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8.

Mentiras de Pescador

Mañana rara la que se despereza en la Ciudad de Lobos. Tiene el frescor del despertar
“invernoso”. La ventisca alérgica y primaveral. El ocre desteñido de la borrasca otoñal. Y
el resabio de entusiasmo que despertaba el verano ya próximo a despedirse.
Ernesto, apurado como todos los lunes, caminaba por la vereda de la Rivadavia. Se le
había hecho largo el desayuno. A los cuarenta metros de andar se preguntó si había
cerrado la puerta de entrada de la casa y en vez de desandarlos para asegurarse, se
respondió con un sí chiquitito, como para apenas escucharse y absolver las culpas.
Ensimismado en su celular dobló presuroso por la 9 de Julio y se llevó por delante a
alguien. Antes de levantar la vista ya sabía que ese alguien era un conocido al escuchar su
rezongo. Las milésimas de segundo que tardó en elevar el mentón hasta enfocar al sujeto
se volvieron eternas al conjugar varios sentidos a la vez: El oído atento por la voz
aguardentosa; el olfato agudizado por el inconfundible aroma a habanos baratos y por
último la vista perspicaz descubriendo un rostro más avejentado pero siempre cuarteado
por días de sol enmarcado en la eternamente tupida barba gris. Hacía rato que esa figura
se había escabullido de su memoria. Más de un año calculó. El viejo Aurelio volvía a
ocupar su lugar en el escalafón de afectos que uno tiene agendado en el lado izquierdo del
cerebro, ese que dicen que atesora las emociones positivas. Aurelio era el compañero de
pesca en los últimos tiempos de su viejo. Se unieron en una amistad efectiva en la Laguna,
cuando coincidieron en un lugar apartado de “los principiantes”, como minimizaban a
los que no respetan los códigos cerrados e inexpugnables que tienen “los
experimentados y verdaderos pescadores”, como se declaraban ellos mismos. Que con
una pasión religiosa hacían que el tiempo se estirara tranquila y armoniosamente sin
importarles que las boyas quedaran inmóviles o se zarandearan con los aires de libertad
enganchados en los anzuelos con que luchan los pejerreyes.
— ¿Qué haces pibe?— le preguntó mezclando su voz con el humo.
— ¿Cómo anda don Aurelio?—respondió preguntándole.
—Yo recuperando el tiempo perdido. Estuve medio pachucho del corazón. A esta edad
se desacelera un poco, viste. Los músculos lo apuran, la voluntad lo vapulea. Decí que las
articulaciones lo acompañan que sino— y largó la misma carcajada que lanzaba cuando
se despedía del padre de Ernesto, después de repartir los pejerreyes y algunos bagres en la
cocina de la casa. “Llevando pescados no rezonga la patrona” decía y se despedía con esa
risotada mitad nicotina mitad carraspera.
— ¿Y qué anda haciendo por Lobos?— le hizo la pregunta obligado por el largo tiempo
sin verlo.
— ¡Recordando viejos tiempos!—se exaltó— ¿Sabés las ganas de tensar una caña que
tenía? Y en Cañuelas no hay lagunas. Casi dos años con el médico y mis familiares
prohibiéndome las excitaciones. Pero el sábado dije “basta” y ayer me vine para acá. Me
quise comunicar con tu viejo pero no hubo caso, che. Me mandé para la Laguna
directamente y allí estaba mi compañero, firme con sus cañas y su mochila. Nos
abrazamos como dos maricones. Le devolví la caña de fibra roja que me prestó la última
vez que nos vimos. La alegría se le escapaba por los ojos. Me había dicho que no se la
daba a nadie pero a mí me la dejó al toque, pibe. Cuando se quebró la mía no tuvo ningún
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reparo en dármela. La lluvia de aquel día apuró el regreso y cada uno embolsó lo que tenía
a mano y nos fuimos. Es una de sus cañas favoritas, vos lo sabrás. Y cumplí. No sabes
cómo esperé el momento para dársela en mano. A un amigo no se le falla nunca.
La mente de Ernesto voló hasta el garaje de su casa. Más precisamente al rincón donde su
padre, el único pescador de la familia, tenía meticulosamente ordenadas sus cosas. La de
fibra roja llenaría el hueco que desentonaba en el anaquel de las cañas. Quiso salir
disparando hasta allí para comprobarlo. Pero sintió un escalofrío propio de las buenas
películas de terror.
La verborragia del anciano no le dejaba espacio para advertirle que estaba equivocado. No
quería ser el causante de volverlo a la realidad. El entusiasmo puesto en los dichos le
impedía a Ernesto terminar con el monólogo del viejo. No quería decirle que era imposible
su relato. Asoció con algo de congoja, los años de Aurelio y su memoria carcomida por el
tiempo. Los medicamentos que seguramente aceleraron las funciones vitales de la
añoranza y los recuerdos vividos a la orilla de la Laguna compartiendo lombrices frescas
para los peces y milanesas frías para ellos.
Lo miró y mandó a la mierda el apuro de los lunes y la rutina de la semana. Lo tomó del
hombro y sin dejarle tiempo a que se negara lo invitó a compartir un café en lo de
Ferrarese mientras esperan al ómnibus que depositará a Aurelio en su lugar de origen.
Ernesto tiene algo que ocultarle y qué mejor que un lugar con olor a Bar para que una
verdad sin decir, no se convierta en una mentira.

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