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Mi Cristo Roto en Casa. Ramón Cué
Mi Cristo Roto en Casa. Ramón Cué
ÍNDICE
Introducción
A Cristo le gustan los ladrones
Cristo organiza su oficina
El equipaje de Cristo
Maniobra de Cristo en un Rolls Royce
La lista negra de Cristo
Cristo visita una cofradía
Epílogo
Introducción
En mi primer libro sobre “Mi Cristo Roto” conté mi encuentro casual con Él en el “Jueves” de
Sevilla y las lecciones inesperadas y acuciantes que recibí de aquel Cristo sin labios.
Yo creí, sinceramente, que ya se había acabado todo. Pero me equivoqué.
Porque si se trata de Cristo, nunca sabe uno cuándo empieza y cuándo y dónde acaba la aventura.
Cuando uno se embarca con Él, lo mismo puede sobrevenir una tormenta a punto de naufragio, que
una pesca milagrosa con riesgo de romperse las redes y hacer agua la barca.
Cristo es siempre la sorpresa eterna. Desbarata siempre nuestros más fundados cálculos.
Publicado mi primer libro sobre “Mi Cristo Roto” y colocada en mi despacho su Imagen, sin
restaurar, como Él lo había exigido, di por terminada la aventura, olvidando que me había echado a la
mar con Cristo en su barca. Y que podría suceder lo imprevisible.
Después del libro vino el disco. Y sus traducciones.
Empecé a recibir cartas y cartas. Casi todas de agradecimiento que me confundían y
avergonzaban; porque yo tenía una conciencia lúcida de no haber hecho absolutamente nada.
De pronto, pasmado, comprobé en mis viajes que «Mi Cristo Roto» era conocido en los
rincones más remotos e inaccesibles.
Y me rendí, reconociendo que se había hecho popular.
Muchas personas me escribían pidiéndome una foto auténtica de la Imagen.
Otras llegaban a mi casa con la súplica de conocer, besar o fotografiar a «Mi Cristo
Roto».
Fotos en color y breves secuencias de película.
Yo lo concedía todo jubilosamente, pues me parecía que todo ello eran pruebas de
cariño y agradecimiento a Cristo.
Si alguna vez dudaba en mi decisión, volvía los ojos a la Imagen de «Mi Cristo Roto»
como interrogándolo; pero Él permanecía mudo en un impenetrable silencio.
No había vuelto a decirme una sola palabra.
Y mirándolo hermético y lejano, hasta me parecía imposible -¿una alucinación quizá?-
que alguna vez me hubiera hablado.
En fin, que di por definitivamente liquidada mi aventura.
Hasta que de las cartas, las fotos y las visitas la gente pasó a más, y comenzaron a
pedirme que les prestara la Imagen -acompañándola yo,' naturalmente para llevada a sus
casas, donde un dolor, físico o moral, reclamaba el consuelo de «Mi Cristo Roto».
En los comienzos de estas nuevas manifestaciones de cariño O" de curiosidad yo eludía
siempre la petición, alegando todas las razones que hallaba a mano: reales o aparentes.
No veía clara la solución.
«Mi Cristo Roto» callaba.
Y yo, francamente, temía que en las idas y venidas sufriera más la Imagen, tan mutilada
ya y tan frágil.
Y mantenía irrevocable mi negativa.
Porque si yo cedía una sola vez, automáticamente surgirían los compromisos ineludibles.
Y no quería complicaciones.
Del silencio absoluto de Cristo yo me alegraba íntimamente. Lo interpretaba como un
argumento, el más poderoso, que venía a darme toda la razón.
Aunque, a fuer de sincero, he de reconocer que yo no le consultaba a Cristo sobre el
particular. Daba por supuesto su silencio, comprobado en otras ocasiones y consultas, y
prefería no exponerme preguntándole en ésta.
Yo no quería, de ninguna manera, prestar la Imagen, y que anduviera de casa en casa.
A fuerza de escribir y repetir la expresión «Mi Cristo Roto», ese posesivo «mío» había
echado raíces hasta lo inaccesible dé mi ser, creando en mí, consciente e inconscientemente,
un sentimiento inalienable y un derecho incontrovertible de absoluta posesión sobre «Mi
Cristo Roto».
¿No lo había encontrado yo y no lo había comprado yo con mi dinero? ¿No había escrito
y publicado también yo el libro? Y, ¿no era mi voz la que hablaba en el disco?
Luego el Cristo era mío. Solo y exclusivamente mío.
Y como el tesoro más entrañable de mi existencia lo tenía en mi despacho y lo cerraba
siempre con llave. No quería que en mi ausencia entrara nadie a verlo ni a besarlo.
No eran celos, naturalmente.
Pero sí un goce íntimo y una satisfacción de ejercer mí dominio y saborear mi
posesión.
Por eso me negué rotundamente a andar prestándolo.
Las peticiones aumentaban cada día. Algunas personas llegaron a solicitar la presión
de mis amigos o familiares para convencerme.
Yo mantenía firme mi posición.
El asedio frecuente me estaba provocando ya una incómoda tensión con mis amistades
y relaciones.
Pero yo no cedía. Si lo hacía una sola vez, estaba perdido.
Y evitaba preguntarle nada a Cristo.
¿Para qué, si hacía años que no me hablaba? Era inútil.
La decisión era cosa mía.
Yo captaba en el ambiente que mi postura estaba resultando odiosa y yo antipático. Y
dicho entre dientes ya había percibido este comentario:
-¿Qué se habrá creído, que Cristo es suyo?
Hasta que un día... Y aquí comienza propiamente el segundo episodio de «Mi Cristo
Roto»; sucedió lo inesperado.
Aunque tratándose de Cristo, todo puede esperarse. Él se mueve y actúa con
distintas categorías.
Yo había estado ausente toda la tarde y regresaba cansado y molesto, después de
haber dicho que no a dos pretensiones insistentes que me pedían a Cristo prestado. Había
sido una' escena desagradable y violenta. Regresaba con un amargo sabor de boca. Y por
primera vez comencé a dudar de la legitimidad de mi postura y a sospechar si no estaría
dejándome llevar por la tozudez de una arbitraria decisión inicial.
¿Sería un nuevo capricho?
Estaba dispuesto a plantearme de nuevo el problema. Incluso a cambiar de opinión, si
el nuevo examen .así lo exigía. Pero mañana. Esa tarde no tenía serenidad.
-Bueno; se lo preguntaré a Cristo de una vez; que Él decida -me dije para acabar de
tranquilizarme.
Y entré en casa. Dos minutos después, en mi despacho.
Y desde la puerta dirigí los ojos al culpable de aquella tensión que tanto me martirizaba: a
Cristo.
Me quedé atónito.
El sitio que ocupaba siempre la Imagen, en la pared frontera, estaba vacío.
No acababa de creerlo. Me parecía una alucinación provocada por el disgusto de esos días.
Me acerqué a la pared. Y era verdad: «Mi Cristo Roto» había desaparecido.
Sobre el damasco rojo del fondo quedaba sólo la huella de su cuerpo -sin cruz y sin el
brazo derecho- recortada en un tono más vivo, que la luz del sol había respetado.
No supe reaccionar.
Ignoro el tiempo que pasé inmóvil, de pie, con los ojos clavados en aquella silueta sobre el
fondo vacío y descolorido de la tela. Corno si sangrara el damasco por aquel rojo más fresco,
que había dejado en él, corno una herida, la "Imagen mutilada de" Cristo.
El golpe me tornó tan desprevenido que quedé sin capacidad de preguntas y respuestas.
Sencillamente, anonadado.
Hasta que al mover la cabeza, advertí la presencia blanca de una carta junto a una
lamparita que ardía siempre junto a Cristo y que seguía encendida al margen de lo sucedido.
El sobre estaba en blanco y sin cerrar. Dentro ' de él había un papel con cuatro líneas
escritas a mano en una letra clara y firme.
«Me llevo a Cristo porque lo necesito. No se lo he pedido porque sé que es inútil, y yo lo
necesito. No se preocupe, lo trataré muy bien, pues lo quiero tanto, al menos, corno usted puede
quererlo. Esté tranquilo, se lo devolveré».
La letra parecía espontánea y normal. El ladrón no se había tornado la molestia de escribir
la nota a máquina, ni de disimular su letra. Para él era una precaución innecesaria. Le importaba
muy poco que pudieran identificarlo.
Lo que le interesaba era llevarse a Cristo.
Esa postura, que a mí me parecía de un cinismo refinado, era lo que más me molestaba.
Me hubiera ofendido menos el ladrón auténtico que trata de ocultarse en el anónimo,
destruyendo todas las huellas y borrando todas· las pistas: Me resultaba: intolerable la burla de
ese ladrón que disponía de lo mío corno si fuera suyo, por la sola razón de que lo necesita, y que
me anuncia con todo descaro su regreso para devolver la Imagen cuando ya no la necesite.
Tuve el teléfono en la mano para advertir a la policía y que se montara una guardia para
sorprender al ladrón a su vuelta.
Desistí. Era desorbitar las cosas. Al supuesto ladrón le tenía sin cuidado que lo detuvieran
precisamente cuando trataba de devolver lo sustraído.
Era una pobre maniobra, poco digna y elegante, que no hubiera hecho honor precisamente a
ninguna policía. Frente a la conducta clara y leal de mi ladrón, al que sólo le faltaba haber
firmado la carta y consignado en ella su dirección.
Yo estaba furioso.
Me habían dado donde más me dolía: en mi amor propio. Y mi heroica postura de
resistencia indomable a prestar la Imagen de Cristo quedaba ridículamente por los suelos.
Cómo se reirían de mí a esas horas cuantos conocieran el hecho.
***
Y ¿«Mi Cristo Roto»? Empecé a pensar en Él.
Sin querer -tengo que ser sincero empecé también a admitir la primera sospecha de
una posible connivencia de Cristo con el ladrón.
Si esto fuera verdad, sería ya el colmo. Cristo,· cómplice con el ladrón.
Y aunque me revolvía indignado, no tenía más remedio que reconocer también mi culpa:
yo había esquivado a todo trance el consultar abiertamente el caso con Cristo,
refugiándome en su supuesto silencio.
Pero, aunque así fuera, yo no podía ni debía, bajo ningún pretexto, llamar a Cristo
cómplice de mi ladrón.
Me arrepentí sinceramente.
Y así se lo dije en voz alta, con los ojos clavados en su sitio, dolorosamente vacío: -
Perdóname, Señor; la culpa es del amor que te tengo. Perdóname y ven pronto. Eso es lo que
me interesa. Tú me conoces y me entiendes.
El que no me entendía era yo mismo.
Chocaban en mi cabeza, contradiciéndose, unas contra otras, todas las explicaciones y
causas que yo trataba de aducir.
Lo interesante era que regresara el ladrón. Y Cristo con él.
Seguramente, mañana, pensaba yo.
Y ¿si fuera esta misma noche? Ojalá.
Pensé dejar abiertas esa noche, sin echar la llave, sólo con el picaporte, las dos
puertas, de la calle y de mi despacho. Darle facilidades al ladrón. Que no tuviera molestia ni
contratiempo. Que regresara sin miedo...
Y, encima, darle las gracias. Y besarle la mano, comenté sarcásticamente.
Mi sueño fue una sarta desbocada de pesadillas. Al despertar sobresaltado de cada
una de ellas, me asomaba de puntillas, sigilosamente, a mi despacho, a ver si Cristo y el
ladrón habían vuelto a casa.
Pero esa noche no regresó el ladrón.
Ni Cristo.
Rendido de sueño y de cansancio, me dormí al fin muy tarde...
***
Desperté también muy tarde.
Me dolía enormemente la cabeza.
El recuerdo del robo fue un lancetazo más.
Salté de la cama y me asomé al despacho. Nada.
El sol iluminaba descaradamente el sitio vacío de «Mi Cristo Roto».
Aquella huella en el damasco rojo parecía una acusación escrita contra mí.
Decidí pasar el día entero fuera de casa para brindarle al ladrón todas las
oportunidades.
Pero no sabía dónde ir.
En todas partes estaba inquieto.
Visité a todos los amigos; cada uno me daba una explicación distinta y una solución
diferente, que a su juicio eran las únicas exactas.
Acabaron por desconcertarme. Y preferí pasear solo.
Después de comer estuve a punto de acercarme a mi despacho. Pero resistí.
-Aguardaré hasta la noche -me dije.
Pero el ladrón no regresó ni ese día ni la siguiente noche.
Mi angustia aumentaba.
Empecé a comprender de lejos, muy de lejos, el desgarramiento interior de María y de
José cuando perdieron al Niño y tardaron tres días en encontrarlo.
Hasta llegué a pensar que la carta del ladrón era una burla y que había perdido
definitivamente a «Mi Cristo Roto»,
La sola posibilidad me trastornaba. Era intolerable.
Pasaron tres días infinitos.
Al término del último, cuando regresé de noche a mi despacho, más descorazonado que
nunca, la sorpresa fue indescriptible.
Lo vi desde la puerta.
¡«Mi Cristo Roto» había vuelto! y estaba ya en su sitio.
***
No pude frenar mis brazos, que se alargaron hambrientos hasta la Imagen. Mis manos se
apoderaron de ella, la descolgaron de la pared y se la entregaron inmediatamente a mis
labios.
Yo besaba y besaba a Cristo en silencio.
Y lo abrazaba estrechamente para sentir y verificar que de verdad había vuelto.
Y que era mío. Mío.
Al fin pude hablar y le dije:
-¡Ay, Señor! ¡Qué alegría! Creí que te había perdido para siempre. Que no te iba a volver
a ver más.
Cristo callaba.
Yo seguía diciéndole, impetuoso y sincero:
-Pero ahora ya eres mío; mío otra vez. Ahora sí que ya no te robarán más. Hoy mismo
cambio de cerradura; ya la tengo comprada. Una cerradura que me han recomendado aprueba
de ladrones. No hay ganzúa posible contra "ella. Hoy mismo aviso al cerrajero para que la
cambie. Solamente esperaba tu regreso para hacerlo.
Cristo habló por fin y dijo secamente:
-No lo hagas. Espero que no lo hagas.
-Señor -me atreví a replicarle-, ya has visto que la cerradura vieja la abre cualquiera...
-Mejor --contestó Cristo.
-¿Cómo? ¿Quieres que te roben otra vez? -opuse yo, y añadí irreflexivamente-o ¿Es que
entonces en ese robo tú mismo fuiste...? -pero no me atreví a continuar.
-Sigue, sigue -me urgió Cristo--. Formula de una vez lo que estás pensando. Sigue, Anda.
Yo callaba. Imposible continuar.
-Ya sé que no lo dirás. Pero lo diré yo. Me acusas de haber sido cómplice, verdad, con la
persona que me robó. Confiésalo.
-Tan sólo se me pasó por la imaginación. Perdóname, Señor -concedí avergonzado.
-Pues no te equivocas. Yo quería ir a esa casa. Y no había otro medio, puesto que tú ni
dabas tu permiso para que yo fuera, ni tú querías llevarme.
-Si yo hubiera sabido, Señor, que querías ir... -me disculpé.
-Y ¿cuándo me lo preguntaste? Si eras tú quien decidía por propia cuenta y riesgo, sin
contar conmigo para nada -replicó Cristo, suave pero gravemente.
-Es verdad, Señor confesé sincero--. Me equivoqué. Perdóname.
-Te perdono --contestó Cristo--. Pero atiende. Quiero enseñarte una cosa. -Es difícil.
Hizo una breve pausa. Luego continuó:
-Mira: tienes peligro de creer que Yo soy tuyo, solamente tuyo, exclusivamente tuyo.
Como me compraste con tu propio dinero, piensas que has adquirido sobre mí un derecho de
propiedad. Que puedes disponer de mí a tu antojo. Y te equivocas. Soy tuyo. Y soy de todos.
Me adquiriste comprándome, pero sólo para darme luego a los demás. Nadie puede quedarse
con Cristo exclusiva. La mejor manera de poseerlo es darlo y darlo, y a cuantos más mejor. Yo
te busqué a ti para que tú, a tu vez, me dieras a todos. Pero tú me colocaste en esa pared de
tu despacho, sobre ese damasco antiguo, y cerraste la puerta, y echaste la llave ... y me
aprisionaste en tu exclusiva posesión. Y yo estaba deseando salir, y que me llevaras a los
hombres. La gente venía a pedírtelo. Insistía. Suplicaba. Pero tú, celoso de mi posesión, dabas
más vueltas a la llave, y me creías así más exclusivamente tuyo, y te obstinabas en tu
negativa... Hasta que vino el ladrón a liberarme. A· sacarme de tu cárcel. ¿Comprendes?
Yo estaba avergonzado. Sin palabras. Sólo sabía repetir:
-Perdóname, Señor.
-Perdonado. Es un amor mal entendido --continuó Cristo--. Cuanto más se me quiere, más
se desea entregarme a los demás.
-Entiendo, Señor --contesté.
Pero no entendía bien, puesto que en el fondo, por la alusión de Cristo al ladrón que
había venido a liberarlo, yo empezaba a estar celoso del mismo ladrón. No supe disimularlo. Le
pregunté:
-Entonces, Señor, ¿te fuiste a gusto con ese ladrón?
-Me fui encantado. Lo estaba esperando -reconoció Cristo.
-¿Te gusta entonces que te roben? -me atreví a preguntarle.
-Muchísimo. Es mi debilidad -reconoció Cristo-. En el amor, ser robado es señal de
ser de verdad amado. El que roba se arriesga y se lo juega todo. Supone un valiente amor.
Ya dije Yo en el Evangelio que me gusta que me arrebaten, robándomelo, con violencia, mi
Reino, de entre mis manos...
Yo seguía un poco celoso. Y me traicionaban las preguntas que le hacía a Cristo.
-Y ¿quién fue, Señor, el que te robó hace tres días?
Cristo no contestaba.
Yo insistía imprudente.
-¿A dónde te llevó? Dice que te necesitaba; ¿para qué? ¿Cuál era su problema?
¿Íntimo? ¿Familiar? ¿Se lo solucionaste? ¿En dónde vive? ¿Cómo se llama? ¿Lo conozco
yo'? ¿Te trataron bien? ¿Hubo mucha gente? ¿Cómo te trajo? ¿A qué hora vinisteis?
-¿Acabaste ya de preguntar? -me cortó Cristo-. Eres celoso. Ya lo veo. Y eso no me
gusta. Supone un pobre amor. Yo fui adonde debía ir. Y tú debías estar contento. Y no
preguntar nada. Porque te debía bastar verme a mí contento -cambió de tono-. Anda,
colócame donde estaba. No se te ocurra cambiar de cerradura. Y no me cierres con llave;
ya ves que es inútil.
Coloqué a Cristo sobre el viejo damasco de la pared, en el sitio suyo de siempre.
Le di un beso con toda mi alma en su pie roto y me atreví a decirle:
-Es difícil quererte, Señor. Pero ayúdame a acertar. Y ayúdame a tener tranquilidad.
Porque desde que sé que te gustan los ladrones ya no podré vivir en paz. Ya sé que
cualquier día volverán a. robarte…
-Adelántate tú -replicó Cristo y ·entrégame voluntaria y gustosamente antes que me
roben. -Lo intentaré, Señor. Pero, ayúdame tú.
***
Desde entonces no ha vuelto a funcionar la cerradura de mi despacho.
Cogí la llave y la tiré a la basura.
La puerta está abierta para todos.
Y desde entonces empiezo a saber y a sentir que «Mi Cristo Roto» es más mío
porque, sin llave, es de todos y para todos.
Uno de los problemas prácticos que me plantearon desde el comienzo las visitas de Cristo
fue su traslado: cómo llevarlo. No me refiero al medio de transporte, pues siempre tuvimos un
coche o un taxi que venía a recogerlo, sino a algo en contacto más directo con Cristo: al modo
de preparar la Imagen para trasladarla. Al embalaje de la talla, que la librara de posibles
rozaduras o golpes, y que evitara discretamente el exhibicionismo de un Cristo tan destrozado.
La solución, siempre con prisa y de sorpresa, fue siempre improvisada y elemental: un
papel de envolver, o una gran caja de cartón.
Ambas soluciones resultaban ineficaces: el papel acababa siempre por romperse, y la caja
no se adaptaba nunca al tamaño de Cristo.
Se imponía arbitrar una solución definitiva. Práctica, por un lado, y digna, por otro, de una
Imagen de Cristo. De tal Imagen, en concreto, que reclamaba, en sus miembros rotos, un
cuidado ungido de respeto y cariño.
Eran muchas las personas que se habían atrevido a insinuármelo con su punta de censura
que yo agradecía:
-Padre, ¿pero no tiene usted un papel mejor o una caja más decente para trasladar a
Cristo?
Otras muchas habían llegado a hacerme propuestas y ofrecimientos, pero de ahí no
pasaban; todo solía quedar en planes y palabras.
Fue una señora, en concreto, viuda y sin hijos, la que estudió el problema por su cuenta
con todo cariño y vino a ofrecerme la solución: era perfecta.
A mí solamente me quedaba aceptar agradecido.
Y así lo hice, después de concretar con ella todos los detalles.
Quedé contentísimo: me habían solucionado el problema de la manera más eficiente y con
amplia generosidad.
Indudablemente que esa señora quería de veras a Cristo. No escatimaba medios. Refinada
hasta los más mínimos detalles, que es donde se prueba el amor.
Primero me iba a mandar a su carpintero ebanista, para que tomara las medidas de la
Imagen. Con estas medidas, el ebanista construiría un estuche de madera en forma de maleta,
para hacer más cómodo su traslado. Luego, su tapicero forraría por fuera el estuche con una
magnífica piel negra que la señora ya había comprado. La parte interior iría acolchada en sus
dos caras, ofreciendo el doble molde de la Imagen de Cristo: pecho y espalda, y tapizada con
un viejo terciopelo granate que la señora había conseguido ya en su anticuario. Al cerrarse el
estuche, «Mi
Cristo Roto» descansaría, sin roces ni desplazamientos, en el doble colchón de terciopelo
que arropaba, cariñosamente, sus miembros mutilados. El asa y las canteras serían de plata,
diseñadas y labradas por el joyero de la señora. Pero el detalle más delicado y rico iría,
naturalmente, en el interior, junto a Cristo. Confieso mi pasmo cuando me lo describió la
señora:
-Y luego, Padre, voy a deshacer un aderezo de brillantes que tengo. Dios no me dio hijos ni
nueras, ya lo sabe usted. ¿Qué mejor destino para mis joyas? Voy a deshacer mi aderezo y en
cada uno de los cruces que forman en el terciopelo almohadillado las puntadas de los rombos,
pondremos un clavo de oro con un brillante. ¿Que le parece?
Me quedé sin comentario: deslumbrado. y agradecidísimo. Así se lo expresé.
-No tiene nada que agradecerme, Padre. Todo es para Cristo. La agradecida soy yo.
Indudablemente que esta mujer quiere de veras a Cristo, volví a comentar cuando se
despidió y quedé solo.
***
Estaba deseando contárselo a Cristo.
No todo iba a ser abrumado de dolores y penas. Pero lo pensé mejor y decidí callarme
para darle al final una sorpresa.
¡Qué consuelo iba a tener!
Y con mi secreto, a duras penas sofocado, seguía rellenando fichas grises de «atracos».
CCJ leccionando dolores humanos.
No es que hubiera hecho ya las paces con mi teléfono, no; pero iba capeando el temporal.
Nuestras relaciones con el dolor, aunque sea ajeno, nunca llegan a normalizarse.
Siempre que pasaba delante de Cristo pensaba al mirarlo: si tú supieras la sorpresa que
te estamos preparando...
Y apretaba los labios para que no se me escapara el secreto.
***
La sorpresa me la dio a mí una llamada de teléfono. Era la señora que regalaba el
estuche:
-Padre, en este momento sale para su casa de usted mi carpintero, que va a tomar las
medidas a la Imagen de «Mi Cristo Roto».
Me quedé sin palabra. No contaba con ello. Y Cristo no sabía nada...
Traté de retrasar la venida del carpintero, aplazándola para el día siguiente; entre tanto
yo podía preparar a Cristo.
-Imposible, Padre -me contestó la señora-; ya está en camino. No sabe usted lo que me
ha costado arrancarle de su taller. He tenido que enviarle mi chófer con mi coche para
forzarlo. Nos urge terminar cuanto antes el estuche para la Imagen.
Colgué el teléfono y traté de serenarme.
Tenía que aprovechar los minutos que me quedaban para enterar a Cristo de lo que
sucedía y decirle que un carpintero-ebanista iba a llegar de un momento a otro para tomarle
medidas.
No había tiempo que perder. El carpintero estaría al llegar.
Me acerqué a Cristo tratando de disimular mi embarazo.
No sabía cómo empezar.
Había caído en mi propia trampa. No tenía margen de tiempo para gastarlo en preludios.
Tuve que desembocar en pleno asunto. Pero como estaba nervioso me faltó tacto:
-Señor... -comencé. Y me detuve indeciso
-¿Qué te pasa esta vez? -se adelantó Cristo bondadoso.
-Una buena noticia, Señor. Que va a llegar, de un momento a otro, el carpintero que viene
a tomarte medidas...
-¿A tomarme medidas? ¿Es que vas a encargarme una cruz? Vaya, algo vamos ganando -
comentó con suave ironía. Porque para mi primera cruz, la del Calvario, no me tomaron medidas
previas; fue una cruz común. Esta va a ser una cruz a la medida. Te repito que vamos ganando.
-No, Señor. No se trata de una cruz. Perdóname: yo debí informarte antes. Pero no lo
hice porque quería darte una sorpresa.
-Y algo te ha fallado, ¿no es eso? Bien. ¿Para qué son las medidas que viene a tomarme el
carpintero?
-Propiamente, Señor, no es un vulgar carpintero. Es todo un ebanista, que viene a tomarte
medidas para construir luego un estuche apropiado en que podamos trasladarte digna y
cómodamente.
-Explícame cómo va a ser ese estuche.
El tono bondadoso de Cristo me dio ánimos, y yo me lancé, cada vez más entusiasmado, a
una descripción pormenorizada, sin omitir ningún detalle, del suntuoso estuche que habíamos
planeado.
Cristo escuchaba en silencio.
Le hablé del generoso ofrecimiento de la rica señora viuda. De la piel negra para el
exterior. De las canteras y el asa de plata cincelada. Del terciopelo antiguo, tapizando en
rombos almohadillados todo el interior. Y dejé para el fin el detalle sensacional: los clavos de
oro, con un brillante engarzado en cada uno, en todos los puntos donde se unían los rombos.
-¿Verdad que es magnífico, Señor? ¿A que te gusta la sorpresa? -le pregunté
ingenuamente.
Cristo tardó en contestar.
Abrió una larga 'pausa en nuestro diálogo. Al fin me dijo con voz grave y lenta:
-No es una sola la respuesta. Son muchas las cosas que necesitan contestación. Pero ahora
lo más urgente, y lo siento por la señora y por el carpintero, es evitar que me tomen esas
medidas. Tú verás cómo te las arreglas, ya que la culpa es tuya, por no haberme consultado
previamente todo este asunto.
Yo estaba anonadado.
-Señor, pero es que el carpintero va a llegar de un momento a otro, y viene en el mismo
coche de la señora, enviado por ella para forzarle a venir, me atreví a replicar.
-Es igual -me contestó Cristo implacable. Tuya es la culpa.
Y continuó Cristo como hablando consigo mismo:
-Venir un ebanista en un coche elegante, con un chófer uniformado a tomarme
expresamente a mí medidas para un estuche. A mí, que ni siquiera tuve un sepulcro a la medida,
ni mío propio. A mí, a quien enterraron en el que me dejó prestado, a toda prisa, un amigo que
asistió a mi muerte. Si no, hubiera ido a la fosa común -Cristo hizo una pausa-. Estuche a la
medida. Ropa a la medida. Con sastre que viene en coche a la propia casa para tomar medidas...
Mientras la gente, mi gente, mis hermanos, los domingos en el Rastro se prueban en la calle,
delante de todos, en los puestos de ropa amontonada, las chaquetas usadas, y se van tan
contentos y felices si les quedan bien... Oye -y se dirigió a mí su voz exigente-, oye, ¿has visto
esas escenas en el Rastro? ¿No te has estremecido viendo la humildad de esos hermanos tuyos
que se prueban la ropa usada en plena calle? ¿No se te ha metido por la nariz, hasta el alma,
ese olor indefinible y repugnante de ropa vieja, con sudor ajeno enfriado y metido en la trama
de la tela? Y ¿te atreves a consentir que venga un carpintero-ebanista en coche elegante, con
chófer uniformado, para que le tome a Cristo en su propia casa medidas para un estuche?
La voz de Cristo tenía lejanías de tormenta. Yo estaba avergonzado y confuso. No sabía ni
qué contestar.
Y agradecí con toda el alma el timbre de la puerta, que sonó en ese momento.
Era mi liberación.
-Anda, vete a abrir -me dijo Cristo-, y si es el carpintero-ebanista, ya sabes lo que tienes
que hacer.
Caminé como un autómata hasta la puerta de la calle y la abrí.
Ante mí aparecieron dos hombres: el carpintero-ebanista y el chófer uniformado de la
señora, que, con la gorra quitada, me saludó sonriente.
Yo no sé ni qué les dije ni cómo me disculpé. Pero debí hacerla muy mal. Porque oí
comentar al carpintero:
-Vaya, y para eso le sacan a uno de su taller y le hacen perder el tiempo... Las cosas se
piensan antes.
Y me volvió la espalda, dirigiéndose al coche. Delante de mí, inmóvil, esperaba
discretamente el chófer. Nos miramos. Yo estaba desconcertado. Fue él quien habló sonriente:
-¿Manda algo más el Padre?
-Nada. No. Muchas gracias -le respondí-. Dígale usted, por favor, a la señora que yo la
llamaré por teléfono.
Arrancó el coche y cerré la puerta de la calle. Apoyé en ella mi frente cansada.
Momentáneo reposo; recordé que Cristo me esperaba. Teníamos un asunto pendiente. Y
me dirigí hacia Él. Caminaba lento, lo confieso; como un reo hacia el tribunal...
-¿Ya despediste al carpintero y al chófer! -me preguntó Cristo-. Lo siento por el
carpintero... Yo me encargaré de compensárselo. No sé qué disculpas habrás dado.
-Tampoco yo lo sé, Señor. Te lo confieso. No sé ni lo que digo, ni lo que hago. Estoy
desconcertado.
-¿Desconcertado por tu amor propio herido, al quedar mal delante de ellos? O
¿desconcertado por haber quedado tan mal delante de mí?
-Por todo, Señor -confesé.
-Pero oye, ¿cómo se te ocurrió aceptar para mí ese estuche lujosísimo que me has
descrito con todo detalle? ¿Es que no me conoces todavía?
-La culpa es del amor, Señor. Tú sabes que te quiero. Todo me parecía poco tratándose de
Ti.
-De mí. Y de mis hermanos, y tus hermanos, los hombres que vamos a visitar. No debes ni
puedes pensar sólo en mí, separándonos. Tienes que pensar al mismo tiempo en mí y en ellos;
juntos siempre, unidos siempre. Ese estuche de lujo, ¿para llevarme a casa de los pobres? Ese
estuche con terciopelo acolchado y almohadillado, ¿para presentarme a enfermos que no tienen
ni siquiera colchón en su cama? Ese estuche con brillantes, ¿en casas miserables donde no
disponen de dinero para pagar el alquiler y la luz, el médico y las medicinas? ¿En dónde
colocarían ese estuche cuando llegáramos a un cuarto sórdido donde no hay ni una silla en que
sentarse? Yo, ya lo sé: Yo iré a los brazos del enfermo: ése es mi sitio. Y ¿el estuche
elegante? ¿No se sentirían humillados y avergonzados con ese lujo? La acción redentora de
mi cuerpo roto, de mis miembros mutilados y de mis pies y manos agujereados, ¿no quedaría
anulada por el escándalo de los clavos de oro con brillantes en el terciopelo de mi estuche?
Las palabras de Cristo, pregunta tras pregunta, me atravesaban el alma, Y eran al mismo
tiempo como relámpagos que en mi noche cerrada de viejo egoísmo iluminaban escenas
palpitantes y desgarradas, que yo olvidaba o ignoraba en mi ceguera.
-¿No me respondes nada? -urgió Cristo-. ¿Te callas ante las preguntas que te acabo de
hacer?
-No tengo respuesta, Señor. Y tú lo sabes porque me conoces. Ante tus palabras, yo
quedo sin palabra.
-Pero quédate con mis palabras. Y cúmplelas.
-Ayúdame tú, Señor.
Y se hizo entre los dos un silencio largo.
Yo fui levantando la cabeza, que había mantenido baja como un reo convicto y
avergonzado. Volví a mirar a Cristo serenamente. Y sentí que lo quería más que antes.
De un modo nuevo.
Pensé que era el momento de dejar solucionado el problema práctico de su traslado.
Y lo abordé directamente:
-Señor, ¿por qué no me dices tú, de una vez, cómo quieres que te llevemos de casa en
casa? La gente me critica ese papel grande en que a veces te envuelvo. La caja de cartón
tampoco les gusta. Decídelo tú. ¿Qué hago?
-Hacéis problemas de las cosas que no tienen importancia, y olvidáis mientras tanto los
verdaderos problemas. Problemas de un papel o una caja de cartón...
Hizo una pausa, como si le costara resignarse a nuestras ignorancias.
-Está bien -continuó-, llévame en una maleta. Pero cuidado. No es necesario que compres
una nueva. Y menos, de cuero. Tú tenías una maleta pequeña, que usabas antes para tus viajes
cortos, de pocos días. Esa está muy bien. Y creo que da el tamaño. ¿Por dónde anda? Hace
tiempo que no la veo. ¿Dónde la tienes?
-Retirada ya, Señor; y llena de polvo, en el cuarto de los trastos. Ya no vale para nada -
me atreví a contestar.
-Puede valer para trasladarme a mí -replicó Cristo-. Anda, vete a buscarla.
Yo sabía perfectamente dónde estaba. Y a los cinco minutos regresé con ella, después
de haberle sacudido el polvo a toda prisa con un trapo viejo.
-La maleta que tú dices, Señor, yo creo que es ésta. Pero ya se retiró hace tiempo por
inservible. Mírala.
Se la mostré en alto.
Era una maleta pequeña, de cartón, forrada con tela a cuadros. De pronto sentí que le
tenía cariño. Habíamos rodado juntos miles de kilómetros. Una vez me la extraviaron entre el
equipaje de un autobús, y en otra ocasión yo la dejé olvidada en un tren. Estaba muy vieja. La
miré con ternura. La llave de la única cerradura ya no funcionaba; y el asa, que se había
soltado de un lado, estaba sujeta con un alambre. Yo la había usado para viajes cortos. Cabía
una muda, un pijama, un par de zapatos, dos libros y las cosas de aseo personal. Por dentro
estaba forrada de papel, descolorido y sucio. De tamaño, efectivamente, según se podía
calcular a primera vista, no iba mal para la Imagen de «Mi Cristo Roto». Pero el tamaño
apropiado no justificaba su estado desastroso y lamentable. Traté de hacérselo ver, con toda
suavidad, a Cristo.
-Es ésta, Señor; pero fíjate cómo está; con lo que ella ha rodado por ahí, en trenes y
autobuses...
-Más he rodado Yo, en veinte siglos, de alma en alma, de pecador en pecador, ¿no te
parece?
-Y mira: en las esquinas le faltan dos canteras, y está rota.
-Más roto estoy Yo. Así no tendrá que avergonzarse. A roturas yo la gano, ¿no crees?
No me daba por vencido.
-Señor, y ¿vas a ir Tú donde estuvieron mis zapatos usados, mi ropa sucia, mi bocadillo
con grasa, mi cepillo, mi jabón y mi máquina de afeitar? Tú, Señor, ¿revuelto y mezclado, como
una cosa más, entre todos esos objetos personales, vulgares y malolientes?
-Ese es vuestro engaño: que a mí no puede mancharme ninguna de esas cosas, y quiero
estar mezclado entre ellas, porque así estoy, y me siento, más entre vosotros. A ver si de ese
modo también vosotros me sentís más vuestro, más cercano. Si siendo Dios me hice hombre -
que es lo más humillante para ser igual que vosotros, ¿por qué siendo yo hombre, crucificado y
roto, no me dejáis vivir como vosotros, entre vuestras cosas? Me aisláis, me colocáis aparte,
creáis para mí ámbitos y recintos especiales, sagrados y exclusivos -comprendo vuestra
intención de respeto-; pero tenéis con todo eso peligro de alejarme, de sentirme un extraño,
de colocarme en una altura inaccesible y lejana. Y yo quiero mezclarme entre vosotros, porque
yo soy uno de vosotros. Y por eso quiero que me lleves en tu maleta, a ver si me sentís más
vuestro, más íntimo. No tengas miedo que me manchen las huellas sucias de tu maleta. ¿No me
llevas en una medalla colgado de tu cuello, sobre tu misma carne? Y ¿no es tu carne muchas
veces más sucia que tu misma maleta usada? ¿No me llevas metido por el cariño en tu corazón
y en tus pensamientos? Y ¿no están muchas veces tu corazón y tus pensamientos mucho más
sucios, incomparablemente más sucios que tu maleta? Si no me mancho en contacto directo
contigo, menos me mancharé en tu maleta, que está más limpia que tú. Déjame ir en ella; te
lo pido...
La humildad y el amor de Cristo me aniquilaban.
Yo callé. Mi silencio quería ser la aceptación y la entrega absoluta.
Cristo continuó:
-Quiero que esa maleta tuya sea mi equipaje. Ir en ella de casa en casa. Quiero que esa
maleta, vieja y rota, sea un signo que me preceda y me revele a los hombres. A los pobres. A
los que sufren. A los que se sienten en la vida como pobres maletas rotas, maltratadas y
arrastradas por los demás, cansados de rodar de mano en mano, de oficio en oficio, de abuso
en abuso de los poderosos... Y al fin, arrinconados y arrumbados por los hombres, como
maletas usadas que ya dieron de sí cuanto podían y que ya no valen para nada. Como tu
maleta. Por eso me gusta y me atrae. Y consolaré a los que vean que es ella mi único
equipaje. No el lujo exhibicionista de vuestras flamantes maletas de piel... -hizo una pausa;
su voz se tornó más entrañable-. ¿No has visto en .los andenes de las estaciones, o en las
aduanas de los puertos, el mísero equipaje de los emigrantes? Maletas viejas, sin cerradura,
sujetas con cuerdas; envases y cajas de cartón; sacos de tela atados con bramante... ¿No has
visto al obrero, corriendo, casi al alba con niebla, lluvia, frío para alcanzar el primer
subterráneo o el primer ómnibus, cómo lleva, en una servilleta, atada por las cuatro puntas,
la fiambrera de su comida? ¿Me comprendes ahora? ¡Pues préstame entonces tu maleta!
Podré viajar con ella entre mis hermanos emigrantes, sin avergonzarlos, y ponerme en el
subte o en el ómnibus junto a la servilleta anudada que envuelve, casera y humilde, la
fiambrera de mi hermano el obrero. Yo también fui obrero. Y fui emigrante a Egipto, sin
equipaje. ¡Préstame tu maleta!
-Es tuya, Señor; como todo lo mío. Ya lo sabes. Dispones de ella. En cambio, yo te pido
un favor: que me concedas ser tu maletero.
-Concedido. ¿Con todas sus consecuencias?
-Con todas. Señor. No importa las que sean -protesté apasionadamente.
-El tiempo nos lo irá diciendo -concluyó Cristo.
***
Ya me alejaba con la vieja maleta, dispuesto a limpiarla lo mejor posible -sólo a
limpiarla-, Cuando sentí la voz de Cristo a mi espalda:
-Oye, que no está todo solucionado, ni mucho menos. Olvidas algo muy importante. Y
ahora soy yo el que repito tu frase: «No hay derecho».
-¿A qué te refieres, Señor? -le pregunté acercándome.
-No es cuestión de cosas, sino de personas, de almas. Te olvidas de la señora que tan
generosamente quiso regalarme el estuche para mis traslados. No la puedes dejar así. «No
hay derecho». ¿Qué piensas hacer?
-Pensaba telefonearla después de haber encontrado una disculpa aceptable.
-¿Una disculpa? ¿Solamente?
-Bueno, y por supuesto, mi agradecimiento -repliqué.
-Todo eso es poco. Muy poco. Esa mujer merece mucho más que una disculpa
diplomática. Merece saber la verdad. Tú mismo reconocías que me quiere de veras; que
demostró su amor en los más refinados detalles, sin detenerse ante el precio.
-Te quiere de verdad, señor -concedí.
-Pues merece la verdad. No una disculpa. ¿Por qué no aprovechas la fuerza de ese
amor, mal entendido, y la encauzas hacia el auténtico amor?
-Eso es casi imposible, Señor -repuse desalentado-. Esa señora estaba empeñadísima
en su estuche de piel, terciopelo y brillantes. Ya sabes cómo defienden las mujeres un
capricho...
-Y tú se lo aprobaste, y se lo aplaudiste, y colaboraste con ella, porque también a ti te
halagaba ese fausto exterior de lujo y riqueza -me atajó Cristo--; en vez de haber tratado
de convencerla, suave pero eficazmente, de que no era evangélica esa manifestación de
amor. ¿No te convencí yo luego a ti? Pues ése es vuestro oficio, sobre todo como
sacerdotes. No te disculpes con el capricho de ella. No hiciste nada por educar su amor.
Aceptaste su capricho porque era más cómodo: la halagabas. Tu oficio de sacerdote no
debe buscar el halago ni la fácil comodidad, sino la difícil e incómoda verdad. Educa su
amor.
-Es imposible, Señor; créemelo. Y más en una mujer. Y rica. Y encima, viuda...
-No. No es imposible. Eres cobarde, que es distinto. Prueba y verás. ¿No dices que su
ilusión era trasladar en un estuche con brillantes a «Mi Cristo Roto»? Pues dile de mi parte
que por qué no emplea todo ese dinero, el importe de ese aderezo de brillantes, en
comprar la mejor ambulancia médica, en equiparla con los últimos adelantos técnicos y
regalarla a los pobres Si quiere y le gusta, pues ésta era su primera idea, puede poner en el
exterior de su ambulancia un letrero que diga: «Mi Cristo Roto». Y yo le aseguro que el
letrero será verdad, divina y evangélica verdad. Yo le aseguro que su ambulancia
transportará auténticos cristos rotos en la más viva y palpitante realidad. Ella quería
trasladar mi Imagen de madera. En la ambulancia me trasladará en carne sufriente. Y
cuando toque la sirena pidiendo paso en medio del tránsito, cuando se paren los coches
para dejada pasar, y la gente vuelva la cabeza desde las aceras, todos, al leer el letrero,
comentarán extrañados:
-Oye, mira: ahí llevan a Cristo. Y no se equivocarán. En la ambulancia iré yo, Cristo:
enfermo, agonizante, roto, en la carne de un hermano mío.
***
La señora aceptó, naturalmente.
En mis palabras pesaba -yo lo veía de manera misteriosa e irresistible el mensaje de
Cristo.
Pero yo no le comuniqué el éxito de mi embajada evangélica a Cristo. Quise sacarme la
espina del fracaso anterior y darle ahora una sorpresa de verdad.
Y así fue.
A los quince días el grito de una sirena alborotó nuestra calle, deteniéndose delante de
nuestra puerta.
Yo corrí hacia Cristo.
-¿No la oyes, Señor? ¡Es tu sirena! ¡Es tu ambulancia! ¿No la oyes? Te trasladan a ti,
roto en un enfermo. Si vieras, Señor, qué bonita es, qué confortable, qué blanca, qué ligera...
Mientras se perdía, alejándose, el alarido jubiloso de la sirena, yo vi cómo sobre la cara
sin cara de «Mi Cristo Roto» temblaba la luz de una sonrisa.
Hay personas que parece han nacido para conseguir lo imposible; cuyo destino es
buscar las metas más inaccesibles sólo para gustar el placer de conquistarlas.
Su goce supremo no es precisamente la consecución final del objeto, sino el regusto
sabroso de cada dificultad vencida y de cada obstáculo pulverizado.
Más que en la posesión definitiva, se satisfacen en la tensión de las etapas que a ella
les conducen.
Les seduce la dificultad. Por eso son temibles.
Así era el Hermano Mayor de una Cofradía Penitencial de Semana Santa.
Intuyó la especialísima dificultad de llevar a «Mi Cristo Roto» en visita a la Casa de la
Cofradía, y decretó conseguirlo. Fuera como fuera.
. Adivinó que esta vez tendría que habérselas con el mismo Cristo, y se acreció más
todavía.
Me telefoneaba, tenaz e implacable, cada semana.
Así llevábamos ya dos meses.
Yo la temía porque cada llamada telefónica lo hacía más duro.
Cuando me telefoneó la primera vez me dijo Cristo:
-Toma nota y dale largas.
Yo procuraba cumplirlo, pero se me estaban agotando los recursos.
Y cada semana veía acercarse con más miedo el viernes, que era el día en que, sin falta, me
llamaba el Hermano Mayor.
Cada viernes me exponía un argumento nuevo. Y cada viernes concretaba un detalle más del
programa que regiría en la visita de Cristo.
Él no tenía prisa.
Daba la impresión de haber oído, él también, al mismo Cristo cuando me dijo la primera
vez: «Toma nota y dale largas».
Y aceptaba la espera con una larga y desconcertante tranquilidad.
***
A lo largo de aquellos viernes, para mí infinitos, el Hermano Mayor me fue dando un curso
completo de su Cofradía; desde sus remotos orígenes hasta el momento actual.
Por eso reclamaba la visita de Cristo; porque se trataba de una noble Cofradía con solera,
nacida en el siglo XV: aprobada y enriquecida con indulgencias por diversos Pontífices Romanos;
distinguida con especiales privilegios y ligada en su historia con la vida religiosa y social de la
ciudad.
La Imagen titular, que daba nombre a la Cofradía y que enorgullecía a todos los Hermanos,
era una talla excepcional de Cristo Crucificado, debida a la gubia del más cotizado imaginero
barroco. Modelo impecable de anatomía y pasmosa expresión de divinidad.
-Por eso -me decía el Hermano Mayor- esta Cofradía, que posee el Cristo más bello y
completo de la Ciudad, y tal vez del mundo, siente más que nadie las mutilaciones de «Mi Cristo
Roto» y quiere rendirle un homenaje.
-Toma nota y dale largas-...era siempre la respuesta de Cristo.
-Bien, Señor -le respondía yo resignado, mientras me preguntaba a mí mismo: «y ¿qué
disculpa le daré yo al Hermano Mayor el próximo viernes?»
***
Afortunadamente Cristo se anticipó a ese viernes temido.
El jueves por la tarde me previno:
-Mañana, cuando te llame por teléfono, dile al Hermano Mayor que acepto su invitación.
Que te dé el programa definitivo de la visita. Y me lo comunicas después.
Yo creía que al conocer la aceptación el Hermano Mayor iba a expresar alborotadamente
su alegría.
Nada de eso.
Me oyó con una imperturbable serenidad. Sin sorprenderse. Como quien lo daba por
descontado. Claro que se alegraba. No faltaba más.
Pero se quebró de pronto aquella vibrante tensión que yo veía crecer en él, viernes tras
viernes.
La visita quedó fijada para el próximo domingo. A las doce del mediodía.
Sitio: el domicilio oficial de la Cofradía. Una gran casa, perfectamente instalada, con una
espléndida Sala de Conferencias, en donde podrían reunirse ampliamente todos los Hermanos.
Invitaría a todas las demás Cofradías penitenciales de la ciudad para que enviaran una
representación al Homenaje. Porque era esto esencialmente lo que se buscaba: un Homenaje en
desagravio por sus mutilaciones a "Mi Cristo Roto».
Los actos sustanciales del programa, que podrían modificarse en detalles secundarios,
serían los siguientes:
1. Recepción solemne de «Mi Cristo Roto» en el amplio vestíbulo de la Casa. Y traslado
procesional de la Imagen, bajo palio, acompañada por todos los Hermanos con cirios, alrededor
del patio, hasta la Sala de Conferencias.
2. Ya en la Sala, y colocada la Imagen en sitio de honor, devoto «Besapiés» de todos los
Hermanos e invitados a «Mi Cristo Roto».
3. Colecta especial entre todos los Hermanos, con el fin de obsequiar a Cristo con una más
digna instalación de su Imagen.
4. Breve alocución. Y despedida. Este era el programa.
El Hermano Mayor me pedía que fuera yo quien pronunciara ese breve sermón de
circunstancias.
Yo acepté, en principio, condicionalmente. Pero a la media hora, después de haberlo
consultado con Cristo, ya le di por teléfono mi confirmación definitiva.
Cristo no sólo aprobó el que yo hablara, sino todo el programa, sin salvedad alguna, tal
como lo proponía el Hermano Mayor.
Yo había temido, en un principio, alguna reacción negativa de Cristo -a quien yo creía
empezar a conocer un poco-ante algunos números del programa; en concreto, el que se refería a
la Colecta. Pero con gran sorpresa mía, Cristo no puso el más mínimo reparo.
Me extrañó tanto, que temí no haberme expresado claramente. Por eso insistí:
-Señor, te expliqué bien que habrá una Colecta para hacerte un donativo, ¿verdad?
-Sí. Ya me lo dijiste. Y ¿qué? No te preocupes por la Colecta. ¿No decís vosotros que el
hombre propone y Dios dispone? Pues déjalos que organicen, con toda su buena voluntad, esa
Colecta... Porque se tendrá la colecta. Aunque a mi estilo. Y, a propósito: te prevengo ya, de una
vez, que tu papel, en esa visita a la Cofradía, va a ser de puro instrumento en mis manos.
¿Comprendes? Inhibición absoluta de tus propias iniciativas y entrega incondicional al
cumplimiento de mis impulsos. Yo actuaré en ti. Déjate guiar.
-Pero, ayúdame, Señor.
***
A lo largo de los dos días que mediaron hasta el domingo, el Hermano Mayor mantuvo un
meticuloso contacto a través del teléfono.
Me consultaba todos los detalles. Me daba cuenta de cualquier variación.
El programa inicial quedó sustancialmente intacto. Y se concretó el último detalle: nos
vendrían a recoger dos Hermanos de la Cofradía el domingo a las doce menos veinte de la
mañana.
***
Todo empezó puntual.
En el coche ocupé, como siempre, con la maleta en mis rodillas, el asiento delantero,
junto al chófer.
Hasta ese momento, a lo largo de los dos días de espera yo había tratado de imaginar la
jugada con que Cristo nos iba a sorprender en esa visita. Había hecho todas las cábalas y
combinaciones posibles. Porque estaba seguro de que Cristo iba a hacer una de las suyas.
Pero en el instante en que ocupé, con Cristo dentro de la maleta, el asiento delantero del
coche, como si me hubieran pasado una esponja por la imaginación, olvidé mi curiosidad, ces ó
mi expectación, se relajaron todas mis tensiones, y yo me encontré trasladado a un clima
misterioso en que ya todo es posible y en el que nada de lo que acontezca nos causa extrañeza
ni asombro. Envuelto todo en una atmósfera sedante de inviolable serenidad.
El coche se detuvo frente a la gran puerta de la Casa, en cuyo dintel esperaba el
Hermano Mayor, con la Junta de Gobierno de la Cofradía.
Al fondo, en el amplio vestíbulo, aguardaban, en grupos dispersos, los Hermanos e
invitados, que al ver el coche y apercibirse de nuestra llegada hicieron silencio y empezaron a
ordenarse en filas, mientras iban encendiendo los cirios para la procesión.
Al mismo tiempo, los Hermanos Mayores de las otras Cofradías Penitenciales que habían
aceptado la invitación, se iban acercando al palio portátil y empuñaba cada uno su vara
respectiva en el palio, que se iba de este modo desplegando, hasta quedar perfectamente en
marcado en el centro del vestíbulo, frente a la embocadura de la puerta.
Yo veía todo este rápido despliegue de perfecta organización a través del cristal, desde
la ventanilla del coche.
Cuando el chófer me abrió la portezuela, todo estaba en su punto, como en un escenario,
dos segundos antes de alzarse el telón.
No faltaba detalle: a ambos lados de la Casa, por la fachada exterior, dos Hermanos de
la Cofradía se encargaban en ese momento de mantener despejada la acera correspondiente,
para que no fuera invadida por el racimo inevitable de curiosos que en tales ocasiones
siempre están presentes, sin que uno acabe nunca de saber ni cómo se enteraron ni de
dónde vinieron.
Salí del coche con la maleta -y Cristo dentro en mi mano izquierda.
Sólo pude dar un paso por la acera.
Salió a mi encuentro el Hermano Mayor con la Junta de Gobierno. Y comenzaron los
saludos.
A pesar de la vigilancia de los encargados algunos curiosos lograron filtrarse por la
acera y circulaban ya entre nosotros.
De pronto, entre los curiosos, pasó a mi lado, lentamente, un hombre, que yo no sé por
qué llamó mi atención, pues todo en él era vulgar. Tal vez por el contraste con todo lo que
entonces me rodeaba. Mediana edad, de aspecto descuidado y con una gabardina muy usada
que le venía demasiado grande por todas partes... Pero no tuve tiempo de verle la cara. Tuve
que atender al Secretario de la Cofradía, que en ese momento me saludaba. Empujado en el
bullicio por otro curioso que pasaba, el hombre de la gabardina me empujó a mí a su vez.
Volví molesto la cabeza hacia él. El hombre también me miró, esbozó una humilde sonrisa y
me dijo tímidamente:
-Usted perdone. Ha sido sin querer.
-No tiene importancia -le contesté.
Aquellos ojos se me clavaron.
Como si lo conociera de toda la vida. ¿Algún pobre vergonzante a quien yo socorría?
También yo le sonreí.
Los Hermanos de la Cofradía esperaban para continuar las presentaciones.
Yo entonces, de pronto, sin saber por qué, le alargué la maleta al hombre de la
gabardina. Él la aceptó inmediatamente. Y yo, cogiéndolo de un brazo, lo coloqué a mi
derecha, mientras le decía en voz baja:
-Venga usted conmigo, por favor. Muchos debieron tomarlo por mi maletero. Uno de los
Hermanos, sin embargo, al advertir mi gesto, se adelantó obsequioso a tomar él la maleta.
-No -le dije- Muchas gracias. Este señor me la llevará.
-De ningún modo, Padre -insistió-; para eso estamos aquí. Eso es cosa nuestra.
-No. Eso es cosa suya -y miré al hombre de la gabardina- Gracias.
Y allí quedó a mi lado, con la maleta de Cristo en sus manos, mientras continuaron los
saludos de la Junta de Gobierno.
Acabadas las presentaciones, el Hermano Mayor me indicó que podíamos proceder al
traslado procesional de la Imagen, y me pidió que me acercara al palio portátil, cuyas varas
de plata sostenían los Hermanos Mayores, y me colocara bajo él con «Mi Cristo Roto».
El palio distaba tres pasos de donde nos encontrábamos.
Volví a coger del brazo al hombre de la gabardina que tenía la maleta de Cristo, dimos
juntos los tres pasos, y al llegar junto al palio, lo empujé con mis manos por la espalda hasta
dejado colocado entre las ocho varas, en el centro mismo, bajo el raso blanco bordado de oro.
El hombre de la gabardina no opuso resistencia.
Me retiré, y acercándome al Hermano Mayor, le indiqué que ya podía comenzar la
procesión: «Mi Cristo Roto» ya estaba bajo el palio.
El Hermano Mayor, desde la Presidencia, dirigió sus ojos al palio.
Y se encontró con el hombre de la gabardina en el centro, bajo el raso bordado.
Los ocho Hermanos Mayores que llevaban las varas del palio habían vuelto la cabeza y
estaban mirando también al Hermano Mayor.
Desde la doble fila, los cofrades e invitados, con sus cirios encendidos, se miraban entre
sí, miraban al hombre de la gabardina y luego clavaban los ojos en el Hermano Mayor.
Nadie pronunciaba una palabra. Por eso, en el silencio, a punto de estallar, gritaban con
más elocuencia los ojos.
Aquel oleaje de miradas, entrechocando unas con otras, iba, desde la extrañeza, la
incomprensión y el pasmo, hasta la queja, la rabia y la protesta.
Vibraba una peligrosa tensión explosiva en todos los ojos.
Pero al mismo tiempo algo misterioso y sagrado ahogaba las protestas y amordazaba los
labios.
Si no hubiera sido por esa fuerza irresistible e impalpable que defendía al hombre de la
gabardina, no lo hubieran tolerado ni dos minutos bajo el palio. Era natural. Hubiera salido
disparando a la calle.
Pero nadie se atrevía, no sólo a intentado con los hechos, pero ni siquiera a formularlo con
palabras.
Entre tanta violencia refrenada el único sereno era el hombre de la gabardina bajo palio.
El Hermano Mayor volvió a mirarme con mil preguntas amontonadas en sus ojos.
Yo volví a repetir en voz muy alta que pudiera llegar a todos:
-Sí. Todo está dispuesto: «Mi Cristo Roto» está bajo el palio. Mírenlo.
Y todos los ojos, automáticamente, se clavaron en el mismo punto: en el hombre de la
gabardina.
Yo no sé qué pasaría en el interior de cada uno.
No sé qué les diría aquella gabardina vieja y demasiado grande, aquellos zapatos rotos y
aquella maleta desastrada.
Sólo sé que el Hermano Mayor repitió solemnemente también en voz alta:
-«Mi Cristo Roto» está ya bajo el palio. -Que comience la procesión.
Las filas comenzaron lentamente a moverse. Los altavoces difundían una marcha
procesional.
Los cirios encendidos marcaban ya un tembloroso cauce de luz. Las borlas del palio
comenzaron a balancearse entre las varas de plata.
Y el hombre de la gabardina comenzó también a caminar al mismo. tiempo, con su espalda
un poco encorvada, como si algo lo abrumara; arrastrando pesadamente sus zapatos rotos y
deslustrados como si llevara caminando sin cesar siglos y siglos, y desnivelado el hombro
derecho por el peso de aquella maleta, como si llevara en ella los dolores y los pecados de todos
los hombres.
Así dimos la vuelta al patio.
y así entramos en la Sala de Conferencias. Pero ahora el hombre de la gabardina
desfilaba con toda solemnidad sobre la alfombra del pasillo central; entre las miradas, atónitas
hasta el paroxismo, de los cofrades e invitados, que le rendían, a ambos lados, una doble
escolta de honor.
La tensión y el silencio subrayaban el insólito homenaje.
***
Así fue avanzando, bajo palio, el hombre de la gabardina, hasta la tribuna.
La Presidencia -yo en ella marchaba detrás.
Llegados ya a la tribuna, me comunicó el Hermano Mayor que se iba a proceder al solemne
«Besapiés» de «Mi Cristo Roto».
Convenientemente instalado en el centro de la tribuna aguardaba un gran sillón barroco de
madera dorada. En él debía sentarme yo para ofrecer con mis manos la Imagen de Cristo a
todos los Hermanos, que irían acercándose a besarlo.
A ambos lados del sillón estaban colocadas dos bandejas de plata, en las que los
Hermanos, al retirarse, después de besar la Imagen, podrían depositar su donativo para «Mi
Cristo Roto». Así se realizaría la colecta.
Este era el programa.
Y éstas eran en concreto las órdenes que me comunicó el Hermano Mayor.
Yo las escuché. Y me apresté a cumplirlas.
Le pedí la maleta al hombre de la gabardina, que continuaba a mi lado.
La abrí delante de todos y lentamente fui sacando de ella la Imagen de «Mi Cristo Roto».
Libre ya de su embalaje, lo levanté en alto y lo mostré a todos los presentes en un gesto
litúrgico que recordaba el momento del Viernes Santo, cuando se alza en alto, gloriosamente, a
Cristo en cruz, libre ya de sus velos morados.
La tensión, contenida hasta entonces, se quebró al ver a «Mi Cristo Roto». Y la visión de
sus miembros mutilados arrancó un clamor ahogado, a medio articular, de pasmo y compasión.
Los Hermanos de la Cofradía se sentían ya en su ambiente, en su normalidad.
Había vuelto el bienestar.
Y, generosos, parecían mirar ya hasta con ojos de reconciliación al .hombre de la
'gabardina.
Hice girar a Cristo en alto como a una Custodia. Los mil ojos de la Cofradía giraban al
mismo ritmo encadenados por la Imagen.
Bajé a Cristo y me volví hacia el sillón barroco.
Debía sentarme en él.
Y eso hubiera hecho, de no haber intervenido Alguien: una fuerza me detuvo a medio
camino. Y ya fui otro yo también.
Me acerqué al hombre de la gabardina, lo obligué a subir hasta el sillón dorado, lo senté
en él, le coloqué en sus manos a «Mi Cristo Roto» y me dirigí al Hermano Mayor para decide:
-Ya podemos empezar el «Besapiés». Acérquense a besar a Cristo.
-Pero ¿así, Padre? -me preguntó, suplicándome, abatido, el Hermano Mayor; al mismo
tiempo que con ojos y manos me mostraba al hombre de la gabardina vieja sentado en el sillón
dorado-. ¿Así, Padre?
-Así. Así -le contesté firme- Así. Yo iré el primero.
El Hermano Mayor se volvió al auditorio. Habló también lento y firme:
-Hermanos, vamos a besar con toda devoción y cariño los pies rotos de Cristo.
La tensión de protesta y rebeldía ante lo absurdo y lo insólito se abatió nuevamente
sobre los Hermanos de la Cofradía.
Pero, nuevamente, nadie se atrevió a formular ninguna protesta.
Y todos los lógicos conatos de abandonar violentamente la sala fueron silenciosamente
reprimidos.
Comenzó el «Besapiés»,
Yo, el primero.
Me acerqué al sillón barroco, me arrodillé ante el hombre de la gabardina y le besé el pie
al Cristo, que él me alargaba entre sus dos manos.
En el momento mismo del beso no caí en la cuenta; pero, luego, un segundo después,
mientras me levantaba, noté en mis labios una sensación extraña, un sabor nuevo de beso a
Cristo. Como quien no ha besado madera fría, sino carne tibia; no una escultura muerta, sino
un miembro vivo. Y este sabor, de auténtico beso, caliente y vivo, me duraba en los labios.
Tanto, que hasta me llevé a ellos, inconscientemente, la mano.
Y con esta extraña sensación en mi boca y en mi alma, me coloqué a un lado, mientras el
Hermano Mayor primero, y todos los demás después, se iban acercando al sillón para el
«Besapiés».
Yo los veía repetir fielmente a todos la misma ceremonia que yo había iniciado:
acercarse, arrodillarse y besar a Cristo, que les ofrecía el hombre de la gabardina.
De pronto empecé a notar que todos los Hermanos hacían, al levantarse, un gesto
extraño con los labios, pasándose la lengua por ellos, o llevándose la mano a la boca. Como yo.
¿Qué estaba sucediendo?
Clavé los ojos en el hombre de la gabardina y lo comprendí todo.
El Hermano de turno, que se acercaba, veía al arrodillarse la Imagen de «Mi Cristo Roto»
entre las manos del hombre de la gabardina. Y acercaba sus labios para el beso a la Imagen.
Pero en ese mismo instante se producía una maravillosa transformación, muy difícil de explicar
y describir. Sin llegar a desaparecer del todo la Imagen de Cristo, las manos de aquel hombre
parecían como alargarse y transmutarse en miembros de Cristo. Algo así como si la carne de
aquel hombre revistiera la madera de la escultura; como si se fundieran sus manos en Cristo;
como si su carne diáfana fuera sólo un velo a través del cual se transparentaba Cristo. Y así, lo
que de este modo se besaba, eran las manos del hombre de la gabardina hechas Cristo.
Un beso caliente, vivo, entrañable, que por el camino de los sentidos iba a depositarse al
fondo mismo del corazón, para ungirlo y consagrarlo con un sello de amor.
Pero había más.
La visión era estremecedora y reconfortante al mismo tiempo.
Mientras proseguía el desfile de los Hermanos, que subían y bajaban para el «Besapiés»,
cantando todos al unísono el himno gregoriano «Ubi caritas et amor, Deus ibi est», «Donde
están la caridad y el amor, allí está Dios», el hombre de la gabardina, sin dejar de serlo, iba
pasando por una sucesiva y lenta metamorfosis, transformándose en mil rostros y personas,
que en otro desfile, paralelo y simultáneo al de los Hermanos de la Cofradía, iban ocupando, por
unos segundos, el dorado sillón barroco.
Y todos mirábamos, hipnotizados, aquella fascinante sucesión de rostros inolvidables.
Era como si todos los pobres, enfermos, dolientes y oprimidos que se habían cruzado en
los caminos de nuestra vida, fueran llegando, convocados a una cita misteriosa, por un camino
invisible que desembocaba detrás del sillón.
y ocupaban su asiento, por un instante, para recibir nuestro beso.
«Ubi caritas et amor, Deus ibi est», «Donde están la caridad y el amor, allí está Dios».
Nos habíamos cruzado, rozándonos, en algún camino de nuestra vida: en la calle, en el
subte, en el tren, en el autobús, en el campo; en la playa; a la entrada del Cine, de la Sala de
Fiestas del Hotel, de la Iglesia; viejos, jóvenes, niños mujeres; nos miraron, los miramos; pero
nosotros apartamos inmediatamente la vista molesta. Fue una mirada fugaz. Creíamos haberles
olvidado; imposible volver a reconocerlos. Y ahora los volvíamos a ver y los reconocíamos a
todos: viejos compañeros anónimos -pobres, enfermos, dolientes, oprimidos en los viejos y
lejanos caminos de nuestra vida.
A todos nos unía «Mi Cristo Roto».
Y un beso en su carne sufriente y humillada. «Ubi caritas et amor, Deus ibi est.»
Una confortable atmósfera de caridad nos envolvía. Todos nos sentíamos alegres y
mejores. Y la caridad abría los corazones.
Y los bolsillos.
Los Hermanos, al retirarse, después de besar al hombre de la gabardina, iban depositando
su generosa aportación para la colecta anunciada.
Las dos bandejas, izquierda y derecha, veían crecer el pingüe montón, verde y azul, de sus
billetes.
Hasta que se levantó, para retirarse, el último Hermano que estaba besando a Cristo.
El «Besapiés» había terminado.
El Hermano Mayor se iba a acercar a mí para indicarme que había llegado el momento de
mi breve alocución final.
Pero entonces sucedió lo inesperado. Un número que no estaba previsto en el programa.
El hombre de la gabardina se levantó de su dorado sillón presidencial y le entregó la
Imagen de «Mi Cristo Roto» al Hermano Mayor. Luego fue a buscar la maleta, apartada en un
extremo; regresó con ella al centro, la colocó abierta en el asiento del sillón y fue vaciando en
ella, lentamente, sin fiebre codiciosa, las dos bandejas repletas de billetes.
Seguíamos la escena en un angustioso silencio. Cerró la maleta, la aseguró con sus dos
cierres metálicos, dejándola cerrada en el sillón, mientras se acercaba de nuevo al Hermano
Mayor para recoger la Imagen de Cristo que antes le confiara. La colocó sobre su pecho,
debajo de su gabardina sucia, que cruzó luego sobre la Imagen, apretando Cristo y gabardina
juntamente con su mano derecha abierta y extendida. Se acercó luego a la maleta llena de
billetes y la tomó con su mano izquierda.
Y lentamente, con absoluto dominio, empezó a descender los seis escalones de la tribuna.
Continuó alejándose por la alfombra del pasillo central, sin prisa, con su espalda un poco
encorvada y arrastrando sus zapatos rotos y deslustrados.
Todos lo contemplábamos atónitos. Con la inhibición total de nuestras violentas
reacciones.
Llegó a la puerta, la abrió lentamente, salió de la Sala y con la misma lentitud y suavidad
volvió a cerrarla tras sí.
En el silencio misterioso que nos invadía se amplificó el leve chasquido del picaporte al
encajar las dos hojas de la puerta.
Todos la asaeteábamos sin pestañear.
No sé cómo no quedó pulverizada bajo nuestras miradas.
Pero de pronto se desvaneció el encanto: fue como volver en sí. Un murmullo violento y
encontrado de exclamaciones y comentarios comenzó a levantarse en la Sala.
Crecía temerosamente.
Hasta que al fin, como los latigazos del trueno en la tormenta, restallaron, en distintos
ángulos, unos gritos aislados:
--¡Sinvergüenza!
--¡Cínico!
--¡Ladrón! ¡Se va con nuestro dinero!
--¡A emborracharse! ¡A gastarlo todo con fulanas!
--¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
Y hasta hubo algún conato esporádico de lanzarse a la puerta para perseguir y atrapar,
como fuera, al hombre de la gabardina.
Afortunadamente el Hermano Mayor logró imponerse. Y su voz fue calmando los gritos y
los murmullos.
Yo me acerqué a él:
-Vamos a cambiar el programa. Las palabras finales, que estaban a mi cargo, las va a
pronunciar usted, ¿le parece? Nadie mejor que usted.
Aceptó.
Hablaba con una descarnada humildad. Los Hermanos de la Cofradía le prestaban un
emocionado silencio:
-Hermanos: estoy tan desconcertado como vosotros. Sin acabar de comprender. Pera hay
algo a todas luces evidente: Cristo ha querido darnos una lección. Insólita. Dura. Difícil.
Necesitamos tiempo y luz para comprenderla y asimilarla. A veces siento como que se me va a
la cabeza, golpeada a mazazos. Pero lo más desconcertante es que Cristo, después de darnos
esta lección, se nos ha ido. Se fue, abandonando la Sala y dejándonos aquí solos, con ese
hombre misterioso. Lo ha preferido a él. Y esto nos deja anonadados- hizo una pausa-. Algunos
de vosotros, inconscientemente, no los culpo, porque es una explicable reacción instintiva, han
protestado de que ese hombre de la gabardina vieja se escapaba con nuestro dinero. Y alguien
ha querido correr tras él para darle alcance y rescatar nuestros billetes. Y ¿no protestáis
porque se llevó a Cristo? El dinero no nos importa. Cristo, sí. Y se ha fugado con él. Hay que
recuperar a Cristo, Hermanos. Ya sabemos dónde. A Cristo lo localizaremos y le daremos
alcance, para hacerlo nuestro, en todos los hombres de gabardina vieja, zapatos rotos y
mirada doliente. Hay que buscar a estos hombres, Hermanos, si queremos encontrar a Cristo.
Hermanos...
No pudo continuar.
La puerta de la Sala se abrió violentamente, con estrépito. Y un hombre, pálido y
descompuesto, apareció en el umbral.
Se detuvo, frenado, al ver la concurrencia de los Hermanos. Pero fue sólo un instante, y
siguió avanzando a toda prisa, corriendo casi, por el pasillo central, hasta subir a la tribuna.
Se dirigió, nervioso y excitado, al Hermano Mayor. Mientras le hablaba en voz baja, con
incontrolados gestos de sus manos, yo pregunté al más próximo quién era.
Se trataba del sacristán de la Iglesia adjunta, en donde la Cofradía daba culto, en su
Capilla propia, a su Imagen titular: el bellísimo Cristo en cruz tallado por la gubia del más
cotizado imaginero barroco.
A medida que escuchaba, el Hermano Mayor se iba poniendo más pálido y desencajado
que el mismo sacristán.
Cuando éste terminó de hablarle, ante la angustiosa expectación de la Cofradía, el
Hermano Mayor dio un paso hacia adelante, se le vio hacer un esfuerzo para controlar sus
nervios, y logró decir con aparente y mal fingida serenidad:
-Hermanos: parece que Cristo sigue dándonos su lección desconcertante. Yo os pido
tranquilidad. Y aceptación total. Yo os suplico que frenéis vuestras primeras reacciones. No os
alarméis. Todo tiene arreglo... Me comunican que hace cinco minutos nada más, nadie sabe cómo ni por
qué, nadie se lo explica, han fallado en la pared los ganchos de hierro que sujetaban la Cruz de nuestra
Imagen titular... y Nuestro Santísimo Cristo se ha desplomado, altar abajo, rodando hasta el suelo de
mármol...
Un dolor infinito se desplomó, abatiéndolos, sobre todos los Hermanos. Les dolía en su propia
carne, físicamente, la caída de su Cristo. Se retorcían, convulsas, muchas-manos. Y se mojaban,
calientes, muchos ojos. Querían a Cristo sinceramente; como a su carne y su sangre...
El Hermano Mayor lo sabía. Terminó:
-Por los daños de nuestra Imagen titular creo que no debemos angustiamos: siempre podrán ser
reparados. Y lo serán. Lo más difícil, lo que debe preocuparnos de verdad, es comprender bien esta
lección de Cristo. Y, sobre todo, llevarla a la práctica. Pidámoselo a Él.
***
Nos trasladamos todos a la Iglesia.
La comprobación de los hechos superó lo que habíamos imaginado.
El Cristo de la Cofradía, de tamaño natural, al desprenderse de la alta pared a la que estaba
sujeto, había arrastrado en su caída candelabros y jarrones y yacía en el suelo de mármol al pie del
altar.
El peso enorme del madero de la Cruz había gravitado sobre la Imagen. Y Cristo, aplastado bajo
su peso, quedó mutilado y roto en sus bellísimos miembros.
Al verlo, instintivamente, todos caímos de rodillas.
Nadie se atrevía a tocarlo; como si al intentarlo pudiéramos causar más dolor a Cristo.
Se oían sollozos incontenidos.
Oí que alguien decía, cerca de mí, en voz alta:
-Esto es un castigo. Un castigo. Cristo nos ha castigado.
Y vi cómo, al oírlo, muchos Hermanos parecían doblarse aplastados por aquella fatal culpabilidad.
Aquello me dolió. No pude más y me puse en pie:
-No, Hermanos. No. Esto no es un castigo. Castigar no es el estilo de Cristo. No, Hermanos. Esto
es una lección. Una parábola, difícil y oscura, como las del Evangelio. Una parábola para hacernos
reflexionar sobre nuestro amor a Cristo y a nuestros hermanos. Una parábola que despierta en
nosotros infinitas preguntas.
¿No invitasteis a vuestra a Casa a «Mi Cristo Roto»? Pues ya vino. Y ved de qué inesperada
manera. Para quedarse.
Vuestro orgullo justificado era poseer el más bello Cristo en Cruz de la ciudad.
Pero Él quiere que seáis los dueños, ahora, del Cristo más roto y mutilado de esta misma ciudad.
Gozándonos en la belleza de sus miembros tallados en el prodigio de la madera, ¿no nos
olvidábamos muchas veces, tal vez, de sus miembros rotos y sufrientes en nuestros hermanos?
La divina belleza de vuestro Cristo despertaba en vosotros el culto espléndido y la piedad
ungida.
Vuestro Cristo, ahora roto, ¿no viene en su caída a despertar en vosotros una más
exigente y organizada caridad para el prójimo?
¿Os duele verlo roto, tan bello, en la madera? y ¿no os dolerá más verlo roto en la vida de
tantos hermanos?
¿Seréis capaces de emprender la restauración de vuestro Cristo, antes de tratar, lo
primero, de reparar tantas mutilaciones y roturas en la carne y en la vida de nuestros
hermanos los hombres?
Hoy, en la caída de vuestro bellísimo Cristo, le han nacido a vuestra Cofradía miles de
Hermanos nuevos: todos los que están rotos como vuestro Cristo.
¿No los recibís como Hermanos, los más queridos, de vuestra Cofradía?
Preguntádselo a vuestro Cristo caído en tierra. Y que Él os conteste.
EPILOGO