De la humildad de Dios a la disposición del corazón humano
Encontrarnos con Jesús, el Hijo de Dios, recostado en una cuna rústica y sencilla, asumiendo la humanidad en la profunda pobreza, marginación y discriminación, nos puede llevar a pensar en dos realidades: la primera de ellas es la humildad profunda de Dios. Ante la soberanía infinita del Padre Celestial, vemos a su Hijo, humanado en una cuna que se aleja de toda grandeza humana, pero que eleva a lo más grande de lo celestial a los pobres. La humildad de Dios que quiso nacer en un pesebre hace que todos los humildes, todos los pobres, los oprimidos por las desigualdades de esta sociedad, se conviertan en los más dichosos portadores del amor divino. La cuna significa esa grandeza de la humildad, indica la exaltación maravillosa de lo sencillo. Luego el mismo que nace en una cuna cubierta de paja en un pesebre va a exclamar majestuosamente: “dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. La segunda referencia la encontramos en nosotros mismos. Una cuna seguramente improvisada por las manos de José, tal vez incómoda y poco acogedora, podría asemejarse a nuestro corazón. Nosotros podríamos ser como esa cuna, con tantas falencias e imperfecciones. Pero oh gran don de la bondad de Dios: aunque en la incomodidad, aunque llenos de defectos, de dolores, de pecados, ahí, en nuestra historia, en nuestra vida, es el lugar perfecto, querido, deseado y anhelado por Dios para nacer, para vivir y para salvarnos. La cuna del pesebre de Belén, es la morada de nuestro ser en donde el mismo Cristo hace presencia. A partir de esta noche santa y gloriosa, esa cuna deja de ser solamente un armazón de madera y paja, para convertirse en el sagrario del mundo. Así mismo, nuestro corazón y nuestra vida se vuelven tabernáculos de su gracia para que, desde ahí y a pesar de nuestras falencias, seamos motivo de salvación y de felicidad para los demás.