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Rosana Corral-Márquez
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Para Rafa,
el centro de este libro y de todos mis giros.
La acera de sombra
Será que pronto van a abrir la puerta del almacén como cada
noche. Nos aturdirán con su golpe de luz y yo querré
hacerme chiquitica, dejar que me tapen las otras presas.
María.
Isabelita.
Al retomar la marcha hacia el río, la mujer levanta los ojos al
cielo y sigue el vuelo agitado de los estorninos, su baile
alegre sobre las azoteas la embelesa un instante. Los hay a
miles, parecen dibujar una flecha, se arquean, giran, un
corazón. Isabel aprieta la cesta y sonríe, lo tomará como una
señal de San Cristóbal.
—Pérez, ha dicho...
La acera de sol
—Deja, Simón, que la mujer me espera hoy a las seis con una
carga de bachoqueta que subo a Algimia con el carro...
—Tú nada, sigue sin reñirla a tu hija y verás, ¡la niña de tus
ojos! ¿Te parece decente, con la edad que tiene la chiquilla?
Cadenas al cabezal
Qué frías van ya las lentejas, todo el día sin probar tajada
pero no las puede tocar, son para ella. Si le dejan ver a su
chica, ya no pide más. Desde mayo que cayó presa y solo ha
podido comunicar tres veces, la tienen tan estropeada que
no se adivina casi su estado, si la criatura aguanta y nace
bien va a ser un milagro.
—¡Alto! Documentación...
—Tengo que ver a mi hija, señor, ¡la han traído hoy en una
ambulancia!
«Si fuera niño sería tan guapo como tú, pero me dicen que
apunta a niña. A veces me sacude por dentro como un
pececillo y otras me hace un bulto en la tripa que es su mano
o su pie, empuja hacia fuera y yo hago como que la riño, la
tiro para dentro pero flota y reflota».
Los ojos los tiene que sacar oscuros de tanto que hemos
pasado, si salen avellana serán a ti, que estás libre, el verde
oliva sería la esperanza, la libertad que deseo que llegue
pronto. Me ha dicho madre que estando mala puedo pedir la
provisional.
Que nuestro Caudillo... ¡la madre que las parió! Lo que hay
que poner para que le dejen mandar cartas a una, casi le
vuelven las arcadas del primer mes al escribirlo.
—¡Viva la República!
El llanto brecha
—¡¡¡Madre!!!
—Madre...
Enero de 1940-Convento de Santa Clara, Valencia.
Y qué mal apaño tengo yo, rediez, ahora que escribo esto se
me antoja que Rico estuviera a mi espalda viendo todas
estas tontunas y me dijera otra vez «qué letra más bonita...
», porque ha sido pensar en él y sacar esa letra que le gustó
un día en la sede, desaliñada, al tuntún, llena de picos y
cordericos como el mar en marejadilla, «... tan bonita como
tú» que me dijo, el muy zalamero. El caso es que ayer me
arrimé toda la mañana al Pedro y venga la risa y la tontería,
me enseñó a liarme un cigarro y las hebras de picadura
volaban por más que nos juntábamos y hacíamos parapeto
con las manos. Yo cuando le veía enrollar el papel tan serio,
con la lengua asomando en la boca, veía su frente llena de
arena y sus ojillos vivos y me entraba un resquemor, una
ternura muy amarga, porque no quería que viese cómo yo
vigilaba al otro con el rabillo del ojo. Después, con la primera
calada, la tos que me entró hizo que se me aguaran los ojos
y tuvieran que venir todos a auxiliarme, menuda vergüenza
cuando Rico me vio toda morada. Dejó de zascandilear con
la Antonia y me vino a dar una palmada en la tabla del pecho
con una risa que aun tengo clavada, «¡carajo que es bruta la
puñetera Jabalina!» soltó, menos mal que el Pedro me
agarró las manos, que si no le tiro toda la arena en la cara.
Besos en el aire
—Bien, bien, aunque me veáis así, no como tan mal, ¿qué tal
todo por ahí? ¡Qué bien os veo! Hola hermanica... —Retira la
mano de su cara para que no vean la venda en la muñeca—.
¿Cómo anda todo por casa? ¿Y los chiquillos? Dicen que han
vuelto a poner escuela...
Enero de 1940-Sagunto.
Mujeres Libres
—¡Oye, Pedro! —se atrevió María, por fin. Los ojos redondos
se le habían hecho tiernos, habían abandonado la guardia—.
¿Es verdad eso, Pedro?
—¿Y qué pasa con los anarquistas? Si Rico no sale ahí fuera a
hablar de nuestra utopía, nadie lo hará, los comunistas no
dirán ni pío tampoco, y estas mujeres necesitan saber que
hay otro mundo mejor esperando a que lo reclamen...
—Pasó a verme hace unos días una amiga mía, cuyo nombre
no diré, y venia tan llenica de cardenales que daba pena
verla. Es una muchacha de mi tiempo, que tuvo la desgracia
de casarse muy joven, apenas hechos los diecisiete, con un
mozo algo tarambana que le hacía tilín. Como le había hecho
un bombo, mi pobre amiga no tuvo otra que recogerse con
él y dejar las clases de doña Yocasta para atender a la
criaturica e ir tirando. —Las miradas se habían avivado, la
anécdota les llegaba más de cerca que las frases bonitas que
había aprendido en Tierra y Libertad—, Pues bien. —Hizo un
silencio calculado y estudió al público un instante—. Hacía ya
un tiempo que el marido había perdido el puesto en la
fábrica como muchos otros y se había tirado al aguardiente,
total que mi amiga se ganaba día sí, día no, un ojo morado o
un empellón, ¿pensáis que mi amiga se merecía eso? —
Todas las cabezas negaron con una emoción autómata,
alguna se llevó la mano a la boca, más de una se miraba con
otra entre la complicidad y la vergüenza o subía los hombros
con una resignación gastada—. No, ¿verdad? Pues os digo
que vino hace unos días, morada todica ella por la última
tunda de su cacique y pensaba encerrarse una semana
porque el marido no quería que la vieran de esa guisa por el
pueblo, ¡figuraos cómo venía la pobre! Me pidió que la
llevara donde el practicante para que le consiguiera un
ungüento, no se podía ni doblar. —Las niñas de la primera
fila se juntaron, aprensivas—. Dónde está la culpa de que
pasen estas cosas, ¿qué pensáis? ¿En Dios, que lo manda
así? No, camaradas, no, Dios no puede ser tan malo con
nosotras, sus criaturas, yo no puedo imaginar que exista Dios
si está para mandarnos tanto castigo. ¿Está en los amos de la
fábrica, por cerrar? ¿En el aguardiente, quizá? —Las mujeres
asentían, ya casi entusiasmadas—. Noooo... —chasqueó la
lengua y negó con la cabeza de forma dramática—, me da a
mí que la culpa estuvo en dejar la escuela, ¡ahí está todo el
veneno, camaradas! Porque si no tenemos las ideas, no
tenemos amor propio, ni libertad para pensar, no somos
más que lo que son los rebaños de ovejas, sin nada para
luchar, si mi amiga no hubiera dejado las clases, no vendría
toda moradica a decirme que ha sido la sopa, ¡la sopa me
dice!, qué cojones: la-so-pa. —Una exclamación de sorpresa
se extendió entre el público—. La sopa que le puso al
marido, ¡que no iba bien de sal! Eso me soltó entre pucheros
y lagrimones, me dijo que ella no valía un real, porque si le
supiera tener su buen cocido a su hombre cuando llega a
casa todo esto no habría pasado.
—¡Marimacho!
—¡Señoritingo socialista!
Febrero de 1940-Valencia.
Hermanas, oremos.
—Está bien Pedro, está bien, pasaré por casa esta noche —
arrancó ella por fin, después de haber visto desaparecer a
Rico y elegir las palabras que menos pudieran herirle—. No
estoy con Rico, de veras, créeme como has hecho siempre.
Solo estoy aquí por mi lucha, la utopía nos necesita a todos
ahora.
El tiempo lacio
—¡Maríaaaa!
—¿Es aquí?
—Yo soy el que buscan, dejen en paz a los míos —pidió con
voz aflautada.
—Anda, María, alegra esa cara que por fin nos vamos, ¡viva
la revolución!
—¿Y Jesusa?
Lluvia adentro
—¡Isabel Lacruz!
—A mandar...
María se atusó el pelo con los dedos, les devolvió una mirada
entusiasta y se vistió rápido, no podía empezar mejor su
primer día de libranza.
María lo miró atónita. En sus ojos podía ver por fin el mismo
fondo canalla de los milicianos que la habían piropeado en la
plaza, la dureza de su pulso para dirigir una revolución que
más bien parecía la resaca de un festín lamentable. Se quedó
inmóvil junto a la puerta y lo observó con desaprobación.
Rico no se daba por aludido y se dirigió hacia ella ensayando
una nueva actitud, intentaba ocultar su impaciencia.
—Salta ¡salta María! —le gritó al fin—. ¡Hay que tirar para el
monte!
—¡A por ellos, valientes, con dos cojones! —Un hombre les
jaleó con el puño en alto mientras se aguantaba la gorra con
la otra mano.
—Pues dicen por ahí que ojo con la Montseny, con todo su
anarquismo a cuestas, ¡y vaya si le gusta mandar! —le
advirtió Domitilo en voz baja.
—... Dime lo que hicisteis con ese pez gordo que teníais en
La Puebla.
—¡A cenaaaar!
—La Antonia nos ha dado una onza de castañas para ti. —Le
extendió el cucurucho de papel, complaciente —. Come hija,
que estás muy estropeada.
Tin, ti tín, tiiiin, tin tin, esta copla me la tiene que adivinar la
Aurelia, en cuanto se despierte se la toco con la hebilla, que
suena más claro que con la cuchara. Tin, ti tín, tiiin, tin tin,
ahora cuando nos bajen el rancho se despierta y se la toco,
ella también se aburre tan sola en su celda de castigo. Tin, ti
tín, a la Manolita le encantaba Valderrama, mira que apenas
siente y al Juanito le distingue de lejos la muy truhana, y
sarta a los montes la luna lunera y a mi vera, vera te siento
llegar, me acuerdo aquella vez que acompañamos a padre a
Valencia en la tartana, no se me olvida, un feriante en
Abastos que tenía el gramófono puesto y todo el mercado la
cantaba, qué chicas éramos entonces, ¡tin ti tín, tiiiin, tin tin!
— Tin, ti tiin...
— ¡Crrriiiiii!
—¿Y eso?
—Benedicta...
—No me voy, todavía no. —La monja vuelve sobre sus pasos
y coge las manos entre las suyas—. Si así lo quiere, me
llevará usted en su pensamiento...
Pedro Leceta.
—... Lo malo fue que el otro trimotor nos alcanzó por la popa
y menos mal que nuestro cacharro aguantó hasta la base,
¡solo nos quedaba combustible para un cuarto de hora!
—Además es americano.
—Está bien, está bien, olvida todo lo que he dicho. Soy una
bruta, qué razón tienes, si yo no venía a soltar un discurso.
Solo quería que me contaras... que, en fin, me dijeras qué te
pasa. —Le coge la cara con suavidad y fija sus ojos en ella—.
Porque a ti algo te pasa, ¿me equivoco?
La mujer le retira las manos con violencia y se incorpora para
sonarse con el mandil de la falda, María la mira contrariada.
En el extremo del patio, sor Visitación hace sonar el silbato
para el recuento y las mujeres abandonan ya sus tareas.
—¡Alto! ¡Alto ahí! —sor Visitación corre hacia ellas con los
brazos arriba, toca el silbato escandalizada y los faldones del
hábito flamean a su paso haciendo remolinos en el aire.
El silbato suena otra vez con más fuerza y de tus días aletea
por el aire, algún verso quizá salte la tapia y llegue al lado de
la calle donde lo pueda leer alguien ajeno a la vida orillada
de las presas, pobre, cerrada, escarcha de mis noches,
alguien que camine tan cerca y a la vez tan lejos de su
cautiverio, un anciano de paso enfermo o una mujer absorta
y apretada por la urgencia. Un niño tal vez, que trille con su
manita el relieve de la piedra en un juego rezagado de dedos
sueltos o que dibuje con una vara un surco pálido y efímero
en la humedad del muro, una huella inocente e inútil,
destinada a borrarse con la primera lluvia de verano.
Vive para la llegada del mes de enero, los dos años que
cumplirá su niña donde quiera que esté imprimen una
frontera mágica en su calendario, una línea roja donde
ubicar lo intolerable, no se puede resistir más tiempo
encerrada por unas ideas políticas, sin poder salir a por su
pequeña.
Por eso, el día que por fin la llaman a jueces sale del
convento con un burbujeo expansivo en el pecho, un estado
esponjado, gaseoso, como una marea de esperanza que le
sube hasta el cuello. El cielo es plomizo, pero hay un
resplandor incierto que obliga a entornar los ojos sin que el
sol asome por ninguna parte, como su ilusión misma.
—Sí, señor...
El secretario se toma un instante para rellenar su formulario,
introduce un folio en su máquina de escribir y el tableteo
toma la sala hasta el techo. Mientras tanto, María traga
saliva y carraspea, se atreve a sondear al juez que ha
empezado a jugar con un hilo de su manga llena de galones.
Todos le son ya parecidos, Dapena le daba más miedo en
aquellas primeras declaraciones, morada de palizas que la
llevaban.
—A su debido tiempo.
El último fotograma
—Claro.
Cada vez que iba hasta la calle Mayor para hacer el giro, el
mozo de correos le decía que aun podía mandar dinero a El
Puerto porque el frente seguía a diez kilómetros de allí, en
Almenara, pero el día que los nacionales cruzaran, le
recordaba siempre, ya sería tarde. La despidió taciturno con
la mano en la gorra y, cuando atravesaba la puerta de la
estafeta, ella no resistió la desazón de imaginar la carta de
Pedro marchitándose en el mandil de su madre o en la balda
de la cocina, con las señas del barco a Rusia muertas entre
los pliegues del papel, igual que las mariposas de doña
Yocasta, las alas tan bonitas y tan quietas bajo un alfiler de
bola negra.
—Hijos de...
—¡Nos van a matar a todos! Nadie sale vivo de aquí, ¡es una
trampa mortal, camaradas!
La Jabalina. No sabía qué mosca les había picado con esa tal
Jabalina. El Rico había estado enamoriscado de una fresca de
esas que se subían a Sarrión como enfermeras, una tal María
o Marina, no sabría decir. Le sonaba lo de Jabalina. Pero el
bandido del guardia civil andaba detrás de otra, una rapaza
que se veía que era de cuidado, ¿quién sería?, la tal Jabalina
le sonaba a él que no había durado en el frente ni un
padrenuestro, era una de esas estrechas que iban de
marisabidillas y a Rico le parecía que le había dado
calabazas.
—Ha dicho sí, jefe. —El de los guantes era el único que no
había dejado de mirarle detenidamente, a un palmo de su
cara—. ¡Dice que iba en la Guardia Móvil!
Justicia a quemarropa
—¿Y quién es ese cónsul que dicen que maté, señor? -María
le mira más serena esta vez, ya no sujeta las manos en la silla
sino que las deja volar en el aire—. Yo no he estado nunca
en la cárcel de Castellón, quemábamos archivos en mi
pueblo, sí, pero solo en el partido regionalista, y Santa María
también, una penica cómo quedó aquello, lo reconozco,
pero estábamos hartos de dejarnos la salud por cuatro
perras mientras los curas se cebaban en la mesa de los
amos, ¿usted sabe lo que es eso? —No lo sabe, María le ve
asentir pero duda, el uniforme impoluto y la forma en que
sostiene la estilográfica le convencen de que no lo sabe—.
En fin, que yo no hice daño a nadie, con el reventón de
hambre y de rabia y todo, a mí no me dio la pájara de matar
a ninguno, si una vez en la verbena de San Juan mi novio, en
una caseta de tiro... y del diputado ése no sé nada, ni del
alcalde, allí en Sarrión no me vieron el pelo, ¡todo el día
entre vendas y frascos de morfina!, ni he tenido trato con
mandamases, ni con malasangres, ni grupo de acción ni
leches, ¡el maldito canalla que ha dicho todo eso de mí tiene
que pagarlo! —Se retira hacia atrás y calla, ha perdido la
mirada por la cristalera, donde una lluvia de hojas amarillas
cruza todo el rectángulo de luz—, ¿usted tiene hijos, Señor
Barrachina?
María no ha apartado los ojos de la ventana, el abogado la
mira sorprendido antes de inclinarse hacia sus papeles y
lanzar una mirada furtiva a su reloj, los encaja dentro del
portafolios con forzada pulcritud mientras decide si
contestará a la pregunta o dará la visita por zanjada, hablar
de su vida le haría vulnerable ante su cliente y según el
Código de Justicia Militar...
—¡Hijos de...!
La que nos ha caído con esta chiquilla, ¡y todo por esa mala
boca que tiene! Cómo iba yo a saber, ignorante de mí, que
me crié en Jabaloyas con las cabras. Cuando la guerra, los
periódicos me los leía mi Maña y los partes de la radio me los
explicaba también. Y el cuento ese de los partidos era para
que los suyos les quitaran el pan a los amos y nos lo dieran a
los pobres, ¡bendito el que se creyera que lo iban a
conseguir! Qué poco me equivocaba.
—Señorita Pérez...
La monja la escucha cada tarde, está con ella hasta que las
sombras ganan la celda y sus ojos parecen cada vez más
grandes, avivados por el destello del miedo. Entonces manda
colar para ella la infusión de melisa y tisana, que es lo único
que acepta en todo el día. Pero hoy no tiene sosiego para
esperar tanto.
Si me llegas a olvidar