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El sentido de la mortificación

Con la mortificación, además de seguir a Cristo en su afán de redimirnos en la Cruz, es también


medio para progresar en las virtudes, pues mantiene nuestro corazón permanentemente dirigido a
Dios.

Para dar frutos, amando a Dios, ayudando a una manera efectiva a los demás, es necesario el
sacrificio. Para ser sobrenaturalmente eficaces debe morir uno a sí mismo mediante la continua
mortificación, olvidándose por completo de su comodidad y de su egoísmo.

Con la mortificación nos elevamos hasta el Señor; sin ella quedamos a ras de tierra. Con el
sacrificio voluntario, con el dolor ofrecido y llevado con paciencia y amor nos unimos firmemente
al Señor. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y
hallaréis descanso para vuestra alma, pues mi yugo es suave, y mi carga, ligera. (Mateo 11, 28-30).

Con la mortificación, además de seguir a Cristo en su afán de redimirnos en la Cruz, es también


medio para progresar en las virtudes

En nuestra búsqueda de la santidad, tenemos que estar atentos a la urgencia de purificar no sólo el
cuerpo, sino también el alma.

La imaginación impone no pocas dificultades a nuestro crecimiento interior, sobre todo si se tiene
en cuenta que es para la gran mayoría de los cristianos, fuente de innumerables distracciones
durante la oración. Este es quizás el problema más ordinario que el fiel sinceramente dedicado a
llevar una vida santa tiene que afrontar.

La purificación es necesaria

Purificar la imaginación es una tarea esencial para quien desea crecer espiritualmente y se vuelve
aún más necesaria debido a la facilidad con que hoy tenemos acceso a toda suerte de imágenes
que se fijan en el alma para recordarnos, a veces incansablemente, las inmundicias que hemos
visto, inadvertidas o no, a lo largo de la vida. Es muy difícil pensar, por otra parte, cómo se podrían
vencer las tentaciones que el mundo nos ofrece a los ojos si no tuviéramos el cuidado de mortificar
la vista, a la que se insinúan, por ejemplo, la inmodestia y la inmoralidad de la vestimenta actual.
Pero al final: ¿qué podemos hacer en el día a día para que la imaginación no sea para nosotros ni
causa de distracción ni ocasión de pecado?

Antes de responder a esta pregunta, conviene tener claro lo que es y para qué sirve la imaginación,
sin exaltarla más allá de su función propia ni despreciarla como adventicia o nociva a la vida de
oración.
¿Qué es la imaginación?
La imaginación es una facultad sensitiva, común tanto a nosotros como a los animales dotados de
sensibilidad, por la cual representamos mentalmente la imagen de un objeto alcanzado por los
sentidos exteriores; de modo eminente, pero no exclusivo, por la visión. Ahora bien, a diferencia
de los demás sentidos, cuya actividad se produce por la presencia real de su objeto (por ejemplo,
el sonido que llega a los órganos auditivos, la luz que excita el nervio óptico, etc.), la imaginación
funciona independientemente de la cosa por ella representada, puede estar o no presente. De este
modo, a la imaginación cabe el encargo de recibir las percepciones sensoriales, que, unificadas,
pueden ser retenidas y posteriormente reproducidas según una representación mental; podemos
decir, por eso, que no hay nada en nuestra imaginación que no haya pasado antes por los sentidos
externos. Ahora bien, si esos mismos sentidos, por un lado, se refieren a sus objetos propios de
modo meramente receptivo (es decir, no conocen sino lo que les está presente de forma
inmediata), la imaginación, por otra parte, es una facultad productiva, ya que las imágenes por ella
formadas son el material que la inteligencia necesita para trabajar y elaborar las «nociones
abstractas» a las que se aplica nuestra reflexión.

Así, la imaginación es parte integrante de nuestro proceso cognitivo y no es posible, sin desvirtuar
el modo humano de conocer, prescindir de ella. Se trata, en realidad, de disciplinarla y subordinar
su uso al fin que le corresponde.

Nuestro Señor nos ofreció así el alimento que la imaginación humana necesita: imágenes que,
rumiantes, saboreadas, conducen nuestro espíritu a estados contemplativos cada vez más
elevados.

El mismo Cristo, perfecto hombre y, por lo tanto, muy imaginativo, enseñó por medio de parábolas
a las turbas que le seguían, a elevarlas, mediante imágenes sacadas de la vida ordinaria del pueblo
hebreo, a realidades espirituales inexpresables en términos exclusivamente terrenos. Nuestro
Señor nos ofreció así el alimento que la imaginación humana necesita: imágenes que, rumiantes,
saboreadas, conducen nuestro espíritu a estados contemplativos cada vez más elevados.

Pero antes de llegar a este nivel, hay que poner riendas a la fantasía. Veamos ahora los medios
generales que la ascesis cristiana dispone a los que desean purificar la imaginación y vivir de este
modo como Jesús vivió (1 Jn 2, 6).

1. Guardar los sentidos exteriores

La imaginación es alimentada por los sentidos exteriores, especialmente por la vista; por eso, las
impresiones en ellos causadas repercuten también en ella. Se debe evitar, por lo tanto, todo lo que
de alguna manera puede hacer que la imaginación, reproduciendo y combinando de mil y un
modos imágenes vanas y torpes, nos incite a desear algo mal y pecaminoso. No necesitamos ver y
escuchar todo; no somos basura. Si, por ejemplo, nos percibimos a reposar la vista en algo que nos
desvía del propósito de nuestra existencia, servir y amar a Dios, entonces es hora de cerrar los
ojos: «Todo lo que no lleva a Dios es un estorbo, arráncalo y tíralo lejos».
2. Seleccione las lecturas con cuidado

Hay que ser prudentes a la hora de elegir lo que se lee. Es prudente evitar, siempre que sea
posible, aquellas lecturas que, además de no servir para nada (ni siquiera para el descanso),
pueden ser peligrosas, sea por los errores contrarios a la fe divulgados por ellas, sea por el
contenido obsceno y escandaloso con que prestan un gran deservicio a la formación sobre todo de
los jóvenes. San Josemaría Escrivá ya advirtió: «Libros, no los compres sin aconsejarte con
personas cristianas, doctas y prudentes. Podrías comprar una cosa inútil o perjudicial».

3. Combatir la ociosidad

Nuestra alma, estando unida al cuerpo, no puede pensar sin imágenes. Por eso, la imaginación,
siempre inquieta, tiene que ocuparse en actividades útiles y provechosas, si no queremos que ella,
inclinada como está para la satisfacción de nuestros apetitos más bajos, nos envuelva en peligrosas
tentaciones. Como dice el proverbio latino, omnium vitiorum origen otium, el origen de todos los
vicios es el ocio.

4. Ofrecer buenos objetos a la imaginación

Además de evitar todo lo que sea perjudicial a la imaginación, es también necesario


proporcionarle materias bellas y santas. La imaginación está siempre en busca de alimento, y nada
mejor que ofrecerle un sustento que no venga, en el futuro, a quitarnos el sosiego del espíritu con
recuerdos inoportunos. La lectura de libros piadosos, la frecuencia al arte sacro, etc. son buenas
maneras de formar la imaginación y ponerla al servicio de la razón y de la voluntad.

5. Proceder siempre con atención a lo que se está haciendo

El hábito saludable de dar atención a lo que estamos haciendo tiene la gran ventaja de impedir que
la imaginación vague libremente por nuestra mente, yendo de uno a otro objeto, impidiéndonos,
al fin, de cumplir nuestros deberes con el capricho y el amor debidos. Tenemos que aplicarnos a
cada trabajo como si fuera el único o el más importante de nuestras vidas.

6. No conceder demasiada importancia a nuestras distracciones

Puede suceder que, a pesar de todos los esfuerzos gastados, la imaginación siga pisoteando con su
petulancia. En estos momentos, es importante mantener la serenidad y, reconociendo ante Dios
nuestra pequeñez e indigencia, ignorar los asaltos de la fantasía. Aunque no podemos discernir con
toda claridad si se trata de una investidura demoníaca o de nuestra propia naturaleza rebelde,
resentida muchas veces de las manchas de un pasado pecaminoso, lo importante es no hacer caso
de estas imágenes y repudiar con toda energía cualquier forma de consentimiento: «No te
preocupes, suceda lo que suceda, desde que no consientas». Porque sólo la voluntad puede abrir
la puerta del corazón e introducir en él esas cosas execrables.

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