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Ramón Cué sj.

Mi Cristo roto de casa en casa

ÍNDICE

Introducción
A Cristo le gustan los ladrones
Cristo organiza su oficina
El equipaje de Cristo
Maniobra de Cristo en un Rolls Royce
La lista negra de Cristo
Cristo visita una cofradía
Epílogo

Introducción

En mi primer libro sobre “Mi Cristo Roto” conté mi encuentro casual con Él en el “Jueves” de
Sevilla y las lecciones inesperadas y acuciantes que recibí de aquel Cristo sin labios.
Yo creí, sinceramente, que ya se había acabado todo. Pero me equivoqué.
Porque si se trata de Cristo, nunca sabe uno cuándo empieza y cuándo y dónde acaba la aventura.
Cuando uno se embarca con Él, lo mismo puede sobrevenir una tormenta a punto de naufragio, que
una pesca milagrosa con riesgo de romperse las redes y hacer agua la barca.
Cristo es siempre la sorpresa eterna. Desbarata siempre nuestros más fundados cálculos.
Publicado mi primer libro sobre “Mi Cristo Roto” y colocada en mi despacho su Imagen, sin
restaurar, como Él lo había exigido, di por terminada la aventura, olvidando que me había echado a la
mar con Cristo en su barca. Y que podría suceder lo imprevisible.
Después del libro vino el disco. Y sus traducciones.
Empecé a recibir cartas y cartas. Casi todas de agradecimiento que me confundían y
avergonzaban; porque yo tenía una conciencia lúcida de no haber hecho absolutamente nada.
De pronto, pasmado, comprobé en mis viajes que «Mi Cristo Roto» era conocido en los
rincones más remotos e inaccesibles.
Y me rendí, reconociendo que se había hecho popular.
Muchas personas me escribían pidiéndome una foto auténtica de la Imagen.
Otras llegaban a mi casa con la súplica de conocer, besar o fotografiar a «Mi Cristo
Roto».
Fotos en color y breves secuencias de película.
Yo lo concedía todo jubilosamente, pues me parecía que todo ello eran pruebas de
cariño y agradecimiento a Cristo.
Si alguna vez dudaba en mi decisión, volvía los ojos a la Imagen de «Mi Cristo Roto»
como interrogándolo; pero Él permanecía mudo en un impenetrable silencio.
No había vuelto a decirme una sola palabra.
Y mirándolo hermético y lejano, hasta me parecía imposible -¿una alucinación quizá?-
que alguna vez me hubiera hablado.
En fin, que di por definitivamente liquidada mi aventura.
Hasta que de las cartas, las fotos y las visitas la gente pasó a más, y comenzaron a
pedirme que les prestara la Imagen -acompañándola yo,' naturalmente para llevada a sus
casas, donde un dolor, físico o moral, reclamaba el consuelo de «Mi Cristo Roto».
En los comienzos de estas nuevas manifestaciones de cariño O" de curiosidad yo eludía
siempre la petición, alegando todas las razones que hallaba a mano: reales o aparentes.
No veía clara la solución.
«Mi Cristo Roto» callaba.
Y yo, francamente, temía que en las idas y venidas sufriera más la Imagen, tan mutilada
ya y tan frágil.
Y mantenía irrevocable mi negativa.
Porque si yo cedía una sola vez, automáticamente surgirían los compromisos ineludibles.
Y no quería complicaciones.
Del silencio absoluto de Cristo yo me alegraba íntimamente. Lo interpretaba como un
argumento, el más poderoso, que venía a darme toda la razón.
Aunque, a fuer de sincero, he de reconocer que yo no le consultaba a Cristo sobre el
particular. Daba por supuesto su silencio, comprobado en otras ocasiones y consultas, y
prefería no exponerme preguntándole en ésta.
Yo no quería, de ninguna manera, prestar la Imagen, y que anduviera de casa en casa.
A fuerza de escribir y repetir la expresión «Mi Cristo Roto», ese posesivo «mío» había
echado raíces hasta lo inaccesible dé mi ser, creando en mí, consciente e inconscientemente,
un sentimiento inalienable y un derecho incontrovertible de absoluta posesión sobre «Mi
Cristo Roto».
¿No lo había encontrado yo y no lo había comprado yo con mi dinero? ¿No había escrito
y publicado también yo el libro? Y, ¿no era mi voz la que hablaba en el disco?
Luego el Cristo era mío. Solo y exclusivamente mío.
Y como el tesoro más entrañable de mi existencia lo tenía en mi despacho y lo cerraba
siempre con llave. No quería que en mi ausencia entrara nadie a verlo ni a besarlo.
No eran celos, naturalmente.
Pero sí un goce íntimo y una satisfacción de ejercer mí dominio y saborear mi
posesión.
Por eso me negué rotundamente a andar prestándolo.
Las peticiones aumentaban cada día. Algunas personas llegaron a solicitar la presión
de mis amigos o familiares para convencerme.
Yo mantenía firme mi posición.
El asedio frecuente me estaba provocando ya una incómoda tensión con mis amistades
y relaciones.
Pero yo no cedía. Si lo hacía una sola vez, estaba perdido.
Y evitaba preguntarle nada a Cristo.
¿Para qué, si hacía años que no me hablaba? Era inútil.
La decisión era cosa mía.
Yo captaba en el ambiente que mi postura estaba resultando odiosa y yo antipático. Y
dicho entre dientes ya había percibido este comentario:
-¿Qué se habrá creído, que Cristo es suyo?

A CRISTO LE GUSTAN LOS LADRONES

Hasta que un día... Y aquí comienza propiamente el segundo episodio de «Mi Cristo
Roto»; sucedió lo inesperado.
Aunque tratándose de Cristo, todo puede esperarse. Él se mueve y actúa con
distintas categorías.
Yo había estado ausente toda la tarde y regresaba cansado y molesto, después de
haber dicho que no a dos pretensiones insistentes que me pedían a Cristo prestado. Había
sido una' escena desagradable y violenta. Regresaba con un amargo sabor de boca. Y por
primera vez comencé a dudar de la legitimidad de mi postura y a sospechar si no estaría
dejándome llevar por la tozudez de una arbitraria decisión inicial.
¿Sería un nuevo capricho?
Estaba dispuesto a plantearme de nuevo el problema. Incluso a cambiar de opinión, si
el nuevo examen .así lo exigía. Pero mañana. Esa tarde no tenía serenidad.
-Bueno; se lo preguntaré a Cristo de una vez; que Él decida -me dije para acabar de
tranquilizarme.
Y entré en casa. Dos minutos después, en mi despacho.
Y desde la puerta dirigí los ojos al culpable de aquella tensión que tanto me martirizaba: a
Cristo.
Me quedé atónito.
El sitio que ocupaba siempre la Imagen, en la pared frontera, estaba vacío.
No acababa de creerlo. Me parecía una alucinación provocada por el disgusto de esos días.
Me acerqué a la pared. Y era verdad: «Mi Cristo Roto» había desaparecido.
Sobre el damasco rojo del fondo quedaba sólo la huella de su cuerpo -sin cruz y sin el
brazo derecho- recortada en un tono más vivo, que la luz del sol había respetado.
No supe reaccionar.
Ignoro el tiempo que pasé inmóvil, de pie, con los ojos clavados en aquella silueta sobre el
fondo vacío y descolorido de la tela. Corno si sangrara el damasco por aquel rojo más fresco,
que había dejado en él, corno una herida, la "Imagen mutilada de" Cristo.
El golpe me tornó tan desprevenido que quedé sin capacidad de preguntas y respuestas.
Sencillamente, anonadado.
Hasta que al mover la cabeza, advertí la presencia blanca de una carta junto a una
lamparita que ardía siempre junto a Cristo y que seguía encendida al margen de lo sucedido.
El sobre estaba en blanco y sin cerrar. Dentro ' de él había un papel con cuatro líneas
escritas a mano en una letra clara y firme.
«Me llevo a Cristo porque lo necesito. No se lo he pedido porque sé que es inútil, y yo lo
necesito. No se preocupe, lo trataré muy bien, pues lo quiero tanto, al menos, corno usted puede
quererlo. Esté tranquilo, se lo devolveré».
La letra parecía espontánea y normal. El ladrón no se había tornado la molestia de escribir
la nota a máquina, ni de disimular su letra. Para él era una precaución innecesaria. Le importaba
muy poco que pudieran identificarlo.
Lo que le interesaba era llevarse a Cristo.
Esa postura, que a mí me parecía de un cinismo refinado, era lo que más me molestaba.
Me hubiera ofendido menos el ladrón auténtico que trata de ocultarse en el anónimo,
destruyendo todas las huellas y borrando todas· las pistas: Me resultaba: intolerable la burla de
ese ladrón que disponía de lo mío corno si fuera suyo, por la sola razón de que lo necesita, y que
me anuncia con todo descaro su regreso para devolver la Imagen cuando ya no la necesite.
Tuve el teléfono en la mano para advertir a la policía y que se montara una guardia para
sorprender al ladrón a su vuelta.
Desistí. Era desorbitar las cosas. Al supuesto ladrón le tenía sin cuidado que lo detuvieran
precisamente cuando trataba de devolver lo sustraído.
Era una pobre maniobra, poco digna y elegante, que no hubiera hecho honor precisamente a
ninguna policía. Frente a la conducta clara y leal de mi ladrón, al que sólo le faltaba haber
firmado la carta y consignado en ella su dirección.
Yo estaba furioso.
Me habían dado donde más me dolía: en mi amor propio. Y mi heroica postura de
resistencia indomable a prestar la Imagen de Cristo quedaba ridículamente por los suelos.
Cómo se reirían de mí a esas horas cuantos conocieran el hecho.
***
Y ¿«Mi Cristo Roto»? Empecé a pensar en Él.
Sin querer -tengo que ser sincero empecé también a admitir la primera sospecha de
una posible connivencia de Cristo con el ladrón.
Si esto fuera verdad, sería ya el colmo. Cristo,· cómplice con el ladrón.
Y aunque me revolvía indignado, no tenía más remedio que reconocer también mi culpa:
yo había esquivado a todo trance el consultar abiertamente el caso con Cristo,
refugiándome en su supuesto silencio.
Pero, aunque así fuera, yo no podía ni debía, bajo ningún pretexto, llamar a Cristo
cómplice de mi ladrón.
Me arrepentí sinceramente.
Y así se lo dije en voz alta, con los ojos clavados en su sitio, dolorosamente vacío: -
Perdóname, Señor; la culpa es del amor que te tengo. Perdóname y ven pronto. Eso es lo que
me interesa. Tú me conoces y me entiendes.
El que no me entendía era yo mismo.
Chocaban en mi cabeza, contradiciéndose, unas contra otras, todas las explicaciones y
causas que yo trataba de aducir.
Lo interesante era que regresara el ladrón. Y Cristo con él.
Seguramente, mañana, pensaba yo.
Y ¿si fuera esta misma noche? Ojalá.
Pensé dejar abiertas esa noche, sin echar la llave, sólo con el picaporte, las dos
puertas, de la calle y de mi despacho. Darle facilidades al ladrón. Que no tuviera molestia ni
contratiempo. Que regresara sin miedo...
Y, encima, darle las gracias. Y besarle la mano, comenté sarcásticamente.
Mi sueño fue una sarta desbocada de pesadillas. Al despertar sobresaltado de cada
una de ellas, me asomaba de puntillas, sigilosamente, a mi despacho, a ver si Cristo y el
ladrón habían vuelto a casa.
Pero esa noche no regresó el ladrón.
Ni Cristo.
Rendido de sueño y de cansancio, me dormí al fin muy tarde...
***
Desperté también muy tarde.
Me dolía enormemente la cabeza.
El recuerdo del robo fue un lancetazo más.
Salté de la cama y me asomé al despacho. Nada.
El sol iluminaba descaradamente el sitio vacío de «Mi Cristo Roto».
Aquella huella en el damasco rojo parecía una acusación escrita contra mí.
Decidí pasar el día entero fuera de casa para brindarle al ladrón todas las
oportunidades.
Pero no sabía dónde ir.
En todas partes estaba inquieto.
Visité a todos los amigos; cada uno me daba una explicación distinta y una solución
diferente, que a su juicio eran las únicas exactas.
Acabaron por desconcertarme. Y preferí pasear solo.
Después de comer estuve a punto de acercarme a mi despacho. Pero resistí.
-Aguardaré hasta la noche -me dije.
Pero el ladrón no regresó ni ese día ni la siguiente noche.
Mi angustia aumentaba.
Empecé a comprender de lejos, muy de lejos, el desgarramiento interior de María y de
José cuando perdieron al Niño y tardaron tres días en encontrarlo.
Hasta llegué a pensar que la carta del ladrón era una burla y que había perdido
definitivamente a «Mi Cristo Roto»,
La sola posibilidad me trastornaba. Era intolerable.
Pasaron tres días infinitos.
Al término del último, cuando regresé de noche a mi despacho, más descorazonado que
nunca, la sorpresa fue indescriptible.
Lo vi desde la puerta.
¡«Mi Cristo Roto» había vuelto! y estaba ya en su sitio.
***
No pude frenar mis brazos, que se alargaron hambrientos hasta la Imagen. Mis manos se
apoderaron de ella, la descolgaron de la pared y se la entregaron inmediatamente a mis
labios.
Yo besaba y besaba a Cristo en silencio.
Y lo abrazaba estrechamente para sentir y verificar que de verdad había vuelto.
Y que era mío. Mío.
Al fin pude hablar y le dije:
-¡Ay, Señor! ¡Qué alegría! Creí que te había perdido para siempre. Que no te iba a volver
a ver más.
Cristo callaba.
Yo seguía diciéndole, impetuoso y sincero:
-Pero ahora ya eres mío; mío otra vez. Ahora sí que ya no te robarán más. Hoy mismo
cambio de cerradura; ya la tengo comprada. Una cerradura que me han recomendado aprueba
de ladrones. No hay ganzúa posible contra "ella. Hoy mismo aviso al cerrajero para que la
cambie. Solamente esperaba tu regreso para hacerlo.
Cristo habló por fin y dijo secamente:
-No lo hagas. Espero que no lo hagas.
-Señor -me atreví a replicarle-, ya has visto que la cerradura vieja la abre cualquiera...
-Mejor --contestó Cristo.
-¿Cómo? ¿Quieres que te roben otra vez? -opuse yo, y añadí irreflexivamente-o ¿Es que
entonces en ese robo tú mismo fuiste...? -pero no me atreví a continuar.
-Sigue, sigue -me urgió Cristo--. Formula de una vez lo que estás pensando. Sigue, Anda.
Yo callaba. Imposible continuar.
-Ya sé que no lo dirás. Pero lo diré yo. Me acusas de haber sido cómplice, verdad, con la
persona que me robó. Confiésalo.
-Tan sólo se me pasó por la imaginación. Perdóname, Señor -concedí avergonzado.
-Pues no te equivocas. Yo quería ir a esa casa. Y no había otro medio, puesto que tú ni
dabas tu permiso para que yo fuera, ni tú querías llevarme.
-Si yo hubiera sabido, Señor, que querías ir... -me disculpé.
-Y ¿cuándo me lo preguntaste? Si eras tú quien decidía por propia cuenta y riesgo, sin
contar conmigo para nada -replicó Cristo, suave pero gravemente.
-Es verdad, Señor confesé sincero--. Me equivoqué. Perdóname.
-Te perdono --contestó Cristo--. Pero atiende. Quiero enseñarte una cosa. -Es difícil.
Hizo una breve pausa. Luego continuó:
-Mira: tienes peligro de creer que Yo soy tuyo, solamente tuyo, exclusivamente tuyo.
Como me compraste con tu propio dinero, piensas que has adquirido sobre mí un derecho de
propiedad. Que puedes disponer de mí a tu antojo. Y te equivocas. Soy tuyo. Y soy de todos.
Me adquiriste comprándome, pero sólo para darme luego a los demás. Nadie puede quedarse
con Cristo exclusiva. La mejor manera de poseerlo es darlo y darlo, y a cuantos más mejor. Yo
te busqué a ti para que tú, a tu vez, me dieras a todos. Pero tú me colocaste en esa pared de
tu despacho, sobre ese damasco antiguo, y cerraste la puerta, y echaste la llave ... y me
aprisionaste en tu exclusiva posesión. Y yo estaba deseando salir, y que me llevaras a los
hombres. La gente venía a pedírtelo. Insistía. Suplicaba. Pero tú, celoso de mi posesión, dabas
más vueltas a la llave, y me creías así más exclusivamente tuyo, y te obstinabas en tu
negativa... Hasta que vino el ladrón a liberarme. A· sacarme de tu cárcel. ¿Comprendes?
Yo estaba avergonzado. Sin palabras. Sólo sabía repetir:
-Perdóname, Señor.
-Perdonado. Es un amor mal entendido --continuó Cristo--. Cuanto más se me quiere, más
se desea entregarme a los demás.
-Entiendo, Señor --contesté.
Pero no entendía bien, puesto que en el fondo, por la alusión de Cristo al ladrón que
había venido a liberarlo, yo empezaba a estar celoso del mismo ladrón. No supe disimularlo. Le
pregunté:
-Entonces, Señor, ¿te fuiste a gusto con ese ladrón?
-Me fui encantado. Lo estaba esperando -reconoció Cristo.
-¿Te gusta entonces que te roben? -me atreví a preguntarle.
-Muchísimo. Es mi debilidad -reconoció Cristo-. En el amor, ser robado es señal de
ser de verdad amado. El que roba se arriesga y se lo juega todo. Supone un valiente amor.
Ya dije Yo en el Evangelio que me gusta que me arrebaten, robándomelo, con violencia, mi
Reino, de entre mis manos...
Yo seguía un poco celoso. Y me traicionaban las preguntas que le hacía a Cristo.
-Y ¿quién fue, Señor, el que te robó hace tres días?
Cristo no contestaba.
Yo insistía imprudente.
-¿A dónde te llevó? Dice que te necesitaba; ¿para qué? ¿Cuál era su problema?
¿Íntimo? ¿Familiar? ¿Se lo solucionaste? ¿En dónde vive? ¿Cómo se llama? ¿Lo conozco
yo'? ¿Te trataron bien? ¿Hubo mucha gente? ¿Cómo te trajo? ¿A qué hora vinisteis?
-¿Acabaste ya de preguntar? -me cortó Cristo-. Eres celoso. Ya lo veo. Y eso no me
gusta. Supone un pobre amor. Yo fui adonde debía ir. Y tú debías estar contento. Y no
preguntar nada. Porque te debía bastar verme a mí contento -cambió de tono-. Anda,
colócame donde estaba. No se te ocurra cambiar de cerradura. Y no me cierres con llave;
ya ves que es inútil.
Coloqué a Cristo sobre el viejo damasco de la pared, en el sitio suyo de siempre.
Le di un beso con toda mi alma en su pie roto y me atreví a decirle:
-Es difícil quererte, Señor. Pero ayúdame a acertar. Y ayúdame a tener tranquilidad.
Porque desde que sé que te gustan los ladrones ya no podré vivir en paz. Ya sé que
cualquier día volverán a. robarte…
-Adelántate tú -replicó Cristo y ·entrégame voluntaria y gustosamente antes que me
roben. -Lo intentaré, Señor. Pero, ayúdame tú.
***
Desde entonces no ha vuelto a funcionar la cerradura de mi despacho.
Cogí la llave y la tiré a la basura.
La puerta está abierta para todos.
Y desde entonces empiezo a saber y a sentir que «Mi Cristo Roto» es más mío
porque, sin llave, es de todos y para todos.

CRISTO ORGANIZA SU OFICINA

Tiré la llave a la basura.


Devolví la cerradura flamante -a prueba de ladrones que había comprado.
y me entregué, cuerpo y alma, a la organización de las visitas que iba a hacer «Mi Cristo
Roto».
En cuanto la gente cayó en la cuenta -y fue al segundo de que el hielo obstinado de mi
resistencia se había roto, empezaron a multiplicarse las invitaciones personalmente y por
teléfono.
Al principio todo era improvisado. Rudimentario y primitivo: yo tomaba nota de cada uno
de los casos, se lo comunicaba luego a Cristo y Él formulaba la decisión, que podía ser
múltiple: ir de visita, o no ir; aplazar la aceptación y entonces me decía Cristo: «Ya veremos».
O conservar escrita la petición con todos los datos correspondientes, cuando Cristo me
contestaba: «Apúntalo».
Yo andaba atareadísimo ante el cúmulo, siempre en crecimiento, de las demandas.
Enfebrecido de actividad. Desviviéndome por darle gusto a Cristo.
Pero pronto advertí que aquello necesitaba una auténtica organización de empresa
moderna.
Consulté a un técnico y regresé cargado de archivadores, ficheros y clasificadores;
una máquina de escribir y un aparato grabador de cinta magnetofónica.
Oí que Cristo me preguntaba:
-¿Qué andas haciendo de acá para allá tan desasosegado?
-Organizando tu oficina, Señor -le contesté satisfecho.
¿Qué son todas esas cosas que has traído? -insistió.
-Pues el material técnico para tu oficina -repetí muy orgulloso de estar yo al día y de
poner también a Cristo al día.
-¿Para mi oficina? -dijo-. ¿Mi oficina?
Yo no capté entonces la sutilísima ironía con que Cristo dejaba colgada en el aire esa
pregunta: -¿Mi oficina?
A mí me bastaba entonces con la satisfacción de ver todo aquel material técnico, tan
moderno, tan funcional, tan eficiente.
Lo miraba y lo remiraba sin cansarme.
Me daba la impresión de que solamente con tener aquel material modernísimo de
oficina ya estaban resueltos todos los problemas que pudieran presentársenos a Cristo y a
mí.
Es la magia irresistible que emana de la técnica y que nos seduce y nos embriaga.
***
Y volví a entregarme al vértigo de la organización.
Por de pronto, me urgía clasificar perfectamente el diluvio de visitas que nos
solicitaban.
Me acordé de un buen amigo, secretario particular de un Ministro, y le pedí
asesoramiento:
-En confianza y estrictamente personal, ¿cómo clasificas tú las visitas de tu Ministro?
-No es ningún secreto -respondió--; yo suelo distribuirlas en estos apartados, poco más
o menos: visitas oficiales, personales, de protocolo y etiqueta, de conveniencia, amistad,
diversión. Creo que están todas -se detuvo pensativo-. Bueno, no; espera; faltan las más
desagradables e incómodas, pero inevitables; las de la gente que viene a pedir algo:
recomendaciones, pisos, puestos de trabajo, pensiones, becas, camas en una clínica o un
sanatorio, ayuda para la reivindicación de un derecho atropellado brutalmente...
-Ya. Y a este último grupo, tan múltiple y diverso, ¿con qué título lo clasificas? -
pregunté.
Se sonrió, mientras me confiaba, bajando la voz.
-A estas últimas visitas yo las llamo, para mi uso particular, los «atracos».
-¿Los «atracos»? -pregunté extrañado, sonriendo a mi vez.
-Sí, los «atracos». Porque te sientes como sorprendido y atacado por el cuchillo
acuciante de un dolor ajeno; e indefenso, al mismo tiempo, la mayoría de las veces, para
remediarlo.
-Pero ¿acude el Ministro a estas visitas? ¿Se deja «atracar» voluntariamente? -
pregunté con ingenuidad.
-No. Claro que no. Se las evito todo lo posible. Ese es mi papel. Que se reduce, en la
inmensa mayoría de los casos, a buenas palabras: «El señor Ministro me dice que hará todo
lo que esté en su mano para complacerle». «Él señor Ministro lo lamenta muy de veras». «El
señor Ministro... ». Por otra parte, son tantísimos esos «atracos» -volvió a sonreír, como
disculpándose de la expresión que nos veríamos obligados a convertir el Ministerio en una
oficina de caridad... ¿Comprendes? Bastante tiene el Ministro con las otras visitas:
oficiales, personales, de protocolo y etiqueta, de conveniencia, amistad, diversión...
-Sí, claro; comprendo perfectamente -concedí.
***
Con esta orientación por delante, y después de estudiar las características de las
posibles visitas que, según mi previsión, podría hacer Cristo, me decidí a montar cinco
ficheros distintos, de un color diferente en sus fichas cada uno, correspondientes a cinco
principales grupos de visitas oficiales, de protocolo y etiqueta, de conveniencia, de
amistad. Y «atracos». Dudé un poco en aceptar este título, sugerido por mi amigo; poco
después de intentar sustituirlo por otros muchos, siempre volvía a él. Era el más expresivo
y universal: «atracos». Escogí cinco colores para los cinco ficheros: azul, rosa, verde,
anaranjado y gris. El gris, naturalmente, para los «atracos». Un color sufrido, discreto y
aburrido.
-¿Qué dicen esos letreros que estás colocando sobre esas cajas? -me preguntó
Cristo.
-Son los cinco apartados en que he dividido, para organizarlas, tus futuras visitas --
contesté. -¿Cinco? A ver, léemelos.
Y se los fui leyendo; advirtiéndole, al mismo tiempo a Cristo, que cada fichero tenía su
propio color, para una más rápida clasificación:
-Visitas oficiales, de protocolo y etiqueta, de conveniencia, de amistad. y «atracos».
-¿Atracos? -se extrañó Cristo-. ¿Qué quieres decir con esa palabra?
-Bueno; verás, Señor -le expliqué-; no sabía cómo englobar todos esos casos en un solo
nombre, y no encontré otra palabra más expresiva.
-Pero ¿a qué casos te refieres?
-Pues a todas esas visitas que nos solicitan para pedirte algo: un problema, un dolor,
una enfermedad. "Ya sabes, Señor, son tantísimos y diversos estos posibles casos; tan
difíciles de clasificar juntos con una sola palabra...
-Que los llamas «atracos», ¿verdad? -Cristo hizo una pausa. Cambió de tono-. ¿Dónde
aprendiste esa palabra? Porque estoy seguro de que no se te ocurrió a ti, ¿verdad?
-No, Señor. Me la sugirió un amigo mío, que es secretario de un Ministro. Yo le
consulté cómo clasificaba él las visitas de su jefe.
-Y tú me las has clasificado igual, ¿no es eso? y ahora yo soy el Ministro. Y tú eres mi
secretario particular. Y tenemos un fichero para todos esos casos incómodos y molestos, los
«atracos», ¿verdad?
El tono de Cristo me desconcertaba. No sabía si le disgustaba o si se reía de mí. Y le
dije:
-Señor, si no te gusta esa división, la cambio inmediatamente. Y pongo. los apartados
que tú me digas. Y borro lo de «atracos». ¿Cómo quieres que los llame?
-Déjalo todo como está -concluyó Cristo-. Empecemos llamándolos «atracos». Será un
buen aprendizaje para ti. Tú mismo, con la experiencia, encontrarás la más adecuada
clasificación.
La voz de Cristo era de una infinita paciencia y comprensión:
-¿Quieres leerme otra vez los cinco apartados de las visitas que vamos a hacer?
Sí, Señor; con mucho gusto.
Y volví a leer en voz alta, siguiendo el orden de los ficheros, las cinco clasificaciones:
visitas oficiales, de protocolo, de conveniencia, de amistad. Y «atracos».
-y ¿los colores? -preguntó Cristo.
-Azul, rosa, verde, anaranjado y gris.
-El rosa ¿es para los «atracos»?
-No, Señor; el gris. ¿No te parece el más propio?
-Sí, tienes razón -concluyó Cristo lacónicamente.
Yo estaba un poco amoscado.
Pero volví a gozarme en la contemplación de todo aquel material técnico tan perfecto,
con sus formas funcionales, sus aristas niqueladas y sus pulimentadas superficies. Aunque un
poco frío y sin alma, como el instrumental aséptico de una clínica.
Mientras tanto, la voz de Cristo, lejanísima, comentaba con infinita tristeza:
-Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis pensamientos de vuestros
pensamientos, y mis planes de vuestros planes.
Y luego:
-¿Por qué querrán organizarme a mí, Cristo, como a un Ministro o un potentado de la
tierra, en vez de organizarse los potentados según Cristo?
***
Delante de mí los cinco ficheros me miraban expectantes.
La técnica reclamaba con urgencia el cumplimiento de su destino.
En esto sonó el teléfono. Insistentemente.
Me alegré. Porque sería, sin duda, una llamada solicitando una visita de Cristo.
Qué bien. Iba a tener la oportunidad de rellenar la primera ficha.
Corrí al teléfono.
¿Azul, rosa, verde, anaranjado, gris?, pensaba por el camino. Descolgué:
-Dígame...
-Sí. Sí, «Mi Cristo Roto». Dígame.
Colgué. Y me acerqué a los cinco ficheros para estrenarlos.
Rellené la primera ficha. Que fue gris. Un «atraco». Un dolor humano.
El estreno no era muy lúcido.
Menos mal que yo no soy supersticioso. Hubiera preferido el verde, el rosa, el azul...
Todos, menos el gris.
Pero se impuso el dolor. Como siempre.
La segunda ficha que rellené también fue gris. Otro dolor humano. Otro «atraco».
Y la tercera. Y la cuarta. "Así, hasta veinticinco.
-Bueno -me resigné-; nos ha tocado la mala racha. Paciencia. Ya pasará.
***
Pero la mala racha continuaba. No salí del gris.
El fichero de los «atracos» ya iba por la mitad. Estaba coleccionando dolores humanos.
Y el rosa, el verde, el azul y el naranja, sin estrenarse todavía.
Al mal tiempo, buena cara.
Ya escampará.
***
El teléfono.
Por costumbre, acudí a él con la ficha gris ya preparada en la mano izquierda. Un gesto de
autómata. Como un robot.
¿Qué dolor será esta vez? -Dígame...
-Sí. Sí, «Mi Cristo Roto». Diga.
Esta vez me había equivocado. No era un dolor, un «atraco». Solté, dejándola caer con
satisfacción y descanso, la ficha gris que tenía en la izquierda.
¡Gracias a Dios!
Seguí escuchando. Con cara distinta; ya no había lágrimas, ni penas, ni angustias, ni voz
quebrada, como fondo de la conversación.
Todo lo contrario: era una voz bien timbrada, casi jubilosa. Un tono firme, de seguridad y
dominio. No suplicaba. Ofrecía. Pero imponiéndose. Como quien hace un favor.
Desaparecieron los nubarrones grises. Y apareció un espectro luminoso: verde, azul, rosa,
anaranjado.
Pero al colgar el auricular del teléfono no sabía a qué fichero acudir. Ni qué color escoger.
Estaba perplejo.
Porque se trataba de una visita no prevista. Ni oficial, ni etiqueta, ni conveniencia, ni
amistad.
No. Tampoco amistosa. Aunque en un momento lo pensé.
Pero no. A la invitación le faltaba cordialidad y afecto. Fría y exigente.
Acudí a Cristo.
-¿Qué te pasa?
-Que no sé cómo clasificar, Señor, esta visita que me acaban de proponer...
-Pues no será la falta de ficheros -comentó bondadosamente.
-Tienes cinco. ¿Dónde está la duda?
Le repetí a Cristo la llamada telefónica:
-Un matrimonio, de la mejor sociedad, va a reunir en su casa a un grupo escogidísimo de
personas: autoridades, aristócratas, artistas, financieros, intelectuales... y quieren; mejor
dicho, esperan, lo dan por supuesto, que tú asistas.
-Sigue. ¿Qué más? -preguntó Cristo. Nada más, Señor. Eso es todo.
-Ya -comentó Cristo secamente. Y siguió tras una pausa
Ahora comprendo que no sepas clasificar esa invitación. No la habías previsto, ¿verdad?
Te toma de sorpresa. A mí, no. Y no será la última. Ni mucho menos. Lo que me extraña es que
no haya venido antes. Vas a tener que preparar un fichero especial para esta clase de
invitaciones.
-De acuerdo, Señor -respondí yo alegremente al adivinar una nueva perspectiva en mi
actividad. No todo iba a ser «atracos». Y le pregunté-. Pero ¿bajo qué título clasificamos
estas invitaciones?
Cristo tardó un poco en contestar. Al fin dijo gravemente:
-Invitaciones «tontas».
-¿Cómo, Señor? Has dicho ¿tontas?
-Sí, «tontas» -subrayó. No son malos. Ni buenos. Lo tienen todo y no les falta nada.
Consiguen todos sus antojos. Y esta vez se han encaprichado en exhibirme ante sus
amistades. No quiero calificar más duramente su invitación. Escribe en el nuevo fichero:
«Visitas tontas». Va a haber muchas invitaciones de esta clase. Y ya te prevengo de antemano
que no aceptaré ninguna. De todos modos, archívalas. Pero, anda -me urgió-; ¿no oyes que está
sonando el teléfono?
Acudí inmediatamente. Era otro «atraco más». Otra ficha gris.
Un nuevo dolor humano para mi colección.
***
Al cabo de un mes y medio aquella oficina inicial que yo había organizado para "Mi Cristo
Roto» era radicalmente distinta. Se había simplificado y estaba adquiriendo ya su estructura
definitiva.
Volvíamos a lo elemental.
Los ficheros quedaron reducidos a dos.
El de las visitas «tontas», que se fue llenando con más y más fichas de las que yo
hubiera podido sospechar, y para las que escogí, por mi cuenta, una cartulina amarilla, de un
tono sucio y bobalicón. Y el fichero de los «atracos», que, habiendo agotado ya una primera
caja, comenzaba a invadir otra más.
Quedaron eliminados los otros ficheros. Cristo, definitivamente, no hacía visitas
oficiales como nosotros las entendemos; ni menos, de etiqueta y protocolo. Tampoco visitas
de conveniencia suya, puesto que por destino y vocación busca únicamente la conveniencia de
los demás. Ni visitas puramente de amistad y diversión, ya que, como pude comprobarlo, la
amistad iba siempre unida a algún dolor.
Al ritmo que llevaban las visitas «atraco», iban a ocuparme pronto las cinco cajas...
Con este balance de oficina a la vista, me atreví un día a cambiar impresiones con Cristo.
-Señor, veo que te buscan dos clases de personas solamente: la masa infinita de los que
sufren física o moralmente para que remedies sus dolores o pecados, es decir, los que te
necesitan; y ese grupo, mayor de lo que yo creía de los «tontos» -no malos, como Tú dices-,
que te buscan frívolamente, por capricho, por moda, por snobismo..., ¿no es verdad?
-Sí. Poco más o menos, así es -concedió Cristo.
-Y todos los demás, Señor, ¿por qué no te buscan, ni te llaman, ni te visitan?
-Porque no me necesitan todavía. Ni me echan de menos. Pueden permitirse el lujo de
prescindir totalmente de mí. Se sienten satisfechos en su vida; disfrutan con sus amistades y
relaciones: están absorbidos por sus negocios y empresas. Les bastan las cosas que tienen. Y
sienten que se bastan a sí mismos. Pero yo no me enojo. Los comprendo. Los compadezco. Los
amo. Y los espero. Yo sé que un dolor, una pena, una traición, una enfermedad, un desengaño,
pueden romper el mágico mundo en que viven felices sin mí. Y al quebrarse el encanto, al
fallarles el suelo, al verificar que nada ni nadie de los que les rodean es capaz de ayudarles
eficazmente, se acordarán de mí, me necesitarán, me echarán entonces de menos, y vendrán.
Yo lo sé. Y los espero. El camino del dolor es infalible. Unos me amarán espectacularmente,
como muchos de esos que hoy me gritan por teléfono, cuyas llamadas tú recibes y que hace
sólo unos meses podían vivir sin mí porque no me necesitaban. Otros me llaman sin que nadie
los oiga; sin gritarlo a nadie, desde el fondo secreto de su corazón. Pero yo los oigo Y sé que
vuelven a mí. Por eso, aunque no los oigas, no los condenes. No puedes. No tienes derecho.
¡Qué sabes tú! El único que conoce los corazones y puede juzgarlos soy yo. Respétalos, ¿me
oyes?
-Sí, Señor; te oigo. Sigue.
-Pero al que no oyes ahora es al teléfono. Hace un rato que está sonando.
-Pueden esperar. O que llamen otra vez -respondí. Ahora lo que me interesa es oírte a
Ti, Señor. Sigue hablándome.
-No. Te equivocas. Ahora lo interesante ya no es oírme a Mí, sino acudir al teléfono –me
corrigió.
-¿Dejarte a Ti por el teléfono?
-Evidente. Yo puedo hablarte siempre. Y ¿estás seguro de que ese hermano que está
llamando volverá a hacerlo? ¿No se cansará? ¿No será la última oportunidad? No juegues así
con las almas. Del hilo del teléfono cuelga muchas veces la felicidad de un alma. Anda, por
favor -me apremió Cristo-; acude antes que se canse y cuelgue.
-Voy, Señor.
***
No es necesario aclarar que era un dolor más. Otro «atraco». Que ocupó otra cartulina
gris.
Iba por el cuarto fichero mi colección de dolores ajenos.
Hacía ya tiempo que yo advertía síntomas de cansancio. Me aburrían ya tantos y tantos
dolores. Pero yo trataba de engañarme sin querer reconocerlo.
Hasta que llegó un momento en que no pude más.
Hubo una última cartulina gris que tuvo la fatalidad, no sé por qué precisamente ésa, de
hacerme explotar.
Exceso de cansancio. Excitación nerviosa. Debilidad física. No sé. El caso es que yo me
rebelé.
Y aquella cartulina, con un dolor humano no mayor que otros ya coleccionados, hizo que
se quebrara el dique de tantas aguas remansadas.
La inundación me anegó. Pudo más que mi buena voluntad.
Fue como si se abrieran de pronto, violentamente, todos mis ficheros de dolores ajenos;
como si cada ficha, unida a la otra, formaran una riada irresistible, que avanzó sobre mí,
envolviéndome en la torrentera de aquellos dolores y enfermedades de los hombres.
Yo braceaba entre la espuma amarga de la riada, tratando de alcanzar una imposible
orilla. Y me rebelaba contra todo aquello.
¿Qué tenía que ver yo con tantos y tantos dolores de los demás? ¡Que cargue cada uno
con el suyo, como cargo yo con el mío! Que bastante pesa ya la propia cruz. ¿Por qué tenía que
enterarme yo, precisamente yo, de tantas angustias y tantas injusticias? ¿Por qué cargar yo
con la losa de tantas situaciones irremediables? ¿No era sufrir por sufrir, inútilmente, puesto
que yo no podía remediar nada? Mejor era ignorarlo todo, no enterarse, vivir tranquilamente
de espaldas a tanto dolor humano. Yo conocía ya demasiado, sabía demasiado para poder vivir
tranquilo. Tenía los nervios rotos. No aguantaba más.
Y así lo dije en voz alta, casi en un grito rebelde: «¡No puedo más!». Me callé asustado al
oír tan alta y tan estridente mi propia voz. En el silencio que se -hizo me llegó la voz suavísima
de «Mi Cristo Roto».
--Ven acá.
Era como si una mano poderosa me asiera fuertemente, izándome la cabeza, entre el
oleaje de la marejada espumeante.
-Ven acá -repitió Cristo- ¿Qué te pasa?
-Ya lo oíste, Señor; que no puedo más. Que me explota el cerebro con tanto dolor como
conozco, que se me estruja el corazón con tanta pena que no puedo remediar. Que tengo los
nervios rotos con tanta injusticia como me rodea y aprieta...
-Lo comprendo. Lo comprendo. Pero, oye, ¿no quisiste tú organizar mi oficina de visitas y
relaciones? ¿No te entregaste a ello gustosamente?
-Con toda mi alma, Señor; pero...
-Ya. Pero tú creías que mi oficina y mis visitas iban a ser otra cosa. Buscaste a tu amigo,
al secretario del Ministro, para asesorarte. Yo te dejé hacer. Pensaste que mi oficina y mis
visitas iban a ser un poco oficina y visitas de turismo. Que ibas a conocer y a relacionarte, en
esta ocasión, con grandes personalidades de la política, del arte, del dinero, de la popularidad...
Que ibas a enterarte, en esas visitas, de sensacionales secretos o confidencias del mundillo
social, de la política, de la chismografía eclesiástica... Que ibas a poder penetrar conmigo en
ese mundo tentador y fascinante de los secretos que manejan el mundo... Y te has encontrado
con una sola, terrible, aburrida y alucinante realidad: el dolor humano. Sin visitas turísticas.
Sin secretos de Estado. Sin confidencias ni descubrimientos sensacionales. Puro y solo dolor.
Soñaste en relacionarte con grandes personajes. Y estás verificando que al acercarte a mí,
desaparece el político, el artista, el financiero, el intelectual; y sólo queda, libre de su disfraz
de comedia o de tragedia, el hombre, desnudo, con su cruz, su angustia, su dolor... En esos
ficheros tuyos de dolores humanos tienes coleccionados grandes personajes. ¿No lo sabías?
¿Me miras extrañado? Sí; grandes personajes, conocidas figuras, destacadas personalidades.
Pero ha desaparecido la aureola del personaje, aplastada por su dolor, y ni has caído en la
cuenta del personaje, impresionado, también tú, por su pena o su tragedia. ¿Qué gente creías
que me buscaba? La gente alegre y feliz ni se acuerda de mí, ni me necesita, ni quisiera verme
en sus ruidosas y alocadas reuniones porque soy un aguafiestas... Mientras son felices, yo
sobro. Pero me dejan en reserva para cuando venga el dolor...
-iPues no hay derecho, Señor! -protesté yo vehemente.
-Calla. Y no acuses. Porque tú eres igual. Todos sois iguales. Me tenéis en reserva para el
día de vuestras penas; para el momento en que algo os angustie en la vida. Dices que no hay
derecho. Pero estás hablando un lenguaje de justicia y de código. Y yo soy amor. Un amor
infinito que hasta os da esas posibilidades de obrar conmigo contra derecho. Porque os amo
infinitamente. ¿Comprendes?
-Comprendo, Señor.
-No. No comprendes. Aunque te esfuerzas por hacerla. Y eso que has leído el Evangelio y
que allí has podido comprobar cómo la gente que me busca es la que tiene un problema o un
dolor; la que de algún modo me necesita.
-Pero eso es rebajarte, Señor; es humillarte.
-No vuelvas al lenguaje del derecho y la justicia, porque entonces estás perdido; te
acusas y condenas a ti mismo. Y no comprendes nada. Mírame roto y destrozado, vuelve al
lenguaje del amor, y entonces empezarás a comprender. Mi gozo es que me necesiten. Mi
destino es solucionar sus dolores.
-Y ¿no te angustia, Señor, esa continua e inevitable relación con los dolores humanos?
Porque, ya te lo dije, yo no puedo más.
-Tú no puedes más. Y eso que sólo pesan sobre ti los dolores que se aprietan en cinco
ficheros, en este breve momento histórico de la humanidad. ¿Y yo, que cargo no con cinco
ficheros, sino con todos los dolores, de todos los hombres, de todas las razas, en todos los
momentos de la historia? Percibidos todos y apretados todos en un solo momento eterno que
pesa sobre mí. Desde el primer dolor de Adán y las primeras lágrimas de Eva... hasta el último
sollozo del último habitante que llore sobre la tierra.
-Y ¿cómo puedes con ello, Señor?
-Porque amo. Pero ya ves las consecuencias: mírame. Crucificado en el Calvario. Y ahora...
, sin cara, mutilado, sin un brazo y con media pierna Tú me llamas «Mi Cristo Roto». De
acuerdo. Roto por todos los dolores, penas, angustias de todos los hombres. y si te acercas un
poco a mí, si eres de verdad cristiano, te irán rompiendo, aunque tú no quieras, los dolores y
las penas de tus hermanos los hombres. Si estás muy entero, sin que nadie te duela, ni eres
cristiano, ni eres mío. Yo atraigo, como un imán, ya lo has visto, todos los dolores de los
hombres. Los que son míos participan de esta cualidad. En cuanto empieces a parecerte a
Cristo, empezarán a buscarte, a rodearte, a asediarte, a romperte, los dolores de los
hombres. Y llegarás a ser un pequeño cristo roto, tú mismo, para tus hermanos. y por ellos.
-Eso es muy duro, Señor.
-Sí. De acuerdo: mírame a mí. ¿Qué creías? Pero produce una recóndita e infinita alegría.
Es el amor auténtico.
-A veces no puedo más. Me rebelo. Protesto contra el teléfono. Y a veces, te lo confieso,
he dejado de atenderlo. Perdóname. El teléfono era antes para mí un desahogo, una
intercomunicación de amistad, de alegría, de curiosidad. El teléfono es ahora para mí un cable
que me ata y me vincula, llamada tras llamada, con nuevos dolores que antes ignoraba.
-Y a mí me llegan, sin teléfono, no necesito descolgarlo, todos los dolores de todos los
hombres. Aunque no me los griten. Porque mi corazón está conectado, en hilo directo, con
todos los corazones de mis hermanos, los hombres.
-¡Por eso estás tan roto, Cristo mío!
-Prométeme atender siempre el teléfono. Prométeme no colgar. Prométeme oír siempre
y enterarte hasta el final. Prométeme no aislarte nunca, ni cortar nunca, la conexión con el
dolor de tus hermanos.
En ese momento sonó el teléfono.
-Anda. Ahí está. Empieza a cumplido.
-Pero ayúdame -dije, y le besé su pie izquierdo.
'* * *
Desde entonces el teléfono es como una gubia, que va tallando en mí, llamada tras
llamada, un pequeño cristo roto...
EL EQUIPAJE DE CRISTO

Uno de los problemas prácticos que me plantearon desde el comienzo las visitas de Cristo
fue su traslado: cómo llevarlo. No me refiero al medio de transporte, pues siempre tuvimos un
coche o un taxi que venía a recogerlo, sino a algo en contacto más directo con Cristo: al modo
de preparar la Imagen para trasladarla. Al embalaje de la talla, que la librara de posibles
rozaduras o golpes, y que evitara discretamente el exhibicionismo de un Cristo tan destrozado.
La solución, siempre con prisa y de sorpresa, fue siempre improvisada y elemental: un
papel de envolver, o una gran caja de cartón.
Ambas soluciones resultaban ineficaces: el papel acababa siempre por romperse, y la caja
no se adaptaba nunca al tamaño de Cristo.
Se imponía arbitrar una solución definitiva. Práctica, por un lado, y digna, por otro, de una
Imagen de Cristo. De tal Imagen, en concreto, que reclamaba, en sus miembros rotos, un
cuidado ungido de respeto y cariño.
Eran muchas las personas que se habían atrevido a insinuármelo con su punta de censura
que yo agradecía:
-Padre, ¿pero no tiene usted un papel mejor o una caja más decente para trasladar a
Cristo?
Otras muchas habían llegado a hacerme propuestas y ofrecimientos, pero de ahí no
pasaban; todo solía quedar en planes y palabras.
Fue una señora, en concreto, viuda y sin hijos, la que estudió el problema por su cuenta
con todo cariño y vino a ofrecerme la solución: era perfecta.
A mí solamente me quedaba aceptar agradecido.
Y así lo hice, después de concretar con ella todos los detalles.
Quedé contentísimo: me habían solucionado el problema de la manera más eficiente y con
amplia generosidad.
Indudablemente que esa señora quería de veras a Cristo. No escatimaba medios. Refinada
hasta los más mínimos detalles, que es donde se prueba el amor.
Primero me iba a mandar a su carpintero ebanista, para que tomara las medidas de la
Imagen. Con estas medidas, el ebanista construiría un estuche de madera en forma de maleta,
para hacer más cómodo su traslado. Luego, su tapicero forraría por fuera el estuche con una
magnífica piel negra que la señora ya había comprado. La parte interior iría acolchada en sus
dos caras, ofreciendo el doble molde de la Imagen de Cristo: pecho y espalda, y tapizada con
un viejo terciopelo granate que la señora había conseguido ya en su anticuario. Al cerrarse el
estuche, «Mi
Cristo Roto» descansaría, sin roces ni desplazamientos, en el doble colchón de terciopelo
que arropaba, cariñosamente, sus miembros mutilados. El asa y las canteras serían de plata,
diseñadas y labradas por el joyero de la señora. Pero el detalle más delicado y rico iría,
naturalmente, en el interior, junto a Cristo. Confieso mi pasmo cuando me lo describió la
señora:
-Y luego, Padre, voy a deshacer un aderezo de brillantes que tengo. Dios no me dio hijos ni
nueras, ya lo sabe usted. ¿Qué mejor destino para mis joyas? Voy a deshacer mi aderezo y en
cada uno de los cruces que forman en el terciopelo almohadillado las puntadas de los rombos,
pondremos un clavo de oro con un brillante. ¿Que le parece?
Me quedé sin comentario: deslumbrado. y agradecidísimo. Así se lo expresé.
-No tiene nada que agradecerme, Padre. Todo es para Cristo. La agradecida soy yo.
Indudablemente que esta mujer quiere de veras a Cristo, volví a comentar cuando se
despidió y quedé solo.
***
Estaba deseando contárselo a Cristo.
No todo iba a ser abrumado de dolores y penas. Pero lo pensé mejor y decidí callarme
para darle al final una sorpresa.
¡Qué consuelo iba a tener!
Y con mi secreto, a duras penas sofocado, seguía rellenando fichas grises de «atracos».
CCJ leccionando dolores humanos.
No es que hubiera hecho ya las paces con mi teléfono, no; pero iba capeando el temporal.
Nuestras relaciones con el dolor, aunque sea ajeno, nunca llegan a normalizarse.
Siempre que pasaba delante de Cristo pensaba al mirarlo: si tú supieras la sorpresa que
te estamos preparando...
Y apretaba los labios para que no se me escapara el secreto.
***
La sorpresa me la dio a mí una llamada de teléfono. Era la señora que regalaba el
estuche:
-Padre, en este momento sale para su casa de usted mi carpintero, que va a tomar las
medidas a la Imagen de «Mi Cristo Roto».
Me quedé sin palabra. No contaba con ello. Y Cristo no sabía nada...
Traté de retrasar la venida del carpintero, aplazándola para el día siguiente; entre tanto
yo podía preparar a Cristo.
-Imposible, Padre -me contestó la señora-; ya está en camino. No sabe usted lo que me
ha costado arrancarle de su taller. He tenido que enviarle mi chófer con mi coche para
forzarlo. Nos urge terminar cuanto antes el estuche para la Imagen.
Colgué el teléfono y traté de serenarme.
Tenía que aprovechar los minutos que me quedaban para enterar a Cristo de lo que
sucedía y decirle que un carpintero-ebanista iba a llegar de un momento a otro para tomarle
medidas.
No había tiempo que perder. El carpintero estaría al llegar.
Me acerqué a Cristo tratando de disimular mi embarazo.
No sabía cómo empezar.
Había caído en mi propia trampa. No tenía margen de tiempo para gastarlo en preludios.
Tuve que desembocar en pleno asunto. Pero como estaba nervioso me faltó tacto:
-Señor... -comencé. Y me detuve indeciso
-¿Qué te pasa esta vez? -se adelantó Cristo bondadoso.
-Una buena noticia, Señor. Que va a llegar, de un momento a otro, el carpintero que viene
a tomarte medidas...
-¿A tomarme medidas? ¿Es que vas a encargarme una cruz? Vaya, algo vamos ganando -
comentó con suave ironía. Porque para mi primera cruz, la del Calvario, no me tomaron medidas
previas; fue una cruz común. Esta va a ser una cruz a la medida. Te repito que vamos ganando.
-No, Señor. No se trata de una cruz. Perdóname: yo debí informarte antes. Pero no lo
hice porque quería darte una sorpresa.
-Y algo te ha fallado, ¿no es eso? Bien. ¿Para qué son las medidas que viene a tomarme el
carpintero?
-Propiamente, Señor, no es un vulgar carpintero. Es todo un ebanista, que viene a tomarte
medidas para construir luego un estuche apropiado en que podamos trasladarte digna y
cómodamente.
-Explícame cómo va a ser ese estuche.
El tono bondadoso de Cristo me dio ánimos, y yo me lancé, cada vez más entusiasmado, a
una descripción pormenorizada, sin omitir ningún detalle, del suntuoso estuche que habíamos
planeado.
Cristo escuchaba en silencio.
Le hablé del generoso ofrecimiento de la rica señora viuda. De la piel negra para el
exterior. De las canteras y el asa de plata cincelada. Del terciopelo antiguo, tapizando en
rombos almohadillados todo el interior. Y dejé para el fin el detalle sensacional: los clavos de
oro, con un brillante engarzado en cada uno, en todos los puntos donde se unían los rombos.
-¿Verdad que es magnífico, Señor? ¿A que te gusta la sorpresa? -le pregunté
ingenuamente.
Cristo tardó en contestar.
Abrió una larga 'pausa en nuestro diálogo. Al fin me dijo con voz grave y lenta:
-No es una sola la respuesta. Son muchas las cosas que necesitan contestación. Pero ahora
lo más urgente, y lo siento por la señora y por el carpintero, es evitar que me tomen esas
medidas. Tú verás cómo te las arreglas, ya que la culpa es tuya, por no haberme consultado
previamente todo este asunto.
Yo estaba anonadado.
-Señor, pero es que el carpintero va a llegar de un momento a otro, y viene en el mismo
coche de la señora, enviado por ella para forzarle a venir, me atreví a replicar.
-Es igual -me contestó Cristo implacable. Tuya es la culpa.
Y continuó Cristo como hablando consigo mismo:
-Venir un ebanista en un coche elegante, con un chófer uniformado a tomarme
expresamente a mí medidas para un estuche. A mí, que ni siquiera tuve un sepulcro a la medida,
ni mío propio. A mí, a quien enterraron en el que me dejó prestado, a toda prisa, un amigo que
asistió a mi muerte. Si no, hubiera ido a la fosa común -Cristo hizo una pausa-. Estuche a la
medida. Ropa a la medida. Con sastre que viene en coche a la propia casa para tomar medidas...
Mientras la gente, mi gente, mis hermanos, los domingos en el Rastro se prueban en la calle,
delante de todos, en los puestos de ropa amontonada, las chaquetas usadas, y se van tan
contentos y felices si les quedan bien... Oye -y se dirigió a mí su voz exigente-, oye, ¿has visto
esas escenas en el Rastro? ¿No te has estremecido viendo la humildad de esos hermanos tuyos
que se prueban la ropa usada en plena calle? ¿No se te ha metido por la nariz, hasta el alma,
ese olor indefinible y repugnante de ropa vieja, con sudor ajeno enfriado y metido en la trama
de la tela? Y ¿te atreves a consentir que venga un carpintero-ebanista en coche elegante, con
chófer uniformado, para que le tome a Cristo en su propia casa medidas para un estuche?
La voz de Cristo tenía lejanías de tormenta. Yo estaba avergonzado y confuso. No sabía ni
qué contestar.
Y agradecí con toda el alma el timbre de la puerta, que sonó en ese momento.
Era mi liberación.
-Anda, vete a abrir -me dijo Cristo-, y si es el carpintero-ebanista, ya sabes lo que tienes
que hacer.
Caminé como un autómata hasta la puerta de la calle y la abrí.
Ante mí aparecieron dos hombres: el carpintero-ebanista y el chófer uniformado de la
señora, que, con la gorra quitada, me saludó sonriente.
Yo no sé ni qué les dije ni cómo me disculpé. Pero debí hacerla muy mal. Porque oí
comentar al carpintero:
-Vaya, y para eso le sacan a uno de su taller y le hacen perder el tiempo... Las cosas se
piensan antes.
Y me volvió la espalda, dirigiéndose al coche. Delante de mí, inmóvil, esperaba
discretamente el chófer. Nos miramos. Yo estaba desconcertado. Fue él quien habló sonriente:
-¿Manda algo más el Padre?
-Nada. No. Muchas gracias -le respondí-. Dígale usted, por favor, a la señora que yo la
llamaré por teléfono.
Arrancó el coche y cerré la puerta de la calle. Apoyé en ella mi frente cansada.
Momentáneo reposo; recordé que Cristo me esperaba. Teníamos un asunto pendiente. Y
me dirigí hacia Él. Caminaba lento, lo confieso; como un reo hacia el tribunal...
-¿Ya despediste al carpintero y al chófer! -me preguntó Cristo-. Lo siento por el
carpintero... Yo me encargaré de compensárselo. No sé qué disculpas habrás dado.
-Tampoco yo lo sé, Señor. Te lo confieso. No sé ni lo que digo, ni lo que hago. Estoy
desconcertado.
-¿Desconcertado por tu amor propio herido, al quedar mal delante de ellos? O
¿desconcertado por haber quedado tan mal delante de mí?
-Por todo, Señor -confesé.
-Pero oye, ¿cómo se te ocurrió aceptar para mí ese estuche lujosísimo que me has
descrito con todo detalle? ¿Es que no me conoces todavía?
-La culpa es del amor, Señor. Tú sabes que te quiero. Todo me parecía poco tratándose de
Ti.
-De mí. Y de mis hermanos, y tus hermanos, los hombres que vamos a visitar. No debes ni
puedes pensar sólo en mí, separándonos. Tienes que pensar al mismo tiempo en mí y en ellos;
juntos siempre, unidos siempre. Ese estuche de lujo, ¿para llevarme a casa de los pobres? Ese
estuche con terciopelo acolchado y almohadillado, ¿para presentarme a enfermos que no tienen
ni siquiera colchón en su cama? Ese estuche con brillantes, ¿en casas miserables donde no
disponen de dinero para pagar el alquiler y la luz, el médico y las medicinas? ¿En dónde
colocarían ese estuche cuando llegáramos a un cuarto sórdido donde no hay ni una silla en que
sentarse? Yo, ya lo sé: Yo iré a los brazos del enfermo: ése es mi sitio. Y ¿el estuche
elegante? ¿No se sentirían humillados y avergonzados con ese lujo? La acción redentora de
mi cuerpo roto, de mis miembros mutilados y de mis pies y manos agujereados, ¿no quedaría
anulada por el escándalo de los clavos de oro con brillantes en el terciopelo de mi estuche?
Las palabras de Cristo, pregunta tras pregunta, me atravesaban el alma, Y eran al mismo
tiempo como relámpagos que en mi noche cerrada de viejo egoísmo iluminaban escenas
palpitantes y desgarradas, que yo olvidaba o ignoraba en mi ceguera.
-¿No me respondes nada? -urgió Cristo-. ¿Te callas ante las preguntas que te acabo de
hacer?
-No tengo respuesta, Señor. Y tú lo sabes porque me conoces. Ante tus palabras, yo
quedo sin palabra.
-Pero quédate con mis palabras. Y cúmplelas.
-Ayúdame tú, Señor.
Y se hizo entre los dos un silencio largo.
Yo fui levantando la cabeza, que había mantenido baja como un reo convicto y
avergonzado. Volví a mirar a Cristo serenamente. Y sentí que lo quería más que antes.
De un modo nuevo.
Pensé que era el momento de dejar solucionado el problema práctico de su traslado.
Y lo abordé directamente:
-Señor, ¿por qué no me dices tú, de una vez, cómo quieres que te llevemos de casa en
casa? La gente me critica ese papel grande en que a veces te envuelvo. La caja de cartón
tampoco les gusta. Decídelo tú. ¿Qué hago?
-Hacéis problemas de las cosas que no tienen importancia, y olvidáis mientras tanto los
verdaderos problemas. Problemas de un papel o una caja de cartón...
Hizo una pausa, como si le costara resignarse a nuestras ignorancias.
-Está bien -continuó-, llévame en una maleta. Pero cuidado. No es necesario que compres
una nueva. Y menos, de cuero. Tú tenías una maleta pequeña, que usabas antes para tus viajes
cortos, de pocos días. Esa está muy bien. Y creo que da el tamaño. ¿Por dónde anda? Hace
tiempo que no la veo. ¿Dónde la tienes?
-Retirada ya, Señor; y llena de polvo, en el cuarto de los trastos. Ya no vale para nada -
me atreví a contestar.
-Puede valer para trasladarme a mí -replicó Cristo-. Anda, vete a buscarla.
Yo sabía perfectamente dónde estaba. Y a los cinco minutos regresé con ella, después
de haberle sacudido el polvo a toda prisa con un trapo viejo.
-La maleta que tú dices, Señor, yo creo que es ésta. Pero ya se retiró hace tiempo por
inservible. Mírala.
Se la mostré en alto.
Era una maleta pequeña, de cartón, forrada con tela a cuadros. De pronto sentí que le
tenía cariño. Habíamos rodado juntos miles de kilómetros. Una vez me la extraviaron entre el
equipaje de un autobús, y en otra ocasión yo la dejé olvidada en un tren. Estaba muy vieja. La
miré con ternura. La llave de la única cerradura ya no funcionaba; y el asa, que se había
soltado de un lado, estaba sujeta con un alambre. Yo la había usado para viajes cortos. Cabía
una muda, un pijama, un par de zapatos, dos libros y las cosas de aseo personal. Por dentro
estaba forrada de papel, descolorido y sucio. De tamaño, efectivamente, según se podía
calcular a primera vista, no iba mal para la Imagen de «Mi Cristo Roto». Pero el tamaño
apropiado no justificaba su estado desastroso y lamentable. Traté de hacérselo ver, con toda
suavidad, a Cristo.
-Es ésta, Señor; pero fíjate cómo está; con lo que ella ha rodado por ahí, en trenes y
autobuses...
-Más he rodado Yo, en veinte siglos, de alma en alma, de pecador en pecador, ¿no te
parece?
-Y mira: en las esquinas le faltan dos canteras, y está rota.
-Más roto estoy Yo. Así no tendrá que avergonzarse. A roturas yo la gano, ¿no crees?
No me daba por vencido.
-Señor, y ¿vas a ir Tú donde estuvieron mis zapatos usados, mi ropa sucia, mi bocadillo
con grasa, mi cepillo, mi jabón y mi máquina de afeitar? Tú, Señor, ¿revuelto y mezclado, como
una cosa más, entre todos esos objetos personales, vulgares y malolientes?
-Ese es vuestro engaño: que a mí no puede mancharme ninguna de esas cosas, y quiero
estar mezclado entre ellas, porque así estoy, y me siento, más entre vosotros. A ver si de ese
modo también vosotros me sentís más vuestro, más cercano. Si siendo Dios me hice hombre -
que es lo más humillante para ser igual que vosotros, ¿por qué siendo yo hombre, crucificado y
roto, no me dejáis vivir como vosotros, entre vuestras cosas? Me aisláis, me colocáis aparte,
creáis para mí ámbitos y recintos especiales, sagrados y exclusivos -comprendo vuestra
intención de respeto-; pero tenéis con todo eso peligro de alejarme, de sentirme un extraño,
de colocarme en una altura inaccesible y lejana. Y yo quiero mezclarme entre vosotros, porque
yo soy uno de vosotros. Y por eso quiero que me lleves en tu maleta, a ver si me sentís más
vuestro, más íntimo. No tengas miedo que me manchen las huellas sucias de tu maleta. ¿No me
llevas en una medalla colgado de tu cuello, sobre tu misma carne? Y ¿no es tu carne muchas
veces más sucia que tu misma maleta usada? ¿No me llevas metido por el cariño en tu corazón
y en tus pensamientos? Y ¿no están muchas veces tu corazón y tus pensamientos mucho más
sucios, incomparablemente más sucios que tu maleta? Si no me mancho en contacto directo
contigo, menos me mancharé en tu maleta, que está más limpia que tú. Déjame ir en ella; te
lo pido...
La humildad y el amor de Cristo me aniquilaban.
Yo callé. Mi silencio quería ser la aceptación y la entrega absoluta.
Cristo continuó:
-Quiero que esa maleta tuya sea mi equipaje. Ir en ella de casa en casa. Quiero que esa
maleta, vieja y rota, sea un signo que me preceda y me revele a los hombres. A los pobres. A
los que sufren. A los que se sienten en la vida como pobres maletas rotas, maltratadas y
arrastradas por los demás, cansados de rodar de mano en mano, de oficio en oficio, de abuso
en abuso de los poderosos... Y al fin, arrinconados y arrumbados por los hombres, como
maletas usadas que ya dieron de sí cuanto podían y que ya no valen para nada. Como tu
maleta. Por eso me gusta y me atrae. Y consolaré a los que vean que es ella mi único
equipaje. No el lujo exhibicionista de vuestras flamantes maletas de piel... -hizo una pausa;
su voz se tornó más entrañable-. ¿No has visto en .los andenes de las estaciones, o en las
aduanas de los puertos, el mísero equipaje de los emigrantes? Maletas viejas, sin cerradura,
sujetas con cuerdas; envases y cajas de cartón; sacos de tela atados con bramante... ¿No has
visto al obrero, corriendo, casi al alba con niebla, lluvia, frío para alcanzar el primer
subterráneo o el primer ómnibus, cómo lleva, en una servilleta, atada por las cuatro puntas,
la fiambrera de su comida? ¿Me comprendes ahora? ¡Pues préstame entonces tu maleta!
Podré viajar con ella entre mis hermanos emigrantes, sin avergonzarlos, y ponerme en el
subte o en el ómnibus junto a la servilleta anudada que envuelve, casera y humilde, la
fiambrera de mi hermano el obrero. Yo también fui obrero. Y fui emigrante a Egipto, sin
equipaje. ¡Préstame tu maleta!
-Es tuya, Señor; como todo lo mío. Ya lo sabes. Dispones de ella. En cambio, yo te pido
un favor: que me concedas ser tu maletero.
-Concedido. ¿Con todas sus consecuencias?
-Con todas. Señor. No importa las que sean -protesté apasionadamente.
-El tiempo nos lo irá diciendo -concluyó Cristo.
***
Ya me alejaba con la vieja maleta, dispuesto a limpiarla lo mejor posible -sólo a
limpiarla-, Cuando sentí la voz de Cristo a mi espalda:
-Oye, que no está todo solucionado, ni mucho menos. Olvidas algo muy importante. Y
ahora soy yo el que repito tu frase: «No hay derecho».
-¿A qué te refieres, Señor? -le pregunté acercándome.
-No es cuestión de cosas, sino de personas, de almas. Te olvidas de la señora que tan
generosamente quiso regalarme el estuche para mis traslados. No la puedes dejar así. «No
hay derecho». ¿Qué piensas hacer?
-Pensaba telefonearla después de haber encontrado una disculpa aceptable.
-¿Una disculpa? ¿Solamente?
-Bueno, y por supuesto, mi agradecimiento -repliqué.
-Todo eso es poco. Muy poco. Esa mujer merece mucho más que una disculpa
diplomática. Merece saber la verdad. Tú mismo reconocías que me quiere de veras; que
demostró su amor en los más refinados detalles, sin detenerse ante el precio.
-Te quiere de verdad, señor -concedí.
-Pues merece la verdad. No una disculpa. ¿Por qué no aprovechas la fuerza de ese
amor, mal entendido, y la encauzas hacia el auténtico amor?
-Eso es casi imposible, Señor -repuse desalentado-. Esa señora estaba empeñadísima
en su estuche de piel, terciopelo y brillantes. Ya sabes cómo defienden las mujeres un
capricho...
-Y tú se lo aprobaste, y se lo aplaudiste, y colaboraste con ella, porque también a ti te
halagaba ese fausto exterior de lujo y riqueza -me atajó Cristo--; en vez de haber tratado
de convencerla, suave pero eficazmente, de que no era evangélica esa manifestación de
amor. ¿No te convencí yo luego a ti? Pues ése es vuestro oficio, sobre todo como
sacerdotes. No te disculpes con el capricho de ella. No hiciste nada por educar su amor.
Aceptaste su capricho porque era más cómodo: la halagabas. Tu oficio de sacerdote no
debe buscar el halago ni la fácil comodidad, sino la difícil e incómoda verdad. Educa su
amor.
-Es imposible, Señor; créemelo. Y más en una mujer. Y rica. Y encima, viuda...
-No. No es imposible. Eres cobarde, que es distinto. Prueba y verás. ¿No dices que su
ilusión era trasladar en un estuche con brillantes a «Mi Cristo Roto»? Pues dile de mi parte
que por qué no emplea todo ese dinero, el importe de ese aderezo de brillantes, en
comprar la mejor ambulancia médica, en equiparla con los últimos adelantos técnicos y
regalarla a los pobres Si quiere y le gusta, pues ésta era su primera idea, puede poner en el
exterior de su ambulancia un letrero que diga: «Mi Cristo Roto». Y yo le aseguro que el
letrero será verdad, divina y evangélica verdad. Yo le aseguro que su ambulancia
transportará auténticos cristos rotos en la más viva y palpitante realidad. Ella quería
trasladar mi Imagen de madera. En la ambulancia me trasladará en carne sufriente. Y
cuando toque la sirena pidiendo paso en medio del tránsito, cuando se paren los coches
para dejada pasar, y la gente vuelva la cabeza desde las aceras, todos, al leer el letrero,
comentarán extrañados:
-Oye, mira: ahí llevan a Cristo. Y no se equivocarán. En la ambulancia iré yo, Cristo:
enfermo, agonizante, roto, en la carne de un hermano mío.
***
La señora aceptó, naturalmente.
En mis palabras pesaba -yo lo veía de manera misteriosa e irresistible el mensaje de
Cristo.
Pero yo no le comuniqué el éxito de mi embajada evangélica a Cristo. Quise sacarme la
espina del fracaso anterior y darle ahora una sorpresa de verdad.
Y así fue.
A los quince días el grito de una sirena alborotó nuestra calle, deteniéndose delante de
nuestra puerta.
Yo corrí hacia Cristo.
-¿No la oyes, Señor? ¡Es tu sirena! ¡Es tu ambulancia! ¿No la oyes? Te trasladan a ti,
roto en un enfermo. Si vieras, Señor, qué bonita es, qué confortable, qué blanca, qué ligera...
Mientras se perdía, alejándose, el alarido jubiloso de la sirena, yo vi cómo sobre la cara
sin cara de «Mi Cristo Roto» temblaba la luz de una sonrisa.

MANIOBRA DE CRISTO EN UN ROLLS ROVCE

Un día, después de comer, me dijo Cristo:


-A ver si me localizas en el fichero de invitaciones «tontas» aquella que te indiqué
pusieras aparte, en reserva. ¿Recuerdas?
-Sí, Señor; con todos los detalles. Se me quedó grabada precisamente por haberme
indicado que la guardara aparte.
-Pues tráela. La vamos a necesitar. La localicé al instante.
Se trataba de un matrimonio, de mediana edad, piadoso, muy rico y muy bien
relacionado, que quería reunir en su casa otros veinticuatro matrimonios de su misma
posición y estilo, para rendirle un homenaje a «Mi Cristo Roto». Habían insistido varias
veces. Cristo se había negado siempre. Ante su admirable insistencia, lo único que
consiguieron -y no era poco-fue que Cristo me dijera: «Pon aparte esa invitación».
-Creo que es ésta la ficha, Señor -y le leí la cartulina.
-Efectivamente. Telefonea en seguida y comunícales mi aceptación. Que venga
mañana el matrimonio a recogerme en su coche a las cinco de la tarde. Pregunta si
tendrán tiempo de avisar a los otros veinticuatro matrimonios.
-De acuerdo, Señor.
-Telefonea ahora mismo -urgió Cristo.
***
Yo no salía de mi asombro.
Era la primera vez que Cristo aceptaba una invitación «tonta». Y con qué urgencia e
interés.
Acudieron los dos, él y ella, al teléfono. Claro que ella llevaba la voz cantante.
No acababan de creerlo. Ya habían perdido las esperanzas.
Por eso la sorpresa y la alegría los desbordaba. Claro que tenían tiempo aún de localizar
a los otros veinticuatro matrimonios, que estaban, como ellos, pendientes siempre, aunque un
poco desalentados ya, de mi llamada telefónica. Vendrán, añadió la señora, los solistas de la
Orquesta de Cámara y el Cuarteto Vocal Clásico. ¿Le parece bien, Padre? Qué inmensa
alegría les había dado. No podía imaginárselo. «Entonces, ya lo sabe, Padre; mañana, a las
cinco en punto de Ia tarde, estaremos mi marido y yo, con el coche, a la puerta de su casa
para recogerlos. A Cristo y a usted».
***
-Pues ya lo sabes -me repitió Cristo por todo comentario al comunicarle yo mi
conversación telefónica-, que esté todo preparado para mañana a las cinco de la tarde.
Y se cerró en su mutismo.
A mí también me tocaba callar. Era inútil preguntarle nada. Lo sabía por experiencia.
Las preguntas me las hacía yo mismo; pero todas quedaban sin respuesta. Una sola cosa
parecía clara: algo especial e insólito que Cristo buscaba al aceptar aquella «tonta»
invitación, con orquesta y coro, tan contraria a su estilo y costumbre.
-En fin, mañana lo veremos --concluí resignado.
Deseaba con todo mi corazón que llegaran las cinco de la tarde del día siguiente.
***
Desde por la mañana estaba todo preparado.
Aunque, a decir verdad, los preparativos casi no existían. Tener a punto la vieja maleta,
que ya lo estaba siempre, esperando a Cristo.
Me imaginé las reacciones de los veinticinco matrimonios cuando me vieran llegar con
aquel equipaje. Las protestas. Las sugerencias. Los ofrecimientos. Las críticas. Y yo, solo,
teniendo que defenderme a mí mismo y a la pobre maleta, mientras Cristo, como siempre,
permanecía callado.
Ya me iba acostumbrando.
A las cinco menos diez descolgué la Imagen de la pared y la empecé a acomodar, como
siempre, en la maleta.
-Ya va a ser la hora, Señor.
Cuando iba a cerrar la maleta Cristo me dijo:
-Un momento. Ten presente dos cosas. Primera: que te dejes dócilmente guiar por mí,
sin tomar ninguna iniciativa propia, ni extrañarte de nada cuanto pueda suceder. Y segunda:
que esta noche me quedo en la casa que vamos a visitar. Regresarás tú solo. Yo quiero
pernoctar allí. Ya lo sabes. Nada más. Adelante. Cierra ·la maleta.
-Sí, Señor -contesté cada vez más intrigado. Y hasta un poco temeroso.
No había acabado de asegurar los dos cierres oxidados y un poco falsos de la maleta
cuando sonó el timbre de la calle.
Eran las cinco menos cinco.
El matrimonio, con su coche, aguardaba puntualísimo a la puerta.
***
Yo ocupé, como siempre lo hacíamos, el asiento delantero al lado del chófer.
Y coloqué, como siempre, sobre mis rodillas, la vergonzante maleta. Cristo iba dentro.
Así se lo expliqué al matrimonio, cuando el chófer, muy en su puesto, quiso ocuparse de
mi maleta y guardada en el baúl del coche.
-No, aquí va «Mi Cristo Roto». Gracias les dije-. Yo lo llevaré.
-¡Ah, perdón, perdón! -dijeron los tres. Pero yo advertí la dificilísima e inclasificable
reacción de los tres al ver la maleta rota. Desconcierto. Casi indignación.
Allí iba Cristo.
Si el coche hubiera podido reaccionar, también se hubiera extrañado, e incluso
protestado. Porque se trataba de un suntuoso «Rolls Royce» que no estaba acostumbrado a
llevar ni tolerar tan miserable equipaje.
Tampoco estaba Cristo acostumbrado a tales coches.
Era la primera vez que Cristo subía a un «Rolls».
***
Caminábamos en silencio.
Un silencio embarazoso de extrañeza y respeto. El conductor, a mi lado, entregado a su
oficio, manejaba con su habitual dominio a través del tráfico incómodo.
Pero al poco tiempo yo empecé a extrañarme de la dirección que llevábamos,
completamente opuesta a la zona residencial en que vivía el matrimonio.
Pensé que tal vez deberíamos recoger a alguien en el camino o hacer otra diligencia.
Y callé, naturalmente.
El chófer seguía manejando con absoluta normalidad. Y el matrimonio, a mi "espalda,
mantenía su silencio inicial, que a mí no me extrañaba.
La dirección iba siendo cada vez más opuesta a la residencia del matrimonio.
Y seguía igual el dominio del conductor, sin dudas ni indecisiones.
De pronto me pareció que el matrimonio, a mi espalda, cambiaba impresiones en voz baja.
A mí me llegaba solamente un discreto e imperceptible murmullo.
Estábamos ya muy lejos del centro.
El chófer conducía cada vez más aprisa, pues el tráfico era cada vez menos intenso.
Entrábamos en una zona modesta, de construcción barata, evidentemente obrera.
Yo empezaba a extrañarme.
Pero veía que el conductor, sereno y decidido, no dudaba ni un momento en su
itinerario.
Sin embargo, yo intuía que algo raro estaba pasando.
En ese momento oigo a mi espalda la voz de la señora que le dice a su marido:
-Pues pregúntaselo al Padre. Anda.
Y en seguida me llegó directa la voz del marido, que me preguntaba inclinándose hacia
adelante:
-Padre, perdone; le ha indicado usted este itinerario al chófer, ¿verdad? Tiene usted
algo que hacer en el camino antes de llegar a casa, ¿no?
Yo volví la cabeza extrañado:
-¿Yo? No. Yo no le he indicado nada. No tengo nada que hacer en el camino. No.
Y miré al chófer, que sin enterarse, impasible, volaba ya a toda prisa.
Los nervios de la señora no pudieron más.
-¿A dónde vamos entonces? -gritó casi.
Y echándose hacia adelante, preguntaba al conductor:
-Alfonso, por favor, conteste: ¿a dónde vamos por aquí? ¿A dónde nos lleva? Le
dijimos que a casa... Alfonso ...
Pero Alfonso, que así se llamaba el chófer, seguía imperturbable, pisando el
acelerador.
No oía, ni contestaba, ni se daba por aludido. Los bloques de casas iban siendo cada
vez más modestos.
Algo misterioso nos envolvía y rodeaba.
-Alfonso, por favor, conteste usted -gritaba la señora con los nervios descompuestos.
-Alfonso, ¿no oye usted que le habla la señora? ¿A dónde va? ¡Conteste! -le conminó el
marido, enérgico.
Todo inútil. Alfonso no oía.
Yo le miré fijamente: manejaba el volante con absoluto dominio. Su impasibilidad era
tal, que ante los gritos, cada vez más agudos y apremiantes, no se le movía ni un músculo de
la cara. Una pasmosa serenidad presidía todos sus movimientos. Parecía solo y aislado en el
coche, ceñido por una atmósfera sobrehumana que lo inspiraba y defendía al mismo tiempo.
Como si fuera él solo en el coche hacia una misteriosa meta fija de la que ni dudaba ni nadie
podría apartado.
¡Alfonso, conteste, por favor! -chillaba ya la señora-o ¿Qué le pasa a usted? ¿Se ha
vuelto loco? ¿A dónde nos lleva?
Alfonso disminuyó la marcha, pues la pavimentación de la calle no permitía mayor
velocidad.
Dio media vuelta a la derecha en una esquina, se fue arrimando a la acera y hacia el
medio de la manzana detuvo el coche suavemente, con la naturalidad del que ha llegado a su
destino.
Salió del coche, se quitó la gorra y con ella en la izquierda nos abrió respetuosamente,
como siempre, las portezuelas del coche para que fuéramos saliendo.
Todo en un silencio sagrado. Habíamos llegado a nuestro destino.
Y salimos los tres del coche, sin dudar, sin comentarios. Yo, el primero, más rápido, con
la vieja maleta en mi mano.
La señora, misteriosamente calmada, había cesado de preguntar, y se estiraba, en la
acera, la falda un poco encogida, al lado de su marido.
Los tres nos pusimos a examinar el sitio adonde nos habían llevado.
Estábamos ante un bloque de viviendas, viejo y barato, de cinco plantas.
El coche se había detenido justamente ante su puerta. Yo miré hacia arriba y leí el
número que correspondía a la casa: el 53, como quien comprueba la exactitud de una
dirección.
No reconocía ni la zona ni la calle. Parecía otra ciudad distinta. Pero tampoco me sentía
extraño en ella. Todo parecía normal.
No preguntábamos nada. La impasible serenidad que hacía poco yo constataba en
Alfonso se nos había contagiado a los tres sin damos cuenta. y los tres nos dirigimos hacia la
entrada de la casa.
-Usted primero, Padre -me invitó el matrimonio.
-Bueno, iré delante para guiarlos -concedí, franqueando un umbral que no había pisado
jamás.
Me movía con dominio y naturalidad.
No había, es claro, ni portero, ni portería.
La escalera quedaba al fondo, al final de un largo y oscuro pasillo. Yo precedía al
matrimonio asegurándoles, de vez en cuando, como si pisara terreno conocido:
-Todo derecho... Síganme... Sin miedo...
No hay ningún escalón...
-¿No habrá ascensor, Padre? -preguntó a mi espalda el marido.
-Lo siento --contesté yo sin haberlo verificado y muy seguro de mi respuesta-, lo siento;
estas casas baratas, tan viejas, no tienen ascensor.
-Lo preguntaba por mi mujer, que no puede subir escaleras -aclaró el marido--; se lo ha
prohibido el médico.
-Es igual, vamos a probar, no te preocupes -se animó la señora, acercándose más a su
marido y tomándose de su brazo.
-Lo malo es que tenemos que subir los cinco pisos enteros hasta la buhardilla -afirmé yo
con toda aseveración, mientras tanteaba con la izquierda el barandal de la escalera y me
aventuraba por el primer tramo con la maleta, iY con Cristo!, en la derecha.
-Lo tomaremos con calma -se animó la señora.
Íbamos llegando al primer piso.
La anciana, al ver a Cristo en su regazo, levantó luego sus manos sobre su pecho y
exclamó en un sollozo:
-¡Señor, tú en mi casa! ...
No pudo decir más. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Separó las manos: las fue
acercando lentamente a Cristo y con mimo maternal fue acariciando suavemente aquellos
miembros rotos, mientras de cuando en cuando, entre dos sollozos, se la oía exclamar:
-Señor. .. Señor... Señor al fin viniste...
Cuando se serenó un poco, alzó la cabeza, me miró y me dijo suplicante:
-Padre, ¿no me deja darle un beso al Señor?
-Y ¿a mí me pide permiso? ¿Un beso? Los que usted quiera. Si el Señor es suyo -le
contesté, mientras la ayudaba a levantar a Cristo y acercado a sus labios.
El beso fue largo y sosegado. Buscó expresamente, para besar a Cristo, el muñón partido
de la pierna derecha. Y yo pensé en las piernas paralíticas de la anciana, inmóvil en su lecho,
desde hacía veinte años.
***
Veinte años paralítica.
Y desde hacía doce, completamente sola.
Sin familia. El único hijo que le había quedado emigró entonces a América. Recibió una
sola carta, la de llegada. Luego, el silencio. Y la soledad y el abandono absoluto, en aquella
buhardilla, perdida en la colmena gigantesca y alucinante de la gran ciudad.
Perdida y abandonada. Porque no tenía nada ni a nadie. No tenía seguro, porque, aunque
trabajó toda su vida, no se preocupó mucho de los requisitos laborales y a la hora de tramitar
su seguro le devolvieron los papeles porque no estaban en regla.
Sin seguro, y, por tanto, sin médico ni medicinas.
Pensó en un Hospital, pero no la admitieron, porque en el Hospital sólo se recibían
enfermos temporales, y la suya era una enfermedad crónica e incurable. Para eso estaban los
Asilos. Acudió a un Asilo, pero tampoco la admitieron, porque el Asilo era sólo para ancianos,
no para enfermos; para eso estaban los Hospitales... y rechazada por todos, en cumplimiento
de las respectivas leyes, se tuvo que quedar sola y abandonada en aquel mísero cuarto de la
buhardilla.
Así la contemplábamos el matrimonio y yo, en un misterioso silencio, que hacía más honda
aquella soledad.
La anciana había vuelto a dejar a Cristo sobre su regazo. Había vuelto a juntar sus
pálidas manos, enlazados los dedos, bajo su barbilla..., y en silencio, ese silencio que para ella
era el clima y la atmósfera de su ignorada buhardilla, miraba y miraba, sin cansarse, a Cristo.
El silencio, la soledad, la pobreza, la estrechez de aquellas paredes desconchadas, el
techo bajo e inclinado de la buhardilla, nos ceñían y apretaban.
Una extraña tensión vibraba en el ambiente, a punto de quebrarse...
La falta de ventanas y espacios abiertos provocaba angustia. Olía a aire encarcelado, a
vejez, a soledad, a miseria... Se respiraba mal...
Por eso no me extrañó que la señora, como si de pronto se librara de un encantamiento
que la había tenido subyugada, diera un paso hacia delante, mirara con ojos desorbitados a su
alrededor y nos gritara, a su marido y a mí, con voces cada vez más agudas y desafinadas:
-Bueno, pero ¿qué es esto? ¿En dónde estamos? ¿Quién nos ha traído aquí? ¿Qué
hacemos en esta horrible buhardilla? ¿Qué tenemos nosotros que ver con esta mujer
desconocida?
Y luego, yendo hacia su marido, agarrándose con crispación de su brazo y tirando de él
al mismo tiempo hacia la puerta, seguía gritando:
-Vámonos a casa. Sácame de aquí. Yo me ahogo. Vámonos.
Yo traté de acercarme y tranquilizarla. Entonces, al reparar en mí, se encaró conmigo:
-¡Ah, usted!; usted es el culpable de toda esta burla. Usted nos ha engañado. Vámonos
de aquí
-Y se volvió a su marido-. ¿Te das cuenta de lo que pasa? A estas horas tenemos en
nuestra casa a los matrimonios invitados que nos esperan. ¿Qué estarán pensando de
nosotros? ¿Cuánto tiempo llevarán esperando? Porque, ¿tú tienes idea del tiempo que ha
transcurrido? Y la orquesta. Y el cuarteto. ¿Qué burla es ésta? ¡Vámonos!
La anciana, que hasta ese instante, ensimismada en Cristo, parecía no estar en la
realidad, ni percibir siquiera aquellos gritos desatinados, levantó de pronto su cabeza y
preguntó suavemente, como quien regresa de otro universo distinto.
-¿Qué sucede, Padre? ¿Necesita algo la señora?
Me volví al matrimonio.
La voz de la anciana, como un extraño hechizo, había calmado, otra vez, súbitamente, a
la señora, que en voz baja, como quien no quiere turbar un religioso silencio, nos contestó:
-Le estaba diciendo a mi marido que debíamos telefonear a casa, pues tenemos unos
invitados que nos esperan. ¿Dónde está el teléfono, por favor?
La anciana sonrió bondadosa:
-Lo siento, señora; yo no tengo teléfono. No lo hay en ninguno de los pisos de este
bloque. Dicen que pronto van a ponerlo en el segundo. Pero aquí no llegará nunca...
-¿Entonces? -preguntó la señora.
-Marujita, cuando necesita telefonear, lo hace desde un bar, que, según dice, está
cerca, casi enfrente. No creo que tarde ya Marujita. Estará al llegar. Y si usted aguarda un
poquito ella le acompañará. Perdone, señora, tanta pobreza en esta buhardilla.
-Marujita ¿es su hija? -preguntó la señora.
-No. Yo no tengo a nadie. Marujita es la vecina que vive en el cuarto de al lado. Vecina
solamente. Pero que se ha tomado por propia voluntad, desde hace cinco años que llegó a esta
buhardilla, la carga de atenderme, sin tener nada conmigo. Pura caridad, ¿usted comprende?
¿Qué sería de mí sin ella? Yo no tengo nada. Ella paga el alquiler de este cuarto, el médico, los
alimentos, cose, lava... En una palabra, todo. Pura caridad.
-Me gustaría conocerla -asintió la señora.
-Pues no creo que tarde. Es muy buena conmigo. Claro que cuando la vean ... porque
prefiero prevenirlos... y lo van a adivinar a primera vista ... se nota en seguida, pobrecilla ... y
de eso precisamente le he estado hablando a Cristo y le he repetido una vez más que acepte
mi vida y mis soledades por ella, por Marujita; y estoy segura de que el Señor lo ha
aceptado... pero por encima de lo que ustedes sospechen de ella cuando la vean, y no se
equivocan, créanme, se lo digo yo, es muy buena conmigo ... ¿ qué sería de mí sin ella?
-Si no tarda, esperamos un poco, ¿te parece? -preguntó la señora a su marido. No
esperó respuesta.
Luego se acercó a mí conciliadora:
-Padre, si le parece, esperamos. Y una vez que dejemos a la anciana con Marujita, nos
vamos a casa con «Mi Cristo Roto». Estoy impaciente pensando en los invitados y en todo lo
que allí quedó organizado. ¿Le parece bien?
-Lo siento, señora; pero «Mi Cristo Roto» se queda aquí. No va a su casa...
-Pero ¿qué dice usted, Padre? Y ¿todos los invitados que esperan? -protestó la señora.
-Por eso mismo. Ellos son muchos, están muy acompañados, ahora en su casa, y siempre,
en su vida. No les falta nada. Tienen hasta orquesta y coro. Aquí, en cambio, ya lo ve usted,
soledad, aislamiento, enfermedad. Ni teléfono, ni ascensor. Por eso se queda aquí Cristo...
-¿Porque usted así lo decide? -preguntó agresiva.
-No. Yo no decido nada. Porque así lo ha decidido Él. Pregúnteselo, si no -le repliqué.
-Entonces, ¿por qué aceptó nuestra invitación? Esto es una broma pesada.
-Aceptó su invitación... y la ha cumplido; pero de otro modo mucho más real y auténtico.
-Engañándonos, ¿no?
-No. Verá: ustedes querían e invitaban a la Imagen en talla de «Mi Cristo Roto». Y a Él
le pareció poco: quiso ofrecerles más y les dio este otro cristo roto, vivo y sufriente, que es
esta anciana. Mire, señora, cómo se unen, y se funden, y se completan, en un mismo lecho de
dolor, en una sola cruz, la Imagen mutilada de «Mi Cristo Roto» y la realidad crucificada de
esta anciana paralítica y sola desde hace veinte años. ¿No es maravilloso?
La señora comprendía. Asida al brazo de su marido, bajaban ambos la cabeza.
Al fin me preguntó, rendida ya:
-Y ¿por qué, Padre, no nos lo dijo así al principio y nos previno de todo?
-Porque yo tampoco lo sabía. Porque yo vine aquí como ustedes, empujados por Él. Cristo
nos trajo. Y estoy pensando –añadí que si se lo hubiera propuesto antes en frío, tal vez
ustedes no hubieran aceptado. Somos así. Encontramos disculpas para todo...
-No, Padre; en este caso no había disculpas -protestó sincero el marido.
-Muchas. Usted hubiera alegado, y con razón, los cinco pisos de escaleras que por
prohibición médica no puede subir su esposa -argüí.
-Es verdad -concedió.
-Y, sin embargo, su esposa las ha subido. No sabemos cómo. A veces Cristo no tiene más
remedio que acudir a estas travesuras para darnos una lección. Ustedes querían un Cristo
Roto de madera. Aquí tienen ustedes un Cristo Roto vivo, de carne...
Me interrumpí.
Un rápido taconeo, nervioso y alborotado, se acercaba a la puerta. Los tres volvimos la
cabeza.
Y al mismo tiempo que su mano empujaba la puerta su voz despreocupada y cariñosa
decía:
-Ya estoy aquí. Tardé mucho, ¿verdad?
Era Marujita.
Pero al vemos se quedó inmóvil en el umbral, pasmada de nuestra presencia.
-Pasa, pasa, Marujita -le dijo la anciana afectuosamente-. Pasa, estos señores son
amigos.
-Buenas tardes -dijo Marujita secamente, molesta sin duda por nuestra presencia y sin
decidirse a entrar.
-Buenas tardes -contestamos.
Intervino la anciana:
-Esta es Marujita, de la que yo tanto les he hablado y que tan buenísima es conmigo. Sí,
sí, Marujita. Tú no le das importancia a todo lo que haces por mí. Pero ¿qué habría sido de mí
sin tu cariño?
Esa era Marujita. La examinábamos los tres mientras hablaba la anciana. Y los tres
comprendimos. Bastaba verla. Porque su oficio es de esos que tienen que llevarse escritos y
gritarse provocativamente, en la cara, en la voz, en el vestido, en los gestos, en la manera de
andar... Como propaganda y reclamo.
De modo que Marujita era... eso. Y vivía de eso.
Ahí mismo. Pared por medio. En el cuarto contiguo.
Todo se iluminó como un relámpago, mientras la contemplábamos sin decidirse a entrar,
de pie en el umbral, y mientras ella, a su vez, nos examinaba también con descaro.
La anciana insistía:
-Pero pasa, Marujita. Acércate.
Al fin Marujita habló.
-¿Para qué? Si este cura y estos señores vienen a buscarte para llevarte ahora a un
Asilo o un Hospital, que te lleven de una vez. Ya he visto el cochazo que espera en la calle.
Ahora comprendo. Pero, digo yo, que ya podían haber venido a buscarte hace años, cuando
nadie te hacía caso, cuando estabas ahí tirada y abandonada, como yo te encontré. Y no
venir ahora precisamente, cuando yo te cuido, y te atiendo, y no te falta nada... Ahora es
cuando vienen a quitarme a mí este gusto y esta ilusión que yo tengo contigo...
La traicionó el sentimiento y se le quebró la voz.
Todos estábamos impresionados.
-Que no, Marujita; que no -intervino la anciana-. Te equivocas, mujer. Estos señores no
vienen a buscarme. Y mira, aunque lo pretendieran, yo no me iría Con ellos. Ni con ellos, ni con
nadie, Marujita. Por mucho coche que hayan traído; que yo ni lo sé, ni lo he visto, como puedes
imaginarte. Por nada del mundo. Tú lo sabes, Marujita; mientras tú me quieras cuidar, yo no
consiento que nadie, nadie, ¿lo oyes?, me lleve de aquí. Anda, mujer; no tengas celos de nadie.
Anda, ven acá. Tú eres todo lo que yo tengo en el mundo. ¿Qué haría yo sin ti?
Y mientras Marujita avanzaba, lentamente al principio, casi corriendo después, hacia el
lecho de la anciana, yo empujé al matrimonio hacia la puerta, que dejamos cerrada tras
nosotros, al salir de la habitación.
***
Comenzamos a bajar la escalera.
En el primer rellano, entre el cuarto y quinto piso, se detuvo a descansar el matrimonio.
No habíamos hablado ni una palabra. Se imponía el comentario.
La señora aprovechó la oportunidad:
-Y ¿qué me dice usted, Padre, de la tal Marujita?
-¿Yo? -me decidí. Alguien me empujaba-. Pues ya lo ve: ¡que ahí tiene usted otro cristo
roto!...
-Padre, por favor; eso es demasiado -se indignó la señora-. Eso, y usted perdone, suena
a blasfemia.
-Suena, tal vez; pero no lo es. Ni mucho menos -respondí sereno-. Eso es otra
maravillosa y dura realidad. Sí, señora: otro cristo roto. De otro estilo. Más doloroso y
sangrante. Roto, no en un cuerpo paralítico, como la anciana; sino roto espiritualmente en un
alma; en una de las roturas más descarnadas y ofensivas, de esa quiebra espiritual de Cristo
en nosotros, que es la prostitución. Sí, sí. Déjeme continuar. Aunque nos disguste oído. Y ya
ve: también Cristo la trajo a usted, a nosotros, a esta casa, a esa buhardilla mísera, para que
conociera, en una realidad viva, esa otra rotura de Cristo; esa otra forma, que nos repele y
escandaliza, pero que no suele dolernos, de Cristo Roto. Tal vez nunca lo ha visto usted así,
en su ambiente auténtico, tan cerca... Ha visto, tal vez, el pecado elegante, aristocrático, en
un ambiente refinado, culto y rico. Pero tal vez le faltara esta visión descarnada, rota...
Desde el rellano en donde estábamos se podía ver, arriba, parte de la buhardilla. Alcé la
cabeza:
-En este momento, detrás de aquella puerta hay juntos tres cristos rotos; tres cruces;
tres pasiones... ¿No creen ustedes que merece la pena esta sorprendente y luminosa visita?
Pero el matrimonio no pudo contestar, porque tuvimos que apartarnos para dejar paso a
un hombre que se acercaba. Subía aprisa, con la ligereza y agilidad propia de la juventud. Al
pasar junto a nosotros y ver allí a un cura se quedó un poco cortado. Aceleró la marcha. Le
seguimos con la vista en silencio. No. No entró en el quinto piso.
Siguió subiendo, subiendo, más arriba, hacia la buhardilla...
Y ése, ¿qué? -me atacó la señora.
-Otro. Sí. Otro cristo roto. Sí. No proteste -respondí.
Y ¿ qué va a pasar ahora, dígame, allá arriba? ¿A qué va ese hombre? -se atrevió a
preguntar la señora.
-Por favor, no pregunte eso, señora. Cállese. No se adelante usted nunca al pecado.
Muchas veces pecamos nosotros con el pensamiento y el juicio antes que los hombres con los
hechos. No nos adelantemos.
-¡ Y con Cristo en la buhardilla! Pared por medio. ¡Lo que nos faltaba por ver!
-Pues precisamente por eso, señora. ¡Porque Cristo está arriba! No se adelante usted ni
condene antes del pecado. ¡Qué sabemos nosotros lo que arriba puede y va a pasar!
***
Ya en la calle yo quise tomar un taxi para regresar a mi casa; pero no lo consintió el
matrimonio. Me llevaron amablemente en su «Rolls».
Al despedirme, frente a mi casa, me preguntó la señora:
-Padre, ¿y qué les digo a los invitados?
-Pues, sencillamente, lo que ha pasado. ¿No le parece maravilloso?
-Sí, pero ¿lo creerán? -replicó.
-Eso es lo malo. Que a veces estas maravillosas verdades no las cree nadie. Pruebe a ver,
esta vez, de todos modos.
-Un último ruego, Padre. ¿Cuándo regresa a recoger a «Mi Cristo Roto» de la buhardilla?
-Mañana. A eso de las diez.
-¿Nos deja venir a buscado con el coche? Padre, quisiéramos volver. Déjenos ir con
usted.
-Con muchísimo gusto.
-¿De verdad? ¡Qué alegría! Hasta mañana, Padre.
-A las diez.
***
A las diez menos cinco el «Rolls» estaba a mi puerta; Alfonso, el chófer, pulsó el timbre.
Ya en camino, le pregunté jovialmente a la señora:
-Y ¿cómo va usted a subir hoy los cinco pisos de escaleras? Ayer... fue distinto. Hoy ¿no
tiene miedo?
-Ninguno. Ni lo hemos pensado -me contestó-. Desde que entré en contacto con «Mi
Cristo Roto» ya no pienso en las escaleras... Ni en mi corazón enfermo.
-¿Se le ha curado? -insinué.
-Curado, no sé; pero cambiado, sí. Al menos yo lo siento distinto.
-No me extraña; lo primero que hace Cristo es tratar de cambiarle a uno el corazón.
Alfonso volvió a parar junto al número 53, repitiendo la misma maniobra de la tarde
anterior.
Y emprendimos la ascensión de los cinco pisos. Nos extrañó cruzarnos con bastantes
personas que subían o bajaban por aquella escalera ayer tan solitaria. Todos, silenciosos y
pensativos, nos saludaban con una ligera inclinación de cabeza o con un lacónico «buenos días»
a media voz.
Algo raro sucedía en aquel bloque de viviendas. No conocíamos a nadie. Y nadie nos
hablaba. Cuando entramos en la buhardilla lo comprendimos todo: la anciana paralítica había
fallecido de madrugada.
Así la encontramos: yacente, con sus ojos suavemente cerrados, como para saborear
más hondamente el reposo y la paz definitivos.
Sobre el pecho, inolvidable visión, descansaba también, fidelísimo en su compañía, «Mi
Cristo Roto».
Marujita se vino llorando a nosotros.
Pero era otra Marujita completamente distinta. Nunca pude imaginar que en tan pocas
horas pudiera cambiar tanto una mujer. No era por el trajecito sastre, negro, muy discreto,
que se había puesto. Ni por la falta de maquillaje, ayer excesivo, en su cara. No. El cambio
estaba en todo su ser. Y era mucho más hondo.
Sobre todo en la mirada luminosa de sus ojos. Como si los estrenara ese día.
Nos contó lo sucedido.
Al marchar nosotros, la tarde anterior, la anciana empezó a sentirse mal. Se le agudizó
una crónica y vieja afección cardíaca. Marujita lo sabía y ya no la dejó un solo momento.
Todo fue dulce y sereno.
Hacia las dos de la madrugada.
Presidido y centrado todo en «Mi Cristo Roto», que se convirtió para la anciana feliz en
médico, sacerdote, hijo, amigo... Redentor. Todo.
-Fue Él; fue Él -repetía Marujita el que vino a llevársela. Porque sólo Él puede dar una
muerte tan dulce... Pero yo me quedo tan sola, tan sin nadie, que no sé cómo voy a poder vivir
sin mi viejita ... -y rompió a llorar desconsoladamente.
La vecindad entera iba desfilando por la mísera habitación.
Nunca estuvo la anciana tan acompañada como ahora que había muerto.
***
Cuando Marujita se enteró de que yo iba a llevarme a «Mi Cristo Roto» me llevó aparte:
-No, Padre; no, por favor. Usted no puede llevarse ahora a Cristo. No. El vino por ella,
pero también por mí. Lo sé. Lo siento. No, Padre. Ahora, no. Ahora lo necesito. Esta va a ser mi
primera noche sola aquí. Usted no lo comprende. Y me hace falta Él. Para que no pase nada.
Para asegurar el cambio que la muerte de mi viejita ha obrado en mí. Porque ha sido ella; ella,
la que me ha hecho cambiar. Déjeme a Cristo, Padre. No tenga miedo, Padre; vaya tranquilo. Yo
le aseguro que con Él no pasará nada esta noche. No puede pasar... Por eso, Padre, déjemelo,
por favor.
Desde el rincón apartado en que me suplicaba Marujita miré a «Mi Cristo Roto», sobre la
anciana muerta, para preguntarle qué debía hacer.
Los vi a los dos con la misma mirada, y yo sentí que los dos; los dos: Cristo y la viejita, me
decían que «sí», que dejara a Cristo esa noche, con Marujita en el cuarto izquierdo de la
buhardilla...
***
Cuando le anuncié al matrimonio que nos íbamos, la señora me advirtió:
-Padre, pero se olvida usted de lo principal.
Precisamente del motivo primero por el que vinimos. Se olvida de recoger, para
llevárnoslo, a Mi Cristo Roto.
-No. No lo llevamos. Lo dejo aquí esta noche -contesté firme.
-Pero si el entierro es a las cinco -aclaró la señora-. ¿Con quién lo va a dejar?
-Con Marujita --contesté seco.
-¿Con Marujita? ¿Toda la noche? Y ¿se atreve? ¿En esa habitación de la buhardilla que
es un prostíbulo? -estalló la señora fuera de sí.
-Que fue... -repliqué sereno. Y luego le pregunté
-¿Ha visto usted a Marujita? ¿Se ha fijado bien en ella?
-¿Que si me he fijado en Marujita? ¡En Marujita! Y ¿no cree usted que ya la vimos ayer
por la tarde suficientemente? Y -se despachó ciega-. De modo que en una casa pública, sí se
queda Cristo a pasar la noche con una prostituta, y a una casa honrada y decente, con solera
religiosa, como la nuestra, no acepta venir... Y me deja plantados a todos los matrimonios
invitados, tan piadosos, tan intachables, tan católicos... No hay quien entienda la Religión.
Vámonos, vámonos -le dijo al marido.
-Un momento nada más -le pedí suavemente-. Recuerde, señora, para comprender esto,
aquello tan viejo, del Evangelio, que dijo Cristo a propósito de otra Marujita, que allí se
llamaba María Magdalena: "Se le ha perdonado mucho porque ha amado mucho... »,
-Y ¿ésta? ¿A quién? ¿A quiénes, mejor dicho, ha amado? Respóndame.
-Pues, por lo menos, ha amado, y usted lo ha visto, con una asombrosa entrega de hija y
de enfermera, durante cinco años, sin esperar recompensa, a esta anciana desamparada y
sola que no tenía nada que ver con ella... ¿No es esto amor? Seguramente que ni usted ni yo
podemos presentarle a Dios cinco años de caridad como los de esta mujer. No la insulte
usted, ¡que nos gana a los dos en amor!
***
A pesar de todo, de su indignación Y de sus protestas, el matrimonio me telefoneó a la
hora de comer para anunciarme que pasarían a recogerme en su coche, pues también ellos
iban al entierro de la anciana.
-Le tengo preparada una sorpresa que le va a gustar, Padre -añadió la señora.
-¿Una gran corona de flores para la anciana? -pregunté.
-:No. No. Otra cosa. No acierta. Claro que llevaré las flores. Pero no es eso. No me
pregunte más porque no se lo diré. Ni trate de adivinarlo usted, porque le aseguro que no
acierta.
***
Efectivamente. Jamás lo hubiera acertado.
La señora iba en el camino nerviosa y excitada.
Cuando doblamos la esquina para entrar ya en la calle y paramos ante el número 53 me
quedé pasmado.
No teníamos sitio para aparcar.
Todo estaba ya ocupado por dos filas de elegantísimos automóviles.
El matrimonio exultaba de alegría.
La señora no cabía de gozo viendo mi sorpresa:
-¡Cuéntelos, Padre, cuéntelos! Ahí están los veinticuatro coches de los veinticuatro
matrimonios que yo había invitado. Como Cristo no fue a verlos, y los dejó plantados
esperando, han tenido que venir ellos. Ahí los tiene, en homenaje a «Mi Cristo Roto».
-De acuerdo -contesté-, pero esta vez "Mi Cristo Roto» es la anciana muerta en su
buhardilla.
-De acuerdo también yo, Padre; de acuerdo.
También yo, aunque me cuesta, voy aprendiendo un poco a entender y a buscar a Cristo.
La calle y el barrio estaban alborotados con la presencia de los veinticuatro automóviles
de lujo.
Una perfecta exposición de últimos modelos. Todos de importación.
***
En el Cementerio, junto a la fosa abierta de la anciana, me fueron presentados los
veinticuatro matrimonios.
Fue una escena inolvidable.
Pero antes de despedimos y separarnos, mientras iban cayendo las paletadas de tierra
que cubrían la tumba de la anciana, habló la señora en nombre de todos:
-Padre, ya no nos separamos. Quedamos unidos. Y le pedimos un favor: necesitamos que
nos dé todas la direcciones de todos los cristos rotos, solos, abandonados, pobres y enfermos
que conozca. Búsquenos en buhardillas y chabolas los cristos más sangrantes, más sucios, más
repelentes. Queremos cuidarlos y amarlos como Marujita cuidó y amó a esta anciana, a este
cristo roto que hemos acompañado a esta tumba donde espera su resurrección para unirse al
Cristo Completo y Perfecto.
No pude contestar.
¡"Mi Cristo Roto” había visitado de verdad, y de qué modo, a aquellos veinticinco
matrimonios!

LA LISTA NEGRA DE CRISTO

Precisamente cuando ya había logrado olvidarme de los ladrones y perderles el miedo,


“Mi Cristo Roto” volvió a desaparecer.
Ocurrió, como es lógico, en una ausencia mía. Y yo lo advertí al regresar a casa.
En vano busqué una nota en la que el ladrón me tranquilizara, como la vez anterior,
prometiéndome la devolución de mi Cristo intacto. Inútil.
Esta vez el ladrón era más desaprensivo y menos educado.
Francamente, me disgustó el hecho.
Sólo faltaba que ahora viniera la racha de los robos. Porque estas cosas suelen
repetirse en cadena...
¡Si Cristo me hubiera dejado cambiar la cerradura!
Y puesto que no la cambié y le di gusto, ¿por qué se dejó robar otra vez? ¿ Es que yo
me había opuesto a alguna visita que pudiera justificar, como revancha, el robo?
Hice un examen sincero de conciencia. Me encontré sin culpa ninguna. Y sin explicación
de la conducta de Cristo, que por los hechos se había dejado robar otra vez.
Estaba de muy mal humor.
Tenía más quejas y acusaciones contra Cristo que contra el mismo ladrón.
Y confieso que volví a sentir celos otra vez. Miré con despecho al lugar de Cristo, vacío
en el damasco de la pared, y salí a la calle...
Necesitaba aire libre.
***
Después de un largo paseo, me cansó también el aire.
Recordé que para esa tarde estaba anunciado un concierto de música clásica. Llegué a
tiempo.
Imposible concentrarme. Y eso que interpretaban dos de mis favoritos: Bach y Vivaldi.
Abandoné el' concierto en el primer descanso y me metí en un cine.
Era lo que necesitaba: una película del Oeste.
El malo, que era un ladrón, acababa acribillado a balazos. Pensé en mi ladrón; pero
también pensé en Cristo, y ya no me atreví a desearle a mi ladrón ni el más leve rasguño.
Cuando salí del cine era muy tarde.
En el fondo, me alegré. Porque no tenía ninguna gana de regresar a casa.
Me duraba aún el enojo.
y si el ladrón ya había devuelto a Cristo, tampoco estaba nada mal que yo regresara tan
tarde del concierto y del cine. Si Cristo se iba de casa con un ladrón, ¿por qué no iba yo a
poder aprovechar su ausencia para distraerme un rato?
Así iba pensando camino de casa.
Pero había en mí, simultáneamente, dos planos de pensamientos. Unos, gritones y falsos:
éstos, que parecía me estallaban en la cabeza y que casi formulaba con palabras de desafío. Y
otros, callados, y sinceros, muy distintos, que yo pretendía ignorar, pero que sabía presentes y
humildes en lo más hondo del corazón.
Mientras abría la puerta de la calle, los pensamientos del corazón preguntaban
ilusionados con voz sofocada: el ladrón, ¿me habrá devuelto ya a Cristo?
Pero se imponían, con despecho y descaro, los pensamientos del amor propio. Al cerrar de
golpe la puerta de calle, me oí a mí mismo decir con fingida indiferencia:
-Por mí, el ladrón puede regresar cuando quiera...
Pero era mentira.
Al entrar en mi despacho, antes de encender la luz oí su voz.
Mi mano quedó en el aire; a medio camino del interruptor eléctrico.
A Oscuras todavía, me dijo Cristo:
-Hoy regresas muy tarde... ¿Qué tal estuvo el paseo? Y ¿el concierto? ¿No fue de tu
agrado? Pero, en cambio, sí te gustó la película, ¿verdad? No aprovechaste mal la tarde...
Yo no esperaba semejante saludo. Que, dicho y oído a oscuras, no sé por qué, me sentó
peor todavía. Cristo parecía pedirme cuenta de lo que había hecho y de los sitios adonde había
ido aquella tarde. No supe qué contestar. Tampoco Cristo esperaba mi respuesta; sin darme
tiempo para ella continuó:
-Pero, anda; enciende la luz de una vez. No te quedes ahí parado. Enciende, para que veas,
y así te persuadas de que ya he regresado. Anda, ya he vuelto.
A oscuras todavía, le repliqué insolente, sin poderme contener:
-Mejor dirás que ya te han devuelto. Que ya te devolvió tu ladrón.
Y encendí la luz.
Al ver a Cristo, me arrepentí de lo que acababa de decir. No tenía ya arreglo. Estaba
dicho.
Pero Cristo no se dio por ofendido.
-Te equivocas completamente. Piensas que me robaron y que ya me devolvieron. Culpas a
un ladrón. Y no es eso. Te equivocas.
-¿Entonces, Señor? -pregunté yo intrigado.
-Sencillamente: fui yo, que salí y que ya regresé. No hace falta inventar un ladrón -
respondió Cristo mansamente. Y añadió con cierta dureza- ¿es que yo no puedo entrar y salir
cuando me parezca?
-Sí, Señor -contesté-; eso es evidente. No sé ni por qué me lo preguntas.
-Entonces, ¿por qué ese disgusto y ese berrinche? -urgió Cristo.
-Porque yo no sabía nada, Señor. Si Tú me hubieras prevenido diciéndome que te ibas... -
expliqué sincero.
-Eso es precisamente lo que quiero que aprendas. Y que te acostumbres a ello. Que Yo no
tengo por qué prevenirte ni avisar te si me vaya me quedo. Tú tienes que quererme y
aceptarme con esta divina independencia mía con la que yo me muevo en los caminos de las
almas. Respétame así. Más todavía: quiéreme así. Tú no puedes pedirme a mí cuentas de mis
caminos. Por eso quise hoy desaparecer sin avisarte. Yo te puedo preguntar a ti si estuviste de
paseo, en el concierto o en el cine esta tarde, aunque ya vi que te sentó muy mal. Pero tú no
puedes preguntarme a mí a dónde voy. Ni menos disgustarte o coger un berrinche. Ni tener
celos.
-Sí, Señor.
-Ya, una vez, cuando de verdad me robaron, te quise convencer de que tú no tenías ningún
monopolio sobre mí. Pero veo que no acabas de comprenderlo. Sobre todo cuando te acuerdas
de que eres sacerdote. Y crees que como tal, puedes controlar todos mis contactos con las
almas. Os engañáis los sacerdotes, si os arrogáis ese derecho. Yo no os lo he dado. Tenéis
derecho y obligación, como sacerdotes, de estar al servicio mío y al servicio de los hombres,
para que se realice ese encuentro, por el cual di la vida, de Dios con las almas. Pero no tenéis
la exclusiva de esos encuentros. Yo puedo prescindir de vosotros para acercarme a un alma. Y
un alma, en determinadas circunstancias, que son muchas más que las que creéis, también
puede prescindir de vosotros para acercarse a mí. Porque muchas veces os creéis necesarios y
resulta que estorbáis. Precisamente porque ese monopolio de Cristo que queréis acaparar
ofende lo más íntimo de la libertad, de la conciencia y de la independencia de muchas almas,
especialmente sensibles de su intimidad. Os equivocáis si creéis que entre Cristo y un alma,
siempre, inexorablemente, tiene que estar y mediar un sacerdote, controlando todas
nuestras relaciones. Eso puede ser soberbia de clase que os hace antipáticos y repulsivos a
muchas almas. Tenéis peligro, los sacerdotes, de querer sustituir a Cristo. Y algunos, hasta
de suplantarlo. Tenéis peligro de posesionaras de tal modo de mi papel y mi destino, que os
sentís dueños y señores de las almas. Os erigís en únicos y exclusivos jueces, como si
vuestra sentencia condenatoria fuera inapelable y no quedara la última palabra: la de mi
Corazón roto. Porque al mismo tiempo que queréis monopolizarme a mí, queréis monopolizar
las almas y decidir de su destino eterno. Y creer que se salva, porque está en vuestra lista
blanca. Y que se condena, porque la habéis inscrito en vuestra lista negra. Y olvidáis que yo
tengo otra lista: la definitiva. Llenáis el cielo o el infierno a vuestro gusto. ¡Qué sabéis
vosotros! ¡Qué fácilmente condenáis! ¡Qué poco os duelen las almas! Bien se ve que no habéis
muerto por ninguna de ellas. Que no estáis rotos y mutilados como yo, por ellas. Las almas
son mías. No vuestras. A veces las tratáis como cosas, no como almas. A veces abusáis de
vuestros poderes, que son servicio y no dominio. Y preguntáis demasiado, buceáis demasiado
en la intimidad sagrada de las conciencias, forzáis a veces los secretos entrañables de un
alma, con la disculpa de vuestro oficio, violando un derecho que Yo, que soy dueño y redentor
de las almas, reconozco y respeto infinitamente más que vosotros. Respetad las almas.
Respetadme a mí. Respetad mis caminos.
Cristo había hablado en voz baja, velada y grave, con una infinita tensión que latía
refrenada en cada una de sus palabras.
Luego hizo una pausa, suavizó el tono y me dijo:
¿Comprendes ahora por qué me fui sin avisarte? Ya lo sabes: cuando adivines o
sospeches que yo y un alma tratamos un problema sin contar contigo, no te pongas celoso, ni
cojas un berrinche. Alégrate. Y reza, haz penitencia, ofrécete y espera en silencio, para que
ese encuentro de Dios y un alma, en el que se prescinde de ti, sea definitivo y eterno. Eso es
ser sacerdote: no un monopolio, ni un control de aduana u oficina, sino un servicio de amor y
humildad. ¿ Verdad que desde ahora te vas a alegrar cuando veas que he desaparecido .de tu
despacho sin contar contigo? --concluyó Cristo.
-Al menos, lo procuraré con toda mi alma -le respondí- Pero ¿cómo sabré si te fuiste o
si te robaron?
-¡Qué más te da! ¿No comprendes que en el fondo es lo mismo? -respondió Cristo-. Si
me voy, es que un dolor o un amor lejanos han tirado tanto de mí, que me han podido. Y me ha
robado y raptado un dolor o un amor.
Un timbrazo violento en la puerta de la calle vino a cortar el diálogo. y sin mediar espera
se repitió insistente la llamada.
Se adelantó Cristo:
-Sí, anda; vete a abrir la puerta. El que llama tiene prisa.
-Ya lo veo, Señor; voy en seguida -pero volví la cabeza para preguntarle-. ¿ Quién vendrá
a estas horas?
-A cualquier hora -respondió Cristo-. Para mí nunca es tarde.
Antes de llegar a la puerta había vuelto a sonar, por tercera vez, el timbre.
Cuando abrí me encontré con la oscuridad de la noche. Iba a cerrar, cuando un bulto, que
yo no había visto, salió de las sombras y entró en la zona iluminada por la puerta abierta.
Era un tipo desagradable a primera vista; desharrapado y sucio. Lo tomé por un mendigo
o un vagabundo, con pinta de maleante. Dominaba la nota de abandono y desgarro en el traje y
en la persona. Mal afeitado, sin peinar. Desabrochado el cuello de la camisa y flojo el nudo de
la grasienta corbata. Un tipo de esos, con aire de matón o chantajista, que le obliga a uno a
cambiarse de acera, si se le ve venir de noche por la misma calle solitaria.
Por eso yo me oponía instintivamente a que entrara en casa y le cerraba el paso ocupando
todo el hueco de la puerta.
Como él no me hablaba, le pregunté secamente:
-¿Qué desea usted?
Pero no pude esperar su respuesta. La voz de Cristo, que sólo oía yo, me llegó enérgica a
través de la puerta de mi despacho. -Déjalo pasar. No lo tengas en la calle. Obedecí a duras
penas. Dejé la puerta libre y le dije al individuo con muy poca gracia:
-Pero pase, pase aquí dentro.
A pesar de la intervención de Cristo en su favor, siguió pareciéndome un peligroso
maleante. Al pasar delante de mí me llegó un tufo de vino tbarato y advertí en su mano
derecha, de uñas negras y desiguales, un tatuaje obsceno. Estábamos otra vez, cara a cara. Lo
miré a los ojos y percibí en ellos una mirada lechosa y fluctuante, como la de un drogado.
De pie los dos, en el pequeño vestíbulo, volví a preguntarle:
-Bueno, ¿qué desea usted?
Tampoco esta vez pude oírle. Cristo, desde mi despacho, volvió a intervenir:
-Ven acá un momento -me intimó severamente.
-Espéreme usted. Vuelvo en seguida -le dije al individuo. Y lo dejé en la entrada,
cerrando la puerta y dirigiéndome a mi despacho.
-¿Por qué recibes tan mal, con tan poca caridad, a esa persona? ¿Por qué lo tenías en la
calle sin dejarlo entrar en casa? ¿Por qué ahora lo tienes de pie en la entrada, sin ofrecerle
una silla? -me preguntó Cristo.
-Porque es un tipo muy sospechoso, Señor -le contesté-. Tiene una pinta clavada de
maleante. Huele a vino que apesta. Yo creo que es un drogado. No hay más que verle los ojos.
-Qué pronto lo has clasificado. Y juzgado-comentó Cristo-. Y ¿qué quiere?
-Todavía no me he enterado, Señor. No ha hablado aún una palabra.
-Pues ve a enterarte -ordenó--. Pero no me lo tengas de pie a la entrada. Llévalo al
recibidor.
-¿Al recibidor? -pregunté asombrado.
-¿Por qué no? ¿Tienes miedo de que te manche las alfombras?
Regresé de nuevo a la entrada y abrí el pequeño recibidor, invitando al mismo tiempo a
aquel tipo, que tan mal me había caído, a que pasara.
Lo hizo delante de mí.
Yo no le quitaba ojo. Caminaba con unos movimientos extraños, que a mí se me antojaron
sospechosos también. Sólo faltaba que fuera un invertido. y ¿por qué no? Todo se junta a
veces en esta clase de tipos, que, por un lado, son matones y, por otro, afeminados.
y todavía Cristo me mandaba llevarlo al recibidor.
Dejé abierta la puerta por si acaso...
Nos sentamos, frente a frente, en dos butacas. Una mesita baja entre los dos.
Volví a preguntarle por tercera vez:
-Y ¿ qué desea usted a estas horas?
-Ver a "Mi Cristo Roto» -me contestó con todo aplomo. Me quedé de una pieza. ¿Ese
tipo? y no pude menos de comentar en voz alta con indignación y pasmo:
-¿Usted? ¿Ver a "Mi Cristo Roto»? ¿Usted? y subrayaba el «usted» como un insulto.
-Sí, señor -contestó sin inmutarse.
Yo lo miraba despectivamente y lo barría con los ojos, como si fuera una basura, de los
pies a la cabeza.
Y mirándolo pensaba en un robo sacrílego, una profanación, un chantaje. ¿Cuánto dinero
sería capaz de exigirme ese tipo corno condición para devolver la Imagen de «Mi Cristo
Roto»?
Había colocado sus dos manos abiertas sobre ambas rodillas; en la izquierda llevaba otro
tatuaje. Una asociación de imágenes me hizo pensar; ¿no sería un tipo como éste, con este
pelaje de matón, de borracho, de invertido, el que mutiló hace años en la Sierra de Aracena,
en Huelva, la Imagen de «Mi Cristo Roto»?
Pero no pude completar mi pensamiento.
La voz de Cristo me llegó fulminante, corno un trueno seco, desde mi despacho:
-Ven. Ven acá inmediatamente.
Confieso que temblé.
Miré al tipo, que desde su butaca, me miraba también fijamente. Y le dije, cambiando de tono y
disimulando mi turbación:
-¿Quiere ver a «Mi Cristo Roto»? Espéreme entonces, por favor, un momento.
Y salí del recibidor.
***
Yo creí que Cristo me requería para pedirme explicaciones o llamarme la atención sobre mi
conducta con aquel individuo.
Yo había obrado con la mejor voluntad. Por amor y en defensa de Cristo.
De todos modos temía una reprimenda. Nada de eso.
Cuando estuve delante de Él me intimó lacónicamente:
-Prepara inmediatamente la maleta. El tono de su voz era de enojo. Sin apelación.
Por eso le pregunté con humildad:
-¿Vamos a salir de visita, Señor?
-No vamos a salir -me contestó-. Voy a salir Yo. Tú no vienes. Tú te quedas.
-Pero, entonces, la maleta, ¿quién la lleva? -me atreví a preguntarle.
-La maleta la llevará ese tipo, como tú dices, a quien tratas tan mal y a quien juzgas peor.
-¿Te vas a ir entonces con él? -pregunté sin contenerme.
-Sí. Con él. Y no me preguntes más -cortó Cristo-. Me voy con el maleante, el vagabundo, el
matón, el chantajista, el drogado, el borracho, el invertido, el sacrílego ... ¿Qué más pensaste de él?
¿Qué más acusaciones tienes contra él? Anda, prepara la maleta. Y entrégasela. y a Mí en ella. Anda.
Tengo prisa.
***
Cerré la boca y actué en silencio.
Un silencio tenso v doloroso por ambas partes.
Yo no tenía nada que decir.
A los cinco minutos estaba todo listo.
Regresé al recibidor con la maleta preparada.
El individuo, al verme entrar, se puso de pie. Yo le alargué la maleta al tiempo que le decía: -
Tenga. Aquí lleva usted a «Mi Cristo Roto».
-Gracias -me dijo, con una triste sonrisa en sus ojos aguados por la droga-. Muchas gracias
Y alargó sus dos manos tatuadas, de uñas negras, para coger la maleta.
Lo vi partir desde la puerta.
Avanzaba lentamente, con infinito cansancio, noche adentro, por la calle escasa de luz y solitaria
a esas horas.
Iba a pie. Ni taxi siquiera.
Era la primera vez que no venían a recoger a Cristo en coche.
Al verlo marchar, con la maleta vieja y rota en su mano derecha, no pude menos de reconocer que
a un tipo tan desastrado le iba muy bien una maleta tan estropeada.
Para tal tipo, tal maleta. ¡Y Cristo en ella!
Cristo con los dos.
Quien se cruce con él en la calle -pensaba yo al ver al tipo y la maleta lo mismo puede
creerle un vagabundo con toda la casa a cuestas que va a pasar la noche al raso en un portal o en
un banco del parque, sin dinero para pagar una cama; o tenerlo por un preso, salido hace unas
horas de la cárcel, sin rumbo fijo en la no. che y en su vida...
Y si lo detuviera la policía por sospechoso, y le registraran la maleta en busca de una
bomba, ¿qué sucedería al encontrarse en ella con «Mi Cristo Roto»?
Una señora que avanzaba por la misma acera se pasó de pronto a la otra...
No pude ver más.
El hombre de la maleta rota, Con Cristo Roto en ella, dobló la esquina.
Y los dos se perdieron en la noche.
***
Una vez más me quedé esperando el regreso de Cristo.
Difícil ciencia, que jamás se domina, ésta, de esperar a Dios.
Y que sólo se aprende a fuerza de muchas esperas. De ir amontonando espera tras espera.
Al principio se deja uno manejar por los nervios, invadir por la angustia, desasosegar por la
impaciencia, lacerar por mil disparatadas preguntas.
Poco a poco, a fuerza de vivencias dolorosas, se van depurando las esperas, frenando los
nervios, ahogando las angustias, serenando la impaciencia... hasta que un día se llegue -¿podrá
llegarse? a la pura espera, humilde y resignada.
Yo, entonces, en aquella ocasión, sabía esperar a Cristo muy mal.
Esa vez la espera me dolía más porque yo me sabía más culpable; había tratado muy mal al
último visitante. Ni siquiera supe mirarlo y conocerlo.
Y Cristo, en cambio, se fue con él.
Estaba yo tan arrepentido que había organizado mi plan. Cuando él viniera con la maleta,
para devolverme a Cristo, yo le pediría perdón por la acogida, tan poco cristiana, con que le
recibí, y por todo lo malo que pensé de él. Y luego, aunque me costase y me repugnara, al
entregarme la maleta, yo aprovecharía ese momento para besarle una, al menos, de aquellas dos
manos tatuadas y sucias, de uñas negras, a las que se había entregado Cristo.
Así lo había prometido.
Y estaba deseando que llegara ya de una vez esta oportunidad para demostrarle así mi
amor a Cristo. Por eso no me moví de casa en todo el día.
***
A media tarde llamaron a la puerta. Efectivamente, me venían a devolver la maleta.
Pero no la traía el hombre que la llevó, sino una muchachita, como de unos diez o doce años.
Delgada, morena, con unos maravillosos ojos negros, un poco tristes y asustados.
También yo me quedé triste al verla.
Esperaba al hombre que yo había ofendido. Y no venía.
La muchachita, sin decirme una palabra, tímida y huidiza, me alargó la maleta.
Sólo tuve tiempo para preguntarle:
-Oye, ¿y el señor que vino ayer a recogerla...?
-¿Mi papá? -contestó la niña escapándose-. Mi papá no puede venir -y se volvió de pronto,
como quien se acuerda de algo olvidado, para decirme-. Gracias. Me dijo que le diera las gracias.
Y echó a correr calle adelante, hasta desaparecer tras la misma esquina por donde había
doblado ayer su padre.
Me dieron tentaciones de seguida, para aclarar aquel misterio.
Pero Alguien me dijo que no. Que me quedara quieto.
Desde muy cerca, desde la maleta que yo tenía en las manos y que había olvidado pensando
en la niña. Y en su padre.
Me sentí triste. Intensamente triste.
Como si el no haber regresado el hombre que yo ofendí y a quien esperaba fuera el castigo
de mi poca caridad.
Y en aquel momento lo eché más de menos, porque comprendí que empezaba a quererlo y que
ya no podría nunca ni pedirle perdón ni demostrarle mi cariño.
Confundido y humillado, saqué a Cristo de la maleta, lo besé en silencio, y en silencio lo
coloqué, una vez más, en su sitio.
¿Qué iba yo a decir ni a comentar?
En silencio me quedé mirando largamente a Cristo.
Era Él quien tenía que hablar. Así lo esperaba yo. Tardó.
Al fin me preguntó con voz mansa, pero firme: -¿Me has mirado ya bien? ¿Me has examinado
a tu gusto?
-¿Por qué me preguntas eso, Señor?
Cristo continuó preguntándome en el mismo tono:
-¿Me has mirado bien por todas partes? ¿Estás seguro de no haber encontrado en mí huellas
de algún sacrilegio o profanación? ¿Has comprobado bien si no traigo alguna herida más? ¿Te
fijaste si no vuelvo más roto de lo que me fui? -yo ya no podía oír más; Cristo seguía implacable-.
¿Estás seguro de que no han aumentado mis mutilaciones? Al menos, ¿no me encuentras más
sucio? ¿Te has manchado las manos al cogerme? ¿No te apesto a vino? ¿Huelo mal? ¿Habrá
necesidad de desinfectarme?
-Calla, Señor –le supliqué-; calla, por favor. No sigas. Yo soy el que está sucio; yo soy el
que apesto; yo el que huelo mal... Yo soy quien necesita que me laven y desinfecten el corazón,
y los ojos, y el alma entera...
No pude decir más.
-Llora. Llora, y no te avergüences -decía Cristo mansamente, y su voz era como una
caricia-. Esas lágrimas son las que te lavan los ojos, el corazón y el alma. Llora.
Caí de rodillas a sus pies y seguí llorando. No sé cuánto tiempo.
***
Llorar a los pies de Cristo en cruz es uno de los más hondos y bellos regalos que Dios
puede hacerle a un hombre.
Cristo callaba, dejándome llorar.
Cuando ya me serené un poco me preguntó:
-Bueno, y ahora dime qué es lo que más te ha dolido de todo lo que ha pasado.
-Todo, Señor; todo. Por todas partes encuentro razones que me acusan, me avergüenzan
y dejan al descubierto mi poca caridad.
-Pero hay una cosa que te ha llegado a lo más íntimo de tu ser -insistió Cristo-, dímela;
quiero oírtela decir a ti mismo. Estás dolido y resentido. No escondas esa queja. Te hace
daño. Dímela.
-¡Si la sabes mejor que yo, Señor! Te la diré si así lo quieres. Lo que más me dolió fue
que no me hubieras dejado ir contigo, que te hubieras ido con otro, dejándome aquí solo -
respondí.
-Ya lo sabía. Pero quise oírtelo para aclarar este punto.
Cristo se detuvo. Continuó:
-Te va a doler. Te va a extrañar. Y ojalá que no te produzca escándalo. Atiende. No te
llevé conmigo porque no estabas preparado para acompañarme. Me duele a mí también tener
que reconocerlo: tengo muchos cristianos y muchos sacerdotes que se escandalizarían si yo
los llevara conmigo a todos los sitios adonde Yo voy. Porque se han infantilizado. Han
empequeñecido mi Evangelio y su corazón. Han hecho una lista fácil, no comprometida, que
nadie criticará, de visitas, de problemas, de pecados. Yo diría que es una lista blanca, cómoda
y sin estridencias. Pecados fáciles de perdonar; caminos sin fango en los que no se manchan;
visitas honradas en las que no arriesgan nada. Y para eso no hace falta que os llaméis
cristianos, ni seáis sacerdotes. Y tengo que venir Yo, y hacer luego una lista negra con todos
esos caminos, pecados y visitas, que vosotros no queréis tocar por pánico a comprometeros, a
que digan, a que os condenen... Acudís a un pecador solamente si estáis bien seguros de que
vuestra fama no corre el más mínimo peligro. Ponéis en una balanza el riesgo de vuestra honra
y la necesidad espiritual del prójimo. Y siempre pesa más vuestro prestigio. Y ahí quedan, en
la cuneta, esos pecadores, esos problemas, esos caminos que comprometen. Pero Yo, al
redimiros a todos los pecadores, no pesé riesgos ni calculé compromisos. Yo me lo jugué
todo, y perdí el honor y la fama y la honra. Me llamaron demonio, aliado de Belcebú, amigo de
pecadores y prostitutas; me condenaron públicamente en un tribunal de justicia, y me
ejecutaron en un patíbulo infame... Así se hizo vuestra Redención. Pero vosotros, encargados
de aplicar esa Redención del Riesgo y del Amor, la habéis recortado: pecados fáciles y
pecadores que no comprometan. Y ¿todos los demás? Tenéis Cristos completos, con todos
sus miembros, los que os gustan y complacen, que yo diría son para almas completas también,
almas normales, con pecados y problemas corrientes, normales y fáciles. Fácil
arrepentimiento. Fácil perdón. Fácil apostolado. Pero hay, ¡mírame bien! Cristos Rotos,
mutilados, sin cara, sin pie y sin brazo, para almas también rotas, almas mutiladas, almas
complicadas, difíciles, anormales, rebeldes... Con las que hay que luchar, arriesgándose en la
batalla a salir de ella mutilados como yo, sin pie, o sin mano; sin cara, tal vez, porque la
sociedad juzga mal y condena implacablemente a ese cristiano, a ese sacerdote, que se
atrevió a visitar a un pecador estigmatizado, excomulgado, infeccioso...
Cristos Rotos, para almas rotas, que piden sacerdotes dispuestos a quedar también
rotos. ¿Comprendes ahora?
-Sí, Señor. Y me avergüenzo -contesté.
-Por eso no te llevé ayer conmigo. Ni te llevo a tantos sitios todavía. Aún no estás
maduro. Te escandalizarías. ¿Qué sabes tú de las visitas que yo hago solo? También yo tengo
mi fichero, pero en mi Corazón. Y por estar en mi Corazón, caben en él unas fichas negras,
de las que se avergonzarían tus purísimos e incontaminados ficheros.
Fichas negras. De las ovejas negras; que son precisamente las que yo amo más. Y dejo
las noventa y nueve blancas, muy seguras, en el blanco redil de tus ficheros, y me escapo, por
caminos arriesgados y peligrosos, en busca de la oveja negra.
Vosotros amáis, solamente en teoría, a las ovejas negras. No en la práctica, como Yo. Mi
Parábola de la oveja perdida, que es la síntesis de mi Redención, queda, para vosotros, en el
terreno lírico de una pura y bella creación literaria.
¡Mírame otra vez! Estoy roto, porque regreso de buscar a la oveja perdida y rota.
¡Mírame! Me llamas "Mi Cristo Roto»; soy esa Parábola de la oveja perdida, hecha carne
rota, en mis miembros mutilados.
-Yo quisiera ser así, Señor. Realizar así, en mi propia vida, tu Evangelio -exclamé
entusiasmado.
-¿De veras? -me preguntó Cristo tristemente- ¿Probamos? Te voy a leer unas cuantas
fichas negras. Te voy a leer algunas de las visitas que yo he hecho. Mientras las escuchas,
comprueba tu reacción. Porque tengo miedo, y me da mucha tristeza, de que te escandalices...
¿Preparado?
-Y con miedo, Señor. Somos muy fariseos tus cristianos.
-Tú lo has dicho. Y más, mucho más, de lo que te imaginas. Escucha:
Estuve de visita en casa de dos amancebados que viven así desde hace veinte años y que,
desde entonces, no han pisado la Iglesia.
Estuve de visita en casa de un adúltero que vive públicamente con una mujer casada. No
han querido bautizar a los tres niños que tienen.
Estuve de visita en el piso de un invertido, en donde recibe a sus amigos y en donde tuvo,
hace unos días, una crisis de suicidio. ¿Oíste bien?
Estuve en el cuarto de una celestina encubridora que al mismo tiempo se finge comadrona
y facilita los abortos. ¿Entendiste?
Estuve en el escondrijo de un atracador. En casa de un traficante en drogas.
En el tugurio en que se esconde un asesino. ¿Me estás oyendo bien?
Estuve en la habitación de una mujer que explota, desde hace años, una casa de citas, con
menores.
Estuve visitando a un blasfemo, a un borracho, a un ladrón.
Estuve en todas las casas de prostitución; tengo una lista mucho más completa que el
fichero de la policía; pero ¿es que piensas que yo puedo dejar abandonadas a esas pobres
mujeres?
Estuve en casa de un hombre casado, de cuarenta años, que violó brutalmente a una niña
de doce. ¡No protestes! ¿No te parece suficientemente desgraciado como para que yo vuelque
en él mi piedad y misericordia?
y ... no sigo más. Ya te haces una idea, ¿no es verdad?
Pero tengo fichas más negras, inmensamente más negras.
Piensa en el pecador más repugnante, más degenerado, más responsable, más punible por
todas las leyes; ¡allí estoy yo con él! ¡Estos son los casos que seducen a mi Corazón!
Los pecadores fáciles los visitáis vosotros. No hay problema.
Las almas rotas, las ovejas negras, son las mías.
Necesitan más mi amor.
iÉsas sí que pueden decirme y llamarme, con todo derecho, más que tú: «Mi Cristo Roto.
Porque soy, sobre todo, de ellas y para ellas.

CRISTO VISITA UNA COFRADÍA

Hay personas que parece han nacido para conseguir lo imposible; cuyo destino es
buscar las metas más inaccesibles sólo para gustar el placer de conquistarlas.
Su goce supremo no es precisamente la consecución final del objeto, sino el regusto
sabroso de cada dificultad vencida y de cada obstáculo pulverizado.
Más que en la posesión definitiva, se satisfacen en la tensión de las etapas que a ella
les conducen.
Les seduce la dificultad. Por eso son temibles.
Así era el Hermano Mayor de una Cofradía Penitencial de Semana Santa.
Intuyó la especialísima dificultad de llevar a «Mi Cristo Roto» en visita a la Casa de la
Cofradía, y decretó conseguirlo. Fuera como fuera.
. Adivinó que esta vez tendría que habérselas con el mismo Cristo, y se acreció más
todavía.
Me telefoneaba, tenaz e implacable, cada semana.
Así llevábamos ya dos meses.
Yo la temía porque cada llamada telefónica lo hacía más duro.
Cuando me telefoneó la primera vez me dijo Cristo:
-Toma nota y dale largas.
Yo procuraba cumplirlo, pero se me estaban agotando los recursos.
Y cada semana veía acercarse con más miedo el viernes, que era el día en que, sin falta, me
llamaba el Hermano Mayor.
Cada viernes me exponía un argumento nuevo. Y cada viernes concretaba un detalle más del
programa que regiría en la visita de Cristo.
Él no tenía prisa.
Daba la impresión de haber oído, él también, al mismo Cristo cuando me dijo la primera
vez: «Toma nota y dale largas».
Y aceptaba la espera con una larga y desconcertante tranquilidad.
***
A lo largo de aquellos viernes, para mí infinitos, el Hermano Mayor me fue dando un curso
completo de su Cofradía; desde sus remotos orígenes hasta el momento actual.
Por eso reclamaba la visita de Cristo; porque se trataba de una noble Cofradía con solera,
nacida en el siglo XV: aprobada y enriquecida con indulgencias por diversos Pontífices Romanos;
distinguida con especiales privilegios y ligada en su historia con la vida religiosa y social de la
ciudad.
La Imagen titular, que daba nombre a la Cofradía y que enorgullecía a todos los Hermanos,
era una talla excepcional de Cristo Crucificado, debida a la gubia del más cotizado imaginero
barroco. Modelo impecable de anatomía y pasmosa expresión de divinidad.
-Por eso -me decía el Hermano Mayor- esta Cofradía, que posee el Cristo más bello y
completo de la Ciudad, y tal vez del mundo, siente más que nadie las mutilaciones de «Mi Cristo
Roto» y quiere rendirle un homenaje.
-Toma nota y dale largas-...era siempre la respuesta de Cristo.
-Bien, Señor -le respondía yo resignado, mientras me preguntaba a mí mismo: «y ¿qué
disculpa le daré yo al Hermano Mayor el próximo viernes?»
***
Afortunadamente Cristo se anticipó a ese viernes temido.
El jueves por la tarde me previno:
-Mañana, cuando te llame por teléfono, dile al Hermano Mayor que acepto su invitación.
Que te dé el programa definitivo de la visita. Y me lo comunicas después.
Yo creía que al conocer la aceptación el Hermano Mayor iba a expresar alborotadamente
su alegría.
Nada de eso.
Me oyó con una imperturbable serenidad. Sin sorprenderse. Como quien lo daba por
descontado. Claro que se alegraba. No faltaba más.
Pero se quebró de pronto aquella vibrante tensión que yo veía crecer en él, viernes tras
viernes.
La visita quedó fijada para el próximo domingo. A las doce del mediodía.
Sitio: el domicilio oficial de la Cofradía. Una gran casa, perfectamente instalada, con una
espléndida Sala de Conferencias, en donde podrían reunirse ampliamente todos los Hermanos.
Invitaría a todas las demás Cofradías penitenciales de la ciudad para que enviaran una
representación al Homenaje. Porque era esto esencialmente lo que se buscaba: un Homenaje en
desagravio por sus mutilaciones a "Mi Cristo Roto».
Los actos sustanciales del programa, que podrían modificarse en detalles secundarios,
serían los siguientes:
1. Recepción solemne de «Mi Cristo Roto» en el amplio vestíbulo de la Casa. Y traslado
procesional de la Imagen, bajo palio, acompañada por todos los Hermanos con cirios, alrededor
del patio, hasta la Sala de Conferencias.
2. Ya en la Sala, y colocada la Imagen en sitio de honor, devoto «Besapiés» de todos los
Hermanos e invitados a «Mi Cristo Roto».
3. Colecta especial entre todos los Hermanos, con el fin de obsequiar a Cristo con una más
digna instalación de su Imagen.
4. Breve alocución. Y despedida. Este era el programa.
El Hermano Mayor me pedía que fuera yo quien pronunciara ese breve sermón de
circunstancias.
Yo acepté, en principio, condicionalmente. Pero a la media hora, después de haberlo
consultado con Cristo, ya le di por teléfono mi confirmación definitiva.
Cristo no sólo aprobó el que yo hablara, sino todo el programa, sin salvedad alguna, tal
como lo proponía el Hermano Mayor.
Yo había temido, en un principio, alguna reacción negativa de Cristo -a quien yo creía
empezar a conocer un poco-ante algunos números del programa; en concreto, el que se refería a
la Colecta. Pero con gran sorpresa mía, Cristo no puso el más mínimo reparo.
Me extrañó tanto, que temí no haberme expresado claramente. Por eso insistí:
-Señor, te expliqué bien que habrá una Colecta para hacerte un donativo, ¿verdad?
-Sí. Ya me lo dijiste. Y ¿qué? No te preocupes por la Colecta. ¿No decís vosotros que el
hombre propone y Dios dispone? Pues déjalos que organicen, con toda su buena voluntad, esa
Colecta... Porque se tendrá la colecta. Aunque a mi estilo. Y, a propósito: te prevengo ya, de una
vez, que tu papel, en esa visita a la Cofradía, va a ser de puro instrumento en mis manos.
¿Comprendes? Inhibición absoluta de tus propias iniciativas y entrega incondicional al
cumplimiento de mis impulsos. Yo actuaré en ti. Déjate guiar.
-Pero, ayúdame, Señor.
***
A lo largo de los dos días que mediaron hasta el domingo, el Hermano Mayor mantuvo un
meticuloso contacto a través del teléfono.
Me consultaba todos los detalles. Me daba cuenta de cualquier variación.
El programa inicial quedó sustancialmente intacto. Y se concretó el último detalle: nos
vendrían a recoger dos Hermanos de la Cofradía el domingo a las doce menos veinte de la
mañana.
***
Todo empezó puntual.
En el coche ocupé, como siempre, con la maleta en mis rodillas, el asiento delantero,
junto al chófer.
Hasta ese momento, a lo largo de los dos días de espera yo había tratado de imaginar la
jugada con que Cristo nos iba a sorprender en esa visita. Había hecho todas las cábalas y
combinaciones posibles. Porque estaba seguro de que Cristo iba a hacer una de las suyas.
Pero en el instante en que ocupé, con Cristo dentro de la maleta, el asiento delantero del
coche, como si me hubieran pasado una esponja por la imaginación, olvidé mi curiosidad, ces ó
mi expectación, se relajaron todas mis tensiones, y yo me encontré trasladado a un clima
misterioso en que ya todo es posible y en el que nada de lo que acontezca nos causa extrañeza
ni asombro. Envuelto todo en una atmósfera sedante de inviolable serenidad.
El coche se detuvo frente a la gran puerta de la Casa, en cuyo dintel esperaba el
Hermano Mayor, con la Junta de Gobierno de la Cofradía.
Al fondo, en el amplio vestíbulo, aguardaban, en grupos dispersos, los Hermanos e
invitados, que al ver el coche y apercibirse de nuestra llegada hicieron silencio y empezaron a
ordenarse en filas, mientras iban encendiendo los cirios para la procesión.
Al mismo tiempo, los Hermanos Mayores de las otras Cofradías Penitenciales que habían
aceptado la invitación, se iban acercando al palio portátil y empuñaba cada uno su vara
respectiva en el palio, que se iba de este modo desplegando, hasta quedar perfectamente en
marcado en el centro del vestíbulo, frente a la embocadura de la puerta.
Yo veía todo este rápido despliegue de perfecta organización a través del cristal, desde
la ventanilla del coche.
Cuando el chófer me abrió la portezuela, todo estaba en su punto, como en un escenario,
dos segundos antes de alzarse el telón.
No faltaba detalle: a ambos lados de la Casa, por la fachada exterior, dos Hermanos de
la Cofradía se encargaban en ese momento de mantener despejada la acera correspondiente,
para que no fuera invadida por el racimo inevitable de curiosos que en tales ocasiones
siempre están presentes, sin que uno acabe nunca de saber ni cómo se enteraron ni de
dónde vinieron.
Salí del coche con la maleta -y Cristo dentro en mi mano izquierda.
Sólo pude dar un paso por la acera.
Salió a mi encuentro el Hermano Mayor con la Junta de Gobierno. Y comenzaron los
saludos.
A pesar de la vigilancia de los encargados algunos curiosos lograron filtrarse por la
acera y circulaban ya entre nosotros.
De pronto, entre los curiosos, pasó a mi lado, lentamente, un hombre, que yo no sé por
qué llamó mi atención, pues todo en él era vulgar. Tal vez por el contraste con todo lo que
entonces me rodeaba. Mediana edad, de aspecto descuidado y con una gabardina muy usada
que le venía demasiado grande por todas partes... Pero no tuve tiempo de verle la cara. Tuve
que atender al Secretario de la Cofradía, que en ese momento me saludaba. Empujado en el
bullicio por otro curioso que pasaba, el hombre de la gabardina me empujó a mí a su vez.
Volví molesto la cabeza hacia él. El hombre también me miró, esbozó una humilde sonrisa y
me dijo tímidamente:
-Usted perdone. Ha sido sin querer.
-No tiene importancia -le contesté.
Aquellos ojos se me clavaron.
Como si lo conociera de toda la vida. ¿Algún pobre vergonzante a quien yo socorría?
También yo le sonreí.
Los Hermanos de la Cofradía esperaban para continuar las presentaciones.
Yo entonces, de pronto, sin saber por qué, le alargué la maleta al hombre de la
gabardina. Él la aceptó inmediatamente. Y yo, cogiéndolo de un brazo, lo coloqué a mi
derecha, mientras le decía en voz baja:
-Venga usted conmigo, por favor. Muchos debieron tomarlo por mi maletero. Uno de los
Hermanos, sin embargo, al advertir mi gesto, se adelantó obsequioso a tomar él la maleta.
-No -le dije- Muchas gracias. Este señor me la llevará.
-De ningún modo, Padre -insistió-; para eso estamos aquí. Eso es cosa nuestra.
-No. Eso es cosa suya -y miré al hombre de la gabardina- Gracias.
Y allí quedó a mi lado, con la maleta de Cristo en sus manos, mientras continuaron los
saludos de la Junta de Gobierno.
Acabadas las presentaciones, el Hermano Mayor me indicó que podíamos proceder al
traslado procesional de la Imagen, y me pidió que me acercara al palio portátil, cuyas varas
de plata sostenían los Hermanos Mayores, y me colocara bajo él con «Mi Cristo Roto».
El palio distaba tres pasos de donde nos encontrábamos.
Volví a coger del brazo al hombre de la gabardina que tenía la maleta de Cristo, dimos
juntos los tres pasos, y al llegar junto al palio, lo empujé con mis manos por la espalda hasta
dejado colocado entre las ocho varas, en el centro mismo, bajo el raso blanco bordado de oro.
El hombre de la gabardina no opuso resistencia.
Me retiré, y acercándome al Hermano Mayor, le indiqué que ya podía comenzar la
procesión: «Mi Cristo Roto» ya estaba bajo el palio.
El Hermano Mayor, desde la Presidencia, dirigió sus ojos al palio.
Y se encontró con el hombre de la gabardina en el centro, bajo el raso bordado.
Los ocho Hermanos Mayores que llevaban las varas del palio habían vuelto la cabeza y
estaban mirando también al Hermano Mayor.
Desde la doble fila, los cofrades e invitados, con sus cirios encendidos, se miraban entre
sí, miraban al hombre de la gabardina y luego clavaban los ojos en el Hermano Mayor.
Nadie pronunciaba una palabra. Por eso, en el silencio, a punto de estallar, gritaban con
más elocuencia los ojos.
Aquel oleaje de miradas, entrechocando unas con otras, iba, desde la extrañeza, la
incomprensión y el pasmo, hasta la queja, la rabia y la protesta.
Vibraba una peligrosa tensión explosiva en todos los ojos.
Pero al mismo tiempo algo misterioso y sagrado ahogaba las protestas y amordazaba los
labios.
Si no hubiera sido por esa fuerza irresistible e impalpable que defendía al hombre de la
gabardina, no lo hubieran tolerado ni dos minutos bajo el palio. Era natural. Hubiera salido
disparando a la calle.
Pero nadie se atrevía, no sólo a intentado con los hechos, pero ni siquiera a formularlo con
palabras.
Entre tanta violencia refrenada el único sereno era el hombre de la gabardina bajo palio.
El Hermano Mayor volvió a mirarme con mil preguntas amontonadas en sus ojos.
Yo volví a repetir en voz muy alta que pudiera llegar a todos:
-Sí. Todo está dispuesto: «Mi Cristo Roto» está bajo el palio. Mírenlo.
Y todos los ojos, automáticamente, se clavaron en el mismo punto: en el hombre de la
gabardina.
Yo no sé qué pasaría en el interior de cada uno.
No sé qué les diría aquella gabardina vieja y demasiado grande, aquellos zapatos rotos y
aquella maleta desastrada.
Sólo sé que el Hermano Mayor repitió solemnemente también en voz alta:
-«Mi Cristo Roto» está ya bajo el palio. -Que comience la procesión.
Las filas comenzaron lentamente a moverse. Los altavoces difundían una marcha
procesional.
Los cirios encendidos marcaban ya un tembloroso cauce de luz. Las borlas del palio
comenzaron a balancearse entre las varas de plata.
Y el hombre de la gabardina comenzó también a caminar al mismo. tiempo, con su espalda
un poco encorvada, como si algo lo abrumara; arrastrando pesadamente sus zapatos rotos y
deslustrados como si llevara caminando sin cesar siglos y siglos, y desnivelado el hombro
derecho por el peso de aquella maleta, como si llevara en ella los dolores y los pecados de todos
los hombres.
Así dimos la vuelta al patio.
y así entramos en la Sala de Conferencias. Pero ahora el hombre de la gabardina
desfilaba con toda solemnidad sobre la alfombra del pasillo central; entre las miradas, atónitas
hasta el paroxismo, de los cofrades e invitados, que le rendían, a ambos lados, una doble
escolta de honor.
La tensión y el silencio subrayaban el insólito homenaje.
***
Así fue avanzando, bajo palio, el hombre de la gabardina, hasta la tribuna.
La Presidencia -yo en ella marchaba detrás.
Llegados ya a la tribuna, me comunicó el Hermano Mayor que se iba a proceder al solemne
«Besapiés» de «Mi Cristo Roto».
Convenientemente instalado en el centro de la tribuna aguardaba un gran sillón barroco de
madera dorada. En él debía sentarme yo para ofrecer con mis manos la Imagen de Cristo a
todos los Hermanos, que irían acercándose a besarlo.
A ambos lados del sillón estaban colocadas dos bandejas de plata, en las que los
Hermanos, al retirarse, después de besar la Imagen, podrían depositar su donativo para «Mi
Cristo Roto». Así se realizaría la colecta.
Este era el programa.
Y éstas eran en concreto las órdenes que me comunicó el Hermano Mayor.
Yo las escuché. Y me apresté a cumplirlas.
Le pedí la maleta al hombre de la gabardina, que continuaba a mi lado.
La abrí delante de todos y lentamente fui sacando de ella la Imagen de «Mi Cristo Roto».
Libre ya de su embalaje, lo levanté en alto y lo mostré a todos los presentes en un gesto
litúrgico que recordaba el momento del Viernes Santo, cuando se alza en alto, gloriosamente, a
Cristo en cruz, libre ya de sus velos morados.
La tensión, contenida hasta entonces, se quebró al ver a «Mi Cristo Roto». Y la visión de
sus miembros mutilados arrancó un clamor ahogado, a medio articular, de pasmo y compasión.
Los Hermanos de la Cofradía se sentían ya en su ambiente, en su normalidad.
Había vuelto el bienestar.
Y, generosos, parecían mirar ya hasta con ojos de reconciliación al .hombre de la
'gabardina.
Hice girar a Cristo en alto como a una Custodia. Los mil ojos de la Cofradía giraban al
mismo ritmo encadenados por la Imagen.
Bajé a Cristo y me volví hacia el sillón barroco.
Debía sentarme en él.
Y eso hubiera hecho, de no haber intervenido Alguien: una fuerza me detuvo a medio
camino. Y ya fui otro yo también.
Me acerqué al hombre de la gabardina, lo obligué a subir hasta el sillón dorado, lo senté
en él, le coloqué en sus manos a «Mi Cristo Roto» y me dirigí al Hermano Mayor para decide:
-Ya podemos empezar el «Besapiés». Acérquense a besar a Cristo.
-Pero ¿así, Padre? -me preguntó, suplicándome, abatido, el Hermano Mayor; al mismo
tiempo que con ojos y manos me mostraba al hombre de la gabardina vieja sentado en el sillón
dorado-. ¿Así, Padre?
-Así. Así -le contesté firme- Así. Yo iré el primero.
El Hermano Mayor se volvió al auditorio. Habló también lento y firme:
-Hermanos, vamos a besar con toda devoción y cariño los pies rotos de Cristo.
La tensión de protesta y rebeldía ante lo absurdo y lo insólito se abatió nuevamente
sobre los Hermanos de la Cofradía.
Pero, nuevamente, nadie se atrevió a formular ninguna protesta.
Y todos los lógicos conatos de abandonar violentamente la sala fueron silenciosamente
reprimidos.
Comenzó el «Besapiés»,
Yo, el primero.
Me acerqué al sillón barroco, me arrodillé ante el hombre de la gabardina y le besé el pie
al Cristo, que él me alargaba entre sus dos manos.
En el momento mismo del beso no caí en la cuenta; pero, luego, un segundo después,
mientras me levantaba, noté en mis labios una sensación extraña, un sabor nuevo de beso a
Cristo. Como quien no ha besado madera fría, sino carne tibia; no una escultura muerta, sino
un miembro vivo. Y este sabor, de auténtico beso, caliente y vivo, me duraba en los labios.
Tanto, que hasta me llevé a ellos, inconscientemente, la mano.
Y con esta extraña sensación en mi boca y en mi alma, me coloqué a un lado, mientras el
Hermano Mayor primero, y todos los demás después, se iban acercando al sillón para el
«Besapiés».
Yo los veía repetir fielmente a todos la misma ceremonia que yo había iniciado:
acercarse, arrodillarse y besar a Cristo, que les ofrecía el hombre de la gabardina.
De pronto empecé a notar que todos los Hermanos hacían, al levantarse, un gesto
extraño con los labios, pasándose la lengua por ellos, o llevándose la mano a la boca. Como yo.
¿Qué estaba sucediendo?
Clavé los ojos en el hombre de la gabardina y lo comprendí todo.
El Hermano de turno, que se acercaba, veía al arrodillarse la Imagen de «Mi Cristo Roto»
entre las manos del hombre de la gabardina. Y acercaba sus labios para el beso a la Imagen.
Pero en ese mismo instante se producía una maravillosa transformación, muy difícil de explicar
y describir. Sin llegar a desaparecer del todo la Imagen de Cristo, las manos de aquel hombre
parecían como alargarse y transmutarse en miembros de Cristo. Algo así como si la carne de
aquel hombre revistiera la madera de la escultura; como si se fundieran sus manos en Cristo;
como si su carne diáfana fuera sólo un velo a través del cual se transparentaba Cristo. Y así, lo
que de este modo se besaba, eran las manos del hombre de la gabardina hechas Cristo.
Un beso caliente, vivo, entrañable, que por el camino de los sentidos iba a depositarse al
fondo mismo del corazón, para ungirlo y consagrarlo con un sello de amor.
Pero había más.
La visión era estremecedora y reconfortante al mismo tiempo.
Mientras proseguía el desfile de los Hermanos, que subían y bajaban para el «Besapiés»,
cantando todos al unísono el himno gregoriano «Ubi caritas et amor, Deus ibi est», «Donde
están la caridad y el amor, allí está Dios», el hombre de la gabardina, sin dejar de serlo, iba
pasando por una sucesiva y lenta metamorfosis, transformándose en mil rostros y personas,
que en otro desfile, paralelo y simultáneo al de los Hermanos de la Cofradía, iban ocupando, por
unos segundos, el dorado sillón barroco.
Y todos mirábamos, hipnotizados, aquella fascinante sucesión de rostros inolvidables.
Era como si todos los pobres, enfermos, dolientes y oprimidos que se habían cruzado en
los caminos de nuestra vida, fueran llegando, convocados a una cita misteriosa, por un camino
invisible que desembocaba detrás del sillón.
y ocupaban su asiento, por un instante, para recibir nuestro beso.
«Ubi caritas et amor, Deus ibi est», «Donde están la caridad y el amor, allí está Dios».
Nos habíamos cruzado, rozándonos, en algún camino de nuestra vida: en la calle, en el
subte, en el tren, en el autobús, en el campo; en la playa; a la entrada del Cine, de la Sala de
Fiestas del Hotel, de la Iglesia; viejos, jóvenes, niños mujeres; nos miraron, los miramos; pero
nosotros apartamos inmediatamente la vista molesta. Fue una mirada fugaz. Creíamos haberles
olvidado; imposible volver a reconocerlos. Y ahora los volvíamos a ver y los reconocíamos a
todos: viejos compañeros anónimos -pobres, enfermos, dolientes, oprimidos en los viejos y
lejanos caminos de nuestra vida.
A todos nos unía «Mi Cristo Roto».
Y un beso en su carne sufriente y humillada. «Ubi caritas et amor, Deus ibi est.»
Una confortable atmósfera de caridad nos envolvía. Todos nos sentíamos alegres y
mejores. Y la caridad abría los corazones.
Y los bolsillos.
Los Hermanos, al retirarse, después de besar al hombre de la gabardina, iban depositando
su generosa aportación para la colecta anunciada.
Las dos bandejas, izquierda y derecha, veían crecer el pingüe montón, verde y azul, de sus
billetes.
Hasta que se levantó, para retirarse, el último Hermano que estaba besando a Cristo.
El «Besapiés» había terminado.
El Hermano Mayor se iba a acercar a mí para indicarme que había llegado el momento de
mi breve alocución final.
Pero entonces sucedió lo inesperado. Un número que no estaba previsto en el programa.
El hombre de la gabardina se levantó de su dorado sillón presidencial y le entregó la
Imagen de «Mi Cristo Roto» al Hermano Mayor. Luego fue a buscar la maleta, apartada en un
extremo; regresó con ella al centro, la colocó abierta en el asiento del sillón y fue vaciando en
ella, lentamente, sin fiebre codiciosa, las dos bandejas repletas de billetes.
Seguíamos la escena en un angustioso silencio. Cerró la maleta, la aseguró con sus dos
cierres metálicos, dejándola cerrada en el sillón, mientras se acercaba de nuevo al Hermano
Mayor para recoger la Imagen de Cristo que antes le confiara. La colocó sobre su pecho,
debajo de su gabardina sucia, que cruzó luego sobre la Imagen, apretando Cristo y gabardina
juntamente con su mano derecha abierta y extendida. Se acercó luego a la maleta llena de
billetes y la tomó con su mano izquierda.
Y lentamente, con absoluto dominio, empezó a descender los seis escalones de la tribuna.
Continuó alejándose por la alfombra del pasillo central, sin prisa, con su espalda un poco
encorvada y arrastrando sus zapatos rotos y deslustrados.
Todos lo contemplábamos atónitos. Con la inhibición total de nuestras violentas
reacciones.
Llegó a la puerta, la abrió lentamente, salió de la Sala y con la misma lentitud y suavidad
volvió a cerrarla tras sí.
En el silencio misterioso que nos invadía se amplificó el leve chasquido del picaporte al
encajar las dos hojas de la puerta.
Todos la asaeteábamos sin pestañear.
No sé cómo no quedó pulverizada bajo nuestras miradas.
Pero de pronto se desvaneció el encanto: fue como volver en sí. Un murmullo violento y
encontrado de exclamaciones y comentarios comenzó a levantarse en la Sala.
Crecía temerosamente.
Hasta que al fin, como los latigazos del trueno en la tormenta, restallaron, en distintos
ángulos, unos gritos aislados:
--¡Sinvergüenza!
--¡Cínico!
--¡Ladrón! ¡Se va con nuestro dinero!
--¡A emborracharse! ¡A gastarlo todo con fulanas!
--¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
Y hasta hubo algún conato esporádico de lanzarse a la puerta para perseguir y atrapar,
como fuera, al hombre de la gabardina.
Afortunadamente el Hermano Mayor logró imponerse. Y su voz fue calmando los gritos y
los murmullos.
Yo me acerqué a él:
-Vamos a cambiar el programa. Las palabras finales, que estaban a mi cargo, las va a
pronunciar usted, ¿le parece? Nadie mejor que usted.
Aceptó.
Hablaba con una descarnada humildad. Los Hermanos de la Cofradía le prestaban un
emocionado silencio:
-Hermanos: estoy tan desconcertado como vosotros. Sin acabar de comprender. Pera hay
algo a todas luces evidente: Cristo ha querido darnos una lección. Insólita. Dura. Difícil.
Necesitamos tiempo y luz para comprenderla y asimilarla. A veces siento como que se me va a
la cabeza, golpeada a mazazos. Pero lo más desconcertante es que Cristo, después de darnos
esta lección, se nos ha ido. Se fue, abandonando la Sala y dejándonos aquí solos, con ese
hombre misterioso. Lo ha preferido a él. Y esto nos deja anonadados- hizo una pausa-. Algunos
de vosotros, inconscientemente, no los culpo, porque es una explicable reacción instintiva, han
protestado de que ese hombre de la gabardina vieja se escapaba con nuestro dinero. Y alguien
ha querido correr tras él para darle alcance y rescatar nuestros billetes. Y ¿no protestáis
porque se llevó a Cristo? El dinero no nos importa. Cristo, sí. Y se ha fugado con él. Hay que
recuperar a Cristo, Hermanos. Ya sabemos dónde. A Cristo lo localizaremos y le daremos
alcance, para hacerlo nuestro, en todos los hombres de gabardina vieja, zapatos rotos y
mirada doliente. Hay que buscar a estos hombres, Hermanos, si queremos encontrar a Cristo.
Hermanos...
No pudo continuar.
La puerta de la Sala se abrió violentamente, con estrépito. Y un hombre, pálido y
descompuesto, apareció en el umbral.
Se detuvo, frenado, al ver la concurrencia de los Hermanos. Pero fue sólo un instante, y
siguió avanzando a toda prisa, corriendo casi, por el pasillo central, hasta subir a la tribuna.
Se dirigió, nervioso y excitado, al Hermano Mayor. Mientras le hablaba en voz baja, con
incontrolados gestos de sus manos, yo pregunté al más próximo quién era.
Se trataba del sacristán de la Iglesia adjunta, en donde la Cofradía daba culto, en su
Capilla propia, a su Imagen titular: el bellísimo Cristo en cruz tallado por la gubia del más
cotizado imaginero barroco.
A medida que escuchaba, el Hermano Mayor se iba poniendo más pálido y desencajado
que el mismo sacristán.
Cuando éste terminó de hablarle, ante la angustiosa expectación de la Cofradía, el
Hermano Mayor dio un paso hacia adelante, se le vio hacer un esfuerzo para controlar sus
nervios, y logró decir con aparente y mal fingida serenidad:
-Hermanos: parece que Cristo sigue dándonos su lección desconcertante. Yo os pido
tranquilidad. Y aceptación total. Yo os suplico que frenéis vuestras primeras reacciones. No os
alarméis. Todo tiene arreglo... Me comunican que hace cinco minutos nada más, nadie sabe cómo ni por
qué, nadie se lo explica, han fallado en la pared los ganchos de hierro que sujetaban la Cruz de nuestra
Imagen titular... y Nuestro Santísimo Cristo se ha desplomado, altar abajo, rodando hasta el suelo de
mármol...
Un dolor infinito se desplomó, abatiéndolos, sobre todos los Hermanos. Les dolía en su propia
carne, físicamente, la caída de su Cristo. Se retorcían, convulsas, muchas-manos. Y se mojaban,
calientes, muchos ojos. Querían a Cristo sinceramente; como a su carne y su sangre...
El Hermano Mayor lo sabía. Terminó:
-Por los daños de nuestra Imagen titular creo que no debemos angustiamos: siempre podrán ser
reparados. Y lo serán. Lo más difícil, lo que debe preocuparnos de verdad, es comprender bien esta
lección de Cristo. Y, sobre todo, llevarla a la práctica. Pidámoselo a Él.
***
Nos trasladamos todos a la Iglesia.
La comprobación de los hechos superó lo que habíamos imaginado.
El Cristo de la Cofradía, de tamaño natural, al desprenderse de la alta pared a la que estaba
sujeto, había arrastrado en su caída candelabros y jarrones y yacía en el suelo de mármol al pie del
altar.
El peso enorme del madero de la Cruz había gravitado sobre la Imagen. Y Cristo, aplastado bajo
su peso, quedó mutilado y roto en sus bellísimos miembros.
Al verlo, instintivamente, todos caímos de rodillas.
Nadie se atrevía a tocarlo; como si al intentarlo pudiéramos causar más dolor a Cristo.
Se oían sollozos incontenidos.
Oí que alguien decía, cerca de mí, en voz alta:
-Esto es un castigo. Un castigo. Cristo nos ha castigado.
Y vi cómo, al oírlo, muchos Hermanos parecían doblarse aplastados por aquella fatal culpabilidad.
Aquello me dolió. No pude más y me puse en pie:
-No, Hermanos. No. Esto no es un castigo. Castigar no es el estilo de Cristo. No, Hermanos. Esto
es una lección. Una parábola, difícil y oscura, como las del Evangelio. Una parábola para hacernos
reflexionar sobre nuestro amor a Cristo y a nuestros hermanos. Una parábola que despierta en
nosotros infinitas preguntas.
¿No invitasteis a vuestra a Casa a «Mi Cristo Roto»? Pues ya vino. Y ved de qué inesperada
manera. Para quedarse.
Vuestro orgullo justificado era poseer el más bello Cristo en Cruz de la ciudad.
Pero Él quiere que seáis los dueños, ahora, del Cristo más roto y mutilado de esta misma ciudad.
Gozándonos en la belleza de sus miembros tallados en el prodigio de la madera, ¿no nos
olvidábamos muchas veces, tal vez, de sus miembros rotos y sufrientes en nuestros hermanos?
La divina belleza de vuestro Cristo despertaba en vosotros el culto espléndido y la piedad
ungida.
Vuestro Cristo, ahora roto, ¿no viene en su caída a despertar en vosotros una más
exigente y organizada caridad para el prójimo?
¿Os duele verlo roto, tan bello, en la madera? y ¿no os dolerá más verlo roto en la vida de
tantos hermanos?
¿Seréis capaces de emprender la restauración de vuestro Cristo, antes de tratar, lo
primero, de reparar tantas mutilaciones y roturas en la carne y en la vida de nuestros
hermanos los hombres?
Hoy, en la caída de vuestro bellísimo Cristo, le han nacido a vuestra Cofradía miles de
Hermanos nuevos: todos los que están rotos como vuestro Cristo.
¿No los recibís como Hermanos, los más queridos, de vuestra Cofradía?
Preguntádselo a vuestro Cristo caído en tierra. Y que Él os conteste.
EPILOGO

Después de andar de casa en casa, "Mi Cristo Roto» es completamente distinto.


De visita en visita, de dolor en dolor, ha ido sufriendo una maravillosa transformación.
Exteriormente parece el mismo. Pero no lo es.
De cada casa, de cada visita, de cada persona, de cada dolor, vuelve con algo nuevo.
Invisible. Pero real.
Hay quien tiene una vitrina donde guarda y exhibe todos los pequeños recuerdos de
sus viajes por el mundo.
"Mi Cristo Roto” es una auténtica vitrina, en que palpitan, formando una entrañable y
enternecedora colección, todos los recuerdos de sus visitas: lágrimas, besos, súplicas,
caricias, abrazos, quejas, suspiros, olores...
Sobre sus miembros están impresas las huellas dactilares de todos los que en sus
visitas lo han tocado y acariciado. No hay quien borre esas huellas. Están amorosamente
registradas en su carne. Yo las repaso y las acaricio con las yemas de mis dedos, y siento
que entonces me aprietan la mano, fraternalmente, todos los que han tocado a "Mi Cristo
Roto».
Y ya no me siento solo junto a Él.
Estoy unido en Él con todos los hermanos que como yo lo han querido y lo han besado.
y cuando lo beso a Él, siento que mil labios lo están besando conmigo. Y mi beso se
entrechoca sobre Él con mil besos. Y ese beso a Cristo nos besa a todos en Él.
Cuando sufro, no sufro solo. Porque al tocar y abrazar a Mi Cristo, me encuentro entre
mis manos y entre mis brazos, saliendo a recibirme, los dolores de todos los hermanos que lo
han abrazado. Y se hace más chico mi dolor en el abrazo de todos los dolores sobre «Mi
Cristo Roto».
A veces, antes de romper yo a llorar sobre Él, ya me mojan, al acercarme, otras lágrimas
frescas que antes lo mojaron a Él y que ahora, al conjuro de mi llanto, brotan como una
fuente escondida dentro de su carne rota.
Y ya no tengo miedo de llegar a Él con mi pecado; porque sólo con aproximarme a “Mi
Cristo Roto” siento un perfume de nardo de pecadoras enamoradas, que metido entre sus
poros, emana de sus pies rotos, animándome al perdón y al amor.
Y no moriré solo: mi muerte se unirá a la muerte de los que han muerto besándolo.
Y no resucitaré solo: rotos y muertos en “Mi Cristo Roto”, resucitaremos juntos, por sus
miembros mutilados y rotos.

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