal vez lo conservado en la memoria no fuera el
tema, sino los esquemas de asimilación capaces de aprehender
ese tema como interesante, y que podían producir ocurrencias
análogas, a partir de desencadenantes distintos. Así se explicaría
el «aire de familia» que suelen tener las novelas de un autor. Su
estructura sentimental pesca una y otra vez peces parecidos. En
el último capítulo hablaré de los mecanismos productores de
ocurrencias. Nuestras preocupaciones, por ejemplo, o mejor di-
cho, los complejos bloques de información que están en la fuente
de nuestras preocupaciones, resuenan continuamente en la con-
ciencia, como el mosquito en la oscuridad de la noche. Lo escu-
chamos o lo presentimos, lo mismo da. Lo cierto es su presencia.
También los deseos son grandes inventores de historias, y tam-
bién lo es el miedo: Al cobarde «se le hacen los dedos huéspe-
des» porque cualquier cosa, incluso sus propios dedos, desenca-
denan una fabulación terrorífica.
No es mal ejercicio de hermenéutica literaria intentar descu-
brir esos esquemas sentimentales que, actuando como sistemas
de preferencias, guían los proyectos de un escritor. En el caso de
Green se trata de la dificultad de integrar una doble fascinación

162
=la de lo sensible y lo espiritual— que le condena a un juego de
contradicciones, luchas y culpabilidades.
Podemos, pues, añadir un nuevo elemento a la definición del
proyecto: un tema se convierte en meta, porque su carencia de
contenido expreso queda suplida por su poder de movilizar un.
sentimiento, que es un sistema integrado de esquemas producto-
res de ocurrencias.

Continuaré el trabajo de disección. Mediante la acción, reali-


zamos el proyecto. Esta vocación de realidad lo distingue de la
ensoñación, con la que guarda, no obstante, estrechos vínculos.
Ambos son anticipaciones del futuro, pero en el caso de la enso-
ñación no hay tránsito posible entre el presente y ese porvenir de
fábula. El ensueño puede burlar todas las restricciones porque no
pretende realizarse. En cambio, el proyecto está siempre condi-
cionado por la realidad. Puedo soñar que dibujo un mapamundi
de tamaño natural. Puedo soñar que escribo una novela rela-
tando todos los acontecimientos de una conciencia personal, el
encabalgamiento de deseos y pensamientos, de confusión y clari-
dad, las intermitencias y continuidades de la pasión o la creencia.
Pero estos ensueños, imposibles de realizar, no accederán nunca
a la condición de proyectos. Un mapa o una novela imponen res-
tricciones de espacio, de tiempo o de género. También un
proyecto arquitectónico ha de someterse a mumerosas condicio-
nes, que van desde las ordenanzas municipales hasta el presu-
puesto disponible. El castillo imaginado por el escritor de cuen-
tos de hadas está exento de las leyes de la gravedad, de la
resistencia de materiales o de la financiación, restricciones a las
que tuvieron que someterse los constructores de esos castillos
reales que habitan todavía el amplio páramo con su grandeza
desgastada y altiva.
En la entraña del proyecto se incluyen también las condicio-
nes o restricciones que el sujeto sufre o se impone. Hay que decir

163
ambas cosas, porque no todas las restricciones son impuestas al
creador, sino que muchas son libremente elegidas por él. La
meta puede ser un reto, cosa que ocurre con frecuencia en la ac-
tividad creadora, precisamente porque su afán de alcanzar la
zona de desarrollo remoto la emparenta con otras modalidades
del impulso aventurero. Los artistas han disfrutado siempre bus-
cando un plus de dificultad que les permitiera demostrar sus
energías y debilidades. El caso de Valéry es ejemplar, pero no
único. La búsqueda de la dificultad fue para él un arduo placer
consentido. «Los tres mejores ejercicios, los únicos quizás para la
inteligencia, son: hacer versos, cultivar las matemáticas y dibu-
jar», escribió, y dio como razón que «estas tres actividades son
ejercicios por excelencia, es decir, actos no necesarios, sometidos
a condiciones impuestas, arbitrarias y rigurosas.»
Gran parte de la tarea creadora va a consistir en una hábil
gestión de las restricciones.

El atlas anatómico del proyecto se va llenando de figuras:


tema, patrón de búsqueda, motivos, sentimientos y restricciones.
Añadiremos otro elemento más. Un proyecto impulsa a la acción
y la dirige, pero para discernir los movimientos adecuados y para
saber si hemos alcanzado el objetivo necesitamos algún criterio.
Si quiero descubrir las Indias necesito saber cómo reconocerlas.
Cada vez que un inventor, un científico o un artista se esfuerza
por realizar un proyecto ha de comparar cada uno de sus pasos
con el objetivo propuesto. Pero sucede que precisamente el obje-
tivo es lo que se intenta encontrar, lo que se desconoce, con lo
cual la búsqueda resulta dirigida por lo buscado, que al mismo
tiempo es lo desconocido. Esta situación tan paradójica se re-
suelve apelando a algún criterio que no sea el mismo objetivo
buscado, pero que permita reconocerlo. Gracias a ese criterio, a
ese patrón de comparación y reconocimiento, el artista podrá si
llega el caso dar la orden de parada.

164
¿No es un exceso racionalista afirmar la inevitable presencia
de criterios en el proyecto artístico? Bien está que el matemático
se someta a los criterios formales y el científico a sus criterios de
evidencia, pero la creación es un vuelo anárquico, un estallido
espontáneo, un surtidor de novedades imprevisibles. ¿No es el
artista un ser arrebatado por un impulso misterioso que ni co-
noce ni controla? Me temo que no. Los capítulos anteriores han
mostrado que el Yo ocurrente creador, incluso el del más inspi-
rado y anárquico vate, es un edificio lenta y cuidadosamente
construido en el que influyen la casualidad y la inconsciencia,
pero sin ahogar la acción de un Yo que elige, selecciona y pla-
nea. Por lo demás, sólo un malentendido puede relacionar el cri-
terio con la razón. Para evitar el equívoco tal vez debería susti-
tuir el término «criterio» por la expresión «patrón de reconoci-
miento y evaluación», pero es demasiado larga. Los criterios de
la ciencia son racionales, universalmente válidos y verificables,
pero en el arte suceden las cosas de manera distinta. Es el propio
autor quien forja sus criterios y los utiliza, sin formularlos explí-
citamente, bajo la forma de un «juicio de gusto».
Atienda el lector al embarazoso hecho de que he incluido en el
proyecto los criterios, y ahora resulta que el criterio artístico fun-
damental es el «gusto» del artista, que no está en el proyecto, sino
en el sujeto. También al analizar lo que hace interesante a un tema
nos vimos obligados a replegarnos hacia el sujeto, fuente del inte-
rés y de las posibilidades. Nada de esto debe asombrarnos, pues el
proyecto es una proyección de la propia subjetividad. Un aconteci-
miento biográfico. Es el sujeto quien desde esa avanzadilla que es
el proyecto se seduce a sí mismo. Si la altanería del proyectar de-
fine al creador es porque es el creador mismo quien se estira hasta
situarse en ese proyecto que desde la lejanía le atrae. Los proyectos
son la expansión del ámbito de la subjetividad.
Cuando un artista promulga un proyecto —sea escribir la no-
vela de un pelirrojo, o pintar «las demoiselles de un burdel de
Avignom»—, al tema esbozado le acompaña el sistema de prefe-
rencias del artista, que actuará de patrón de evaluación. Sus ideas
sobre el arte, sobre la situación en que vive, tal vez su deseo de
triunfar o de crear una obra original, completan y dan signifi-
cado a ese tema afectado de tanta indigencia. Lo que significa

165
para Picasso la frase «pintar las demoiselles de un burdel» tiene
poco que ver con lo que significaría para otro pintor. Ni siquiera
el acto de pintar tiene el mismo significado para Picasso que para
Mondrian.
En este punto tenemos que retomar la noción de senti-
miento. El «gusto artístico» es un sentimiento y, como tal, un gi-
gantesco bloque de información integrada. Voltaire, en el ar-
tículo «Goút» del Diccionario filosófico, escribió: «El gusto, ese
sentido, ese don de discernir nuestros alimentos, ha producido
en todas las lenguas conocidas la metáfora que expresa, mediante
la palabra “gusto”, el sentimiento de las bellezas y las faltas en
todas las artes. Es un discernimiento rápido, como el de la len-
gua y el paladar, y que como éste antecede a la reflexión; es
como éste, sensible y voluptuoso respecto de lo nuevo; rechaza,
como éste, lo malo con rebeldía. Está frecuentemente, como
éste, indeciso y confundido». Es muy ilustrador que se haya bus-
cado la analogía entre la experiencia estética y el gusto, que es
un sentido poco analítico en comparación con la vista. No me
cabe duda de que esta elección se funda en el carácter integrador
de todo sentimiento, incluidos los estéticos. Un esquema senti-
mental, que es un bloque integrado de informaciones, valoracio-
nes estéticas, peculiaridades psicológicas, reflexiones teóricas, de-
seos, manías, razonamientos, ensoñaciones, y muchas cosas más,
interpreta los datos perceptivos y los hace aparecer en la con-
ciencia sentimentalizados, o lo que es igual, englobados en un
sentimiento que inventa/descubre en ellos el valor correspon-
diente. A partir de esta experiencia podemos investigar los com-
ponentes del esquema sentimental que la hizo posible, mediante
un riguroso análisis genealógico.
Como repetiré en muchas ocasiones, los sentimientos produ-
cen ocurrencias, además de evaluar las ya producidas. De ahí que
el sistema de preferencias de un artista, sus patrones de reconoci-
miento y evaluación son la gran creación que va a distinguirle de
los demás. Cuando pintó el Sena o el Támesis, Monet eligió el
mismo tema elegido por cientos de pintores. La diferencia estaba
en el sentimiento que dirigía y acompañaba su proyecto. El Sena
o el Támesis pintado debía encarnar al Sena o al Támesis so-
ñado. No hay forma de copiar la realidad si no es a través de la

166
irrealidad del proyecto. Es la anticipación de lo no existente lo
que le impulsó a inventar una técnica nueva. Cuando las expec-
tativas son tan novedosas que abren un intervalo entre lo que se
proyecta y lo que se puede hacer, el creador tiene que inventar
una técnica nueva o un nuevo modo de crear, para poder sal-
varlo. «La necesidad de reproducir lo que experimento —escribió
Monet— me pone cada vez más furioso. Cuanto más avanzo, más
me cuesta plasmar lo que siento ante la naturaleza, lo cual hace
que, para llegar a reproducir lo que experimento, olvide total-
mente las reglas más elementales de la pintura, si es que existen.
En dos palabras, permito que aparezcan muchos defectos para fi-
jar más sensaciones. Para mí un paisaje no tiene la menor exis-
tencia como tal paisaje, ya que su aspecto cambia a cada mo-
mento. Pero cobra vida a través de lo que le rodea, por el aire y
por la luz, que cambian continuamente. Cuando se quiere ser
muy exacto, se experimentan grandes decepciones al trabajar.
Hay que saber captar el aspecto del paisaje, en el instante justo,
pues ese momento no volverá nunca, y uno se pregunta siempre
si la impresión recibida ha sido la verdadera.»
Nadie veía lo que Monet veía. «Madejas de tonos parejos que
ningún otro hubiera podido desenmarañar», escribió el duque de
Trevise, en 1920, cuando vio las Nympheas. Geffroy le vio tra-
bajar mientras pintaba el Támesis, y lo contó así: «Acumulaba las
pinceladas con una seguridad prodigiosa, sabiendo exactamente a
que fenómeno de luz correspondían. De vez en cuando se dete-
nía. “Ya no hay sol”, decía. De repente, Claude Monet agarraba
de nuevo su paleta y sus pinceles. “Ha vuelto el sol”, decía. Era
el único que lo sabía en aquel momento.»
Las facultades comunes que todos los hombres poseemos,
como, por ejemplo, percibir los colores, son sacadas de sus casi-
llas por un proyecto. Sometidas a su atracción, parecen ampliar
sus límites, hasta tal punto que sólo Monet acierta a distinguir las
sutiles metamorfosis de la luz.
La anatomía del proyecto termina aquí. Al proyectar entrega-
mos el control de nuestra actividad a un tema indigente, dotado
de atractivos que sólo el autor conoce, y que va a ser capaz de ac-
tivar su conducta y dirigirla. Ciertas condiciones y restricciones
contenidas implícita o explícitamente en el proyecto balizan el

167
campo de actuación y excluyen grandes masas de posibilidades.
Por último, un criterio nos permitirá reconocer si la actividad va
por buen camino y cuándo hemos alcanzado la meta. Objetivo,
condiciones y criterios son los elementos que configuran un
proyecto. En el caso del artista el supremo criterio es su gusto
personal, es decir, el sistema de preferencias creado por él que va
a dirigir sus ocurrencias, sus evaluaciones y, en una palabra, su
obra entera.

De todo lo dicho se desprende que la primera tarea de un


creador es inventar proyectos creadores. Ántes, por supuesto, ha
tenido que constituir su propia subjetividad, el complicado orga-
nismo del que van a proceder sus ocurrencias y sus evaluaciones.
Ahora que el lector ya conoce el complejo juego de acciones y
reacciones, de ensoñación y tenacidad, de anticipaciones y me-
morias, comprenderá mi rechazo ante toda teoría de la inteligen-
cia que pretenda reducirla a un mero sistema computacional.
Nos falta por saber cómo se inventan los proyectos. Una vez
más parece que nos encontramos ante una paradoja. Las opera-
ciones creadoras dependen de un proyecto, lo que nos fuerza a
admitir que la operación de crear un proyecto o no es creadora,
o procede de un proyecto previo, que a su vez remite a otro
proyecto, y así hasta el infinito. Parece que ha de haber un
proyectar sin precedentes, no feudatario de un proyecto anterior,
y así sucede. Nuestro temperamento, nuestras necesidades y
nuestra educación son productores espontáneos de fines.
Empecemos por el temperamento. Aristóteles estudió con
enorme sutileza los fines de nuestra actividad. Lo primero que
llama la atención es que parece negar que se puedan inventar fi-
nes. ¿Por qué? Porque cada uno elige como fin lo que juzga
bueno, interesante o atractivo, y esta evaluación depende, según
Aristóteles, del carácter. Según el carácter del hombre, así serán
los fines que elija.

168
Los deseos, sentimientos, necesidades, tan estrechamente re-
lacionados con el carácter, también nos proporcionan fines.
Bergson, en su obra Las dos fuentes de la moral y de la religión,
sostuvo que una emoción nueva está en el origen de las grandes
creaciones artísticas. «Creación significa, ante todo, emoción.»
Ocurre que siendo el carácter y la afectividad zonas autónomas y
rebeldes, concederles la exclusiva de producir fines equivale a sa-
car la actividad de proyectar del circuito de la acción voluntaria.
Aristóteles, que había planteado el problema, se dio cuenta de
que si sólo podemos elegir los medios y no los fines de nuestra
acción, nadie sería responsable de sus actos, por lo que añade:
«Somos en cierto modo concausa de nuestros hábitos y por ser
como somos nos proponemos un fin determinado.» «Si cada uno
es en cierto modo causante de su propio carácter, también será
en cierto modo causante de su parecer» (Et. Nic., 1.114b).
Aristóteles comprende el enredo del que proceden nuestras
acciones. AÁctuamos por un fin, que depende de nuestro carácter,
que depende de nuestros hábitos, que se forma con nuestras ac-
ciones, de las que somos concausa y que están dirigidas por un
fin, que depende de nuestro carácter, que depende de nuestros
hábitos, que se forman con nuestras acciones, de las que somos
concausa, y que están dirigidas por un fin, que...
Estamos en el reino de la negociación, de las causalidades re-
cíprocas, de la deriva tenaz, la construcción minuciosa, el ensan-
chamiento paulatino. Podemos salirnos de nuestras casillas por-
que somos capaces de llamarnos desde lejos. Podemos pensar
valores no sentidos, acaso recibidos de fuera, y de esta manera
dirigir muestro sentimiento real mediante instrumentos irreales.
Es pasmoso que podamos dirigir nuestra acción con proyectos
meramente hablados, construidos mediante operaciones verbales,
que reciben su savia y energía de sentimientos muy lejanos.
Proyectos como «escribir un poema absolutamente original»,
«descubrir la piedra filosofal», «hablar a distancia a través de un
hilo», «captar en un cuadro la fugacidad de la luz», fueron habla-
dos antes que pensados, y pensados antes que realizados, los que
lo fueron. Esta facultad de entregar el control de nuestra acción
a una instrucción hablada, a la que ya me he referido en un capí-
tulo anterior, influye también en el proyectar. Nos concede una

169
enorme flexibilidad para aceptar «encargos», es decir, proyectos
ajenos. Ningún talento artístico se ha resentido por ello, porque
la aceptación de un proyecto ajeno exige tratarlo como un mani-
quí al que habremos de vestir con el proyecto propio. Las peripe-
cias de la facultad de proyectar se confunden con las peripecias
de la creación de la libertad, que, a su vez, se confunden con la
creación de la inteligencia. No podía ser menos y no podía ser
más.
Hasta ahora, apenas he dicho nada de cómo se producen
proyectos. Apelar al carácter o al sentimiento explica muy pocas
cosas. Me detendré un momento para analizar un caso. ¿Cómo
puede producir ocurrencias un sentimiento? Espero que el lector
disfrute con el placer de desenredar, hasta donde se pueda, lo en-
redado. Una vez más volveremos a las ensoñaciones. El niño que
juega, el vanidoso que se ve protagonista de escenas de triunfo,
el miedoso que repite sin cesar la triste letanía de sus miedos, to-
dos ellos fabulan historias con un automatismo que parece un
subproducto de la emoción. El asombroso Aristóteles, al estudiar
la ira, dice que le sigue siempre un cierto placer, «nacido de la
esperanza de vengarse». Y añade, con sumo tino: «Es placentero,
en efecto, pensar que se podrán conseguir aquellas cosas que se
desean.» Por eso, el iracundo «ocupa su tiempo con el pensa-
miento de la venganza de modo que la imagen que entonces le
surge le inspira un placer semejante al que se produce en los sue-
ños» (Ret., 1.378b).
Un sentimiento se convierte en suscitador de ocurrencias
que, de modo fantasioso y vicario, satisfacen en cierto modo el
deseo. No puedo detenerme ahora en distinguir esta capacidad
productiva, de la que pertenece a los sentimientos aversivos,
como el miedo. Ahora sólo analizaré las que estaban incluidas en
el antiguo adagio: «De la abundancia del corazón, habla la boca.»
Estamos en condiciones de precisar más: de la abundancia del
corazón —mitológico asiento de los esquemas sentimentales— sur-
gen las ensoñaciones. Son ocurrencias muy peculiares. El enamo-
rado alejado de su amada pasa las horas muertas fabulando en-
cuentros. Se vive protagonista de historias brillantes, triunfador,
espadachín, discreto, ágil, divertido, valiente. Convence, salva,
divierte, enamora, seduce, conquista a la mujer amada. Es un no-

170
velista ágrafo. Estas fabulaciones producidas con tan extrema fa-
cilidad son meros despliegues figurativos del deseo. Constituyen
las inferencias del sentimiento. Bergson decía que los sentimien-
tos son «generadores de ideas». Y también hablaba de una «facul-
tad fabuladora», que permite al hombre la invención de realida-
des. Es esta capacidad, a la que muchas veces se llama
imaginación equivocadamente, la que tenemos que aclarar.
Una vez más hemos de recordar la noción de «esquema men-
tal» y, en especial, uno de sus tipos: los modelos. Estos modelos
integran información y procesos. Un modelo es un programa de
acción, un conjunto de inferencias plegadas, el esquema de un
comportamiento. Tenemos modelos de situaciones, modelos de
sentimientos, roles sociales, modelos para solucionar problemas.
Cada vez que poseemos un esquema que unifique datos y relacio-
nes dinámicas entre estos datos, tendremos un modelo. Son pro-
gramas narrativos condensados. También lo son las estructuras
narrativas estudiadas por Propp, los estilos literarios, las voces
inventadas. Nuestros modelos mentales son numerosísimos y
permiten comportamientos asombrosos, como inventar narracio-
nes, realizar inferencias, comprender sucesos, suplir la informa-
ción ausente.
Cada sentimiento es un modelo, que desencadena diversos
recorridos sentimentales. Un suceso provocará el recorrido senti-
mental de tristeza si es categorizado como «falta de amor», pero
ese mismo suceso desencadenará el recorrido de la ira, si es in-
terpretado como «ofensa».
La mayor parte de los modelos, que nos sirven para inventar
cosas, entre ellas proyectos, son aprendidos. Una cultura es, entre
otras cosas, un repertorio de proyectos, elaborados por sus miem-
bros a lo largo de la historia. Cuando este repertorio disminuye,
la vida social se hace anémica. Deja de haber emprendedores. El
lector ya sabe que el proyecto ha de enlazar con la motivación y,
por lo tanto, incitar a la realización de valores. Pues bien, la ri-
queza de valores propuestos y de proyectos vigentes indican la
salud de una cultura. Buena parte de la juventud padece una de-
sidia del proyectar, que es un tipo más de impotencia inducida.
La sumisión a estos modelos recibidos puede ser más o me-
nos completa, pero nadie es absolutamente original. También el

1y1
artista, al que consideramos el creador por antonomasia, adopta
el modelo de «creador» vigente en su época. Sea porque lo acepte
o porque lo rechace, en ambos casos dependerá del modelo. El
poder de crear es, evidentemente, suyo, pero la forma que
adopta y el modo como ese poder se hace consciente depende en
gran parte de «roles aprendidos». Un caso notable fue la patolo-
gización del modelo de «genio», a partir del romanticismo. Scho-
penhauer lo expresó en una sentencia (a pena de reclusión
mayor, diría yo): «Malograrse pertenece a la obra del genio: es su
título nobiliario.» Nunca festejaré bastante el no ser un genio y
espero que este libro sea lo suficientemente plebeyo para ser lo-
grado. Muchos artistas siguieron al filósofo. Baudelaire compuso
la figura del artista decadente, que muere por sobredosis de
spleen, y Wilde, esa maravillosa maquinita de hacer frases, acuñó
la consigna: «Sé bello y sé triste.» Al colmo de la congoja llega el
poema de Dórmann, en el que confiesa que ama «todo lo raro y
enfermo». Como no podía ser menos, propuesto el modelo, fue
adoptado como proyecto por un cardumen de jóvenes artistas
adolescentes.
En resumen, resulta verosímil que proyectar consista en utili-
zar modelos mentales enlazados con el deseo de actuar, o con
cualquiera de los sentimientos que impelen a construir o crear.
Cualquier suceso, incluso trivial, activa los esquemas sentimenta-
les que integran el suceso dentro de uno de los modelos narrati-
vos anejos al sentimiento. Un novelista engastará cualquier frase
dentro de un proyecto novelístico. Un empresario intentará in-
cluir cualquier hecho dentro de un modelo productivo. Para lo-
grarlo, el sujeto utilizará todas sus operaciones combinatorias, ex-
trapoladoras, inferenciales, imitativas. Usamos los proyectos
ajenos para construir los propios, tomándolos como modelos y
mezclándolos, interpolándolos, destruyéndolos y reconstruyéndo-
los con enorme habilidad.
Detengo aquí el análisis del proyectar, que es una de las
grandes actividades de la «inteligencia deseosa» (orektikos nous),
o del «deseo inteligente» (orexis dianotiké), maravillosas expre-
siones que tomo de la Ética a Nicómaco, de Aristóteles (1.139 b).

72
X. LAS ACTIVIDADES DE BÚSQUEDA

Ya está el proyecto haciéndonos gestos desde la lejanía.


Ahora hay que encontrar el camino para llegar a la meta, el con-
tenido que llenará esa anticipación vacía que es el proyecto. Es
el momento de las soluciones, los hallazgos, las invenciones. Con
frecuencia se ha pensado que en este punto comienza la crea-
ción. Nosotros sabemos que es una opinión errónea. La actividad
creadora comienza con la elaboración del proyecto, que es un
complejo organismo de cuya energía y calidad va a depender la
obra entera. Una vez que el fin está propuesto, toma el relevo la
segunda gran actividad de la inteligencia: buscar.
El admirable Covarrubias da la siguiente definición: «Buscar.
Vale inquirir, díxose de la palabra bosque, en lengua gótica,
“busche”, que vale espesura montuosa, acomodada para criarse y
esconderse en ella la caga, y los cagadores o monteros para des-
cubrirla dan la buelta al monte, que podemos decir bosquear, y
de allí se dixo buscar, de donde se tomó para sinificar, hazemos
diligencia, por hallar lo que está escondido y no se nos ofrece
con promptitud.» Es cierto que las actividades de búsqueda han
sido mencionadas tradicionalmente en los tratados filosóficos,
pero de una manera vaga, bajo títulos generales, como «investi-
gar», «inquirir», «preguntar». La búsqueda de la verdad ha sido el
propósito de todos los científicos. Y, sin embargo, hasta tiempos
muy recientes no se ha tratado de manera sistemática la compli-
cada actividad de buscar.
Zubiri acertó al considerar que la búsqueda era la esencia de
la razón, pero se equivocó al pensar que lo era sólo de la razón,

5
cuando de hecho está en el centro de todo comportamiento inte-
ligente. Somos o buscadores o máquinas. Si es el pasado, los
automatismos que poseemos, lo que determina la acción, muestra
conducta será estereotipada y rutinaria. Sólo cuando permitimos
que el futuro guíe nuestra acción, embarcando a nuestros meca-
nismos en una singladura desconocida, podemos crear. Pero, en-
tonces, es muy probable que el proyecto no encuentre un encaje
directo en un programa establecido, sino que el sujeto tenga que
buscar nuevas formas de operar. Este ver a lo lejos el fin pro-
puesto, puesto delante de nosotros por nosotros mismos, pro-yec-
tado, lanzado delante de nosotros mismos por nosotros mismos,
sin saber cómo alcanzarlo, es lo que se llama un «problema». De
descubrir los caminos, de construir los puentes o cavar los túne-
les se encargan las actividades de búsqueda, inventivas y trova-
doras.
Las ciencias de la computación se han empeñado en que se-
res no inteligentes —los ordenadores— aprendan a buscar, por lo
que han estudiado estas actividades con suma atención. La histo-
ria de la Inteligencia Artificial podría contarse como el descubri-
miento de técnicas de búsqueda más inteligentes. El lenguaje
acuñado por la informática para lidiar con estos temas ha hecho
fortuna. Un proceso inteligente comienza en un «estado inicial»,
a partir del cual se intenta llegar a un «estado final» o «meta». El
examen de las posibles soluciones para atravesar ese vacío se de-
signa como «búsqueda», y el conjunto de los posibles caminos a
explorar es el «espacio de búsqueda».
La inteligencia humana busca con una flexibilidad pasmosa,
que por ahora es una exclusiva nuestra. Á mi juicio, esta soltura
se debe a nuestra capacidad de inventar proyectos. Los expertos
han clasificado nuestras actividades de búsqueda en dos grandes
grupos. Unas son sistemáticas, lentas, exploran todas las posibili-
dades y tienen una eficacia limitada. Son las llamadas «búsquedas
algorítmicas». Imagine el lector lo que sería componer una melo-
día ensayando todas las posibles combinaciones de notas. Es evi-
dente la imposibilidad del procedimiento. Por ello, el hombre
abandona esos caminos tan seguros e inútiles y utiliza «búsquedas
heurísticas», en las que despliega todos sus trucos y estratagemas,
dejándose llevar por suposiciones, corazonadas, y por todos sus

174
saberes plegados, sentimentales o no. Paradójicamente son méto-
dos menos seguros, pero más eficaces. Hemos conseguido la ma-
ravilla de andar certeramente por caminos inciertos. De esta ma-
nera tan rara funciona, por supuesto, la inteligencia artística. La
estructura de la actividad de búsqueda es siempre la misma. El
proyecto anticipa la meta. Buscar es una acción con dos etapas
bien diferenciadas. En la primera, se suscita información. En la
segunda, se compara con el patrón de búsqueda. Las operaciones
para conseguir información pueden ser muy variadas. La más
sencilla es la exploración perceptiva. Cuando busco a alguien en-
tre una multitud paseo la mirada por aquellos rostros desconoci-
dos, manteniendo en mi conciencia el patrón que guía mi mi-
rada, el concepto perceptivo. La intensidad de la búsqueda
depende de la prontitud con que suscitemos la información, por-
que puede haber un mirar lánguido, que es más una espera que
una búsqueda.
Hay búsquedas más complicadas que las perceptivas, en las
que tengo que crear la información, no sólo percibirla. Quiero
buscar un estilo literario preciso y eficaz. ¿Eficaz para qué? Para
transmitir información y para producir euforia. Necesito que el
lector perciba que el esfuerzo puede transfigurarse en gracia. Co-
mienzo un párrafo, me empantano en las frases. Salvo un par de
palabras, tan sólo. Ensayo otro arranque más llamativo, me es-
fuerzo en mantener un estilo tenso. Eludo los relativos, las con-
junciones, los demostrativos, desdeño la calderilla linguística.
Convierto la búsqueda en un tanteo orientado.
La orientación proviene del proyecto, pero ha de transferirse
al espacio de búsqueda. Tengo que saber dónde buscar. Numero-
sas Operaciones se integran en la búsqueda: la memoria, las ope-
raciones perceptivas, imaginativas, inferenciales. Todas van
orientadas a crear nuevos caminos. A inventar posibilidades.
Al proceso de buscar podríamos llamarle «ensayo», que,
como dice Covarrubias, significa, entre los comediantes, la
prueba que hacen antes de salir al teatro. Prueban la bondad y fi-
neza de su actuación. Lo mismo hacemos todos cuando busca-
mos. Comprobamos la oportunidad de nuestras ocurrencias.
Comparamos la información que hemos producido o conseguido
con el patrón que nos guía, que ha permanecido vigente, pero en

7D
un segundo plano de atención. Esta habilidad para desdoblar
nuestra conciencia en dos planos, uno que guía y otro que es
guiado; uno en que se recibe la nueva información, y otro donde
se mantiene vigente el patrón de búsqueda, es una joya de la in-
teligencia. Conservamos la representación semántica básica de la
frase que queremos decir, mientras buscamos las palabras ade-
cuadas. Repasamos nuestro repertorio de problemas resueltos
para comprobar si alguno se asemeja al que ahora nos ocupa.
Tras observar los síntomas del paciente, el médico ordena análi-
sis o pruebas para proseguir la búsqueda o la confirmación de hi-
pótesis.
Ya he dicho que las actividades se componen de operaciones.
Las operaciones son los ladrillos con que se construyen los edifi-
cios de las actividades. En la actividad de búsqueda utilizamos
todos nuestros recursos: recordamos, mezclamos, inferimos, rela-
cionamos, disparatamos, copiamos. Todo nos sirve para llenar
los vacíos que nos separan de nuestra meta. Éste es el asunto:
nos separamos de nosotros mismos mediante el proyecto, y des-
pués nuestra inteligencia tiene que llenar ese hueco: así es la
marcha del progreso. La búsqueda es perspicacia y tenacidad.
Sometidas a presión, las cosas nos hacen gestos de complici-
dad y colaboración. Éste es el enrevesado mundo de la actividad
inventiva, que prefiero analizar mediante ejemplos para no per-
derme en la descripción de la selva que tanto apasionó al señor
De Cárdenas.
Volveré al estudio de un novelista. En 1942 Thomas Mann
está terminando de escribir los últimos capítulos de José y sus
hermanos. En su Diario comenta: «Lo que me llama más la aten-
ción y me parece misterioso son las lecturas a las que me entre-
gué durante aquel tiempo. En contra de mis hábitos, no mante-
nían la más mínima relación ni con las ocupaciones que tenía
entonces ni con las que me esperaban después. Se trataba de las
memorias de Stravinsky, que estudiaba con el lápiz, es decir, ha-
ciendo subrayados para una mejor lectura, y los recuerdos sobre
Nietzsche de Lou Andreas Salomé. O sea, música y Nietzsche.
No sabría dar ninguna explicación para una orientación tal de
ideas e intereses en aquel momento.» A principios de 1943 ter-
mina la novela, retira de su cuarto de trabajo la enorme docu-

176
mentación acopiada para esa obra. La mesa está limpia y no hay
ningún proyecto narrativo en curso. El 15 de marzo aparece en
su Diario una nota que no guarda relación con nada: «Revisión
de viejos papeles con material para el Doctor Faustus.» Al comen-
tarlo más tarde el autor se pregunta: «¿Qué papeles? Apenas sa-
bría decirlo.» El día 27 escribe: «Encuentro el plan en tres líneas
del Doctor Faustus del año 1901. Habían transcurrido cuarenta y
dos años desde que hiciera algunos apuntes, como posible
proyecto de trabajo, sobre el pacto con el demonio de un artista.
Y a este rebuscar y reencontrar va unida una emoción, por no
decir excitación, que me hace ver claramente cómo ese parco y
vago núcleo temático estaba rodeado desde un principio de una
aureola de sentimiento vital, de un manto aéreo de ánimo biográ-
fico que, en mi opinión, predestinaba ya ampliamente a esa na-
rración para que se convirtiera en novela.»
El subrayado de las frases es mío. En el texto de Mann se re-
sumen todas las descripciones del capítulo anterior. Un parco y
vago núcleo temático, un esquema de búsqueda vacío aparece
lleno de posibilidades, porque le acompaña un sentimiento que
delata un nexo afectivo con la vida del autor. Sólo él puede des-
cubrir el interés de lo que tiene delante. A este momento de la
creación artística, cuando un asunto, una palabra o una imagen
se presenta ante la mirada dei creador, puede aplicarse el verso
de Rimbaud: «(J'ai seul la clé de cette parade sauvage.» "Thomas
Mann afirmó lo mismo en un texto que parece una paráfrasis del
poema: «Sólo el poeta sabe los encantos que son capaces de dar
sus temas. Por ello, jamás ha de preguntar a otros cuando ha de
escribir algo.» Es el ánimo biográfico del autor el que, a partir de
las propiedades de un suceso, inventa la posibilidad de que se
convierta en novela.
Thomas Mann comenzó a trabajar en el proyecto. El es-
quema vacío es un problema mal definido, capaz de disparar las
operaciones de búsqueda que irán, a la vez, precisando el es-
quema y dirigiendo los hallazgos. Las operaciones suelen ser las
mismas en todos los artistas, aunque su orden cambia de unos a
otros. Mann, una vez promulgado el proyecto, se ensimisma en
la tarea «de recolectar materiales y requisitos para crearle un
cuerpo a las flotantes sombras. Lo que falta casi completamente

UT
es la composición de figuras humanas del libro, el relleno con
marcadas figuras ambientales. Faltaban apoyos intuitivos, de al-
guna forma hay que extraer intuición e imágenes del pasado, del
recuerdo. Pero el entourage ha de ser inventado y precisado».
Un comentario de estos textos bastaría para redactar el capí-
tulo. La tarea del novelista consiste en llenar intuitivamente el
esquema vacío. Esta tensión entre vacío y plenitud se da en to-
das nuestras acciones. Un proyecto es una mención vacía que se
plenifica al realizarla. Los deseos permanecen vacíos hasta que
no son intuitivamente rellenados por la imaginación. Una de las
más fecundas ideas de Husserl fue su distinción entre «objetos
mencionados» y «objetos presentes en persona». La inteligencia
maneja con soltura estos dos tipos de informaciones. La informa-
ción vacía es el indicio de algo ausente, que se sabrá reconocer si
aparece. Vuelvo a mencionar como un ejemplo muy notorio de
esta esquiva presencia el «tener algo en la punta de la lengua».
Sabemos y no sabemos la palabra que queremos decir. Conoce-
mos su vaciado y cómo deberá ser el término que venga a lle-
narlo. Este hueco nos permite dos tipos de operaciones: rechazar
los ensayos equivocados y reconocer la palabra cuando aparece.
Esta misma dualidad de planos, en el que se conoce y se ignora,
se apunta sin ver el blanco, o se habla más allá de lo que se
puede representar, es una característica de la actividad artística.
Como estudió Bergson, la tarea creadora es el paso del esquema
vacío a la intuición. El esfuerzo para saltar de nivel: de lo abs-
tracto a lo concreto.
El autor ha de encontrar los datos, como es lógico, en cual-
quiera de sus bancos de datos: la memoria, la información ya co-
dificada o la realidad. En este período parece imantado, porque
atrae todos los elementos aprovechables. Tiene tantos esquemas
de asimilación activados que se convierte en una esponja infor-
mativa. No se trata, por supuesto, de absorber información para
guardarla inerte, pues como sabemos la memoria inteligente es
un sistema dinámico y productivo. De nuevo, Mann expresa con
tal exactitud lo que quiero decir, que puedo tomarlo de portavoz:
«El escribir es, desde un principio al final, sólo reproducir la vida
a mi alrededor a través de un interior, el cual lo absorbe todo, lo
combina, lo crea de nuevo, lo amasa y lo reproduce en formas y

178
materias propias.» «La creación no es crear y descubrir de la
nada, sino más bien infundir el entusiasmo del espíritu en la ma-
teria.»
La información no viene sólo de la realidad, sino de los li-
bros. En los dos meses siguientes redactó «unas doscientas me-
dias cuartillas, en las que se apretujaban, sin orden ni concierto,
y profusamente subrayados, los abigarrados pertrechos de mu-
chos campos del saber, del idiomático, geográfico, político, so-
cial, teológico, médico, histórico y músico».
Lo que le interesa a Thomas Mann es crear un cuerpo a las
flotantes sombras. El acopio de datos no busca más que esa con-
creción. Los temas de la obra se van definiendo: «La huida de las
dificultades de la crisis cultural por medio de un pacto con el de-
monio. El afán de un orgulloso genio, amenazado por la esterili-
dad, por lograr la desinhibición, a cualquier precio, y la compa-
ración con la funesta euforia que conduce al colapso, con el
éxtasis fascista en los pueblos.» Empieza también a calcular las
relaciones de tiempo y edad en la novela y a anotar datos de vi-
das y nombres, esbozos para determinar el tipo de música que
compondrá el protagonista, Leverkhun. Tantea varios nombres:
Anselmo, Andreas o Adrián. Encuentra materiales por todas par-
tes. En su memoria, en las lecturas, en los antiguos modelos de
Fausto, en la figura de Nietzsche, en las conversaciones con
Schoenberg, en las largas jornadas de trabajo con Adorno, a cuya
casa iba «con cuaderno de apuntes y lápiz», para anotar con estilo
telegráfico descripciones de carácter musical. El 23 de mayo
de 1943 comenzó a escribir la novela. El esquema de búsqueda
se había perfilado y se acercaba más a un plan. Hablaré después
de las relaciones entre el esquema de búsqueda y el plan. El
autor percibe ya con claridad el proyecto. «Esta vez sabía lo que
quería y a lo que me entregaba —recuerda Mann—, nada menos
que a la novela de mi época, disfrazada en la historia de la vida
de un artista, altamente precaria y licenciosa.»
A pesar de esta afirmación optimista, la evolución de la obra
proporciona sorpresas, porque el autor no conoce del todo lo que
cree conocer y lo desconocido, en cambio, le guía. Thomas
Mann, sorprendido, lo constata: «Es un hecho altamente curioso
cómo se desenvuelve la voluntad propia de una obra que ha de

179
ser, que existe en su forma ideal y que, en su plasmación, su
autor se ve obligado a pasar por toda clase de sorpresas. De todo
me enteré mientras estaba escribiendo, y al propio tiempo expe-
rimenté que el hombre sólo logra conocerse a base de actuar.»
Tres años y ocho meses después, terminó de escribir Doctor
Faustus. )

El esquema de búsqueda, en su camino hacia lo concreto,


atraviesa distintos niveles que no necesitan darse en todas las
obras. Planificar es una estación intermedia en la que algunos
autores se detienen y otros no. Si hacemos caso de su confesión,
Aragon no se detuvo nunca. Una de las actividades que el es-
quema dirige es la de buscar un plan. Como la palabra indica,
«planificar» es construir planes. Es decir, representaciones que
guíen la acción. Ambas palabras —plan y proyecto— se confunden
frecuentemente sin razón. El plan es un método para hacer
mientras que el proyecto es un propósito de hacer. Hay planes
que no son proyecto y hay proyectos que carecen de planes.
Los especialistas en inteligencia artificial han estudiado los
modos como creamos planes, y señalan dos grandes estrategias.
Una, ascendente, que coordina planes inferiores bien estructura-
dos. Algo así como la construcción de un texto mediante la arti-
culación de palabras, que se organizan en frases, que se organizan
en párrafos. La estrategia descendente consiste en descomponer
un problema general en problemas parciales. El tema de un libro
sobre la inteligencia se segmenta en capítulos. La inteligencia
maneja con gran habilidad ambas estrategias; y los creadores, en
grado sumo. Tal como he señalado, la marcha normal es descen-
dente, porque el autor busca las ocurrencias a partir de un
proyecto muy vago. Pero para realizar la búsqueda ejecuta múlti-
ples operaciones de tanteo, utilizando las estructuras disponibles,
los esquemas que posee, sus habilidades lingúísticas. Hay una co-
laboración entre ambas estrategias que confiere al proceso crea-

180
dor un carácter retroprogresivo. Un vaivén continuo entre lo
proyectado y lo ensayado. La creación puede concebirse como
una búsqueda en cascada en la que un esquema general se con-
creta en un plan, que después debe concretarse aún más en un
estilo, en un ritmo, hasta llegar a individualizarse en una frase.
En cada momento el autor real va en busca del autor ideal, que
es lo que dice la frase de Flaubert: «¡Qué gran escritor sería yo si
consiguiera escribir con el estilo que tengo en la cabeza!» El
autor posible, irreal, guía el desarrollo del autor real, engatusán-
dole desde la lejanía.
Los novelistas se enfrentan con problemas cada vez más con-
cretos. García Márquez nos ha contado un sugerente caso. Mien-
tras escribía Cien años de soledad se le ocurrió que el personaje
de Remedios la Bella debía salir de la narración. Este tipo de
ocurrencias son el envés de la percepción de posibilidades: en
ellas lo que se experimenta es la imposibilidad. De repente un
personaje o una situación carece de futuro. El autor deseaba que
Remedios desapareciera de una manera fantástica, acorde con la
lógica mágica de la historia. Esta formulación del problema
muestra que los proyectos contienen una lista de limitaciones.
Hoc, que ha estudiado sistemáticamente el tema, dice que la pla-
nificación es una gestión de condiciones que reducen el grado de
libertad. Al diseñar un proyecto, el arquitecto tiene que some-
terse a las especificaciones del encargo, y también a las posibili-
dades técnicas. En ese campo acotado es donde puede jugar su li-
bertad creadora.
García Márquez contó en una entrevista cómo se le ocurrió
la solución para liquidar a Remedios la Bella: «Inicialmente ha-
bía previsto que desapareciera cuando estaba bordando en el co-
rredor de la casa, con Rebeca y Amarante. Pero ese recurso casi
cinematográfico no me parecía aceptable. Remedios se me iba a
quedar de todas manera por allí. Entonces se me ocurrió hacerla
subir al cielo en cuerpo y alma. ¿El hecho real? Una señora cuya
nieta se había fugado con un sargento en la madrugada y que
para ocultar la fuga decidió correr la voz de que su nieta se había
ido al cielo.» El entrevistador le pregunta: «¿Has contado en al-
guna parte que no fue fácil hacerla volar?»
«No, no subía. Yo estaba desesperado porque no había ma-

181
nera de hacerla subir. Un día, pensando en este problema, salí al
patio de mi casa. Había mucho viento. Una negra muy grande y
muy bella que venía a lavar la ropa estaba tratando de tender sá-
banas en una cuerda. No podía, el viento se las llevaba. Entonces
tuve una iluminación. “Ya está”, pensé. Remedios la Bella nece-
sitaba sábanas para subir al cielo. En este caso, las sábanas eran
el elemento aportado por la realidad. Cuando volví a la máquina
de escribir, Remedios la Bella subió, subió y subió sin dificultad.»
¿Cómo interpretar esa iluminación? Lo más fácil es pensarla
como un reconocimiento súbito. Para ello, claro está, hay que ad-
mitir que había un esquema de búsqueda activado, y que era ca-
paz de reconocer. De la misma manera que los esquemas percep-
tivos reconocen dando un significado, así también sucede con los
sistemas de búsqueda. El material está al alcance de todos pero
sólo puede reconocerlo quien posea los sistemas de extracción
necesarios. Como información para satisfacer al curioso y com-
pletar el ejemplo, transcribo la redacción final del texto men-
cionado:
«Una tarde de mayo en que Fernanda quiso doblar en el jar-
dín sus sábanas de bramante, pidió ayuda a las mujeres de la casa.
Apenas había empezado, cuando Amarante advirtió que Reme-
dios la Bella estaba transparentada por una palidez intensa.
—¿Te sientes mal? —preguntó.
Remedios la Bella, que tenía agarrada la sábana por el otro
extremo, hizo una sonrisa de lástima.
—Al contrario —dijo—-. Nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado
viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó
en toda su amplitud. Amarante sintió un temblor misterioso en
los encajes de sus pollerinas y trató de agarrarse a la sábana para
no caer, en el instante en que Remedios la Bella empezaba a ele-
varse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para
identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sá-
banas a merced de la luz, viendo a Remedios la Bella que le de-
cía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sába-
nas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los
escarabajos y las dalias y pasaban con ella a través del aire donde
terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para

182
siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más
altos pájaros de la memoria.»
En la cascada que desciende de lo vago a lo concreto, los
niveles pueden hacerse cada vez más precisos. Por ejemplo,
los escritores pueden detenerse en la elección de una sola pala-
bra. T. S. Elliot dudó durante semanas en algunas palabras de
sus Cuatro cuartetos. Tememos un ejemplo proporcionado por
Huxley sobre las variaciones de un poema. El proyecto era des-
cribir poéticamente una experiencia: el fugaz centelleo de los
ojos de un animal cuando, en la oscuridad, son iluminados por
los faros de un coche. En esta experiencia vulgar, que todos he-
mos tenido, descubre el poeta un aspecto interesante. En la no-
che, un brillo efímero delata la presencia de unos ojos que nos
acechan desde la oscuridad. La tranquilidad del paisaje es alte-
rada por esa mirada anónima, que por un instante introduce en
nuestra vida un espejeo amenazador. Como explicó Valéry: «El
escritor verdadero es un hombre que no encuentra sus palabras.
Entonces, las busca. Y, buscándolas, las encuentra. Trabajo una
estrofa. No estoy satisfecho diez veces, veinte veces, pero de
tanto volver sobre ella, sin cesar, me familiarizo no con mi
texto, sino con sus posibilidades. Otra vez aparece esta palabra.»
Valéry sabía de qué hablaba porque de alguno de sus poemas,
por ejemplo La Jeune Parque, hizo más de cien borradores. A
continuación transcribo las cuatro versiones de los versos de
Huxley:

Primera versión:
Calling up the momentary gleam
(Evocando el destello momentáneo).
Segunda versión:
Calling up the startled gleam
of momentary eyes and passing wing
(Evocando el destello asustado
de ojos momentáneos y alas que se cruzan).
Tercera versión:
Calling into life the gleam
of momentary wing and startled eye

183
(Haciendo vivir el destello
del ala momentánea y el ojo asustado).
Versión definitiva:
Calling up from nothingness
Startled wing and momentary eye
(Evocando de la nada
el ala asustada y el ojo momentáneo).

A algún amante de la mitología psicológica le parecerá tal


vez que con tanto análisis me he dejado fuera el fenómeno artís-
tico esencial: la inspiración. «Entre tanta polvareda perdimos a
Don Roldán.» Tras describir las facultades mentales, su transfigu-
ración, la función de los sentimientos, las dramáticas relaciones
entre el Yo ocurrente y el Yo ejecutivo, la fabricación de proyec-
tos y todo lo demás, me he olvidado de lo más sencillo: el artista
es un inspirado.
Si hacemos caso a los artistas, en especial a los poetas, crear
es escuchar una voz ajena que susurra al oído del poeta atento re-
velaciones maravillosas. Platón ya defendía la idea en el «Ion»:
«No es por arte, sino por inspiración y sugestión divina por lo
que todos los grandes poetas épicos componen todas estas her-
mosas poesías; y lo mismo los grandes poetas líricos. Pues el
poeta es cosa ligera, alada y sagrada y no puede crear antes de
sentir la inspiración, antes de salir de sí mismo y perder el uso de
la razón. Mientras no recibe este don el hombre es incapaz de
hacer versos.» «Y si el dios les arrebata el sentido y les toma
como ministros, como hace con los profetas y los divinos inspira-
dos, es para que nosotros, los que les escuchamos, sepamos que
no son ellos los que dicen esas cosas admirables, puesto que es-
tán privados de su buen sentido, sino el mismo dios que les ins-
pira y nos habla por boca de ellos.»
Platón cita en apoyo de su tesis el caso de Tynnichos de Cal-
cis, que sólo compuso un poema hermoso en su vida. Con ello,

184
dice, el dios ha querido probarnos con toda claridad que los poe-
mas no están hechos por los hombres, y exceden, por lo tanto, de
su voluntad. El autor del «Problema XXX)» atribuido a Aristóte-
les, prolonga esta idea platónica del «furor divino» y admite
como un hecho que todos los que han sobresalido en la filosofía,
la política, la poesía o las artes eran claramente «melancólicos»,
lo que en aquella época significaba «loco». Que la creación poé-
tica se debía a la inspiración y que ésta era una especie de locura
es una simpleza que amparada por defensores geniales ha atrave-
sado la historia de la cultura europea. El mito del genio turulato,
o loco de atar, o con todos los sentidos desarreglados, pertenece
al régimen poético y fantástico de la inteligencia y no al cientí-
fico. Bloquea todo análisis y embarga el corazón con la delicada
emoción de estar presenciando la acción del Numen, del Genio
(el de Aladino, supongo).
La opinión de los artistas acerca de la inspiración es una
toma de postura, implícita o explícita, sobre las relaciones entre
el Yo ocurrente y el Yo ejecutivo. Entre los «inspirados» mencio-
naré a Rilke, que se consideró investido de una misión. «T'am-
bién yo tengo una misión de Dios», escribió. «Soy ejecutor dócil
y humilde de las órdenes que me dictan de allá arriba.» He de
advertir que la idea de inspiración y la de vocación tienen un
origen religioso, desgajadas del cual se transforman en mitología
psicológica. El convencimiento de ser un enviado lo expuso
Rilke en el siguiente poema:

Me ha sido impuesta una tarea inefable y difícil:


pero los Poderes que así me subyugan
quieren, igualmente, volver a levantarme
todas las veces en que mi corazón, abrumado por el peso
[de la humildad
se someta a sus manos que obran desde la altura.

No se puede apresurar la inspiración. En nuestras manos está


sólo depositar la semilla en el fondo de nuestra alma y esperar
que un día, calentada por soles que desconozco e impulsada por
una vida que en ella yacía adormecida, se despierte y brote con-
vertida en la primera palabra de un verso. En ese estado de dócil

185
escucha escribió en una noche, de un tirón, La leyenda de amor
y muerte del corneta Christoph Rilke, y en tres agotadores días, en
los que se olvidó incluso de comer, escuchó y escribió las Elegías
de Duino.
Después del rapto, el poeta debía esperar pacientemente, hu-
mildemente, que de nuevo los dioses quisieran cantar una canción
hermosa en sus oídos. Mientras tanto sólo puede «esperar y ateso-
rar experiencia durante toda una vida», «almacenar infinidad de
cosas dentro de sí», «permanecer mucho tiempo cubierto».
El contacto de Rilke con Rodin fue el choque con un con-
cepto opuesto de la creación. Para Rodin lo único importante era
el trabajo, no había que esperar la inspiración como una insegura
dádiva divina, sino que había que construirla tesoneramente.
Rilke quedó fascinado por esa posibilidad, que le liberaba de los
raptos caprichosos e imprevisibles. «Es preciso que aprenda a tra-
bajar —escribió en una carta—, esto es lo que tanta falta me está
haciendo. Hay que trabajar, trabajar siempre, me dijo Rodin, un
día en que yo le hablaba de los momentos de depresión que me
asaltan en mis mejores días.» El Rilke converso sitúa en su nuevo
panteón de creadores laboriosos, junto a Rodin, al incansable
Van Gogh y a Cézanne, que se propuso «morir pintando». Du-
rante una temporada, dejó de esperar las voces del más allá y se
empeñó en sustituirlas por una voz más controlable: la observa-
ción. Es la época de los «poemas cosa». La creación quedaba así
bajo el control del Yo ejecutivo.
Es posible que la influencia de Rodin no fuera definitiva y que
Rilke volviera a confiar en la inspiración mitológica. Así parece in-
dicarlo su poema «Viraje», escrito el 20 de junio de 1914, que envi-
dio con todo entusiasmo. En él se presenta como el espectador:

Las bestias entraban, confiadas,


en su abierta mirada, paciendo,
y los leones cautivos
le miraban fijamente, como en inconcebible libertad,
los pájaros, volando la atravesaban,
por bueno; y las flores
se miraban en él
grandes como en los niños.

186
Y el rumor de que allí había un espectador
conmovió a estos seres menos visibles,
conmovió a las mujeres.
¿Desde cuándo mira?
¿Desde cuándo, consumido por contenida ternura,
implora con su mirada?

Pero al poeta le parece que la contemplación es una «bendi-


ción escasa» y que ha de retornar al antiguo régimen de su mi-
sión, 2 las voces íntimas, que eran ecos del más allá.

Pues mira, para la contemplación existe una barrera,


y el mundo contemplado
quiere florecer en el amor.
La obra de los ojos está hecha,
haz ahora la del corazón.

Edgar Allan Poe, que defendía un racionalismo extremo en


la composición de poemas —que para él eran obras deductivas—,
se burló de los poetas inspirados: «Los escritores —escribe— pre-
fieren dar a entender que componen mediante una especie de
bello frenesí —un éxtasis intuitivo—, y literalmente se estremece-
rían si dejaran que el público echara una ojeada tras las bambali-
nas a los innumerables vislumbres de ideas que no llegaron a la
madurez de la visión plena, a las cautelosas selecciones y recha-
zos, a los dolorosos borrones e interpolaciones.»
El caso de Coleridge es especialmente divertido. Contó que
en el verano de 1797, mientras convalecía en una solitaria
granja, se quedó profundamente dormido. Durante las tres horas
que duró el sueño, compuso, según él, doscientos o trescientos
versos de un poema, que aparecían en su mente, ofrecidos sin es-
fuerzo. Al despertar, se apresuró a tomar papel y pluma para re-
cuperar el poema soñado, pero una intempestiva visita se lo im-
pidió, la obra se desvaneció, y sólo más tarde pudo recuperar
algunos fragmentos, que constituyen el poema «Kubla Khan: una
visión en un sueño». Ciento treinta años más tarde John Livings-
ton Lowes publicó un libro desmitificador: The Road of Xanadu:
A Study in the Ways of the Imagination, en el que mostró los co-

187
piosos antecedentes del poema. Coleridge había ido seleccio-
nando a lo largo de los años imágenes y palabras, sacadas de sus
lecturas, que habían ido configurando su memoria de trabajo.
En 1953 Elizabeth Schneider, publicó otro libro que también
contradecía la versión del poeta. Mientras tanto, entre una crí-
tica y otra, había aparecido, en 1934, otra versión del poema y
de su historia, escrita por el mismo Coleridge, en la que expli-
caba que había sido «compuesto en una especie de ensueño,
causado por dos granos de opio tomados para contener una di-
sentería».
He de advertir que Poe tampoco era de fiar. Contó que
compuso su poema «El cuervo» como quien desarrolla una de-
mostración matemática, cuando en realidad la obra sufrió du-
rante dos años una larga serie de cambios, tanteos y elaboracio-
nes por ensayo y error.

El caso de Paul Valéry merece ser estudiado atentamente,


porque durante decenas de años le interesó más reflexionar so-
bre la composición de un poema que componer el poema
mismo. Explica la inspiración con cierta ironía. Reconoce que
la finalidad de un poema es «parecer que desciende sobre el
autor». «Al servicio de esta idea, ingenua, primitiva, y quizás
verdadera / no falsa / todos los sacrificios, artificios, trabajos de
ese hombre. Puede haber notado en sí mismo el accidente de
una situación hermosa o actitud o imagen o una producción fe-
liz del lenguaje. Mediante el trabajo y el arte, este autor cons-
truye un lenguaje que ningún hombre real podría improvisar ni
mantener, y la apariencia de brotar de una fuente es dada en un
discurso más rico, más compuesto de lo que la naturaleza inme-
diata puede ofrecer. Á este tipo de discurso se le da el nombre
de inspirado. Un discurso que ha necesitado tres meses de tan-
teos, de despojamientos, de rectificaciones, de rechazos, de azar,
es leído, apreciado en treinta minutos por otro individuo. Éste

188
reconstruye, como causa de este discurso, un autor tal que sea ca-
paz de hablar así, es decir un autor imposible. Se llama Musa a
ese autor.»
Rilke escribió velozmente alguno de sus grandes poemas. Va-
léry tarda cuatro años en escribir La Jeune Parque y más de cua-
renta en escribir el Narcisse. No puede haber dos temperamentos
más distintos. Valéry era un buscador laborioso, y, tal vez por
ello, Rilke, mitigada la influencia de Rodin, se sintió fuerte-
mente atraído por la poesía del poeta francés, que tradujo.
Valéry da muchos datos sobre la génesis de sus poemas, y van
a servirnos para corroborar la descripción del proceso creador:
«El proyecto de un poema, lo que suscita las operaciones de bús-
queda, es un esquema vacío. Por ejemplo, El cementerio marino
no fue al principio más que una figura rítmica vacía, o llena de
sílabas vanas, que me obsesionó durante algún tiempo. Pude ob-
servar que esta figura era decasílaba, e hice algunas reflexiones
sobre este tipo de verso tan poco empleado en la poesía mo-
derna. Me parecía pobre y monótono. Era poca «osa comparado
con el alejandrino, que han elaborado prodigiosamente tres o
cuatro generaciones de grandes artistas.»
A veces, Valéry busca expresamente la vaciedad del esquema.
Le gusta llegar al texto desde el exterior, a partir de formas sin
contenido, para «encontrar alguna necesidad en los elementos
métricos, y componer mediante el desarrollo de los ritmos. Esos
ritmos deben engendrar el contenido final».
La primera ocurrencia es siempre casual, como en el caso de
Aragon. «El buen Dios / la Musa / nos da gratuitamente el pri-
mer verso. Pero a nosotros nos corresponde hacer el segundo,
que debe rimar con éste y no ser indigno de su hermano.» «El
comienzo verdadero de un poema (que no es necesariamente el
primer verso) debe venir al autor como fórmula mágica, de la
que ignora aún todo lo que abrirá.» «Ha de sacar provecho del
accidente afortunado.»
Ya sabemos que no hay ocurrencias interesantes para quien
no sabe reconocer lo interesante. El poeta «tiene el oído íntimo
tendido hacia lo posible», «es un hombre suspendido entre su be-
lleza ideal y la nada, en ese estado de espera activa e interroga-
tiva, que le hace única y extremadamente sensible a las formas y

189
a las palabras». Toda la personalidad del creador está alerta, y es
capaz de «percibir bruscamente el porvenir de un ritmo, una
frase o un tema. En ese instante se define la meta del proyecto.
Todo el sistema de preferencias del autor le concede una preci-
sión latente. Pero, además, el poeta, en el caso de Valéry, se
impone su propio canon. La creación es una libertad que se li-
mita a sí misma. «Quizás lo más extraordinario del trabajo artís-
tico es ser un trabajo esencialmente indeterminado. Se es de tal
forma libre, que la parte más laboriosa de la tarea es prescribirla
de tal y tal manera: crear el problema mucho más que resol-
verlo.» Recordará el lector que cuando no conocíamos los cami-
nos precisos para alcanzar un objetivo, el proyecto se convertía
en problema.
Volvamos a El cementerio marino. El esquema de búsqueda
rítmico y vacío se fue concretando. Así lo contó el autor: «En-
cuentro progresivamente mi Obra a partir de puras condiciones
de forma, cada vez más reflexivas. Entre las estrofas debían es-
tablecerse contrastes y correspondencias. Esta última condición
exigió inmediatamente que el poema fuese un monólogo mío,
en el que los temas más simples y constantes de mi vida afec-
tiva e intelectual, tal como se habían impuesto a mi adolescen-
cia, y asociados al mar y a la luz de un lugar concreto a orillas
del Mediterráneo, fuesen llamados, grabados, opuestos.» El ce-
menterio marino estaba concebido. «A esto siguió un largo
trabajo.»
Lo que a Valéry le entusiasmaba era el «ejercicio de una poe-
sía laboriosa». La creación es una combinatoria interminable, un
juego entre lo voluntario y lo involuntario, en el que el poeta in-
tenta «imitar, hacer habituales y funcionales los hallazgos que en
principio eran azarosos». Valéry no encuentra ninguna diferencia
entre las actividades mentales realizadas para componer un
poema y para cualquier otra tarea intelectual. En eso le doy la
razón, O él me la da a mí, o nos la damos recíprocamente. Por
ello no cree que el arte sea una actividad especial.
A través de tanteos y errores el poema va mostrando sus po-
sibilidades. «¡Es un trabajo endiablado!», dice alguna vez. Su ideal
poético es «intentar encontrar voluntaria y conscientemente al-
gunos resultados análogos a los resultados interesantes o utiliza-

190
bles que, entre cien mil golpes cualquiera, nos entrega el azar
mental».
Estas actividades de búsqueda se desarrollan, como he dicho,
en cascada. En El cementerio marino aparecen los siguientes
versos:

En las fuentes del llanto larvas hilan


gritos, entre cosquillas, de muchachas,
sangre que brilla en labios que se rinden.

Después de estos versos llenos de emoción, la siguiente es-


trofa comienza con un verso famoso y extravagante:

¡Zenón, cruel Zenón, Zenón de Elea!

¿Qué pinta Zenón en esta algarabía de cosquillas, muchachas,


besos, gritos y larvas hilanderas? Ésta es la respuesta de Valéry:
«Los versos donde aparecen los argumentos de-Zenón tienen
como finalidad compensar con una tonalidad metafísica lo sen-
sual y lo demasiado humano de las estrofas antecedentes. Ade-
más, determinan con más precisión la persona que habla: un afi-
cionado a las abstracciones.»
Este complicado juego de propósitos, vaguedades, certezas,
preferencias, cálculo y sentimiento es el proceso creador. Se trata
de buscar unos caminos que nos conducen a una meta que el
mismo camino ayuda a definir.

El creador siempre busca, consciente o inconscientemente,


dirigido por un proyecto formulado, o por un amplísimo
proyecto vital, que denomina vocación, y que no es más que el
atractivo resonar de algunas cosas en el sistema de las preferen-
cias. Al criticar la idea de inspiración no me mueve ningún afán
desmitificador. No pretendo negar la grandeza de la actividad

191
poética, sino revalorizar toda la actividad inteligente. La libertad
creadora es admirable, sobre todo por lo que tiene de libertad,
que es el acontecimiento más admirable. Romper el lazo entre
las actividades pequeñas, cotidianas y minúsculas de la inteligen-
cia, como son el ver, atender, recordar o sentir cariño, y las acti-
vidades imponentes, como el arte o la ciencia, me parece falso y,
además, devaluador de la inteligencia humana. No encuentro
nada exaltante en la idea de que el creador sea un divino ma-
níaco, pero sí lo encuentro en pensar que es una inteligencia en-
tusiasmada. Como científico me sorprende y fascina la construc-
ción de la libertad, que es un cuidadoso trenzado de hilos
impuestos y elegidos, copiados e inventados, sentidos y pensados.
Encuentro verdadera y además estimulante la idea de que la per-
sonalidad creadora sea la que es capaz de inventar, elegir y man-
tener un proyecto creador, abriendo dentro de sí una zona de de-
sarrollo remoto, en la que su libertad puede ampliarse.
Creo que ésta era también la opinión de Rilke, cuando anali-
zaba la tarea poética y no se limitaba a cantar la superioridad de
la obra respecto de su creador. Hay un Rilke que alaba la pacien-
cia como la gran virtud del artista, en lo que se parece a otros ar-
tistas. «En mí tengo paciencia para siglos», escribió. Y Van Gogh
dice a su hermano: «Tengo la paciencia de un buey. ¡He ahí una
verdadera frase de artistal»
Rilke cuidó hasta la obsesión su propio Yo ocurrente. «Es
tanto el trabajo que me da mi propio Yo de día y de noche, que a
veces siento hasta hostilidad hacia los que tienen derecho sobre
mí», escribió en una triste carta. Y cuando se pregunta cómo
tiene que nacer un buen poema, no remite a las voces celestes,
sino a la experiencia. «Para escribir un solo verso, hay que haber
visto muchas ciudades, muchos hombres y muchas cosas; hay que
conocer a los animales, hay que haber sentido el vuelo de los pá-
jaros y saber qué movimientos hacen las flores al abrirse por la
mañana. Hay que tener recuerdo de muchas noches de amor, to-
das distintas, de gritos de mujer con dolores de parto y de partu-
rientas, ligeras, blancas y dormidas, volviéndose a cerrar. Y ha-
ber estado junto a moribundos, y al lado de un muerto, con la
ventana abierta, por la que llegarán, de vez en cuando, los ruidos
del exterior. Y tampoco basta con tener recuerdos. Hay que sa-

192
ber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la inmensa
paciencia de esperar a que vuelvan. Pues no sirven los recuerdos.
Tienen que convertirse en sangre, mirada, gesto; y cuando ya no
tienen nombre, ni se distinguen de nosotros, entonces puede su-
ceder que, en un momento dado, brote de ellos la primera pala-
bra de un verso.»
No me importa, después de un párrafo tan hermosamente es-
crito, volver a un lenguaje menos alto. Cuando los recuerdos se
olvidan se convierten en núcleos de nuestros hábitos y senti-
mientos, que a su vez se hacen mirada y gesto. El creador no está
sometido al azar, sino, en todo caso, a la inconsciencia, al no sa-
ber cuán minuciosamente está construyendo su Yo poético. Un
proyecto que concibió tal vez muy pronto, cuando era un niño a
quien le gustaba mirar las letras y las ilustraciones, oír historias y
contar historias y hacer juegos de palabras, se mantuvo durante
toda la vida en la lejanía, como un Yo deseado e irreal que hacía
señas suaves o imperiosas al Yo real que era. En esa azarosa,
emocionante o patética búsqueda del camino para llegar hasta
donde tenía su corazón puesto, gastó horas no medidas.
Todo esfuerzo de búsqueda implica una tenacidad trenzada a
todas las actividades. El proyecto no es sólo el final entrevisto,
sino la constancia mantenida. La creación no es una operación
formal, sino biológica, vital, expuesta a azares y accidentes y pro-
longada por el afán de una subjetividad que quiere ampliar su li-
bertad, sus dominios y su soltura.

193
XI LAS ACTIVIDADES DE EVALUACIÓN

Tenemos el autor en danza, brincando del proyecto a la ope-


ración y de lo conseguido a lo deseado, como una incansable lan-
zadera que teje el tejido de la obra. Patronea un barco que na-
vega en mar incierto y cuya única guía es un faro lejano que él
mismo tiene que encender. Ha de estar allí y aquí. En el barco y
en el faro. No es fácil de explicar esta bilocación del artista, que
está dirigido en su búsqueda por un proyecto que debe definir
con su búsqueda. Tal vez sirva de consuelo saber que en ese
trance estamos todos, porque todo acto libre está agitado por ese
mismo trajín de ir de lo que soy a lo que quiero ser, sin saber
muy bien de qué se trata. Desde la espesura del bosque, una luz,
que soy yo, me guía a mí, que soy el viajero perdido. No es fácil
de entender.
Ya dije que toda acción dirigida a un fin tiene que ir acompa-
ñada de un criterio que le permita reconocer la meta, si no
quiere errar en una eternidad inmisericorde. No sé qué extrava-
gante designio hizo que Cárdenas viajara al Brasil en 1812. Pero
sé que una vez allí buscó una hierba mencionada en antiguas
canciones de esclavos, algo así como una «hierba de las lenguas»,
que permitía a quien la tomaba —al parecer nunca supo si mas-
cada, cocida, fumada o esnifada— hablar las lenguas de todas las
tribus y decir cosas maravillosas. La verdad es que ni él ni sus
compañeros de expedición sabían cómo reconocer la planta, y
tras probar todos los mejunjes que los indígenas les proporciona-
ron, volvieron perplejos, sin saber si los mareos, vómitos, ebrie-
dades, ronquidos, gritos y alucinaciones que habían experimen-

194
tado eran ese don de lenguas que buscaban. «Si éstas son las hier-
bas de las lenguas, son sin duda de las lenguas trafulcadas», dicen
que dijo. «Con razón llaman Heráclito el oscuro a quien escribió
que si no esperamos lo inesperado no lo reconoceremos cuando
llegue. A pesar de los años que llevo cavilando sobre esta frase
no acierto a comprender su sentido.» La expedición, huelga de-
cirlo, terminó por cansancio de los viajeros y por agotamiento de
la intendencia.
Éstas son las únicas razones para pararse cuando no se tiene
un «criterio», palabra derivada del griego krinein, que significa
«separar», «cerner». El criterio nos sirve para discernir si hemos
alcanzado la meta y, mientras no la hayamos alcanzado, si vamos
por buen camino. El explorador o el buscador de fortuna debe
hacerse de continuo dos preguntas: ¿Es esto lo que buscaba? ¿Lo
estaré buscando bien?
Para contestar a estas preguntas tenemos que aplicar un crite-
rio y evaluar. Comenzaré por el segundo tema: la evaluación del
proceso. Se trata de saber si me estoy acercando al fin. El asunto
sería fácil si los medios mostraran una temperatura que me sir-
viera de guía, como en los juegos infantiles: ¡Caliente, caliente!
¡Frío, frío! Pero por desgracia no es así. Tenemos que averiguar
por nuestra cuenta si nuestros pasos son pasos adelante o pasos
atrás. Esto no es fácil nunca, ni siquiera en los problemas bien
formulados, como los matemáticos. Cualquier matemático puede
decirnos lo difícil que es evaluar los pasos intermedios. Hada-
mard, que estudió en un famoso trabajo la psicología de las mate-
máticas, escribió: «Los buenos matemáticos, cuando cometen
errores, lo cual no es infrecuente, pronto los perciben y corrigen.
En mi caso, cometo muchos más que mis alumnos, pero siempre
los corrijo de manera que no quede rastro alguno en el resultado
final. Esto se debe a que siempre que cometo un error la intui-
ción me advierte que mis cálculos no aparecen como debieran.»
Ya apareció nuestro viejo conocido, el sexto sentido, es decir, el
criterio vivido. El matemático posee un criterio formal, absoluta-
mente seguro, que le permitirá saber si una solución es correcta,
pero mientras está en camino tiene que apelar a otros conoci-
mientos más imprecisos.
La situación es todavía más complicada cuando se trata de

195
problemas mal definidos, para los que se carece de criterio obje-
tivo seguro. En este caso, las evaluaciones se vuelven difíciles
hasta la perplejidad o la angustia. Para mayor desdicha, a este gé-
nero pertenecen no sólo los problemas artísticos, sino otros de
vital importancia para los humanos. Nuestros últimos objetivos
vitales suelen enunciarse con estremecedora vaguedad: «Quiero
labrarme un buen futuro», «Quiero educar bien a mis hijos»,
«Quiero aprovechar el tiempo», o, para resumirlos todos en una
frase de superlativa imprecisión, «Quiero ser feliz». Puesto que
dirigimos nuestras vidas con proyectos semejantes, nadie puede
burlarse del señor De Cárdenas por haber ido al Brasil a buscar
la yerba «batingologó», animado por unas referencias legendarias.
Creo que el momento decisivo de la actividad artística es la
evaluación. «Crear es el proceso de seleccionar gradualmente en-
tre una infinidad de posibilidades», dice Perkins. Y según Valéry,
«las tres cuartas partes de un trabajo bien hecho consiste en re-
chazar». Nada de esto es fácil, porque el artista sólo cuenta con
su criterio vivido, su sistema de preferencias, para seleccionar.
Los filósofos medievales, con extrema perspicacia, decían que el
acto principal del artista es juzgar. Yo diría que es crear la norma
para juzgar, inventar un «idiocanon», un criterio privado, y juzgar
la obra de acuerdo con él. En estas dos operaciones se juega su
vida artística. Un criterio sin valor o una aplicación sin perspica-
cia malogran una obra.

Para analizar la evaluación de un proceso creador, voy a con-


tar la génesis de El otoño del patriarca, corriendo el riesgo de
caer en repeticiones enojosas. Dice García Márquez que a finales
de enero de 1958, estando en Venezuela, asistió a la fuga del dic-
tador Pérez Jiménez. Por primera vez era testigo de la caída de
un dictador de América del Sur. Ha descrito una imagen que le
impresionó. «Periodistas y fotógrafos esperábamos en la antesala
presidencial. Eran cerca de las cuatro de la madrugada cuando se

196
abrió la puerta y vimos a un oficial, en traje de campaña, cami-
nando de espaldas, con las botas embarradas y una metralleta en
la mano. Pasó entre nosotros, los periodistas, caminando de es-
paldas, apuntando con su metralleta y manchando la alfombra
con el barro de sus botas. Bajó la escalera, tomó el auto que lo
llevó al aeropuerto y se fue al exilio. Fue en ese instante en que
aquel militar salía del cuarto donde se discutía cómo iba a for-
marse definitivamente el nuevo gobierno, cuando tuve la intui-
ción del poder, del misterio del poder.» Pocos días después le
vino la idea de escribir la novela del dictador latinoamericano.
Aquí está el patrón de búsqueda. Bien poca cosa, diríamos, si
no supiéramos que decirlo es una equivocación. El novelista
sabe mucho más de lo que cree saber. Su sistema de preferencias,
el sexto sentido del gusto, funciona como criterio muy estricto,
aunque frecuentemente implícito. Por de pronto, el autor sabe lo
que no escribirá. Es cierto que García Márquez no conocía aún el
argumento, pero hubiera podido decir lo que el argumento no
sería. No sería una apología del dictador, ni una novela rosa, ni
una descripción realista y minuciosa de los infiernos políticos.
Acompañando al mínimo esquema inicial, imponiendo su luz os-
cura y certera, estaban presentes de manera plegada y anónima
su estilo fabulador, sus opiniones sobre política, literatura y sobre
el universo mundo y todo lo demás, sus aficiones, manías y con-
vicciones, el ambiente mágico de sus otras obras, sus tedios y
exaltaciones, el barroquismo y la desmesura que convienen a su
visión de Latinoamérica. Todo este bloque de información inte-
grada servirá de patrón de búsqueda, de realización y de evalua-
ción. La realidad está llena de argumentos para novelas y tal
abundancia nos exige una drástica selección.
Es intrigante que los criterios tengan especial eficacia para
negar. Rechazan con innegable certeza. Esto ya lo había obser-
vado Bergson respecto de la intuición filosófica, esa experiencia
totalizadora que está en la base de un sistema. «La intuición pro-
híbe», escribió. «Antes de ver una cosa clara, lo que se ve claro es
que hay algunas maneras de las que no puede ser en absoluto.»
Detecta la imposibilidad antes que la posibilidad. Cualquier pa-
dre sabe hasta qué punto este criterio negativo espolea la bús-
queda. Cuando un niño berrea, dejando clara su opinión crítica

197
sobre la realidad en general, el padre se apresura a buscar algo
que atempere tan tajante juicio. Le da el perrito, el osito, toca el
sonajero, se pone a cuatro patas, mueve la cabeza, hace guau-
guau, piensa en Herodes, agita al niño por si alguna pieza se ha
desencajado. Algo parecido le sucede al autor con su idiocanon:
ensaya cuanto se le ocurre para verlo sonreír.
García Márquez sigue contando su proceso de búsqueda. «Mi
intención fue siempre hacer una síntesis de todos los dictadores
latinoamericanos; pero en especial del Caribe.» Dice que co-
menzó a leer biografías, pero esta expresión no es lo bastante
precisa. Cuando se lee un libro dentro de un proyecto, no se lee
realmente: se vendimia. Se busca en él cualquier cosa aprovecha-
ble: una imagen, un escenario, una situación que a la luz del
proyecto aparezca significativa. El autor confiesa que no acertaba
a describir el ambiente pesado, pegajosamente perfumado del
trópico, hasta que leyó en una novela de Graham Greene la
frase: «había un olor a guayaba podrida».
El lector es ya un experto en esquemas de asimilación y no
necesita más explicaciones. En la cabeza del novelista se fue di-
bujando «la imagen de un dictador muy viejo, inconcebiblemente
viejo, que se queda solo en un palacio lleno de vacas». El Yo
evaluante dio su visto bueno.
García Márquez comenzó dos veces El otoño del patriarca.
Estos arranques en falso tan comunes en los escritores son un
símbolo magnificado de los miles de tanteos, pruebas mentales,
ensayos repetidos de una escena, de un gesto o una palabra, que
el autor realiza durante la redacción. Todo creador ha de tomar
decisiones sin cuento. Un novelista, por ejemplo, ha de decidir
muy pronto si va a escribir su relato en primera o tercera per-
sona. Sabemos cuándo tomó García Márquez su decisión res-
pecto de la novela que estoy historiando: «Durante muchos años
tuve problemas de estructura. Una noche en La Habana, mien-
tras juzgaban a Sosa Blanco, me pareció que la estructura útil era
el largo monólogo del viejo dictador sentenciado a muerte. Pero
no, en primer lugar era antihistórico: los dictadores aquellos o se
morían de viejos o los mataban o se fugaban. Pero no los juzga-
ban. En segundo término, el monólogo me hubiera restringido al
único punto de vista del dictador y a su propio lenguaje.»

198
En el texto citado queda la huella de una doble evaluación, y
de los criterios empleados por el autor. Excluyó el monólogo
porque quería escribir una historia verosímil, y la idea de un dic-
tador condenado a muerte no lo parecía. La verosimilitud histó-
rica actuó como criterio. La segunda evaluación reseñada es más
compleja e interesante. El autor ve pocas posibilidades en el mo-
nólogo, porque le impone demasiadas restricciones. Aparece de
nuevo la «percepción de posibilidades» que he mencionado otras
veces. Hay episodios o situaciones o frases que suscitan nuestras
ocurrencias, lo que quiere decir que activan nuestras capacidades
operatorias. El autor se percata de que puede hacer muchas cosas
con aquel material. Las cosas son percibidas como un sistema de
transformaciones. Es una vision étrange, explicaba Valéry, que
«percibe repentinamente los objetos como pertenecientes a una
multiplicidad. Me muestran la multiplicidad de sus roles».
Sigamos con García Márquez. En 1962, según cuenta, sus-
pendió la narración cuando llevaba escritas trescientas páginas,
«porque no sabía aún cómo era y por consiguiente no conseguía
meterme a fondo». Una vez más topamos con la tlarividencia del
«no es eso» que procuran los criterios. García Márquez sólo salvó
de aquellas cuartillas el nombre del personaje. Seis años después
reanudó la novela. Había transcurrido un decenio desde que el
proyecto fuera promulgado y durante esos años permaneció vi-
gente. Como recordará el lector, el Yo ejecutivo puede mantener
un proyecto sin cancelarlo, postergado pero vigente.
«Trabajé mucho durante seis meses y la volví a suspender
porque no estaban muy claros algunos aspectos morales del pro-
tagonista. Como dos años después, compré un libro sobre cace-
rías en África, porque me interesaba el prólogo escrito por He-
mingway. El prólogo no valía mada, pero seguí leyendo el
capítulo sobre los elefantes, y allí estaba la solución de mi no-
vela. La moral de mi dictador se explicaba muy bien por ciertas
costumbres de los elefantes.»
Hay en la creación una antipática injerencia de la casualidad.
Ocurre lo mismo en las grandes historias amorosas. El enamo-
rado no puede aceptar que la trayectoria feliz de su destino, esa
plenitud que parece forjada por los dioses, haya dependido de un
encuentro fortuito. ¿Qué hubiera sido de mi vida si hubiera deci-

199
dido no ir al baile aquella noche? ¿Qué habría sido de El otoño
del patriarca si no hubiera tropezado el autor con el libro sobre
los elefantes? Le aseguro al lector que no lo sé.

La realización de una obra de arte va acompañada de una


evaluación continuada. ¿Qué criterios utilizó García Márquez
para guiar su lento y titubeante escribir? ¿Cómo sabía si iba o no
por el buen camino? El primer criterio está contenido en las es-
pecificaciones del proyecto. Tenía que ser una novela sobre los
dictadores del Caribe y que gustara al novelista. Cada tanteo se-
ría sometido a esta doble evaluación. La más definitiva es la que
apela al gusto del autor. Recordará el lector que hace muchas pá-
ginas le conté la manera como la paloma buscaba un nido y le
advertí que el artista se comportaba de forma parecida. El escri-
tor y la paloma, plumíferos ambos, se acomodan en sus respecti-
vas moradas, el nido y la frase, y comprueban si están «a gusto».
Una vez aceptada la frase, o la escena, o el diálogo, el autor
ha de comprobar si tan hermosa ocurrencia es apropiada para el
proyecto vigente. Á veces, un deslumbramiento súbito puede al-
terar incluso el proyecto inicial. Son flechazos que cambian un
destino. Desde el ensayo aprobado en primera instancia, el escri-
tor mira hacia su meta, para ver si está expedito el camino. Cada
frase elegida elimina muchas incertidumbres. García Márquez,
como Aragon y muchos otros novelistas, da mucha importancia
al comienzo de una narración. «La primera frase puede ser el la-
boratorio para establecer muchos elementos del estilo, de la es-
tructura y hasta de la longitud del libro». El otoño del patriarca
comienza con una larga frase, poética y desmesurada, que va a
guiar como una carta astral la vida de la novela. Si supiéramos
leer esas líneas con perspicaces artes quirománticas, podríamos
adivinar tal vez las páginas futuras: «Durante el fin de semana los
gallinazos se metieron por los balcones de la Casa Presidencial,
destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y

200
removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en
la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos
con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida
grandeza.»
Los teóricos de la Inteligencia Artificial, por ejemplo Newell,
han recalcado la eficacia de trasladar los resultados de una opera-
ción de búsqueda a la meta que dirige esa operación. El proyecto
enriquecido va a confirmar la validez de la información que le
ha enriquecido. ¿Cómo? Mostrando al autor nuevas posibili-
dades.
Ya podemos inventariar las operaciones con las que se evalúa
un proceso creador: juicio de gusto, comparación con el pro-
yecto, incorporación del hallazgo al patrón de búsqueda, percep-
ción de las posibilidades derivadas de la integración. Es posible
que la nueva información concrete el proyecto y al mismo
tiempo lo cambie progresivamente. Hace poco tiempo encontré
a un amigo constructor al que no veía desde hacía años y le pre-
gunté: ¿Por fin edificaste el bloque de apartamentos en Málaga?
Me contestó: Sí, pero fue un bloque de oficinas en Barcelona. La
respuesta fue incoherente, pues debió negar que hubiera reali-
zado el primitivo proyecto. Sin embargo, mi amigo, que vivió la
lenta deriva de su idea primera, lo consideraba un único
proyecto que se había ido modificando. Así ocurre muchas veces
en las obras artísticas.

La evaluación del proceso me dice que me voy acercando a


la meta. Falta por analizar la última evaluación, de la que de-
pende la orden de parada. El autor tiene que declarar si ha al-
canzado su meta, si no la ha alcanzado, si debe desistir o prose-
guir la búsqueda.
En este asunto se hace patente el fallo de muchas teorías de
la inteligencia. La capacidad de una máquina para resolver un
problema es una propiedad absoluta: puede o no puede. En la in-

201
teligencia humana las cosas pasan de otra manera, porque sus
destrezas pueden fracasar si el sujeto cierra su búsqueda prematu-
ramente y no asigna a la operación el esfuerzo necesario. El es-
tilo que tiene el Yo ejecutivo para dar la orden de parada es un
componente de la inteligencia. Cualquier educador sabe que
gran parte de los fracasos en tareas escolares son causados por
una precipitada cancelación del esfuerzo. El alumno admite de-
masiado pronto que no es capaz de resolver un problema o que
el problema no tiene solución.
Las dificultades son mayores en los problemas de la vida or-
dinaria o de la creación artística, porque muchas veces ignora-
mos si tienen solución siquiera. La evaluación última y la orden
de parada son, pues, una fase fundamental en el ejercicio de la
inteligencia, en la que conocimiento y afectividad, información y
sentimiento vuelven a trenzarse. La inteligencia hace muchas co-
sas, además de computar información: inventa proyectos, piensa
valores, negocia la aplicación de la energía, construye criterios,
evalúa y mantiene las tareas hasta el límite más adecuado, lo que
es más fácil de decir que de hacer. Como todo.
¿Se reconoce que una obra está terminada o tan sólo se de-
cide que está terminada? ¿Es un acto de aceptación o de impe-
rio? Sólo el artista puede decirlo. Sólo él tiene la clave que cierra
el proceso creador. En 1912, cuando Picasso llegó a un acuerdo
con Kahnweiler para venderle toda su producción a precios fija-
dos por tamaños, la única condición que puso es que él —Picas-
so— sería el único que podría decidir si un cuadro estaba termi-
nado. «Vous vous en remettez á moi pour decider si un tableau est
terminé.» Estas anécdotas tan divertidas son las que convierten el
arte moderno en un espectáculo inverosímil. (Por cierto, ahora
me percato de que en el contrato con mi editor no figura una
cláusula semejante. ¿Y si considerara que este libro debe termi-
nar aquí»)
No todos los autores son tan exigentes como Picasso, quien,
al parecer, siempre pensó que Les demoiselles d'Avignon era un
cuadro sin terminar. Valéry, por ejemplo, era más escéptico y
consideraba que las obras artísticas sólo se terminan por un acci-
dente externo. Dentro de sí no contienen ninguna orden de pa-
rada. Escribe: «Un poema no está nunca acabado. Es siempre un

202
accidente quien lo termina, es decir, quien lo da al público. Son
el cansancio, la petición del editor, el empuje de otro poema.
Pero si el autor no es tonto, el estado mismo de la obra muestra
que podría ser proseguido, cambiado. En lo que a mí respecta,
veo con claridad que el mismo tema y casi las mismas palabras
podrían ser tomadas indefinidamente y ocupar toda la vida.» Pre-
dicó con el ejemplo y escribió múltiples variaciones de sus poe-
mas. Incluso pensó publicar en un libro las numerosas versiones
del Narcisse.
Si al lector se le ocurre pensar que Valéry era un pelma, abs-
téngase. No le aquejaba una folie du doute. Simplemente pensaba
que «la inteligencia no se define por el encontrar, sino por el
buscar». No puedo estar más en desacuerdo con él: la inteligen-
cia busca porque necesita encontrar. Valéry defiende una con-
cepción operatoria de la inteligencia y saca de ella las consecuen-
cias lógicas: convertida en una combinatoria interminable,
privada de criterios, la actividad de la inteligencia se vuelve
autosuficiente, cerrada sobre sí misma, viviendo del ejercicio y
no de las obras. La energía prevalece sobre el ergon. Se divierte
jugando consigo misma. Esta amputación de la inteligencia la es-
tudié en mi libro sobre el ingenio.
En efecto, una de las características del ingenio es que no
sabe parar. Hace años se usaba una expresión que Carmen Mar-
tín Gaite me ha recordado. «Es que no saben despedirse», se de-
cía de las visitas que demoraban el adiós. Lo que le pasa al inge-
nioso es que no sabe despedirse. De una dolencia similar
adolecía el barroco. Juan de Mairena, por boca de Antonio Ma-
chado, se despachó a gusto contra la poesía barroca, a la que acu-
saba de ser un piétinement sur place del pensamiento que, inca-
paz de avanzar, vuelve sobre sí mismo y gira y deambula en
torno a lo definido, creando enmarañados laberintos verbales.

203
Valéry planteó un problema real, que no afecta sólo al arte,
sino a toda la conducta inteligente. ¿Cuál es el nivel óptimo de
perfección de una obra? Voy a contarles la historia de Grand, un
escritor que no escribió más que variaciones sobre una frase, sin
alcanzar nunca la perfección por la que suspiraba. Lo contó Ca-
mus en La peste. La frase, mil veces comenzada, mil veces recha-
zada, decía en una de sus versiones: «En una hermosa mañana
del mes de mayo, una elegante amazona recorría en una soberbia
jaca alazana, las avenidas floridas del Bosque de Bolonia.» El in-
satisfecho autor explica así lo que piensa de la frase: «Esto no es
más que una aproximación. Cuando haya llegado a transcribir el
cuadro que tengo en la imaginación, cuando mi frase tenga el
movimiento mismo de este paseo al trote, un, dos, tres, un, dos,
tres, entonces el resto será más fácil y sobre todo la ilusión será
tal desde el principio que hará posible que digan: Hay que qui-
tarse el sombrero.»
Todos los que escribimos sabemos que si reescribiéramos otra
vez un libro podríamos limar sus asperezas, avivar los tramos
muertos, rellenar esas depresiones en las que el estilo cae; sin
embargo, en algún momento hemos de detener esa búsqueda de
la supuesta perfección. Nos enfrentamos aquí con el más pelia-
gudo problema que se le plantea a la inteligencia. ¿Cómo saber si
el criterio que utiliza para evaluar es el mejor posible? La calidad
de una obra depende de la calidad del criterio, pero ¿quién nos
advierte sobre la calidad del propio criterio?
El hombre ha buscado con tenacidad —a veces con desespera-
ción y a veces sin esperanza— criterios objetivos que le permitan
orientar sus sentimientos, sus ideas o su acción. Su deseo de en-
contrar brújulas externas se ha visto frecuentemente decepcio-
nado, porque su búsqueda le conducía, después de una circunva-
lación estéril por la realidad, hasta sí mismo, donde sólo
encontraba los criterios subjetivos de los que pretendía escapar.
Esto sucede con especial dramatismo en el arte. El creador se
encuentra solo frente a la obra y tiene que decidir si ha conse-
guido su meta o si debe proseguir la tarea. Puede apelar a los cá-

204
nones vigentes, pero a sabiendas de que al hacerlo se enclaustra
en la repetición. Así pues, ha de confiar en su sistema de prefe-
rencias, en el gusto, que funciona como las «experiencias consu-
matorias» de que hablan los etólogos, que dirigen la conducta de
un animal hacia sus fines.
Bajo la apariencia sentimental se oculta en el gusto la osa-
menta rígida de un criterio personal que se puede estudiar en
cada caso concreto. Una obra de arte es la encarnación de un sis-
tema de preferencias, el resultado de una copiosísima teoría de
elecciones. Al elegir —o al dejarse llevar— por un criterio de se-
lección, el autor se está jugando la vida. Pondré un ejemplo,
arriesgándome a ser injusto con tal de proporcionar claridad al
lector, Pantaleón y las visitadoras, la novela de Vargas Llosa, que
podría haber sido una de las grandes novelas cómicas de la litera-
tura en castellano, no lo es porque su dinamismo genético está
dirigido por un criterio equivocado. Para este comentario apro-
vecho los datos que el autor nos ha proporcionado en su escrito
Cómo nace una novela. El tema de Pantaleón es inmejorable. El
ejército peruano decide solucionar ciertos problemas de abasteci-
miento en sus guarniciones lejanas, donde los soldados se quejan
de la escasez de mujeres. El Estado Mayor decide crear un
«Cuerpo de Visitadoras» que se encargue de aplacar los males de
la soledad. Esta especie de leva o llamada a filas de prostitutas
era asunto que debía ser encargado a una persona poco versada
en el tema, para evitar previsibles excesos. El capitán Pantaleón
Pantoja, hombre ejemplar, marido modelo, escrupuloso miembro
del Cuerpo de Intendencia, es encargado de la intendencia de
cuerpos amables y generosos. La sexualidad de las guarniciones
se convierte en un renglón más de los estadillos oficiales.
No es difícil percibir las hilarantes posibilidades de la situa-
ción. Pero sucedió que Vargas Llosa tenía, al menos en aquel
momento, una concepción de la novela como acumulación de
materiales. «En la novela, a diferencia de otros géneros literarios
—escribe—, la cantidad es un ingrediente de la calidad. Eso hace
que admiremos las novelas que más lejos llegan, también, en ese
sentido de la cantidad y que consideremos que una novela como
Guerra y paz o como La comedia humana de Balzac sean los
grandes patrones del género.» Este confuso criterio, que con-

205
vierte la cantidad en calidad, le impuso un descomarcado atropo
de materiales que, a mi juicio, hizo fracasar la novela. Su génesis,
tal como el autor la cuenta, se convirtió en un proceso de acu-
mulación de recursos, una técnica de chamarilero que acepta
todo lo que encuentra. Primero planeó la obra como un diálogo.
Después incorporó las acotaciones. Más tarde tuvo la gran ocu-
rrencia de incluir los informes sobre el putiferio escritos en la
jerga burocrática militar. A continuación quiso humanizar la his-
toria, haciendo intervenir a la secta de «Los Hermanos del
Arca», como contraste con el «Servicio de Visitadoras». No paró
ahí la cosa. Vargas Llosa pensó que todavía podía incluir en la
novela otra forma de lenguaje: el de la radio y el periodismo, y
catapultó sobre la novela a otro personaje: «Sinchi». La capacidad
absorbente del autor no quedó agotada con este último fichaje.
«Cuando ya tenía la novela terminada y estaba a punto de entre-
garla al editor —nos cuenta—, pensé que todavía podía incorpo-
rarle algo más.» En el nutrido repertorio de temas, técnicas y
personajes que había coleccionado no aparecía aún el mundo
onírico y reparó la falta redactando a matacaballo cinco sueños.
Mi admiración por Vargas Llosa y por su entusiasmo fabula-
dor no se ve afectada por lo que he dicho, que es tan sólo un
ejemplo sobre las dificultades que todo autor tiene para acertar
con su criterio y con su aplicación.

Parece que mos encontramos empantanados. Necesitamos


elegir, y elegir con acierto, pero el artista sólo puede apelar a su
propia evaluación subjetiva que funciona mediante el juicio de
gusto. No es casual que los autores se propongan unos fines en
vez de otros, pues cada uno juzga según su criterio, que suele ser
estable, acerca de lo que es interesante, divertido o seductor. La
sedicente ausencia de un canon objetivo nos arroja en brazos de
una subjetividad, de la que esperamos que invente su propio cri-
terio y, al mismo tiempo, que no lo haga arbitrariamente. Éste es

206
el problema que vio Kant cuando quiso fundar los juicios de
gusto, en su sorprendente Crítica del juicio. No hay manera de
encontrar en ellos ningún principio objetivo, y, sin embargo, pa-
rece haber una repugnancia general a admitir que es imposible la
valoración objetiva del arte. Kant descubre —y es un descubri-
miento que merece ser meditado— que el gusto «es la facultad de
juzgar a priori la comunicabilidad de los sentimientos que están
unidos por una representación dada» (Crítica del juicio, párr. 40).
Viene a decir que un artista robinsoniano, cuyo público se redu-
jera a la palmera y al cangrejo, podría contentarse con un ideoca-
non reservadísimo. Cuando se está fuera del circuito comunica-
tivo no hay modo ni interés para salir de lo privado. Pero ésta es
una situación ardua y antinatural, pues todos los robinsones isle-
ños o urbanos han sido arrojados a la solitaria playa o al solitario
apartamento por un naufragio. Ni siquiera en esa soledad acep-
tada o querida podemos extirpar de nuestro afán la indeleble as-
piración a compartir las propias evidencias. Nos cuesta un es-
fuerzo ímprobo no decir «es hermoso» cuando queremos decir
«me gusta». El hombre es engendrado por la sociedad y esta hue-
lla genética permanece en la estructura dialogal de nuestra con-
ciencia, como ya he explicado. El artista, que es creador y tam-
bién espectador de lo que hace, mantiene esa mínima referencia
a la comunidad, aunque se encuentre apartado de todo trato hu-
mano. Según Kant esta presunción de la comunidad de las con-
ciencias actuaría también en las conciencias de nuestros desvali-
dos robinsones. Y este hecho fundamental le sirve a Kant para
evaluar el quehacer artístico. «Arte bello —define— es el que fo-
menta la cultura de las facultades del espíritu para la comunica-
ción social» (Ibid., párr. 44).
No crea el lector que el sutil Kant quedó satisfecho con esta
salida. Del dicho al hecho hay mucho trecho, y aun sabiendo
cómo evaluar el arte, necesitaba explicar cómo obran los artistas.
Con una perspicacia admirable se dio cuenta de que la experien-
cia estética se daba en el libre juego de las facultades. El artista
debía regirse por reglas libres, pero no arbitrarias. Necesitaba
unificar —en una síntesis de complicada química— el subjetivismo
de la libertad y el determinismo objetivo de la naturaleza. Kant
encuentra en el «genio» la unificación de tan contradictorios ele-

207
mentos. «Genio es el talento (dote natural) que da la regla al
arte. Como el talento mismo, en cuanto que es una facultad in-
nata productora del artista, pertenece a la naturaleza. Podríamos
expresarnos así: genio es la capacidad espiritual innata (inge-
nium) mediante la cual la naturaleza da la regla al arte» (Ibid.,
párr. 46). La actividad del genio le parecía a Kant inexplicable:
no podía aprenderse, no podía imitarse, no podía deducirse. La
misma naturaleza del genio es la que produce sus reglas y crite-
rios: sin que sepa cómo se encuentran en él las ideas, ni tenga
poder para encontrarlas cuando quiere, o, según un plan, ni co-
municarlas a otros en forma de preceptos que los pongan en es-
tado de crear iguales productos.
¿Por qué cito la opinión de Kant, a pesar de que me parece
falsa? Porque muestra a las claras las dificultades de la creación y
de sus intrínsecos juicios de valor. Cuando queremos seleccionar
nuestras obras o acciones tenemos la paradójica pretensión de de-
jarnos guiar por nuestras preferencias y de que esas preferencias
alumbren valores objetivos. La inteligencia creadora se ve conti-
nuamente en tan embarazosa situación. A partir de evidencias
subjetivas aspiramos a descubrir verdades universales. A partir de
nuestros gustos personales pretendemos crear un arte objetiva-
mente valioso. A partir de nuestra conciencia moral deseamos
justificar nuestras acciones. Intersubjetivamente.
Todo lo que he explicado en los últimos capítulos se refería a
la actividad artística. Pero como ya advertí, el arte es sólo una
muestra deslumbrante del poder creador de la inteligencia. Lo
que digamos de él tenemos que decirlo también de ella. Y una
de las cosas que tenemos que decir es que la inteligencia crea-
dora obra siempre haciendo proyectos. Más aún, la inteligencia
proyecta cómo debe ser la inteligencia. Ese hontanar primigenio
que es la inteligencia computacional capaz de autodeterminarse,
engendra un proyecto de inteligencia libre, y en esa libertad
abierta se encuentra con que tiene que producir nuevos proyec-
tos de inteligencia. Las propiedades reales del sujeto permiten in-
ventar posibilidades reales en la humanidad. Ya no se trata de
proyectar cosas, obras, comportamientos, sino de proyectar un
modelo de inteligencia que, seduciéndonos desde nuestra zona
remota, nos incite a realizarlo. En este momento, no es posible

208
eludir algunas preguntas: ¿Cual es el más valioso proyecto de in-
teligencia que se nos ocurre? ¿Cómo lo evaluaremos?
He dicho muchas veces que la inteligencia no es una facultad
sustantiva, aunque las tendencias sustantivadoras del lenguaje
nos induzcan a hablar de ella como si se tratara de un personaje
autónomo. Sólo hay percepción inteligente, imaginación inteli-
gente, memoria inteligente, sentimentalidad inteligente, que no
forman una gavilla de módulos mentales, sino distintas capacida-
des de un sujeto unificado y unificador. En estricto sentido, sólo
el sujeto debería ser llamado «inteligente». Es él quien inteligen-
temente, desplegando sus habilidades ejecutivas y negociadoras,
organiza las variadas competencias de la inteligencia computa-
cional, para integrarlas, mediante sus proyectos, en actividades
creadoras. Por ello tengo que reformular las preguntas que hice
arriba, que quedan así: ¿Cuál es el más valioso proyecto de sujeto
inteligente que se nos ocurre? ¿Cómo lo evaluaremos?
Ya podemos formular las tres tesis de este libro: La inteligen-
cia humana es una inteligencia animal transfigurada por la liber-
tad. La inteligencia creadora obra haciendo proyectos. El más
arriesgado proyecto de la inteligencia es crear un modelo de in-
teligencia, es decir, de sujeto humano, es decir, de humanidad.
La subjetividad humana, libre y creadora, contemplada como
ideal, y proyectada como máximo despliegue de la inteligencia,
tal vez pueda servirnos como criterio último de nuestro compor-
tamiento, incluido el de nuestra inteligencia.

209
XII. YO OCURRENTE Y YO EJECUTIVO

La creación artística nos remitió una y otra vez al Yo crea-


dor. No se pueden explicar sus alardes sin apelar a la capacidad
evaluadora del artista. Inventar es fácil, lo difícil es acertar. Re-
petir es fácil, lo difícil es innovar. En el acierto y en la innova-
ción intervenía el sistema de valores del artista, lo que en térmi-
nos imprecisos e ingenuos se llama «gusto», y que es la más
profunda, original y trascendente invención del creador.
De los capítulos anteriores se desprende que la primordial ta-
rea de la inteligencia es construir un sujeto inteligente. Llegamos
así al punto decisivo de la investigación. La inteligencia no es
algo que se tiene o no se tiene, ni solamente es algo que se tiene
más o menos, sino que es, sobre todo, algo que se va haciendo o
deshaciendo. La teoría de la inteligencia ha de culminar en una
teoría del sujeto humano. El hombre descubre posibilidades en la
realidad, lo que quiere decir que también en su propia realidad
descubre posibilidades. Una de ellas es actuar libremente. No es
en estricto sentido una propiedad suya, sino una posibilidad que
ha de descubrir y realizar, como todas las demás, mediante un
proyecto. En este caso se trata de un proyecto muy peculiar, por-
que crea la capacidad al mismo tiempo que la utiliza, y esto es
notablemente extraño. Desde lo que soy anticipo lo que quiero
ser y esta irrealidad, producida en mí mismo, y resonando en mí
mismo, me atrae hacia ella, sacándome de mis casillas, es decir,
lanzándome desde lo que soy hasta el incitante hueco de lo que
quiero ser.
Después de haberlo leído tantas veces, el lector sabe ya que

210
la inteligencia humana es la transfiguración de una inteligencia
computacional por la libertad. De aquí se deduce que la cons-
trucción de la libertad y de la inteligencia van unidas. Para ser
exacto, he de añadir una precisión. Ni la inteligencia ni la liber-
tad son sustantivas, sino adjetivas. Hay comportamientos inteli-
gentes y comportamientos libres. Más o menos inteligentes y más
o menos libres. Y ante todo, lo que hay son sujetos inteligentes y
libres.
Así pues, el proyecto creador definitivo de la inteligencia es
la creación de su propia subjetividad inteligente. Este proceso de
autoconstrucción lo he descrito en muchos capítulos de esta obra
y sólo tengo que exponerlo organizadamente. Ahora no se trata
de ver cómo realiza la inteligencia una obra, sino cómo realiza la
obra de la que proceden todas las obras, que es la subjetividad.
Su modo de ser inteligente y libre, que después va a dirigir la
construcción de su mundo personal y sus tareas, puede estar
constituido por una sedimentación casual de los actos, realizados
por una espontaneidad disuelta y sin propósito. Produce enton-
ces una personalidad dadaísta, que confunde espentaneidad con
libertad. Ya veremos que esta identificación es muy problemá-
tica. Por lo demás, incluso en este caso, podríamos hablar del
proyecto de vivir espontáneamente.
En el lado opuesto de esta personalidad casual está la perso-
nalidad creada. Entre ambas hay la misma diferencia que entre
un poema dadaísta y un poema de Rilke. Las dos conductas están
conducidas por proyectos, aunque una de ellas transfiera ense-
guida el control de los actos al azar, que da poco de sí. La crea-
ción de la propia libertad —como verá el lector, utilizo libertad e
inteligencia como sinónimos con bastante frecuencia— ha de aco-
modarse a la estructura de todo proceso creador. La última pala-
bra la tiene siempre un acto de evaluación. Al reflexionar sobre
los proyectos creadores de la propia libertad, el hombre ha de
considerar los criterios de evaluación con que va a regirse.
Antes de continuar parece necesario resolver una objeción.
¿Es evidente que el hombre puede crear su propia libertad, inte-
ligencia, subjetividad o como queramos llamarlo? Estamos some-
tidos a tantas pulsiones internas y coacciones externas, somos tan
vulnerables a los deseos y miedos, las situaciones sociales y cultu-

219
rales, los accidentes biográficos, nos determinan tanto que pa-
rece un sarcasmo hablar de crear la libertad, o incluso de liber-
tad a secas. Conviene, por ello, que veamos más de cerca cómo
se desarrollan las negociaciones para la libertad.

Muy al principio describí la inteligencia como la capacidad


de suscitar, controlar y dirigir muestras «ocurrencias». Utilizo
esta palabra a ciencia y a conciencia. No tiene antecedentes filo-
sóficos y por ello la prefiero a otros términos tradicionalmente
usados, como «contenidos de conciencia», «noemas», «especies»,
«representaciones mentales», «fenómenos» y otras muchas, que
están a estas alturas demasiado comprometidas por su pasado.
El Diccionario de Autoridades, por el que siento como sabe el
lector una gran debilidad, define así la ocurrencia: «Especie u
ofrecimiento que ocurre a la imaginación.» Un siglo antes, Co-
varrubias incluía bajo ese término los ofrecimientos a la memo-
ria. Actualmente podemos aplicar el mombre a todo tipo de
acontecimiento mental que se hace consciente. Todo ofreci-
miento a la conciencia es una ocurrencia.
Lingúísticamente, lo más interesante viene después, cuando
los ilustrados redactores de 1737 definen la palabra «ocurrir»:
«Venir a la imaginación una especie de repente y sin esperarla.»
Y añade: «En este sentido es un verbo impersonal.» Esta afir-
mación es atractiva y misteriosa, como la entrada a la gruta del
tesoro. Lo que nos dicen los autores del Diccionario es que las
ocurrencias aparecen con una cierta impersonalidad. Irrumpen.
No son de nadie. Nada delata su origen. Son huéspedes acci-
dentales que surgen en la noche, piden cobijo y, sin dar su filia-
ción ni explicar su procedencia, desaparecen al alba. No somos
dueños de nuestras ocurrencias, como no somos dueños de las
golondrinas que habitan nuestro verano. El verbo se usaba en
su forma transitiva: «Le ocurría el recuerdo de su amada.» Al
parecer, según el lenguaje no podíamos hacer nada para guiar o

2
controlar nuestras ocurrencias, que no son nuestras. Son imper-
sonales.
Sin embargo, dos siglos y medio después usamos la palabra
de una manera muy distinta. Ya no decimos «le ocurrió la idea»
sino «se le ocurrió la idea». Da la impresión de que la teoría de
la impersonalidad de las ocurrencias no acabó de cuajar en la
cabeza de los hablantes, que, forzados por alguna convincente
experiencia, crearon nuevas estructuras gramaticales para la pa-
labra, que se integró así en el fascinante campo de la voz
media.
Hay en las formas medias una conjugación compleja entre el
sujeto y lo que sucede. Si digo «se me ha caído el jarrón» no
quiero decir que lo haya tirado, sino que el estropicio ha sido
causado a cuatro manos: las mías y las del jarrón. Yo he puesto
algo, mi descuido o falta de habilidad, y el jarrón ha colaborado
con una cierta indocilidad a mis deseos, con la autonomía díscola
de su propia legalidad. «Se me ha escapado de las manos», digo, y
de ahí a decir que «parecía vivo» hay un paso, que, por cierto,
damos con frecuencia. La acción del sujeto, como«se ve, está me-
diatizada por la propia acción del objeto. Pero, al mismo tiempo,
hay constancia de que el sujeto ha intervenido. El jarrón no se
cayó, se me cayó.
Lo que había descubierto el lenguaje es que las ocurrencias
no proceden de un cielo platónico, ni de una voz lejana, no son
impersonales, sino nuestras. Pero no del todo nuestras, no son
nuestras esclavas, porque mantienen una cierta independencia,
como el jarrón. En este complejo estatuto jurídico de las ocurren-
cias nos sitúa el lenguaje. ¿Las inventamos o nos inventan? Esta
brillante historia lingúística, y los problemas que suscita, me
anima también a usar la palabra en cuestión.
Analicemos los sucesos conscientes. Reconozco sin dificultad
dos tipos de ocurrencias. Unas se me imponen o se me resisten, y
ante ellas me siento impotente. Cuando vuelve una preocupa-
ción que quiero alejar, siento su poder frente a mí. “Tampoco
puedo anular los deseos, los miedos, los recuerdos aunque me
desasosieguen. La misma independencia descubro en la acción
opuesta: no consigo traer a la conciencia el dato que preciso, ni
consigo la ocurrencia brillante y oportuna. Los franceses llaman

213
esprit d'escalier, ingenio de escalera, a esas ocurrencias que nos
llegan cuando la ocasión ha pasado, como un irónico aviso de la
fuente de nuestros pensamientos, que nos dice que actúa cuando
quiere.
Otras ocurrencias se me ocurren a mí, son pleonásticamente
mías. Suscito su aparecer, aunque por procedimientos que en ge-
neral ignoro. Puedo recordar voluntariamente la imagen de mi
perro, o imaginar un encuentro en la cumbre entre Nerón y Hit-
ler, para hablar de políticas demográficas. Incluso puedo inven-
tar una frase ingeniosa: «El náufrago aterriza cuando llega a la
playa.» O una frase poética: «Ese manso animal que ronronea
cuando con tu mirada lo acaricias, es el mar.» En estas ocasiones
me siento dueño de mi conciencia, dirijo su acontecer, soy el pi-
rotécnico que enciende la mecha de sus fuegos de artificio, aun-
que, todo hay que decirlo, lo hago con la misma superioridad
gansa con la que manejo un ordenador, cuyo mecanismo desco-
NOZCO.
A lo largo del libro ha aparecido en varias ocasiones esta ín-
dole dialéctica, dialógica, disputada, pugnaz, de nuestra subjetivi-
dad. El campo de la conciencia está sometido a litigio perpetuo.
La humanidad ha experimentado siempre que fuerzas desconoci-
das dominaban gran parte de los accesos a la conciencia y se ha
aprestado con denuedo —y a veces con insensatez— a conquistar-
los. El hombre mantiene una perpetua lucha por ser dueño de su
conciencia, dirigir a voluntad sus manifestaciones, elegir los esta-
dos de ánimo, lograr la claridad de las visiones, o hablar el len-
guaje deseado, y ha utilizado para ello todos los procedimientos
imaginables, desde la educación a las drogas, desde el yoga a la
música. El objetivo final era liberarse de las ocurrencias no con-
troladas, o lo que es igual, liberarse a secas. El carácter del hom-
bre es su destino, decían los antiguos griegos, y el cárácter no es
más que un estilo poderoso e insumiso de presentarse las ocu-
rrencias en nuestra conciencia.
Atendiendo a la doble relación de las ocurrencias con el su-
jeto, me vi obligado a admitir un cierto desdoblamiento del Yo
para conducir la descripción con soltura. El hombre se reconoce
origen de algunas de sus ocurrencias, actúa como suscitador o di-
rector. Se comporta, pues, ejecutivamente: imagina, grita, re-

214
cuerda, dirige la mirada, puede elaborar planes y ejecutarlos. En
otras Ocasiones, por el contrario, las ocurrencias vienen a su con-
ciencia. Desde él mismo, sin duda, pero lo hacen espontánea-
mente, carecen de autorización, son involuntarias. Forzando la
expresión, podría decir que se le ocurren a alguien que no es él y
que está fuera y dentro de él al tiempo. «Je est un autre.» Decirlo
así sería un exceso. Exceso, no obstante, en que cayeron cuantos
hablaron de inspiración, e inventaron la mitología de las musas o
se sintieron habitados por un daimon, es decir, buena parte de
los creadores poéticos y religiosos. Se trata, pues, de una exagera-
ción con genealogía gloriosa.
Ya he bautizado a estos dos aspectos del Yo. A uno lo llamé
Yo ocurrente. Es el que produce las ocurrencias sin mi autoriza-
ción; el Yo computacional, podríamos decir. Al Yo, en cuanto
dirige o suscita la producción de ocurrencias, lo he llamado Yo
ejecutivo. Y como entre sus operaciones está la de promulgar
proyectos creadores, también lo he llamado Yo creador. Y como
no tiene una autoridad omnipotente, sino que tiene que contar
con los caprichos del Yo ocurrente y negociar cor ellos, también
lo he llamado Yo negociador. Nuestra interpretación del sujeto
humano —la de cada uno de nosotros— va a depender de lo que
pensemos acerca de estos dos protagonistas, que dentro de noso-
tros pugnan por gobernar la conciencia. El juego entre ambos es
el juego mismo de la inteligencia. Por eso, todas las páginas ante-
riores hacían referencia, de una manera u otra, a ese problema,
que ahora me limito a tratar más temáticamente.
Comenzaré por describir el Yo ocurrente.

Rilke describió de forma patética la vuelta de los temores ol-


vidados en los Cuadernos de Malte: «El temor de que esa hebra
de lana que asoma por el dobladillo de la manta sea dura y aguda
como una aguja de acero; el temor de que ese botoncito de mi
camisón crezca hasta hacerse más grande que mi cabeza, más

218
grande y más pesado, el temor de que esta miga de pan sea de
cristal y se rompa al chocar con el suelo, y el temor de que todo
quede roto para siempre; el temor de tragarme, dormido, ese pe-
dazo de carbón que está delante de la estufa; el temor de que una
cifra cualquiera crezca y crezca hasta que no quepa en mi cere-
bro; el temor de traicionarme y hablar de todo lo que me causa
temor, y el temor de no poder decir nada porque todo sea inde-
cible, y los otros temores..., los temores.»
Estas preocupaciones, temores, deseos, proceden de una
fuente de ocurrencias situada en un territorio que es nuestro,
pero que no hemos colonizado. Atendiendo a una legalidad ig-
norada acceden al estado consciente. La conciencia sería la lá-
mina de agua que desborda el peto de una presa. Abajo queda la
oscuridad del agua y corriente arriba la fuente originaria. Sobre
el efímero momento de esplendor de esa superficie fugitiva cons-
truimos toda nuestra vida libre.
La más originaria fuente de nuestras ocurrencias es el cuerpo.
Nos proporciona ocurrencias perceptivas internas y externas. Él
nos introduce en el ámbito de las necesidades, los deseos, las ten-
dencias, los valores. Nos corresponde tener una inteligencia en-
carnada, una libertad encarnada. La facticidad corporal entra en
nuestra definición.
El cuerpo es un sistema productor de significados. No sabe-
mos —o al menos yo no lo sé y eso que he puesto mucha aten-
ción cuando alguien que dice saberlo me lo ha explicado— cómo
se produce esa enigmática traducción de acontecimientos fisio-
químicos en fenómenos conscientes. Conocemos, por supuesto,
muchos tramos del proceso. Cuando el nivel de cloruro sódico
en el medio extracelular sube, el hombre experimenta una ocu-
rrencia peculiar: siente sed. Puedo describir este hecho de dos
maneras. Fenomenológicamente la sed es la conciencia de una
falta, un malestar inquieto y exigente que secuestra mi atención,
me impulsa a buscar una bebida y si acaso me niego a seguir su
impulso me disuelve en una fuga imaginativa, terca e irrestaña-
ble, hacia el objeto deseado. Es una hemorragia de la conciencia.
Como el agua del baño se va por el sumidero, así la conciencia
entera se escapa hacia la anticipación irreal del beber. Fisiológi-
camente la descripción es distinta. El sodio dispara unos recepto-

216
res que producen la sed. Por lo menos se sabe que una pequeñí-
sima cantidad de sodio inyectada en el hipotálamo de un animal
hace que comience a beber cantidades colosales de agua. No es-
toy en condiciones de decir si ambas descripciones pueden unifi-
carse y cómo. Hoy por hoy tenemos que mantener las dos, a la
espera de que se nos ocurra cómo pensar ese salto incomprensi-
ble de lo fisicoquímico a lo consciente.
Vivimos, pues, acontecimientos fisicoquímicos como ocu-
rrencias, es decir, como significados que podemos objetivar. No
percibimos el aumento de sodio, percibimos la sed, que es una
experiencia que el sujeto puede fijar e identificar en su concien-
cia, compararla con otras experiencias distantes o afines y nom-
brarla. Sobre ellas puede crear metáforas o metafísicas. Dicen los
expertos que la palabra «hombre» en indoeuropeo deriva de la
raíz «sed». El hombre sería una naturaleza sitibunda. Estas com-
paraciones podemos hacerlas porque la sed es una información,
un significado.
El cuerpo es origen de muchas otras ocurrencias. Un básico
estrato de muestras conductas y preferencias está determinado
por el estado físico. El estudio de este fragmento del Yo ocu-
rrente que es el cuerpo tendría que incluir una gran parte de la
neurología y la psicología que conocemos. La influencia de los
acontecimientos hormonales y del metabolismo de los neuro-
transmisores, por ejemplo, produce al estudioso un inevitable de-
sasosiego. Ahora, cuando ya no creemos que nuestro destino esté
escrito en las estrellas, la ciencia mos hace pensar si acaso no es-
tará escrito en nuestras estructuras químicas. Si inyectamos hor-
monas femeninas a ratas machos comienzan a realizar movi-
mientos femeninos de acoplamiento sexual. Hay casos de niñas
cuyas glándulas adrenales segregan grandes cantidades de andró-
genos, que se describen a sí mismas como «marimachos», prefie-
ren los juegos de niños y eligen camiones y pistolas en lugar de
muñecas (Money, J., y Ehrhardt, A.: Man and Woman, Boy and
Girl, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1972). Se ha es-
tudiado la relación entre la posición del liderazgo entre los mo-
nos y la rapidez en metabolizar el cortisol. Cada vez conocemos
mejor los antecedentes orgánicos de las depresiones o las esqui-
zofrenias. El Yo ocurrente corporal trabaja sin descanso, y sólo

21%
conocemos algunos resultados de su continuo laborar. Lo demás
queda en la sombra. El siguiente texto de Rilke puede ampliarse
a toda la vida corporal:

Y del confín
del sexo llegan viejas demandas.
Contra lo oscuro fracasa el Yo.

Esta tensión dramática entre el Yo y lo oscuro, entre la con-


ciencia y una inconsciencia poderosamente activa, entre el Yo
ocurrente y el Yo ejecutivo, resuena en una frase de Freud: «Se
trata de convertir el Ello en Yo.» La finalidad del psicoanálisis es
iluminar esa fuente de ocurrencias. He de advertir que la noción
de Yo ocurrente es más amplia que la noción de inconsciente
freudiano o de Ello, porque incluye todas las fuentes de ocurren-
cias autónomas, independientes de la voluntad, aunque no sean
estrictamente inconscientes.

Otra fuente de ocurrencias, enlazada con la anterior, pero


que introduce elementos muevos, es la enfermedad mental.
Como lo señala la psiquiatría más profunda, la enfermedad men-
tal manifiesta siempre una patología de la libertad. Puede ser un
naufragio total, o una simple deriva. En una personalidad puede
formarse un nicho impenetrable —las manías, obsesiones, fobias,
alucinaciones, escrúpulos, delirios—= que a veces coexiste con
conductas normales. Por ejemplo, una obsesión sexual puede ser
compatible con una gran libertad y flexibilidad respecto de otros
temas.
Los trastornos mentales producen una sorprendente impre-
sión de monotonía en su desarrollo y manifestaciones. No sé a
qué locos conocen los que cantan las potencias creadoras de la
locura. En El concepto de la angustia, Kierkegaard escribe: «La
locura es el lastimoso perpetuum mobile de la monotonía.» Te-

218
llenbach, al describir las grandes depresiones, comenta que no es
acertado decir que los pacientes hablan depresivamente. Sería
mejor decir que la depresión habla por los pacientes, a la vista
del rutinario despliegue del proceso patológico. Sin duda alguna,
cada caso muestra peculiaridades procedentes de la biografía del
enfermo, pero que se ajustan a módulos fijos.
La enfermedad es un sistema de producción de significados
que se hace impenetrable a la inteligencia: el sujeto no puede al-
terar su funcionamiento y se siente sometido a esos significados
que le abruman. Desde una teoría de la inteligencia, esas enfer-
medades son fracasos de alguna de las funciones de la inteligen-
cia. El paciente no puede dirigir su comportamiento, o es inca-
paz de inventar posibilidades, o está clausurado irremediable-
mente en un error. A lo largo del libro he comentado los dos
primeros bloqueos y ahora voy a referirme al que queda. Hay en-
fermedades mentales que podrían describirse como un error que
no resulta afectado por la evidencia de los hechos.
En efecto, todos podemos sufrir una ilusión, pero la expe-
riencia nos saca de la confusión. Lo grave es«que para el en-
fermo la percepción ha perdido su fuerza de evidencia y es im-
potente para mostrar el carácter ilusorio de las ilusiones. Esta
devaluación de la experiencia se da también en casos que bor-
dean lo patológico, como son los prejuicios insalvables. Hay una
cristalización de las categorías que las convierte en fortines
inexpugnables. La inteligencia del sujeto puede describirlos,
pero no penetrar en ellos. Un genio literario como Strindberg,
un esquizofrénico que escribió cuidadosa y prolijamente sobre
sus síntomas, no empleó su capacidad de razonamiento para li-
berarse de la enfermedaa, sino para corroborar los síntomas con
una lógica enloquecida pero implacable. En esos momentos es
una inteligencia cautiva. Cuando leyó a Swedenborg, un poeta
también esquizofrénico, reconoce sus propios síntomas: «Todo
lo que a mí me ha ocurrido vuelvo a encontrarlo en Sweden-
borg: los sentimientos de miedo, la opresión torácica, los latidos
del corazón, el cinturón que yo llamaba eléctrico, todo está ahí.
Lo que me llama más poderosamente la atención es que los sín-
tomas se asemejan tanto que ya no tengo dudas sobre la natura-
leza de mi enfermedad.» Hasta ese momento la había atribuido

249
a la persecución de enemigos visibles o invisibles: electricistas,
nigromantes, su mujer, sus amigos. Gestos imperceptibles que
sólo él sabía descifrar le confirmaban la universalidad de esa
conspiración hostil. Swedenborg va a abrirle los ojos. «Me ha li-
berado de electricistas, nigromantes, magos, de los que me envi-
diaron por mis procedimientos para fabricar oro, y de la locura,
pues me ha aclarado cuál era la naturaleza de la angustia que
me ha estado atormentando durante este último año. Me ha en-
señado que el único camino que conduce a la salvación es bus-
car a los demonios en su escondite, es decir, dentro de mí
mismo y matarlos con el arrepentimiento.»
Cuando Strindberg creía seguir la lógica de Swedenborg, en
realidad sólo estaba siguiendo la lógica de su enfermedad.

El Yo ocurrente incluye muchos sistemas autónomos de


producción de significados, algunos de los cuales ya he estu-
diado. La memoria, por ejemplo. Los sentimientos. La alegría es
un sistema productor de significados. Lo mismo sucede con la
timidez, el miedo, la cólera, la envidia. El carácter es un sis-
tema estable de producir ocurrencias. Muchas veces se opone a
nuestra voluntad. No queremos ser como somos, desearíamos li-
berarnos de ese destino implacable emboscado en nuestra inti-
midad.
Hay otros sistemas de producir significados más flexibles
que el carácter. Por ejemplo, el estilo. Son pautas de interpreta-
ción, donación de significado y respuestas. El estilo de un escri-
tor dirige la aparición de sus ocurrencias. El estado de ánimo,
el humor, las actitudes son otros tantos organismos productores
de significados.
Todos ellos funcionan fuera del campo consciente. Conoce-
mos sólo sus resultados. A veces forman figuras clausuradas y
completamente autónomas, que se independizan dentro de la
personalidad global. Me estoy refiriendo, como ejemplos extre-

220
mos de un fenómeno más normal, a los casos de personalidad
múltiple, que ha estudiado Hilgard en su obra Divided Concious-
ness (John Wiley and Sons, Nueva York, 1986). Un caso bien
analizado es del de Jonah, un hombre de veintisiete años que
llegó al hospital quejándose de fuertes dolores de cabeza, fre-
cuentemente seguidos de pérdidas de memoria. Los médicos des-
cubrieron cambios radicales en su comportamiento, que al final
fueron interpretados como tres estructuras relativamente estables
y coherentes de personalidad. En resumen, en una misma per-
sona convivían cuatro sistemas distintos de producción de ocu-
rrencias. Cada uno de ellos tenía un modo distinto de interpretar
la realidad y de responder al mundo.
Resulta difícil comprender estas producciones automáticas de
significado, pero sin duda existen. Los sueños son conexiones
de significados que no dirigimos conscientemente. Á estas altu-
ras no creo que sea necesario repetir que cuando hablo de signi-
ficado no me refiero forzosamente al lenguaje. Hay significados
prelingúísticos. Pondré un ejemplo muy elemental. Los experi-
mentos sobre reflejos condicionados son bien conocidos. Si aso-
ciamos un estímulo al estímulo que desencadenaba un reflejo,
podrá sustituirlo. La percepción de la comida dispara el reflejo
de salivación del perro. Pavlov comprobó que si asociaba el so-
nido de una campana a la presentación de la comida, el perro
salivaría al oír la campana, aunque no tuviera delante la comida,
después de unos cuantos ensayos. El perro daba al sonido el sig-
nificado de «comida». Los hombres realizamos un proceso seme-
jante, por ejemplo, al usar el lenguaje poético. Parece insensato
relacionar los perros de Pavlov con la poesía, pero si se descom-
pone el proceso se verá que no lo es tanto. El perro integra ali-
mento y sonido en una totalidad perceptiva y acaba reaccio-
nando a la totalidad de la misma manera que reaccionaba a una
sola de sus partes, la carne. Después va a suceder la operación in-
versa: va a tomar la parte por el todo y reaccionará ante la parte
—la campana— como si fuera el todo —la campana más la comi-
da—. Pero en esto consiste la sinécdoque, una figura retórica que
da a la parte el significado del todo.
Este modo automático de producir significaciones es, por su-
puesto, vivido, y también se da en niveles más superiores, por

221
ejemplo, el lenguaje. Hay palabras que adquieren un significado
por contagio. Así ha sucedido en francés con las palabras point,
plus, personne que no tenían significado negativo, pero que al ir
frecuentemente unidas a la negación acabaron por ser sometidas
a un proceso semejante al diseñado por Pavlov.
El Yo ocurrente es, pues, el conjunto de sistemas de produc-
ción de significados que funcionan con una cierta autonomía,
fuera del control del Yo ejecutivo. La conciencia no puede bajar
a la sala de máquinas donde se producen estas ocurrencias. Sólo
conoce el resultado de tan complejas operaciones. La investiga-
ción psicológica intenta averiguar cómo funcionan estos sistemas
operativos, pero ha de hacerlo mediante hipótesis que sólo indi-
rectamente pueden comprobarse. Es como si tuviéramos que
descubrir, a partir de un objeto fabricado —en este caso las ocu-
rrencias— cómo son las máquinas que lo produjeron, sus piezas,
la energía que las mueve, la secuencia de producción. Tenemos
vedada la entrada a la fábrica y sólo podemos decir que ciertos
procedimientos y etapas nos parecen necesarios, y algunas expli-
caciones, suficientes. Intentamos sacar información de otras salas
de máquinas que nos parecen más accesibles, por ejemplo las de
los animales. Y en la actualidad nos servimos de computadores
en los que intentamos simular los procesos de fabricación que to-
dos efectuamos.
Ocurre que tenemos que admitir que esa sala de máquinas,
dotada de cierta autonomía, fabrica productos por encargo. No
sabemos cómo funcionan las máquinas, pero podemos utilizarlas
para nuestros proyectos, e incluso instalar otras nuevas. La psico-
logía cognitiva admite una dicotomía semejante a la que he seña-
lado entre el Yo ocurrente y el Yo ejecutivo. Por ejemplo, Nor-
man y Shallice han propuesto que la inteligencia se considere
una estructura con dos sistemas diferentes: «Uno de ellos es el
control consciente y el conocimiento de la tarea y de la situa-
ción. Este sistema se llama CCD (control consciente y delibe-
rado). El otro sistema implica un mecanismo PDP (procesa-
miento distribuido en paralelo). Un conjunto de procedimientos
preestablecido y preprogramado que se realiza con un mínimo de
control consciente e incluso de conocimiento» («Attention to ac-
tion: Willed and automatic control of behavior», en Davidson,

222
comp.: Conciousness and Self Regulation: Advances in Research,
vol. IV, Plenum, Nueva York).
Esos procesos paralelos serían los sistemas de producción de
significados, el Yo ocurrente. El sistema de control sería el Yo
ejecutivo.

Espero que el lector no se irrite cuando le diga que el Yo


ejecutivo es una ocurrencia del Yo ocurrente. El asunto es que
en toda información en estado consciente me encuentro concer-
nido. Digamos que acompaño a todo acto consciente. El Yo-
me-doy-cuenta está presente de continuo. El niño aprende a
identificarse con ese Yo, lo nombra con el pronombre personal
y se percata de que a partir de lo que percibe puede dirigir su
comportamiento. Hay una etapa en su vida en“que siente una
exaltación incordiante al conocerse como sujeto activo. Es el
momento en que disfruta golpeando con la cuchara en la papi-
lla o tirando los platos al suelo. Lo que era una ocurrencia se
manifiesta como una ocurrencia que dirige otras ocurrencias.
Esto es lo que he llamado autodeterminación. Un poder mi-
núsculo que acaba transfigurando la índole del sujeto, porque le
permite negociar con el Yo ocurrente, detener sus movimien-
tos, volverse incluso contra él. Y, sobre todo, construir una
nueva figura.
Somos movidos por nuestras tendencias, que no son el obs-
táculo, sino el sustento de nuestra libertad, como el aire para la
paloma. La apatía absoluta desemboca en una libertad de al-
meja. No tiene malos deseos, posiblemente, pero tampoco bue-
nos. Tenía razón Ortega en su cántico a la vitalidad, al que hay
que añadir numerosas precisiones. La primera es que en el su-
jeto inteligente las tendencias permanecen inconclusas, porque
no enlazan directamente con el movimiento. Sólo en casos pa-
tológicos se da este paso mecánico del pensar al hacer. En las
conductas normales hay entre ambas operaciones un hiato insal-

223
vable. Entre el deseo y el acto, entre el proyecto y la realización,
entre el miedo y la huida, entre la tortura y la confesión no hay
estricta causalidad. Hay motivación. Tengo motivos muy podero-
sos, acaso arrolladores, para hacer algo, pero, aun en ese caso,
soy yo quien entrega el control de mi conducta a un motivo o a
otro. La inteligencia produce esta desconexión entre la respuesta
y el estímulo. El sujeto tiene que puentear ambos.
Las cosas no ocurren de la misma manera en todos los hom-
bres. La autodeterminación es una propiedad real, pero la inteli-
gencia y la libertad son posibilidades que pueden realizarse o
abortarse. Los niños-lobo vieron truncadas sus posibilidades rea-
les. Lo mismo les sucede a las personas que sufren graves enfer-
medades mentales. Y también, aunque de otra manera, a los que
no saben, no quieren, no pueden, no les dejan, formular y reali-
zar el proyecto de ser inteligente y libre.
Es difícil pensar la autodeterminación y el comportamiento
libre porque caemos con facilidad en el error del homúnculo. En
algún lugar de nuestro cerebro habría un hombrecillo sentado
ante unas pantallas informativas, a partir de las cuales daría ór-
denes, tomaría decisiones, inventaría proyectos. Es evidente que
esta metáfora no explica nada, porque ese hombrecillo necesita-
ría tener dentro de su cabeza otro hombrecillo y éste, a su vez,
otro, y así hasta el infinito. No hay ningún homúnculo. El atleta
no tiene un hombrecillo mental que dirige un sistema muscular.
Es un organismo musculado que se dirige a sí mismo. El hombre
no tiene memoria: es una memoria consciente, asimiladora y di-
námica, que proporciona materia para los proyectos que acaba-
rán por construir la memoria misma.
La inteligencia computacional del ser humano está formada
por un conjunto de sistemas de producción de ocurrencias some-
tidos a una parcial autodeterminación. Son voces que llegan a su
conciencia. Entre ellas, el niño aprende a distinguir y manejar la
voz de su Yo ejecutivo. Ya estudié cómo se produce ese aconte-
cimiento. A lo largo de la historia el ser humano ha reconocido
esta voz interior, a la que ha llamado «voz de la conciencia». Fue
una equivocación confundirla con una instancia moral, cuando
era sólo un instrumento para la acción voluntaria. Heidegger,
Zubiri y Lacan, cada uno a su manera, han aportado interesantes

224
innovaciones a este concepto, y ya he mencionado las investiga-
ciones de Vigotsky, Luria y la escuela soviética. Esa voz puede
dialogar con las otras voces, en una negociación que puede con-
ducir a un desgarramiento o a una colaboración.
Lo cierto es que el sujeto, desde sus tendencias, a partir de
las ocurrencias del Yo ocurrente, puede formular proyectos di-
ferentes, todos los cuales penden de un proyecto primario: ¿Qué
va a hacer con su propia subjetividad? He estudiado detallada-
mente el modo como las facultades se transfiguran mediante la
autodeterminación. De lo que hablo ahora es del proyecto de
unificación. La libertad creadora es el juego de las facultades.
Pues bien, ¿a qué quiero jugar, y para qué juego quiero entre-
narlas?
Lo que permite la inteligencia es prolongar el Yo ocurrente,
creando un Yo ocurrente a la segunda potencia, penetrado ya de
libertad. Hay dos tipos de espontaneidad. La espontaneidad de la
coz y la espontaneidad del hábito. La inteligencia y la libertad
son hábitos adquiridos. El sujeto se propone el proyecto de una
subjetividad creadora y libre y utiliza para ellolo que tiene. En
esto no se diferencia del atleta. Cuando decide jugar al balon-
cesto tiene los setecientos veinte músculos que tenemos todos. El
proyecto va a dirigir los comportamientos necesarios para que el
músculo no atlético construya un músculo atlético. El bailarín
construye su agilidad transfigurada desde su agilidad común.
Nada viene a él desde fuera, porque no hay, por desgracia, hadas
madrinas.
Desde lo que es, el sujeto divisa lo que quiere ser —escritor,
científico, playboy, ingenioso, abandonado, bueno, perverso y
todo lo demás—, y en la tensión entre ambos centros surge la
elipse de nuestra vida.

Al hablar de un Yo inteligente tal vez haya corrido dema-


siado, porque parece que no hay una inteligencia unitaria, sino

225
inteligencias múltiples. En efecto, un hombre puede ser muy há-
bil para escribir poemas y muy torpe para dirigir su vida o com-
prender a los seres humanos. Los «sentidos completamente desa-
rreglados» pueden suscitar bellos poemas, pero servir de poco
para todo lo demás. Un talento matemático tal vez no sepa dis-
currir sobre temas reales. ¡No vamos a ser matemáticos, poetas,
músicos, malabaristas, dibujantes y jugadores de póquer todo al
tiempo!
Las teorías formales de la inteligencia aceptan este hecho sin
inmutarse. Afirman que hay «inteligencias modulares», indepen-
dientes unas de otras, aunque acaso guarden una correlación,
como sostiene la psicología factorial. Cada una se evalúa con sus
propios criterios. Podemos medir los factores de abstracción,
educción de relaciones, razonamiento, comprensión verbal, ma-
nipulación mental de imágenes, fluidez de significados e ideas,
cálculo numérico, y muchos más. Guilford, el más generoso fac-
torialista, ha admitido 120 factores. La suma de todos los resulta-
dos nos permitirá conocer la inteligencia de un sujeto. Esta teo-
ría de la inteligencia sólo tiene en consideración la eficacia con
que se realizan las diferentes operaciones. No le interesa lo que
con esas Operaciones se consigue, ni el modo como el sujeto las
lleva a cabo. A este nivel, la inteligencia humana y la de un
computador resultan análogas. Es irrelevante que las operaciones
se ejecuten de manera libre o automática, consciente o incons-
ciente. También es indiferente las metas que se elijan. H. A. Si-
mon sostiene una idea semejante a la de Newell, que critiqué al
principio. La razón, tomada en sí misma, es instrumental. «No
puede seleccionar nuestras metas finales, tampoco puede interce-
der en nuestro favor en los conflictos teóricos sobre la meta final
a seguir; tenemos que determinar estas cuestiones de otra forma.
Todo lo que la razón puede hacer es ayudarnos a alcanzar, de un
modo más eficaz, las metas convenidas» (Simon: Naturaleza y lí-
mites de la razón humana, FCE, México, 1989, p. 136). Esta efi-
cacia instrumental nos sirve para evaluar la inteligencia, según el
autor.
Estas ideas me parecen radicalmente insuficientes. Valen
para la inteligencia computacional, pero no para la inteligencia
creadora, que se rige por fines que selecciona mediante variados

226
criterios. Hay que afirmar que la invención y elección de los fi-
nes es un comportamiento intrínsecamente inteligente, y que la
inteligencia debe ser evaluada atendiendo a los fines que se pro-
pone. Defiendo una teoría material de la inteligencia en la que
no sólo hay que tener en cuenta la perfección de las operaciones,
sino la índole de la meta a que conducen. Es cierto que la inteli-
gencia se caracteriza por resolver problemas, pero, antes de eso,
se distingue por plantearlos. Todos los animales se encuentran
en situaciones problemáticas que suelen resolver muy bien. La
capacidad para resolver sus problemas que tiene una almeja es
sin duda más eficaz que la que tuvo Kafka para resolver los
suyos, pero los problemas de éste eran más interesantes. Los
científicos saben que el descubrimiento de lo problemático es un
paso esencial en la creación de teorías nuevas. La formulación de
problemas, de metas, es por ello una actividad esencial de la in-
teligencia. En el arte sucede lo mismo, como he estudiado con
detenimiento. Sin la inteligencia no hay problemas, pero no to-
dos los problemas que plantea son igualmente inteligentes, ni to-
das las soluciones. á
Se trata de saber cuál es el modo más inteligente de ser
inteligente. Es decir, la mejor manera como la inteligencia que
se autodetermina puede dirigir, controlar y, en último término,
construir la inteligencia computacional. El hombre construye
su inteligencia con arreglo a un proyecto, que descubre sus
posibilidades reales. Gracias a esta ideal anticipación de lo que
podría ser, el ser humano ha ampliado su libertad y su inteli-
gencia. Al llamarse desde una zona remota ha delatado su ca-
pacidad creadora. La inteligencia libre decide cómo va a am-
pliar sus propiedades computacionales. Todo lo dicho acerca
de la actividad artística puede aplicarse a la creación de nues-
tra propia inteligencia. Sólo un proyecto creador suscita una
inteligencia creadora.
No es la agilidad, ni la potencia, ni la rapidez de nuestras fa-
cultades mentales lo que nos define, sino el modo como configu-
remos con ellas nuestra libertad. La creación de la propia subjeti-
vidad y del mundo que la acompaña es la gran tarea de la
inteligencia. Lo demás puede convertirse con facilidad en alardes
circenses.

227
A esta conclusión llegó también nuestro fantástico amigo
don Nepomuceno Carlos de Cárdenas, el roussoniano caribeño,
el leibniz de la manigua, el aventado racionalista del manglar,
al comprender que los ágiles saltos que hacía dar a su cuadrilla
de parnasianos negros, de palabra en palabra, o de imagen en
imagen, eran tan sólo la brillante muestra de una agilidad
cautiva.
Después de años de educación poética, escribió, con el apa-
sionamiento escéptico de los ilustrados: «Si no supiera por mis
maestros que todos los hombres son libres, pensaría que los es-
clavos no conocen la libertad, ni la esperan, ni la desean, ni la
necesitan. En la selva me deslumbraron los ágiles saltos de los
animales en libertad, pero ahora me percato de que era una po-
bre libertad, porque, a pesar de tanta agitación y movimiento, no
sabían salir de la selva. Con mis enseñanzas sólo he logrado que
mis servidores hagan monerías en la jaula invisible donde están
encerrados y que podría decir que es su alma. Intentaré que
abran su puerta y que corran de verdad libres, de verdad huma-
nos, fuera de ella para siempre. Pero nunca lo conseguirán mien-
tras carezcan de la noción de libertad como Idea Reguladora de
la Razón».
No contaré ahora los peregrinos procedimientos con que el
señor De Cárdenas, habitante de la zona remota, pretendió sacar
a sus esclavos de su encierro. Buen conocedor de Platón y del
mito de la caverna, y sabedor de que el corazón humano soporta
muy poca realidad, no quiso sacarles a la luz a empellones, sino
hacerles sentir primero el valor de la libertad, e inducirles a in-
ventar un proyecto que la incluyera. Su estrategia consistió en
llamarles desde lejos y aguardar a que ellos mismos encontraran
la salida. Para decirlo en el lenguaje kantiano que usaba: «Trato
de conseguir que la idea de la Libertad suene en los oídos de su
razón de forma irresistible, como dicen que sonaba el canto de
las sirenas, y les fuerce a romper sus cadenas y a navegar por el
amplio mar de la dignidad humana.» Su esfuerzo estuvo a punto
de costarle la vida, pues a punto estuvo de morir durante una re-
vuelta de sus esclavos, vueltos insumisos gracias a las propias en-
señanzas de su dueño.

228
La parábola del señor De Cárdenas nos sirve para aclarar
nuestro tema. Una de las grandes creaciones de la inteligencia
humana ha sido concebirse y proyectarse como subjetividad libre.
Parece contradictorio mantener que una inteligencia no libre
pueda proyectarse a sí misma como libre, pero lo cierto es que
desde lo que soy creo lo que no soy, que es a la vez otra cosa y la
misma. El músculo del atleta lo construye un músculo que no es
atlético. La inteligencia humana se edifica a partir de la inteli-
gencia computacional capaz de autodeterminarse.
No es inverosímil pensar que el hombre podía haberse
proyectado como inteligencia cautiva, encerrada en el determi-
nismo, sometida a las jugarretas del destino y la rutina. Algo pa-
recido a esto ha debido acontecer en los pueblos que aún se
mantienen en estado prehistórico. Sometidos a la presión del
medio y de las costumbres, el hombre hubiera podido remansarse
en un ajustamiento al medio que le vetara todo progreso. Hu-
biera carecido de ese impulso desequilibrador que los proyectos
proporcionan a una situación dada. No es difícil desistir de la li-
bertad. No es difícil crear especímenes humanos sujetos al auto-
matismo de la sumisión o del fanatismo o del deseo.
La libertad no es el único gran proyecto que dirigió la cons-
trucción de la inteligencia. El hombre, además, se proyectó
como ser racional. Una vez más me veo enfrentado con la para-
doja. El hombre es racional o no lo es, por esencia. Suponer que
inventa la razón, que se elige racional es volver a convertirlo en
un barón de Múnchhausen metafísico. Y, sin embargo, no tengo
más remedio que afirmarlo: la razón es un proyecto de la inteli-
gencia, que aparece cuando la inteligencia decide dejarse contro-
lar por evidencias universales, que puedan ser compartidas por
todos los sujetos que usen su inteligencia.
Esto merece un comentario. Todos vivimos fascinados por
nuestras propias evidencias y tendemos a confundir nuestro
Mundo personal con la realidad. Cada hombre se apropia de la
realidad dando significado a los datos que de ella recibe. Así
constituye su propio Mundo, que es la representación privada

229
que tiene de la realidad, y el sedimento de su vida. En la eviden-
cia, que es una manifestación que se nos impone por su claridad
o por su fuerza, se nos dan las cosas y los valores de las cosas. No
podemos dejar de aceptarlas, no podemos negar nuestras propias
evidencias, sobre las que construimos nuestras verdades más per-
sonales, a las que he llamado «verdades mundanales», porque
pertenecen al Mundo de cada sujeto. En ellas habita. Los pensa-
dores subjetivos —Nietzsche, Kierkegaard, Unamuno, Sartre y to-
dos los demás— han elaborado los sistemas filosóficos de sus
Mundos personales, que por esta razón están muy cerca de ser
biografías sistematizadas.
Muchas de estas verdades confiesan pronto su insuficiencia.
La experiencia del error muestra la inseguridad de las evidencias
privadas. Como escribió Machado:

En mi soledad
he visto cosas muy claras
que no son verdad.

La necesidad de ponerse a salvo del error obliga al hombre a


buscar evidencias más fuertes, por lo que tiene que abandonar su
confortable mundo y salir a la intemperie para tratar de encon-
trar «verdades reales», que sean válidas en todos los demás Mun-
dos personales, o, lo que es igual, que puedan ser captadas y co-
rroboradas por una evidencia compartida. El enajenado o el
fanático no puede abandonar la cárcel de sus evidencias. Pues
bien, cuando se esfuerza por conseguir verdades universales —es
decir, que puedan ser percibidas por cualquier sujeto inteligen-
te—, la inteligencia se convierte en razón.
Se trata de una elección revolucionaria y subversiva, cuyos
efectos se van a propagar, como los terremotos abisales, hasta
las más lejanas playas. Al percatarse de cuán fácilmente nos en-
gañan nuestras evidencias privadas, el sujeto se da cuenta de
que su inteligencia no es autosuficiente. El logos ha de transfor-
marse en dia-logos, en pensar comunicable. La verdad biográ-
fica ha de trocarse en verdad universal; la confesión o la confi-
dencia han de convertirse en explicación y prueba. No es de
fiar una sedicente verdad que no pueda ser captada como ver-

230
dad por una inteligencia en pleno uso de sus facultades. La Ver-
dad tiene como correlato adecuado a un Sujeto universal: a cual-
quiera y a todos.
¿Por qué es subversiva esta afirmación? Porque elimina privi-
legios y monopolios. La verdad no es heredad de unos pocos,
sino país abierto, tierra de conquista para todos. No hay accesos
reservados, ni rutas exclusivas. La verdad es monte comunal y
quien sepa bosquear —quiero decir buscar— con más arrojo se
hará con ella. La evidencia ajena puede ser más fuerte que la
mía. Y he de saber cómo convivir con esta posibilidad, sin duda
alguna molesta.
El niño, en un momento de su vida que a mí me parece
emocionante, comprende que las demás personas también ven, y
que ven las mismas cosas que él, pero desde otras perspectivas.
No es fácil darse cuenta de que los otros son conciencias activas,
igual que él, y que, como dice el hondo verso de Machado:

El ojo que ves no es


ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.

Como ha explicado Uta Frith, es muy posible que los niños


autistas no acierten a comprenderlo nunca y que esto les vede
toda comunicación. Su enclaustramiento puede ser tan sólo la
experiencia de un mundo vacío, donde no hay nadie igual que
él, con quien relacionarse. Es la triste metáfora patológica de
una tentación universal. Piaget y Kohlberg señalan que la capa-
cidad para ponerse en lugar del otro funda el comportamiento
moral. Además, reconocer la inteligencia de cada persona y la
posibilidad, por tanto, de que cualquiera pueda estar en lo cierto,
me obliga a explicar y escuchar, a justificar y criticar: todo esto
constituye la racionalidad.
La razón no tiene buena prensa. Con frecuencia se la consi-
dera una facultad sin sentimientos, sin ilusiones, sin pasión, in-
flexible, fría y sometida —¡horror!— a la lógica, que con razón se
llama formal, o sea, seria, decente, convencional y, si se me
apura, puritana. Para colmo de males, la razón atraviesa la histo-
ria de la filosofía como una vieja loca agitada por la manía de lo

281
universal, es decir, atentando contra la gran conquista de nuestra
cultura, que es la singularidad y la diferencia. ¿A qué viene ese
encono? ¿No es más interesante crear heterogeneidades que ho-
mogeneidades? ¿No es urgente y necesario gritar ¡viva la diferen-
cia!, en un universo masificado y vulgar? Michel Foucault, que
tanto mimó su singularidad, lo dijo en el College de France, para
que la afirmación sonara más: «La voluntad de verdad es una
prodigiosa maquinaria destinada a excluir.»
El párrafo anterior es una indigesta melaza de ideas. No es
verdad que la racionalidad sea la despreciable esclava de una ló-
gica implacable y formal. Eso, en todo caso, lo sería el razona-
miento, que es tan sólo uno de los instrumentos de la razón. Fue
el mismo Leibniz, arquetipo del racionalista, quien distinguió en
la razón dos funciones: la inventiva y la demostrativa. Todas las
operaciones mentales —la percepción, la memoria, la imagina-
ción, la atención, el sentimiento y todas las demás— se hacen ra-
cionales cuando intervienen en ese nuevo proyecto de buscar
evidencias intersubjetivas, y lo hacen con el mismo ardor inven-
tivo con que intervienen en la creación artística.
La razón no es una facultad especial: es un proyecto de la in-
teligencia, decidida a saber si hay evidencias más fuertes que las
privadas, a evaluarlas y a aceptarlas si llegara el caso. Por eso es
más correcto usar el adjetivo «racional». Hay una inteligencia ra-
cional, que es un paso más en la larga historia que comenzó con
una inteligencia computacional capaz de autodeterminarse.
Pero ya he dicho que el conocimiento de la realidad es sólo
una de las funciones de la inteligencia. También es tarea suya in-
ventar nuevas posibilidades y también en esta tarea se deja sedu-
cir desde la lejanía por la idea de racionalidad. Recordará el lec-
tor que la inteligencia se definía por sus proyectos y que su
proyecto de mayor envergadura era el de un sujeto inteligente o
de una vida inteligente. Pues bien, ese proyecto se concreta en
un sujeto universalizado por la razón, dispuesto a plegarse ante el
argumento más poderoso o ante el valor más alto, que no sería
sino la mejor posibilidad pensable.
¿No estaré usando palabras sin sentido? ¿Existe acaso ese va-
lor universal y absoluto? Espero que el lector no se me encrespe
cuando me oiga decir que eso no tiene importancia. La pregunta

202
importante es: ¿Podemos inventar un valor absoluto, que apa-
rezca deslumbrante, firme, irrenunciable, fascinador, en una evi-
dencia compartida por todo ser inteligente? ¿Existe esa posibili-
dad real?
Sí. La inteligencia racional o, para decirlo en lenguaje más
exacto, la especie humana que proyecta su evolución consciente
y elige sus propios caminos a lo largo de una historia larga, con-
fusa, accidentada, llena de pasos en falso, avances y retrocesos,
heroicidades y canalladas, ha encontrado un modelo de humani-
dad irremediablemente atractivo a toda inteligencia, que puede
además servir de criterio para evaluar otras elecciones. Ese valor
supremo es la dignidad humana.
¿Cómo? ¿Eso es todo? ¿Al final todo se reduce a una palabra
piadosa, blanda, vacía y anticuada? Nada de eso. La dignidad es
una noción más exigente que piadosa, acerada en vez de fofa,
llena de contenido y, por desgracia, perteneciente al futuro más
que al pasado. La dignidad consiste en poseer derechos, que es
una exclusiva humana. El hombre se funda a sí mismo como po-
seedor de derechos que han de ser reconocidos. ¿Es éste un valor
tan universalmente admitido? Sin duda alguna. Todo hombre in-
teligente, aunque con sus palabras o acciones proclame lo contra-
rio, quiere pertenecer a una especie enaltecida que, sin olvidar
cuán cercana está la selva todavía, proyecta como inaudita em-
presa una comunidad de seres que poseen derechos. Lo nunca
visto.
Justificar el párrafo anterior exigiría otro libro, que contaría
el siguiente argumento: desde siempre se ha dicho que la justicia
consiste en dar a cada uno lo suyo, esto es, lo que le pertenece.
El ámbito del derecho es el ámbito de la pertenencia. No es que
haya un «derecho de propiedad», sino al contrario: la propiedad
funda el derecho. Sólo porque algo es nuestro nos corresponde
algún derecho.
Observemos esta frase al microscopio. ¿Qué es lo nuestro?
¿Qué nos pertenece? Resumiré este libro una vez más: el hombre
es una inteligencia computacional que se autodetermina. Al
construir su libertad, se hace dueño de sus actos, y al concebirse
como Yo, se convierte en dueño de su Yo. Un ser que es dueño
de su Yo es lo que se llama persona. La evidencia de que soy

209
dueño de mí mismo hace que me perciba y comprenda como
persona. Podría encerrarme en la exaltación de mi propia auto-
nomía, constituirme como reino de taifa, afirmarme como única
persona y único poseedor de derechos, si la razón no me forzara
a admitir las evidencias ajenas. Los demás hombres tienen tam-
bién conciencia de su propia libertad, son dueños de sí mismos,
son personas. Un descubrimiento que el hombre tardó cientos de
miles de años en realizar. Como especie no podemos presumir de
una inteligencia fulgurante.
No piense el lector que con esto hemos resuelto el asunto,
porque hasta ahora sólo hemos descubierto un hecho: somos per-
sonas. Pero, como saben los moralistas, de un «hecho» no se de-
riva un «derecho». Son planos incomunicados. Éste es el mo-
mento de la gran innovación humana. Si el «deber» se sigue o no
se sigue del «ser» es un asunto marginal. Saber si se pueden fun-
dar los derechos del hombre en algo anterior al hombre es un
tema de capital importancia teórica, que habrá que estudiar mi-
nuciosamente, pero que ahora no viene al caso. Lo decisivo es si
el hombre puede inventar racionalmente derechos, crearlos, ims-
taurarlos, convertirse en legislador. Y hay que contestar afirmati-
vamente. Ser sujeto de derechos, convivir en el ámbito de dere-
chos compartidos, alumbrar esta inédita posibilidad real, aparece
como un bien universal. ¿Quién no quiere sentirse impulsado,
distinguido, protegido por la conciencia de su propia dignidad,
que merece ser respetada por los otros, que a su vez merecen ser
respetados? Se equivocan radicalmente quienes piensan que los
derechos naturales son una ficción o una convención: son un
proyecto creador que la inteligencia racional persigue tenaz-
mente, luchando contra los elementos, lo cual es una cosa muy
distinta.
Nada de esto podría ni siquiera pensarse si la razón no hu-
biera descubierto y valorado las evidencias ajenas. Sólo la inteli-
gencia racional puede afirmar la dignidad, porque sólo ella ad-
mite el derecho de todo hombre a ser escuchado a pesar de su
miseria, y a que le demos la razón si es que la tiene. Esto aclara
una espléndida afirmación de Platón: El «misólogo» es siempre
un «misántropo». El odiador de la razón es siempre un odiador
de los hombres. Quien se refugia en su evidencia privada lo

234
hace por autosuficiencia, desprecio o miedo. Rechaza la comu-
nicación porque, en el fondo, siente la malsana delicia de ser
un elegido. Popper mostró con contundencia que el irraciona-
lismo lleva al crimen y a una cruel discriminación de los seres
humanos.
Espero que el lector perdone ahora mi cargante insistencia
en defender que la inteligencia se definía por sus proyectos. La
conclusión de este libro es que la manera más inteligente de ser
inteligente es crear la dignidad humana como proyecto su-
premo. A mediados de este siglo, dos grandes escritores, Albert
Camus y Jean-Paul Sartre, expusieron en breves eslóganes sus
ideas sobre el hombre. «En el hombre hay más cosas dignas de
admiración que de desprecio», dijo Camus, que era optimista.
«El hombre es un ser innoble», escribió Sartre. «No amamos en
él lo que es, sino lo que puede llegar a ser.» Me gustaría unifi-
car ambas opiniones: lo que merece admiración en el hombre,
que es un ser eternamente sometido a la tentación de ser inno-
ble, es que puede crearse a sí mismo como un sujeto dotado de
dignidad. y
A las claras se ve que la empresa racional no es un frío des-
pliegue de lógicas formales, sino un cálido, arriesgado y gene-
roso ejercicio de lógicas inventivas. El hombre se elige —o
puede elegirse— como racionalidad poética, como racionalidad
creadora, como inteligencia utópica. Tenía razón Kant: no hay
nada más idealista que la razón. Tenía razón mi admirado Hus-
serl cuando, angustiado por el estruendo bélico que ya se oía a
lo lejos, repetía que la razón es el telos de la humanidad, el
proyecto con que tiene que seducirse y que es su propia esencia
llamándole desde la distancia. Tenía razón el fantástico don Ne-
pomuceno Carlos de Cárdenas cuando anotó el 13 de noviem-
bre de 1827: «Hoy mis esclavos han aprendido a demostrar el
teorema de Pitágoras, como hizo Sócrates en el Menón. Mien-
tras todos contemplábamos la misma idea, identificados por la
razón, descubrí en ellos la dignidad que antes no había sabido
ver, y en mí, el respeto. No acierto a saber adónde me condu-
cirá este descubrimiento.»
Muchos asuntos quedan pendientes, ya lo sé. No he dicho
cuáles son los derechos que el hombre funda, ni cómo pueden

235
justificarse. Eso es tarea de la ética. Por ello, la Teoría de la in-
teligencia creadora debe concluir con una Ética que aclare lo
que ella deja sin aclarar del todo: que el modo más inteligente
de ser inteligente es crear la libertad, la verdad y la dignidad.
Aquí termina el argumento. Despedirme del lector resultaría
melancólico si se tratara de una despedida definitiva. Pero no
olvide el lector que hemos dejado la selva a medio explorar. Si
desea continuar el viaje le espero, como es lógico, en un libro
de ética, que se titulará: Ética para náufragos. Es decir, para
todos.

236
Bibliografía dialogada
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INTRODUCCIÓN

Hablemos de libros. El texto que el lector acaba de leer está


tejido con hilos de muy diversa procedencia. Me resisto a dar
una relación bibliográfica, porque me parece un procedimiento
de taxidermista o de jíbaro convertir la animada ciudad de la
ciencia en un listín telefónico. Cada libro es un autor, y cada
autor una historia, y cada lectura otra historia más, con acuerdos
y desacuerdos, sorpresas y tedios. Si reduzco esta emocionante re-
lación a un inventario, los nombres de los autores me recuerdan
una fúnebre relación de muertos en combate, con sus fechas y
todo. Es como contemplar un bosque en invierno, cuando han
desaparecido las frondosas energías del verano y las brillantes de-
sidias del otoño. Un espectáculo bello, pero melancólico.
¿Y por qué no hablar de verdad sobre libros, autores y tam-
bién sobre temas que han quedado marginados? ¿Con quién?
Con un lector o lectora ideal: una persona inteligente, culta, lige-
ramente escéptica, ligeramente burlona, apasionadamente cu-
riosa y discutidora. Tener un interlocutor tan realmente ideal me
forzará a hacerme entender. Vamos, pues, a hablar. No es pre-
ciso decir que el lector o lectora está simbolizado por la letra «L»
y el autor por la letra «A».
Para aligerar el texto sólo doy la referencia de la edición cas-
tellana, cuando los libros están traducidos. No obstante, cito la
edición original, cuando me interesa dejar constancia de la fecha
de publicación.

207
s

A A AN
ab 4 otsiaor »M Mies sii e cols añ
otasimibssorq ay 3910 am seproq «oñingolldid nóbsia anu
Ud as ln SA e tod É
abro y peru mu 29crdil aba). ¡osiadiaiss abi! qu asalanals,
cobisuor 10) añon sivoreid amo munal abas q añorid aba 1OTUR
'51maencizoms ts cosaben 12 acibor y saco aolcconeab y o
nabnsuon sm estojus zol 3b esidaos 2ol ¿oizaraseni au e mbisal-
q estad rue 100 ¡atadrro) nssomum-ob nbizdas sidonia A
nad obnsw) ¿omsivni ns 3upeod nu relqarsiaco omos ¿3 .obor e
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NOTAS A LA INTRODUCCIÓN

LECTOR: En la Introducción nos ha dicho que quiere hacer cien-


cia. El tema del libro es la inteligencia. Explíqueme qué tipo
de ciencia va a hacer. ¿Hay una ciencia de la inteligencia?
¿Qué es: filosofía, psicología, neurología?
AUTOR: Creo que tiene que haber una Ciencia de la Inteligencia
Humana.
L: ¿No la hay?
A: Hay muchos saberes dispersos, procedentes de muchas disci-
plinas. Tradicionalmente fue la filosofía quien estudió la in-
teligencia y sus relaciones con el conocimiento y el compor-
tamiento humano. Después se le unieron otras ciencias,
como la psicología genética, la psicología de la inteligencia,
la psicolingúística, la psiconeurología, la inteligencia artifi-
cial. Últimamente todas estas ciencias convergen en lo que
se ha dado en llamar «ciencia cognitiva». ¿Quiere que le ex-
plique lo que es?
L: No tengo inconveniente, si no me abruma con tecnicismos.
Soy tan sólo una persona inteligente y culta, no lo olvide.
A: Por supuesto que no lo olvidaré. Por eso, para darle una vi-
sión más animada de lo que ha pasado entre los estudiosos de
la inteligencia durante el último medio siglo, voy a hablarle
de mí y de mi biografía intelectual.
: ¿Es necesario?
>E : No, pero es útil. Le servirá para comprender mejor la historia
reciente y también este libro. Fue la obra de Edmundo Hus-
serl la que me condujo a la filosofía. Me emocionó su con-

241
signa: «Ir a las cosas mismas», que en realidad quería decir «ir
a la conciencia, donde se manifiestan las cosas mismas». Me
fascinó el afán de la fenomenología por describir los fenóme-
nos, y compartí su recelo por las logomaquias, que se apartan
precipitadamente de los hechos, y se intoxican con conceptos
gaseosos. Sartre ha contado la excitación que sintió cuando
Raymond Aron, recién llegado de Alemania, le contó en un
café que en Alemania estaba de moda un filósofo, Husserl,
que decía que filosofar era describir cómo vemos una taza de
café. A mí me pasó algo parecido. Me invadió la certeza, que
aún me acompaña, de que una ciencia radical tiene que co-
menzar analizando la propia subjetividad —la propia expe-
riencia consciente— para ver cómo se constituye en ella toda
la objetividad. A pesar de su pequeñez y falibilidad, la evi-
dencia privada es el inevitable punto de apoyo para todo co-
nocimiento universal y científico. Le confesaré que mi admi-
ración por Husserl tenía otro motivo más. Husserl, que
dedicó su vida a describir con toda minuciosidad y parsimo-
nia los fenómenos, sin concesiones a la brillantez, adoptaba
una retórica grande y apasionada cuando hablaba de la ver-
dad y la ciencia. Parecía entonces un visionario arrebatado
por un sueño, que consistía, precisamente, en no dejarse lle-
var por visiones, sino por la razón. Si quiere comprobarlo,
lea La filosofía como ciencia estricta y rigurosa (Nova, Buenos
Aires, 1962) y La crisis de las ciencias europeas y la fenome-
nología transcendental (Crítica, Madrid, 1992).
L: Comprendo que su biografía tenga para usted mucho interés,
pero ¿lo tiene para comprender lo que es la ciencia cog-
nitiva?
A: Compruébelo usted mismo escuchándome con atención. Hubo
un asunto que me distanció de Husserl: que no quisiera uti-
lizar conocimientos científicos para corroborar sus descrip-
ciones. Por eso, la obra de Maurice Merleau-Ponty, que pro-
longaba la fenomenología con los datos aportados por los
psicólogos, en especial por los gestaltistas, me interesó viva-
mente. La estructura del comportamiento (Hachette, Buenos
Aires, 1957) y Fenomenología de la percepción (FCE, Mé-
xico, 1957) abrían un camino incitante. La prematura muerte

242
de Merleau-Ponty dejó su obra inconclusa. Al menos yo
echaba en falta una psicología genética que completase la ge-
nealogía de la conciencia que estudiaban los fenomenólogos.
Esto me condujo a Jean Piaget. Me dediqué a estudiar su
obra con la tenacidad apasionada que tal empresa exige. Me
pareció admirable su empeño por resolver los problemas
epistemológicos mediante investigaciones empíricas. Como
símbolo de su abrumadora producción, le citaré El naci-
miento de la inteligencia en el niño (Morata, Madrid, 1971) y
la impresionante colección de Études d'épistémologie généti-
que, editados por PUF. Piaget estudiaba la genésis de la inte-
ligencia desde el momento del nacimiento, interpretándola
como una estructurada construcción de niveles operativos
cada vez más complejos. La inteligencia realiza la doble acti-
vidad de asimilar la realidad a sus esquemas subjetivos, y de
acomodar sus esquemas subjetivos a la realidad. Este dina-
mismo de doble dirección produce una serie de desequilibra-
ciones y reequilibraciones sucesivas, de problemas y solucio-
nes, que enlazan sin ruptura la elemental ¡inteligencia del
recién nacido con las más sofisticadas creaciones científicas.
No hay ningún salto cualitativo, sólo hay niveles estructura-
les cada vez más perfectos.
L: Por lo visto, se le acusó de que su método experimental dejaba
mucho que desear y, además, de que introducía teorías muy
abstractas, casi metafísicas.
A: Durante los años en que Skinner y sus discípulos imperaron
en el mundo de la psicología, Piaget fue mirado con recelo.
En la actualidad, su obra es estudiada con gran interés. Sus
«preocupaciones filosóficas», que en otro tiempo fueron un
obstáculo, ahora son un aliciente para los investigadores. Por
mediación de Piaget conocí la obra de un autor que también
se había ocupado de temas genealógicos: Vigotsky. Su estudio
Pensamiento y lenguaje (La Pléyade, Buenos Aires, 1964) y
sobre todo las obras de su discípulo Luria, me introdujeron
en dos campos científicos que hasta entonces había descui-
dado: la neuropsicología y la psicolingúística. Mientras tanto,
el panorama de la psicología llevaba años cambiando, aunque
casi en secreto. Habían aparecido la cibernética, la teoría

243
de la información, la teoría de los sistemas. McCulloch y
Pitts intentaron aplicar estas nuevas ciencias a la neurología.
En 1943 publicaron un artículo titulado «A logical calculus
of ideas inmanent in nervous activity», en el que sostenían
que la lógica era la disciplina adecuada para comprender el
cerebro y la actividad mental. El cerebro es un artilugio que
«encarna» principios lógicos en sus neuronas. Casi de punti-
llas comenzaba el gran movimiento multidisciplinar que ha
acabado constituyendo las ciencias cognitivas. En 1956 apa-
reció la expresión «inteligencia artificial», acuñada por John
McCarthy Gallagher, y ese mismo año nació la «ciencia cog-
nitiva». Según sus partidarios, entre los que me incluyo a me-
dias solamente, el nacimiento tuvo lugar en un Congreso so-
bre Teoría de la Información, celebrado en el Instituto
Tecnológico de Massachusetts, en el que presentaron trabajos
una serie de personajes que debe conocer si quiere enterarse
de lo que ha sucedido en los últimos decenios. Newell y Si-
mon firmaban el estudio titulado «La máquina de la teoría
lógica», Chomsky presentó «Tres modelos de lenguaje», y Mi-
ller el ya clásico artículo «El mágico número siete». Ese
mismo año apareció «Study of thinking», un original estudio
sobre la formación de conceptos, escrito por Bruner, Good-
now y Austin. En 1958 se publicó The Computer and the
Brain, del genial John von Neumann, fallecido poco después.
Un neurólogo, Karl Pribram, y dos psicólogos, George Miller
y Eugene Gallanter, escribieron en 1960 una pequeña obra
que conmocionó el panorama científico: Plans and the Struc-
ture of Behavior, en la que se atrevían a hablar de representa-
ciones, planes, proyectos y cosas así. El imperio conductista
se resquebrajaba. Unos años después, Ulric Neisser publicó
Cognitive Psychology, un brillante libro.
L: ¿Podría ir al grano y decirme lo que es la «ciencia cognitiva»?
A: La ciencia cognitiva intenta aclarar los problemas del conoci-
miento, su génesis, evolución y transmisión, sus elementos y
estructuras, mediante investigaciones empíricas. Se trata del
mismo proyecto que guió las investigaciones de Piaget, que
empezó a ser tenido en cuenta. Uno de los pioneros de la in-
teligencia artificial, Seymour Papert, que formó equipo con

244
Minsky durante una década, estuvo estudiando con Piaget,
en Ginebra, durante cinco años. La psicología volvió a admi-
tir conceptos proscritos durante la época conductista: repre-
sentaciones internas, imágenes mentales, planes de conducta,
conciencia y muchos otros. Comenzó a despertarse el interés
por los autores que tanto me habían interesado: Piaget, Vi-
gotsky, los fenomenólogos. Por ejemplo, H. Dreyfus, uno de
los más activos participantes en la polémica sobre los límites
de la inteligencia artificial, ha publicado Husserl, Intentiona-
lity and Cognitive Science, Bradford Book, The MIT Press,
1992. En un reciente artículo llama a Husserl «abuelo de la
inteligencia artificial» (Dreyfus, H. L., y Dreyfus, S. E.: «Fa-
bricar una mente versus modelar el cerebro: la inteligencia
artificial se divide de nuevo», en Graubard, S. R., comp.: El
nuevo debate sobre la inteligencia artificial, Gedisa, Barce-
lona, 1993). Searle y Dennet también han escrito sobre in-
tencionalidad. Terry Winograd, autor del famoso programa
SHRDLU, ahora enseña la filosofía de Heidegger en su curso
de computación en Standford. En enero de 14991, Les Études
Philosophiques dedica un número monográfico al tema «Feno-
menología y psicología cognitiva». El libro de Varela recién
publicado —The Embodied Mind, traducido con un horrible
título: De cuerpo presente, Gedisa, Barcelona, 1992— descu-
bre la importancia para las ciencias cognitivas de... Merleau-
Ponty. Los problemas que organizan y reorganizan las últi-
mas teorías de la inteligencia son los mismos que organizaron
y reorganizaron mis estudios. Todos tratamos de ensamblar la
experiencia subjetiva con la investigación de las operaciones
mentales que, desde un fondo inaccesible a la introspección,
posibilitan la experiencia.
L: Me ha descrito usted algo parecido al «espíritu de los tiem-
pos». En resumen, ¿es usted un científico cognitivo?
A: En parte sí y en parte no. La ciencia cognitiva ha evolucio-
nado de una curiosa manera. Ha pensado que reducirse al es-
tudio de la inteligencia humana era un empobrecimiento. Ha
ampliado su dominio a «todos los entes que conocen», «que
utilizan representaciones», «que computan información» (Py-
lyshyn, Z. W.: Computación y conocimiento, Debate, Madrid,

245
1988). Se trata del tipo de seres que Miller llama «informávo-
ros»: todos los organismos o cosas que digieran información
(Miller, G.: «Informavores», en Machlup y Mansfield, eds.:
The Study of Information; Interdisciplinary Messages, Wiley,
Nueva York, 1984). Newell y Simon argumentan que en un
nivel abstracto el ser humano y el ordenador son dispositivos
del mismo tipo. (Newell, A., y Simon, H.: Human Problem
Solving, Englewood Cliffs, Prentice Hall, 1972). La ciencia
cognitiva pretende una «teoría sistemática de los procesos in-
telectuales, dondequiera que se los encuentre» (Michele, D.:
On Machine Intelligence, Edimburgo, 1984, p. 156). «La in-
teligencia —escribe Boden— se puede definir como la capaci-
dad de manipular símbolos creativamente, o de procesar in-
formación, dados los requisitos de la tarea.»
Creo que esta concepción ha sucumbido a una ilusión
plástico-lógica. El concepto de «inteligencia» sería el género
supremo, que se puede dividir en varias especies, atendiendo
a su modo de implementarse: en carne o en circuitos electró-
nicos, O en otros soportes que aún no imaginamos. Al estu-
diar la inteligencia general, supraordinada, conoceremos las
propiedades básicas que heredarán todas las especies colgadas
de ese concepto genérico. Las cosas no suceden así. Esa inte-
ligencia general, compartible por máquinas y hombres, es, en
todo caso, lo que he llamado «inteligencia computacional».
La Inteligencia Humana no es el resultado de un simple aña-
dido específico a un género: es una transfiguración completa
del nivel computacional. No es indiferente que el soporte de
operaciones lógicas sea un cerebro o una aglomeración de su-
perchips. El ser humano se cansa, siente dolor y placer, ha de
proponerse metas en las que claudicará o perseverará, tiene
que gestionar sus limitaciones e inventar nuevas capacidades,
atender o automatizar, construir su inteligencia o lidiar con
el olvido. Todas las operaciones mentales son transformadas
por la autodeterminación. La inteligencia humana es una
realidad emergente. Se funda en la «inteligencia computacio-
nal» y acaba organizando, controlando y dirigiéndola. Por to-
das estas razones creo que, por encima de las ciencias cogni-
tivas, aprovechando todo lo aprovechable, hay que elaborar

246
una «Ciencia de la Inteligencia Humana», donde no se trate
sólo de lógica formal, sino también de lógica inventiva; no
sólo de «Razón», sino también de sentimientos; no sólo de
medios, sino también de fines. Este libro es una proclama en
favor de esa ciencia.
L: ¿Es una crítica a la inteligencia artificial?
A: En absoluto. Me parece una de las grandes creaciones de la
ciencia moderna. Pero no hay que olvidar que ha sufrido y
sufre serias crisis. Su historia mo es continua, sino sobresal-
tada. Dreyfus, en el artículo que le comenté antes, distingue
tres etapas en la historia de la inteligencia artificial. En el pe-
ríodo 1955-1965, los dos temas de investigación centrales
fueron la representación y la búsqueda. Las estrellas, Newell,
Simon y el «General Problem Solver». En el segundo período
1965-1975, se estudió sobre todo los métodos para tratar
sistemáticamente el conocimiento en dominios aislados, lla-
mados «micromundos». Lo importante eran los hechos y re-
glas a representar. Los líderes, Minsky y Papert. En el tercer
período, que llega hasta el presente, el grave problema ha
sido el conocimiento de sentido común. ¿Cómo se puede pa-
sar de los «micromundos» al mundo de la vida cotidiana? El
tránsito desde la Lógica al Mundo de la Vida se ha mostrado
terriblemente arduo. Como ha escrito Winograd: «resulta de
enorme dificultad formalizar el fondo de sentido común que
determina qué argumentos, metas y estrategias son relevantes
y cómo interactúan» (Winograd, T.: «Computer software for
working with language», en Scientific American, septiembre
1984).
Voy a recomendarle algunas introducciones accesibles:
Gardner, H.: La nueva ciencia de la mente, Paidós, Barce-
lona, 1988. Es una buena panorámica de la revolución cogni-
tiva. Norman, D., comp.: Perspectivas de la ciencia cognitiva,
Paidós, Barcelona, 1987. Colección de artículos escritos en
lenguaje sencillo por grandes especialistas. Boden, M.: Inteli-
gencia artificial y hombre natural, Tecnos, Madrid, 1984. Li-
bro de gran perspicacia, expuesto con gran maestría. Una di-
vertidísima historia de la inteligencia artificial es Máquinas
que piensan, de Pamela McCorduck, Tecnos, Madrid, 1991.

247
La máquina pensante, de Jim Burbank, es una inteligente di-
vulgación de las investigaciones conexionistas. El ordenador
inteligente es un libro atrayente y claro, escrito por Roger
Schank, uno de los expertos en inteligencia artificial que más
admiro. Para los aspectos más filosóficos del tema resulta útil
Betchel, B.: Filosofía de la mente. Una panorámica de la
ciencia cognitiva, Tecnos, Madrid, 1988; Searle, J.: Mentes,
cerebros y ciencia, Cátedra, Madrid, 1990; Churchland, P. M.:
Materia y conciencia, Gedisa, Barcelona, 1992.
No estaría de más que repasase algún texto de neurología
o neuropsicología. El estudio de la inteligencia exige la cola-
boración de muchas disciplinas. Si lee, por ejemplo, el libro
de J. P. Frisby: Del ojo a la visión, Alianza, Madrid, 1987,
que es una introducción a la percepción visual, comprobará
cómo se mezclan conceptos neurológicos, informáticos, psi-
cológicos y fenomenológicos. Como texto básico puede ser-
virle el libro de Bruce Bridgeman: Biología del comporta-
miento y de la mente, Alianza, Madrid, 1991.
L: No ha citado a ningún psicólogo español. ¿Tan desértico es el
panorama?
A: No. Nunca ha habido tantos psicólogos investigando en Es-
paña. La relación de nombres sería muy larga. Yela, Pinillos,
Secadas, Siguán, Mayor, Delval, y otros muchos. La Editorial
Alhambra está publicando un monumental Tratado de Psico-
logía General, escrito por más de cien especialistas, que le
convencerá de que el panorama está nutridamente habitado.
Puede completarlo con otras interesantes obras colectivas.
Palacios, J., Marchesi, A., y Coll, C.: Desarrollo psicológico y
educación, Alianza, Madrid, 1990; Marchesi, A., Carretero,
M., y Palacios, J.: Psicología evolutiva, Alianza, Madrid, 1983.
Se trabaja en muchos campos. Por ejemplo, Belichón, Riviere
e Igoa han publicado recientemente una notable Psicología
del lenguaje, Trotta, Madrid, 1992. Ángel Riviere es autor de
un interesante libro —Razonamiento y representación, Siglo
XXI, Madrid, 1986— que se ocupa de temas tratados en esta
obra y que está muy bien escrito, lo cual es de agradecer.
Algunas personalidades aisladas, que han trabajado en
neurología, neuropsicología y psiquiatría, son difíciles de cla-

248
sificar. Por ejemplo, Rodríguez Delgado, Rof Carballo y Cas-
tilla del Pino.
L: Me ha parecido notar cierto desprecio al hablar de Skinner.
A: Está usted equivocado. Es verdad que alguna de sus obras me
producen indignación, por ejemplo, Más allá de la libertad y
la dignidad. Pero otras, en cambio, me parecen admirables,
como sus estudios sobre el condicionamiento operante. Su
postura fue arbitrariamente reductiva y causó serios perjui-
cios a la psicología. No me parece razonable negar toda vali-
dez a la experiencia interna. ¿Conoce la historia del matrimo-
nio conductista?
L: No. Supongo que es inevitable que me la cuente.
A: Después de una apasionada experiencia sexual, el psicólogo se
dirige a su esposa: «Querida, ya sé que lo has pasado muy
bien. ¿Podrías decirme qué tal lo he pasado yo?»

249
NOTAS AL CAPÍTULO PRIMERO

L: Voy a resumir su exposición, para ver si la he entendido


bien.
Su hipótesis fundamental es que la inteligencia humana
es una inteligencia computacional que se autodetermina. La
libertad transfigura las operaciones mentales que comparti-
mos con el animal. De ahí derivan tres distintas definicio-
nes de inteligencia. Subjetivamente, la inteligencia humana
es la capacidad de suscitar, dirigir y controlar las operacio-
nes mentales. Objetivamente, se caracteriza por crear y ma-
nejar «irrealidades». Por último, desde un punto de vista
funcional, es un modo de adaptarse al medio, que implica
una interpretación y cambio del propio medio. La inteligen-
cia inventa nuevos problemas e intenta resolverlos. Asimila
los datos de la realidad a los esquemas subjetivos, y adapta
los esquemas subjetivos a la realidad. El resultado de estas
operaciones es la creación del nicho ecológico humano: el
Mundo.
De todo esto se desprende que la inteligencia humana
no es una facultad especial, sino un modo de realizar opera-
ciones mentales. Por eso habla de mirada inteligente, me-
moria inteligente, etc. ¿Está de acuerdo con el resumen?
A: Ni yo mismo podría haberlo hecho mejor.
L: Continúo. Esta inteligencia en dos niveles que usted ha des-
crito realiza tres tipos de actividades: dirige la conducta, co-
noce la realidad e inventa posibilidades. Me parece que la
división no está bien hecha porque separa cosas insepara-

250
bles. No se puede inventar posibilidades sin conocer la reali-
dad, ni conocerla sin que el sujeto dirija su conducta cognos-
citiva, ni dirigir la conducta sin tener conciencia de las posi-
bilidades.
A: Tiene usted razón. Una de las finalidades de este libro es mos-
trar que la inteligencia es la integración de múltiples opera-
ciones en un proyecto único. Hablar, por ejemplo, es una ac-
tividad lingúística, perceptiva, emocional, en la que un
proyecto dirige actividades de búsqueda, de construcción y
de selección, y todo ello dirigido por una decisión mantenida
con entusiasmo o con desmayo.
L: Usa usted conceptos con una historia demasiado larga, que los
hace confusos. Por ejemplo, el término «inteligencia».
A: En efecto, las confusiones sobre este concepto son tan grandes
que hay que justificar la conveniencia de seguir utilizándolo.
En 1921 se convocó un Simposio sobre el significado de la
palabra «inteligencia». Ninguna de las definiciones presenta-
das contentó a la totalidad de los investigadores. Dos años
después, el psicólogo E. G. Boring, en un artículo aparecido
en New Republic, hizo la chocante sugerencia de que «la inte-
ligencia es lo que ponen a prueba los test de inteligencia».
Sesenta años más tarde, Stenberg ha pedido a conspicuos es-
pecialistas que respondieran a las mismas preguntas. La plu-
ralidad de las opiniones sigue siendo desalentadora. Eysenck,
uno de los consultados, titula su estudio: «¿Existe la inteli-
genciar» Al parecer, no hemos avanzado mucho. Ulric Neis-
ser ha resumido la situación diciendo que «inteligencia» es
un concepto borroso, y que sólo un parecido de familia une a
las diferentes definiciones de inteligencia, afirmación que
tampoco aclara nada (Stenberg, R. J., y Detterman, D. K.:
¿Qué es la inteligencia?, Pirámide, Madrid, 1988).
Tradicionalmente se ha considerado que la inteligencia es
un tipo de comportamiento capaz de resolver problemas nue-
vos, aprender con rapidez, abstraer y percibir relaciones. En
la actualidad, simplificando mucho las cosas, podemos clasifi-
car las opiniones sobre la inteligencia en dos grandes grupos.
El primer grupo lo forman los psicólogos que consideran a la
inteligencia como un proceso computacional. «La inteligen-

251
cia —escribe Boden en el libro ya citado— se puede definir
como la capacidad de manipular símbolos creativamente, o
de procesar información dados los requisitos de la tarea.» En
este grupo se encuentran buena parte de los psicólogos cog-
nitivos y todos los teóricos de la inteligencia artificial. Algu-
nas definiciones que reducen la inteligencia a una función
biológica compartida por hombres y animales, también adop-
tan el punto de vista computacional, Por ejemplo, Jerison, es-
pecialista en biología de la inteligencia, escribe: «La inteli-
gencia es la consecuencia conductual de la capacidad neuro-
nal total de.procesamiento de la información, en los adultos
representativos de una especie, regulada por la capacidad
para controlar las funciones corporales rutinarias» («La evo-
lución de la inteligencia biológica», en Stenberg, R. ]J.: Inteli-
gencia humana, Paidós, Barcelona, 1989, IV, p. 1.154).
El segundo grupo estaría formado por los autores que con-
sideran a la inteligencia como una actividad dirigida a un fin.
«Es la capacidad global del individuo para actuar de forma
propositiva e intencional, para enfrentarse eficazmente con su
medio», escribe Weschler. Gran parte de la filosofía de todos
los tiempos ha mantenido esta postura, considerando que la fi-
nalidad de la inteligencia era el conocimiento de la verdad.
He mantenido el término «inteligencia», a pesar de sus
complejidades, porque me parece más claro que otros como
«mente» o «cognición» con el que a veces se le sustituye. Creo
también que las dos concepciones de inteligencia que he men-
cionado han de unificarse. El conjunto de los procesos y ope-
raciones mentales —lo que he llamado inteligencia computa-
cional— puede ser estudiado como disciplina autónoma. Lo
que niego es que ese nivel sea el de la inteligencia humana.
Lo que caracteriza a esta última es, precisamente, el modo
como utiliza esas Operaciones. Es en un nivel superior, el de
las actividades, donde se manifiesta lo más peculiar de la inte-
ligencia humana: la dirección del comportamiento, el conoci-
miento cada vez más profundo y extenso de la realidad, y la
invención de posibilidades. Éste es el argumento de mi libro.
L: ¿Me puede explicar la diferencia entre «operación» y «acti-
vidad»?

202
A: Es análoga a la que existe entre «movimiento» y «acción».
Tanto los movimientos como las operaciones son elementos
que pueden integrarse en procesos más amplios, dotados de
un significado unitario. La operación de percibir relaciones
puede utilizarse en un proyecto poético o en un proyecto ma-
temático. La operación es la misma, pero cambia la activi-
dad. Mi idea es que la actividad es un nivel jerárquicamente
superior, que determina a los elementos subordinados y que,
consecuentemente, define la totalidad.
L: El segundo concepto que merece una aclaración es «irrea-
lidad».
A: Conocemos la realidad, dirigimos nuestra acción, inventamos
posibilidades creando y usando irrealidades. Utilizo el con-
cepto de «irrealidad» de forma parecida a como lo hace Hus-
serl cuando dice que la conciencia y sus fenómenos son irrea-
les. Su distinción entre «actos reales» y «contenido irreal» de
los actos continúa siendo válida. Si usted y yo pensamos la si-
guiente proposición: «Hoy no ha salido el sol en Pernam-
buco», el objeto de nuestro pensamiento _(noema) es el
mismo, a saber, el contenido de esa proposición, que es ideal.
En cambio, el acto por el que lo pensamos (noesis) es real:
usted ha realizado el suyo y yo el mío. Husserl mantuvo que
las noesis, las operaciones o actos reales no se podían cono-
cer directamente. Sólo podíamos llegar a ellas mediante una
búsqueda genealógica, a partir de sus obras. La psicología ac-
tual pretende estudiar las operaciones mentales, que forma-
rían la inteligencia computacional. Lo más peculiar de todas
ellas, lo que las hace ser «mentales», es que manejan informa-
ción y son sistemas de producción de significados, es decir,
«motores semánticos» (Haugeland, J.: «Semantic engines: an
introduction to mind design», en Haugeland, comp: Mind
Design, Bradford/MIT Press, Cambridge, 1981).
Por «irrealidad» entiendo una información que puede ac-
tualizarse, elaborarse y manejarse fuera de contexto, en es-
tado libre o exento. Es un «significado» producido por la in-
teligencia, según explicaré en el próximo capítulo. Mi
posición está muy cercana a la de Zubiri, para quien «irreali-
dad» es lo que resulta de «suspender el contenido de la reali-

253
dad en tanto que contenido». Esto es lo que llamo informa-
ción en estado libre. Lo irreal es el resultado de una opera-
ción des-realizadora. Distingue tres modos de suspender el
contenido de la realidad, que son el «percepto», el «ficto»
—que es la realidad de la ficción— y el «concepto». Zubiri
tiene razón al señalar que el movimiento que des-realiza, es
decir que mantiene el contenido en estado exento, es un mo-
vimiento libre y creador (Zubiri, X.: Inteligencia y Logos,
Alianza Editorial, Madrid, 1982, pp. 89 y ss.).
L: Es usted demasiado optimista al pensar que puedo construir li-
bremente un percepto. Veo lo que veo.
A: Todos tenemos las mismas sensaciones, pero percibimos de
acuerdo a nuestros saberes, planes e intenciones. Lo que oigo
durante un concierto no es lo mismo que escucha un director
de orquesta experimentado. No olvide que al percibir no nos
comportamos como un espejo que refleja la realidad, sino
como un entrevistador, más o menos sagaz, que la interroga.
No soy libre de que responda de una u otra forma, pero sí de
la pregunta que le hago.
L: Lo dudo, pero seguiremos adelante. El tercer concepto que
quiero que me explique es el de «posibilidad». La filosofía ha
dicho demasiadas cosas sobre ella.
A: En efecto, se ha estudiado como problema lógico: Posible es
lo no contradictorio. Como problema metafísico: Aristóteles
opuso la potencia al acto, Hartmann opuso la posibilidad a la
efectividad. En este momento me interesa más el punto de
vista existencial. La posibilidad surge con la aparición de la
subjetividad humana. Kierkegaard escribe en El concepto de
la angustia (Guadarrama, Madrid, 1964): «La posibilidad es
la más pesada de todas las categorías. En la posibilidad es
todo igualmente posible, y quien haya sido educado de veras
en la posibilidad, habrá llegado a comprender, con no menos
perfección, las cosas que nos infunden espanto como las que
nos hacen sonreír.» «La angustia es la posibilidad de la liber-
tad.» Retenga sobre todo la relación entre «posibilidad» y «li-
bertad», que ha sido un tema central de la filosofía contem-
poránea.
Con la aparición del hombre, afirma Heidegger, la posibi-

254
lidad deja de ser ontológicamente inferior a la realidad. La
posibilidad en cuanto existenciaria es la más original y última
determinación positiva del ser ahí. Es la raíz de la libertad:
«El ser ahí es la posibilidad del ser libre para el más peculiar
“poder ser”. El “ser posible” ve a través de sí mismo en di-
versos modos y grados posibles.» Mediante el proyecto se
temporaliza la posibilidad (Heidegger, M.: Ser y Tiempo,
FCE,México;r1951):
Para Sartre lo posible viene al mundo por medio de la
realidad humana, porque no habría posibilidad si «no viniera
por un ser que es para sí su propia posibilidad» (Sartre, J.-P.:
El ser y la nada, Losada, Buenos Aires, 1966, p. 152). La
captación de lo posible como tal supone un trascender origi-
nal. Todo esfuerzo por establecer lo posible a partir de una
subjetividad que fuera lo que ella es, es decir, que estuviera
cerrada sobre sí misma, estaría por principio destinada al fra-
caso. El En-sí no puede tener posibles. Su relación con una
posibilidad sólo podría establecerse, desde el exterior, por un
ser que está frente a las posibilidades mismas. «Comprender
la posibilidad en tanto que posibilidad o ser sus propias posi-
bilidades es una sola y misma necesidad para el ser en quien,
en su ser, es cuestión de su ser.» «Pero ser su propia posibili-
dad es definirse por esa parte de sí mismo que no es; es esca-
parse como un escaparse a sí mismo» (Ibid., p. 154).
La descripción de Sartre me parece correcta, pero no le
acompaño en su interpretación ontológica. Según él, la liber-
tad es una huida hacia la posibilidad, que es nada. Me parece
más verdadero decir que la libertad es creación y realización
de posibilidades. El movimiento descrito es el mismo, pero
cambia la interpretación. Para Sartre lo posible se manifiesta
como una carencia, ausencia, falta constitutiva de la concien-
cia, es una sed, un deseo. «El Para-sí faltante es Lo Posible»,
dice con su talento para la contundencia. Hay un exceso de
dramatismo, incluso de teatralidad, muy sartrianos, en esta
interpretación. El fenómeno de la libertad puede interpre-
tarse como huida y carencia, o como creación y oportunidad.
Para Sartre, tener «muchos posibles» es «tener muchas caren-
cias». Prefiero acoger el hallazgo de la lengua castellana y de-

255
cir que «tener muchos posibles» es poseer muchas capacida-
des de acción.
L: Me alegra que no se deje llevar por el patetismo de la posibili-
dad. Confieso que sobre este tema sintonizo mejor con Berg-
son, que fue un hombre deslumbrado por la novedad. En un
artículo titulado «Le possible et le réel», escribe: «Artesanos
de nuestra vida, incluso artistas cuando lo queremos, trabaja-
mos continuamente en esculpir, con la materia que nos es
proporcionada por el pasado y el presente, una forma única,
nueva, original, imprevisible» (En Oeuvres completes, PUF,
París, 1963, p. 1.344). Por cierto, en la tabarra biográfica que
me dio antes no mencionó a Bergson. ¿No le interesa?
A: Si hubiera sabido que iba a tener un crítico tan quisquilloso
hubiera cuidado más la exposición. Bergson me interesa mu-
cho, como comprobará a lo largo del libro. También él in-
tentó aunar la descripción y la ciencia. Es muy poco estu-
diado por los psicólogos actuales y, sin embargo, en muchos
temas se encuentran asombrosamente cerca. Respecto al
tema de la posibilidad, lo que echo en falta en los autores ci-
tados es que intentan comprender lo que la posibilidad su-
pone para el ser humano, pero no explican cómo se piensa,
se inventa o se percibe la posibilidad. Me parece que Zubiri
llevó más adelante su análisis: «Las distintas acciones que se
podrían ejecutar con las cosas-sentido que nos rodean en
cada situación son, por lo pronto, lo que llamamos posibilida-
des.» «Yoda posibilidad es un proyecto incoado: ahora bien,
en el proyecto está justamente algo que por lo pronto no es
real, es algo irreal. Decir que el hombre es una forma de rea-
lidad que no puede ser justamente él mismo, que no puede
ser suyo como persona, sino personalizándose, equivale por
consiguiente a decir que el hombre, en muchas dimensiones
de su vida, no puede ser realmente lo que es sino pasando
por el rodeo de la irrealidad. Es un dinamismo en que el
hombre es real dando el rodeo de la irrealidad en la configu-
ración de su personalidad» (Zubiri, X.: Sobre el Hombre,
Alianza, Madrid, 1986, pp. 229-239).
Estoy de acuerdo con Zubiri en relacionar proyecto,
irrealidad y posibilidad. De estos tres conceptos me parece

256
que «irrealidad» es el más radical. Si podemos inventar
proyectos, que a su vez alumbran posibilidades, es porque la
inteligencia crea y maneja irrealidades.
L: Llegamos al último concepto que quiero que me aclare: «auto-
determinación». Usted distingue entre autodeterminación y
libertad, lo que me parece un simple juego de palabras.
A: Autodeterminación no es lo mismo que libertad, en el mismo
sentido que decimos que la semilla no es el árbol. Cuando
afirmo que la inteligencia humana es una inteligencia com-
putacional que se autodetermina, sólo quiero decir que sus
Operaciones no son controladas por los estímulos, sino por el
propio sujeto. No es una hipótesis metafísica, sino una des-
cripción objetiva: puedo dirigir la mirada, recordar, iniciar
movimientos, atender. Esta capacidad de control y autodirec-
ción permite manejar las irrealidades. En efecto, si puedo
evocar una información y compararla con otra, estoy ope-
rando con irrealidades. La autodeterminación es, simple-
mente, la capacidad que tiene el sujeto de suscitar, controlar
y dirigir sus Operaciones mentales, aunque sea dentro de cier-
tos límites. Es un tema que puede estudiarse experimental-
mente. Los niños con retraso mental padecen una limitación
de esta capacidad, que se manifiesta en fenómenos múltiples.
Por ejemplo, carecen de la habilidad necesaria para hacer
preguntas, lo que les priva de este eficaz método para contro-
lar el flujo de información (Mikaye, N., y Norman, D. A.:
«To ask a question, one must know enough to know what is
not known», Journal of Verbal Learning and Verbal Beha-
vior, 1979, .n.” 18, pp. 357-364).
El ejercicio de la autodeterminación permite construir un
sujeto más o menos libre, ya que la libertad no es una propie-
dad que se tiene o no se tiene, sino que se posee en mayor o
menor grado. Aun a riesgo de simplificar, me atrevería a de-
cir que la autodeterminación es una propiedad de la inteli-
gencia computacional, del nivel operacional, mientras que la
libertad pertenece al nivel de las actividades.

237.
NOTAS AL CAPÍTULO SEGUNDO

L: Si le he comprendido bien usted sostiene que la percepción


está transfigurada por la inteligencia. No padecemos la expe-
riencia, sino que la construimos. Percibir es asimilar los estí-
mulos dándoles un significado y, si somos capaces, podemos
inventar muevas posibilidades perceptivas que conviertan
nuestra mirada en una mirada creadora. Nuestro perspicaz
ojo puede, de esta manera, inventar la belleza. Con esta des-
cripción, que me parece estimulante, no he progresado mu-
cho en mi conocimiento de la percepción. Resuélvame el
problema si puede: las cosas están fuera de mí, pero mi cono-
cimiento de las cosas parece estar dentro de mí. Poseo infor-
mación sobre la realidad externa. ¿Cómo se lleva a cabo esta
asimilación informativa?
A: Los órganos de los sentidos reciben datos codificados en estí-
mulos físicos y químicos, y los traducen a otra forma de ener-
gía que es el impulso nervioso. Funcionan, pues, como trans-
ductores que convierten datos físicos en «informaciones».
Una energía se convierte en información cuando afecta a un
receptor adecuado. No antes.
Aunque sigamos todo el recorrido del impulso nervioso,
desde los transductores hasta las zonas del cerebro donde es
sometido al procesamiento definitivo, el modo como se
transforma en experiencia consciente continúa siendo miste-
rioso. Los neurólogos han mostrado con enorme pericia que
nos enfrentamos a un campo de abrumadora complejidad. En
cualquier texto de neurología puede ver el estado de la cues-

258
tión. Sólo voy a mencionar la obra de dos equipos de investi-
gación. En 1959 cuatro neurólogos del MIT —Letvin, Matu-
rana, McCulloch y Pitts— publicaron un artículo de delicioso
título: «What the frog's eye tells to frog's brain» (en Brain
Physiology and Psychology, edición de Evans y Robertson,
Butterworth, Londres, 1966). ¿Y qué le dice el ojo de la rana
al cerebro de la rana? Pues muy pocas cosas. Concretamente
cuatro. Su sistema visual sólo detecta cuatro tipos de infor-
mación: contornos oscuros, convexos, que se mueven, y que
producen cambios en la iluminación. Es decir, que la rana no
ve las moscas que se come. De hecho, es incapaz de recono-
cer las moscas muertas o inmóviles. El segundo equipo que
quiero mencionar por sus estupendas investigaciones, es el
de Hubel y Wiesel, que recibieron el premio Nobel por sus
trabajos sobre fisiología de la visión. Valga esta mención, al
menos, como homenaje.
Así pues, no le puedo aclarar el modo como un hecho fí-
sico se transforma en fenómeno consciente. Le podría resu-
mir los intentos de explicación, pero, puesto que a mí no me
han convencido, lo haría con muy poca convicción.
L: Prefiero, entonces, que me ahorre el esfuerzo. Pasemos a otro
problema. Resulta que recibimos un flujo de estímulos cam-
biantes, a pesar de lo cual percibimos un mundo de objetos
estables. Cuando navego, mi ojo es invadido por una luz chis-
peante que debe de proporcionarle informaciones intermi-
tentes y vertiginosas, a pesar de lo cual percibo el barco, el
mar y el litoral lejano. Unos fugaces estímulos me proporcio-
nan la imagen de una realidad estable. ¿Por qué? ¿Cómo se
organiza ese barullo estimular para dar a luz un objeto
idéntico?
A: Las respuestas dadas a esta cuestión pueden ordenarse en dos
grandes grupos. Para unos psicólogos la organización está
dada en el mismo estímulo, mientras que para otros los estí-
mulos han de ser organizados por el sujeto.
L: Conociendo su querencia por una teoría intervencionista del
sujeto, supongo que se incluirá en el segundo grupo.
A: Antes de contestarle, permítame que le explique las dos posi-
ciones. Comencemos por los que opinan que, a pesar de su

2599
apariencia caótica, los estímulos poseen una organización
propia que el sujeto sólo tiene que captar. Son las cualidades
de forma, las estructuras de campo o los invariantes estimula-
res los que nos permiten percibir las cosas. Los psicólogos de
la forma y la escuela de J. J. Gibson son los más notables re-
presentantes de esta teoría objetivista.
Los psicólogos de la forma reaccionaron contra el asocia-
cionismo decimonónico, que pretendía explicar la percep-
ción por una suma de sensaciones o, a lo sumo, por la adi-
ción de sensaciones e imágenes de la memoria. En 1890 un
psicólogo vienés, Von Ehrenfels, publicó un estudio sobre las
cualidades de forma que pasó casi desapercibido. Analizaba
un fenómeno importante: «Una melodía se compone de soni-
dos que tienen un comienzo y un fin y que podemos identifi-
car. Pero, además, es otra cosa. La melodía es algo aparte.
Puedo “transponerla” a otro tono. La melodía permanece
igual y, sin embargo, todos los sonidos tomados uno a uno
son distintos. La percepción se mantiene idéntica, mientras
que las sensaciones cambian.» Von Ehrenfels no dio ninguna
solución, pero el problema estaba tan bien planteado que
abrió una época en la historia de la psicología: la edad de oro
de la percepción.
Años después, la psicología de la forma, la gestalpsycho-
logie, estudió las leyes que rigen la organización de los estí-
mulos. En primer lugar, siempre se organizan como una fi-
gura destacándose sobre un fondo. Otras leyes que rigen estas
configuraciones son las de pregnancia, simplicidad, buena
continuación, proximidad y contraste. Algún autor minu-
cioso ha contabilizado hasta cien leyes. Todas ellas nos indi-
can lo mismo: el sujeto no tiene que construir la percepción
con sensaciones, sino que las sensaciones le llegan ya organi-
zadas. Percibir es captar una estructura.
J. J. Gibson y sus seguidores coinciden con los gestaltistas
en negar que el sujeto tenga que organizar los datos sensoria-
les. En los estímulos está toda la información necesaria.
Cuanto ocurre en el proceso perceptivo está causalmente de-
terminado por el estímulo. No hay construcción, ni donación
de significados. «Si lo que nosotros percibiéramos fueran las

260
entidades de la física y la matemática, tendríamos que impo-
nerles los significados. Pero si lo que nosotros percibimos
son las entidades del mundo en que vivimos, sus significados
pueden ser descubiertos» (Gibson: The Ecological Approach to
Visual Perception, Houghton Mifflin, Boston, 1979, p. 33).
Percibimos los objetos como entidades estables porque en el
flujo estimular se dan invariantes que el sujeto es capaz de
captar. Percibir es captar invariantes. El Mundo no está en la
cabeza del sujeto, sino que la cabeza del sujeto está en el
Mundo. Todo está fuera.
L: Esto me recuerda lo que decía Sartre: las ganas de dar una bo-
fetada a una persona no es un sentimiento subjetivo, sino una
propiedad de la cara, que podríamos llamar «petición de bo-
fetada».
A: Tiene usted razón. Sartre también tenía una concepción pasiva
de la percepción. La conciencia, decía, es un vacío de ser,
una mera ocasión para que el Mundo se manifieste. Es el
Mundo el que anuncia-revela al sujeto, y no al revés. Lo que
usted llama «petición de bofetada» es, en el lenguaje de Gib-
son, una «affordance». Ya hablaremos de este curioso con-
cepto. La historia del pensamiento y de la ciencia tiene su ló-
gica y su psico-lógica. Gibson fue alumno de Koffka, uno de
los psicólogos de la Gestalt, y éstos fueron muy influidos por
Husserl, quien a su vez influyó profundamente en Sartre.
La obra de Gibson, muy combativa, ha provocado apa-
sionadas polémicas, de las que se han oído ecos en Espa-
ña. Véase como ejemplo el número de la revista Cognitiva,
vol37ed, 41001
El lector interesado que desee ampliar estas noticias
puede leer en castellano alguna de las obras de los grandes
gestaltistas. Por ejemplo: Kóhler, W.: Psicología de la confi-
guración, Morata, Madrid, 1967; Koffka, K.: Principios de la
psicología de la forma, Paidós, Buenos Aires, 1973. Una
buena introducción, con la soltura expositiva que suelen te-
ner los manuales franceses: Guillaume, P.: La psychologie de
la Forme, Flammarion, París, 1979). Aron Gurwitsch ha he-
cho un estudio comparativo de la psicología de la forma, la
fenomenología y la psicología de Piaget, muy interesante

261
para nuestro tema, en su libro El campo de la conciencia,
Alianza Editorial, Madrid, 1979.
No tengo conocimiento de ninguna obra de Gibson tra-
ducida al castellano. Además del libro citado puede verse:
Principles of Perceptual Learning and Development, Nueva
York, Appleton, 1969. Un buen resumen en el artículo de
Fernández Trespalacios: «Aproximación ecológica al estudio
del estímulo perceptual», en Tratado de Psicología General,
Alhambra, Madrid, 1992, tomo III.
Con esto termino el resumen de las teorías objetivistas so-
bre la organización de los estímulos.
L: ¿Por qué no le parece verdadera una teoría tan sensata?
A: Porque las explicaciones dadas por estos autores no han po-
dido demostrarse ni han servido para aclarar los hechos. Por
ejemplo, Hochberg ha intentado explicar la percepción en
términos físicos, y sus conclusiorfes no pueden ser más desa-
lentadoras. «No podemos definir la configuración estimular a
la que está respondiendo un sujeto, ni decidir qué es lo que
tienen en común dos patrones distintos que producen un
percepto de forma idéntica» (Hochberg, J.: «In the mind's
eye», en Contemporary Theory and Research in Visual Percep-
tion, R. N. Haber, ed.: Holt, Rinehart and Winston, Nueva
York, 1968).
Pasemos al segundo grupo de investigadores. Afirman que
los estímulos son organizados por el sujeto y constituyen la ten-
dencia mayoritaria en la psicología actual. Percibir es construir.
Los estímulos son organizados mediante su procesamiento.
Dentro de este grupo podemos distinguir dos escuelas: los
que sostienen que el procesamiento se hace de abajo-arriba
(bottom-up), y los que sostienen que el procesamiento se hace
de arriba-abajo (downward flowing Information).
Comenzaré por la teoría ascendente. Los estímulos son
procesados sin utilizar información de más alto nivel, alma-
cenada en la memoria. El representante más conspicuo es
David Marr, un espléndido investigador prematuramente de-
saparecido. Su obra principal: Visión, Alianza, Madrid, 1985.
Para este autor, ver es describir internamente una situación
en términos simbólicos y eso puede hacerse, en los primeros

262
niveles, con la sola ayuda del estímulo. No hay que precipi-
tarse en apelar a conocimientos superiores.
La teoría del procesamiento descendente hace intervenir
desde el principio conocimientos de alto nivel. Para Neisser
percibimos desde lo que sabemos. Norman explica la percep-
ción mediante un proceso de reconocimiento que se hace por
análisis de características y síntesis interpretativa. Le daré
una información que le gustará. No he visto señalado en nin-
gún sitio que esta idea, e incluso la misma expresión, fue ex-
puesta mucho antes por Bergson. Al explicar la percepción,
escribe: «El análisis (perceptivo) se hace con una serie de en-
sayos de síntesis o, lo que viene a ser lo mismo, por otras
tantas hipótesis.» Puede leerlo en Matiere et Mémoire, PUF,
París, 1963, p. 247. Bruner, que encabezó el New Look en el
estudio de la percepción, después de la Segunda Guerra
Mundial, lo dijo de forma más tajante: «Los estímulos son los
materiales de nuestras hipótesis.» Resumiré las opiniones de
este grupo con tres eslóganes: Percibir es categorizar. Percibir
es reconocer. Percibir es construir.
He de advertirle que las distancias entre objetivistas y
constructivistas se acortan con frecuencia. Últimamente,
Neisser ha aceptado alguna de las tesis de Gibson. Puede am-
pliar información en las siguientes obras: Lindsay y Norman:
Procesamiento de información humana, “Tecnos, Madrid,
1976. Neisser: Procesos cognitivos y realidad, Marova, Ma-
drid, 1981. Le recomiendo la divertida autobiografía de Bru-
ner: En busca de la mente, FCE, México, 1985.
L: Usted ha escrito que «percibir es asimilar los estímulos dándo-
les un significado». Parece defender un constructivismo del
significado que no acabo de comprender aplicado a la per-
cepción. Una cosa es ver lo que tengo delante y otra cosa es
darle un significado, decir que es una casa o un perro o una
constelación.
A: Intentaré explicárselo con mayor claridad. Creo que las dos
operaciones intelectuales más elementales, las que determi-
nan nuestro conocimiento perceptivo, son la «donación de
significado», que nos permite identificar un objeto, captarlo
con totalidad, y el «reconocimiento de parecidos», que nos

263
permite generalizar. Me limitaré a hablar de la operación de
dar significado, puesto que sobre el reconocimiento hablaré
en el próximo capítulo.
Casi todos los autores citados estarían de acuerdo en rela-
cionar la percepción con el significado. No lo estarían, sin
embargo, en su definición de significado. Para los gestaltistas
sería la estructura; para Gibson, los invariantes y las «ofertas»
del medio, los «affordances», para Bruner, el concepto; para
Norman, el patrón de reconocimiento; para Piaget, la asimi-
lación a un esquema; para Husserl, una identidad ideal.
Los filósofos y lingúistas saben que han corrido ríos de
tinta con el fin de aclarar «el significado del significado». Nos
habríamos ahorrado parte de esta inundación si se hubiera es-
tudiado el tema desde la percepción, en vez de hacerlo desde
el lenguaje, que es un nivel de significación muy complejo.
Entiendo por «significado» una información —en el caso
que nos ocupa, perceptiva— organizada, unificada y separada
del resto de las informaciones; es decir, diferenciada, selec-
cionada, abstraída de lo demás, y unificada, organizada, iden-
tificada consigo misma. Este aislamiento y esta identificación
se realizan por un acto del sujeto, que está más o menos de-
terminado por el estímulo, como veremos. Mediante ese
acto, que convierte el estímulo en «objeto», la información se
convierte en «irrealidad», en identidad ideal. ¿Por qué»? Por-
que mantiene su identidad en el flujo de las sucesivas apari-
ciones (es decir: veo una cosa desde muchas perspectivas);
porque mantiene su identidad aunque se dé en múltiples ac-
tos reales (es decir: cada vez que oigo un cuarteto de Beetho-
ven percibo «lo mismo», aunque en diversos actos percepti-
vos); y, por último, porque puedo manejar esa información
en estado exento mediante la memoria, la imaginación o el
pensamiento. Conservo la expresión «dar significado» para
subrayar que la objetivación, la aprehensión de lo percibido,
depende de un acto, y que puedo dar varios significados per-
ceptivos a un patrón estimular que actuaría como signifi-
cante. También la mantengo para indicar que el campo de
los significados no comienza con el lenguaje.
L: Sin duda le voy a parecer muy torpe, porque no entiendo lo

264
que dice. Sostiene usted que al percibir un árbol lo que per-
cibo es una identidad ideal. Parece más sensato decir que lo
que percibo es una identidad real, el árbol.
A: No tengo ningún inconveniente en decirlo, con tal que se dé
cuenta de que «real» también es un significado. A aquellos
significados perceptivos que nos oponen resistencia, que que-
dan corroborados en su aparecer, y soportan nuestra acción,
los llamamos «reales». La percepción nos proporciona dos lí-
neas de información. Una de ellas nos da noticias sobre las
cualidades sensibles de las cosas. La segunda nos enlaza con
la existencia. No tenemos otro nexo cognoscitivo con ella.
Lo que da vigor a esta ligadura es que los órganos de los sen-
tidos no son penetrables por informaciones de superior nivel,
puesto que no podemos eliminar las sensaciones, ni producir-
las. En la percepción de la existencia sí somos puramente re-
ceptivos, pero no en los contenidos perceptivos de esa infor-
mación recibida como existente. Asimilamos los contenidos
dándoles un significado.
L: Pero ¿cómo se profieren esos significados? ¿En qué consiste el
acto de dar significado?
A: Voy a mencionarle varios procesos de donación de significado.
Primero: Por esquemas innatos o biológicamente adquiri-
dos. En el capítulo siguiente estudiaré el concepto de «es-
quema». Baste por ahora decir que es una acción o una infor-
mación vivida que nos permite asimilar información nueva.
Este acto de asimilación es un acto de donación de sentido.
Piaget estudió, por ejemplo, los esquemas sensoriomotores
con los que el niño nace y que le permiten asimilar, de una
manera muy elemental, la realidad que le rodea. Los anima-
les nacen con esquemas que les permiten reconocer enemi-
gos. El acto de reconocimiento es también un acto de dona-
ción de significado, por eso se le confunde a veces con la
percepción. Todo reconocimiento sensible es percepción,
pero no toda percepción es reconocimiento, porque, de serlo,
deberíamos nacer con una dotación completa de esquemas
perceptivos, cosa que, por cierto, parece sostener Jerry Fodor.
En otras ocasiones, el esquema está determinado biológi-
camente, aunque no sea innato, sino que se active sólo en

265
determinadas circunstancias. Le pondré un ejemplo tierno y
bucólico. Levy, Kendrick y Keverne han estudiado el modo
como perciben las ovejas a sus crías recién nacidas. La esti-
mulación de la vagina y del cuello del útero durante el parto
induce modificaciones químicas en el bulbo olfatorio de la
oveja. En él hay células que comienzan a activarse por el olor
del líquido amniótico y del cordero. Son los olores percibidos
por la oveja durante las primeras horas de vida del cordero lo
que va a constituir para ella el significado «hijo». Durante las
cuatro horas siguientes al parto la madre acepta como hijo
cualquier cordero, y lo mismo sucede si se bloquea el sistema
olfativo de la oveja. El primer olor amniótico y corderil que
la oveja capte lo interpretará como «mi cría» y sólo alimen-
tará a su depositario. Puede ver un resumen de estas poéticas
investigaciones en Levy y otros: «Cómo adquieren las ovejas
el sentido maternal», en Mundo Científico, n.” 130, diciembre
1992 5p2A45072;
L: Así pues, ¿usted piensa que los animales también profieren
significados?
A: Naturalmente. Incluidos significados muy elaborados, como
son los conceptos. Pero de eso ya hablaremos más adelante.
Ahora continuaré contándole modos elementales de dona-
ción de significado. Con mucha frecuencia damos significado
a las cosas mediante esquemas prácticos de asimilación. Hei-
degger consideró que la manera más primaria de andar por el
mundo y tratar con los seres era el «uso». La «forma de ser»
(lo que entiendo por significado) más originaria era el «ser a
la mano» del utensilio. Hasta donde sé, no aclaró cómo se
llevaba a cabo esta donación de sentido.
Los significados prácticos son una ampliación de los senso-
riomotores. Éstos son esquemas de acción que permiten el re-
conocimiento de parecidos funcionales. Por ejemplo, agarrar,
golpear, tirar, son esquemas que dan significado a las cosas,
que se vuelven agarrables, golpeables o golpeadoras, tirables.
Se trata de significados vividos, que funcionan como patrones
de reconocimiento, sin necesidad de ser objetivados. En el ca-
pítulo siguiente le explicaré todo esto con más detalle.
Voy a describir cómo, a partir de la acción, emerge el

266
significado de un utensilio. Por ejemplo, de un «útil para
martillear». Ni que decir tiene que hemos de situar la des-
cripción en un escenario acrónico, en el que una inteligencia
primeriza va a dar a luz su primer significado.
Primer acontecimiento: una superficie gris se destaca so-
bre otra superficie gris que aparece como fondo. Significado:
figura perceptiva.
Segundo acontecimiento: el sujeto gira en torno al objeto,
lo mueve, lo separa del fondo, percibe su dureza, peso y ru-
gosidad. Significado: objeto independiente del fondo, trans-
portable, dotado de ciertas características físicas.
Tercer acontecimiento: el sujeto manosea el objeto, lo tira
y recoge, golpea con él otras cosas, disfruta con el ruido, re-
pite el golpe sobre otro objeto, que se rompe. Divertido por
el efecto, golpea un hueso, que se quiebra dejando al descu-
bierto la médula, comestible y sabrosa. Significado: objeto
útil para machacar.
Cuarto acontecimiento: el sujeto repite la acción de ma-
chacar, que queda fijada en su memoria. Significado: identifi-
cación de la función.
Quinto acontecimiento: el sujeto reconoce otros objetos
como dotados de la misma utilidad. Significado: generaliza-
ción del significado, instauración de una clase.
L: Me reconocerá usted que la utilidad es una propiedad real del
objeto.
A: Pues no, dicho así no se lo reconozco. Debe acostumbrarse a
pensar que los significados son nuestro modo de interpretar o
asimilar lo real. A la realidad, en sentido estricto, le es indi-
ferente ser o no conocida. Más aún, no cambiaría por el he-
cho de que no existiera ninguna inteligencia. No ocurre así
con los significados, que son nuestra manera de aprehender
la realidad. Algo se convierte en útil cuando existe un usua-
rio. La utilidad está fundada en propiedades reales, pero no
podemos confundirla con ellas. Una de las equivocaciones de
Gibson fue confundir propiedades reales y posibilidades rea-
les. Pensaba que la utilidad es una propiedad real, un ofreci-
miento del estímulo, un «affordance», y esto no es verdad.
Sin un esquema asimilador previo, no hay utilidad.

267
L: Pero una cosa es lo que es y lo que puede ser.
A: Su afirmación es ambigua. Las propiedades reales de las cosas
pueden ser dinámicas y evolutivas, y producir un desarrollo
que pertenece, como la palabra indica, en propiedad a la
cosa. Una de las propiedades reales de la semilla es poseer un
mensaje genético que en las circunstancias apropiadas deter-
mina la germinación y el crecimiento de una nueva planta.
Esto no tiene nada que ver con la posibilidad de la que esta-
mos hablando, que sólo aparece cuando la inteligencia hu-
mana construye un proyecto muevo con los mimbres de las
propiedades reales viejas. Vivimos en un mundo de significa-
dos que son híbridos de realidad y de inteligencia, como los
maíces de Borlaug. Le pondré otro ejemplo. ¿Cree usted que
la capacidad de producir dolor es una propiedad real del cu-
chillo?
Ly Ereo quensi
A: Pienso lo contrario. La capacidad de producir dolor no es una
propiedad absoluta del cuchillo, sino una posibilidad que le
sobreviene por la aparición de organismos sensitivos y cons-
cientes. Un proceso semejante ocurre con todos los valores.
Un suceso es la secuencia de movimientos, a los que unifica
un significado. Cuando lo percibimos como «ofensa», «decep-
ción», «tragedias» estamos asimilando un hecho físico me-
diante un esquema sentimental, que da al acontecimiento un
marchamo valorativo. Los sentimientos son otro proceso de
donación de significados. Así los han estudiado Isen, Clark,
Bower, y otros autores, como puede ver en Echebarría y
Páez: Emociones: Perspectivas psicosociales, Fundamentos, Ma-
drid, 1989.
Para no cansarle, voy a referirme tan sólo a otros dos me-
canismos de donación de significado. Los procesamientos ele-
mentales del estímulo, como ya he comentado, sirven para ais-
lar un objeto, resolviendo el problema de la «segmentación» de
la realidad. David Marr, que estudió la visión por ordenador,
cuenta los problemas que tuvo para realizar la segmentación
perceptiva: «El propósito de este proceso era muy parecido a
la idea de separar figura y fondo: dividir la imagen en regio-
nes que tuvieran significado, bien con vistas al propósito de

268
un momento o bien según su correspondencia con los objetos
físicos o sus partes.» El problema resultaba complicado por-
que hay regiones que tienen importancia «semántica» y no
gozaban de una distinción visual. Si ha intentado alguna vez
dibujar un retrato, se habrá percatado de lo difícil que es ais-
lar los rasgos que componen la expresión de ese rostro.
El procesamiento arriba-abajo, que utiliza información de
nivel alto, dominó las teorías sobre la visión por ordenador
hasta principios de los setenta. Marr quiso demostrar que «su
importancia en el procesamiento visual inicial es secundario»
(op. cit., p. 104). Consiguió que el ordenador encontrase las
estructuras ocultas dentro de la imagen. Se puede, pues, afir-
mar que los significados de nivel elemental se construyen por
procesamiento abajo-arriba, y que se realizan automática-
mente.
L: ¿Quiere usted decir que podemos producir significados incons-
cientemente?
A: Sí. Nuestros sistemas productores de significado pueden fun-
cionar de manera automática. Lo que nosotros conocemos es,
en todo caso, el resultado de esas operaciones. Hay que aña-
dir, y éste es el último mecanismo al que voy a referirme,
que el ser humano no se detiene en estos modos elementales
de dar significado, sino que inventa significados nuevos vo-
luntariamente, de acuerdo con sus proyectos, necesidades o
deseos. Toda información, perceptiva o no perceptiva, que se
distinga de la restante información y permita reconocer iden-
tidades y parecidos, es un significado. «Huecorama» es un
significado, y también lo es el concepto de «abierto» que
construyó Rilke, y el de «número irracional» de los matemá-
ticos, y el de «agujero negro» de los astrofísicos, y el de «gre-
guería» de Gómez de la Serna, y el de «volatilidad de los va-
lores» de los expertos en Bolsa.
L: O sea, que el significado es un momento libre de lo real.
A: Efectivamente.

269
NOTAS AL CAPÍTULO TERCERO

L: Comenzaré una vez más resumiendo sus ideas. Las dos opera-
ciones básicas de la inteligencia son identificar y reconocer.
Allí donde encontramos un fenómeno de reconocimiento te-
nemos que admitir la existencia de un patrón o esquema que
lo haga posible. Los conceptos vividos forman parte de esos
esquemas. Gracias a ellos podemos ampliar el campo de
nuestra experiencia. Podemos crear nuevos Órganos percepti-
vos. Vistas así las cosas, ¿no se confunde la percepción con el
concepto?
A: Así lo han mantenido prestigiosos psicólogos. Bruner ha es-
crito que «toda percepción es necesariamente el producto
final de un proceso de categorización» (Bruner, J. S.: «On
perceptual readiness», Psychological Review, n.* 64, 1957,
pp. 123-152). Me parece más exacto decir que toda percep-
ción aísla un esquema de información que, en cuanto sirve
para reconocer otras cosas, es un concepto.
L: Se dice que percibir es reconocer. Me intriga el «re» del «re-
conocimiento». ¿Cómo podemos reconocer una cosa?
A: Una descripción ingenua diría: lo que percibimos se une a lo
guardado en la memoria. Veo una cara y esa imagen va a
nuestro almacén de información, busca y, por fin, ¡oh, mila-
gro!, encuentra una cara que le corresponde y el sujeto expe-
rimenta un reconocimiento. Esta explicación tiene dos gra-
ves defectos. En primer lugar, supone que la percepción se
realiza sin intervención de la memoria (es decir, la cara es
vista como tal cara) y esto no parece admisible. Excepto en

270
los niveles muy elementales, donde la organización del estí-
mulo se hace de forma automática, en las demás percepcio-
nes aprovechamos información memorizada. Cuando percibo
la letra «p» no percibo primero un segmento vertical con un
semicírculo adosado en la parte superior derecha, lo comparo
después con mi memoria y luego lo reconozco como la letra
pe, sino que la percibo dándole ya ese significado. En se-
gundo lugar, deja sin explicar la manera en que esa informa-
ción se une con la información correspondiente guardada en
la memoria. Los ordenadores pueden hacerlo porque cada
nuevo dato va marcado con un indicador o un puntero, pero
no parece que la memoria humana funcione así.
Pasar de la percepción a la memoria no es fácil. Creo que
hay que invertir la dirección del proceso e ir desde la memo-
ria a la percepción. Somos memorias perceptivas. Percibimos
desde lo que sabemos. Esta hipótesis es la que mejor explica
la experiencia. Cuando Neisser, Norman y otros psicólogos
cognitivos explican la percepción por un proceso de análisis
y síntesis, tienen que admitir que en la mentoria existen, por
una parte, esquemas de asimilación que permiten analizar el
estímulo y, por otra, algún tipo de dinamismo que emita hi-
pótesis o anticipe lo que se va a percibir. Esto equivale a ad-
mitir una memoria dinámica (Neisser, U.: Psicología cogni-
tiva, Trillas, México, 1979).
Piaget ha estudiado la memoria de reconocimiento, rela-
cionándola con los esquemas de asimilación. La asimilación
es siempre recognoscitiva, además de productora y genera-
dora. (Piaget, J., e Inhelder, B.: Memoria e inteligencia, El
Ateneo, Buenos Aires, 1972). Schank, que ha estudiado la
memoria a partir de la inteligencia artificial, tiene que admi-
tir que la memoria está organizada en «estructuras de proce-
samiento». Ha titulado una de sus obras Dynamic Memory
(Cambridge University Press, Cambridge, 1982). Cada vez es
más difícil hablar de la memoria como de un almacén, según
veremos a lo largo de este libro.
L: Me parece que complica usted innecesariamente las cosas. Re-
conocemos el parecido de las cosas, porque las cosas son pa-
recidas.

al
A: Ésa era la solución de Gibson: en la realidad hay invariantes y
los percibimos. Tanta claridad es admirable, pero muda. No
explica nada. Para «reconocer» un invariante, habré de guar-
dar en la memoria el invariante ya percibido. Y éste es el
problema. ¿Cómo es esa información? Sucede que percibo se-
mejanzas en cosas que no son iguales. Por ejemplo: una cara
riendo, llorando, de perfil, de frente, con el pelo recogido o
con melena. Decir que percibo «la forma», «la estructura», de
la cara sólo plantea el problema. ¿Cómo es esa estructura?
Los expertos en computadoras han sufrido las dificultades del
asunto. Los ordenadores tienen una memoria poderosísima,
pero utilizarla para reconocer nueva información es una tarea
compleja. En efecto, el reconocimiento tiene que hacerse
comparando la información nueva con la guardada en la me-
moria. Para poderlas emparejar han de tener algo en común.
El ordenador debe poseer una plantilla con la que pueda re-
conocer al recién llegado. Ocurre, sin embargo, que este pro-
ceso sólo se realiza con facilidad cuando la plantilla y la
nueva información son idénticas. Así ocurre en los códigos
de barras o en los números impresos en los talones bancarios.
Éste es un sistema muy poco flexible, que no explica de nin-
guna manera la eficacia con que el hombre reconoce las co-
sas. Para dar mayor agilidad al proceso se sustituyó la planti-
lla por un analizador de rasgos. Todo el abecedario puede
reducirse a una combinación de características: línea vertical
recta, curva abierta, línea transversal, curva cerrada, etc.
Aunque es un sistema más flexible, tampoco permite explicar
los asombrosos alardes de la inteligencia humana (Selfridge y
Neisser: «Pattern recognition by machine», Scientific Ameri-
can, 1960, 203, 2. Kolers, P. A., y Eden, M., ed: Recognizing
Patterns: Studies in Living and Automatic Systems, MIT
Press, Cambridge, 1968).
L: Reconozco el mérito de los informáticos, pero los filósofos ya
habían estudiado el reconocimiento. Por ejemplo, Husserl y
Wittgenstein.
A: Sí, pero sin comprender sus dificultades. El caso de Wittgens-
tein es muy ilustrador. Repetiré una vez más su reconocido
ejemplo de los juegos. «¿Qué tienen todos ellos en común?

ZNTZ
No mé digas: algo tienen que tener en común, pues si no, no
se llamarían juegos, sino mira si todos tienen algo en común.
Pues si los consideras no hallarás nada que sea común a to-
dos, sino que verás semejanzas, parentescos y, por cierto, que
en larga hilera. Como dije: no piensen, sino miren» (Investi-
gaciones filosóficas, párr. 66). Los significados de las palabras
designan sólo parecidos de familia.
Es posible que yo no comprenda a Wittgenstein, porque
cuanto más sigo su consejo y me limito a mirar, más tram-
poso me parece lo que dice. Si comparo los juegos para ver
en qué se parecen, ya doy por resuelto el problema, puesto
que he usado un concepto que me ha permitido agrupar los
juegos. Lo difícil es explicar cómo percibo los parentescos.
La metáfora «parecido de familia» es desdichada, porque la
familia constituye una agrupación determinada, previa al pa-
recido. Wittgenstein estudia categorías ya constituidas (las fa-
milias) y luego dice que entre sus componentes hay pareci-
dos. Lo importante es el patrón que permite reconocer
semejanzas y, por lo tanto, reconocer la pertenencia de un
objeto a una familia. Él nos dirá, por ejemplo, si hemos de
incluir la ruleta rusa entre los juegos de azar.
No es Wittgenstein el único filósofo que simplifica el
tema de la percepción de semejanzas. Husserl también lo
hace. Sostiene que todos los objetos de la experiencia se reco-
nocen. «Se experimentan de antemano como típicamente co-
nocidos.» Hay una constitución pasiva del mundo producida
por la minuciosa sedimentación de nuestras experiencias. El
mecanismo que edifica nuestro propio mundo es «una sínte-
sis que designamos con la expresión tradicional de asocia-
ción» (Husserl: Experiencia y juicio, Unam, México, 1962,
pp. 353 y 79). Señala, con razón, que las cosas particulares se
destacan al ser «contrastadas» con algo —por ejemplo, man-
chas rojas sobre fondo blanco— y que la síntesis más generales
que unifica esos datos sensibles destacados se establece por
«afinidad» (homogeneidad) y «extrañeza» (heterogeneidad).
L: Esto es muy parecido a lo que dicen los psicólogos de la
forma.
A: En efecto, ya le dije que habían sido influenciados por Hus-

273
serl. Este autor también acertó al decir que «la relación de
semejanza e igualdad tiene una importancia extraordinaria en
el nivel supremo de la objetivación para constituir la con-
ciencia de la generalidad y, en la cumbre, la de esencia».
Pero, en cambio, se equivocó al estudiar sólo la actividad de
comparar, en cuanto «contemplación que relaciona activa-
mente, como un activo correr de aquí para allá de la mirada
aprehendedora entre los objetos relacionados».
L: No entiendo lo que esto significa.
A: La mirada compara dos objetos, por ejemplo, cuando percibo
el parecido de dos telas extendidas delante de mí. Mi mirada
pasa de una a otra, como si transportara un dibujo y lo sola-
para sobre el otro. Este proceso ocurre, por supuesto, pero es
secundario. El reconocimiento primero se da al percibir unos
estímulos visuales como tela. Husserl da por constituidos los
objetos perceptivos (en lo que llama la síntesis pasiva) y, ade-
más, los supone coexistiendo en la percepción actual: una
tela está al lado de la otra. Pero ¿qué ocurre cuando no se da
esa simultaneidad y una tela es percibida y otra recordada?
Ya expliqué antes lo difícil que resulta explicar la unión de
percepción y recuerdo.
LoS í. Y usted lo resolvió apelando a una «memoria perceptiva» o
algo así, asunto que me tiene que explicar con más deteni-
miento. Pero ahora me preocupa otro tema. Usted dice lo
mismo que Husserl: que el reconocimiento de las semejanzas
es el origen de los conceptos. Y que este reconocimiento
puede ser meramente «vivido». ¿Qué quiere decir con esa ex-
presión?
A: Me ha entendido usted al revés. El reconocimiento de las se-
mejanzas no es el origen de los conceptos, sino al contrario:
un concepto está en el origen de la percepción de semejan-
zas. El hecho inicial es que todos los organismos superiores
perciben semejanzas. Parece que no podemos explicar la per-
cepción de semejanzas sin admitir la existencia de un «patrón
o esquema de reconocimiento» en la memoria del organismo.
Este patrón funciona como «concepto vivido», cuando no soy
consciente de su contenido, sino de las semejanzas que me
permite captar. Por ejemplo, nos resulta fácil percibir el

274
parecido que existe entre todos los chistes, pero nos veríamos
en un aprieto si tuviéramos que definir el patrón que usamos
para reconocer lo chistoso. Al agrupar los objetos percibidos,
ese ignoto patrón nos permite formar categorías. A este nivel
elemental «categorizar es responder de manera análoga a un
conjunto de objetos que se pueden considerar diferentes»
(Bruner, J. S., Goodnow, J. J., y Austin, G. A.: A Study of
Thinking, Wiley and Son, Nueva York, 1956. Hay traducción
española con el sorprendente título: El proceso mental en el
aprendizaje, Narcea, Madrid, 1978).
La categorización cumple varias funciones adaptativas.
Sirve para reducir la complejidad del medio y nos evita tener
que aprender continuamente, empezando de cero. Cuando
introduzco una planta en la categoría «helecho» puedo atri-
buirle toda la información implícita en esa categoría.
L: ¿Los conceptos «vividos» dejan alguna vez de ser sólo «vi-
vidos»?
A: Sí. La inteligencia humana puede manejar esos patrones de
reconocimiento, y usarlos fuera de su función «reconoce-
dora». El concepto de «chistoso» mo es sólo un mecanismo
mental que me hace reír al escuchar un chiste, sino que
puedo pensarlo, e intentar definir su contenido. Para aclarar
más este asunto tendremos que estudiar la noción de «es-
quema».
L: Pues hágalo, porque de un tiempo a esta parte la noción de es-
quema ha invadido los libros de psicología como un sarpu-
llido. No se cómo hemos podido vivir durante siglos sin este
concepto. Lo he visto definido de muchas maneras, lo cual
solo me ha creado confusión. Para Bartlett es un resumen de
información; para Revault d”Allones, una condensación, una
abreviatura que recopila de modo unitario la experiencia pa-
sada. Bergson también utilizó la noción y escribe: «Esquema
es una representación abreviada que contiene no tanto las
imágenes como lo que hay que hacer para reconstruirlas»
(Bergson: «L*Effort intellectuel», en Oeuvres, PUF, París,
1963, p. 937). En esta definición hay dos elementos dispares:
por un lado es una representación, y por otro es un mecanismo
de producción. ¿Qué es un esquema”

27
A: En primer lugar hay que decir que se trata de un constructo
teórico hipotético. Ha sido inventado para explicar muchos
fenómenos mentales, como la asimilación de las informacio-
nes que recibimos, su almacenamiento en la memoria, los fe-
nómenos de reconocimiento, de comprensión de frases o de
realización de inferencias. Hemos de admitir que no extrae-
mos del medio toda la información posible, sino sólo la que
sabemos extraer. Asimilamos desde lo que conocemos, y
llamo esquema a este «desde». ¿En qué consiste? Creo que
puede haber esquemas de varios tipos. Los que permiten a
un director de orquesta captar los más sutiles matices sonoros
están constituidos por los mismos órganos auditivos dirigidos
y perfeccionados por la información aprendida. Son, por lo
tanto, una realidad híbrida, mezcla de fisiología e informa-
ción. Por lo tanto, en primer lugar, el esquema es una estruc-
tura psicológica y no lógica. Así lo define Neisser: Esquema
es una estructura psicológica, verosímilmente con sede neu-
ronal, modificable por la experiencia, capaz de aceptar infor-
mación y dirigir las actividades del organismo (Neisser: Cog-
nition and Reality, Freemand and Co., San Francisco, 1976.
Traducido al español con el título: Procesos cognitivos y reali-
dad, Marova, Madrid, 1981).
L: Utilizando la metáfora del ordenador, que ha embobado a los
psicólogos modernos, lo que dice borra las diferencias entre
el hardware y el software
A: Es posible. Desde luego, los estudios sobre redes neuronales
hechos por los psicólogos conexionistas admiten que en el
cerebro no hay tal distinción y que el esquema de conexiones
es a la vez software y hardware. Como es un tema todavía de-
batido podemos dejarlo en suspenso por ahora. Me interesa
más precisar que los esquemas tienen caracteres informativos
y activos. Aprovecho la ocasión para recordarle que la no-
ción de esquema no es moderna. El mismo Kant la utilizó en
la Crítica de la razón pura, como intermediario entre los
conceptos puros del entendimiento y la intuición sensible,
definiéndola así: «Representación de un procedimiento uni-
versal de la imaginación pura para suministrar a un concepto
su propia imagen.» Este lenguaje resulta sorprendentemente

276
actual. «El concepto de perro —escribe— significa una regla
conforme a la cual mi imaginación es capaz de dibujar la fi-
gura de un animal cuadrúpedo en general sin estar limitada
ni a una figura particular que me ofrezca la experiencia, ni a
cualquier posible imagen que pueda representar en concreto»
(Kant: Crítica de la razón pura, A-137).
Aparecen aquí las dos características esenciales de los es-
quemas: son sistemas de información y sistemas de produc-
ción. Así lo ha admitido la inteligencia artificial. La noción
de «guión» (script), acuñada por Schank, incluye ambos siste-
mas. (Schank, R. C., y Abelson, R. P.: Guiones, planes, metas
y entendimiento, Paidós, Barcelona, 1987). Winograd distin-
gue entre los esquemas que son «sistemas representacionales
declarativos» y los que son «sistemas representacionales de
procedimientos» (observe la semejanza con la terminología
kantiana). Rumelhart, uno de los miembros del grupo PDP
(Parallel Distributed Processing) considera que los esquemas
tienen las siguientes propiedades: son variables, pueden in-
crustarse, representan conocimientos a todos«los niveles, son
procesos activos, dispositivos de reconocimiento que eva-
lúan el ajuste con los datos que están siendo procesados.
Permiten completar la información recibida (Rumelhart, D.
E.: «Schemata: The buildings blocks of cognition», en Spiro,
R. J., Bruce, B., y Brewer, W., comps.: Theoretical Issues in
Reading Comprehension, Erlbaum, Hillsdale, Nueva Jersey,
1980).
L: ¿Recuerda usted esos animales mitológicos, hechos con por-
ciones de otros seres, cuerpos de león, alas de águila y rostro
humano, cabeza de pájaro, cuerpo de hombre y rabo de león?
La misma impresión de conglomerado fantástico me produce
la moción de «esquema». Biología + información + asimila-
ción + producción. ¿De sumandos tan heterogéneos puede
resultar una suma?
A: Para aclarárselo, le pondré un ejemplo muy sencillo: «Tirar»
un objeto —por ejemplo, una pelota— es un esquema opera-
tivo. Consiste en propulsar el objeto de manera que se separe
con cierta velocidad de la mano que lo lanza. Los movimien-
tos pueden ser muy variados. El niño los realiza con mucha

2TE
torpeza. Poco a poco va adquiriendo mayor soltura. Lo
mismo le sucede al jugador novato de béisbol o de balon-
cesto. Todos ellos van perfeccionando sus lanzamientos. El
sistema muscular aprende, es decir, conserva información de
los anteriores ensayos, que han cambiado el estado del sis-
tema. Al tirar una bola con efecto, el jugador utiliza un es-
quema ya perfeccionado, precisamente, por la información
integrada en él. Aquí tiene un esquema físicamente encar-
nado, determinado por la información.
L: De acuerdo: este caso parece claro. Pero no puede extrapolarlo
a todas las operaciones cognoscitivas.
DS Por qué no? Piaget interpreta las operaciones de la inteligen-
cia como acciones interiorizadas, según veremos. Voy a po-
nerle otro ejemplo, más complicado. Me refiero a los «esque-
mas sentimentales». Lo que llamamos sentimientos son
output de un mecanismo de interpretación (Buck, R.: «Teoría
de los prime: una visión integrada en la motivación y la emo-
ción», en Mayor, L., comp.: Psicología de la emoción, Promo-
libro, Valencia, 1988). Los esquemas sentimentales incluyen
elementos fisiológicos y elementos cognoscitivos. Plutchik
comprobó, analizando factorialmente las descripciones emo-
cionales, que cada estado se componía de muchos elementos:
cambios fisiológicos, actitudes hacia uno mismo e impulsos
para la acción. Zajonc habla de una «representación dura de
la emoción» (hard representation), y una «representación
blanda» (soft representation). Identifica la primera con la ex-
presión emocional, en la que el componente motor es funda-
mental, y la segunda con la experiencia emocional que re-
quiere la mediación del sistema cognitivo (Zajonc, R. B., y
Markus, H.: «Affect and cognition: The hard interface», en
Izard, C. E., Kagan, J., y Zajonc, R. B.: Emotions, Cognition
and Behavior, Cambridge University Press, Cambridge, 1984,
pp. 73-102).
Así pues, en los esquemas sentimentales, que interpretan
la experiencia y suscitan la aparición de «sentimientos», hay
elementos fisiológicos, cognitivos y motivacionales. Ésos son
los tres aspectos que se juntan en lo que usted llama «concep-
tos mitológicos».

278
L: En la actualidad se habla mucho de «conceptos borrosos». ¿Se
puede identificar esta noción con la de «concepto vivido»?
A: Los conceptos borrosos definen los «subconjuntos borrosos»,
que no precisan con exactitud sus límites, de tal manera que
no se puede dividir un conjunto en dos subconjuntos borro-
sos, porque no hay forma de definir sus límites. Utilizan pre-
dicados vagos, lógicas aproximadas y grados de pertenencia a
una clase. Hay conceptos intrínsecamente borrosos, como,
por ejemplo, «montón», «alrededor de», «la mayoría de», «bas-
tante», «caliente», etc. En el lenguaje normal usamos estos
conceptos imprecisos, y la inteligencia humana tiene «la no-
table habilidad de tomar decisiones racionales en entornos de
falta de certeza y de precisión» (Trillas, E., y Gutierrez Ríos,
J., eds.: Aplicaciones de la Lógica borrosa, CSIC, Madrid,
1992, p. IX). Un buen estudio sobre el tema es el de Enrique
Trillas: Conjuntos borrosos, Vicens Vives, Barcelona, 1980.
Los especialistas en inteligencia artificial están trabajando
duramente para formalizar una lógica borrosa que permita a
las computadoras manejar los fuzzy concept cón la misma sol-
tura que nosotros. Los conceptos vividos son borrosos, pero
de otra manera: por exceso de información. El concepto que
tenemos de «amor» incluye un patrón acumulativo que me
permite reconocer comportamientos amorosos de muy dife-
rente índole. En un trabajo sobre semántica de los sentimien-
tos a punto de aparecer; hemos utilizado un esquema lógico
de concepto basado en una doble articulación de los rasgos
en la línea sintagmática (copulativa) y en la línea paradigmá-
tica (disyuntiva).
L: ¿No podría explicarlo sin tecnicismos?
A: Todo se puede explicar sin tecnicismos, por supuesto. Los ras-
gos de un concepto pueden ser compatibles y agruparse en
una descripción. Un árbol tiene tronco y copa redondeada y
hojas verdes. Por ejemplo, el álamo. Pero otro árbol puede
tener tronco y copa cónica y acículas. Por ejemplo, el abeto.
Por lo tanto, hemos de incluir todos estos rasgos dentro del
concepto vivido, de manera que quede claro que algunos de
ellos se excluyen en un individuo concreto, pero se incluyen
todos en el concepto de árbol. Los árboles tienen tronco y

279
copa (redondeada o cónica) y hojas o acículas, etc. Ésta es la
borrosidad propia de todo concepto vivido.
A veces, el concepto vivido puede ser absolutamente pre-
ciso, y no serlo, en cambio, el concepto ideal mediante el que
pretendemos objetivarlo. Un ejemplo claro es el concepto
«gracioso». No sé definirlo, pero puedo percibir con toda cer-
teza si una cosa es graciosa o no lo es. En estos casos hay que
pensar que el concepto vivido no es borroso, sino que sólo es
borroso nuestro conocimiento objetivo de él.
Por último, están los que he llamado conceptos intrínse-
camente borrosos. Por ejemplo, «un montón». En este caso,
hay una decisión por parte del sujeto, de mantener una escala
de observación, aproximada. Un montón es un conjunto de
cosas que no se pueden contar de una sola mirada. Nuestra
capacidad de numerar en un golpe de vista no excede de
cinco elementos. Con mucha facilidad contamos tres y por
eso el montón ha de contar con más de tres elementos. Ade-
más, en el concepto de montón hay un componente figura-
tivo: amontonado significa que una cosa está puesta encima
de otra, y con un cierto desorden. Por eso, distinguimos en-
tre amontonado y apilado. Dicho todo esto, el montón queda
lo suficientemente definido como para que podamos usar el
concepto. Otra cosa es que el componente figurativo del
montón cambie según la materia de que se trate. Un montón
de arena tiene generalmente un tamaño mayor que un mon-
tón de azúcar, a causa de los usos que damos a ambas sustan-
cias. Por regla general, usamos el azúcar en pequeñas canti-
dades.
Lo¿Qué relación guardan los esquemas con la inteligencia?
A: El conjunto de esquemas que posee un sujeto constituye su
«inteligencia computacional». El hombre, al ser consciente
de los resultados de estos esquemas, puede activarlos, suscitar
su acción, controlarlos e incluso construirlos. Una teoría pa-
recida sostiene Pascual Leone, que ha pretendido aproximar
dos grandes corrientes de la psicología cognitiva: la psicolo-
gía operatoria de Piaget y la del procesamiento de informa-
ción. Este autor introduce la noción de «M power», la «ener-
gía central» de un sujeto, que se caracteriza por el número de

280
esquemas que un sujeto puede gestionar o activar en una sola
operación mental. Como se verá más adelante, utilizo una
idea muy parecida al explicar la creatividad (Pascual-Leone,
J., Goodman, D., y otros: «Piagetian theory and neopiagetian
analisys as psychological guides in education», en Gallagher,
J. M., ed: Knowledge and Development, 1978). Algunos auto-
res han considerado válida la teoría de Pascual Leone, pero
identificando el «M power» con la memoria inmediata (Case,
R., y Serlin, R.: «A new processing model for predicting per-
formance on Pascual Leone's test of M-Space», Cognitive Psy-
chology, 11, 1979).

281
NOTAS AL CAPÍTULO CUARTO

L: Usted sostiene que el lenguaje proporciona los planos signifi-


cativos del Mundo, permite crear y manejar significados li-
bres, e interviene en la dirección de nuestro comporta-
miento. Una vez más le veo moviéndose en un terreno
impreciso. ¿Habla usted como lingúista o como psicólogo?
A: A los lingúistas les irritará oírme decir que ambos aspectos no
pueden separarse, aunque comprendo sus razones para estu-
diar el lenguaje como una estructura autosuficiente. Entre las
obras del hombre, no hay ninguna más misteriosa que el len-
guaje. Durante milenios fue construyéndolo con una geniali-
dad minuciosa e incansable. El resultado presenta tal perfec-
ción que invita a olvidar sus orígenes. Comparado con el
sistema de la lengua, el hombre es un ser efímero. Pasan las
generaciones, cambian los tiempos y la historia, pero el len-
guaje permanece. Esta aparente desproporción entre el
agente y su criatura empuja con facilidad por derroteros equi-
vocados. Frente a la caducidad del hablante, el habla parece
eterna. Nos resulta difícil admitir que el efecto sea superior a
la causa y, por ello, en este siglo se ha pensado que tal vez
habría que cambiar el reparto de papeles. El lenguaje habría
producido al hombre, y no al revés. El hablante sería fruto
del lenguaje que habla a través del suyo. La conclusión lógica
no se hizo esperar: el hombre era un accesorio lingúístico del
que se podía prescindir. El sistema de la lengua era una es-
tructura autosuficiente. La lingúística se convirtió, como es-
cribió Hjelmslev, en «un conjunto de investigaciones que

282
descansan sobre una hipótesis, según la cual es científica-
mente legítimo describir el lenguaje como siendo esencial-
mente una entidad autónoma».
Es cierto que se puede estudiar el lenguaje desvinculado
de la subjetividad que lo crea, produce y usa, pero al hacerlo
la lingúística pierde las más profundas características del len-
guaje, que sólo podemos recuperar fundando la lingiística en
una teoría de la inteligencia. Los intentos de elaborar una
lingúística cognitiva son cada vez más sólidos y fructíferos.
Como muestra puede verse la estupenda obra de Ronald W.
Langacker: Foundations ofCognitive Grammar, Standford Uni-
versity Press, California, 1987. En el número dedicado a la
«Semántica cognitiva» de la revista Communications (n.? 53,
Seuil, París, 1991) se recogen buenos artículos introductorios,
en especial uno de Dirk Geeraerts, titulado «Grammaire cog-
nitive et sémantique lexicale».
L: En el capítulo anterior ha separado tanto el significado del
lenguaje que no sé cómo puede después unirlos.
A: No los he separado. Al contrario, ha sido la lingúística quien
lo ha hecho. Ya sabe que los lingiúistas nunca han sabido qué
hacer con el significado. Umberto Eco ha visto con claridad
que hay que reunificar el «significado semiótico» y el «signifi-
cado perceptivo». «El problema semiótico de la construcción
del contenido como significado —escribe— guarda relación
con el problema de la percepción y el conocimiento como
atribución de significado a la experiencia. Esto explica las ra-
zones de la aparente sinonimia entre significado semiótico y
significado perceptivo, gnoseológico, fenomenológico. Una
semiótica madura tendrá que confrontarse y amalgamarse
con la problemática filosófica de la teoría del conocimiento»
(Eco, U.: Semiótica y filosofía del lenguaje, Lumen, Barce-
lona, 1990, p. 98).
En un libro ya clásico, Lenneberg señaló que «la función
cognitiva que subyace al lenguaje es la adaptación de un pro-
ceso ubicuo (entre los vertebrados) de categorización y ex-
tracción de semejanzas (...) las palabras rotulan los procesos
de categorización» (Lenneberg, E. H.: Fundamentos biológi-
cos del lenguaje, Alianza, Madrid, 1975, p. 417). El capítulo

283
anterior ha sido una larga explicación de este texto. El signi-
ficado es previo al lenguaje y la capacidad de dar significado
es la operación más elemental de la inteligencia. Sólo así son
posibles los sorprendentes logros en el adiestramiento lin-
gúístico de los chimpancés. Sobre este tema pueden consul-
tarse: Premack, D.: Gavagai! Or the Future History of the
Animal Language Controversy, MIT Press, Cambridge, 1986.
Gardner, R. A., Gardner, B. B.: «Teaching sign language to a
chimpanzee», Science, 1969, p. 165.
Acerca del pensamiento sin lenguaje son importantes las
actas del Third Tyssen Symposium, publicadas con el título
Thought Without Language, edición de L. Weiskrantz, Ox-
ford University Press, 1988.
En resumen: el significado, y por lo tanto la semántica, es
el nivel cognitivo lingúístico más elemental. Incluso la sinta-
xis tiene un fundamento semántico (Galmiche, M.: Semán-
tica generativa, Gredos, Madrid, 1980).
L: Pero olvida usted fenómenos estrictamente lingúísticos como
los términos sincategoremáticos, que no tienen significado.
A: Me parece un disparate lo que acaba de decir. Si no tienen sig-
nificado, no son palabras. Otra cosa es que su significado sea
difícil de definir. Hace falta una descripción semántica pro-
funda que permita explicar la invención y el uso de esos tér-
minos.
L: Muchos lingúistas creen que no es posible derivar el lenguaje
de ninguna otra función mental. Sospecho que no admite
esta idea.
A: En efecto, no me parece acertada la posición de los innatistas.
Sostienen que necesitamos el lenguaje para aprender el len-
guaje, niegan la posibilidad de formar los universales lingúís-
ticos sin la ayuda del lenguaje y, para resolver esta paradoja,
concluyen que esos universales tienen que estar contenidos
en la dotación genética del hombre (Katz, J. J.: The Philo-
sophy of Language, Nueva York, 1966; Fodor, J. A.: El len-
guaje del pensamiento, Alianza, Madrid, 1984).
El niño profiere significados antes de hablar, gracias a lo
cual puede aprender a hacerlo. Slobin dice que el proceso de
aprendizaje está dirigido por dos principios: el niño expresa

284
ideas viejas con formas lingúísticas nuevas, y expresa ideas
nuevas con formas viejas. Ambos principios consagran la di-
ferencia existente entre «dar significados» y «expresarlos lin-
gúísticamente» (Slobin, D. L: «Cognitive prerequisites for the
development of grammar», en Ferguson, C. A., y Slobin: Stu-
dies of Child Language Development, Holt, Rinehart and
Winston, Nueva York, 1973). Schlesinger, McNamara,
Bloom, Nelson, Bruner y otros muchos autores consideran
que el lenguaje se funda sobre contenidos conceptuales o ac-
tivos prelingúísticos. Un completo panorama de estas investi-
gaciones puede verse en Hans Hormann: Querer decir y en-
tender, Gredos, Madrid, 1982.
q : La lingúística y la filosofía del lenguaje llevan decenios discu-
tiendo el problema del significado y del referente. Me da la
impresión de que usted sostiene que todo significado tiene
un referente. ¿Puede decirme cuál es el referente de este
verso de Saint-John Perse: «En las delicias de la sal se hallan
todas las lanzas del espíritu»? a
¿Me podría dar usted su significado?
no»
: Para disfrutar del poema no necesito que tenga ningún signi-
ficado.
A: Me parece que le encantan los «análisis perezosos». Le daré
ambas cosas —significado y referente—, si tiene paciencia para
soportar un análisis cuidadoso.
: Es usted un pedante insufrible.
PEMe temo que ése sea otro análisis perezoso. Para empezar, le
diré que «referente» es un concepto análogo que puede apli-
carse en distintos niveles de nuestra actividad cognoscitiva:
es «lo invariante» en una multiplicidad de apareceres o de ex-
presiones. El referente de las expresiones «el vencedor de
Austerlitz» y «el derrotado en Waterloo» es Napoleón. El re-
ferente de las menciones a Napoleón Bonaparte en una no-
vela histórica es el personaje de esa novela. El referente del
nombre propio de Napoleón pronunciado por su madre, por
sus generales y por Josefina es el hombre real, mencionado a
través de los significados de hijo, superior y amante. El refe-
rente de la multiplicidad de percepciones que la multitud te-
nía del emperador a caballo era su corporeidad. Ese «polo

285
unificador» hacia donde se dirige el «sentido» de una multi-
plicidad de significados, es el referente. Le resultará muy útil
revisar el análisis que del significado hace Husserl en Investi-
gaciones Lógicas.
L: ¿Cuál es el referente del verso de Saint-John Perse?
A: El contenido de ese verso que puede decirse de otra manera.
Por ejemplo, traduciéndolo.
Tal vez no pueda decirse de otra manera.
Entonces no habrá razón para hablar de referente.
¿Qué cree que sucede en este caso?
TE Creo que el significado de ese verso se puede parafrasear.
¿Cuáles son las delicias de la sal? Su poder para avivar un de-
seo que puede saciarse y dar placer: la sed. El deseo es la
lanza del espíritu, lo que impulsa a la conquista y a la pleni-
tud. El referente es aquello que poseen en común las dos ex-
presiones, que tienen, por supuesto, significados afines, pero
diferentes.
L: Pensaré en su propuesta. Hábleme de Vigotsky.
A: Se le ha llamado el Mozart de la psicología. Fue un talento
deslumbrante y un trabajador frenético. Nació a fines del si-
glo pasado, en Bielorrusia. Murió en 1934, a los treinta y
siete años. La edición de sus obras comprende doce volúme-
nes, y los materiales inéditos ocuparan otros tantos. La edito-
rial Visor ha comenzado la edición en español de las obras
completas. Su trabajo pasó casi desapercibido fuera de Rusia,
hasta que en 1962 se publicó en Estados Unidos la traduc-
ción inglesa de Pensamiento y lenguaje, que produjo autén-
tica conmoción. Su obra fue continuada con fervor e inteli-
gencia por sus discípulos, el más famoso de los cuales es A.
R. Luria. La teoría de esta escuela rusa distingue entre fun-
ciones psicológicas superiores e inferiores. Las funciones ele-
mentales se caracterizan por estar totalmente determinadas
por la estimulación ambiental. En las superiores, el control
pasa al individuo y emerge la regulación voluntaria. El hom-
bre crea estímulos, que son señales artificiales. Mediante es-
tos signos, que son herramientas psicológicas, duplica la rea-
lidad de los otros y la suya propia. Esta inclusión de «signos»
en las funciones psicológicas no sólo las facilita, sino que las

286
transmuta. La descontextualización del significado de los sig-
nos, su independencia respecto del contexto espacio-tempo-
ral, permite el pensamiento abstracto. Todas estas creaciones
derivan del sistema de signos y como este sistema es una
creación social, la sociedad es el origen de la conciencia y de
las funciones psicológicas superiores. Vigotsky y sus seguido-
res se ocuparon mucho de la psicología evolutiva. Según
ellos, la ley genética del desarrollo cultural dice así: Cual-
quier función presente en el desarrollo cultural del niño apa-
rece dos veces, en dos planos distintos. Primero aparece en el
plano social, para hacerlo luego en el nivel psicológico. Apa-
rece como una categoría interpsicológica para convertirse más
tarde en una categoría intrapsicológica. Esto ocurre en la
atención voluntaria, la memoria lógica, la formación de con-
ceptos y el desarrollo de la volición. Puede completar la in-
formación leyendo: Vigotsky, L. S.: Pensamiento y lenguaje,
La Pléyade, Buenos Aires, 1973. Del mismo autor, El desa-
rrollo de los procesos psicológicos superiores, Crítica, Barcelona,
1979. Ramírez, J. D.: «El lenguaje como instrumento regula-
dor de la conducta», en Palacios, Marchesi, Carretero, eds.:
Psicología evolutiva, Alianza, Madrid, 1984. Una buena intro-
ducción es la obra de James V. Wertsch: Vigotsky y la construc-
ción social de la mente, Paidós, Barcelona, 1988. Otra más: Ri-
viere, Á.: La Psicología de Lev S. Vigotsky, Visor, Madrid,
1986. Una desigual colección de artículos en Siguán, coord:
Actualidad de Lev S. Vigotsky, Anthropos, Barcelona, 1987.
La obra de Luria también es muy copiosa y merece que
se la recomiende. Lea usted su autobiografía: The Making of
Mind, Harvard University Press, Cambridge, 1979. Muchas
de sus obras están traducidas al castellano: Introducción evo-
lucionista a la Psicología, Fontanella, Barcelona, 1977, Con-
ciencia y lenguaje, Visor, Madrid, 1984; Lenguaje y compor-
tamiento, Fundamentos, Madrid, 1974; El cerebro en acción,
Fontanella, Barcelona, 1974; Los procesos cognitivos, Fontane-
lla, Barcelona, 1980.
L: Muchas de las ideas que usted defiende en este libro se pare-
cen a las de Vigotsky.
A: Sí, aunque discrepo de él en un punto fundamental, Es cierto

287
que la inteligencia humana se caracteriza por el autocontrol.
También es cierto que lo hace por medio de signos, y que és-
tos, y la inteligencia, tienen un origen social. Todo esto es
verdad, pero no es toda la verdad. Ante todo, creo que hay
que cambiar el orden de aparición de los fenómenos. La ca-
pacidad de autodeterminación funda la posibilidad de inven-
tar signos. La liberación del estímulo y la facultad de detener
el paso automático a la acción son etapas previas. Cuando un
pez responde a una «señal» que dispara su comportamiento
sexual, no está manejando signos. Para convertir esa señal en
un «signo» tendría que poder «contemplarla» como represen-
tante de otra cosa —la hembra— en vez de experimentarla so-
lamente como desencadenante de la acción. Tiene razón Bro-
nowsky cuando afirma que la posibilidad de intercalar una
demora entre la percepción de una señal y la emisión de una
respuesta, el poder de desengancharse del ductus inmediato
de estímulo y respuesta «es el rasgo central y configurador en
la evolución del lenguaje humano» (Bronowsky, J.: «Human
and animal languages», en To Honor Roman Jakobson, Pa-
rís-La Haya, 1967, vol. 1, p. 381).
La autodeterminación permite manejar la información
con independencia del estímulo. Así aparece el mundo de las
representaciones intencionales, el campo de la «irrealidad»
que, por supuesto, va a permitir la aparición del lenguaje y a
beneficiarse de él. La autodeterminación es una propiedad
subjetiva, cuyo poder ha aumentado gracias a la colaboración
social. Cuando se habla del origen social de algo hay que an-
darse con tiento, si no se quiere hipostasiar la sociedad. Que
sólo dentro de una sociedad organizada haya podido cons-
truirse un cohete espacial no quiere decir que la apelación a
la sociedad explique su origen. El cohete ha sido inventado
por la actividad de inteligencias concretas, las cuales, cierta-
mente, no habrían podido desarrollarse fuera de la sociedad.
Verosímilmente, la inteligencia comenzó siendo una mínima
capacidad de autodeterminación, suficiente para hacer posi-
ble la creación y transmisión de cultura, lo que a su vez am-
plió el poder de autodeterminación y la eficacia de la inteli-
gencia. La especie humana debió de tardar decenas de miles

288
de años en construir el lenguaje (Lieberman, P., y Crelin,
E. S.: «On the speech Neanderthal man», Linguistic Inquiry,
n.” 2, pp. 203-222). Con el lenguaje recibimos una rica he-
rencia. Ya le he hecho el inventario: la segmentación del
mundo, los conocimientos y técnicas producidos por las ge-
neraciones anteriores y, sobre todo, los métodos para manejar
irrealidades y para controlar nuestros propios comportamien-
tos. Todas las culturas enseñan a los niños el control de sus
emociones (Harris, P. L.: Los niños y las emociones, Alianza,
Madrid, 1992). Esta sabiduría recibida permite al niño bene-
ficiarse en pocos meses de lo que costó milenios aprender.
En este sentido es verdadero decir que el niño es inteligente
y libre gracias a la sociedad.
L: ¿Es tan traumático el aislamiento social?
A: Los casos conocidos de niños criados por fieras, sin contacto
con otros seres humanos, son dramáticamente convincentes:
esos niños no desarrollan su inteligencia. Puede encontrar in-
formación importante en Zinn, R.: Feral Man and Cases of
Extreme Isolation of Individuals, Contributionsof the Univer-
sity of Denver, IV, Denver, 1942. En 1920 fueron encontra-
das dos niñas viviendo en una cueva juntamente con lobos.
Fueron internadas en un orfanato, donde se intentó reeducar-
las con muy poco éxito. El encargado de esta tarea, J. A. Singh,
describió detalladamente el proceso educativo en The Diary
of the Wolf-Children of Midnapore, Contributions of the Uni-
versity of Denver, IV, Denver, 1942. Las niñas, que tenían
tres y seis años cuando fueron rescatadas, habían aprendido
pautas de comportamiento de los lobos: andaban y corrían a
cuatro patas, no podían mantenerse en posición erecta, no
podían ejercer funciones prensiles con sus manos e imitaban
a los lobos en el modo de comer y beber. Una de las niñas
murió pronto. La otra sobrevivió nueve años y tan sólo se
consiguió que aprendiera unas cuarenta palabras monosíla-
bas. Por desgracia, El libro de la selva de Kipling, que tanto
nos emocionó de niños, era una fantasía benévola y falsa.
L: ¿Esas niñas eran personas?
A: Eran seres humanos, que poseían sus propiedades personales,
pero sin haber realizado ninguna de sus posibilidades.

289
L: Para terminar, quiero reprocharle su falta de consideración ha-
cia Heidegger.
A: No me siento culpable de semejante delito. Heidegger es un
gran poeta metafísico. Es difícil no sentirse deslumbrado por
su lenguaje. Lo que ocurre es que en la situación de deslum-
bramiento se ven muy pocas cosas, y eso me pasa a mí con
Heidegger.
(No transcribiré los improperios que me dirigió el lector,
fervoroso heideggeriano, al parecer.)

290
NOTAS AL CAPÍTULO QUINTO

L: En este capítulo consigue usted la glorificación de la mezco-


lanza. ¿Le parece serio comparar una tacada de billar con un
golpe de cincel de Miguel Ángel?
A: Me parece más que serio. Me parece verdadero. ¿Por qué no
hace usted su acostumbrado resumen del capítulo?
L: No hay mucho que resumir. Su tesis se limita a afirmar que
toda actividad —desde meter una pelotita en un agujero hasta
escribir La montaña mágica— despliega un mismo esquema:
proyecto, orden de marcha, ejecución, evaluación, orden de
parada.
A: ¿Tiene algo que objetar?
L: Pues sí. Le contaré una historia. Un productor de cine muy
atareado exigía a sus guionistas que le presentasen una sinop-
sis de los nuevos guiones, que no ocupara más de cinco lí-
neas. Una de ellas decía: «Es la historia de una mujer que se
aburre con su marido y se enamora de un conquistador.» El
productor la devolvió indignado, con una nota al margen
que decía: «¡Esto es Madame Bovary palabra por palabra!»
Usted dice lo mismo: jugar al billar es pintar la Capilla Six-
tina palabra por palabra.
A: Comenzaré mi defensa con armas retóricas, colocando la com-
paración entre deporte y poesía bajo la advocación de Paul
Valéry. Durante muchos años este autor recopiló material
para un libro sobre la inteligencia, el arte y el pensamiento,
que se hubiera titulado Gladiator. Opinaba que «la filosofía
es una gimnástica» (p. 238). «El hombre —escribió— no sabe

204
andar, ni hablar, ni comer, ni respirar, nadar, amar. Lo que
quiere decir que se puede siempre sustituir cada uno de estos
actos semi-inconscientes por otro acto más perfecto, más eco-
nómico —más eficaz, de mejor rendimiento, más preciso— y
que se adapte más ajustadamente a lo óptimo. Es el principio
del deporte —máquinas progresando—, y lo mismo ocurre en
todos los órdenes. Hacer un poema, decir un poema, son ac-
tos a los que se les puede aplicar estos principios» (p. 358).
Podría aducir muchos textos, pero termino con dos: «El len-
guaje se posee de dos maneras: o como un atleta posee sus
músculos, o como un anatomista posee los músculos» (p.
347). «El adiestramiento superior consiste en la búsqueda de
mayor libertad» (p. 371). Las citas están tomadas de sus
Oeuvres completes, Cahiers I, Gallimard, París, 1974.
L: Tenía usted razón: es pura retórica.
A: Me defenderé entonces con razones. Esa es la línea sintagmá-
tica, en la que se pueden insertar todas las variaciones para-
digmáticas.
L: Eso no es una razón: sólo es un tecnicismo.
A: Lo que quiero es mostrarle que existen evidentes diferencias
entre la gimnasia y el arte, pero que no hay saltos de género
en las actividades humanas. Se dan, por supuesto, cambios de
proyecto, de valores, de criterios, pero no cambios de estruc-
tura. Lo que ocurre es que la psicología de la inteligencia se
ha desentendido durante siglos del movimiento físico, como
si perteneciera a una maquinaria fisiológica que no planteaba
problemas intelectuales. Hay que agradecer a la psicología
cognitiva su interés por este asunto. En este sentido, la in-
fluencia de Bernstein ha sido decisiva.
L: Le ruego que no olvide que sólo soy una persona culta e inte-
ligente. ¿Quién es Bernstein?
A: Bernstein es un destacado representante de la psicología rusa.
Fue tal vez el primero en darse cuenta de que el movimiento
planteaba serios problemas de computación. Cuando nos mo-
vemos manejamos ingentes cantidades de información. Se
empeñó en demostrar que los movimientos eran incontrola-
bles por impulsos eferentes. Necesitamos impulsos aferentes,
informativos de lo que está sucediendo. Además, se percató

292
de que anticipar era una función necesaria en el movi-
miento. Para algunos especialistas ésta fue su contribución
principal a la ciencia (Requim, J., Semjen, A., y Bonnet, M:.:
«Bernstein”s purposeful brain», en Vhiting, ed.: Human Mo-
tor Actions: Bernstein Reassessed, North-Holland, Amster-
dam, 1984).
Aunque sus primeras publicaciones datan de los años
treinta, su obra se conoció en Occidente (qué anacrónica
suena esta expresión) en 1967 con la traducción inglesa de
una de sus obras: The Coordination and Regulation of Move-
ment, Pergamon Press, Londres. Sus ideas influyeron mucho
en los comienzos de la psicología cognitiva. No olvide que
uno de los hitos importantes en su historia es la publicación
del libro Planes y estructuras de la conducta, de Miller, Pri-
bram y Gallanter, que trata del movimiento. En este libro
es evidente la influencia de Bernstein. Como se desconoce
la importancia psicológica del tema, le voy a enjaretar una
lista bibliográfica. Hay dos buenas revisiones: Harvey, N., y
Greer, K.: «Action: mechanisms of motor control», en Clax-
ton, ed.: Cognitive Psychology: New Directions, Routledge
and Kegan, Londres, 1980, y Harvey, N.: «The psychology
of action: current controversies», en Claxton: Growth Points
in Cognition, Routledge, Londres, 1988. Gallistel, C. R.: The
Organization of Action: A New Synthesis, Erlbaum, New Jer-
sey, 1980; Salzman, E. L., y Kelso, J. A. S.: «Toward a dy-
namic account of memory and control», en Magill, ed.: Me-
mory and Control of Action, Nort-Holland, Amsterdam,
1983; Alain, C., Sarrazín, C., y Lacombe, D.: «The use of
subjective expected values in decision-making in sport», en
Sport and the Elite Performer, Human Kinetics Publisher,
Champaig, Hlinois, 1985; Schmidt, R. A.: «The schema con-
cept», en Kelso, ed.: Human Motor Behavior, Erlbaum,
Hillsdale, Nueva Jersey, 1982.
L: vupongo que es verdad que el movimiento plantea serios
problemas computacionales. Desde hace muchos años se ha
considerado el cerebelo como un pequeño computador orgá-
nico, pero aun así me parece que la relación con la inteli-
gencia es muy lejana. No toda computación de información

293
es inteligente. El sistema inmunológico, según dicen, ma-
neja muy bien la información.
A: La relación del movimiento con la inteligencia es más estre-
cha. El problema ha interesado a los principales especialis-
tas. Sir Frederic Bartlett organizó sus investigaciones experi-
mentales acerca del pensamiento a partir de la idea de que
el pensamiento es una «habilidad de alto nivel» y que en su
estudio debíamos aplicar lo que sabemos sobre habilidades
motoras. «Utilizamos el término “habilidad” —escribió—
cuando se trata de una gran cantidad de funciones de recep-
tores y efectores que se encuentran unidas y relacionadas se-
gún un orden de sucesión significativo que posee un inhe-
rente carácter de dirección y que se mueve hacia un
objetivo considerado como su término natural» (Bartlett, F.:
Pensamiento, Debate, Madrid, 1988, p. 20). También Jerome
Bruner estudió las habilidades motoras como manifestacio-
nes elementales de la inteligencia. Según él, existe una «ló-
gica del movimiento» que funciona como un antecedente
del lenguaje. Recogió así parte de las investigaciones de
Lashley, quien se esforzó por demostrar que las acciones
poseen las propiedades de un lenguaje organizado sintácti-
camente: «La sintaxis no es inherente a las palabras utiliza-
das, ni tampoco a lo que expresan. Es una forma generali-
zada que se impone sobre los actos concretos a medida
que ocurren» (Lashley, K. S.: «The problem of serial order
in behavior», en Jeffres, L. A., ed.: Cerebral Mechanism
in Behavior: The Hixon Symposium, Wiley, Nueva York,
Spurs
L: Entonces, la sintaxis no deriva de la semántica, como usted
sostiene.
A: Su observación es muy aguda. En uno de sus libros, Daniel
Dennett, uno de los filósofos avecindados en las ciencias
cognitivas, se plantea una pregunta semejante: «¿Cómo se
las arregla el cerebro para obtener semántica de la sin-
taxis? ¿Cómo podría cualquier entidad obtener la semántica
de un sistema sólo de su sintaxis? No podría. La sintaxis de
un sistema no determina su semántica» (Dennet, D. C.: La
actitud intencional, Gedisa, Barcelona, 1991, p. 65).

294
: No sé entonces cómo pueden integrarse esa «lógica del movi-
miento» y la semántica correspondiente».
Tampoco yo lo sé.
Es refrigerante oírle decir que no sabe algo.
e Pero le puedo decir por dónde creo que debe ir la investi-
e
gación.
Recuerde la idea de «memoria dinámica». El movimiento
muscular utiliza esquemas dinámicos que le permiten antici-
par la acción. Producen un discurso muscular, en que el su-
jeto utiliza lo que sabe para dirigir la acción y utiliza los datos
que recibe para acomodar la acción. Creo que nuestra memo-
ria es activa, y que cada uno de los esquemas que la compo-
nen, y cuyo conjunto constituye el Mundo, producen un dis-
curso continuo, en el que anticipa lo que va a suceder.
15 Me parece disparatado suponer que mantenemos continua-
mente activada nuestra información sobre la realidad. Eso
supondría una carga computacional insostenible, por decirlo
en la jerga informática.
A: Según los cálculos de Sejnowski, un miembro del grupo Proce-
samiento Distribuido Paralelo, la tasa promedio de procesa-
miento del cerebro es de 10% operaciones por segundo, que
es una velocidad abrumadora. Pero proseguir por este ca-
mino me parece arriesgado. Prefiero contarle la solución que
dio Piaget. En su obra destaca una idea central: la vida inte-
lectual del hombre se funda en acciones reales ejecutadas por
el sujeto. Durante la infancia, estas acciones, que son el nú-
cleo de toda adaptación intelectual, son relativamente ma-
nifiestas, sensorio-motoras. El niño coge objetos, los chupa,
hace exploraciones «visuales, etc. Con el desarrollo, las accio-
nes se hacen progresivamente internas y encubiertas. Al pa-
recer, la internalización comienza siendo fragmentaria y de-
masiado literal pues el niño no hace más que repetir en su
cabeza la secuencia de acciones simples y conscientes que
acaba de ejecutar o está aún ejecutando. A medida que la in-
ternalización prosigue, las acciones cognoscitivas se vuelven
más esquemáticas y abstractas. Se hacen «reversibles», se or-
ganizan en sistemas convirtiéndose en «operaciones». Para
Piaget «toda acción, al aplicarse a los objetos, se acomoda a

295
ellos, es decir, sufre en negativo la impresión de las cosas so-
bre las cuales se moldea. Por supuesto, lo esencial de la ac-
ción no consiste en esa impresión: consiste en la modifica-
ción impuesta al objeto, es decir, en la asimilación de éste a
los esquemas del sujeto» (Piaget, J., e Inhelder, B.: La repré-
sentation de Vespace chez l'enfant, PUF, París, 1948. Cito la
primera edición para que pueda darse cuenta de que este
autor fue un precursor de los trabajos actuales). Así pues, la
acción es un elemento esencial de la dialéctica entre asimila-
ción y acomodación, que es el eje de la teoría de Piaget. La
acción tiene que «acomodarse al objeto» (mi mano a la pe-
lota) pero asimilando el objeto al sujeto (convierto la pelota
en algo «asible», la introduzco en mis esquemas sensorio-mo-
tores). «Hay que decir que, en todos los niveles, la acción
—punto de partida común de las intuiciones imaginadas y de
las operaciones— agrega algo a lo real, en lugar de extraerle
simplemente (o, como se dice, de “abstraerle”) los elementos
de su propia construcción» (Piaget, J.: Les notions de mouve-
ment et de vitesse chez l'enfant, PUF, París, 1946).
L: Lo que dice me suena muy kantiano. También antes, oyéndole
hablar de la memoria dinámica y de esquemas que desarro-
llan su propio discurso, tuve una sensación de déja vu; me
recordó la «vida del concepto» que describía Hegel.
A: Hay, sin embargo, una diferencia esencial. Los esquemas no
son elementos ideales, sino psicológicos. Son propiedad de
un organismo vivo. La vida está en el sujeto y no en el con-
cepto. Respecto al tono kantiano de Piaget también a mí me
parece escucharlo.
L: Por lo que me ha contado hasta ahora, no comprendo cómo
Piaget explica el paso a la semántica.
A: Hasta ahora sólo me he referido al aspecto operativo del cono-
cimiento, pero queda otro aspecto esencial: el figurativo. Co-
nocer es «hacer mentalmente cosas», pero para poder hacer-
las hay que tener informaciones sobre las que operar. Lo que
sucede es que, para Piaget, el plano figurativo también está
determinado por la actividad. No es de extrañar que su libro
sobre la percepción se titule: Les mécanismes perceptifs, PUE,
París, 1981. La percepción, sostiene, no procede a la manera

296
de una copia o medida exactas, sino que funciona como una
especie de muestreo; no aprehende todos los puntos o micro-
segmentos de la figura, sino que los escoge como echándolos
a suerte: en este caso los elementos o microelementos escogi-
dos o encontrados de manera privilegiada serán sobreestima-
dos por relación a los que no lo son (Piaget, J.: Traité de psi-
chologie experimentale, PUF, París, 1963, VIL p. 4). La
percepción está penetrada de inteligencia.
Los aspectos figurativos del conocimiento no se limitan a
la percepción, simo que incluyen nuestras representaciones
mentales. Hay que reconocer a Piaget el mérito de haber pu-
blicado una obra sobre «las imágenes mentales» en 1966,
cuando este tema estaba proscrito por la psicología oficial. La
imagen mental tampoco se desconecta de la acción. En su
opinión no procede directamente de la percepción, sino de la
«imitación». Tiene, pues, un origen motor. La imagen es una
«imitación interiorizada». Para probarlo tuvo en cuenta las
investigaciones de Gastaut (1954) que encontró las mismas
ondas electroencefalográficas durante la representación men-
tal del acto de doblar la mano y durante la ejecución del acto.
Morel había llegado a conclusiones parecidas al estudiar los
movimientos oculares durante la exploración visual y du-
rante la representación imaginaria. Á pesar de todo lo que le
he dicho creo que Piaget estudió mejor los componentes for-
males de la inteligencia que sus componentes figurativos. Sus
libros sobre la formación de los conceptos de número, espa-
cio, tiempo y causa son espléndidos, pero echo en falta estu-
dios semejantes sobre los conceptos de mesa, árbol o madre.
L: Dejemos si le parece el estudio del movimiento como compo-
nente intrínseco de la inteligencia, porque me interesa ha-
cerle unas preguntas sobre la transfiguración del movimiento
muscular. Afirma que el movimiento muscular se hace libre.
¿Puede un psicólogo hablar de libertad? ¿No es un concepto
demasiado metafísico?
A: Insisto una vez más en que uso un concepto muy humilde de
libertad. El sistema muscular esquelético, dirigido por el sis-
tema nervioso central, es libre en comparación con los
músculos dirigidos por el sistema nervioso autónomo. No

20,
controlo de la misma manera los músculos de mis brazos que
los músculos de mi corazón. Los procesos de la inteligencia
computacional controlan directamente el movimiento mus-
cular que llamamos voluntario, y esto supone un gran salto
en la escala evolutiva. Hay ajustes musculares que se desarro-
llan automáticamente, sin conciencia, sin intervención cons-
ciente del sujeto. Por ejemplo, cuando corro necesito mayor
cantidad de oxígeno, lo que produce un cambio en el ritmo
del corazón. Una eficaz computadora biológica dirige esos
mecanismos, Es muy posible que todo el sistema muscular
pudiera estar dirigido —o tal vez lo esté en los animales— por
un procedimiento semejante, y que a lo largo del proceso
evolutivo el hombre haya conseguido liberar una parte de su
sistema muscular. Lo cierto es que entre su inteligencia com-
putacional y su sistema muscular esquelético hay un hiato. Es
probable que la manifestación más elemental de la capacidad
de autodeterminarse sea el poder de «inhibición». Los neuró-
logos afirman que el niño necesita aprender a inhibir sus re-
flejos para poder construir movimientos controlados (Bruner,
J. S.: Acción, pensamiento y lenguaje, Alianza, Madrid, 1984,
p:8):
William James mantuvo en sus Principios de Psicología,
una obra que todavía resulta instructiva, que lo esencial en la
voluntad es la inhibición. La conciencia, decía, es impulsiva
por naturaleza. El movimiento es el efecto inmediato natural
de la sensación, con independencia de cuál pueda ser la cali-
dad de la sensación. Esto es así en las acciones reflejas, esto
es así en la expresión emocional y esto es así en la vida vo-
luntaria. «La palabra fisiológica “inhibición” se puede usar si-
nónimamente con la expresión psicológica y ética “autocon-
trol”, con “voluntad”, cuando se ejerce en determinadas
direcciones» (James, W.: Principios de Psicología, FCE, Mé-
xico, 1989, p. 985).
L: Los filósofos también han señalado ese aspecto, a su manera.
Scheler decía que comparado con el animal, que siempre
dice sí a la realidad, incluso cuando la teme y la rehúye, el
hombre es el ser que sabe decir no, el asceta de la vida, el
eterno protestante contra toda mera realidad (Scheler, M.: El

298
puesto del hombre en el cosmos, Losada, Buenos Aires, 1938,
p-322):
A: Tiene razón. El texto de Scheler está muy bien escrito, pero
prefiero otro de Locke sobre el mismo asunto, que me sirve
además para rendir homenaje a la gran escuela de los empi-
ristas ingleses: «Pues teniendo la mente en la mayoría de los
casos, como se ve en la experiencia, el poder de suspender la
ejecución y satisfacción de alguno de sus deseos, y así de to-
dos, uno tras otro, es libre de considerar los objetos de éstos,
examinarlos por todos los lados, compararlos con otros. En
esto reside la libertad que tiene el hombre; y por no usar su
derecho viene toda la variedad de errores, equivocaciones y
faltas en los que incurrimos en la conducción de nuestra vida
y en nuestros esfuerzos por procurarnos la felicidad; y así
precipitamos la determinación de nuestra voluntad y nos
comprometemos demasiado -pronto, antes del debido exa-
men. Para evitar esto, tenemos el poder de suspender la pro-
secución de ese o aquel deseo; como cada ¡uno lo experi-
menta cotidianamente dentro de sí mismo. Esto me parece a
mí la fuente de toda la libertad; en esto parecería residir lo
que se llama (para mí de manera impropia) libre albedrío.
Durante la suspensión del deseo, tenemos oportunidad de
examinar, considerar y juzgar lo bueno y lo malo de lo que
haremos; y cuando, basándonos en el debido examen, juzga-
mos que hemos cumplido con nuestro deber y hecho todo lo
que podíamos o debíamos hacer en prosecución de la felici-
dad; y no es una falta sino una perfección de nuestra natura-
leza desear, poder y actuar de acuerdo con el último resul-
tado de un análisis justo (Ensayo sobre el conocimiento
humano, IL, XX].
L: Pasemos a otra cuestión. Usted sostiene que hay un movi-
miento físico creador, es decir, inteligente. También ha di-
cho que lo que un sujeto piensa sobre la inteligencia es un
componente real de la inteligencia. Si esto es verdad, la idea
que una persona tiene sobre sí mismo debería influir también
en su rendimiento muscular. ¿Suceden así las cosas?
A: Parece que sí. Parece comprobado que el sentimiento de la
propia eficacia influye en el rendimiento de los atletas. Se ha

299
estudiado en atletismo, tenis, salto y gimnasia. La energía
disponible no es constante, sino que depende, entre otras
cosas, de la imagen que el sujeto tenga de su propia poten-
cia. Se trata de temas muy difíciles de analizar porque estu-
dian las más enigmáticas fuentes de nuestro comporta-
miento, donde las aguas del conocimiento, del sentimiento
y de la motivación no están aún deslindadas. Puede ver un
completo resumen de las investigaciones en la obra de Al-
bert Bandura: Pensamiento y acción, Martínez Roca, Barce-
lona, 1987, Estudios más técnicos: Barling, J., y Abel, M.:
«Self-efficacy beliefs and performance», Cognitive Therapy
and Research, 7, 1983. Feltz, D. L., y Albrecht, R. R.: «The
influence of self-efficacy on approach/avoidance of a high-
avoidance motor task», en J. H. Humphrey y L. Vander
Velden, eds.: Current Research in the Psychology/Sociology of
Sport (vol. 1), Princeton Book Company, Princeton, Nueva
Jersey. Lee, C.: «Self-efficacy as a predictor of performance
in competitive gymnastics», Journal of Sport Psychology, n.* 4,
1982, pp. 405-409.
La historia de los deportes plantea un problema que tal
vez podamos resolver apelando a la influencia que ejerce la
percepción de las propias posibilidades. Ha habido récords
que han tardado mucho tiempo en batirse, pero que una vez
que se han logrado se convierten en marcas accesibles para
muchos atletas. Lo mismo sucedió con la introducción en la
gimnasia femenina de ejercicios que durante años sólo po-
dían realizar gimnastas masculinos. Las nuevas técnicas de
entrenamiento han influido en este progreso, pero no creo
que expliquen el fenómeno por completo. Creo que saber
que alguien ha sido capaz de realizar el ejercicio o de batir el
récord influye realmente en la capacidad de los atletas.
L: Esto tiene relación con la importancia que concede al entre-
namiento y a lo que llama zona de desarrollo remoto.
L: En efecto. Los animales aprenden habilidades motoras. Las
crías de los animales superiores aprenden mucho de sus ma-
dres por observación. Incluso la conducta de evitación de las
serpientes difiere entre los monos de laboratorio y los que
han sido criados en libertad. El ejemplo de los padres resulta

300
determinante. Se ha comprobado que, en situaciones de labo-
ratorio, los monos también aprenden a evitar situaciones o
respuestas que han observado que causan daño a otros indivi-
duos. Un estudio ya clásico demostró que se da una mejora
en la conducta de escape de un laberinto en los gatos que
han visto cómo escapaban otros animales (Hall, K. R. M.:
«Baboon social behavior», en DeVore, ed.: Private Behavior:
Field Studies ofMonkeys and Apes, Holt, Rinehart and Wins-
ton, Nueva York, 1965; Herbert, N. J., y Harash, G. M.:
«Observational learning in cats», Journal of Comparative and
Physiological Psychology, 1944, n.* 37, pp. 81-95).
En los animales se da, por lo tanto, un aprendizaje por
observación de modelos, que puede ser automático y no in-
tencional. La inteligencia humana transfigura este tipo de
aprendizaje. En primer lugar, puede dirigir su propio apren-
dizaje. La actividad de aprender queda regida por proyectos,
lo que permite al hombre construir creadoramente su propia
memoria, su propia personalidad y su propia mundo. El en-
trenamiento se integra así dentro de las actividades crea-
doras.
Además aparece otra peculiaridad importante, referente
al modelo. El animal aprende los modelos percibidos, y el
hombre también. Pero el hombre amplía colosalmente su po-
sibilidad de aprender, porque puede regirse por modelos
imaginados. Cuando un tenista se entrena para perfeccionar
su saque puede imaginar el tipo de movimiento que desea al-
canzar y lo mismo le ocurre al bailarín que proyecta una co-
reografía y luego se entrena hasta que es capaz de realizarla.
La inteligencia humana produce realidades con la ayuda de
irrealidades que a veces ni siquiera sabe imaginar. Muchos
proyectos creadores están vacíos de contenido intuitivo, sólo
son pensados o, incluso, solamente «hablados», pero pueden
guiar nuestra búsqueda. Estas metas o modelos que desde
una brumosa lejanía dirigen el comportamiento se encuen-
tran en lo que llamo «zona de desarrollo remoto» que, como
explicaré más tarde, es el campo de juego de la creatividad.

301
NOTAS AL CAPÍTULO SEXTO

L: Su idea de que la atención es el tema central de la teoría de la


inteligencia me ha sorprendido, porque no suele ocupar tan
distinguida plaza. Suele ser un tema marginal en los tratados
sobre la inteligencia.
A: Ha sido un grave error de la psicología y de la filosofía haber
separado la inteligencia de otros elementos de la vida men-
tal. Si aislamos el comportamiento inteligente, separándolo
del mundo afectivo, es difícil que la atención encuentre aco-
modo. Por una parte, su puesto parece estar cerca de la vo-
luntad. Por otra es un fenómeno claramente cognitivo. Esta
situación ambivalente resulta de gran interés. Lo que he lla-
mado «atencionalidad» es la estructura básica de nuestra con-
ciencia. Sospecho que la forma más originaria de estar si-
tuado conscientemente en la realidad es «ser afectado» por
ella. En esta primera relación resultan indiscernibles los as-
pectos noéticos y noérgicos, es decir, los que proporcionan
información y los que convierten esa información en atrac-
tiva o aversiva. Las cosas ejercen su poder sobre nosotros y se
imponen a la conciencia. Esta situación cambió cuando el su-
jeto humano aprendió a poner su interés en las cosas, o lo
que es igual, a dirigir parte de su vida sentimental. Es verosí-
mil que durante milenios el hombre fuera separando costosa-
mente el sentimiento de la intelección. Ambas llegarían a ser
especialidades de la inteligencia, que, por supuesto, no se
han independizado una de la otra. Pero, en este momento de
la evolución humana, nos parece claro distinguir estos

302
grandes sectores de nuestra vida consciente: el conocimiento
y el afecto. La atención es un vestigio del tiempo de la uni-
dad, y por eso resulta difícil de clasificar en los tiempos de la
dicotomía.
L: Ahora que la psicología intenta simular todas las operaciones
mentales en los ordenadores, ¿se puede simular la atención?
A: Supongo que sí, pero de una manera muy forzada. Creo que
los fenómenos atencionales, con sus implicaciones afectivas
y noéticas, son una exclusiva de la inteligencia humana. El
ordenador realiza una operación o no la realiza. El hombre
puede realizarla con distintos grados de automatismo o con-
ciencia. No sé muy bien lo que podría significar para un or-
denador ejecutar un programa conscientemente. Tenga en
cuenta que muchos expertos en inteligencia artificial sostie-
nen que la conciencia no sirve para nada. Toda distinción
fenomenológica, nuestras experiencias, los sucesos conscien-
tes, están causados, basados o proyectados desde unas opera-
ciones computacionales precedentes. Afirman que la in-
fluencia se da en una sola dirección, desde los mecanismos
de computación hacia la conciencia, y que, por lo tanto, «el
ser consciente de algo no puede tener en sí mismo ningún
efecto en la mente computacional, por lo que la conciencia
no es buena para nada» (Jackendoff, Consciousness and the
Computational Mind, MIT Press, Cambridge, 1987, pp.
24-27). Supongamos que un ordenador realiza un proceso de
demostración de teoremas matemáticos. Para su tarea es
irrelevante el que alguien lea los resultados. La máquina los
ha producido, comparado, deducido, almacenado y están en
su memoria, listos para ser utilizados en otra ocasión. Con-
vertido el cerebro humano en una máquina semejante, la
conciencia es innecesaria.
L: La tesis me parece monstruosa, aunque no sabría darle razones
en contra. ¿A usted qué le parece?
A: En primer lugar, un grave error metodológico. Parte de los
científicos cognitivos piensan que el sujeto humano es un ac-
cesorio casual para la inteligencia, que es un proceso ideal
que puede encarnarse —implementarse, por usar un término
moderno— en cualquier ordenador artificial o biológico. Es

303
evidente que los procesos computacionales pueden estudiarse
así, pero es radicalmente falso que lo que se esté estudiando
sea la inteligencia humana. Este problema tiene una gran
transcendencia educativa y cultural, y es semejante al que
planteó Husserl en su obra La crisis de las ciencias europeas y
la fenomenología transcendental. Cuando ya se presentía la
tragedia que iba a abatirse sobre Europa, Husserl alertó a sus
contemporáneos sobre el peligro de malentender las conquis-
tas teóricas de la ciencia. Le preocupaba que la idealización
matemático-geométrica de la realidad adquiriera una apa-
rente autonomía que hiciera olvidar que su origen estaba en
la experiencia subjetiva. Al prescindir de su relación con el
sujeto, que es la fuente originaria de todos los significados y
de todos los modos válidos de la objetividad, la ciencia se in-
capacita para comprender su propio fundamento. Apartada
del hombre, dotada de un poder cristalino e inmune, su apa-
rente autosuficiencia impide valorar el azacaneado mundo de
la vida humana, en el que las verdades se entremezclan con
los valores. La inteligencia humana no es el eficaz dina-
mismo de una computadora, sino la costosa búsqueda de la
libertad por parte de un sujeto que sabe manejar información,
pero que ha de hacerlo bregando contra la dificultad, el can-
sancio y las distracciones. No es la potencia computacional lo
importante en la inteligencia, sino el control que el hombre
ha conseguido sobre sus propias operaciones y que le ha per-
mitido ampliar sus actividades, deslindar los campos senti-
mentales y noéticos, aspirar a la razón y aprender a ser autor
de sí mismo. Prescindir de esta historia de triunfos y titubeos
es rechazar la creación humana más transcendental.
L: ¿Esta marginación del sujeto personal es «doctrina común» de
la psicología cognitiva?
A: Algunos autores sostienen que la psicología cognitiva se
mueve a nivel «sub-personal» (Dennet, D. C.: Brainstorms
Philosophical Essays on Mind and Psycology, MIT Press, Cam-
bridge, 1978, p. 107). Y así lo hace cuando se limita a estu-
diar la «inteligencia computacional». Otros autores, como
Johnson-Laird, admiten dos niveles, En el nivel inferior,
unos procesadores trabajarían en paralelo, sin conciencia. En

304
el segundo nivel otros procesadores pueden tomar decisiones
conscientes gracias a su competencia para incluir dentro de
un modelo mental de sí mismos los restantes modelos menta-
les. Si prescindimos de la jerga informática, lo que nos dice
este autor es que una inteligencia computacional capaz de di-
rigirse por sus propios proyectos supone una definitiva inno-
vación. Tiene razón al señalar que hay que admitir dos nive-
les distintos para explicar que «en algunas ocasiones podemos
controlar conscientemente nuestro comportamiento» (John-
son-Laird, P. N.: «A computational analysis of conscious-
ness», Cognition and Brain Theory, n.* 6, 1983). Marcel ad-
mite que la «experiencia fenoménica no es tan sólo una copia
separada de las representaciones inconscientes». No hay
identidad entre los productos de la computación y los conte-
nidos conscientes. La conciencia tendría como tarea «dar
sentido a tantos datos como sea posible al nivel más útil fun-
cionalmente» (Marcel, A. J.: «Conscious and unconscious
perception: an approach to the relations between phenome-
nal experience and perceptual processes», Cognitive Psycho-
logy, n.? 15, 1983).
Sobre estos temas es muy interesante el libro de Amparo
Moreno Hernández: Perspectivas psicológicas sobre la concien-
cia, Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid, 1988.
También es útil la obra de Ángel Riviere: El sujeto de la Psi-
cología Cognitiva, Alianza, Madrid, 1987.
L: No parece usted muy entusiasmado con la teoría del sujeto im-
plícita en la psicología cognitiva y en la teoría de la inteli-
gencia artificial. ¿Por qué?
A: Creo que sólo es adecuada para la inteligencia computacional
y no para la inteligencia humana. Con frecuencia las inter-
pretaciones psicológicas han derivado de ideas previas sobre
la subjetividad humana. Estos prejuicios teóricos resultan
a veces imperceptibles porque acaban por configurar los fe-
nómenos que pretendían aclarar. Son teorías psicológicas que
funcionan como «selffulfilling-prophecy», como profecías
que se autorrealizan por el hecho de ser emitidas. Le pondré
un ejemplo. Jerome Bruner mantiene que las ideas sobre la
subjetividad humana y su desarrollo, elaboradas por tres

305
grandes autores —Freud, Piaget y Vigotsky— «pueden estar
constituyendo el desarrollo real de los niños en nuestra cul-
tura, en lugar de haberlo simplemente descrito» (Bruner, ].:
Realidad mental y mundos posibles, Gedisa, Barcelona, 1988,
p. 139). Harre y sus colaboradores han reclamado la elabora-
ción de una nueva psicología, porque la actual produce una
cierta pasividad e irresponsabilidad en los sujetos (Harre,
Clarke y De Carlo: Motivos y mecanismos, Paidós, Barcelona,
1989, p. 28). Por último, le recomiendo el interesante libro
de Sherry Turkle: El segundo Yo, Galápago, Buenos Aires,
1984, sobre la antropología implícita en la cultura del orde-
nador.
L: Lo que dice sobre las teorías psicológicas me recuerda una
anécdota de Picasso, cuando respondió a una clienta que se
quejaba de la falta de parecido de su retrato: «No se preo-
cupe, señora, ya se parecerá usted a él.» Si es verdad lo que
dice, acabaremos pareciéndonos todos a las ideas psicológicas
vigentes, y no al revés.
A: Así suceden las cosas, por razones que he explicado en este
líbro.
L: Su forma de tratar la atención se centra en dos temas: el con-
trol del campo de la conciencia y la activación de nuestros
esquemas. El análisis de nuestra experiencia consciente y de
su movilidad nos hace ver que unas informaciones entran en
el campo de la conciencia, lo ocupan de una manera más o
menos total, y ahí se mantienen, cambian de situación o de-
saparecen. Puesto que estos fenómenos conscientes proceden
de actividades previas, me gustaría saber qué actividades in-
troducen la información, la cambian o la mantienen, y cómo
la inteligencia puede suscitar, controlar o dirigir esas activi-
dades. Así pues, le voy a someter a un breve examen. Pri-
mero: ¿Cómo entra la información en el campo de la con-
ciencia?
A: Algunas informaciones pasan a estado consciente de manera
involuntaria. Así sucede con los estímulos intensos o nuevos,
y también con los que afectan de manera importante a la
seguridad o bienestar del sujeto. Esto quiere decir que los
procesos que originan estas informaciones no están bajo el

306
control consciente del sujeto, sino bajo el control de los estí-
mulos o de sistemas de producción de ocurrencias, que gozan
de una cierta autonomía. Hay otras informaciones que pasan
a estado consciente bajo el control del sujeto, que suscita y
dirige la ejecución de los procesos previos necesarios. Re-
cuerdo, imagino o reflexiono y al hacerlo determino el flujo
de mi conciencia. Éste es un primer significado de la palabra
«atender»: poner en estado consciente. Las actividades pue-
den desarrollarse bajo control del sujeto (atención voluntaria)
o bajo control del estímulo o de sistemas autónomos (aten-
ción involuntaria).
L: ¿Cómo ocupa la información el campo de la conciencia?
A: El campo de la conciencia es «la totalidad de los datos com-
presentes» (Gurwitsch, A.: El campo de la conciencia,
Alianza, Madrid, 1979, p. 16). El objeto puede ocupar total-
mente el campo consciente —y en ese caso hablamos de «con-
centración absoluta»—, o puede ocuparlo parcialmente y en-
tonces el campo consciente se estructura en figura y fondo.
Ésta es una descripción verdadera, pero demasiado estática.
Atender es realizar una tarea con la que el sujeto se siente
identificado y a la que se aplican todos los recursos mentales
que necesita. Eleonor Gibson dice, con razón, que atender es
relacionar la percepción con la acción, las necesidades y mo-
tivos de una persona (Gibson, E., y Rader, N.: «Attention:
The perceiver as performer», en Hale y Lewis, eds.: Attention
and Cognitive Development, Plenum Press, Nueva York y
Londres, 1979, p. 2). Cuando el alpinista observa cuidadosa-
mente las grietas de la roca, está realizando una serie de acti-
vidades recursivas, que pueden describirse así: Actividad
principal (escalar). Actividades mentales subordinadas (bús-
queda de información dirigida por los planes del alpinista,
activación de las memoria, cálculos sobre distancias, explora-
ción perceptiva de las fisuras). Operaciones elementales (por
ejemplo, para observar la roca el ojo tiene que moverse para
que los estímulos interesantes alcancen la fóvea). Aparece
aquí un concepto más estricto de «atender»: es hacer que un
objeto alcance el primer plano de la conciencia y aplicar a
una tarea toda la información necesaria para controlarla pun-

307
tualmente y dirigir su ejecución utilizando información en es-
tado consciente.
L: ¿Cómo se cambia la estructura del campo?
A: El cambio puede ser de tres clases: lo que estaba en primer
plano pasa a segundo plano. Lo que estaba en estado cons-
ciente desaparece por completo y, por último, lo que desapa-
rece permanece en estado vigente. Estas alteraciones pueden
estar o no bajo el control del sujeto, o, lo que es igual, unas
“veces serán voluntarias y otras involuntarias. Lo que caracte-
riza a los cambios voluntarios es que se ejecutan desde la
misma conciencia, es decir, obedecen a proyectos construidos
por el sujeto. Estas actividades son muy complejas y difíciles
de describir. Imagine que está escribiendo y piensa que debe-
ría hacer una llamada telefónica. El tema sobre el que estaba
escribiendo queda en un segundo plano, porque, aunque la
actividad permanece vigente, el primer plano ha sido ocu-
pado por la llamada. Usted ha cambiado voluntariamente la
estructura del campo de conciencia.
L: Le falta explicar cómo ha aparecido la idea de hacer la
llamada.
A: En efecto, y se trata de un asunto misterioso. En el caso de la
llamada telefónica, la ocurrencia procede de su memoria o de
proyectos previamente promulgados por el Yo ejecutivo, y
que permanecían vigentes, pero en la sombra. Ya hablaremos
más adelante sobre este tema. Por el momento basta con su-
brayar que el sujeto cambia de actividad y al hacerlo altera la
estructura de su campo consciente. No se puede decir que,
en estricto sentido, haya un cambio en la atención, sino un
cambio en la actividad o tarea que se realiza.
L: Cuarta pregunta. Ya sabemos cómo entra la información,
cómo se instala en la conciencia y cómo cambia. Ahora me
interesa conocer el aspecto complementario. ¿Cómo se man-
tiene una información en estado consciente?
A: Se trata de un tema de gran importancia práctica. Todo educa-
dor ha oído quejas, a veces angustiadas, sobre la dificultad de
concentrarse. Al sujeto le cuesta mucho mantener una activi-
dad continuada, por ejemplo, estudiar. Conviene advertir que
no es posible distinguir dos actividades, la de estudiar y la de

308
estar atentos al estudio, sino una sola: estudiar. Ésta es una
actividad ardua, que ha de realizarse siempre de manera
atenta, es decir, subordinando a ella todos los recursos com-
putacionales que precise. Ocurre que el sistema nervioso
tiende a automatizar todas las operaciones que puede, porque
le resultan menos costosas. La automatización del estudio
consiste en leer mecánicamente la lección, por ejemplo. Pero
esto no es estudiar, sino desarrollar los automatismos de la
lectura, que son compatibles con la realización de otras acti-
vidades mentales.
L: Creo que se sale usted por la tangente, porque se limita a con-
vertir el problema de mantener la atención en el problema
de mantener la actividad, y eso no soluciona nada.
A: No estoy de acuerdo. Sirve para relacionar el tema de la aten-
ción con el del comportamiento y el de la motivación. Ob-
serve, en primer lugar, que las dificultades surgen sólo en la
atención voluntaria. En la involuntaria me dejo raptar por la
actividad o el objeto. Por el contrario, cuando tengo que ha-
cerme cargo del control de mis operaciones mentales, éstas,
que estaban destinadas a ser movidas por las características
del estímulo, se rebelan. William James consideraba que «no
puede sostenerse por más de unos cuantos segundos lo que
podríamos llamar atención voluntaria. Aquello que llamamos
atención voluntaria sostenida es una repetición de esfuerzos
sucesivos que trae consigo el regreso del tema a la mente»
(Principios de Psicología, ed. cit., p. 335). Una vez más James
demuestra su perspicacia. Es verdad que nos resulta más fácil
introducir un objeto en el campo de conciencia que mante-
nerlo allí. Se trata de un fenómeno universal: comenzar una
acción es más fácil que proseguirla, porque el cansancio, el
aburrimiento o la competencia de otras actividades dificultan
la perseverancia. Sin embargo, al subrayar el aspecto esfor-
zado de la atención se cae con facilidad en el exceso de con-
fundir la atención con la voluntad. Compruébelo en el si-
guiente texto de Paul Ricoeur: «La atención sólo puede
resultar comprendida como arte de cambiar de objeto, como
movimiento de la observación, en síntesis, como una función
de la duración. Duración y atención se implican, pues, mu-

309
tuamente» (Ricoeur, P.: Philosophie de la volonté, traducida
con el título: El proyecto y la motivación, Docencia, Buenos
Aires, 1986). Originariamente la conciencia tuvo condición
de esclava. La atencionalidad era una forma de sumisión. El
juego entre las necesidades del organismo y las propiedades
de los objetos desencadenaba y mantenía las operaciones
mentales. Cuando la inteligencia toma el control, ha de su-
plir el dinamismo de los motivos y las necesidades espontá-
neas por necesidades y motivos creados. Esta colosal torsión
inaugura el reinado de la inteligencia.

310
NOTAS AL CAPÍTULO SÉPTIMO

L: Le resumiré lo que me ha parecido más interesante del capí-


tulo: la idea de que la memoria inteligente se convierte en
creadora. Ahora comprendo su interés por la memoria diná-
mica y su rechazo de la metáfora del almacén. La memoria
aparece como un a priori universal de la experiencia, el
«desde» originario, punto de partida de toda percepción,
comprensión o invento. Me gustaría que .ampliara algún
tema. Por ejemplo, la construcción de la memoria por el
sujeto.
A: La capacidad de conservar y recuperar información es innata,
por supuesto. La inteligencia humana, sin embargo, permite
al sujeto suscitar, dirigir y controlar la conservación y recupe-
ración de esas informaciones. Como en el resto de las activi-
dades, también aquí el poder de la inteligencia es limitado y
la memoria actúa de manera automática, fuera del campo de
acción del Yo ejecutivo, en innumerables ocasiones. Recor-
damos cosas que preferiríamos olvidar y olvidamos otras que
nos interesa recordar. Pero dentro de ciertos límites podemos
construir nuestra propia memoria y éste es el fundamento de
todo aprendizaje intencional. Todos los animales aprenden,
pero el hombre puede decidir lo que quiere aprender, y esta
capacidad manifiesta de nuevo nuestra libertad en formación.
El sujeto puede controlar su memoria por distintos procedi-
mientos. El primero de ellos es la elección del registro senso-
rial a que se atiende. Existe una clara relación entre la aten-
ción y la memoria, porque como muestran los estudios sobre

EMI!
la atención dicótica sólo una mínima parte de la información
no atendida puede conservarse en la memoria. Así pues, la
inteligencia controla la atención que, a su vez, controla la
memoria. De ahí que en situaciones patológicas, como la es-
quizofrenia, las alteraciones de la atención y de la memoria
vayan unidas. En mi opinión, muchas enfermedades menta-
les tienen como rasgo esencial un fallo en los mecanismos de
control, que incapacita al sujeto para dirigir sus operaciones
mentales (Cowan, N.: «Evolving conceptions of memory sto-
rage, selective attention, and their mutual constraints within
the human information processing system», Psychological Bu-
lletin, n.* 104, 1988, p. 163-191; Castilla del Pino, C., y Ruiz-
Vargas, J. M.: Aspectos cognitivos de la esquizofrenia, Trotta,
Madrid, 1991).
La memoria depende de sus fuentes de información —la
percepción, las actividades categorizadoras, imaginativas y
demás operaciones mentales— de manera que si el sujeto do-
mina esta intendencia informativa también dominará la me-
moria que deriva de ella. También puede controlar la perma-
nencia de la información, la memoria a corto plazo, mante-
niendo la información y realizando las operaciones de repaso
oportunas. Además, determina los procesos de codificación,
de los que depende el modo como se va a guardar la infor-
mación en la memoria. Para decirlo con un ejemplo muy
simple, si codifico a los participantes en un desfile militar
como «escuadrones», no recordaré la cara de los soldados. El
poder de la inteligencia sobre la memoria no acaba aquí. El
sujeto decide si una información ha de ser transferida desde
la memoria a corto plazo a la memoria a largo plazo. Es lo
que hacemos cuando nos proponemos aprender un número
de teléfono que acaban de decirnos. Como ha estudiado Tul-
ving, la repetición mecánica no facilita la memorización.
Sólo es eficaz la repetición que organiza las informaciones re-
cibidas (Tulving, E.: «Organización subjetiva y efectos de la
repetición en el aprendizaje de recuerdo libre con varios en-
sayos», en Sebastián, M. V., comp.: Lectura de psicología de
la memoria, Alianza, Madrid, 1983).
Así pues, construimos la memoria controlando el flujo de

312
entrada de información, el modo de codificarla y el paso a la
memoria a largo plazo, y todo esto lo hacemos de acuerdo
con nuestros proyectos. Si nuestros proyectos son creadores,
nuestra memoria también lo será.
L: Es cierto que el hombre se diferencia de los animales porque
decide lo que quiere aprender, pero se me ocurre otra dife-
rencia: aunque los animales recuerdan, el hombre es el único
animal que quiere recordar. He leído algunos trabajos sobre
memoria social, y es evidente el empeño humano en recor-
dar cosas. De hecho podría definirse la sociedad como una
«comunidad de recuerdos» (Middneton, D., y Edwards, D.:
Memoria compartida, Paidós, Barcelona, 1992).
A: Vigotsky opinaba que el desarrollo social creó un nuevo tipo de
memoria. Consciente de que el olvido es un gran roedor, el
hombre pone a salvo sus recuerdos. Pretende reducir el mar-
gen de imprevisibilidad de la memoria y para ello utiliza agen-
das, ordenadores o secretarios. También ha aprendido a domi-
nar su memoria natural mediante signos, que actúan como
estímulos artificiales o autogenerados. Los antropólogos nos
cuentan que incluso los pueblos muy primitivos usan muescas
o mudos como ayudas mnemotécnicas. «La esencia íntima de
la memoria humana consiste en el hecho de que los seres hu-
manos recuerdan activamente con la ayuda de signos. Podría-
mos decir que la característica básica de la conducta humana
en general es que las personas influyen en sus relaciones con el
entorno, y a través de dicho entorno modifican su conducta,
sometiéndola a su control. Se ha señalado repetidas veces que
la esencia básica de la civilización consiste en levantar monu-
mentos para no olvidar. Tanto en el hecho de construir monu-
mentos como en el de hacer nudos observamos manifestacio-
nes de los rasgos fundamentales y característicos que distin-
guen a la memoria humana de la animal» (Vigotsky, L. S.: El
desarrollo de los procesos psicológicos superiores, Crítica, Barce-
lona, 1978, p. 86). Sobre el control de la memoria: Atkinson,
R. C., y Schiffrin, R. M.: «Human memory: a proposed system
and its control processes», en K. W. Spence y J. T. Spence,
eds.: The Psychology of Learning and Motivation, vol. IL, Aca-
demic Press, Nueva York, 1968, pp. 89-122,

518
L: Pasemos a otro asunto. ¿Se sabe cómo está organizada la me-

moria?
A: Cotidianamente usamos procedimientos para conservar infor-
mación, pero ninguno sirve para explicar los alardes de la
memoria. Un fichero es una memoria materializada, podría-
mos decir, pero de una pobreza y rigidez extremas. Ni si-
quiera los ordenadores, que poseen memorias potentísimas,
igualan nuestra flexibilidad. Guardamos información sobre
hechos concretos —lo que se llama memoria episódica—, or-
denándolos en la línea temporal biográfica, y también cono-
cimientos más abstractos, organizados en lo que llamamos
memoria semántica. Ambas memorias están soldadas, pero
no sabemos cómo. Me parece verosímil que la memoria epi-
sódica se transforme en memoria semántica por asimilación,
de la misma manera que los actos concretos se transforman
en hábitos musculares. Aprendemos nuestras destrezas físicas
mediante la repetición de actos. Una habilidad adquirida se
funda en los episodios previos, en todos los ejercicios de en-
trenamiento que, de alguna manera, integran. Esta memoria
muscular unifica todos los episodios y no puede recordar nin-
guno de ellos. Los actos han perdido sus características dife-
renciadoras. En la memoria que guarda información suceden
las cosas de otra manera. Olvidamos los actos que repetimos
rutinariamente, pero salvamos los que están dotados de al-
guna relevancia. Recuerdo mis paseos por los montes de
Leyre condensados en un resumen, pero destacándose en ese
vago argumento, como un remolino en la corriente de un
río, aparecen algunos fragmentos precisos: el imperioso graz-
nido de un buitre muy cerca de mi espalda, y los perezosos
neveros de finales de abril y una imprevista nevada que bo-
rró el paisaje como una niebla fragmentada y furiosa. Las
anécdotas han quedado grabadas con claridad, pero sólo
puedo datarlas confusamente, mediante cálculos, es decir, re-
construyendo mi recuerdo. Los investigadores han propuesto
diferentes modelos de organización de la memoria semántica.
Son hipótesis construidas para explicar los hechos que cono-
cemos. La gigantesca enciclopedia que es nuestra memoria
no puede ser caótica, sino que ha de estar ordenada de al-

314
guna manera, para poder ser tan eficaz. Ha gozado de gran
popularidad el «modelo de redes», de Quillian. Los conceptos
se representan en este modelo como módulos o unidades in-
dependientes conectados por redes que expresan relaciones
de inclusión (por ejemplo, la silla es un mueble) y relaciones
de propiedad (por ejemplo, la silla tiene asiento, respaldo, no
tiene brazos, etc.). Esta organización permite que los miem-
bros inferiores hereden propiedades de los términos superio-
res, lo cual es una estrategia muy económica. Por ejemplo, no
hace falta codificar la propiedad «respira» en el concepto «pá-
jaro», porque el sujeto puede inferir que el pájaro respira, ya
que es un animal y todos los animales respiran (Collins, A.
M., y Quillian, M. R.: «Retrieval time from semantic me-
mory», Journal of Verbal Learning and Verbal Behavior,
n.” 8, 1969, pp. 240-247).
Otro postulado del modelo es el de «activación propa-
gada» que recogerán muchos autores. Cuando se recibe un
enunciado como «la silla es un mueble», las entradas corres-
pondientes a «silla» y «mueble» se activan al fiíempo y se en-
cuentran en una intersección. Esta coincidencia tardará más
tiempo en producirse cuando la distancia entre los nódulos
sea mayor.
Collins y Loftus corrigieron el anterior modelo susti-
tuyendo la estructura jerárquica, que les pareció demasiado
rígida, por una estructura reticular multidireccional. Por
ejemplo, el concepto de «gallina» guarda su referencia a su
hiperordenado «ave», pero la categoría «ave» no se realiza de
la misma manera en todos sus miembros. Psicológicamente
hay aves que son más aves que otras. El águila es más ave
que la gallina, por ejemplo. De esta manera los autores po-
dían explicar los efectos de la activación propagada, que tam-
bién admitían. Lo que diferencia el modelo de Quillian y el
de Collins es el modo de entender la categorización. Para
unos, la categoría se predica unívocamente de sus miembros,
mientras que para el otro hay un margen de flexibilidad (Co-
llins, A. M., y Loftus, E. F.: «A spreading-activation theory
of semantic processing», Psychological Review, n.” 82, 1975,
pp. 407-428).

315
Un modelo de gran interés es el incluido en el programa
ACT, de J. R. Anderson, porque forma parte de una teoría
unificada de la inteligencia humana. Su autor pertenece al
grupo de psicólogos conexionistas. De su modelo me intere-
san sobre todo dos aspectos. En primer lugar, el procesa-
miento de la información se produce en forma paralela, lo
que es compatible con nuestros conocimientos sobre la acti-
vidad neuronal. Las tareas conscientes y de alto control se
realizan de modo serial, pero las automáticas pueden ejecu-
tarse en forma simultánea. El segundo aspecto que me inte-
resa es la admisión de dos tipos de conocimientos, el declara-
tivo y el ejecutivo o procedimental. El conocimiento declara-
tivo puede expresarse verbalmente, mientras que resulta muy
difícil hacer lo mismo con el procedimental. Éste es un tema
de gran importancia para una teoría de la inteligencia. Lindsay,
Norman y Rumelhart sostienen que tanto el conocimiento
declarativo como el procedimental pueden ser representados
en forma de proposiciones. Newell y Simon creen que toda
la información puede reducirse a un formato procedimental.
Anderson defiende una solución mixta que me parece plausi-
ble. Considera que el conocimiento declarativo se representa
en términos proposicionales, y el procedimental mediante un
sistema de producción gobernado por reglas y condiciones.
L: No estoy seguro de comprender esta jerga informática.
A: Se la traduciré al lenguaje de su admirado Bergson. Usted me
recordó antes que para Bergson, una imagen, más que una
representación, era una regla para producir representaciones.
De una manera bárbaramente aproximada, podríamos decir
que el contenido representativo de una imagen sería declara-
tivo, mientras que al considerar la imagen como un sistema
de producción la estamos concibiendo en un formato proce-
dimental. Recordará que al hablar de los esquemas he defen-
dido que asimilaban información y producían información.
Pues bien, un supuesto central de la teoría de Anderson es
que todo conocimiento es inicialmente proposicional, pero
que puede convertirse en productivo. Ha introducido un me-
canismo especial que transforma los hechos en reglas, con lo
que se dinamiza la memoria, se explica el aprendizaje y se re-

316
suelven muchos problemas planteados por la relación entre
memoria episódica y memoria semántica. No quiero abru-
marle con tecnicismos, y por eso sólo añadiré que esta trans-
formación es semejante a la traducción o «compilación» de
un programa escrito en un lenguaje de programación de alto
nivel al código-máquina que controla directamente a un or-
denador. Del mismo modo que la compilación depende de
un programa especial que la dirige, así la conversión de pro-
posiciones en reglas de procedimiento requiere una maquina-
ria especial que está impresa en la arquitectura de un sistema
de producción (Anderson, J. R.: Language, Memory and
Thought, Erlbaum, Hillsdale, Nueva Jersey, 1976; Cognitive
Skills and Their Acquisition, Erlbaum, Hillsdale, Nueva Jer-
sey, 1981, y The Architecture of Cognition, Harvard Univer-
sity Press, Cambridge, 1983).
L: ¿Están seguros de saber de qué están hablando cuando hablan
de estas cosas?
A: Comprendo que sienta dudas, porque a veces me ocurre lo
mismo. La psicología actual está viviendo una orgía de cons-
tructos teóricos, como posiblemente no se había conocido
desde la escolástica medieval más proliferante. Le voy a
transcribir la queja de un especialista referida sólo al tema de
la representación cognitiva. «Todo aquel que se acerca a la li-
teratura relacionada con el tema se siente muy confundido...
y hay buenas razones para ello. El campo es abstruso, está
mal definido y presenta un aspecto de turbadora desorganiza-
ción. Entre los términos más populares encontramos los si-
guientes: códigos visuales, códigos verbales, códigos espacia-
les, códigos físicos, códigos nominales, códigos de imagen,
representaciones analógicas, representaciones digitales, repre-
sentaciones proposicionales, isomorfismos de primer orden,
isomorfismos de segundo orden, espacios multidimensiona-
les, plantillas, rasgos, descripciones estructurales, redes rela-
cionales, vectores de componentes múltiples y hasta hologra-
mas (Palmer, S. E.: «Fundamental aspects of cognitive
representation», en E. H. Rosch, B. B. Lloyd, comps.: Cognt-
tion and Categorization, Erlbaum, Hillsdale, Nueva Jersey,
1978, p. 259). Los modelos de que le he hablado son también

317
construcciones hipotéticas que, a partir de los hechos experi-
mentalmente comprobados, nos permiten explicarlos y simu-
larlos en un programa que podamos someter a prueba. Sobre-
vivirán los que posean mayor potencia explicativa, permitan
prever los comportamientos mentales y consigan una mayor
corroboración.
L: Lo que me ha contado sobre la transformación de conoci-
mientos en reglas me ha parecido interesante y a la vez anti-
guo. Los filósofos escolásticos, por los que siente cierto inte-
rés, definían la ciencia como un «hábito intelectual», algo
que me recuerda lo que usted dice sobre la memoria muscu-
lar. En la introducción de Bernard y Gardeil al Tratado de la
virtud, leo que los hábitos intelectuales son: «las ideas que
son reabsorbidas en la facultad y allí son cambiadas en fuer-
zas» («La vertu» en «Somme Theologique», Revue des Jeunes,
Paris; 11933 0p/323)
A: Le agradezco la referencia. También yo voy a darle las de al-
gunos libros que he citado en este capítulo: Chase, W. G., y
Simon, H. A.: «Perception in chess», Cognitive Psychology,
n.” 4, 1973. Simon, H. A.: «Problem solving and education», en
D. T. Tuma, y F. Reif, comps.: Problem Solving and Educa-
tion: Issues in Teaching and Learning, Erlbaum, Hillsdale,
Nueva Jersey, 1980. A este mismo libro pertenecen los traba-
jos siguientes: Norman, D. A.: «Cognitive inginnering and
education», y Rubinstein, M.: «A decade of experience in tea-
ching and interdisciplinary problem-solving course». Un li-
bro clásico sobre el tema es el de Osborn, A. F.: Applied Ima-
gination, Scribner, Nueva York, 1963. Otras revisiones sobre
la enseñanza de la creatividad: Torrance, E. P.: «Can we
teach children to think creatively?», Journal of Creative Beha-
vior, n.” 6, 1972; Mansfield, R. S., Busse, T. V., Krepelka, E.
J.: «The efectivesness of creativity training», Review of Edu-
cational Research, n.” 48, 1978. Un buen resumen de estos te-
mas puede verse en Mayer, R. E.: Pensamiento, resolución de
problemas y cognición, Paidós, Barcelona, 1986.

318
NOTAS AL CAPÍTULO OCTAVO

L: Decir que «los sentimientos son bloques de información inte-


grada, que incluyen valoraciones» es lo más ramplón que se
puede decir de un sentimiento.
A: Siento haber ofendido su sensibilidad. Antes de seguir ade-
lante con su crítica, déjeme que le explique lo que pienso con
más precisión.
Cuando recibe un estímulo, el hombre, lo asimila me-
diante alguno de sus esquemas, como ya está harto de saber.
Lo que resulta de esta operación son los significados, algunos
de los cuales son conscientes. Pues bien, hay esquemas que se
limitan a asimilar información, mientras que otros la eva-
lúan, la captan como agradable o desagradable, estimulante o
depresiva, alegre o triste, bella o fea. El resultado consciente
de esta operación es doble: experimentamos un sentimiento y
en él aparece el objeto dotado de un valor.
Esto podrá verlo con más detalle en el libro Diccionario de
los sentimientos que he escrito en colaboración con Marisa Ló-
pez-Penas. Creo que aprovechamos las más interesantes aporta-
ciones de la psicología de la emoción. El sentimiento es un out-
put, la salida consciente de un proceso computacional. El
sentimiento tiene las características de un «esquema mental»
(Isen, A.: «Toward understanding the role of affect», en Wyer y
Srull, eds.: Handbook of Social Cognition, Erlbaum, Hillsdale,
Nueva Jersey, 1984; id.: «Positive affect, cognitive processes
and social behavior», en Advances in Experimental Social Psy-
chology, 1987). También Leventhal y Mandler utilizan la no-
ción de esquema.

19
Que los sentimientos unifican elementos cognitivos y
evaluativos comienza a ser un lugar común en la psicología
actual. Le mencionaré algunas descripciones de los compo-
nentes de la emoción. Schachter: Activación fisiológica +
Evaluación cognitiva. Frida y los autores sociocognitivos:
Evaluación + Experiencia + Soporte social. Mandler: Acti-
vación + Evaluación. Scherer: Evaluación cognitiva + Re-
presentación del estado de los sistemas computacionales.
Para no hacer interminable la bibliografía, le citaré sólo la
obra de Scherer, K. R.: «On the nature and function of
emotion: a component process approach», en Scherer y Ek-
man, eds.: Approaches to Emotions, Erlbaum, Hillsdale,
Nueva Jersey, 1984.
Ed Se da cuenta de que niega la objetividad de los valores? Me
extraña esta postura en un fenomenólogo.
A: Los valores son significados que descubrimos en la realidad, es
decir, modos de interpretar la realidad. Son fenómenos rela-
cionales, que surgen al entrar en contacto una subjetividad y
un objeto. El actractivo de una hembra de puerco espín sólo
existe porque existe el puerco espín macho. Este carácter re-
lacional no es, sin más, relatividad o subjetivismo. Le reco-
miendo que revise el análisis de los valores que hizo J. E.
Heyde en su libro Wert, eine philosophische Grundlegund,
Verlag Kurt Stenger, Erfurt, 1926. Me parece más verdadero
que el que realizaron Scheler o Hartmann, que desemboca en
un cierto platonismo. Para Heyde puede haber valores abso-
lutos y relativos a la vez. Pueden ser absolutos por su inde-
pendencia frente a toda particularidad individual del sujeto,
pero relativos en cuanto que todo valor es una relación con
el sujeto (p. 92-97).
L: ¿Podría ponerme un ejemplo?
A: Le pondré uno muy burdo. El agua posee el admirable valor
de calmar la sed. No puede decirse que este valor sea una
propiedad absoluta del agua, pues depende de la existencia
de seres sensitivos, que necesiten agua y que sean capaces de
sentir sed. Por lo tanto es una posibilidad del agua que apa-
rece gracias a un sujeto. Sin embargo, es absoluta, porque
toda especie animal que sienta sed habrá de percibir el valor

320
del agua. Ningún individuo puede negarlo. Son valores rela-
tivos, pero supraindividuales.
L: Si los valores dependen en su aparición de la realidad y de los
esquemas sentimentales que los descubren, ¿hasta dónde
llega nuestra capacidad de inventar valores reales? Como
verá, me está contagiando su terminología.
A: Los esquemas sentimentales son hechos biográficos y pueden
cambiar al cambiar la información integrada en ellos. Nues-
tras propiedades reales marcan un límite y también lo marca
la realidad. Los valores reales son un tipo de las posibilidades
reales que podemos inventar. Por ser «posibilidades» no se
reducen a lo real ya dado; por ser «reales» no puede crearse a
medida de nuestros deseos o fantasías.
L: En este libro se analizan fenómenos muy complicados. Por eso
me parece un retroceso introducir la noción de «bloques de
información integrada». ¿No cae en un holismo confuso?
A: El análisis de los procesos inteligentes muestra una tendencia
a unificar información. Las percepciones se organizan como
conceptos perceptivos; no sólo percibimos cosas, sino que las
integramos en «sucesos», «situaciones», en modelos cada vez
más amplios, hasta llegar a un «modelo general del mundo»,
que como «Urdoxa», como creencia fundante, es nuestro úl-
timo punto de referencia. Nuestro Mundo personal es la gi-
gantesca síntesis de toda la realidad que hemos asimilado y
de todos los significados que hemos proferido. Hace algunos
capítulos, usted protestó ante la idea de que nuestra memoria
mantuviese activada una imagen entera de la realidad. No
me queda más remedio que insistir en esa idea. Los neurólo-
gos admiten sin pestañear estas colosales estructuras, sin las
cuales no son capaces de explicar el reflejo de orientación.
Como usted sabe, Sokolov tuvo que admitir que mantenía-
mos un modelo neuronal de todas las experiencias vividas
(Sokolov, E. N.: «Neuronal models and the orienting reflex»,
en Brazier, ed.: The Central Nervous System and Behaviour,
Macy, Nueva York, 1960; Lynn, R.: Attention, Arousal and
the Orientation Reaction, Pergamon Press, Londres, 1966).
En un reciente artículo, Ronald Melzack explica el intri-
gante fenómeno de los miembros fantasmas, apelando a un

321
mecanismo semejante. Tras sufrir una amputación de brazos
o piernas, las víctimas continúan sintiendo, a veces con terri-
bles dolores, los miembros que han perdido. Esto es lo que se
conoce como «miembros fantasmas». Lo que postula Melzack
es que el cerebro contiene una retícula de neuronas que,
además de responder a la estimulación sensorial, genera de
continuo un tipo característico de impulsos que indican que
el cuerpo de cada cual es, intacta e inequívocamente, el
cuerpo propio. Lo llama «neuroconfirmación». Si tal matriz
funcionase en ausencia de informaciones sensoriales proce-
dentes de la periferia del cuerpo produciría la impresión de
tener un miembro, aun después de su pérdida (Melzack, R.:
«Miembros fantasmas», Investigación y Ciencia, junio 1992,
po Tk
Pues bien, los sentimientos son otro procedimiento para
manejar grandes bloques de información de una vez. No son
precisos, pero son útiles y rápidos.
L: La otra vez que hablamos del tema, creo que salió a relucir el
conexionismo, que también es una psicología holista. He
leído un artículo de Seymour Papert que habla del holismo
conexionista como de una nueva plaga bíblica.
A: En efecto, el tema de la información integrada me hizo intere-
sarme por el conexionismo. Le advierto que es una teoría
que viene de lejos. En 1949 Donald Hebb sugirió que el
aprendizaje se podría basar en cambios cerebrales que proce-
den de actividades cerebrales correlacionadas. Si dos neuro-
nas tienden a activarse juntas, la conexión entre ambas se
fortalece; de lo contrario, disminuye. La conectividad del sis-
tema depende de su historia, y de los comportamientos y ta-
reas que ha realizado. Según estos autores, el cerebro trabaja
en paralelo, integrando muchos canales de procesamiento, y
esta cooperación global hace surgir propiedades nuevas en el
sistema. Por eso hablan de propiedades emergentes o globa-
les, dinámica de redes, redes no lineales, sistemas complejos,
sinergias, sistemas autoorganizadores. A partir de microes-
tructuras, de operaciones muy simples, que se realizan en el
nivel básico, pretenden explicar la aparición de comporta-
mientos de nivel superior.

322
L: Entonces, aparecerían en el nivel que usted ha llamado inteli-
gencia computacional.
A: Sí. Sería un proceso ascendente, bottom-up. Los sentimientos
podrían tener este carácter sincrético, cuyo antecedente sería
un procesamiento múltiple en paralelo. Así funcionarían lo
que he llamado «esquemas sentimentales» (Feldman, J. A., y
Ballard, D. H.: «Connectionist models and their properties»,
Cognitive Science, 1982, pp. 105-254; Rumelhart, D. C., y
McClelland comp.: Introducción al Procesamiento Distribuido
en Paralelo (PDP), Alianza, Madrid, 1992).
L: Lo que dice explicaría la dificultad de describir los sentimien-
tos. Si es verdad que los sentimientos son bloques integrados,
como el lenguaje es esencialmente «linealizador», se va a en-
contrar en graves problemas. Tiene que convertir el huevo
en huevo hilado. Habría que corregir la ingeniosidad de Fors-
ter, cuando dijo: «No puedo saber lo que pienso hasta que no
vea lo que digo.» Al parecer, no puedo saber lo que siento
hasta que no despliegue el contenido del esquema sentimen-
tal. No puedo saberlo explícitamente, se entiende. Y hacerlo
se me antoja difícil, porque es pasar, como dice usted, de un
procesamiento en paralelo, totalizador y simultáneo a otro li-
neal. Tal vez estemos acercándonos al secreto del lenguaje
poético. ¿No le parece? La poesía no pretendería linealizar el
sentimiento, sino transmitir su información integrada a tra-
vés de un lenguaje también integrado, que el lector tendría
que descifrar en paralelo. ¡Claro! ¡Por eso tiene la connota-
ción tanta importancia poética! ¡Lo más musical de la poesía
no es el ritmo, ni la melodía, sino el acorde, el proceso inte-
grador!
A: Su análisis merece un sincero aplauso. Ahora comprenderá
mejor por qué doy tanta importancia a los sentimientos en
mi teoría de la inteligencia. García Bacca, un filósofo español
mal estudiado, ha fundado su teoría del conocimiento en la
experiencia sentimental. «La sentimentalidad es presupuesto
de conocimiento y de la misma vida conceptual», escribió. Le
leo un texto suyo, para que compruebe parecidos y diferen-
cias con lo que yo digo: «El significado de las palabras “sen-
tir”, “sentimiento”, “resentirse” está tomado, por ejercitado,

92D
del lenguaje natural. Recordando, una vez más, la caracteriza-
ción que de natural (fisiká) da Aristóteles: lo confuso y con-
fundido en una realidad, o antes de toda desfusión y descon-
fusión que imponen definición, división filosófica y cientí-
fica; y ahora diríamos antes de toda desfusión y desconfusión
que introduce la técnica actual mediante instrumentos. Así
bauxita es el estado natural de tal mineral; desfundido y des-
confundido se desprenderá el aluminio (...). Pues bien: el sig-
nificado y lo vivencial de “sentir, sentimiento, resenti-
miento” está dado previamente, y concomitantemente, a toda
operación filosófica, musical, de purificación y aprovecha-
miento para obras musicales, conceptuaciones filosóficas»
(García Bacca, J. D.: Filosofía de la música, Anthropos, Bar-
celona, 1989, p. 390).
L: Veo las semejanzas, pero no las diferencias.
A: García Bacca no precisó el contenido informativo de los senti-
mientos y se pasó de rosca. Acabó por equiparar una sinfonía
y un tratado filosófico, pretendiendo librarse del corsé de la
linealización. (Comprobará que también yo me he contagiado
de su lenguaje.) Las últimas obras de García Bacca están es-
critas en un estilo polifónico, difícil de comprender racional-
mente, pero de indudable eficacia sentimental.
L: Esto de teorizar me está pareciendo divertido, de modo que
voy a seguir. ¿Qué le parecería si considerara las «conviccio-
nes» como sentimientos? Serían también la aparición cons-
ciente de un magmático bloque informativo y valorativo.
Mientras esa información se mantenga en estado polifónico,
nos habremos entregado en brazos de lo desconocido, porque
desconocido es el contenido del esquema sentimental que da
origen al sentimiento. Por la misma razón, todo convenci-
miento que se consigue por métodos polifónicos, de procesa-
miento en paralelo, retóricos, tampoco es de fiar. ¿Qué le ha
parecido?
A: Convincente.
L: ¡Hum!
A: Y además, verdadero. La evidencia tiene un fuerte compo-
nente sentimental. Nuestra relación consciente con la reali-
dad tiene un aspecto «noético», puramente informativo, y

324
otro «noérgico», dinámico, energético. El mundo afectivo
pertenece al ámbito de lo noérgico. La evidencia, también.
Una percepción, una idea o un razonamiento se nos impone,
embargándonos con un sentimiento de seguridad y certeza.
L: Si sigue por ese camino acabará negando la utilidad científica
de la evidencia.
A: Como he explicado, ocurre lo contrario: los científicos dan
importancia científica al sentimiento. Hace pocos días he
leído un testimonio de Xavier Zubiri, que por su interés voy
a repetirle: «En una de las múltiples conversaciones que tuvo
la amabilidad de concederme, Einstein me decía un día, ha-
blando precisamente de la Escuela de Viena, de Ernest
Mach, que tanto invocaba su nombre: “Se ha dicho mucho
que yo me he inspirado en la filosofía de Mach. No es ver-
dad: yo no me he inspirado en el principio de la economía
del pensamiento, me he inspirado en algo distinto: en que
creo que la arquitectura de las leyes de la naturaleza tiene
que tener una belleza y una armonía. Y la Relatividad se la
da.” Evidentemente. Pero esto no fue el enunciado del prin-
cipio de relatividad. Fue la fruición estética que este hombre
tenía y que dirigió su descubrimiento de la relatividad, que es
cosa diferente» (Zubiri, X.: Sobre el sentimiento y la volición,
Alianza, Madrid, 1992, p. 349).
Seymour Papert, a quien ha citado usted oportunamente,
ha incluido un ensayo sobre estética y matemáticas en su li-
bro Mindstorms, Children, Computers and Powerful Ideas
(traducido al castellano con el título: Desafío a la mente, Ga-
lápago, Buenos Aires, 1985). Recuerda que Poincaré afir-
maba que el rasgo distintivo de la mente matemática no es
lógico, sino estético, y negaba la posibilidad de comprender
la actividad matemática sin referencia a lo estético. Papert le
da la razón: «El trabajo matemático no avanza por el estrecho
sendero lógico de una verdad a otra y luego a otra, sino que
osadamente o a tientas sigue desviaciones a través del pan-
tano circundante de proposiciones que no son ni simple ni
totalmente ciertas, ni simple ni totalmente falsas.» Es conmo-
vedor que Papert, una de las grandes figuras de la Inteligen-
cia Artificial, le eche en cara que no haya conseguido in-

325
tegrar el componente estético en la resolución de problemas,
por no saber salir de lo puramente lógico. La estética aparece
como brújula para «orientarse en el espacio intelectual» (p.
223, de la edición castellana). La razón que daba Poincaré
encaja muy bien en mi teoría. Sostenía que el trabajo mate-
mático tiene tres partes: 1) El análisis consciente, 2) el pe-
ríodo de incubación inconsciente, 3) el producto de esa acti-
vidad inconsciente emerge a la conciencia. ¿Cómo sabe la
mente inconsciente lo que debe transmitir a la mente cons-
ciente? Basándose en su experiencia, Poincaré concluye que
el inconsciente no es capaz de determinar si una idea es co-
rrecta o no. Por eso muchas veces sus propuestas no son cier-
tas. Pero esas ideas, en cambio, tienen siempre el sello de la
belleza matemática. Al parecer, el inconsciente posee un efi-
cacísimo criterio estético.
L: Pero esto no da ninguna validez a esa «evidencia sentimental»
que usted comenta. El sentimiento estético sirve para el mo-
mento inventivo de la ciencia, no para el momento demos-
trativo.
A: Le explicaré telegráficamente lo que pienso sobre la eviden-
cia. Á pesar de que sea una experiencia subjetiva, no pode-
mos dejar de apelar a ella para fundar la objetividad de nues-
tros conocimientos. El principio de todos los principios del
conocimiento dice así: «Todo lo que se presenta como evi-
dente a un sujeto, exige ser admitido como verdadero.»
L: Se me presenta como evidente que ese principio de todos los
principios no nos sirve para fundar la objetividad de nada.
A: No se precipite. Husserl enunció el mismo principio: «Toda
intuición en la que se da algo originariamente es un funda-
mento de derecho del conocimiento» (Husserl, E.: Ideas rela-
tivas a una fenomenología pura y a una filosofía fenomenoló-
gica, FCE, México, 1962, p. 58). Para él se trataba de una
«condición de posibilidad de todo conocimiento». «No con-
ceder ningún valor al lo veo en la cuestión del porqué de una
proposición, sería un contrasentido.» «Negar que todo lo que
se nos presenta como dado originariamente es fundamento
del conocimiento sería negar la posibilidad de toda teoría en
general.» Husserl no habla de una evidencia muy sofisticada,

326
y yo tampoco. Nos referimos a la que está «en conexión esen-
cial con la visión corriente» (p. 53). La mirada, la captación
de lo que está dado en persona, es lo que hay de último, es la
absoluta evidencia.
No hace falta que me diga nada: este criterio es muy poco
seguro. Desde luego. Al primer principio hay que añadirle
otro que limita su alcance: «Cualquier evidencia puede ser ta-
chada por una evidencia de fuerza superior.» También en
este segundo principio me remito a Husserl. El «lo veo»
como fundamento último de nuestro conocimiento «no ex-
cluye que en ciertas circunstancias puedan contender una vi-
sión con otra visión, e igualmente una afirmación fundada en
derecho, con otra. Pues esto no entraña que el ver no sea
fundamento de derecho, como tampoco el preponderar de
una fuerza sobre otra requiere decir que la primera no sea
una fuerza» (p. 50). «A toda fuerza empírica, por grande que
sea, puede contrapesársela, superársela paulatinamente» (p.
107). 'e
Me parece verdadera la prueba que da Husserl. La expe-
riencia del error —en la que una evidencia es tachada por
otra— no anula la validez de la evidencia en general, puesto
que nos fundamos en una evidencia para negar la anterior:
«Naturalmente, no se debe negar que apelando a la intuición
se han cometido frecuentes abusos. La cuestión es tan sólo
si estos abusos de una presunta intuición podrían descubrirse
de otra manera que por medio de una efectiva intuición»
(p. 187). «La “desaparición” consciente de un engaño, con la
originalidad del “ver ahora que es una ilusión”, es ella mis-
ma una especie de evidencia, es la experiencia de la nulidad de
algo experimentado, de la “cancelación” de una evidencia
(...) Hasta una evidencia que se presenta de un modo apodíc-
tico puede revelarse engaño y presupone, por lo tanto, otra
evidencia contra la cual se estrella» (Husserl, E.: Lógica for-
mal y transcendental, Unam, México, 1962, p. 164).
Necesitamos una «ergometría de las evidencias», un crite-
rio para reconocer su fuerza. Elementos de este criterio son:
la comprobación experimental, la resistencia a los intentos de
demostrar su falsedad, la capacidad de prever los aconteci-

327
mientos, las aplicaciones técnicas o prácticas, el que forme
sistema con otras verdades conocidas. «Toda valoración de
una teoría es valoración del estado de su discusión crítica»
(Popper, K.: Conocimiento objetivo, Tecnos, Madrid, p. 63).
Resulta verosímil pensar que originariamente los aspectos
noéticos y noérgicos de la conciencia estaban unidos, y que la
marcha de la inteligencia ha consistido en parte en separar
ambos aspectos: la evidencia sentimental y la evidencia ra-
cional, los conocimientos implícitos y los explícitos, la opi-
nión y la ciencia, la información integrada y la linealizada.
No creo que sea posible una separación radical, por lo que
hemos de construir «sentimientos» acertados, como veremos
en los capítulos siguientes. Aristóteles da la razón a su maes-
tro Platón cuando dice que «la buena educación consiste en
complacerse y dolerse como es debido» (£t. Nic., 1.104b). Y
Dirac, premio Nobel de Física, que valoró apasionadamente
el aspecto estético de la ciencia, afirmaba que trabajar para
conseguir una ecuación bella era muy eficaz, «si se tenía la
vista sana». Es decir, si el esquema sentimental que descubría
la belleza era suficientemente perspicaz.
L: Usted parece reclamar una especie de «crítica de los senti-
mientos».
A: Si tengo razón, y son bloques de información, creo que es po-
sible hacerlo. “Tomemos como ejemplo el «sentimiento de pe-
ligro» en el ajedrez. Puede encontrar más información en la
obra de Krogius: Psychology in Chess, RHM Press, Nueva
York, 1976. Los grandes maestros pueden evaluar una jugada
de manera no secuencial, reconociendo configuraciones ge-
nerales, que dependen, sin duda, de una gran cantidad de in-
formación. Entre los jugadores son corrientes expresiones
como «percibo líneas de fuerza», «líneas de dirección» o «zo-
nas de peligro o debilidad» (Holding, D. H.: The Psychology
of Chess Skill, Erlbaum, Hillsdale, Nueva Jersey, 1985). Ya he
mencionado el papel que tiene la memoria en estos alardes.
En la percepción de las posibilidades ocurre algo seme-
jante. Piaget estudió el tema desde el punto de vista lógico.
Las operaciones lógicas nos permiten prolongar lo real con
lo posible. Escribe: «La casualidad de lo posible se manifiesta

328
como una acción de los esquemas implícitos sobre las opera-
ciones explícitas, estando éstas determinadas no solamente
por los actos de pensamiento realmente ejecutados en los
momentos que preceden a la operación nueva, sino por la to-
talidad del campo operativo constituido por las operaciones
posibles». (Piaget, J., e Inhelder, B.: De la logique de l'enfant
a la logique de l'adolescent, PUF, París, 1967). Es el senti-
miento de «agilidad» que tiene el atleta o el escritor. La inte-
grada presencia de sus posibilidades.
L: Siento que haya despachado con precipitación el tema de la
risa, porque me parece esencial para una teoría de la inteli-
gencia. Al fin y al cabo, la filosofía clásica consideró que
«reír» era la propiedad más exclusiva del hombre.
A: Tiene usted razón. Posiblemente la risa y la sexualidad hu-
mana sean los asuntos donde mejor se ve la integración de
nuestra inteligencia. En ellos se unen biología, sentimientos,
interpretaciones cognitivas, motivación. Sobre la risa, la bi-
bliografía es enorme, pero yo sólo he mencionado estudios
sobre la risa infantil: Sroufe, L. A., y Wunsch, J. C.: «The de-
velopment of laughter in the first year of life», Chil Develop-
ment, n.” 43, 1973; Wolff, P. H.: «Observations on the early
development of smiling», en B. M. Foss, ed.: Determinants of
infants behavior, Methuen, Londres, 1963; Pien, D., y Roth-
bart, M. K.: «Incongruity humour, play, and self regulation
of arousal in young children», en P. E. McGhee y A. J. Chap-
man, eds.: Children's Humour, Wiley, Chichester, 1980.

329
NOTAS AL CAPÍTULO NOVENO

IL: Le confieso que me encuentro a mis anchas en los temas


artísticos. Le confieso también que creo que existe una
«intuición creadora», y que son vanos los esfuerzos para
aclarar el comportamiento del artista, precisamente por su
individualidad exagerada. No podemos apresar conceptual-
mente las diferencias. Dicho esto, le haré el acostumbrado
resumen. Voy a expresar sus ideas sobre el proyecto con
tres fórmulas. Tema + Motivación afectiva = Meta; Meta +
Restricciones + Criterios = Anteproyecto; Anteproyecto +
Promulgación + Orden de marcha = Proyecto. ¿Está de
acuerdo?
En el resumen, sí. En sus primeras afirmaciones, no, por
supuesto. No es verdad que no podamos conocer lo indivi-
dual. ¿Va al médico cuando se encuentra mal?
Desde luego.
3 Y, sin embargo, no existen enfermedades, sino enfermos.
: Sí. Y ésa es una de las limitaciones de la medicina. La se-
guridad que muestra en los casos «estadísticamente norma-
les», la pierde en los que se salen de la regla común. Pero
usted mismo ha dicho que actuamos creativamente cuando
hacemos lo que no es estadísticamente previsible, por lo
tanto, cuando obramos «anormalmente».
Creo que está usando la palabra «anormal» de forma ambi-
gua. No se puede confundir la «anormalidad» estadística,
con otros tipos de alteraciones excepcionales. Por ejemplo,
durante las epidemias de peste lo normal —es decir, lo es-

330
tadísticamente probable— era contagiarse, lo que no quiere
decir que estar apestado fuera una situación normal.
Le doy, sin embargo, la razón cuando subraya la dificul-
tad de conocer lo individual. Por mi parte, quiero subrayar la
necesidad de conocerlo.
L: Sartre lo intentó con su descomunal biografía de Flaubert: L'i-
diot de la famille, Gallimard, París, 1971. ¿Cree que lo con-
siguió?
A: No. Aunque no es momento de explicarlo, me parece que Sat-
tre escribió tan sólo una biografía —la suya—, en diversos for-
matos, estilos y obras. Iba de su sistema a las biografías, y ése
no es buen comienzo. Ántes hay que extraer de los casos par-
ticulares, que es lo único que tenemos, la mayor cantidad po-
sible de información. La relación del científico con lo parti-
cular es de ida y vuelta. Comienza en la experiencia concreta,
de ahí pasa a la teoría, y de la teoría ha de volver a los he-
chos particulares, si no quiere quedarse en las nubes. Por lo
que a mí respecta, he escuchado con detenimiento lo que los
artistas y científicos dicen de sí mismos, he procurado inte-
grar esos datos dentro de una teoría general de la inteligen-
cia, y después me he dirigido de nuevo a los creadores para
interpretar su actividad a la luz de esa teoría. En los libros
sobre creatividad, la apelación a las biografías ha sido fre-
cuentemente irrelevante desde el punto de vista teórico. Hay,
sin embargo, excepciones. Howard E. Gruber ha estudiado
con talento el proceso creador en científicos y artistas. Su li-
bro Darwin. Sobre el hombre: un estudio psicológico de la
creatividad científica, Alianza, Madrid, 1984, es una obra mo-
délica. Junto a Sara N. Davis ha publicado un estudio titu-
lado «Inching our way up: the evolving-systems approach to
creative thinking», incluido en el libro The Nature of Creati-
vity, edición de R. J. Stenberg, Cambridge University Press,
1988. También son interesantes las obras de D. N. Perkins,
un psicólogo que le interesa conocer.
L: ¿Quién es?
A: Fue director, junto a Howard Gardner —otro autor interesado
en estos temas— del «Proyecto Cero» de la Universidad de
Harvard, dedicado al estudio de los procesos simbólicos hu-

551
manos. Participó también en el «Proyecto Inteligencia», lle-
vado a cabo por el Ministerio de Educación venezolano. Es
interesante su obra The Mind's Best Work, traducida al caste-
llano con el título: Las obras de la mente, FCE, 1988. Acaba
de editar un libro sobre la creatividad en tecnología: Weber,
R. J., y Perkins, D. N.: Inventive Minds, Oxford University
Press, Nueva York, 1992.
L: Últimamente aparecen muchos libros sobre creatividad y sobre
personalidad creadora. En ellos veo mucho ánimo y poco
análisis. Pienso, por ejemplo, en los libros de Maslow.
A: Tenga en cuenta que la psicología de la creatividad es una dis-
ciplina reciente. Suele decirse que el interés por el tema se
despertó en 1950. Actuó de despertador J. P. Guilford, con
una conferencia que pronunció ante la Asociación Ameri-
cana de Psicología («Creativity», en The American Psycholo-
gist, 5, n.” 9, 1950). Desde entonces han aparecido muchos
investigadores; Getzels, Jackson, Wallach, Kogan, Torrance,
Kubie, Osborn, Mednick, Bruner, Perkins, Holton, Gruber,
Goodman o el mismo Guilford llevan camino de convertirse
en clásicos. A muchos de ellos les falta una seria teoría de la
inteligencia, y sus trabajos son fragmentarios. No es el caso
de Guilford, autor de obras muy conocidas sobre la inteligen-
cia, fervorosamente factorialista. Creo que su obra es víctima
de las limitaciones de esta escuela. Otra línea de investiga-
ción interesante ha partido de la psicología cognitiva y de la
inteligencia artificial. Newell, Simon, Johnson-Laird, Schank
han tratado el tema, a partir de la resolución de problemas.
Ya hablaremos de ellos. Puede informarse de lo que se hace
en la actualidad, en el libro ya citado de Stenberg y en Glo-
ver, J. A., Ronning, R. R., y Reynolds, C. R.: Handbook of
Creativity, Plenum Press, Nueva York, 1989.
L: Volvamos a su texto. Muestra ciertas reticencias sobre la filo-
sofía contemporánea y su modo de estudiar los proyectos, lo
que no me parece justo.
A: No regateo sus méritos. Han sido Heidegger, Sartre, Ortega,
Zubiri y otros muchos los que han puesto de manifiesto que
el hombre es un ser esencialmente proyectante. Sólo digo
que muchas veces se mueven en un nivel demasiado general

332
para poder comprobar lo que dicen, o para integrarlo dentro
de una teoría de la inteligencia. El caso de Sartre es paradig-
mático. Defiende que el proyecto es libre, pero que no pode-
mos elegirlo. Por lo tanto, yo no proyecto mi proyecto, sino
que, en último término, un proyectar autónomo, misteriosa-
mente aparecido en un ahuecamiento del ser en sí, me
proyecta a mí. Hay un cierto aire mitológico en los primeros
capítulos de El ser y la nada. El proyecto no es más que un
despavorido lanzamiento hacia el futuro, y el hombre, en vez
de un ser proyectante, es un proyectil disparado por una li-
bertad innominada. Como decía el mismo Sartre, un absurdo.
Ortega tampoco se libró de la interpretación mitológica:
«Vida significa la inexorable forzosidad de realizar el
proyecto de existencia que cada cual es. Este proyecto en que
consiste el Yo no es una idea o plan ideado por el hombre y
libremente elegido (...). De ordinario no tenemos de él sino
un vago conocimiento. Sin embargo, es nuestro auténtico ser,
es nuestro destino. Nuestra voluntad es libre para realizar 0
no ese proyecto vital que últimamente somos, pero no puede
corregirlo, cambiarlo, prescindir de él o sustituirle» (O. C.,
IV, p. 400).
L: No es usted justo con Ortega, que en Historia como sistema ha
escrito que el proyecto es el «yo de cada hombre, que ha ele-
gido entre las diversas posibilidades de ser que en cada ins-
tante se abren ante él. Pero estas posibilidades tengo que in-
ventármelas sea originalmente, sea por recepción de los
demás hombres, incluso en el ámbito de mi vida. Invento
proyectos de hacer y de ser en vista de las circunstancias.
Esto es lo único que encuentro y que me es dado: la circuns-
tancia. Se olvida demasiado que el hombre es imposible sin
imaginación, sin la capacidad de inventarse una figura de la
vida, de “idear” el personaje que va a ser. El hombre es no-
velista de sí mismo, original o plagiario» (O. C., VI, p. 34).
A: Tiene usted razón, Ortega estaba demasiado atento a la vida
para anquilosarla bajo ese esquema férreo del destino, pero
no se puede negar que, como a Scheler, le fascinaron las
ideas de «vocación» o «misión» que implicaban demasiados
supuestos metafísicos. El hermoso verso de Píndaro —«Llega

333
a ser el que eres»>— encandiló a muchos de nuestros maestros,
que no reconocieron que admitía diversas interpretaciones.
L: ¿Qué diferencia encuentra entre «proyectar», «planificar» y
«diseñar»?
A: Grande, aunque en lenguaje vulgar puedan usarse como sinó-
nimos. El plan es «una representación susceptible de guiar la
realización de una tarea, en el sentido de que la actividad po-
drá realizarse siguiendo la estructura del plan» (Hoc, J. M.:
Psychologie cognitive de la planification, Pug, Grenoble,
1987, p. 72). Miller, Galanter y Pribram lo definieron como
«todo proceso jerárquico que controla el orden según el cual
una secuencia de operaciones debe ser ejecutada» (Miller,
Galanter y Pribram: Planes y estructura de la conducta, De-
bate, Madrid, 1983). De igual manera se puede definir la no-
ción informática de «programa»: «Una descripción explícita
de un procedimiento efectivo para conseguir un objetivo.»
Los matemáticos usan la palabra «algoritmo». Se entiende
por diseño el proyectar un objeto teniendo en cuenta los as-
pectos estéticos (Munari, B.: ¿Cómo nacen los objetos?, Gus-
tavo Gili, Barcelona, 1983). Todas estas palabras se refieren a
procedimiento para realizar un objetivo. Pero «proyectar» es
algo anterior: es definir el objetivo. Antes de planificar, pro-
gramar o diseñar, tengo que decidir lo que voy a hacer. Este
momento va a determinar toda la actividad creadora. La in-
teligencia no se caracteriza sólo por resolver problemas, sino
también por plantearlos.
L: ¿Es tan importante el matiz entre «proyectar» y «planificar»?
A: Es que no se trata de un matiz, sino de una diferencia esen-
cial. En la ciencia se ve con mucha claridad. Ver un pro-
blema es inventar un proyecto. Escuche lo que decía Eins-
tein: «Galileo formuló el problema de la medición de la
velocidad de la luz, pero no lo resolvió. La formulación de
un problema es frecuentemente más esencial que su solución,
que puede ser tan sólo un asunto de destreza matemática o
experimental. Plantearse nuevas cuestiones, mirar viejos pro-
“blemas desde un nuevo ángulo, requiere una imaginación
creadora y marca un avance real en la ciencia» (Einstein, A.,
e Infeld, L.: The Evolution of Physics, Simon and Schuster,

334
Nueva York, 1938, p. 92). Le pondré otro ejemplo: el descu-
brimiento del reflejo condicionado, por Pavlov. Lo que es-
taba investigando era el proceso digestivo y, como parte de
él, el reflejo salivar. El perro saliva al ponerle la comida en la
boca. Durante el experimento apareció una complicación: el
perro salivaba antes de tocar la comida. En vez de sentirse
molesto por esta dificultad adicional, Pavlov consideró que
era un fenómeno muy interesante y, en contra de la opinión
de sus colegas, abandonó su primer objetivo y se dedicó a in-
vestigar aquel asunto imprevisto. Como escribe J. R. Hayes,
otro experto en estos temas: «La elección de metas (goal set-
ting) es frecuentemente el elemento más crítico en el acto
creador» (Hayes, J. R.: «Cognitive processes in creativity», en
Glover, Ronning y Reynolds; op. cit., p. 140).
L: Creo que tiene razón. También en el arte se da esa importan-
cia en la invención de proyectos. Los casos de Monet y de
Van Gogh citados en el texto son elocuentes. Se me ocurren
ahora muchos más. Proust y su deseo de transfigurar la reali-
dad vivida en irrealidad recordada. El objetivo de A la re-
cherche ya estaba esbozado en el prólogo del Contre Sainte-
Beuve. Lo ha contado muy bien Painter en su biografía de
Marcel Proust (Lumen, Barcelona, 1992). O lo que nos ha
contado Dostoievski sobre la composición de El idiota. En
una carta fechada en Ginebra en enero de 1868, cuenta que
ha empezado a escribir una novela: «Ya hacía mucho tiempo
que se me había ocurrido una idea; pero me arredraba la de
hacer de ella una novela, pues el argumento es bastante difí-
cil, y no estoy yo preparado para tocarlo, con ser tentador y
gustarme a mí mucho. Esa idea es... la de presentar un hom-
bre completamente bueno.» En otra carta de la misma época
vuelve a hablar sobre lo mismo: «La idea fundamental es la
representación de un hombre verdaderamente perfecto y be-
llo. Todos los poetas, no sólo de Rusia, sino también de fuera
de Rusia, que han intentado la representación de la belleza
positiva no lograron su empeño, pues era infinitamente difí-
cil. Lo bello es el ideal; pero el ideal, tanto aquí como en el
resto de la Europa civilizada, ya no existe. Sólo hay en el
mundo una figura positivamente bella: Cristo». (Dostoievski:

335
Epistolario sobre El idiota, en Obras Completas, Aguilar, Ma-
drid, 1982, pp. 1.646-1.648). Este ejemplo es doblemente in-
teresante porque a través de las cartas se ve cómo el autor,
agobiado por urgencias económicas, se dedica a escribir sobre
un tema que considera que no está debidamente madurado.
A: Le agradezco su colaboración.
L: Pasemos a otro asunto. La noción de «zona de desarrollo re-
moto» suena a Vigotsky, pero no es Vigotsky.
A: Podría considerarse una prolongación, y también un home-
naje. Vigotsky tuvo ideas geniales que no pudo desarrollar.
Elaboró la noción de «zona de desarrollo próximo», a la que
definía como la distancia entre las actividades mentales que
el niño puede realizar solo y las que puede realizar bajo la
guía del adulto o en colaboración con sus compañeros más
adelantados (Vigotsky, L. S.: El desarrollo de los procesos psi-
cológicos superiores, Crítica, Barcelona, 1979, p. 133).
La idea tiene gran importancia pedagógica y últimamente
se han realizado interesantes investigaciones sobre ella (Ro-
goff, B., y Wertsch, J. V., comps.: «Children's learning in the
“zone of proximal development”», en New Directions for
Child Development, Jossey-Bass, San Francisco, 1984). El
niño progresa cuando es capaz de realizar por sí mismo las
tareas de apoyo que en su favor ejecutaba el adulto. En el
caso de la «zona de desarrollo remoto» es el adulto quien eje-
cuta las dos funciones. Es quien realiza las tareas y quien,
desde una posición excéntrica a sí mismo, impusa el desarro-
llo. Cumple tareas de apoyo respecto de sí mismo. Éste es el
tema más importante. El hombre puede desdoblarse, en
cierta manera, proponiéndose fines que le fuercen a construir
dentro de él los mecanismos para conseguirlo. El fin pro-
puesto es inseguro, porque el sujeto no puede saber si será ca-
paz de alcanzarlo, pero sin esa incitación a llegar más lejos
será difícil que el progreso se produzca, porque no nos move-
mos en el terreno del desarrollo automático, sino en el
campo de las posibilidades inventadas. De esta manera el
proyecto perfora las limitaciones. Retomemos el ejemplo de
la ciencia. El problema o la pregunta no es ciencia, pero sin
ellos nunca habríamos ampliado el ámbito de lo científico.

336
Ni el problema ni la pregunta son conocimientos —al contra-
rio, son reconocimiento de ignorancias—, pero abren espacio
al conocimiento, impulsando al investigador más allá de lo
que sabe. La inteligencia no es, por tanto, la capacidad para
resolver problemas, sino, sobre todo, la capacidad para plan-
tear problemas. Es decir, para inventar proyectos de investi-
gación. Sin esta actividad rompedora, que desequilibra la es-
tabilidad de lo sabido, no hubiera habido progreso científico.
Los animales son eficaces solucionadores de problemas, por
eso sobreviven. Pero lo son de un repertorio problemático
fijo, por eso no progresan. Los pueblos primitivos viven una
situación parecida. Su estancamiento cultural puede expli-
carse por una incapacidad o un rechazo a formular nuevas
preguntas. Holton, en su libro African Traditional Thought
and Western Science, escribe: «Existe una marcada renuncia a
registrar los reiterados fracasos en las predicciones y a reac-
cionar poniendo en cuestión las creencias implicadas. En lu-
gar de eso se utilizan otras creencias vigentes para “disculpar”
cada fracaso en el momento en que se produce.» Hay, pues,
un decidido afán de no crearse problemas. Sobre los estilos
cognitivos de los científicos puede ver: Aris, R., Davis, H. T.,
y Stuewer, R. H., comps.: Resortes de la creatividad científica,
FCE, México, 1989.
L: Valéry le da la razón: «Quizás lo más extraordinario del trabajo
literario o artístico consiste en ser un trabajo esencialmente
indeterminado. Se es de tal forma libre, que la parte más la-
boriosa de la tarea es prescribirla de tal y tal manera —crear
el problema mucho más que resolverlo.» Es posible que haya
que admitir otro motor de progreso, además de la capacidad
de plantearse problemas. He leído en un libro de Konrad Lo-
renz que la curiosidad y la exploración lúdica son típicas de
la infancia de todos los animales superiores, pero que en los
animales desaparecen o se debilitan bruscamente cuando los
animales alcanzan la madurez sexual. El hombre mantiene
una permanente veta infantil (Lorenz, K.: La otra cara del
espejo: Ensayo para una historia natural del ser humano,
Plaza y Janés, Barcelona, 1973, p. 276).
A: La capacidad de proyectar, problematizar, curiosear y jugar no

137
están tan alejadas. Todas ellas tienen que ver con la capaci-
dad de crear irrealidades. Incluso la curiosidad del animal
está determinada por los estímulos reales. Es la novedad del
estímulo lo que despierta su interés. En el hombre no ocurre
así, pues puede crear sus propios estímulos, que son irrealida-
des. Cuando alcanza la madurez, el animal queda encarrilado
en las conductas adultas: sexuales, predatorias, etc. El ser hu-
mano, al poderse guiar por irrealidades, tiene un régimen
distinto de vida. Sospecho que la liberación de la sexualidad
humana del ciclo biológico de la ovulación tiene que ver con
esta capacidad de responder a estímulos irreales causados por
sí mismo. Su interés sexual y su curiosidad por otras cosas
pueden estar permanentemente renovados (Hans Furth trata
temas próximos en: El conocimiento como deseo, Alianza, Ma-
drid, 1992).
L: Su análisis del proyecto artístico me recuerda el que hace Mi-
chael Baxandall en su libro Modelos de intención (Blume,
Barcelona, 1989). También él quiere explicar la obra de arte
como resultado de una «intención» determinada.
A: El libro es muy interesante, y estoy de acuerdo con muchas de
sus opiniones. Baxandall trata la obra de arte «recons-
truyendo en ella la existencia de un propósito o intención»
(p. 29). El creador «es un hombre que aborda un problema
cuya solución concreta y terminada es el producto» (p. 30).
El autor es un historiador y su gran mérito consiste en anali-
zar casos concretos: el puente Forth, el Retrato de Kahnwei-
ler de Picasso, un cuadro de Chardin y otro de Piero Della
Francesca. Su propósito es describir el problema que se plan-
teó cada artista y los medios que tenía a su disposición para
resolverlo. El artista vive en un mundo social que le propor-
ciona problemas y soluciones. Con todo ello cada creador
formula sus propias estipulaciones. Tiene razón al decir que
la intención, el proyecto, no es estático. Durante la realiza-
ción de una obra no hay sólo una intención, sino una innu-
merable secuencia de momentos de una intención que se de-
sarrolla. Y, lo que es más, este proceso incluiría no sólo
incontables actos de decisión y acción, sino muchas acciones
desechadas o canceladas. «Decisiones de no hacer, que han

338
tenido consecuencias para el cuadro que vemos finalmente»
(p- 79). El libro de Baxandall me parece insuficiente porque,
como él mismo dice, «cuando habla de la intención de un
cuadro no está narrando acontecimientos mentales» (p. 89).
Me parece que sin hablar de acontecimientos mentales, no se
puede entender la estructura del proyecto, ni la dinámica del
proyectar. Á pesar de todo, el libro es muy interesante.
L: Al insistir tanto en la función de los «modelos», reduce la li-
bertad humana a una mera elección de caminos ya trazados.
A: Me parece evidente que no nos inventamos de raíz. Afortuna-
damente somos animales «tradicionales» que aprovechamos
los grandes sedimentos de la historia. De lo contrario conti-
nuaríamos siendo una horda de carroñeros galopando por las
llanuras de Tanzania. Adoptamos papeles, modelos, técnicas
de autocontrol y valores de nuestra sociedad. Con ello nos li-
mitamos en un sentido y crecemos en otro. Aprovechamos
las creaciones de otros hombres para hacer nuestras propias
creaciones. Si tuviéramos que inventar, no ya el lenguaje, que
sería una tarea imposible, sino nuestra forma de comer o de
vestir, tendríamos muy poco tiempo para otros menesteres.
Podemos considerarnos «hombres libres» ¡porque hemos
aprendido este modelo de humanidad, inventado por nues-
tros antepasados. Aprovechando ese modelo podemos inven-
tar proyectos en los que se concrete nuestra libertad.
L: Lo que dice me recuerda la obra de G. H. Mead.
A: Me parece un pensador muy interesante. Me lo parecen, en
general, todos los sociólogos interaccionistas o constructivis-
tas. Me gusta la contundencia con que Mead afirmó que la
construcción de la personalidad depende de nuestra capaci-
dad de adoptar mentalmente el papel de otro (To take the
role of the other). La misma introspección puede interpretarse
como una conducta de «roles» o «papeles», puesto que con-
siste en desdoblarse y adoptar hacia uno mismo la perspec-
tiva de otro. Estas operaciones están facilitadas por el len-
guaje, que cumple así una función «esencial para el desarrollo
del self», cosa que ya sabe usted. Mead consideraba que la re-
flexión también tiene origen social. El «sí mismo» sólo puede
formarse en la interacción con el otro, pero, una vez que está

039
constituido, el sujeto, incluso en una soledad absoluta, «es ca-
paz de pensar y hablarse a sí mismo como lo haría con los
demás» (Mead, G. H.: Mind, Self and Society, traducido al
castellano con el título Espíritu, persona y sociedad, Paidós,
México, 1990). Un utilísimo resumen sobre estos temas lo
tiene en Rocheblave-Spenle, A. M.: La notion de róle en psy-
chologie sociale, PUF, París, 1969. La más interesante expo-
sición que conozco sobre modelos mentales es la de Philip N.
Johnson-Laird: Mental Models, Harvard University Press,
Cambridge, 1983.
L: Por lo que sé, este autor considera que todos los modelos
mentales son computables. ¿No supone esto volver al meca-
nicismo rabioso que usted pretendía evitar?
A: Creo que no. Lo que pretende este autor, como muchos otros
psicólogos cognitivos, es librar a la psicología de descripcio-
nes interesantes, pero confusas. Para ellos, la teoría «debe ser
describible como un procedimiento efectivo». Este concepto
procede de la teoría de la computación. Podemos usarlo en
psicología como un modo de describir, de exponer la teoría,
que obliga a una gran precisión y que nos permite ciertas ga-
rantías de coherencia y verosimilitud. «Si un procedimiento
puede ser llevado a cabo por una simple máquina, sin reque-
rir ninguna decisión que tenga que hacerse basándose en la
intuición o en algún otro ingrediente “mágico”, entonces es
un procedimiento efectivo» (p. 6). Como ve, no se trata de
reducir la mente a esto, sino de encontrar un criterio útil
para la evaluación de las teorías sobre la mente.
L: Ya que ha mencionado los criterios, seguiremos con ellos.
Cuando habló de la «zona de desarrollo remoto» como esen-
cial para la creatividad, me pareció que faltaba algo. ¿Cómo
puede distinguir la llamada lejana de la creatividad, de la del
simple disparate?
A: Es imposible sin algún tipo de criterio. Todos los estudiosos
de la creatividad han tenido que admitirlos. Le citaré algunos
testimonios. Johnson-Laird: «El proceso creativo depende de
unos criterios» («Freedom and constraint in creativity», en
Stenberg, ed.: The Nature of Creativity, ed. cit., p. 208). En
este trabajo defiende que «el problema de la libre elección y

340
el problema de la creatividad son, en algunos aspectos, uno y
el mismo», idea con la que estoy de acuerdo; y se hace una
pregunta interesante: ¿Por qué es más fácil ser crítico que
creador? Bruner escribe: «El criterio que escogería para defi-
nir un acto creativo sería éste: un acto que produce una sor-
presa eficiente.»
Es fácil ver que necesitamos otro criterio para evaluar la
eficiencia, asunto de extrema complejidad en el caso del arte
(Bruner, J. S.: «The conditions of creativity», en Gruber, H.
E., Terrell, G., y Wertheimer, M.: Contemporary Approaches
to Creative Thinking, Atherton Press, Nueva York, 1962).
L: En ese momento usted apela al «juicio de gusto», concepto que
suena un poco anacrónico.
A: Vale la pena modernizarlo.
L: Al hablar de «el gusto» se deja llevar de una xenofilia imper-
donable. Cita a Voltaire y a Kant, y se olvida de Gracián,
que fue el inventor del concepto.
A: Le pido excusas. Ciertamente fue Baltasar Gracián quien
acuñó el término. Se trataba de un modo de conocer. El
buen gusto está siempre seguro de su juicio, esto es, es esen-
cialmente gusto seguro: un aceptar y rechazar que no conoce
vacilaciones y que no sabe nada de razones. Se parece a un
sentido, porque no dispone de un conocimiento razonado
previo.
L: Para Gracián era mucho más. No era sólo un concepto esté-
tico, sino cognitivo y moral. Vea usted el libro de Emilio Hi-
dalgo-Serna: El pensamiento ingenioso en Baltasar Gracián,
Anthropos, Barcelona, 1993, y el artículo de Aranguren: «La
moral de Gracián», en Revista de la Universidad de Madrid,
VII, 27 (1958), pp. 331-354. Fue uno de los conceptos funda-
mentales del humanismo, como ha estudiado Gadamer en
Verdad y método, Sígueme, Salamanca, 1977. Creo que debe-
ría ocupar de nuevo un puesto central en la educación. Em-
piezo a comprender sus filípicas contra la idea de convertir la
inteligencia en una hábil gestora, al servicio de fines recibi-
dos de no se sabe dónde.

341
NOTAS AL CAPÍTULO DÉCIMO

L: El esquema del capítulo me parece muy sencillo. La activi-


dad creadora se desarrolla en tres etapas: invención del
proyecto, búsqueda operativa y evaluación. En este capítulo
se ha ocupado de la búsqueda operativa. He echado en falta
un estudio detallado de las operaciones creadoras. Parece
como si no les diera importancia.
A: Las operaciones elementales son siempre las mismas, forman
la inteligencia computacional, y he estudiado muchas de
ellas a lo largo del libro. Percibir, reconocer parecidos, com-
binar esquemas perceptivos, asimilar, producir ocurrencias,
utilizar modelos, construir la propia memoria, relacionar,
son operaciones que podemos utilizar rutinaria o creadora-
mente. Podía haber hecho un inventario de operaciones, y
habrá que hacerlo, pero pertenece al contenido de la teoría
general de la inteligencia y no a la teoría de la actividad ar-
tística.
Spearman consideró que las dos grandes operaciones de
la inteligencia eran la «educción de relaciones» y la «educ-
ción de correlatos». La primera consigue captar la relación
que hay entre dos objetos. Por ejemplo, entre un escritor y
un piel roja, la relación está en la pluma. Mediante la se-
gunda, dado un término y una relación, conseguimos inven-
tar el otro término. El doble de dos es cuatro (The Nature
of Inteligence and the Principles of Cognition, Arno Press,
New York “Times Company, Nueva York, 1973). Guilford
cree descubrir cinco categorías operacionales: cognición,

342
memoria, producción divergente, producción convergente y
evaluación (La naturaleza de la inteligencia humana, Paidós,
Buenos Aires, 1986).
Para Mednik la operación fundamental es la formación
de nuevas relaciones (Mednik, S. A.: «The associative basis
of the creative process», Psychological Review, nm.” 69, 1962,
pp. 220-232). También Gracián hacía consistir en ello el in-
genio: «Consiste el artificio conceptuoso en una primorosa
concordancia, en una armoniosa correlación entre dos o tres
cognoscibles extremos, expresado por un acto del entendi-
miento.» Al explicar cómo se desarrolla esta operación, es-
cribe con su estilo más alquitarado: «Caréase el nombre, no
sólo con el sujeto, sino con todas sus circunstancias, con to-
dos sus adyacentes, hasta hallar con uno o con otro, la artifi-
ciosa correspondencia; la hermosa correlación.»
Otros autores no mencionan correlaciones, sino activida-
des de mayor o menor jerarquía. Los psicólogos de la Gestalt
insistieron en que el creador debe descomponer las figuras
dadas y recomponer otras nuevas. Hay una tarea previa de
destrucción de lo obvio para desenganchar los enlaces muy
consolidados y librarse de la «enfermedad del endureci-
miento de las categorías». Esta esclerosis ha sido llamada
también «fijeza funcional» por Dunckner («On problem sol-
ving», Psychological Monograph, 1945, 58, 5). Perkins men-
ciona las siguientes actividades: planificar, abstraer, deshacer,
convertir los medios en fines. Asher menciona «ver y descu-
brir la plurivalencia, considerar los conceptos como construc-
ciones y no equivalentes fijos de la realidad, y, por último,
sustituir por otros nuevos los conceptos establecidos o forma-
dos». Guilford señala la fuidez, flexibilidad para las transfor-
maciones, originalidad, elaboración, sensibilidad para los
problemas, redefinición del objeto, aptitud para simplificar y
para tratar con la complejidad. Para terminar con el inventa-
rio, me referiré a Nelson Goodman que señala las siguientes
«maneras de hacer mundos»: composición y descomposición,
ponderación, ordenación, supresión, complementación y de-
formación. El muestrario podría continuar durante muchas
horas.

343
L: Me gustaría añadir una obra que Dilthey escribió en 1887, ti-
tulada La imaginación del poeta (FCE, México, 1945), en que
recoge muchos ejemplos y descubre tres fases principales en
la labor poética: la eliminación de parte de las imágenes, la
intensificación y la inclusión en la conexión total de la vida
psíquica.
A: Me interesa en especial la última: la integración sentimental y,
sobre todo, un aspecto que usted no ha mencionado y que
Dilthey tomó de Schiller. La poesía está emparentada con el
juego, porque en ambos la voluntad se propone ella misma
fines que se hallan fuera de la conexión de la realidad.
L: Es cierto que Dilthey concede mucha importancia a los motivos
y fines de la obra poética. Con este nombre designa «la rela-
ción vital captada en la realidad, sentida, generalizada, de la
que nace un impulso que opera la transformación poética de
esa realidad. Es una fuerza actuante que debe ser capaz de uni-
ficar todo el poema» (p. 107). A usted, que le interesa la in-
fluencia de la sociedad en la invención de proyectos, le gustará
saber que Dilthey creía que el número de motivos posibles es
limitado y que una tarea de la historia comparada de la litera-
tura consiste en mostrar el desarrollo de los diversos motivos.
Respecto de los fines del poema señalaba la «energía plástica»
para producir ilusión, el «efecto sentimental» para provocar
una satisfacción llevadera y la fuerza para integrar la singulari-
dad del poema en la conexión total de la experiencia subjetiva.
Pero, en fin, volvamos a su texto. Á veces parece identificar
proyecto y problema. ¿Son la misma cosa?
A: Los problemas son una consecuencia de nuestros proyectos.
Son una meta que no sé cómo conseguir, la distancia que se-
para el estado inicial del proyectado cuando desconozco el
modo de recorrerlo. En esos casos es preciso «buscar» la solu-
ción. Ha sido al estudiar la resolución de problemas cuando
se ha avanzado en el estudio de las actividades de búsqueda.
Tengo que dar la razón a Allen Newell, después de habérsela
quitado tantas veces, cuando escribe: «Si la inteligencia artifi-
cial ha contribuido en algo a la comprensión de nuestra inte-
ligencia, ha sido descubriendo que la búsqueda no es un mé-
todo entre otros, sino el método más fundamental.»

344
L: ¿Cree usted que se puede considerar la creación artística como
la solución de un problema?
A: Es una idea muy antigua, que me parece útil. Reitman ha des-
crito cuatro tipos de problemas: 1) estado inicial bien defi-
nido y estado final bien definido. Por ejemplo, ahorrar ener-
gía en la calefacción. 2) Estado inicial bien definido y estado
final mal definido. Por ejemplo, vivir mejor. ¿Qué quiere de-
cir esta expresión? ¿Tener más dinero, más tranquilidad,
mayores satisfacciones sociales, afectivas? 3) Estado inicial
mal definido y estado final bien definido. Por ejemplo, curar
a un enfermo no diagnosticado. 4) Estado inicial mal defi-
nido y estado final mal definido. Por ejemplo, escribir una
novela.
En efecto, un escritor comienza su tarea en una situación
mal definida (sus posibilidades literarias, su criterio, el cono-
cimiento de la literatura, el conocimiento del lector, etc.) y
quiere alcanzar otro estado mal definido, que es la novela, de
la que sólo posee el proyecto. Muchos estudios.sobre creativi-
dad utilizan la noción de «problema mal definido» (ill-defi-
ned problem), por ejemplo Carey, L. J., y Flower, L.: «Foun-
dation for Creativity in the writing process», en Glover,
Ronning y Reynolds, eds., Handbook of Creativity, Plenum
Press, Nueva York, 1989. (Bibliografía adicional sobre el
tema: Reitman, W. R.: Cognition and Though: An Informa-
tion Processing Approach, Wiley, Nueva York, 1965; Getzels,
J. W., y Csikszentmihlyi, M.: The Creative Vision: A Longitu-
dinal Study of Problem Finding in Art, Wiley, Nueva York,
1976; Simon, H. A.: «The structure of ill-structured pro-
blems», en Artificial Intelligence, n.” 4, 1973, pp. 181-201).
L: También el «espacio del problema» está mal definido en los
problemas artísticos.
A: Convendría estudiar el tema con más detenimiento. Tenga en
cuenta que esa noción ha supuesto una de las mayores contri-
buciones teóricas al estudio de la resolución de problemas. Se
trata de un espacio en el que están representados todos los
estados posibles y los operadores o movimiento para pasar de
un estado a otro. En su última obra, Newell lo define como
una forma de generar y probar soluciones. Entre estas posibi-

345
lidades se desarrollan las actividades de búsqueda, que como
he dicho pueden ser exhaustivas o selectivas. El espacio de
búsqueda es combinatorio y en problemas de cierta compleji-
dad se produce pronto una explosión de posibilidades que re-
sulta imposible de manejar. Un jugador de ajedrez tendría
que considerar 101? diferentes posiciones de tablero para po-
der rastrear todas las posibles líneas de juego. Teniendo en
cuenta que la edad estimada de nuestro sistema planetario es
de 10' segundos, es fácil comprobar que ni siquiera el más
vertiginoso de los jugadores, que hubiera comenzado la par-
tida al calorcillo del Big Bang, habría movido aún la primera
pieza. En estos casos es necesario podar el árbol de búsqueda
para limitar las posibilidades. De ahí que tenga tanta impor-
tancia saber lo que hay que desdeñar. Culbertson, en un ar-
tículo publicado en Automata Studies (Princeton University
Press, n.” 34, 1956), escribe: «Crear consiste precisamente en
no realizar combinaciones inútiles y hacer en cambio las que
son útiles y muy raras. La invención es el discernimiento, la
elección.»
L: Y aquí es donde intervienen las restricciones y el juicio de
gusto, ¿no es eso?
A: En efecto. Las restricciones actúan en el momento de la pro-
ducción de ocurrencias, de manera que desde el principio es
una producción orientada. Se generan sólo posibilidades
«aparentemente viables», lo que implica una anticipación de
su desarrollo. Para realizar estas comparaciones e inferencias,
el autor utiliza su propio repertorio de «modelos narrativos»
y «modelos estilísticos». Cada una de las habilidades lingúísti-
cas debe ser concebida simultáneamente como aumento de
posibilidades y restricción de posibilidades. Esta aparente
contradicción caracteriza a las destrezas dirigidas y refinadas.
Es aleccionador comparar una vez más el acto de creación
con el movimiento muscular. Bernstein mostró que los movi-
- mientos humanos se basan en un sistema de articulaciones
que poseen un grado indefinido de libertad. La adquisición
del control para realizar acciones eficaces lleva consigo una
reducción de los grados de libertad del sistema de acción que
se regula. La perfección del movimiento está reñida con la

346
absoluta libertad (Bruner, J.: Acción, pensamiento y lenguaje,
Alianza, Madrid, 1974, p. 75). Ocurre que esto es válido tam-
bién para la actividad creadora, cuya eficacia consiste en
crear novedades o comportamientos libres y que la alcanza
también restringiendo la libertad de sus ocurrencias. Un Yo
ocurrente sin restricciones estaría sometido a una generación
indefinida de ocurrencias, viables y no viables. En una pala-
bra, no sabría podar el árbol de búsqueda.
A: Le voy a leer unos textos de Valéry sobre este tema que le van
a encantar: «La libertad es marca, recompensa, resultado de
una disciplina sabia. Únicamente el bailarín sabe andar, el
cantante hablar, el pensador sonreír.» Y oiga este otro: «La
inteligencia se define por el número de variantes.» «La poesía
es problema o pretexto de dificultades —o construcción bien
definida, con condiciones psicológicas y físicas impuestas, un
ejercicio de recursos.» ¿Qué más técnicas de búsqueda se han
estudiado?
A: Se ha distinguido entre «búsqueda en amplitud» y «búsqueda
en profundidad». En aquélla se explorarían todas las posibili-
dades de un nivel antes de pasar al nivel siguiente. En la se-
gunda, en cambio, una de las posibles soluciones se llevaría
hasta sus últimas consecuencias para comprobar su eficacia.
También podemos elegir entre buscar hacia adelante, desde
el estado inicial hasta la meta, o por el contrario, hacia atrás,
desde la meta hasta el estado inicial. Por ejemplo, un mucha-
cho que decide ser médico, puede construir su plan de acción
de atrás hacia adelante: para ser médico hay que ir a la Facul-
tad de Medicina, para lo cual he de terminar el Bachillerato,
para lo cual he de aprobar COU, para lo cual he de aprobar
Filosofía, para lo cual he de aprobar el examen de mañana,
para lo cual he de quedarme esta tarde estudiando.
En una búsqueda hacia adelante, el candidato a médico
pasaría revista a todas las cosas que podría hacer esta tarde: ir
al cine, ver la televisión, bailar, jugar al fútbol, estudiar, etc.,
etc., etc. Cada una de estas acciones se ramifica a su vez en
otra serie de posibilidades, y, al final de esta proliferación
adolescente, algunas ramas entre una fronda de trillones, lle-
gará hasta la Facultad de Medicina.

347
Como ya le expliqué, estas técnicas pueden realizarse de
manera algorítmica o heurística. En inteligencia artificial se
utilizan varias técnicas de búsqueda heurística, como la re-
ducción de diferencias, la optimización local, la evaluación
estática, etc. Puede completar esta información en libros es-
pecializados: Feigenbaum, E. A., y Feldman, J.: Computers
and Thought, McGraw-Hill, Nueva York, 1963; Newell, A.,
y Simon, H. A.: Human Problem Solving, Englewood Cliffs,
Prentice Hall, Nueva Jersey, 1972; Wickelgren, W. A.: How
to Solve Problems: Elements of a Theory of Problems and Pro-
blem Solving, Freeman, San Francisco, 1974.
L: Me ha parecido muy injusto que al hablar de la actividad de
búsqueda no haya mencionado a Bergson. En un estudio pu-
blicado en 1902, titulado «L”effort intellectuel», sostiene que
lo más característico del esfuerzo intelectual es pasar del
plano general al plano particular. Trata el tema de la inven-
ción de manera muy semejante a como usted lo hace. El
autor posee un «esquema dinámico» que va a dirigir su bús-
queda. El artista trabaja sobre un esquema de la totalidad,
«tiene en su espíritu una cosa simple y abstracta» y, a fuerza
de tanteos y experiencias, alcanza una imagen distinta de los
elementos. Cita el libro de Paulhan: Psychologie de l'inven-
tion, París, 1901, para adherirse a su tesis de que «la inven-
ción literaria y poética va desde “lo abstracto a lo concreto”,
es decir, del todo a las partes y del esquema a la imagen»
(Bergson: Oeuvres, PUF, París, 1963, p. 947).
A: Ya le dije que Bergson es un filósofo poco estudiado en la ac-
tualidad y cuya revisión, desde la psicología, puede resultar
muy instructiva. La noción de «esquema dinámico» tiene
gran interés.
L: También a Zubiri lo ha despachado con demasiada rapidez.
A: Los tres volúmenes sobre la inteligencia (Inteligencia sen-
tiente, Inteligencia y Logos e Inteligencia y Razón) contienen
muchas afirmaciones con las que estoy de acuerdo, pero creo
que Zubiri se equivocó en el estilo que eligió para describir
los fenómenos y en el modo de fundamentar sus afirmacio-
nes. Considera que una característica esencial de la inteligen-
cia es estar «en marcha». Marcha es el paso desde las cosas

348
reales hasta lo que las cosas son en realidad. Pasar desde la
percepción de lo verde que verdea en la hoja a la teoría del
fotón, por decirlo muy burdamente. Marchar es búsqueda de
realidad: intellectus qua.
¿Qué es inteligir en búsqueda? Es una búsqueda en la que
se intelige buscando. A esta actividad de inteligir es a lo que
debe llamarse «pensar» y al modo de intelección que se da en
el pensar es a lo que debe llamarse «razón». Pensar es pesar
intelectivamente. Se sopesa la realidad. Se buscan razones de
peso. «La realidad que ha de alcanzar la razón es la realidad
sopesada» (Inteligencia y Razón, Alianza, Madrid, 1986,
p. 40). «La razón es la intelección en la que la realidad pro-
funda está actualizada en modo problemático, y que por lo
tanto nos lanza a inquirir principal y canónicamente lo real
en profundidad» (p. 65). La esencia de la razón es la libertad.
La realidad nos fuerza a ser libres. Esto confiere a lo racional
su carácter propio: ser creación. La razón no es creación de
realidad, sino justamente al revés: creación del contenido
fundamental en la realidad. El contenido de nuestras intelec-
ciones cobra carácter de contenido de lo real. Otra caracterís-
tica de la razón es el trato con la posibilidad. «El pensar
piensa siempre en lo real, pero piensa sólo en las posibilida-
des de lo real. Se piensa siempre y sólo en posibilidades. Las
posibilidades están incoadas por la misma realidad. La deter-
minación de la realidad profunda como realización de un sis-
tema de posibilidades implicadas o complicadas entre sí es
justo: explicación.» ¿Cómo se percibe esa posibilidad? «Este
estar presente sentientemente de la posibilidad en cuanto po-
sibilidad, de lo que podría ser, es la “sugerencia”. El hecho
del lanzamiento es completamente sugerencia, que no es un
fenómeno psíquico, sino que es un momento estructural de
la razón misma en cuanto razón. En la intelección campal es-
tán presentes no sólo las cosas que se inteligen, sino que en
ellas mismas está presente la sugerencia de lo que podría ser
en profundidad.» Zubiri resume así su postura: «Principio ca-
nónico y sistema de sugerencias: he aquí la figura concreta
estructural de esta búsqueda en cuanto búsqueda que es la in-
telección racional» (p. 148).

349
Como puede comprobar, en la exposición de Zubiri están
presentes muchas ideas manejadas en este libro. La razón
como búsqueda problemática, el pensamiento y la posibili-
dad, la sugerencia. Sus obras sobre la inteligencia me pare-
cen, simembargo, confusas. Creo que se equivocó al elegir el
nivel de análisis. Desdeñó aprovechar los conocimientos y
conceptos psicológicos, pretendió situarse en un plano previo
a la psicología, y se quedó en una descripción femomenoló-
gica muy discutible, pero que hay que tener en considera-
ción. No comparto muchas tesis de Zubiri, por ejemplo, su
definición de realidad y de actualización. Me parece que la
función de la razón queda mejor explicada si se la considera
un proyecto de la inteligencia. Dice que la esencia de la ra-
zón es la libertad, cuando sería más exacto decir que la liber-
tad es la esencia de la inteligencia humana. A pesar de todo,
la obra de Zubiri merece un estudio detenido, y su esfuerzo
por elaborar una Ciencia de la Inteligencia Humana, nuestro
homenaje.

350
NOTAS AL CAPÍTULO UNDÉCIMO

L: Una. vez más, comenzaré con un resumen. La actividad crea-


dora produce siempre un exceso de posibilidades, entre las
cuales el artista tiene que seleccionar. Crear es elegir. Para
poder hacerlo, necesita un criterio. A lo largo del proceso, el
criterio entra en funciones de una doble manera. El artista
necesita saber si va por buen camino. El artista necesita saber
si ya ha llegado. ¿Qué criterios utiliza? En primer lugar, el
proporcionado por el proyecto: las especificaciones y el fin
que pretende alcanzar. Esto no es suficiente, y el artista tiene
que apelar a su «juicio de gusto», que va a dictaminar sobre
cada uno de los pasos y sobre el momento de dar la orden de
parada. Usted considera que crear un «criterio acertado», un
«gusto propio», es la mayor creación del artista. ¿Todo juicio
de gusto emplea un criterio?
A: Sí. Son criterios implícitos. Criterios vividos, para usar mi ter-
minología. Son esquemas evaluativos, cuyos contenidos igno-
ramos, y de los que tan sólo conocemos los efectos. Estos cri-
terios vividos funcionan también en la ciencia. Le pondré un
ejemplo. Ya sabe usted que en informática se llama «sistema
experto» a un tipo de programa que reúne el conocimiento
de uno o varios especialistas, en una forma que puede ser uti-
lizada por otros para resolver problemas en un área especí-
fica. Uno de los primeros sistemas expertos fue Dendral, que
se desarrolló en la Universidad de Standford a mediados de
los años sesenta. Es capaz de determinar la fórmula química
de un cuerpo a partir de datos espectroscópicos. Algo que no

351
se puede hacer por procedimientos puramente deductivos.
Sus inventores introdujeron en la computadora los comporta-
mientos y saberes de químicos expertos en esta tarea. No re-
sultó una operación sencilla, porque en muchos casos los
científicos eran capaces de construir las fórmulas químicas
certeramente, a partir de los datos del espectro, pero no sa-
bían explicar cómo lo hacían, ni en qué criterios basaban su
convicción. Sin duda tenían un criterio, pero operativo, no
reflexivo. Mantenga esta distinción en la cabeza. Si le intere-
san los sistemas expertos, puede leer una clara introducción,
casi escolar, en Frenzel, L. E.: A fondo: Sistemas expertos,
Anaya, Madrid, 1989.
L: Lo que dice me ha recordado un delicioso libro que sin duda
conocerá. Se titula La doble hélice, y está escrito por Watson.
Cuenta cómo él y Crick descubrieron la estructura helicoidal
del ADN. Recordando cómo avanzaba la investigación, co-
menta: «Nos resistíamos a colocar las bases en el interior de
la cadena. Finalmente, mientras tomábamos café, admití que
mi resistencia a colocar las bases en el interior se debía, en
parte, a la sospecha de que si adoptábamos dicha posición re-
sultaría un número casi infinito de modelos. Nos veríamos
entonces en la imposibilidad de decidir cuál era el correcto.»
(Watson, J. D.: La doble hélice, Plaza y Janés, Barcelona,
1970, p. 197). Sorprende que dos científicos de tal categoría
se dejen llevar de sospechas, presentimientos y cosas pare-
cidas.
A: Es importante comprender que toda actividad creadora em-
plea criterios, y que, en muchas ocasiones, el autor es incapaz
de explicarlos. (Se comporta como la paloma que buscaba
nido poniendo en funcionamiento sus esquemas innatos.)
Voy a leerle un texto de Julien Green, para que compruebe
la semejanza. Comenta cómo compuso su novela Leviathan, y
escribe: «No sé nunca por adelantado cuál va a ser el tema de
mi novela. Veo con claridad los personajes y descubro con
bastante rapidez de lo que son capaces, pero me hace falta
tiempo y mucha paciencia para llegar a conocer las relacio-
nes que existen entre ellos, los sentimientos que experimen-
tan unos hacia otros, los actos a que les impulsan estos senti-

382
mientos, en una palabra, el tema. Sé, por supuesto, que dado
el carácter de mis personajes no puede haber más que un
tema posible; quiero decir con esto que mis personajes deben
realizar ciertos gestos y no otros, pero ¿qué gestos? Los co-
nozco a medida que escribo mi libro. Sucede que al principio
de la novela me equivoco completamente: escribo veinte o
treinta páginas antes de darme cuenta de que he emprendido
un camino equivocado, que fuerzo a los personajes a hacer lo
que no quieren hacer, que les hago hablar con una voz que
no es la suya. Es preciso que me detenga y que comience
otra vez hasta que algo me advierte que estoy en lo cierto.»
Green hacía lo mismo que la paloma: probar varias pos-
turas hasta que una le decía: ésta es la cómoda. Llamamos
«gusto» al esquema que permite reconocer una postura esté-
tica satisfactoria. Es una conducta consumatoria, como dicen
los etólogos.
L: ¿Cree usted que se pueden aclarar esos esquemas evaluativos
que funcionan como criterios vividos?
A: Hasta cierto punto, sí. He intentado hacerlo con Sartre, apro-
vechando la enorme cantidad de información que poseemos
sobre él. En una conversación recogida por Simone de Beau-
voir en La ceremonia del adiós (Edhasa, Barcelona, 1982),
Sartre confiesa que no le gusta la fruta, y añade: «la fruta
tiene un sabor casual» (p. 419). Se trata de uno de esos gui-
ños que aparecen en las biografías, y que resulta apasionante
analizar. Como, por ejemplo, cuando Suetonio nos sorprende
con una nota marginal sobre Calígula: «No sabía nadar.» O
cuando nos enteramos de que Beethoven no pudo aprender a
bailar. Pues bien, a Sartre no le gusta la fruta porque es ca-
sual. ¿Qué esquema sentimental estaba dirigiendo tan extra-
vagante juicio de gusto? En primer lugar, la idea que Sartre
tenía de la naturaleza. Lo natural es obsceno, aleatorio, proli-
ferante, injustificado. Es casual. No tiene necesidad alguna,
por eso es superfluo. Frente a la contingencia, que es la náu-
sea, lo viscoso, sólo se alza la creación. La noción de contin-
gencia se le ocurrió, precisamente, al comparar la realidad
con el arte. Todavía era un adolescente cuando se dio cuenta
de que en las películas había una necesidad, de la que carecía

3599
la realidad. Los argumentos son cerrados y perfectos, mien-
tras que las historias reales se desflecan, titubean, se confun-
den, se desvanecen. La única manera de salvarse de lo casual,
de la naturaleza, era crearse a sí mismo, alcanzar la acerada y
pura necesidad que tiene una hermosa música. Ése es el
mensaje de La náusea, que es un tratado de estética moral.
«Me saqué de la nada», afirma Sartre en Las palabras. Lo
dado es repulsivo. Ésa era la razón de su juicio de gusto sobre
la fruta. «Si quiero comer algo dulce, prefiero comer algo he-
cho por el hombre, un pastel, una tarta, porque su aspecto, su
conjunto, su sabor, han sido deseados y pensados por el hom-
bre. Mientras que la fruta tiene un sabor casual; está en un
árbol, o en el suelo, entre las hierbas. No es para mí, no pro-
viene de mí; soy yo quien decide convertirla en alimento. Un
pastel, en cambio, tiene una forma regular, como la de un
éclair, de chocolate o de café; está hecho por un pastelero, en
un horno, etc. Es, pues, un objeto enteramente humano»
(p. 419). Sí, creo que se pueden analizar los esquemas senti-
mentales.
L: Antes me dijo que recordara la distinción entre criterios ope-
rativos y reflexivos. ¿Por qué?
A: Es una distinción que hace Johnson-Laird. Supone que los cri-
terios operativos que poseen los artistas no son conscientes,
mientras que los que poseen los críticos son comunicables y
explícitos, pero no bastan para producir ideas.
L: He leído algunos estudios sobre el modo como los artistas co-
rrigen sus Obras. Es posible que lo hagan con más frecuencia
de lo que pensamos los profanos. Dilthey escribió: «Cuando
podemos penetrar en la vida de un poeta vemos que hay un
incesante formar y probar interiores, de lo que muy poco
llega a realización.» Muchos artistas afirman que nunca corri-
gen, y es posible que así sea, pero me parece más verosímil
que existan métodos de corrección camuflados y que, sin ser -
conscientes de ello, estén tanteando continuamente posibili-
dades que aceptan o rechazan. Así interpreto estas declara-
ciones de Picasso: «En mi caso, un cuadro es una suma de
destrucciones. Pinto un cuadro y después me pongo a des-
truirlo. Pero a la postre nada se pierde; el rojo que he quitado

354
de un rincón reaparece en otro. Sería muy interesante regis-
trar fotográficamente no las diferentes etapas de un cuadro,
sino sus metamorfosis. Se vería quizás por qué camino un
espíritu alcanza la cristalización de su sueño. Pero lo que es
muy curioso es ver que la imagen no cambia fundamental-
mente, el aspecto inicial queda casi intacto, a pesar de las
apariencias. Veo con frecuencia la luz y la oscuridad cuando
las he puesto en mi cuadro; hago todo lo que puedo para
“romperlas”, añadiendo un color que crea un efecto contra-
rio. Cuando ese trabajo ha sido fotografiado, me doy cuenta
de que lo que he introducido para corregir mi primera vi-
sión ha desaparecido y que después de todo la imagen foto-
gráfica corresponde a mi primera visión, a la visión que yo
tenía antes de que mi voluntad me impusiera las transfor-
maciones posteriores» (Zervos, C.: Pablo Picasso, Cahiers
d'Art, París, 1932). Los libros a que me referí son: Cassany,
D.: Describir el escribir, Paidós, Barcelona, 1989; Hayes, ].
R., Flower, L.,-Schriver, K., Stratman, )., y Carey, L. J.:
«Cognitive processes in revision», en S. Rosenberg, ed.: A4d-
vances in Applied Linguistics, vol. 2, Reading, Writing and
Language Process, pp. 176-240, Cambridge University Press,
1988.
A: Esos estudios subrayan un aspecto importante que una vez
más nos demuestra el complejo organismo que es la acción
inteligente. El «nivel de aspiración» de un sujeto determina
su rendimiento. He hablado muchas veces de la influencia
que la imagen que el sujeto tiene de sí mismo ejerce sobre su
comportamiento real. Pues bien, uno de los elementos de esa
imagen es su nivel de aspiración, y lo que los psicólogos lla-
man necesidad de logro. La inteligencia humana es una inte-
ligencia encarnada, sometida a muchas limitaciones, entre
ellas el cansancio. Oiga lo que Virginia Woolf escribió en su
Diario en febrero de 1928, mientras intentaba terminar Or-
lando: «Una y otra vez el último capítulo se me escapa de las
manos. Es el aburrimiento. Es preciso esforzarse violen-
tamente. Espero siempre un nuevo soplo y no me preocu-
po mucho, aunque echo en falta el vivo placer que sentía
durante los meses de octubre, noviembre o diciembre»,

355
(Woolf, Virginia, A Writer's Diary, Hogarth, Londres, 1953).
Pero este enfoque deja fuera el problema de más envergadura
teórica. Todos poseemos nuestros criterios y evaluamos con-
tinuamente la belleza, la verdad y la bondad de las cosas.
¿Son todos los criterios equivalentes o hay unos más valiosos
que otros?
L: Usted lo que quiere es evaluar los criterios de evaluación, para
lo cual necesitará evaluar el criterio con que evalúa, etc., etc.,
etc. Así va a llegar al infinito.
A: Es posible que corramos ese peligro, pero no tenemos muchas
opciones. Hay muchos criterios y si no somos capaces de eva-
luarlos, todos se convierten en equivalentes, y por lo tanto
las obras y los actos que dependen de ellos, resultan también
equivalentes. No habrá diferencia entre la astronomía y la as-
trología, entre el creador y el copista, entre el santo y el ase-
sino. Si todos los criterios valen exclusivamente para el
Mundo de quien los afirma, si no son exportables a otros
Mundos, no podemos hacer ningún tipo de afirmación gene-
ral. Por supuesto, no podremos decir que un sujeto es más
creador que otro o más inteligente que otro.
L: No estoy de acuerdo con usted. La inteligencia es una reali-
dad, no un valor, y por lo tanto se puede medir como se
mide un terreno, sin necesidad de juzgar si el terreno es
bueno o malo.
A: No es lo mismo. Supongamos que usted quiere medir la inteli-
gencia con un test. ¿Cómo va a evaluar después el test? Con-
siderará que unas respuestas son acertadas y otras son erró-
neas. Si se trata de buscar la continuación de una serie, o de
resolver un problema de analogías o de razonamiento, usted
mantendrá sin duda que todas las respuestas no son equiva-
lentes.
L: Desde luego.
A: Luego dispone de un criterio. Y, además, de un criterio al que
da un valor universal, puesto que lo usa para valorar com-
portamientos ajenos. ¿Si ese criterio estuviera equivocado, si
no sirviera como canon, sería válida su evaluación?
L: Supongo que no. Pero tal vez da demasiada importancia a los
criterios subjetivos. No necesito poseer un criterio para saber

356
si un destornillador me sirve para aflojar un tornillo. Lo
pruebo y es el mismo fin el que me sirve de criterio. La solu-
ción de un problema es el fin y son adecuados los actos que
me conducen a él. No necesito otro criterio.
A: Lo que dice es altamente discutible. Por de pronto, excluye a
los fines de todo tipo de evaluación. Pero, además, olvida
que, en muchos casos, por ejemplo en el arte, el fin está defi-
nido precisamente por el criterio subjetivo del artista. No hay
fin objetivo claro, explícito, que dirija de modo automático la
actividad creadora. Por haber olvidado esto se han dicho mu-
chos disparates sobre la obra de arte. Uno de los disparatado-
res ha sido Michel Dufrenne en su obra: L*expérience esthéti-
que, PUF, París, 1953. Afirma el autor que el fin de la
operación artística es la obra, y que la obra da su sentido al
proceso mismo de creación. Hasta aquí es difícil no estar de
acuerdo, pero a continuación añade que el dinamismo de la
creación no es del artista que quiere la obra, sino de la obra
misma, que exigiendo realizarse se quiere a través del artista.
El artista mismo no sabe cuál será el término de su hacer,
sólo lo sabrá cuando la obra esté acabada. Por ello, se deja
llevar por una inspiración artística de la que no es dueño y
que lo arrastra, convertido en puro instrumento por una obra
que exige ser realizada, y se impone a él tiránicamente.
L: Creo que su crítica es injusta. Le voy a leer un texto de su ad-
mirado Julien Green, que da la razón a Dufrenne: «Cuando
siento que mi novela está en buen camino quiero decir en la
única vía que puede seguir, todo se encadena, todo se desa-
rrolla, exactamente cómo si me sirviera de un plan meticulo-
samente establecido, y mi única inquietud proviene de que,
no sabiendo nunca como van a suceder las cosas, conservo
hasta el fin del libro el temor de que la invención llegue a
faltarme, o más bien el miedo de que el plan cese de golpe y
no me indique el desenlace. Estoy explicando muy mal lo
que experimento con gran viveza, pero quizá el detalle le
hará comprender mejor hasta qué punto estoy lejos de domi-
nar el libro. Hasta la quinta o sexta página antes del fin de
Adrienne Mesurat, yo creí que la heroína se suicidaría y sólo
mientras escribía el penúltimo capítulo comprendí que no

357
podía arrojarse por la ventana, porque le faltaría valor»
(Oeuvres Completes, Gallimard, París, 1972, L p. 1.023).
A: Analicemos el hecho con detenimiento. Ya sé que los novelis-
tas suelen decir que los personajes deciden por su cuenta.
Esto es obviamente falso. ¿Por qué se repite con tanta fre-
cuencia? Aunque sólo se refiere marginalmente al tema del
que estamos hablando, intentaré explicárselo. ¿En qué con-
siste inventar un personaje? En construir un modelo que per-
mita inferencias. Cada una de las especificaciones indicadas
en el proyecto definen el modelo. Si decido que el personaje
es un avaro, pongo en funcionamiento el modelo mental co-
rrespondiente, lo que me veda ciertas cosas y me obliga a
otras. No podrá, por ejemplo, derrochar el dinero. Describir
esto como una autonomía del personaje es una mera licencia
poética. Es el autor quien crea un modelo en el que va in-
cluyendo sus propias normas de transformación. Tiene razón
Julien Green cuando escribe: «Yo hago los personajes y los
personajes hacen el libro» (O. C., ed. cit., TI, p. 1.513). Es
decir, el novelista crea el modelo y, por la capacidad de ma-
nejar modelos mentales que tiene la inteligencia, dicho mo-
delo se convierte en fuente de ocurrencias. En ese momento
el sistema productor de significados no es ya directamente el
Yo ocurrente del escritor, sino un sistema productor secun-
dario, una segunda voz, un heterónimo del autor que es, pre-
cisamente, el personaje. Este «descentramiento» de la fuente
de ocurrencias lo vive el escritor como independencia de sus
creaciones.
L: Lo que dice me recuerda el caso de Fernando Pessoa, que creó
las figuras de unos poetas que, a su vez, escribían poesías. Al-
berto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Coelho Pa-
checo eran personajes inventados, que después se soltaban a
poetizar, cada uno con su estética, su estilo y sus preferencias.
Se ha discutido mucho sobre la salud mental de Pessoa y no
entro ni salgo del tema, porque lo desconozco. Usted dice que
inventar personajes que tengan su voz propia entra dentro de
las actividades que consideramos cuerdas y que sólo es una
ampliación de nuestra habilidad para utilizar modelos menta-
les. Puede que tenga razón. La obra de sus heterónimos era,

358
para Pessoa, «una poesía sentida en la persona de otro». Di-
cho así suena a una empatía misteriosa, pero el autor lo
aclaró después: «Está escrita dramáticamente. Puede ser sin-
cera, como es sincero lo que dice el rey Lear, que no es Sha-
kespeare, sino una criatura suya.»
A: En efecto, en el origen del teatro, de la novela o de la com-
prensión de los comportamientos ajenos está nuestra capaci-
dad para operar con modelos, que son sistemas de ocurren-
cias. La habilidad para ponernos en la piel de otra persona la
adquiere el niño relativamente pronto y, gracias a ello, puede
comprender a los demás. Es muy posible que los niños autis-
tas no consigan tenerla, y que esa falta les incapacite para en-
tender el comportamiento de otras personas (Harris, P. L.:
Los niños y las emociones, Alianza, Madrid, 1992). Esto...
L: Perdone que le interrumpa, pero ya le advertí que en estos ca-
pítulos iba a intervenir más. Lo que dice casa bien con las
Opiniones que mantuvo Proust en su polémica contra Sainte-
Beuve. Éste había dicho: «La obra de un escritor es insepara-
ble del resto de su personalidad», a lo que Proust contestó
que «el libro es el producto de una personalidad diferente a
aquella que manifestamos a través de nuestros hábitos, nues-
tra vida social y nuestros vicios. Y esta personalidad tan sólo
se manifiesta en lo más profundo de nuestro ser, por lo que,
si pretendemos comprenderla, debemos intentar reconstruirla
allí, en aquellas profundidades, ya que sólo allí podremos
comprenderla.» Lo que usted añade es que esa personalidad
profunda puede ser un «modelo de autor», creado por el
autor.
A: Así es como funciona nuestra inteligencia. Se dará usted
cuenta de que el modelo de sujeto que elijamos ser (nosotros,
nosotros como autor, o el personaje creado por nosotros) va a
servir, desde luego, como criterio, pero con ello no se re-
suelve el problema. ¿Da lo mismo un modelo que otro? ¿Hay
alguna razón para decir que Proust es mejor escritor que Jules
Renard?
L: Usted se empeña en saber si podemos librarnos de los criterios
subjetivos y someternos a criterios objetivos y universales.
¿Cree usted que es posible?

655
A: En otro capítulo expliqué lo que pienso sobre el criterio de
verdad. Creo que se puede elaborar una «ergometría de las
evidencias estéticas» y «ergometría de las evidencias mo-
rales».
L: Con todo esto nos estamos alejando del tema de este libro, que
es la inteligencia.
A: De ninguna manera. La inteligencia humana, la libertad crea-
dora, no es una propiedad del hombre, sino una posibilidad
real que podemos desarrollar de distintas maneras, según el
proyecto o modelo de inteligencia humana que nos parezca
más inteligente. De la misma manera que Proust tuvo que
crear un «sujeto escritor», que escribiera su obra, así también
todos nosotros debemos crear un modelo de «sujeto inteli-
gente», que dirija nuestro comportamiento y la construcción
de nuestra propia subjetividad, en la que estamos todos em-
barcados. La gran tarea consiste en saber cuál es el mejor mo-
delo de sujeto inteligente.
E: jPero eso no corresponde a una Teoría de la Inteligencia!
¡Esto corresponde a la ética!
A: Si usted lo dice...

360
NOTAS AL CAPÍTULO DUODÉCIMO

L: No sé qué pensar acerca de sus ideas. Despiertan mi interés y


mi irritación a partes iguales. Me convencen y al mismo
tiempo me llenan de recelo. Usted afirma que el hombre no
es libre, no es racional, no tiene derechos y que estas propie-
dades, que consideramos esencialmente humanas, son posibi-
lidades inventadas por una inteligencia computacional que se
autodetermina. ¿Lo dice en serio? -
A: Desde luego. Le voy a dar algunas referencias para que com-
pruebe que no es una tesis tan extravagante como cree. Co-
menzaré con la explicación que da Rozin de la evolución de
la inteligencia. En todo el reino animal existen especializa-
ciones adaptativas, cuya finalidad es resolver problemas espe-
cíficos que afectan a la supervivencia. En los organismos in-
feriores, las especializaciones adaptativas nunca pasan de ser
componentes sumamente limitados del sistema. Hay opera-
ciones firmemente preprogramadas, sin posibilidad de trans-
ferencias, estrechamente limitadas a situaciones específicas.
Es decir, con características propias de sistemas modulares.
Cita como ejemplo los mapas excepcionalmente exactos de
las corrientes de su estanque que guardan en su memoria los
peces góbidos, y que estudió L. Aronson: «Orientation and
jumping in the gobioid fich (Bathygobius Soporator)», Ameri-
can Museum Novitates, 1486, 1951, pp. 1-22.
Estos programas funcionan de manera aislada, desconec-
tados de los demás, y forman lo que Rozin denomina «in-
consciente cognitivo», que coincide aproximadamente con lo

361
que he llamado «inteligencia computacional». La tesis de esté
autor es que en el curso de la evolución los programas cogni-
tivos se hicieron más accesibles a otras unidades del sistema.
«Un programa (especialización adaptativa) podría ser conec-
tado a un nuevo sistema o a varios nuevos sistemas. En el
caso más extremo, el programa podría ser llevado a nivel de
la conciencia, lo que podría implicar que resultase aplicable a
toda la gama de conductas y problemas» (p. 256). Las habili-
dades que antes estaban soldadas a campos restringidos se
vuelven disponibles. Es lo que he llamado «descontextualiza-
ción». El uso consciente del sistema, el acceso reflexivo a los
programas cognitivos, marcan el paso a la inteligencia hu-
mana. (Rozin, P.: «The evolution of intelligence and access
to the cognitive unconscious», Progression in Psychobiology
and Physiological Psychology, nm.” 6, 1976, pp. 245-280).
L: No corra tanto. Vamos a analizar con más detenimiento al-
guna de sus afirmaciones. «El Yo ejecutivo es una ocurrencia
del Yo ocurrente». A mí me parece una boutade
A: Se lo voy a decir de manera menos abrupta, para que no se es-
candalice. Oiga este texto de Ortega sobre la noción de su-
jeto: «Milenios de esfuerzo han costado al hombre aislar esa
pura intimidad psíquica que dentro de sí mismo sentía. La
formación de los pronombres personales relata la historia de
ese esfuerzo y manifiesta cómo se ha ido formando la idea
del “Yo” en un lento reflujo desde lo más externo hacia lo
más interno. En lugar de “Yo” se dice primero “mi carne”,
“mi cuerpo”, “mi corazón”, “mi pecho”. Todavía nosotros, al
pronunciar con algún énfasis “Yo”, apoyamos la mano sobre
el esternón en un gesto que es un residuo de la vetusta no-
ción corporal del sujeto. El hombre empieza a conocerse por
las cosas que le pertenecen. El pronombre posesivo precede
al personal» (Ortega, J.: Las dos grandes metáforas, O. C., Il,
p. 395). Lo mío, incluidas mis ocurrencias y mis experiencias
conscientes, me acompañan siempre. Pero sentirme en ellas
no es percibirme como Yo. El Yo no es un dato originario,
sino que tiene que ser abstraído del flujo de la experiencia
consciente. «El acto de conciencia no incluye como dato des-
criptivo inmediato la asimilación de un objeto por un sujeto.

362
Lo único que me da es una unidad, la misteriosa unidad que
hacía decir a Aristóteles que el acto de lo sensible y el acto
del sentido son uno y el mismo acto (De Anim, 425b, 25). Si
yo realizara un único acto de conocimiento, nada más que
uno, me sería imposible hablar de la transcendencia del ob-
jeto. Cuando describimos fenomenológicamente el conoci-
miento a partir de la pareja de opuestos sujeto-objeto, no es-
tamos describiendo el acto puro de conocimiento, sino el
proceso de conocimiento, en el cual, efectivamente, se desta-
can el sujeto y el objeto» (Marina, J. A.: «Fenomenología crí-
tica y teoría de la evidencia en Husserl», Revista del Departa-
mento de Metafísica, Madrid, 1967, p. 15).
Algo semejante afirma Sartre en La transcendance de
l'Égo. Concede a Kant que el «yo pienso» debe poder acompa-
ñar a todas nuestras representaciones, pero esto no quiere de-
cir que las acompañe siempre. Semejante hecho sólo ocurre
en la conciencia refleja. Para Sartre la realidad absoluta es el
campo consciente, una conciencia impersonal y espontánea.
En ella cada conciencia posicional del objeto.va acompañada
de una conciencia (no) posicional de sí misma, que resulta
revelada por la reflexión. Así pues, la conciencia que dice
«Yo pienso» es secundaria.
L: Pero esa unidad a la que denominamos con el pronombre Yo,
¿se basa en la inteligencia computacional o en esa conciencia
reflexiva?
A: Su pregunta es muy parecida a la que se hace el mismo Sartre.
«El Yo que encontramos en nuestra conciencia, ¿está posibi-
litado por la unidad sintética de nuestras representaciones, o
es él quien unifica de hecho las representaciones entre sí?» El
Yo consciente no unifica nada. La información en estado
consciente está ya unificada por la memoria dinámica de la
que procede. Lo que sí tiene que hacer el niño es aprender a
pensarse como un Yo. El yo consciente es una creación so-
cial. En el capítulo cuarto he contado que «lo que recibe el
niño al aprender el lenguaje es la posibilidad de hacer obje-
tiva, pensable, esa realidad esquiva que se llama “Yo”. Lo
que era un mudo acompañante de toda la vida consciente, es
traído a primer plano por el pronombre».

363
L: ¿Aprende entonces a reconocerse como Yo ejecutivo?
A: En efecto. «No hay conocimiento más directo e inmediato que
el de mi intención de moverme o de realizar un cambio», es-
cribe Stuart Hampshire en su libro Thought and Action,
Chatto and Windus, Londres, 1965. Tlematizo esa percepción
con la ayuda del pronombre personal. Las operaciones com-
putacionales que preceden a esta acción son inconscientes y,
por lo tanto, no pueden ser objetivadas, pero en cambio
tengo conciencia de iniciar un movimiento. Irremediable-
mente tengo la ocurrencia de que soy origen de mis opera-
ciones. Éste es el origen del Yo ejecutivo. (Sobre el análisis
fenomenológico del yo puede verse Montero Moliner, F.: Re-
torno a la fenomenología, Anthropos, Barcelona, 1987).
E: Lo que dice me parece un disparate. Esa ocurrencia es sólo el
origen de la idea de Yo ejecutivo, no del Yo ejecutivo. Su ar-
gumento me recuerda el argumento ontológico usado para
demostrar la existencia de Dios y adolece del mismo defecto:
no se puede pasar del orden del conocimiento al orden de la
realidad.
A: Permítame que le recuerde que desde el principio del libro le
estoy diciendo que la idea que tenemos de la inteligencia es
un componente real de la inteligencia. ¿Por qué no ha pro-
testado hasta ahora?
L: No pensé que tuviera tanta importancia.
A: Sin duda esa idea favoreció su benevolencia, pero supongo
que también influyó el contexto. Las anteriores veces que ha-
blé de este asunto estaba tratando de temas concretos, que se
pueden estudiar experimentalmente, como la metacognición,
o las impotencias aprendidas, o los resultados de atletas en
competición.
L: Hasta ahí estoy de acuerdo. Pero ahora dice mucho más. Vea-
mos: una ocurrencia es una irrealidad. Si el Yo ejecutivo es
una ocurrencia, es una irrealidad. Por lo tanto, es una irreali-
dad la que dirige nuestro comportamiento.
A: Me parece correcta su deducción. El Yo ejecutivo es una habi-
lidad aprendida que el hombre ha construido a lo largo de la
historia evolutiva dejándose llevar de un proyecto. Ya le he
dicho muchas veces que la libertad es un proyecto. El Yo eje-

364
cutivo mo puede ser una realidad, sino un estado del Yo
computacional capaz de autodeterminarse. Habrá observado
que no suelo hablar de conciencia, sino de información en
estado consciente. Pues bien, cuando el hombre poseyó en
estado consciente la información de que podía autodetermi-
narse, pudo hacerlo conscientemente y ampliar los poderes
de su autodeterminación. Oiga cómo lo explica un psicólogo
cognitivo: «La actividad consciente supervisora» (el Yo ejecu-
tivo) «significa el grupo completo de procesamiento de la in-
formación que están unidos por un flujo de información, de
manera tal que pueden ejercer el control de planificación, re-
presentación, evaluación, incluyendo la evaluación de los
propios criterios de evaluación del sistema» (McKay, D. M::
«Mind talk and brain talk», en M. S. Gazzaniga, ed.: Hand-
book of Cognitive Neuroscience, Plenum Press, Nueva York,
1984).
L: Le repetiré la pregunta que le he hecho otras veces. ¿Significa
algo lo que dice?
A: Por lo que a mí respecta significa una hipótesis, coherente con
datos que poseemos, para resolver un problema de enorme
dificultad: el comportamiento humano libre. Tenga en
cuenta que muchos psicólogos cognitivos niegan de plano la
libertad, porque les parece una idea contradictoria. Escuche a
Minsky: «Libre albedrío es el mito de que la volición humana
se basa en una tercera alternativa, distinta de la causalidad o
del azar. No hay lugar para ella, porque cualesquiera que
sean las acciones que “elijamos” ellas no pueden producir el
menor cambio en lo que de otro modo habría sido, porque
esas rígidas leyes naturales ya han sido la causa de los estados
mentales que nos hicieron tomar esa decisión (Minsky, M.: La
sociedad de la mente, Galápago, Buenos Aires, 1986. El su-
brayado es suyo). Usando una metáfora muy burda, la con-
ciencia queda convertida en la pantalla de televisión donde
aparece un suceso que ha ocurrido realmente en otro lugar,
unos instantes antes. (Minsky lo dice expresamente: la con-
ciencia va siempre un poco retrasada.) El espectador tiene la
impresión de que cada imagen que aparece en el televisor
está motivada por la imagen anterior, pero eso es falso. Un

365
plano televisivo no produce el plano siguiente. Cada imagen
está causada por el acontecimiento real, que ocurrió a mu-
chos kilómetros. Lo que veo en la pantalla en cambio no
tiene ninguna influencia sobre lo que sucede en la realidad.
Para la psicología cognitiva, lo real son los procesos compu-
tacionales, que se desarrollan en terrenos inaccesibles, mien-
tras que la conciencia es un mero espectáculo, una visión a
distancia que no influye en los acontecimientos. No hay ra-
zón, pues, para considerar libre a un sujeto que se limita a to-
mar conciencia de lo que se decide fuera de los límites de su
control. El argumento cognitivista parece impecable.
No puede argúirse que la conciencia contempla distintas
posibilidades y elige, porque esto supone empantanarse en el
problema del homúnculo, a juicio de muchos cognitivistas.
Habría que admitir que en alguna parte del cerebro un
hombrecillo, sentado a los mandos de un mecanismo de con-
trol, dirige la conducta. La voluntad sería ese personajillo
alojado en el gran personaje que somos. Personajillo que de-
bería albergar, a su vez, a otro minipersonajillo que le diri-
giera y así hasta el infinito. En un reciente texto de psicolo-
gía se resume así el problema: «What is free will, if not
homunculus»» (Barsalou, L. W.: Cognitive Psichology. An over-
view for Cognitive Scientist, Erlbaum, Hillsdale, Nueva Jer-
sey, 1991). Me parece legítimo plantear el problema en estos
términos, lo que exige responderle en los mismos términos.
La libertad es una habilidad aprendida y trabajada durante
milenios. Una larga historia ha hecho posible nuestro com-
portamiento. El proceso pudo suceder de esta manera: los es-
tímulos perdieron el poder de desencadenar la respuesta mo-
tora, porque nuestro antepasado aprendió a inhibirla. Esto es
la autodeterminación en estado embrionario. Su utilidad para
la supervivencia debió favorecer la ampliación de esta facul-
tad. En el niño comprobamos que las actividades físicas pue-
den interiorizarse. El hombre primitivo pudo interiorizar su
recién aprendida habilidad de desencadenar e inhibir las res-
puestas musculares y aprender a controlar las operaciones
mentales. Esto supone obtener cierto dominio sobre la infor-
mación, porque el dirigir las operaciones también dirige la in-

366
formación que esas operaciones producen. De igual manera
que los mecanismos sensitivos aferentes me permiten ajustar
mi movimiento muscular, así también los fenómenos cons-
cientes actúan como mecanismos aferentes de mis operaciones
mentales. Son el feed back que permite el ajustamiento preciso
a la tarea. La conciencia se convierte en intermediaria de la li-
bertad. Cuando el sujeto puede entregar el control de la acción
a un proyecto mantenido en estado consciente, actúa con li-
bertad. Ser libre inconscientemente es una contradicción.
No hay homúnculo, ni Yo ejecutivo con entidad sepa-
rada. Hay sólo una inteligencia computacional capaz de diri-
gir su propia acción por medio de información en estado
consciente.
L: ¿La libertad es una creación social?
A: Sí, igual que la inteligencia. Un niño aislado del resto de la
humanidad no sabría liberarse de la tiranía del estímulo. La
inteligencia humana se construye dialógicamente. El niño
aprende a controlarse obedeciendo órdenes de su madre. Al
crecer conserva la estructura dual de control femisor de órde-
nes-receptor de órdenes), pero la mantiene dentro de sí
mismo. No es la única actividad dual que el niño aprende e
internaliza. La pregunta es otra técnica dialógica. El niño
pregunta y el adulto responde. Pues bien, ese método va a in-
ternalizarse y lo usaremos con nosotros mismos, lo que no
deja de ser sorprendente. ¿No es ocioso dirigirme a mí
mismo una pregunta? Yo soy quien pregunta, quien sabe la
respuesta y quien responde. ¿A qué viene ese juego de dupli-
cidades? Daniel Dennet, un divertido e inteligente filósofo,
se ha hecho esta misma pregunta y la ha respondido supo-
niendo que a lo largo de la evolución el hombre se acostum-
bró a pedir ayuda e información a su prójimo, «hasta que una
vez la criatura percibió que se había producido un “inespe-
rado” cortocircuito en esta relación social: “pidió” ayuda en
una circunstancia inadecuada, cuando no había oyentes que
pudieran escuchar y responder a su requerimiento ¡salvo él
mismo! Cuando el hombre oyó su propia súplica, la estimula-
ción provocó la clase de respuesta “útil” que hubiera provo-
cado la súplica de otro, ¡y para su delicia, la criatura com-

367
probó que había inducido la respuesta a su propia pregunta».
Había descubierto la utilidad de la autoestimulación cogni-
tiva. (Dennet, D.: «Why do we think what we do about why
we think what we dor», Cognition, n.” 12, 1982, pp. 219-237;
«Intentional systems in cognitive ethology: the panglosian
paradigm defended», Behavioral and Brain Sciences, n.” 6,
1983, pp. 343-390).
L: Eso supone utilizar el lenguaje como «sistema artificial de estí-
mulos». Me recuerda el segundo sistema de señales de Pavlov
y sus discípulos.
A: Así es. Vigotsky, por ejemplo, consideró que el gran salto de
la inteligencia se consigue mediante el aprendizaje social de
instrumentos para controlar nuestra conducta, en especial los
signos: «Un signo —escribió— es siempre, originariamente, un
instrumento usado para fines sociales, un instrumento para
influir en los demás, y sólo más tarde se convierte en un ins-
trumento para influir en uno mismo.»
L: ¿La negación de la libertad es «doctrina común» de la psicolo-
gía cognitiva?
A: No. Le citaré algunos ejemplos. El primero, Douglas Hofstad-
ter, matemático, psicólogo y experto en computación, una de
esas personalidades polivalentes que las ciencias cognitivas
alientan y aprovechan. Ha escrito un voluminoso y divertido
libro en el que estudia lo que considera el elemento más ca-
racterístico de la inteligencia humana: el bucle extraño. La
obra se titula: Gódel, Escher, Bach. Un Eterno y Grácil Bucle,
Tusquets, Barcelona, 1987.
Para ilustrar gráficamente su idea de «bucle» reproduce
un dibujo de Escher, que representa dos manos, que se dibu-
jan mutuamente. Otros ejemplos suyos son igualmente para-
dójicos: Un fantástico autor (A) es un personaje de la novela
de otro autor (B), que a su vez es un personaje de la novela
de A. Son situaciones autorreferenciales, que nos obligan a
subir a un nivel superior si queremos darles un significado.
Para seguir con los ejemplos: es ciertamente imposible que
una mano dibuje la mano que la está dibujando, y que en este
entrelazamiento de rasgos se den a luz mutuamente. En cam-
bio, Escher, que está fuera del dibujo, puede dibujar ambas.

368
El caso de los novelistas interdependientes es posible si un
novelista real —que actúa en otro nivel distinto— cuenta la
historia.
En el caso del hombre, Hofstadter supone que un sistema
computacional podría sobreponerse a sí mismo cuando hi-
ciera intervenir en la computación la propia imagen que el
sistema tiene de sí mismo. Admite que la conciencia es un
elemento decisivo para explicar los bucles extraños y cita a
Roger Sperry, premio Nobel de Medicina por sus trabajos so-
bre separación quirúrgica de los hemisferios cerebrales, uno
de los neurólogos que han dado más que pensar a los filóso-
fos: «En mi modelo hipotético de cerebro, el conocimiento
consciente es representado como un agente causal verdadera-
mente real, y ocupa un lugar importante en la secuencia cau-
sal y en la cadena de control de los acontecimientos cerebra-
les, dentro de la cual aparece como una fuerza activa y
operacional. Para decirlo más sencillamente, nos enfrenta-
mos una vez más con el problema de quién impulsa a quién
dentro de la multitud de fuerzas causales qué ocupan el crá-
neo.» Pues bien, concluye, «cerca de la cúspide de este sistema
jerárquico que imparte órdenes en el cerebro... encontramos
ideas» (Sperry, R.: «Mind, brain, and humanistic values», en
Platt, ed.: New Views on the Nature of Man, Universidad de
Chicago, 1965, p. 78). No hace falta que le advierta que el fe-
nómeno de un Yo ocurrente que produce la idea de un Yo eje-
cutivo que acaba controlando al Yo ocurrente es un «bucle ex-
traño», en la terminología de Hofstadter.
El segundo psicólogo del que voy a hablarle es Philip
Johnson-Laird, otro personaje polifacético. Ha estudiado el
razonamiento, proponiendo una interesante teoría sobre el
uso de la lógica formal en la vida real, ha elaborado una teo-
ría de los modelos mentales, escribió con Miller, otro de los
maestros de la psicología contemporánea, la obra Language
and Perception, que es un intento necesario —aunque a mi
juicio frustrado— de aclarar los anclajes perceptivos del len-
guaje, y, por último, se mueve con soltura en el mundo de la
computación. A su juicio, para solucionar los problemas de la
autorreflexión y del libre albedrío hay que admitir que «el

369
sujeto posea un modelo de sus propias operaciones, el cual
utiliza para guíar sus procesos. Este procedimiento “autorre-
flexivo” puede aplicarse a sus propias producciones, de ma-
nera que el sistema pueda construir un modelo de su propio
uso de dichos modelos, y así sucesivamente, en una serie de
modelos siempre ascendentes». El sistema operativo ha de te-
ner acceso a un modelo de sí mismo, cosa que corrobora la
experiencia consciente. En efecto, poseemos la capacidad de
reflexionar sobre lo que estamos haciendo —en un nivel supe-
rior al de la actuación real—, y como resultado de esta refle-
xión podemos modificar nuestra actuación. Por ejemplo, si
uno ha tenido éxito resolviendo una serie de problemas y se
queda estancado en uno, se puede preguntar: ¿qué es lo que
estoy haciendo para resolver estos problemas? La respuesta
estará basada en la capacidad de uno mismo para analizarse,
esto es, para subir un nivel y convertirse en espectador de sus
propios pensamientos y comportamientos. Tenemos la opor-
tunidad de acceder a un repertorio de modos diferentes de
elegir, integrados en el modelo que tenemos de nosotros mis-
mos. En esa capacidad se funda la libertad. (Johnson-Laird,
P. N.: El ordenador y la mente, Paidós, Barcelona, 1990,
p. 340).
L: ¿Puedo tomar sus ideas en préstamo y hacer una crítica a
Johnson-Laird?
A: Desde luego.
L: Supongo que usted diría que ha confundido dos cosas. El ac-
ceso al propio modelo, que puede ser un fundamento de la
autodeterminación, y la invención de un «modelo de con-
ducta libre», que se construye durante el proceso educativo.
Lo importante no es tener un repertorio de modelos entre
los que elegir —aunque es una condición necesaria—, sino que
el modelo de obrar libremente ocupe el nivel jerárquico más
alto.
A: Su argumentación me ha impresionado. Su crítica me parece
muy acertada. El último autor del que voy a hablarle es Da-
niel Dennet, al que ya conocemos. Ha tratado el tema de la
libertad en su obra The Elbow Room, traducida al castellano
con el título La libertad en acción, Gedisa, Barcelona, 1992.

370
Con muy buen acuerdo centra su discusión en el tema del
control. Considera que no hay incompatibilidad entre deter-
minismo y libertad, porque «un dispositivo determinista
puede autocontrolarse». «Podemos imaginar un ser cuyas de-
cisiones son causadas por los elementos de su estado actual
con los elementos del entorno, es decir, por elementos sobre
los cuales no tiene ningún control, y que, sin embargo, tiene
el control y no está controlado por ese entorno omnipresente
y omnicausal. En efecto, es posible imaginar un proceso de
autocreación que comience con un agente no responsable y
cree gradualmente un agente responsable de su propio carác-
ter. Este ser determinista no se engañaría al considerar que el
futuro es abierto y depende de él. Es posible imaginar un
agente responsable y libre, con respecto al cual sea verdadero
decir que toda vez que actuó en el pasado no pudo hacerlo
de otra manera» (p. 194).
L: Ser libre y no poder actuar de otra manera me parece una pa-
radoja sin solución.
A: Dennet considera que una visión retrospectiva de la acción no
tiene interés alguno para el tema de la libertad. Supongamos
que no pude hacer otra cosa que la que hice. ¿Puedo aprove-
char esa acción para cambiar el comportamiento futuro? En-
tonces está incluida en una dinámica libre. La libertad apa-
rece en lo que voy a hacer con el futuro, no en lo que hice
con el pasado.
L: Esto me recuerda una frase de Mao Tse-tung: «De derrota en
derrota llegaremos a la victoria final.» «De determinismo en
determinismo llegaremos a la libertad», dice Dennet. No me
parece la tesis de un científico, sino la confesión de un opti-
mista.
A: Se trata de algo más serio. De cada una de sus claudicaciones,
el sujeto puede extraer enseñanzas que mejoren su autocon-
trol. Esta capacidad no es un capital fijo, sino una inversión
que el sujeto gestiona con mayor o menor acierto. El hombre
nace con un problema ya planteado: cómo controlarse a sí
mismo. Durante el proceso de resolución aparece el yo, que
es, ante todo, «un lugar de autocontrol», según Dennet. Sus
afirmaciones sintonizan con otros muchos autores que ya he

E!
citado. Me refiero a los investigadores metacognitivos, a
Feuerstein y los programas de rehabilitación de niños retrasa-
dos, a Mead y los psicólogos sociales, a la escuela soviética y
a gran parte de la psicología pedagógica, a la que, como sabe,
concedo gran importancia, porque proporciona corroboracio-
nes prácticas a las teorías psicológicas. De este último grupo
le citaré a Albert Bandura, quien también sostiene que no
hay incompatibilidad entre libertad y determinismo, porque
la libertad no es ausencia de influencias, sino ejercicio de
autoinfluencia. Las personas no están impulsadas por fuerzas
internas, ni controladas por estímulos externos, sino que fun-
cionan por implicación recíproca de ambos factores, me-
diante los mecanismos psicológicos de simbolización, antici-
pación, autorregulación y autorreflexión (Bandura, A.: Teoría
del aprendizaje social, Espasa Calpe, Madrid, 1987). Dennet
resume con claridad una idea que he mantenido en este li-
bro. «Es muy probable —escribe— que el hecho de creer que
se tiene libre albedrío sea una de las condiciones para te-
nerlo: un agente que gozara de las otras condiciones necesa-
rias —racionalidad y capacidad de autocontrol y de introspec-
ción de orden superior— pero que fuese inducido engañosa-
mente a creer que carece de libre albedrío, estaría tan
inhabilitado por dicha creencia para elegir libre y responsa-
blemente como por la falta de cualquiera de las otras condi-
ciones» (p. 191).
L: Lo que está defendiendo en su libro es una especie de «brico-
lage metafísico», un ¡hágase a usted mismo, hombre! Su filo-
sofía es un self+.made man transcendental. Llega al colmo
cuando afirma que la dignidad humana también es un
proyecto. Con una línea despacha las nociones de ley natural
o de derechos naturales, en favor de una especie de «moral
inventiva» o de una confusa «creación de derechos».
A: Está usted en un error. Me integro en la más poderosa línea
del iusnaturalismo. Como explicó espléndidamente Bloch, el
tema central del Derecho Natural es el descubrimiento y la
protección de la dignidad humana. Lea su libro Derecho Na-
tural y dignidad humana, Aguilar, Madrid, 1980. La noción
de ley natural va unida a la noción de razón.

372
La teología escolástica es un ejemplo interesante. Lleva la
noción de ley natural al más extremado objetivismo, pues la
concibe como una participación de la ley eterna divina. Pues
ni siquiera estos teólogos pueden desglosarla de la razón. To-
más de Aquino escribió que la ley natural es un «opus ratio-
nis», una obra de la razón. (Sum. Theol., LIL q. 92, a. 2). Yo
tan sólo añado que la razón no es una propiedad esencial hu-
mana, sino una posibilidad real descubierta y aceptada o re-
chazada por el hombre. Ya le he explicado el dinamismo en-
grandecedor de la naturaleza humana: una inteligencia
computacional que se autodetermina alumbra la inteligencia
creadora, que como proyecto inventa la racionalidad, que
como gran obra crea la persona humana como portadora de
derechos. La elección moral importante se da entre «razón» y
«sinrazón», como explicó Karl Popper en su brillante obra La
sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Barcelona, 1992. Es-
taba en lo cierto Ortega al decir que «la razón es una tarea
moral».
Tenemos que acabar. El libro termina donde comenzó,
como las buenas exploraciones. Hemos andado juntos aproxi-
madamente un kilómetro y medio de línea escrita, que es
mucho o poco, según se mire. Comencé diciendo que la gran
función de la inteligencia era inventar posibilidades reales. La
libertad es una de ellas, y también la razón y la dignidad.
Ocurre con la posibilidad que una vez pensada arroja nueva
luz sobre nuestra situación real, que aparece con un perfil
distinto. Nadie echa en falta lo que le falta hasta que ha visto
cuánta plenitud acarrearía su presencia. Echar de menos es el
primer paso para hacez de más. Y esta esplendidez del sujeto
que se guía a sí mismo desde lejos, viviendo donde está y en
otro sitio —utopos— es el dinamismo de la inteligencia que
crea y se crea. Es la invención de nuestra posibilidad consti-
tutiva. Tenía razón el barón de Miúnchhausen: nos sacamos
del pantano tirándonos hacia arriba de los pelos.
L: Antes de despedirnos, me gustaría que me diera una defini-
ción breve de lo que es «crear».
A: Inventar novedades eficientes.
L: ¿Eficientes para qué>

373
A: Para cualquier fin que nos propongamos. Si el fin es de pocos
alcances, la creación lo será también. Como el fin más crea-
tivo es la dignidad humana, la creatividad más poderosa será
la que invente modos ágiles, certeros, estimulantes, sorpren-
dentes y divertidos de vivir o ampliar la dignidad. Éste es el
papel de las individualidades creadoras. Lo que no colabora a
este fin no pasa de ser una habilidad ingeniosa, la calderilla
de la creación. Como comprenderá, la creatividad del que in-
ventó la bomba de neutrones, o el potro de tortura, no es
para echar las campanas al vuelo.
¿Entonces cree que la dignidad humana es el máximo criterio
para evaluar todas las creaciones humanas: el arte, la ciencia,
la técnica, lo que sea?
: Si no le ha quedado claro, este libro es un fracaso.
¿Puedo hacerle una pregunta personal?
: Desde luego.
¿Qué pintamos don Nepomuceno
HERA Carlos de Cárdenas y yo en
todo esto?
: Ustedes son dos de mis posibilidades. El señor De Cárdenas
una posibilidad expresiva y usted una posibilidad discursiva.
Son libertades que me he tomado.
No me convence su explicación.
> : Si usted quiere, empezamos de nuevo.
¡No, por favor!

374
ÍNDICE TEMÁTICO

acción, 86, 293 derechos, 229-235


activación, 94, 306, 315 dignidad, 229-235
actividad, 176, 253
ajedrez, 131 enfermedad, 219
atención, 96-117, 302-310 ensayo, 175
y actividad creadora, 109 entrenamiento, 86-92, 289-293
flotante, 109-112 esquemas, 49-59, 121, 194,
autodeterminación, 257, 288 20281 de
de asimilación, 46, 47, 50-59
de movimientos, 82-83
banco de datos, 122-126
y modelos, 175
búsqueda, 173-193, 342-350
y sentimientos, 278
espacio de, 174 ética, 236
estrategias, 180-182, 347-348
evaluación, 194-209, 351-360
en proceso, 191-201
caricatura, 34 final, 201-204
ciencias cognitivas, 244-246 evidencia, 325-328
concepto, 43-60 compartidas y razón, 229-231
borroso, 279-280 ergometría de, 327-328
ideal, 274 privadas, 231, 327
perceptivo individual, 48 existencia y percepción, 234
perceptivo universal, 48
vivido, 48, 50, 140, 274 gusto (juicio de), 165, 205
conocimiento tácito, 91, 143
crear, 151-154 habla interior, 73-75
creatividad, 332
criterios, 164-168, 194 identificación, 46
de evaluación, 204-209, 351 información, 44

375
inspiración, 184-191 y reconocer, 51, 270-275
inteligencia, 15-28, 70, 244-247, producción de significados,
251-252, passim 221-223
artificial, 247 posibilidad, 20-23, 254-257
computacional, 25, 51, 224, percepción de las, 137
250 proyectos, 34-36, 87, 149-210,
invención de posibilidades, 20, 330-361
21, 245-255 y criterios, 164, 340
irrealidad, 23-25, 253-254 y meta, 154, 225-235
y proyectos, 23, 89, 95, y planificación, 334
149-150, 159, 256 y restricciones, 163, 346

lenguaje, 60-78, 282-290 razón, 227-235


función analizadora del, 68 realidad, 42, 234
y estructuras mentales, 70, 77, reconocer, 44-46
286-288 referente, 285-286
y léxico, 63-68
libertad, 24-25, 297 sentimiento, 140-148, 169-171
como modelo, 365-373 sexto sentido, 134-148, 319-329
significado, 44-51, 61, 264-269
memoria, 118-133, 311-318 y estímulo, 259-268
construcción de, 312 y percepción, 32-42
creadora, 131-133 sorpresa, 143
dinámica, 127
proposicional y procedimental, tacto, 35
316-318 tesis final del libro, 210-236, 374
semántica, 314 primera, 25
y hábitos musculares, 126 segunda, 150
modelos mentales, 175, 358 tercera, 209
movimiento, 79-95, 205-301 valores vividos y pensados, 104
evaluación del, 85
proyecto de, 82 Yo, 76-78
y retroalimentación, 83 ejecutivo, 73, 81, 88, 104,
mundo, 43, 125, 128 224-5
negociador, 113, 169
ocurrencias, 212-215 ocurrente, 104, 192, 210-225,
operaciones, 176 362-363

percibir, 29-59, 250-270 zona de desarrollo próximo, 336


teorías de, 259-263 zona de desarrollo remoto, 336

376
ÍNDICE DE ACTORES

Abel, M., 300 Batsalou, L. W., 366


DESC R Bartlett, E.. 275, 294
AOS Baudelaire, Ch., 172
al 2498 Baxandall, M., 338, 339
Albrecht, R. R., 300 Beauvoít, o. de, 393
Amadcrson' J.. L 101075 317 Beckett, S., 160
Andreas-Salome, L., 176 Beethoven, L. ven, 264, 353
Antifonte, 95 Belinchón, M., 248
ARacOn TL. 100, 137. 190, 109, Benedict, R., 146
200 Bergson, H., 129, 144, 169, 171,
Aranguren, J. L., 341 NS TNT ANS AID AND NO:
li 348
Arstoteles 2). Lg 168, 100 Bernard, R., 318
IO IZ LS ZOANO ZA ZO Bernstein, A., 83, 292, 293, 346
363 Betchel, B., 248
AS Po les TO Bloch E2372
Aron, R., 242 Bloom, L., 285
Aronson, L., 361 Boden, M., 246, 247, 252
ASE Bonaparte, J., 285
Atkinson, R., 313 Bonaparte, N., 30, 285
Aulo Gelio, 67 Bonnet, M., 293
Austin, G., 244, 275 Boring, E. G., 251
Borlaug, N. E., 22, 268
Balzac, H. de, 205 Bower, G., 268
Ballard, D. M., 323 Boyd, W., 39
Bandura, A., 300, 372 Brahms, J., 109
Barling, J., 300 Branderburg, G. C., 39

377
Brazier, M. A., 321 Coll, C., 248
Brewet, W., 277 Collins, A. M,, 315
Bridgeman, Bruce, 34, 78, 102, Covarrubias, S. de, 98, 104, 161,
248 oda, 212
Bronowsky, J., 288 Cowan, N., 312
BLUCSIBS 277 Craig, W., 48, 49
Brunelleschi, F., 24 Crawtord Ri. P., 132
Bruner. ASIS, 90, 004 24%, Crelin- Eso. 209
DOSIIACI 2 NOS 2D OO A, Crick Bs 35%
298, 305, 306, 332, 341, 347 Csikszentmihlyi, M., 345
Buck RD Culbertson, J. T., 346
Burbank, J., 248
Busse ML AV o ZO ls Dale, P:S.5065
Datio.E.4 76
Caeiro, A., 358 Davidson, B. J., 222
Calígula, 353 Davis. TE dSy
Campos, Á. de, 358 Davis, 5. No Sol
Campos, J. J., 66 De Carlo, N., 306
Camus, A., 204, 235 Degas, E., 36
Cárdenas, N. C. de (heterónimo Delval, J., 248
del autor), 11, 40, 56, 152, 153, Dennet,- D.y € 245,294... .304
UNOAAMIA RADO: 228, 2208 ZO Ds 3611368, 3701312
374 Dettermanña De Ks2251
Carey. La J., 345,355 Deutsch, M., 106
Carretero, M., 248, 287 DeVote, 12 S01
Casa ZO Dewey, J., 62
CassaiiD., 335 Diaz. 1 D2174
Castilla del Pino, C., 249, 312 Dilthey, W., 344, 354
Cathia J sn184, Dirac, 1. ASEM.. 136, 328
Cézanne, P., 186 Donatello, 22
Chapman, A. J., 329 Dórmann, F., 172
Chardin, J.-B. S., 338 Dostoievski, F. M.,. 335
Chase Wi: ola Dreyfus, H., 245, 247
Chomsky, N., 61, 91, 244 Dreyfus, S. E., 245
Churchland, P. M., 248 Duffy, E., 94
Clark MIS I26S Dufrenne, M., 357
Clark, W. 1., 80 Dunckner, K., 343
Clarke DESS06 Duthuit, G., 160
Claxton, G.. 293
Coelho Pacheco, 358 Eco, JU... 1015285
Coleridge, S. M., 187, 188 Echebarría, A., 268

378
EdenM., 272 García Márquez, G., 181, 196-200
Edwatds, D., 313 Gardeil, A., 318
Ehrenfels, C. von, 260 Gardner BDO 0 AC OAZ SA
Ehrhardt, A., 217 Gardner, H., 247... 331
Eifistela, MAC 1859, 196, 925,1094 Gardner RAID 00284
Elliot, TS. 185 Gastaut, H., 297
Evans, C. M., 259 Gazzaniga, M. S., 365
Eysenck, Hi: Jo, 251 Gebsattel, E. F., 159
Geeraerts, D., 283
Feigenbaum, E. A., 348 Geffroy, G., 167
Feijoo, padre, 56 Getacls, T2W00332,. 345
Feldmand, J., 323, 348 Gibson, Eleanor, 98, 307
Feltz 1D. ES 300 Gibson, J. J., 41, 137, 260, 261,
Ferguson, C. A., 285 OZ, ZOIALOA, LONE
Fernández Trespalacios, J. L., 262 Gilmartin, K., 131
Peversteía KR. 0572 Glover; Jo A., 3327 395340
Feynmann, R., 137 Goethe, J. W. von, 109
Flaubert, G., 181, 331 Gómez de la Serna, R. M., 269
Flower, L., 345, 355 Goodman, D., 281
Fodor, J., 61, 265, 284 Goodman, N., 332, 343
Forster; E. Mi, 323 Goodnow, ]J., 244, 275
Fosbury, R., 87 Gordon, W. J. 3., 132
Foss, B. M., 329 Gracián, B., 341, 342
Foucault, M., 232 Graubard, S. R., 245
Franck, C., 109 Green, ].; 155, 160, .1621352:53,
Frcnzon EOL 357-58
ErxcuUARS SAL O MAIZLS, Greene, G.. 1557 198
306 Greer, Ki 1293
Prey Po Wo Lol Gregoty, R. L., 128
Frijda, N., 320 Gruber HE 49911 3992/0941
Frisby, J. P., 248 Guilford, J. P., 226, 332, 342, 343
Eta 291 Guillaume, P., 261
Furtb, El. 0338 Gurwitsch, A., 261, 307
Gutiérrez Ríos, J., 279
Gadamer, H. G., 341
Gallagher, J. M.,.244,:281 Haber, R. N., 262
Galileo, 334 Hadamard, J., 195
Galmiche, M., 284 Hale, G. A., 307
Gallanter, E., 77, 244, 293, 334 EIA RDEROINE, 301
Gallistel, C. R., 293 Hampshire, S., 364
García Bacca,0J. D., 323, 824 Harash, G. M., 301

DO
Hardy, G. H., 136 Igoa, J. M., 248
Harre, R., 306 Imedadadze, 62
Harris BM AO Infeld, L., 334
Hartmann, N., 254, 320 Inhelder, B., 271, 296, 329
Harvey, N., 293 Isen, A., 268, 319
Haugeland, J., 253 Isidoro, santo, 139
Hayes, ]. Ho1134:385/358 LardG Ba, 278
Hebb, D., 322
Hegel,. =. W. E. 296 Jackendoff, R., 303
Heidegger, M., 69, 130-31, 224, Jackson, P. W., 332
245, 254-535) 266,290, 1932 Jakobson, R., 72
Heisenberg, W., 38 James, H., 97, 137, 138, 158
Helmholzt, H. von, 111 James, W., 97; 107, 109, 111,135,
Hemingway, E., 199 137, 138, 298, 309
Helvecio, 109 Janet; P:, 81,82
Heráclito, 195 Jeftres, ¡L. A, £294
Herbert, “N: J; 301 Jerisen,. HL, J. 5252
Hércules, 116 Johnson-Laird, P., 58, 304, 305,
Hernández Pina, F., 65 332, 340, 354, 369-70
Herodes, 198 Jordan, M., 79
Heyde, .]..¿E:, 320 Juno, 39
Heurtin, Marie, 27
Hidalgo-Serna, E., 341 Kafka, F., 227
Hilgard, E. R., 221 Kagan, J., 278
Hintikka, J., 36 Kahnweiler, D.-H., 202 .
Hitler, A., 214 Kant, 1... 11,40% 591 76, 86:1:106,
Hjelmslev, L., 282 207-08, 235, 276-77, 341,363
Hoc, J.-M., 181, 334 Kasparov, G., 136-37
Hochberg, J., 34, 262 Katz, J. J., 284
Hofstadter, D., 368-69 Keats;:J.s.95
Holding, D. H., 328 Kelsoy J.Al S., 293
Holton,G.. 19925 99% Keller, H., 27
Hormann, H., 285 Kellog, W. N., 53
Hubel, D., 259 Kendrick, K. M., 266
Hume, D., 58 Keverne, E. B., 266
Humphrey, J. M., 300 Kierkegaard, S., 218, 230, 254
Husserl Es 1007 17842853: 0241. Kipling, R., 289
242, 245, 293102614 264, 257,2, Koffka, K., 261
213 dd ZN ZSO, ASOR, 1D2O Kogan, N., 332
AOS SMS SOS Kohlberg, L., 231
Huxley; 4.1 195, 185 Kohler We. 31 261

380
ISOLETSE, LARE2 72 Mann, T., 160, 176, 179
Kiépelka; B.*]., 132, ,318 Mansfield, R. S., 132, 246, 318
Krogius, N., 328 Marcel, Au 305
Kibie MLASAD92 Marchesi, A., 248, 287
Kuki, S., 69 María Teresa, infanta, 123
Marina, J. A., 363
Lacan, J., 224 Markus, H., 278
Lacer MZA Marr, D., 262, 268, 269
Lacombe, D., 293 Martín Gaite, C., 203
Langacker, R. W., 283 Maslow, A., 332
Lashley, K., 294 Maturana, H., 259
Lave, .]., 73 Mayer, RR. ECASLM1337 318
Lee” E5300 Mayor, J., 248
Leibniz". W., 407153, 232 Mayor, L., 278
Lenneberg, E. H., 283 McClelland, J., 323
Leonardo da Vinci, 36 McCorduck, P., 247
Leslie, Alan, 59 McCulloch, W., 244, 259
Levi L259 MecGhee E. E. 13929
Leventhal, H., 319 McKay, D. M., 365
Leve Fi266 McNamara, J., 65, 285
Lewis, M., 207 Mead, G. H., 339, 340, 372
Lieberman, P., 289 Medniek, :S: A. 2152, 332, 343
Lindsay (BH, 263, 316 Melzac HR 32154322
Bocke).11299 Merleau-Ponty, M., 242, 243, 245
otras iBo, BSOS Michele, D., 246
López-Penas, M., 319 Michotte, A., 58, 59
Potenza. 50 33 Middneton, D., 313
Lowes, J. L., 187 Miguel Ángel, NAS 2
Pulio ARSS Mikaye, N., 257
FuñaJiAg Ki c096 18.7, MUTRA11ZOS, Miller, G., 58, 77, 244, 246, 293,
243, 286, 287 334, 369
Eyna, R., 321 Milner, B., 119
Minick, N., 73
Lloyd, B. B., 317 Minsky, M., 245, 247, 365
Mondrian, 166
Mach, E., 325 Monet, C., 32, 166-67, 335
Machado, A., 41, 142, 203, 230 Money, J., 217
Machlup, U., 246 Montero Moliner, F., 364
Magoun, H. W., 94 Moore, Henty, 54
Mairena, J. de, 203 Motel, F., 297
Mandler, J., 319, 320 Moreno Hernández, A., 305

381
Moruzzi, G., 94 Piaget; Joy: 51, 6L, 65, 129122,
Mozart, W. A., 22, 40, 109, 286 145, 231, 243, 244, 245, 261,
Munari, B., 334 264, 2655 271822781 28071295,
Miúnchhausen, barón de, 152, 296, 297, 306, 328, 329
ZLEIEDRD Picasso, P., 166, 202, 306, 338,
354-55
Napier, J. R., 80, 81 Pien, D., 145, 329
Neisser, UL 97:0 244 251, 269, Piero della Francesca, 338
2, DATA Píndaro, 333
Nelson, K., 62, 65, 285 Pinillos, J. L., 248
Nerón, 214 Pitágoras, 11, 235
Neruda, P., 99, 142 Pitts, W., 244, 228, 259
Neumann, J. von, 244 Platón, 184, 234, 328
Newell A. 17 184126, 201122065 Platt, J. R., 369
244, 246, 247, 316, 332, 344, Plutarco, 95
345, 346, 348 Plutchik, R., 278
Newmann, J. R., 136 Poe, E. A., 187-88
Nicklaus, Jack, 91 Poincaré. !Ho 109, 325... 320
Nietzsche, F., 176, 179, 230 Polanyi, M., 137
Notman, DECIS 2472512035 Popper, K., 35, 2357928, 578
204 BIS LONILS Premack, D., 19, 60, 284
Prevert, ].,. 105
Ordeli, 71 Pribram, K., 77, 244, 293, 334
Ortega y Gasset, J., 107-08, 115- Propp, V., 171
16,223. 332% 3959, 362873 Proust,M:+ 23,334,129, 11814041821
Osborn, 'A. Hg 132, 418,992 335,359
Pylyshyn, Z. W., 245
Páez, D., 268
Painter, G. D., 895 Quevedo, F. de, 55
Palacios, J., 248, 287 Quillian, R., 315
Palmer E 517
Papert, S., 244, 247, 322, 325 Rader, N., 307
Pascual-Leone, J., 280, 281 Ramanujan, S., 136
Passow, A. H., 106 Ramírez, J. D., 287
Patanjal1, 107 Reichenbach, H., 136
Paulhan, J., 348 ReifiB:.318
Bavloy LAB 122 DOS RESURIS5S
Peitrce, EMS.. MS SO Reitman, W. R., 345
Pérez Jiménez, M., 196 Renard, J., 359
Perkins, IDINSAICISS1 3921040 Requim, J., 293
Pessoa, F., 358-509, Revault d'Allones, O., 275

382
Reynolds, C. R., 332, 335, 345 noni, 1 Rs AN
Riber, Lorenzo, 142 Schiffrin, R., 313
Ricoeur, P., 307, 308 Schiller, F., 344
Rilke; R.. Mo, 16 55156. 065 Schleidt, F., 49
79, 106, 185489, 192% 2414215 Schleidt, W., 49
218, 269 Schlesinger, 1. M., 285
Rimbaud, A., 177 Schneider, E., 188
Riviere, Á., 248, 287, 305 Schoenberg, A., 179
Robertson, S. M., 259 Schopenhauer, A., 172
Robinson, 50 Sehtiver KDD
Rocheblave-Spenle, A. M., 340 Schroedinger, E., 136
Rodin, 186, 189 Scotto di Carlo, N., 53
Rodríguez Delgado, J. M., 249 Searle, J., 245, 248
Rof Carballo, L., 249 Sebastián, M. V., 312
Rogoff, B., 73, 334 Secadas, F., 248
Ronning, R. R., 332, 335, 345 Sejnowski, T. J., 295
Rosch, HEssod7 Selfridge, O..E5 272
Rosenberg, S., 355 Semjen, A,, 293
Rothbart, M. K., 145, 329 Séneca, 142
Rousseau, J.-J., 40 Serlin RE 291
Rozin, P., 361-62 Shakespeare, W., 119, 359
Rubinstein, M. F., 133, 318 Shallical 222
Ruiz-Vargas, J. M., 312 Siguán, M., 74, 248, 287
Rumelhart DE, 277, 185161323 Simon tal 220 2140 10
Ruskin, J., 33 247, 316, 318, 332, 345, 348
Singh, J. A., 289
Sacks, O., 48 Skinner, B. F., 19, 103, 243, 249
Sahagún, B. de, 38 Slobin, D. L, 284, 285
Saint-Exupéry, A. de, 93, 94 Sócrates, 70, 235
Saint-John Perse, 125, 285, 286 Sokolov, E. N., 144, 321
Sainte-Beuve, Ch. A., 359 Sosa Blanco, 198
Salomón, 125 Spearman, C., 97, 342
Salzman;, E. L., 293 Spence, KW. lo
Santo Tomás, J. de, 140 Spence, ). T., 343
Sata Sperty, Be, Ti Sd 369
Sartre JtP.432,.334335£1005:2230, Spiro, R. J5(277
HI AA A PAN OMS ON Sroute, LL. A. 144, 329
Sa 00) Saúl, TE, 919
Schachter, S., 320 tempera, KE 00, Zol, 202, 201,
Schank, KR. Es, 249.921L, 2d 12 332, 340
Scheler, M., 298, 299, 320, 333 Stendhal, 29-30

383
Stratman, J., 355 Vigotsky, L., 65, 70, 81, 225, 243,
Strindberg, A., 219, 220 245, 286, 287, 288, 306, 313,
Stuewer, R. H., 337 336, 368
Suetonio, 353 Virgilio, 142
Swedenborg, E., 219, 220 Voltaire, 166, 341

Tellenbach, H., 218, 219 Wallach, M. A., 332


Terrell, G., 341 Watson, J. D., 352
Tierney, J. T., 88 Weber, R. J., 332
Titchener, E: BS*96 Weiskrantz, L., 284
Tomás de Aquino (santo), 139, Wertheimer, M., 341
140, 373 Wertsch, J., 73, 287, 336
Torrance, HLENPS Wescott, M. R., 134
332 Weschler, D., 252
Trevise, duque de, 167 Whitman, W., 142
Trillas, E., 279 Wickelgren, W. A., 348
Tse-tung, Mao, 371 Wiesel; T., 259
Tulving, E. 312 Wilde, O., 172
Tuna MD. TT. S18 Winograd, T., 245, 247
Turguéniev, L, 138 Witkins, A. P., 34
Turkle, S., 306 Wittgenstein, L., 272, 273
Tynnichos de Calcis, 184 Wolff, P. H., 145
Woolf, V., 355, 356
Ulises, 116 Wundt, W., 96, 97
Unamuno, M. de, 21, 142, 230 Wunsch, J. C., 144, 329
Wyer, R., 319
Valéry; Po 33,91, ¡IS5MICAMIES
188-91, 196, 199, 202, 203, Yarbus, -A. L. 435386
204, 291, 347 Yela, M., 248
Valle-Inclán, R. M. del, 152
Van Gogh, V., 22, 37, 130, 186, Zajonc, R. B., 278
1974395 Zeigarnik, B., 112
Vander Velde, L., 300 ZEL VOS PO... 395
Varela, $. J. 245 Zinn, R., 289
Vargas Llosa, M., 205-06 Zubiri XX... 173,224, -253,4254,;
Velázquez, D. de, 123 256, 325, 332, 348, 349, 350

384
ÍNDICE

TEORÍA DE LA INTELIGENCIA CREADORA

A O EL A A A 11
L Presentación dela antelloebacia aia ee ie 45
117 Larmirada Itunes 29
TIL Adentiticdr RECONOCE Aa AS 43
IV.* Ebiundo Sel lena RIN a Ad 60
Y. El moyimiento inteligente. osado... 19
VEL cividad atenta A A A 96
NI Daciaouia cado Re RA 118
VIA BUSEXtO caido A a a ca 134
EX. Esatado del proyectar paca a 149
Als Las actividades de búsqueda 4. dra a 173
A. Lastactividades des Evallacion A an 194
dl oro currente y O CECI a o o 210

BIBLIOGRAFÍA DIALOGADA

INIA A A AAA RS RRA NENE 239


Notas tala Introducción aa e a er e 241
Notas acabo PLMEtO. ao e e 250
Notastalicabitulo seQuado qe. ay ea aaa 238
Notas al capítulo tercero ..... ee aos 270
Notasia DE ApitBlO CUAoO nó da den ao 282
Notas alcapitalo QUito tol o II aTOs E 20
Notas akel DICUlO Scxto o aa de aso da ao a ie 302
Notasial Caprio sep a te alos e ala o a Sl
Notas:al capítulo octavo:... +... Vipotlm
de 319
Notasial dapítulo MENO ...... DIG 1 DA 330
Notás El CApitilo décimo... SMA cra da 342
Notasal capitulo undécimo ... ¿MUDA ro o 351
Notas alcapittlo AUOdECInD A IO 361

PARE ARA
a aprisa dl 375
A A O RS 377
Margsá Proun!, Alber! obeleag alsabres 6) Azmoxv8 aohsñd

Un artizto ¿Habia A one

Torn Sharos, ¡Antmwo, Wa oldaoad 12añada al


E ARMA
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COLECCIÓN COMPACTOS

138. Charles Bukowski, La senda del perdedor


139. Xavier Rubert de Ventós, El arte ensimismado
140. Eugenio Trías, El artista y la ciudad
141. Charles Bukowski, Música de cañerías
142. Patricia Highsmith, El hechizo de Elsie
143. Patricia Highsmith, El juego del escondite
144. Patricia Highsmith, Carol
145. Paul Auster, Ciudad de cristal
146. Paul Auster, Fantasmas
147. Paul Auster, La habitación cerrada
148. Ryu Murakami, Azul casi transparente
149. Claudio Magris, El Danubio
150. Carmen Martín Gaite, La Reina de las Nieves
151. Antonio Tabucchi, Réquiem
152. Raymond Carver, ¿Quieres hacer el favor de callarte,
por favor?
153. Raymond Carver, Tres rosas amarillas
154. Truman Capote, Otras voces, otros ámbitos
155. Tom Sharpe, El bastardo recalcitrante
156. Charles Bukowski, Pulp
157. Charles Bukowski, Peleando a la contra
158. Martin Amis, El libro de Rachel
159. William Faulkner, Relatos
160. Borís Pasternak, El doctor Zhivago
161. Mircea Eliade, Medianoche en Serampor
162. Joseph Roth, Confesión de un asesino
163. El Gran Wyoming, Te quiero personalmente
164. Gesualdo Bufalino, Perorata del apestado
165. Gesualdo Bufalino, Las mentiras de la noche
166. Jean Rhys, Ancho mar de los Sargazos
167. Jeanette Winterson, Escrito en el cuerpo
168. Lawrence Norfolk, El diccionario de Lempriére
169. José Antonio Marina, Ética para náufragos
170. Fernando Savater, Las razones del antimilitarismo
y otras razones
le Marcel Proust, Albertine desaparecida
ies Kazuo Ishiguro, Pálida luz en las colinas
173. Kazuo Ishiguro, Un artista del mundo flotante
174. Antonio Tabucchi, Pequeños equívocos sin importancia
Sl Antonio Tabucchi, El ángel negro
176. Franz Werfel, Una letra femenina azul pálido
¡UTE Soledad Puértolas, Queda la noche
178. Dany Cohn-Bendit, La revolución y nosotros,
que la quisimos tanto
ASE Esther Tusquets, Varada tras el último naufragio
180. Paul Auster, La música del azar
181. Tom Sharpe, ¡Ánimo, Wilt!
182. Tom Sharpe, La gran pesquisa
183. Pedro Almodóvar, Patty Diphusa
184. Groucho Marx, Las cartas de Groucho
185. Augusto Monterroso, Obras completas (y otros cuentos)
186. Paul Auster, Pista de despegue (Poemas y ensayos, 1970-1979)
187. Graham Swift, El país del agua -
188. Kenzaburo Oé, Una cuestión personal
189. Alfredo Bryce Echenique, Permiso para vivir (Antimemorias)
190. Vladimir Nabokov, La defensa
191. Alessandro Baricco, Novecento
192: Sergio Pitol, Tríptico del Carnaval
193. Vladimir Nabokov, Rey, Dama, Valet
194. Vladimir Nabokov, Desesperación
195. Vladimir Nabokov, La verdadera vida de Sebastian Knight
196. Vladimir Nabokov, El ojo
197 Albert Cohen, Comeclavos
198. Soledad Puértolas, Días del Arenal
¡99 Josefina R. Aldecoa, Mujeres de negro
200. Carmen Martín Gaite, Lo raro es vivir
201. Antonio Tabucchi, Sostiene Pereira
202. Thomas Bernhard, El sobrino de Wittgenstein
203. Samuel Beckett, Compañía
204, Juan Forn (ed.), Buenos Aires (Una antología de narrativa
argentina)
205. Jaime Bayly, La noche es virgen
206. Vicente Verdú, El planeta americano
207. lan McEwan, Niños en el tiempo
208. Martin Amis, Campos de Londres
209. Kazuo Ishiguro, Los inconsolables
210. Julian Barnes, Hablando del asunto
21. William S. Burroughs, Yonqui
ZiZ Irvine Welsh, Trainspotting
213. Gunter Wallraff, Cabeza de turco
214. Paul Auster, Leviatán
215. José Antonio Marina, El laberinto sentimental
216. Pedro Zarraluki, La historia del silencio
2 Enrique Vila-Matas, Historia abreviada de la literatura
portátil
218. Sergio Pitol, Vals de Mefisto
PA David Lodge, Fuera del cascarón
220. Tom Wolfe, Ponche de ácido lisérgico
2 José Antonio Marina, Teoría de la inteligencia creadora
222. Antonio Escohotado, Historia elemental de las drogas
223. Norman Mailer, Los desnudos y los muertos
224, Donald Spoto, Marilyn Monroe
225. John Kennedy Toole, La Biblia de neón
226. Javier Tomeo, El cazador de leones
Za Félix de Azúa, Diario de un hombre humillado
228. Félix de Azúa, Demasiadas preguntas
2291 David Trueba, Abierto toda la noche
230. Josefina R. Aldecoa, Porque éramos jóvenes
231. Philip Kerr, Una investigación filosófica
232. Roberto Bolaño, Los detectives salvajes
233. Álvaro Pombo, Donde las mujeres
234. Terry McMillan, Esperando un respiro
235. Bernhard Schlink, El lector
236. Marlon Brando, Las canciones que mi madre me enseñó
237. Ignacio Martínez de Pisón, Carreteras secundarias
238. Enrique Vila-Matas, Suicidios ejemplares
239. Truman Capote, Retratos
240. Arundhati Roy, El dios de las pequeñas cosas
241. Jack Kerouac, Los Vagabundos del Dharma
242. Roberto Bolaño, Estrella distante
243. lan McEwan, Amor perdurable
244. Vladimir Nabokov, Risa en la oscuridad
245. Luis Racionero, Oriente y Occidente
246. Walter Mosiey, Blues de los sueños rotos
247. Roberto Calasso, La ruina de Kasch
248. Raymond Caiver, Short Cuts (Vidas cruzadas)
249. Pedro Juan Gutiérrez, Anclado en tierra de nadie
250. David Lodge, Terapia
2391. Jeffrey Eugenides, Las vírgenes suicidas
252. Belén Gopegui, Tocarnos la cara
253. Harold Bloom, El canon occidental
254. A.S. Byatt, Posesión
255. Esther Tusquets, Siete miradas en un mismo paisaje
256. Enrique Vila-Matas, Hijos sin hijos
257. Oliver Sacks, Un antropólogo en Marte
258. Antonio Tabucchi, El juego del revés
259. Michel Houellebecq, Ampliación del campo de batalla
260. José Antonio Marina y Marisa López Penas, Diccionario
de los sentimientos
Zola Graham Swift, Últimos tragos
262. lan McEwan, El placer del viajero
263. Slavenka Drakulic, El sabor de un hombre
264. Alfredo Bryce Echenique, Un mundo para Julius
265. Thomas Szasz, Nuestro derecho a las drogas
266. Gesualdo Bufalino, Argos el ciego
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Marion Branco. Lascanciones quiemímáltre mo ensoñó
El presente libro es una innovadora teoría de la inteligencia, que inte-
gra los resultados de las ciencias cognitivas: la neurología, la inteligen-
cia artificial, la psicolingúística, la psicología cognitiva, la filosofía. El
tema es de urgente interés para todos porque, como dice el autor, «la
idea que tengamos de lo que es la inteligencia humana va a determinar
la idea que tengamos de nosotros mismos, y esta idea determina lo que
realmente somos». Para aplicar la teoría se sirve de dos ejemplos escan-
dalosamente dispares: la «creación deportiva» y la «creación artísti-
ca». Michael Jordan en el baloncesto, Jack Niklaus en el golf, Marcel
Proust o Rainer Maria Rilke en la literatura, demuestran la deslum-
brante flexibilidad de la inteligencia humana. El proceso inventivo es
liberado de las nieblas mitológicas y descrito con una inusual precisión
y una notable técnica narrativa. Se estudia con gran detenimiento el
proceso creador de varios escritores y pintores: Thomas Mann, Paul
Valéry, Julien Green, Louis Aragon, Rilke, García Márquez, Monet y
Picasso. Como era de esperar, el autor no cree en la inspiración.
La conclusión del libro también es chocante: la inteligencia se caracte-
riza, ante todo, por su capacidad para inventar fines. Crear es inventar
sorpresas eficientes. ¿Eficientes para qué? La índole de ese «para qué»
va a determinar la índole de la inteligencia. La Teoría de la inteligencia
creadora se prolonga necesariamente en una Ética, considerada como
ciencia de los fines del ho ho de que estas afirmaciones, tan
abstractas y arbitrarias en , se deduzcan de los minuciosos
análisis de las operaciones s es uno de los aspectos más su-
gestivos y polémicos del li
«Un tour de force interdiscipli Vila-Sanjuán, La Vanguardia).
«Toda persona culta debería leer este libro» (J.A. Millán, El País).
«Una fiesta de la inteligencia misma» (Fernando Lázaro Carreter).

José Antonio Marina ha publicado los libros: Elogív y refutación del ingenio, Teoría
de la inteligencia creadora, Ética para náufragos, El laberinto sentimental, El misterio
de la voluntad perdida, La selva del lenguaje, Diccionario de los sensimientos com Mari-
sa López Penas y La lucha por la dignidad con María de la Válgoma. Entre los ga-
lardones obtenidos por José Antonio Marina figuran: Premio Anagrama, Pre-
mio Nacional de Ensayo, Mejor libro del año (Abc), Premio «Elle», Premio
Giner de los Ríos de Innovación Educativa.

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