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El Monstruo de los
+8
Enredos
El Monstruo de los
Lorena Flores Moscoso Enredos

El Monstruo de los Enredos


Ilustración: Jennifer Mariel Tercero
Lorena Flores Moscoso
Don Héctor, el poblador más anciano Ilustración: Jennifer Mariel Tercero
de San Antonio el Nuevo, se reúne en
las tardes calurosas en la plaza con los
niños cuando salen de la escuela. Ellos
escuchan sus historias, ríen y comentan.
Una tarde en particular, él les habla acerca
del Monstruo de los Enredos y lo próximo
que este podría estar. Les pide que estén
muy atentos, porque el Monstruo está
muy cerca y la última vez que visitó
San Antonio, una chispa acabó por
transformarse en un incendio. Presten
atención, chicos, que nunca sabemos qué
forma adquirirá este monstruo.

Lorena Flores Moscoso


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Título original: El monstruo de los enredos
© 2016, Lorena Flores-Moscoso
© De esta edición:
2016, Santillana Infantil y Juvenil, S. A.
26 avenida 2-20, zona 14, ciudad de Guatemala. Guatemala, C. A.
Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343

ISBN: 978-9929-723-30-6
Impreso en:
Primera edición: abril de 2016

Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de creación


colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e ilustradores
y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en el Departamento de
Contenidos de Editorial Santillana. Luego de las discusiones, cada autor se
encargó de dar forma al anhelo y las búsquedas del grupo.

El monstruo de los enredos fue escrito por Lorena Flores-Moscoso e


ilustrado por Jennifer Mariel Tercero López (Morena III). La gestión
y coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro Sandoval. Los
textos fueron editados por Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval , Julio
Santizo Coronado y Eduardo Villalobos. La corrección de estilo y de
pruebas fue realizada por Julio Santizo Coronado. Diseño de cubierta:
Morena III. Coordinación de arte y diagramación: Sonia Pérez.

Cualquier forma de reproducción, distribución,


comunicación pública o transformación de esta obra
solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,
salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO
(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
El Monstruo de
los Enredos
Lorena Flores-Moscoso
A Papá y a Pablo
Las historias trascienden
generaciones
1

San Antonio el Nuevo era un pequeño 11


poblado al pie de una hondonada muy
extensa a media hora del mar. Lo lla-
maban el «Nuevo» porque era de los
poblados más jóvenes de la región. Esa
tarde estaban reunidos en la plaza, bajo
el frondoso y viejo amate, don Héctor,
el más anciano de los pobladores de San
Antonio, y los niños y las niñas que se
congregaban a su alrededor al salir de
la escuela. En esa época del año los días
eran más largos: el sol se ocultaba pa-
sadas las seis. Entonces los pobladores
aprovechaban para ir los fines de sema-
na a la playa y durante la semana dis-
frutaban de la plaza; pronto llegarían
las lluvias y tendrían que resguardarse
en sus hogares.
Don Héctor era famoso por sus his-
torias y ese día tenía planeada una muy 13
especial: la historia del Monstruo de los
Enredos. Los más pequeños no la cono-
cían y ya era tiempo de que lo hicieran.
El anciano llevaba varias noches soñan-
do con el monstruo, y eso solo podía
significar que estaba cerca y que pronto
los visitaría. Tenía que prepararlos. El
monstruo siempre causaba problemas.
«Si prestan atención incluso pueden
sentir el olor de su llegada», dijo don
Héctor con tono serio. Los niños son-
rieron, y algunos incluso fruncieron la
nariz para sentir el olor, pero no lo lo-
graron. A lo sumo sintieron el olor de
las hojuelas fritas con miel y el dulce
de guayaba que vendían en la esquina
de la plaza. El viejo don Héctor sí podía
sentirlo, su rostro indicaba que aquel
14 olor no le traía buenos recuerdos. El
monstruo de los Enredos era muy hábil
para escabullirse sin que nadie lo nota-
ra y siempre que aparecía traía malas
noticias consigo, así que era mejor pre-
pararlos.
Pocos recordaban la última vez que
el Monstruo había estado en el pueblo.
Los adultos de aquella época habían mi-
grado, y fallecido; los niños de entonces
ahora eran adultos, y los adultos suelen
olvidar. Él, don Héctor, recordaba todo
y quería contarles la historia para que
todo aquello no volviera a suceder.
La última vez que había llegado lo
hizo durante una tarde soleada, en si-
lencio, mientras todos estaban ocupa-
dos. Entró por la calle principal sin que
nadie se diera cuenta y poco a poco fue
invadiendo los hogares de San Antonio 15
el Nuevo. Lo hizo, además de con sigilo,
disfrazado de algo o de alguien conoci-
do, por eso no lo notaron. Fue muy as-
tuto y cambió su aspecto cuantas veces
lo necesitó. Su presencia se notó hasta
que ya fue muy tarde. Con frases como
esta don Héctor inició su relato.
Hubo señales de su presencia, pero
nadie se percató, por ejemplo: el día que
Marcela venía de la ciudad con mucha
carga con las compras para la tienda.
Ese día el sol estaba muy fuerte, no ha-
bía sombra alguna donde ocultarse y
Marcela paraba cada cien metros a des-
cansar. Cuando entró al pueblo y vio
el jardín de Sebastián se tiró a la som-
bra del almendro. En la prisa no se dio
cuenta de que sus bolsas habían aplas-
16 tado las margaritas.
Estaba tan apenada. No sabía qué
hacer y menos cómo decirle lo que ha-
bía pasado. Sebastián amaba su jardín
y seguramente se molestaría. Marcela
optó por marcharse, sin decir nada, an-
tes de que alguien se diera cuenta, pero 17
una extraña sensación se quedó con
ella. Cuando Sebastián vio sus marga-
ritas no entendía qué había pasado. No
había motivos para que eso pasara, el
calor era muy fuerte, pero no para mar-
chitarlas, y no había huellas de ningún
animal. ¿Qué había sucedido? Como no
encontró respuesta fue por su azadón y
18 trató de rescatar algunas.
Mientras movía la tierra vio algo
que brillaba: era un llavero. El artefac-
to le parecía conocido, pero no lograba
recordar de quién era. Por la noche le
contó a su esposa lo sucedido y le mos-
tró el llavero. «Ese llavero es de Marcela
y estoy completamente segura —dijo
Ana—. Se lo trajo Francisco cuando fue
a Guatemala y visitó Esquipulas. Ella
me lo enseñó para darme celos. A mí
no me trajo nada, y eso que yo le presté
dinero para el viaje», terminó diciendo
muy molesta.
«Ana, ¿por qué te dieron celos? Nun-
ca me dijiste que le habías prestado di-
nero», interrogó Sebastián a su esposa.
Ana no le había dicho nada porque sa-
bía que no estaría de acuerdo. Sin que
nadie se diera cuenta, el monstruo ha- 19
bía causado el primer enredo.
Esa noche, Sebastián y Ana discutie-
ron durante la cena, se fueron a la cama
molestos y no se dieron el acostumbra-
do beso de buenas noches. Al amanecer
estaban cansados y aún había rastros de
enojo en sus caras y en el aire de su ha-
bitación. Al salir de casa ambos se mar-
charon por diferente camino: Ana salió
muy temprano para hacer la compra;
definitivamente no quería quedarse en
casa y seguir discutiendo; Sebastián fue
con el herrero para ver si estaba lista la
cerca que le había pedido. Si él se la hu-
biera entregado a tiempo nada les ha-
bría sucedido a sus margaritas.
En el mercado, Ana se encontró con
Silvia, la chica de la panadería, hacien-
20 do fila en la carnicería de don Mauro.
«¿Te pasa algo?», dijo Silvia al ver el ros-
tro de su vecina. Ana inmediatamente
empezó un discurso, seria y cegada por
el enojo. Dijo que en el pueblo había
gente que era muy descuidada y menti-
rosa. «¿De qué hablas, Ana? No te en-
tiendo, ¿qué pasó?», respondió Silvia
con asombro. «No puedo contarte. Le
prometí a Sebastián no hacerlo y no
quiero más problemas. «¡Anda, dime!»,
insistió Silvia. «No puedo —le repitió
Ana muy seria—. Solo te digo que hoy
no iré a tejer a tu casa. No quiero ver
a Marcela. Ella tiene la culpa de todo».
Terminó con el ceño fruncido y los ojos 21
llenos con chispas de enojo. El Mons-
truo de los Enredos estaba cada vez
más cerca.
Ana se fue sin que Silvia pudiera de-
cirle que Marcela tampoco llegaría. La
había llamado la noche anterior para
decirle que no se sentía bien y que no
iría. Todo aquello era muy raro. De la
carnicería Silvia se fue directo a su tra-
bajo: la panadería. En el camino se en-
contró a Margarita y le contó que Mar-
cela y Ana no irían a tejer por la tarde.
La tendera le dijo que no le extrañaba
que cancelaran a última hora. «Son
muy incumplidas», agregó Margarita.
Y al parecer era verdad, y, según
Margarita, Ana le había pedido, el mes
pasado, una encomienda especial. Ella
22 la hizo, y cuando llegó el paquete le dijo
que lo sentía, pero no tenía dinero, que
ella no le había confirmado la orden.
«Se lo tuve que dar fiado y estas son las
horas que no me paga», dijo alzando la
voz. «En cuanto a Marcela, tampoco me
extraña, ella solamente llega para ha-
cernos perder el tiempo y ni siquiera le
gusta tejer», dijo, y terminó cruzando
los brazos como quien se llena de frus-
tración. Silvia se despidió, ya no quería
escuchar más chismes.
Sebastián, por su parte, llegó moles-
to con Fernando, el herrero, y sin sa-
ludarlo le preguntó, más gritando que
hablando: «¿Ya está lista mi cerca? ¡Te
la pedí hace varias semanas e incluso te
di un anticipo!». Fernando, sin caer en
el juego, respondió: «Hola, buenos días.
Pasa adelante». Aún muy molesto, di- 23
gamos altamente molesto, Sebastián le
dijo: «No tengo tiempo. Dime si mi cer-
ca ya está o no está lista».
Fernando respondió guardando el
tono amable de su voz: «Disculpa, no
está lista. No hay pintura negra en la
ferretería. Josué dice que la traerá el
viernes. Si quieres puedo entregártela y
pintarla después». El ambiente se llenó
de un aire espeso, denso, como el enfa-
do de Sebastián. «No sé por qué vine.
Yo sabía que no la tendrías», dijo Sebas-
tián aún más disgustado. «Todos tienen
razón al decir que eres un impuntual,
y yo de tonto defendiéndote», expre-
só. La paciencia de Fernando tenía que
agotarse tarde o temprano y sin tapu-
jos preguntó muy molesto: «¿Quiénes
24 dicen que soy impuntual?, ¿de quiénes
me has defendido?». Disgustado y sin
responderle a Fernando, Sebastián se
marchó diciéndole, en tono amenazan-
te, que más le valía tener la cerca pinta-
da e instalada al final de la semana.
Fernando se quedó desconcertado y
molesto. Cerró el taller y se fue a la fe-
rretería para averiguar si ya había pin-
tura negra. Josué, el ferretero, le dijo
que aún no la tenía. «¡Qué barbaridad!
Bien dice Margarita que tú nunca tie-
nes nada. Tendré que ir a su tienda. Ella
seguramente sí tiene. Su tienda es más
completa que tu ferretería», dijo encen-
diendo el ambiente. «¿Que Margarita
dice qué?», fue lo último que escuchó
Fernando antes de salir enfurecido. El
monstruo había entrado a San Antonio
y estaba dejando escapar chispas para 25
ver cuál de todas encendía.
2

Los chicos seguían atentos a todos los 29


enredos. Comentaban entre ellos si
Marcela era realmente doña Chela y si
Sebastián era don Sebas o eran nom-
bres que el abuelo Héctor había inven-
tado. Pronto oscurecería y tendrían que
regresar a casa, pero ninguno quería
hacerlo. En realidad querían saber en
qué momento de la historia aparecería
el monstruo. «Vayan a casa, chicos, se-
guiremos mañana», dijo don Héctor, y
se levantó con destino a su hogar. Antes
de alejarse les dijo: «Les dejo una tarea:
estar atentos. El monstruo está cerca y
estará buscando un lugar por dónde en-
trar, esconderse y hacer de las suyas».
«Estaremos atentos y no lo dejare-
mos entrar», dijeron los niños en coro.
María acompañó a don Héctor hasta su
30 casa. Quería que le contara más. Cómo
sabría si lo veía era una de las dudas
que rondaban en su cabeza. «Lo sabrás
sin duda. No puedo decirte cómo se ve
porque es muy astuto y cambia de as-
pecto cuando le conviene. A veces tiene
forma de algo que conocemos, otras ve-
ces de algo que nos llama la atención.
Puede ser grande o pequeño, de colores
o blanco y negro; con pelo o con plu-
mas. Nunca se sabe, así que es mejor es-
tar atento y ver con los cinco sentidos».
Joaquín fue el primero en creer ha-
ber visto algo extraño, tal vez, y quién
puede negarlo, fue al Monstruo de los
Enredos. Él era el más pequeño de cinco
hermanos y casi nunca tenía o parecía
tener la razón. Sus hermanos mayores
siempre decían que eran más inteligen-
tes, más astutos o más rápidos. Así que 31
él optaba por observar y escuchar cómo
discutían entre ellos por ver quién era
el mejor en algo. Observar y escuchar le
había servido para aprender a pensar,
analizar; como cuando salió ileso de
una discusión con el Pequeño Juan, te-
rror de todos en primaria, y sobre todo
a saber cuándo dejar de discutir, como
ahora. Algunas veces antes de hablar
era mejor ordenar los pensamientos,
tomar distancia y verlos de forma ob-
jetiva o al revés, acercarse e inyectarles
emoción.
Esa tarde, después de escuchar a don
Héctor, Joaquín se fue pensando, y en
su mente su pequeña voz repetía: «¿Qué
pasará si el Monstruo de los Enredos se
mete al pueblo nuevamente?». De pron-
34 to, en la esquina, a una cuadra de su
casa, vio una sombra irregular refleja-
da en la pared. No lograba distinguir de
qué o de quién se trataba. Lleno de cu-
riosidad se acercó. Mientras más cerca
estaba, la sombra se iba difuminando;
en cambio al alejarse, volvía a resaltar-
se su contorno. Sucedía lo mismo que
cuando sus hermanos discutían. Si se-
guían discutiendo y discutiendo, se
acaloraban, dejaban de escuchar, sus
voces se elevaban y era como si su vista
se nublara. Dejaban de ver lo importan-
te y notaban las pequeñeces. Así pasa-
ban los minutos y no llegaban a nada.
Era mejor calmarse, respirar profundo,
y en algunos casos incluso retirarse.
Los problemas eran más claros cuan-
do no se estaba tan cerca de ellos. Eso
se lo enseñó su madre, quien también 35
le decía: «¡Recuerda que no todo lo que
parece es!». ¿Aquella sombra sería solo
una sombra o sería algo más? Aquella
pregunta se repetía en su cabeza.
Finalmente, la tarde del jueves los
chicos y don Héctor volvieron a reunirse
en la plaza. Los días se estaban hacien-
do un poco más cortos y la temperatura
estaba descendiendo. El grupo estaba
inquieto, unos querían escuchar a don
Héctor, y otros las historias de quienes
decían haber visto al Monstruo. Lucía,
por ejemplo, decía que el otro día muy
cerca del tanque había escuchado un
sonido superextraño. Era un sonido
parecido al graznido de un pájaro y el
maullar de un gato. Contó que intentó
ubicar de dónde provenía el sonido, que
36 caminó por la parte de atrás de la casa
de Joaquín, cerca del jardín de don Se-
bastián, y fue allí donde vio un bulto.
No quiso acercarse para ver de qué se
trataba porque solo oírlo le daba miedo.
Malú también había visto algo cer-
ca de ese jardín, solo que ella no escu-
chó nada, sino que sintió un olor muy
fuerte y penetrante. Era tan fuerte que
la nariz le empezó a picar y estornudó.
Cuando se acercó pudo ver que un ob-
jeto verde brillante y de apariencia ge-
latinosa se escurría entre un matorral.
Al acercarse un poco más ya no había
nada, pero seguía sintiéndose aquel ex-
traño olor.
Don Héctor les dijo que posiblemen-
te todos tenían razón y habían visto
al monstruo. Algunos notaron su olor,
otros su sonido, por eso era importante 37
ver con los cinco sentidos y estar aten-
tos a lo inusual. La última vez que el
monstruo había entrado al pueblo ocu-
rrieron muchos problemas. Incluso es-
tuvieron a punto de perder las cosechas
y, lo más importante, la paz entre los
habitantes del pueblo.

38
3

El anciano recordó que la mitad del 41


pueblo estaba disgustado con la otra
mitad y viceversa. Lo peor era que na-
die decía nada al respecto. Estaban re-
corriendo el camino equivocado, pero
nadie daba su brazo a torcer. Así fue pa-
sando el tiempo. Los vecinos, amigos y
familiares, aunque se saludaban, lo ha-
cían falsamente y la situación empeora-
ba. Ya no confiaban uno en el otro, se
sentían ofendidos y sin ganas de perdo-
nar. En las calles, casas y comercios se
escuchaban cosas como «¡cuidado con
Esteban, es un incumplido!», o «¡Antes
de volver a invitar a Marcela a casa pre-
feriría invitar al Monstruo de los En-
redos!». Incluso se decía que don José
había hablado con sus gallinas antes de
venderlas a Ana para que no pusieran
42 huevos, porque ella había metido en
problemas a su hija Marcela. El colmo
fue cuando contaron que doña Eloína,
una dulce señora, era quien se trepaba
a los árboles de Sebastián y se llevaba
las naranjas.
Los habitantes de San Antonio ade-
más estaban hartos de soportar el ca-
lor, preocupados porque la lluvia no lle-
gaba y tensos por la situación entre los
pobladores. Si no llovía en los próximos
días no tendrían buena cosecha, no
tendrían qué vender y en algunos casos
ni siquiera tendrían qué comer.
La tan ansiada lluvia no tardó en lle-
gar. La tormenta que trajo consigo fue 43
precedida por una serie de relámpagos
que iluminaban el cielo y hacían vibrar
las ventanas de las casas junto con los
corazones de muchos. El día que la llu-
via llegó fue el mismo en que el Mons-
truo de los Enredos se hizo visible y de-
sató un problema mayor.
Un día después de la lluvia, algo raro
estaba sucediendo y la primera en dar
la voz de alerta fue Marcela, quien ve-
nía caminando por la vereda cerca del
río cuando vio cómo un rayo partió en
dos un árbol y este se prendió en lla-
mas. Las hojas del árbol se desprendían
como pequeñas estelas de fuego que
viajaban con el viento enredándose en
otros árboles. Pronto no fue uno, sino
varios árboles alrededor, los que se con-
virtieron en enormes antorchas. 45
La casa más cercana era la de Sebas-
tián. Marcela sintió ganas de ir y tocar
a su puerta, pero seguramente no le
abriría, fue lo que ella alcanzó a pensar.
Él, por su parte, la vio por la ventana
corriendo y gritando, pero no quiso sa-
lir y ver qué sucedía. Seguramente no
era nada. Marcela era exagerada y men-
tirosa, así que no le dio importancia.
Sebastián le comentó a Ana, su es-
posa, que había visto por la ventana a
Marcela gritando y corriendo. «Segu-
ramente no es nada», le dijo ella tam-
bién. «Ya sabes lo escandalosa que es (el
Monstruo de los Enredos había logrado
que una de sus chispas encendiera). Si
le ocurre algo, lo más probable es que se
lo merezca», afirmó. Estaban a punto de
46 sentarse a comer, cuando un humo gris
y denso comenzó a entrar por la venta-
na. «¿Qué se estará quemando?», era la
pregunta que estaba en el aire. Cuando
Sebastián se asomó nuevamente por la
ventana vio con gran sorpresa varios
árboles en llamas. Si el viento cambiaba
de dirección acabaría con las cosechas.
Ana tomó el teléfono y pensó en lla-
mar a Francisco. Él podría traer tone-
les de agua y gente en su picop para que
ayudaran y lograran apagar el fuego,
pero si lo llamaba seguramente Sebas-
tián se enojaría, así que no lo hizo.
Sebastián se fue al pueblo a buscar a
Fernando para que le prestara palas y
picos. Su idea era hacer zanjas rodean-
do los árboles en llamas y con eso evita-
rían que el fuego se propagara. Cuando
Fernando vio venir a Sebastián pensó 47
que llegaba a reclamarle, y para evitar
la confrontación le cerró la puerta. Se-
bastián le gritaba que le abriera, y Fer-
nando le decía que se fuera, esto una
y otra vez en un ejercicio sin fin. Eran
tan fuertes los gritos que ninguno de
los dos se escuchaba.
Marcela también fue a casa de Fer-
nando, pero afortunadamente a ella sí
la escuchó. Rápidamente le contó lo que
sucedía y salieron del lugar para hablar
con el alcalde. Los niños no lo sabían,
pero en ese entonces era don Héctor,
quien rápidamente hizo sonar las cam-
panas en señal de alerta. Los que esta-
ban cerca se congregaron sin demora en
el centro de la plaza.
Todos estaban alborotados, con mie-
48 do y disgustados entre sí. El alcalde no
entendía qué sucedía. Estaba por ocu-
rrir un gran desastre y parecía no im-
portarles. De pronto se escuchó un gran
rugido. Todos guardaron silencio. No
sabían si era un trueno, si era otro árbol
que se resquebrajaba o, peor aún, si era
el temible Monstruo de los Enredos.
El alcalde aprovechó el silencio para
dirigirse a ellos. «Es necesario que guar-
demos la calma y nos organicemos para
apagar el fuego e impedir que avance. Si
el fuego cruza el río, las siembras esta-
rán perdidas —dijo con seriedad el al-
calde—. Si nos descuidamos, el incen-
dio puede alcanzar incluso algunas de
nuestras casas». Terminó de hablar y la
gente empezó a murmurar; el viento so-
plaba tan fuerte que dispersaba las pa-
labras. 49
«Nos organizaremos según nuestras
habilidades y nuestros recursos —pro-
siguió el alcalde—. Sebastián ayudará
a Francisco y juntos cargarán el picop
con toneles, los llenarán de agua y los
llevarán a la orilla sur del río. El fuego
recién está empezando allí y podemos
apagarlo fácilmente».
El alcalde continuó dando instruc-
ciones. «Matías y Fernando se encarga-
rán de organizar a un grupo con palas y
piochas para abrir unas zanjas cerca del
paredón, para tratar de detener el fue-
go por esa parte y eliminar los riesgos
de expansión».
«Marcela reunirá junto con Ana a
otras mujeres y se llevarán a los niños
al salón municipal para que estén ahí
50 mientras sus mamás y papás están ayu-
dando con el fuego. Pondremos mantas
y haremos comida para todos». Tarea
que era designada se ponía en marcha
de inmediato, nadie titubeaba; por un
momento las diferencias, que seguían
presentes, se olvidaban. «Margarita y
Pedro reunirán a los animales que es-
tán cerca del foso para que no se asus-
ten. Los llevarán al corral de Marcela,
que es grande, y allí podrán permane-
cer hasta que pase el peligro», indicó.
Al darse cuenta de por quiénes es-
taba formado cada grupo, todos co-
menzaron a refunfuñar. Sin embargo,
a regañadientes tuvieron que dejar los
conflictos a un lado y trabajar como
equipo por el bien de todos. Si no lo ha-
cían peligraba el bienestar de todos.
Trabajaron por varias horas juntos. 51
De cuando en cuando se escuchaba el
rugido del Monstruo de los Enredos.
Los rugidos los hacían dejar atrás los
regaños innecesarios, las habladurías y
aclarar los malentendidos para prose-
guir.
Sebastián y Francisco lograron fre-
nar las llamas que estaban empezando
y corrieron a ayudar a los demás. Del
lado del paredón el fuego seguía ex-
tendiéndose y era incontrolable. Pasa-
ban las horas y las fuerzas de la gente
se agotaban. Entre todos trataban de
darse ánimo, pero el fuego parecía no
ceder. El Monstruo de los Enredos se
había encargado de alimentarlo bien y
no haberlo atacado a tiempo lo había
avivado aún más.
52 Don José le pidió a su hija Marcela
y a Ana que lo ayudaran a reunir a los
niños y los llevaran al salón. Mientras
él cocinaba un rico arroz con leche para
todos, ellas jugaron y cantaron con los
más pequeños, mientras los niños más
grandes acomodaban un área para dor-
mir. Al final, Ana y Marcela estaban tan
cansadas que se dieron un gran abrazo
y rieron hasta más no poder. Habían
sido unas tontas estando tanto tiempo
disgustadas. Marcela prometió discul-
parse con Sebastián y ayudarlo a repa-
rar su jardín.
Mientras cargaban de nuevo el ca-
mión, Sebastián se disculpó con Fer-
nando por haberle gritado y haberlo
ofendido. Fernando a su vez lo hizo
con Matías, y Matías con Carmen por
haberle dicho que ella no podía ayudar 53
en el camión unas horas atrás. Sin em-
bargo, sin su ayuda no lo hubieran po-
dido lograr. Estando en armonía y con
menos disgusto en el corazón tuvieron
más fuerzas para seguir. El fuego pare-
54 cía que por fin cedía y el equipo funcio-
naba mucho mejor.
Marcela y Margarita llegaron a dar-
les un poco de arroz con leche y canela
que había cocinado don José para que
recuperaran fuerzas. Marcela aprove-
chó para disculparse con todos a los que
había molestado o de quienes había ha-
blado a sus espaldas. «Lamento no ha-
berte dicho que había sido yo quien, sin
querer, dañó tus flores. Yo te ayudaré
a resembrarlas. Fernando, también la-
mento haber dicho que en tu ferretería
no hay nada. Lo dije un día que estaba
disgustada y frustrada porque no en-
contraba algo que necesitaba». Ambos
aceptaron sus disculpas y se abrazaron.
De pronto el cielo volvió a rugir, esta
vez era para anunciar la tan ansiada
lluvia. Las gotas no se hicieron esperar, 55
se precipitaron una tras otra. La lluvia
cayó con tal fuerza que el fuego fue ce-
diendo hasta quedar apagado. Solo que-
dó humo y madera incandescente, así
como las caras manchadas, los cuerpos
cansados y sucios de todo mundo. Sin
embargo, nada de eso importaba, los
pobladores de San Antonio el Nuevo
bailaron y cantaron de felicidad entre
las cenizas. Muchos árboles estaban
quemados, algunas siembras perdidas,
una que otra casa dañada, pero estaban
contentos y unidos. Mañana sería otro
día y trabajarían juntos para recuperar
lo perdido.
El Monstruo de los Enredos no tuvo
dónde esconderse, crecer ni mucho
menos cómo alimentarse. Mientras
las personas aclaren los malentendi- 57
dos, ofrezcan disculpas y perdonen, el
monstruo permanecerá lejos. Don Héc-
tor terminó de contar la historia y los
niños guardaron silencio. Fue María la
primera en decir: «Juan, disculpa por el
otro día que te dije que iba a llegar a tu
casa y no lo hice. Desde ese día has es-
tado diferente conmigo». «Sí, María, te
estuve esperando y luego me enteré de
que te habías ido con Malú», respondió
Juan. «Me enojé, pero no te dije nada,
solo dejé de hablarte. Pero no volverá a
suceder», dijeron ambos.
4

Otras travesuras

63
***

Bueno, antes de seguir con esta histo-


ria tengo que contarles esta otra, que
también está vinculada a nuestro pro-
blemático amigo. Ese día en la plaza
los niños le decían a don Héctor que
estaban entusiasmados porque pronto
sería Carnaval. Estaban tan contentos
que nadie hablaba del Monstruo de los
Enredos, tal parecía que lo habían olvi-
dado por un momento. Pero estaba más
cerca de lo que pensaban.
Luisa quería ser doctora cuando
adulta, y Juan, que también lo deseaba,
le decía que eso no era posible, que los
doctores generalmente son hombres y
las niñas enfermeras. Que se vería me-
64 jor con un traje de enfermera que con
una bata de doctor. Ella insistía en que
sí, que ella vestiría de doctora para el
Carnaval: «Seré la primera doctora del
pueblo». Por su parte, Juan insistía en
que no podría serlo.
Entonces a don Héctor se le ocurrió
hacer una serie de pruebas para com-
probar el interés de ambos por la cien-
cia; con las pruebas verificaría quién
tenía vocación de servicio, quién era
más cuidadoso con los detalles y quién
de los dos realmente deseaba ser médi-
co. Todas las pruebas eran cualidades y
habilidades que un médico debía tener,
entre muchas otras. Juan no estaba tan
convencido, pero aceptó. Las pruebas se
realizarían a lo largo de una semana y
no habría aviso.
Don Héctor estaría atento, obser- 65
vando y recabando evidencia para de-
terminar quién estaba más interesado
en ser médico cuando fueran adultos; el
ganador se disfrazaría de médico para
el Carnaval
Luisa se marchó muy contenta a
casa, mientras Juan pensaba que real-
mente no le gustaba la ciencia. Había
que ser demasiado meticuloso, obser-
var, estudiar, experimentar y sobre
todo querer ayudar a los demás. Eso no
era para él, o al menos eso era lo que
pensaba hasta entonces.
A la mañana siguiente, Juan y Lui-
sa coincidieron en la entrada de la es-
cuela. «Que gane el mejor», dijo Juan
a su amiga, y ella le sonrió. En la clase
de Ciencias terminaron de ver el méto-
66 do científico y tenían que hacer grupos
para un proyecto. Luisa y Juan queda-
ron en diferentes grupos, pero ambos
tenían que replicar el mismo proyecto:
una batería de frutas. ¿Una batería de
frutas?
Luisa tenía muy claro qué harían.
Una batería almacenaba energía y la
transformaba en electricidad. Era así
como muchos juguetes y aparatos fun-
cionaban. Tenían que crear su propia
pila con un cítrico y que fuera capaz de
encender una bombilla pequeña. Para
eso necesitarían un limón o una naran-
ja, clavos de cobre y clavos de zinc, «…
no menores cinco centímetros», decían
las instrucciones, una bombilla peque-
ña y cinta aislante.
Mientras el grupo de Luisa recolec-
taba los materiales, el de Juan seguía 67
tratando de organizarse. No sabían es-
cuchar. Entre ellos había mucho ruido,
incluso el sonido parecía ser el que hace
el Monstruo de los Enredos cuando
está cerca. Algo así como un chillido/–
graznido/–zumbido muy molesto.
El primer paso fue tomar la naranja
y la apretaron fuertemente procurando
no romper la piel. Tenían que suavizar-
la para poder extraer el jugo. Después
la perforaron usando las uñas y poco a
poco insertaron clavos: uno de cobre y
uno de zinc. Los separaba una distan-
cia de unos cinco centímetros. Luego
le quitaron el aislamiento de plástico a
la bombilla y dejaron expuesto el cable
de la parte inferior. Envolvieron el ca-
ble en la cabeza de los clavos y lo fijaron
68 con cinta aislante. ¡De pronto la bom-
billa encendió! En el grupo de Juan ha-
bían roto la bombilla y discutían entre
ellos sin encontrar solución.
Al salir de la escuela se encontraron
a don Héctor en el parque; Juan y Luisa
se unieron al grupo de niños que lo ro-
deaban. Estaban organizándose para ir
a recoger naranjas y limones al huerto
de doña Cruz. La pobre anciana tenía
una vieja lesión en la espalda y le estaba
afectando nuevamente; los frutos se es-
taban pudriendo porque nadie, además
de ella, los recogía. Juan y Luisa, al oír
la historia, quisieron inmediatamente
unirse al grupo. A los dos les gustaba
trepar a los árboles y sobre todo que-
rían ayudar a doña Cruz.
El primero en subir fue Juan, ya que
él era el mejor trepador y todo los sa- 69
bían. Se jactaba de eso. Cuando iba por
la mitad del árbol y ya había cortado al-
gunas naranjas, creyó haber visto algo
brillante que lo hizo perder brevemente
el equilibrio.
Todos se asustaron, pero su cara le
dijo al resto que no pasaba nada. No
quería dar su brazo a torcer y decir que
por un momento había sentido miedo
al ver aquel objeto brillante. Luisa tre-
pó a un limonar viejo y desde ahí obser-
vó que doña Cruz caminaba lentamen-
te, pero sin quejarse. Caso contrario, en
cuanto tomaba asiento su rostro hacía
un gesto de profundo dolor.
«Anda, apúrate —le gritaba Juan—.
Has cortado muy pocos limones». En
ese instante a Luisa también la cegó un
70 objeto brillante, se enredó en una rama,
se espinó y se le cayeron los limones.
Juan reía y ella se iba poniendo cada
vez más enojada. Mientras el enojo su-
bía más la cegaba y el objeto brillante se
hacía más grande iluminando el rostro
de Luisa. Cuando bajó del árbol no que-
ría ver a su odioso amigo. Se fue directo
a ver a doña Cruz y le dijo: «Me parece
que a su espalda le hace bien que cami-
ne, y que permanezca sentada le causa
mucho dolor. Además, he escuchado a
mamá decir que es bueno ponerse lien-
zos de agua fría y de agua caliente para
desinflamar» Esto último lo dijo sin
estar segura de qué era eso de «desin-
flamar». Todos se despidieron de doña
Cruz deseándole que mejorara. Juan,
después de ver la actitud de su amiga,
reparó en que algo lo había estado in- 71
fluenciando para actuar como lo había
estado haciendo.
El domingo, dos días antes del Car-
naval, se reunieron de nuevo con don
Héctor. A Juan le zumbaban los oídos,
y Luisa parecía que tenía arena en los
ojos. Ambos estaban disgustados y no
querían oírse ni verse. Don Héctor pudo
ver claramente que el monstruo había
estado haciendo de las suyas. Antes de
decirles quién había ganado la bata de
médico quiso que ellos arreglaran las
cosas entre ellos.
***

El Monstruo de los Enredos no solo


visitaba las casas de los humanos, sino
también se metía de cuando en cuando
72 en el gallinero, en el establo o en el agu-
jero donde vivía el ratón. Fue así como
Malú perdió su diente, y Pepe, el ratón,
lo encontró, y como era de esperarse, el
monstruo se lo quedó.
Pepito era un pequeño ratoncito de
pueblo. Vivía con su familia en un agu-
jerito de la pared de la agropecuaria de
don José. Su casa no era muy grande,
pero era muy cómoda y jamás les faltaba
la comida. Además de comer lo que don
José les daba a los animales, Pepe y su
familia solían ir a la panadería de los pa-
pás de Malú a traer un poco de harina.
Un día Pepe escuchó un gran albo-
roto en la sala, sí, la sala de la casa de
Malú, es que acá los negocios están en
las casas de sus dueños. Como era muy
curioso trepó y trepó por los pilares
hasta llegar a una rendija por donde 73
podía ver. Sus papás le habían dicho
que no fuera hasta allí, que la familia
de Malú necesitaba privacidad, pero él
no escuchó. Mientras subía aquella tar-
de, sintió como si una sombra subiera
con él. Cuando iba rápido, la sombra
aceleraba; cuando iba despacio, bajaba
la velocidad. Desde la rendija vio unos
sillones de flores que se veían muy sua-
vecitos, una mesa con fotografías y a
Malú viéndose los dientes en el espejo.
A Malú se le había caído un diente.
Al ratón se le iluminaron los ojos. Aquel
diente recién caído era un tesoro. Malú
quería guardarlo en un lugar donde el
ratón no lo encontrara. Quería espe-
rar hasta el día que fuera a casa de su
abuela porque ahí el ratón dejaba más
74 dinero. Pepe sabía que cuando una niña
o un niño quieren guardar su diente,
ellos no pueden llevárselo. Pero él que-
ría tenerlo y en su mente no había indi-
cios de abandonar esa idea.
A partir de entonces, el inquieto de
Pepe subía todos los días a observar lo
que hacía Malú; quería descubrir dón-
de había puesto su diente. Él quería ese
diente y estaba dispuesto a pagarlo con
todos sus ahorros.
De tanto observar, se enteró de que
Malú iría al siguiente día a casa de su
abuela y sacó su diente del escondite
para no olvidarlo. Por supuesto, y era
de esperarse, Pepe lo vio y la chispa de
la inquietud lo llenó de energía. Él que-
ría ese diente, lo usaría para triturar
semillas y un sinfín de cosas más.
Pepe, el ratoncito, esperó a que to- 75
dos se durmieran y entonces entró a la
habitación del niño. Malú se había dor-
mido mirando y mirando su diente, lo
había puesto debajo de su almohada. El
Monstruo de los Enredos lo ayudó a cu-
brir con una densa sombra el momento
en que lo tomó. Pepe estaba tan emo-
cionado que sin querer soltó el diente.
Si él no tenía el diente, no dejaría el di-
nero, fue lo que pensó.
El diente cayó en un saco de harina
que la mamá de Malú utilizaba para ha-
cer pan. Al siguiente día Malú lloraba
amargamente porque había perdido su
diente. Pepe, por su parte, estaba mo-
lesto y parecía estar envuelto en una
nube gris que empezaba a preocupar a
sus papás.
76 Por la tarde, cuando estaban a punto
de poner en el mostrador el pan recién
salido, Pepe vio el diente brillar, recos-
tado sobre una hogaza. Estaba tan de-
cidido a recuperarlo que no se percató
de que había muchos humanos. Una de
las señoras empezó a gritar: «Un ratón,
un ratón», y el resto de clientes se alte-
raron. La mamá de Malú no sabía qué
hacer; en su panadería no había rato-
nes. Pepe estaba decidido a recuperar
lo que él creía que era suyo. Malú vio
cómo se dirigía al pan y se lo arrebató.
Ambos empezaron a luchar por la hoga-
za, mientras la señora seguía gritando.
Pepe mordió con toda la fuerza de su
mandíbula el pan y con sus pequeñas
manos intentó resguardar el diente.
De pronto, el ratón y Malú cayeron
al suelo. Malú cayó de cara y perdió 77
otro diente que nuestro amigo roedor
intentó atrapar. Cuando Pepe reaccio-
nó ya era muy tarde y se dio de frente
contra el mostrador. Para sorpresa del
pequeño intruso fue él quien perdió un
diente; lo supo cuando lo vio salir de
su boca a toda velocidad. En cambio, el
diente de Malú salió volando y cayó en
la boca de la señora que gritaba y se lo
tragó. El Monstruo de los Enredos reía
escondido en un rincón.

FIN
Lorena Flores-Moscoso
Autora

Nacida en Guatemala en 1974. Grados


de licenciatura en Ecoturismo y Lite-
ratura con maestrías en Estudios Am-
bientales, Administración de Empresas
y Docencia. Actualmente es docente
de educación superior. Ha escrito seis
libros de historias cortas, una novela
corta y un libro de poesía. Ha realizado
varias publicaciones en revistas y anto-
logías.
Morena III
Ilustradora

Nació en 1994 y su nombre es Jenn


Tercero. Desde pequeña se interesó por
toda forma de expresión artística. A
los 12 años decidió ser ilustradora. Así
empezó su formación autodidacta. En
el 2011 fue invitada a participar en la
galería de YOA+, y en 2013 montó su
primera muestra personal en la galería
de Café Urbano, en Antigua Guatema-
la. En 2015 se graduó de la Universidad
del Istmo como diseñadora gráfica y
colaboró en la creación de piezas grá-
ficas para la película W2MW, dirigida
por Rafael Tres (2016). En octubre de
2015 participó en la muestra colectiva
Mosaico, organizada por Walter Writz,
donde dio a conocer una de sus técni-
cas favoritas para ilustrar: la plastilina,
técnica seleccionada para dos títulos
del proyecto loqueleo: El Monstruo de
los Enredos y Acha la cucaracha.
Índice

1 ................................................... 11
2 ................................................... 29
3 ................................................... 41
4 Otras travesuras ....................... 63
Otros títulos de la serie +8

Vivian Mayén
NumeroLandía

Antonio González
Bostezaurio

Alejandra Osorio
¿Qué hace acá una mariposa?

Ana Pérez Zaldivar


Las aventuras de Brócole

Antonio González
Mymoko

Emilio Solano
La huella del gigante

Lorena Flores
No olvides ver el cielo

Yasmin Sosa
Enrique el dibujante
Aquí acaba este libro
escrito, ilustrado, diseñado, editado, impreso
por personas que aman los libros.
Aquí acaba este libro que tú has leído,
el libro que ya eres.
9 789929 723306
El Monstruo de los
+8
Enredos
El Monstruo de los
Lorena Flores Moscoso Enredos

El Monstruo de los Enredos


Ilustración: Jennifer Mariel Tercero
Lorena Flores Moscoso
Don Héctor, el poblador más anciano Ilustración: Jennifer Mariel Tercero
de San Antonio el Nuevo, se reúne en
las tardes calurosas en la plaza con los
niños cuando salen de la escuela. Ellos
escuchan sus historias, ríen y comentan.
Una tarde en particular, él les habla acerca
del Monstruo de los Enredos y lo próximo
que este podría estar. Les pide que estén
muy atentos, porque el Monstruo está
muy cerca y la última vez que visitó
San Antonio, una chispa acabó por
transformarse en un incendio. Presten
atención, chicos, que nunca sabemos qué
forma adquirirá este monstruo.

Lorena Flores Moscoso


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Cubierta Monstruo.indd 1 7/26/16 22:19

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