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El tanque de guerra y los niños

En la quietud de un pueblo que el tiempo parecía haber olvidado, las marcas de la guerra se
grabaron en la tierra y en el alma del lugar. Dos niños, unidos más allá de la sangre, se
enfrentaban a un gigante de acero: un tanque abandonado, testigo mudo de antiguas
batallas. Sus ojos, espejos de un cielo plomizo, no destilaban temor, sino una curiosidad
pura, un desafío a la memoria dormida del coloso.

El mayor, con la gravedad de un comandante en ciernes, tocaba el metal helado, su mente


danzando entre escenas de guerra que nunca vivió. El menor, cuya sonrisa era un faro en la
penumbra del pasado, se balanceaba en los restos de un cañón que ya no infundía temor,
sino que invitaba al juego.

Las viviendas a su alrededor, con sus fachadas marcadas por la violencia, eran el telón de
fondo de una historia que los niños solo atisbaban en el silencio de los adultos, en sus
miradas evasivas, en sus susurros. Pero para ellos, el tanque era simplemente un desafío a
su imaginación, una fortaleza esperando ser conquistada.

La crónica de aquel día no registraría tácticas bélicas ni lamentos por los caídos; en cambio,
resonaría con la risa de dos niños que, sin pretenderlo, redefinían ‘victoria’. Era el relato de
cómo la vida, con su inocencia y su esperanza, se abría paso, reclamando cada espacio,
cada rincón arrebatado por la guerra.

Y así, mientras el sol se deslizaba hacia el ocaso, tiñendo el cielo de tonos cálidos, los
jóvenes paladines de la paz emprendían el camino de regreso, dejando atrás el tanque que,
en su silencio, parecía bendecir su nuevo propósito, su nueva existencia impuesta por la
imaginación infantil feliz.

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