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Peripecio no le hizo mucho caso, porque era un desgano chiquito, como quien dice un
pichón de desgano. Cuando llegó a su rancho dentró y atrás el desgano, arrastrando los pieses.
El hombre no le hizo caso, pero cuando quiso acordar, en un descuido, el desgano se le sentó
en el banquito de tomar mate. Estuvo a punto de volarlo de un moquete, pero lo pensó un
momento y se le fueron las ganas.
Otro de los peligros del desgano es que es mimoso. Se acercó a los pieses del hombre,
le lambetió las alpargatas, y se le fue trepando, silencioso, acariciante, medio pegote, Peripecio
lo estuvo por bajar de un manotón, pero se quedó en el amague porque se le fueron las ganas.
Cuando quiso acordar, el desgano lo estaba empujando pal’ catre. No era hora, pero, por no
tener cuestiones, se dejó arrastrar.
A Peripecio se le aclaró un instante la mollera, y se dió cuenta que tenía que luchar
contra el desgano. Apenitas si le quedaba una pizca de voluntá, porque el resto se la había ido
devorando el desgano que cada día se ponía más gordo.
Otra cosa que tiene el desgano: es de fácil engorde. ¡Es de goloso…! Diga que el
hombre se prendió al pedacito de voluntá que le quedaba, salió pa’ fuera a los tumbos, lo
encandiló la luz del día, agarró un hacha y se puso a cortar leña con furia.
A cada hachazo pegaba un grito pa’ darse coraje, y con tanto grito el desgano se
retorcía, se revolcaba, hasta quedar hecho una porquería, y salía haciendo muecas de dolor y
de rabia.
Después Peripecio les fue a avisar a los vecinos, pa’ que se cuidaran de un desgano que
andaba rondando por el pago, pa’ que no se les fuera a meter en los ranchos, y de ser posible,
que lo mataran de chiquito.
Juceca – Julio César Castro