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Título original: From a Certain Point of View: The Empire Strikes Back
Autores: Kiersten White, Mark Oshiro, Emily Skrutskie, C. B. Lee, Delilah S. Dawson, Amy Ratcliffe, Gary
Whitta, Charles Yu, R. F. Kuang, Michael Moreci, Christie Golden, Hank Green, Katie Cook, Beth Revis,
Jason Fry, Seth Dickinson, Django Wexler, Jim Zub, Mike Chen, Catherynne M. Valente, John Jackson
Miller, Tracy Deonn, Michael Kogge, Daniel José Older, Zoraida Córdova, Sarwat Chadda, Mackenzi Lee,
Cavan Scott, S. A. Chakraborty, Lilliam Rivera, Austin Walker, Martha Wells, Brittany N. Williams, Rob
Hart, Karen Strong, Adam Christopher, Alexander Freed, Anne Toole, Lydia Kang, Tom Angleberger
Ilustraciones: Chris Trevas
Arte de portada: Will Staehle
Publicación del original: 2020
Edición mexicana
Traducción: Margarita Alejandra Sordo Ruiz
Revisión: Klorel
Maquetación: Bodo-Baas
Versión 1.0
28.06.22
Base LSW v2.22
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
DECLARACIÓN
Todo el trabajo de digitalización, revisión y maquetación de este libro ha sido realizado
por admiradores de Star Wars y con el único objetivo de compartirlo con otros
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propiedad intelectual de Lucasfilm Limited.
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El grupo de libros Star Wars
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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Varios autores
— Elige cualquiera de las transmisiones que has visto. Vas a vivir allí el resto de tu vida.
¿Dónde estás? —dijo Lorem; su voz resonó la salita de procesamiento donde todos ellos
trabajaban.
Maela admiraba cómo Lorem desarrollaba varias tareas a la vez: clasificaba datos y
seguía con su charla interminable. A Dirjo Harch no le gustaba eso.
—Solo haz tu trabajo —dijo, al tiempo que borraba todo lo que había estado
contemplando en la pantalla y sacaba el siguiente paquete de datos. Maela desearía que
pudieran trabajar individualmente. O mejor aún, en pequeños equipos. Ella escogería a
Lorem y a Azier para el suyo. En realidad, formaría un equipo con cualquiera menos
Dirjo, acompañado siempre de sus expresiones amargas y personalidad apretada.
—Estoy haciendo mi trabajo —repuso Lorem, alegre como siempre. A veces usaba su
gorra ladeada sobre sus rizos oscuros, apenas lo suficiente para salirse del código de
vestuario, pero no lo bastante como para dar a Dirjo una excusa para reportarla. A Maela
le gustaba el uniforme y lo que significaba: que estaba aquí y lo había logrado.
Una luz se encendió junto al rostro de Maela y ella accionó el interruptor para aceptar
la transmisión entrante y ponerla al final de la creciente fila de espera. Había pasado tanto
tiempo con los vipers, infinitas hileras de ellos, de cabezas como cúpulas y piernas que
parecían tentáculos articulados. Solía mirarlos a los ojos negros y vacíos mientras se
preguntaba adónde irían, qué verían. Ahora ella veía todo.
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—Pero mientras hago mi trabajo —agregó Lorem, en tanto se tensaban los hombros
de Dirjo—, no veo por qué no podemos divertirnos. Vamos a ver cien mil de esas
transmisiones.
Azier se reclinó hacia atrás para estirarse. Se frotó las manos bajo su pálida cara
pulcramente afeitada y con arrugas. Maela sospechaba que ponerlo a trabajar en la
recuperación de las transmisiones y la unidad de procesamiento del proyecto Enjambre
era como rebajarlo, aunque no supiera el porqué. Dirjo y Lorem estaban comenzando su
trabajo al servicio del Imperio, como ella.
—Lorem, mi joven amiga —dijo Azier, con el tono de voz seco y pulido propio del
Imperio, mismo que Maela estaba tratando de dominar para ocultar que venía de otra
parte—, el hombre al que nos reportamos está de servicio en la Executor, como parte del
Escuadrón de la Muerte de Lord Vader. ¿De veras crees que la diversión es una prioridad
para cualquiera de ellos?
Lorem soltó una risita y Maela sonrió. En cambio, Dirjo frunció el ceño, giró la
cabeza y preguntó:
—¿Estás criticando a Lord Vader?
Azier hizo un ademán de rechazo y aclaró:
—Ellos traen la muerte a quienes amenacen al Imperio. He vivido una guerra que
ninguno de ustedes recuerda ni comprende. No deseo hacerlo de nuevo. Y para contestar
a tu pregunta, Lorem, preferiría flotar en esta lata para siempre antes que visitar una de
esas rocas olvidadas que nuestras droides sondas reportan.
—No son cien mil —replicó Maela con suavidad.
—¿Qué? —preguntó Lorem mientras giraba en su silla para prestar atención a su
compañera.
—El proyecto Enjambre envió cien mil sondas, pero no todas llegarán a su destino.
Algunas se estrellarán y no podrán funcionar. Puede ser que otras aterricen en ambientes
que imposibiliten la transmisión. Si tuviera que adivinar, yo diría que recibiremos entre
sesenta y cinco mil y ochenta mil transmisiones.
Los vipers eran pequeñas maravillas rudas, protegidas por sus cápsulas, pero aún así,
el espacio era vasto y había otras muchas variables.
—En ese caso —dijo Lorem con un mohín—, habremos acabado al final del día.
¡Luego podemos decidir en cuál planeta viviremos para siempre! Ninguna de mis
perspectivas es buena. Ustedes vienen del Núcleo Profundo, ¿no es así? ¿Traen algún
video de su planeta que podamos añadir a la lista de nuestras posibles reubicaciones?
Maela reanudó su trabajo. Después de todo, sus intentos de ocultar su origen no
habían sido tan buenos como había pensado.
—Ni un trozo de video. No enviamos droides a Vulpter.
Azier resopló al reír.
—¿Qué pasa? —inquirió Lorem—. ¿Qué es tan gracioso?
Dirjo oprimió un botón con más fuerza de la necesaria.
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—La mitad de las droides sondas que tenemos fueron hechas en Vulpter. Vuelvan al
trabajo. —Su tono era brusco, pero dirigió una mirada valorativa a Maela—. Vienes del
lado manufacturero; me gustaría hablar de ello alguna vez.
Maela miró de nuevo su pantalla. Sabía que su trabajo no era muy demandado, que o
era para fracasados como Azier, o para quienes, como Dirjo, no se las habían arreglado
para subir en el escalafón. Sin embargo, ella lo había pedido específicamente y no
deseaba otro puesto en el servicio del Imperio. Deslizó su mano dentro del bolsillo y frotó
la superficie lisa y redonda del ojo principal de un droide sonda. ¿Cuántas veces había
rastreado esos ojos anhelando poder ver lo que miraron? ¿Se imaginaba lanzada al
espacio cercano para descubrir vistas nunca antes descritas?
Ahora allí estaba ella. Tan cerca como pudiera estarlo jamás. El destino y las visiones
de decenas de miles de droides sondas al alcance de las yemas de sus dedos. De veras era
un sueño hecho realidad. Al menos para ella.
—No —le dijo su madre, sin molestarse en quitarse los gogles con cristales como
espejos—. Absolutamente no.
Maela sintió cómo hacía un puchero, lo cual la enfureció. Ya era demasiado mayor
para hacer pucheros, definitivamente muy grande para molestarse porque sus labios no
supieran ocultar sus emociones.
—No es justo —protestó, gesticulando como el prototipo con el que su madre estaba
trabajando—. Hay tanto allá afuera y ellos lo ven todo; yo no veo sino esta fábrica.
Maela se inclinó para mirar su reflejo distorsionado en el ojo principal de un droide
sonda. Sabía que no era un ojo, no de verdad, pero ella pensaba siempre en él de ese
modo. Podría caminar entre las filas de droides que colgaban de vides mecánicas como
racimos de uvas, y verse en cada uno de aquellos ojos. De esa manera, cuando estuvieran
en la galaxia, lanzados a lugares y planetas a los cuales la joven jamás iría, al menos parte
de ella los acompañaría. Un fantasma en las máquinas de su madre.
—¿Crees que verás mucho si trabajas para el Imperio? —preguntó su madre como si
la boca le supiera mal—. No quieres nada de ellos.
—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Maela agitando las manos en alto, asombrada
de la hipocresía de su madre—. ¡Tú trabajas para ellos!
—No trabajo para ellos. Diseño y construyo droides, que no es un empleo fácil de
desempeñar después de la Guerra de los Clones.
Suspiró, se inclinó hacia atrás y sus manos recorrieron sus rizos alborotados; ahora
eran más grises que negros. Maela sabía que, bajo los gogles, había finas arrugas que se
iban extendiendo alrededor de los ojos de su madre.
—Esto es para lo que soy buena, lo que mantiene a salvo a nuestra familia.
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—¡Y nos mantiene encerradas en este planeta inerte, dentro de esta fábrica sin vida!
—gritó Maela, pateó una mesa y las piezas del prototipo salieron volando—. Si al menos
yo trabajara para el Imperio, ¡estaría haciendo algo!
—Sí —contestó su madre como el ruido de una puerta al cerrarse—. Estarías
haciendo muchas cosas.
Salió y dejó sola a Maela con todo aquel metal que aún no era un droide. La chica
tomó un ojo y miró fijamente su reflejo. No quería ser un fantasma, un recuerdo, una
prisionera. El ojo entraba ajustado en su bolsillo, metido junto con la decisión que
acababa de tomar. Se iría a la galaxia, lanzada a nuevos e ignotos destinos por el mismo
Imperio propietario de los droides.
Los ojos de Maela se sentían arenosos, tan resecos que se podía oír cuando parpadeaban.
No sabía hacía cuánto que estaba viendo videos y descartando las transmisiones que no
aportaban información útil. En algún momento los otros habían salido para comer o
dormir, pero ella no lo sabía.
No necesitaba los droides de su madre para llevar su fantasma a la galaxia porque
ahora estaba conectada a ellos. Se encontraban en las yemas de sus dedos y a través de
ellos contemplaba incontables vistas nuevas. Ella estaba en todas partes.
Plantas tan altas como edificios, sobresalientes como torres de colores brillantes que
el ojo humano no habría podido discernir. Paisajes desérticos tan yermos que podía sentir
la resequedad en su garganta con solo mirarlos. Un océano somero, ojos, dientes y aletas
que la exploraban conforme se hundía en la oscuridad. Un mundo tras otro, y ella los
miraba todos.
Estaba tan cegada por el blanco hielo del más nuevo planeta que estuvo a punto de no
verlo.
—Alguien hizo esos —murmuró al rastrear los montículos parejos y simétricos que
sobresalían de la nieve. Eran de metal, y según el droide, generaban energía, lo cual
significaba que estaban en uso. Antes de que pudiera activar la conexión del droide para
dirigirlo, la pantalla relampagueó y se apagó su alimentador.
Su droide se había autodestruido, lo que significaba que lo habían atacado. El corazón
de Maela comenzó a galopar. Eso era. Había encontrado lo que buscaba, estaba segura.
Oprimió el botón del intercomunicador y dijo:
—Los tengo, Dirjo.
—¿Tienes qué? —su voz sonaba a ruido de estática y modorra.
—La Rebelión.
En cuestión de minutos él se inclinó sobre su hombro, con el resto del equipo
amontonándose detrás en el pequeño espacio del puesto de trabajo de Maela.
—¿Estás segura? —preguntó Dirjo—. Hay muchos asentamientos por ahí.
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—No en Hoth. Las únicas cosas que he encontrado son nieve y algún animal de vez
en cuando.
Recorrió el alimentador completo del droide, buscando hacia atrás, pero, aparte de los
generadores y el ataque, solo encontró nieve, hielo, y bestias pesadas que corrían en dos
patas, con bracitos y colas gruesas, poderosas. De verdad, eran lindas. Ella había
dedicado mucho más tiempo a observar los rebaños, imaginándose qué ruidos hacían,
cómo se sentía su pelambre, cuál era la función de esos cuernos enroscados, que a
preocuparse por la Rebelión.
—Además —dijo, mientras intentaba concentrarse—, esos generadores son
demasiado grandes para un asentamiento y alguien atacó al droide.
Eso dolía. Quería restaurar la comunicación. No quería que su droide, sus ojos,
yacieran muertos sobre la nieve.
—Si nos equivocamos… —dijo Dirjo mordiéndose los labios, con el ceño fruncido.
—Si nos equivocamos, debemos seguir observando.
—Equivocarse no es algo tan sencillo en el Imperio —resopló Azier.
Maela no se preocupó. Estaba segura de haber hallado a la Rebelión. Se sentía bien el
tener éxito. Sus droides, sus ojos. Todo ese tiempo gastado en desear estar dentro de ellos
había dado fruto.
Dirjo inhaló profundamente, luego asintió.
—Se lo enviaré a Piett.
Maela se hizo a un lado para dejar su sitio a Dirjo.
Lorem fruncía el ceño al decir:
—Maela es quien la encontró; debería llevarse el crédito por ello.
—No tiene que ver con el crédito —aclaró Dirjo—, sino con el Imperio.
—Si no es por la atribución del éxito, ¿por qué insistes en enviar personalmente el
mensaje a Piett? —murmuró Azier.
Maela ya se había instalado en otro puesto. Si resultaba que había cometido un error,
necesitaría observar para confirmarlo. Así podría conseguir ventaja, pero no podía dejar
de pensar en las criaturas que había visto, ni en el fogonazo de luz y el corte de la
transmisión. Un final violento para la creación de su madre y un abrupto final para el
viaje a Hoth.
Mientras todos estaban distraídos esperando la respuesta de Piett, Maela rebuscó en
incontables transmisiones. Una oleada de triunfo la inundó cuando la encontró: otro
droide sonda se había estrellado en Hoth; eso significaba que aún podía explorarlo. Pero
no debía hacerlo. O Hoth era su blanco, o no lo era, y ella tenía que seguir adelante.
Sin embargo, Hoth se sentía más real que ningún otro lugar donde ella hubiera estado.
Era importante lo que había visto y la joven sentía una ira irracional por el inesperado fin
de la transmisión. Las droides sondas se perdían todo el tiempo, pero a esta la habían
destruido.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Después, sin que ella pudiera precisar cuánto tiempo, pues había mirado
frenéticamente multitud de transmisiones en espera de ver algo especial y tratando de
olvidar lo mucho que quería volver a Hoth, llegó la respuesta desde la Executor.
—Sí, señor. Gracias, señor —respondió Dirjo, inclinado sobre el puesto de trabajo,
mientras el alivio y la alegría se disputaban la expresión de su rostro—. Acertamos, los
Rebeldes están en Hoth.
—Quieres decir que Maela acertó —repuso Lorem al tiempo de poner una mano
sobre el hombro de su compañera.
—Será una gran victoria para el Imperio. Ya es un triunfo para el proyecto Enjambre
—replicó Dirjo, puesto de pie, con los hombros echados atrás, estirando al máximo su
uniforme—. Amerita una celebración.
—Cualquier cosa que me saque de esta celda —masculló Azier al ponerse de pie, sin
molestarse en alisar las arrugas de su uniforme.
Lorem reía al tomar la mano de Maela para arrastrarla fuera de la salita de trabajo. La
joven miró anhelante las luces relampagueantes y los botones cuadrados que la tentaban
con la promesa de otros ojos. Enterró la mano en su bolsillo y frotó la superficie del ojo.
Se lo contaría a su madre. Le mandaría un mensaje de su triunfo, la prueba de que no solo
los droides merecían enviarse a la galaxia.
Soñó con hielo. No podía dejar de pensar en él, de preguntarse acerca de él, de echar de
menos su brevísimo atisbo de un planeta que de verdad era importante.
Unos pocos días después, cuando todo el mundo estaba en el turno de dormir, Maela
se deslizó hasta el centro de procesamiento de Enjambre. La silla estaba helada, y las
luces, muy tenues. El cuarto desapareció para ella en cuanto tomó el control manual de
las droides sondas restantes en Hoth. Se escurrió dentro de la carcasa metálica y dejó que
la pantalla llenara su campo visual. La frialdad de su silla se volvió la del paisaje
desolado. Ella estaba allí.
Al deslizarse por los glaciares y las dunas de nieve, esperaba encontrar una manada
de aquellos animales, pero algo más captó su atención: humo. Se dirigió hacia él sin que
los miembros metálicos tocaran el suelo. La humareda emergía de las tremendas carcasas
de las máquinas del Imperio, aplastadas, arruinadas, quemadas y fundidas. Habían
llegado allí antes que ella.
Sin embargo, no se trataba de ellos ni de ella. Todos eran parte del Imperio. Giró
hacia su blanco. Lo que hubiese ocurrido allí estaba terminado. Se dijo que estaba
buscando cualquier remanente de información que pudiera ser útil al Imperio, pero en
realidad quería ver aquel lugar que nunca podría visitar. Lo descubrió y se lo había dado
al Imperio. Era la victoria de ella también, ¿no?
No fue difícil hallar la entrada a la base, bombardeada y doblada como las máquinas
del Imperio. Entró con cuidado, navegó por sitios donde el techo se había derrumbado,
LSW 17
Varios autores
dejando pedazos de hielo y nieve que le cerraban el camino. Estaba oscuro, así que ajustó
las especificaciones para la transmisión. Entonces lo vio.
La boca le sabía a metal y sus oídos zumbaban. Vio uniformes imperiales y de otros,
cuerpos rotos y chamuscados que quedaron atrás. Se elevó sobre ellos sin tocar nada.
Luego, otro cuerpo. Uno diferente. Ella extendió el brazo. Atrapado bajo el tremendo
peso de la nieve y el hielo, solo era visible la cabeza de la bestia. Su brazo rozó con uno
de esos graciosos cuernos retorcidos… Pero no era su brazo, sino el del droide. Ella
nunca podría saber cómo se sentía tocar a este animal ni a ningún otro. El droide giraba y
giraba; por todas partes había marcas de explosiones, cadáveres y máquinas
achicharradas; no importaba si los cuerpos eran de Rebeldes o de soldados del Imperio o
de animales que debieran andar corriendo sobre el hielo. Todos estaban muertos,
destruidos.
Ella se había lanzado a través de las estrellas y pensado que todo cuanto hacía era
solo ver. Sin embargo, un ojo nunca era solo eso: era un ojo unido a un cuerpo. Maela era
los ojos del Imperio, y las manos de este habían hecho aquello por causa de ella.
Dirjo apoyó la espalda en el respaldo de su asiento para ponerlos al corriente sobre los
avances del Imperio después de Hoth y recordarles una vez más los éxitos de Piett.
Lorem diría que Dirjo se portaba como un dron, pero Maela pensaba que eso era injusto
con los droides, pues estos no habían elegido ser como eran; los fabricaban y se les decía
qué debían hacer. Ellos vieron hacia donde ella les había indicado.
Sus manos se crisparon al imaginar que tocaba un cuerno enroscado. El proyecto
Enjambre había sido un éxito, pero aún no concluía. Nunca terminaría en tanto la
Rebelión sobreviviera para ocultarse. El ojo droide la miró opacamente desde el puesto
de trabajo. Ella observó su reflejo distorsionado y luego se volvió a la pantalla para ver
un alimentador tras otro, cientos de ellos, hasta formar una sola imagen borrosa.
Una luna cubierta de bosques antiguos. El droide recalentado hasta prender fuego a la
vegetación que lo rodeaba. El alimentador se convirtió en un remolino infernal.
Un planeta vacío de luz, tan oscuro que ningún dispositivo en el droide puede
penetrarlo. Solo las acciones repetidas de los sensores de movimiento acaban por insinuar
que en algún lugar allá, algo acecha.
Un asteroide tan grande como un planeta, una sonda dañada al aterrizar, de modo que
solo puede mirar fijamente, inmóvil, sin energía, cómo se la llevan.
Un planeta pantanoso, un motín de plantas y ciénagas, lodo y bejucos; nada que
indicara ser merecedor de un segundo vistazo. Excepto allí, el perfil de algo en la noche.
Inorgánico. Algo que parecía ser un distintivo X-Wing medio hundido. Dirjo se estiraba
la chaqueta meticulosamente.
—Resultados —dijo con un chasquido—. El Imperio depende de nosotros.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Maela golpeó un solo botón para borrar las transmisiones. Con ello sacó a Dagobah
del campo visual del Imperio. Luego se dirigió a los siguientes ojos y al fin pudo ver con
claridad.
LSW 19
Varios autores
HAMBRE
Mark Oshiro
Al hielo no le importa nadie. Él sabía que cada vez que dejaba su hogar, muchos soles e
innumerables lunas podían pasar antes que tuviera lo suficiente para regresar, para
alimentarlos a todos. En especial ahora, aplastado juguetonamente con un cachorro
metido entre las piernas, que luego se puso de pie ante su padre y rugió, un sonido
incapaz de infundir miedo como debiera, pero era un inicio; con la práctica, más alimento
y más crecimiento, este cachorro llegaría a ser tan terrorífico como su padre.
Ambos recorrieron el largo pasaje para salir de la cámara central de la cueva. Sin el
conocimiento que poseían, sería fácil perderse por ahí. Por eso él y su compañero de
cubil habían escogido este lugar hacía mucho. Alguien había vivido ahí antes y las
extrañas cosas que había dejado eran prueba de ello. Objetos duros, pero no de piedra,
hueso ni hielo, que él jamás había visto antes, estaban esparcidos por las diversas cámaras
de la cueva, junto con los restos podridos de lo que consumieron esas bestias.
Este hogar estaba bien resguardado del frío y de otros seres. Encontrar un lugar así,
bueno… Él supo desde el principio que era algo permanente, la clase de hogar que los de
su especie buscaban la mayor parte de sus vidas. Los pocos depredadores que intentaron
invadir su territorio se habían perdido irremisiblemente en los túneles retorcidos, en las
cavernas que parecían tan similares en la profunda oscuridad. Fue fácil cazarlos, débiles y
asustados.
LSW 20
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Caminó hasta llegar a la cresta de la cordillera más cercana. Su instinto lo guiaba hacia
una serie de grutas en aquella dirección. Una vez encontró ahí una manada de su presa
favorita: las bestias bípedas y con aquellos cuernos inútiles a los lados de la cabeza. Eran
fáciles de atrapar, al menos si te concentrabas en una de ellas a la vez. En grupo podían
ser formidables, pero era más sencillo separar a una, perseguirla y aprovechar su miedo
por no contar ya con la presencia de las otras para protegerla.
Se alimentaba de criaturas más pequeñas para conservar su energía, pues rara vez
dormía; se sabía más vulnerable durante el sueño. Apenas descansaba lo necesario para
continuar. La cacería seguía.
El sol pasó por encima de él, una y otra vez. Las lunas, cada una con su color y
forma, aparecían al desvanecerse la luz diurna. La noche cubría todo, el frío terrible
amenazaba con llevarse al cazador, pero siguió adelante. Buscó refugiarse de un frío
particularmente feo, que parecía rebanarle el pelaje, bajo un saliente rocoso y esperó a
que saliera el sol. Hizo todo aquello por su familia.
Encontró una presa en el borde sur de un risco y fue fácil atraparla en el valle que
había abajo. Una vez que sacó de en medio a la bestia más grande, que golpeaba con esos
cuernos que tenía, resultó fácil rastrear a las demás. Se dio un festín con la más pequeña;
devoró cada parte de ella para recuperar la fuerza necesaria para emprender el regreso a
la cueva. No habría paradas ni para dormir. Hacerlo sería un riesgo enorme por los
cuerpos que arrastraba tras de sí. Así que echó a andar.
No advirtió cuántos soles y lunas pasaron. Ni le importó cuán frío se sentía pisar el
hielo crujiente y la nieve. Tampoco permitió que el agotamiento de sus músculos lo
derribara al suelo. Simplemente siguió adelante con una sola idea en mente: regresar.
LSW 21
Varios autores
Subió a la cresta de la última colina y, por un breve instante, creyó que la luz solar
estaba engañándolo. Podía ser cegadora al reflejarse en las planchas de hielo. Dejó caer
los cuerpos de sus presas, se agachó y miró con cuidado a su alrededor.
Unas cosas pequeñitas, bípedas, formas oscuras sobre la nieve, pululaban en el hielo
cerca de una enorme estructura. Algunas montaban sobre el mismo tipo de criaturas que
él cazaba; otras guiaban rebaños, arreándolos con gritos y voces.
Esto podría demorarlo, pero no evitaría su retorno a casa. Se dirigió a la entrada de las
cavernas, en el lado más lejano del risco. Se preguntaba si los recién llegados volverían
más desafiante la cacería. ¿Podrían perturbar su madriguera? ¿La invadirían? La furia
hervía en su interior. Aquel era su hogar.
Pensó en su clan, se escabulló bajando por el valle hasta su cueva. Tenía otra entrada
más pequeña, menos efectiva, que él podría usar. Todo el tiempo contemplaba a esas
criaturas. No parecía que formaran manadas, pero había muchísimas de ellas. No
importaba. Podía aplastarlas con un simple golpe de su zarpa.
Se introdujo apretadamente en una de las entradas traseras a la cueva, cayó al suelo y
se tapó las orejas con las zarpas. Había un sonido horroroso cuyo eco rebotaba en las
paredes: algo agudo, repetitivo, que le perforaba los oídos y enviaba ondas de náusea a
todo su cuerpo.
Le parecía imposible. ¡Estaba tan lejos de esas criaturillas! ¿Habrían irrumpido de
alguna manera? ¿Ni siquiera estaban conscientes de que alguien había estado allí antes
que ellas?
Dejó allí los cadáveres y se aventuró por un túnel hacia su cubil. Cuando llegó al
punto más apartado de este, lo imposible se hizo verdad: allí, ardiendo incrustado en la
pared de hielo, había un hueco enorme, del cual salían los ecos y ruidos que llenaban de
dolor al cazador.
Siguió adelante. Tenía que hacerlo. Debía encontrar a los suyos. Los buscó: en el área
donde enterraban sus desperdicios (vacía); en una de las cuevas donde solían comer
(ahora ocupada por un enjambre de cosas terribles). Estaba pegado al suelo cuando una
criatura salió de una de las cuevas menores de la caverna (salió de su hogar). Después de
mirarlo, el pequeño ser gritó. ¿Trataba de asustarlo? ¿O estaba tan espantado que gritó
por instinto? A veces, esos seres gritaban antes de morir; no podían evitarlo.
Rugió y se dispuso a matarlo de un apretón. La cosa levantó las manos y en una de
ellas había algo oscuro; de él brotó un chorro de luz, cruzó la distancia a una velocidad
increíble, como la de los relámpagos que se ven en el cielo nocturno. Nunca había sentido
un dolor tan agudo, parecía atravesar su abrigo y su piel, hasta clavarse en los músculos
de la pierna. Esta vez fue él quien rugió a causa de su dolor. Otra vez se entregó a la ira.
No tuvo idea en esos momentos de cuántos pequeños seres mutiló o mató, pues
golpeaba todo cuanto se moviera. No podía encontrar a los suyos. ¿Dónde estaban?
¿Dónde andaba su compañero de cubil? ¿Dónde estaban sus hijos? A tropezones fue a
parar a la cueva más grande de todas y vio incontables criaturitas dispersas por todas
partes, que gritaban y clamaban. Él rugió de nuevo.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Podía oler solamente los remanentes de su familia, un débil jirón de los que habían
estado allí antes. ¿Dónde hallarlos? ¿Qué les habían hecho esos pequeños seres?
Hubo más de aquellas luces perforantes, pero ninguna le acertó. Se alejó de su hogar,
de la entrada, tropezando y cayendo a la vez que manchaba de sangre la nieve y el hielo;
las criaturas le gritaban de manera ininteligible. Huyó a esconderse en las colinas.
En cuanto se puso a salvo, supo que les había fallado a los suyos. Su compañero de
cubil podía haberlos protegido. ¿Acaso habían huido a alguna otra parte?
Amontonó nieve sobre su herida, hasta adormecer el dolor para poder viajar. Echó a
andar. No los encontró en otras cuevas ni en el extremo opuesto del risco, en el sitio
donde tuvieran su hogar. Quizás su compañero de cubil los hubiera llevado a donde
vivían anteriormente. Tampoco los encontró en el que había sido su primer hogar. No los
halló en ninguna parte.
Algo lo llenó, algo que nunca antes había sentido. Ahora había una caverna en su
interior, una que lo devoraba y parecía hacerse cada vez más grande con cada paso del sol
sobre su cabeza. Trató de llenar el hueco con comida, con presas escogidas aquí y allá.
Pero, mientras su hambre se saciaba, la otra sensación crecía. Estaba vacío sin su clan.
Esperó. Observó. Se desesperó.
Más y más de esas criaturas invadieron su hogar. Iban y venían, a veces se
aventuraban hacia el hielo sobre el lomo de otras criaturas, pero siempre juntos. Había
demasiados. ¿Cómo podían hacer eso? ¿Qué querían? ¿Eran también cazadores como él?
Sintió hambre. Observó. Esperó.
Una mañana, un pequeño grupo salió de la cueva, montado en las bestias bípedas y
cornudas. Los instintos del cazador despertaron. Él podía lidiar con un grupo pequeño
como aquel. En fin, todas las criaturas perdían ante los de su especie; y con el peso de
quien llevaban montado en su lomo, las bestias no alcanzarían su velocidad normal. Lo
cual significaba que no podrían escapar. Sería muy fácil. Pero los retos ya no le
importaban al cazador. Siguió al grupo, lo vio dividirse y luego dispersarse sobre el hielo.
Permaneció distante y quieto como acostumbraba. Quería que la última cosa que viera su
presa fuera la blancura de su pelaje, sus feroces fauces bien abiertas y sus afiladas garras
al rebanarle el suave cuello. No quería eso por hambre, ni por saciar su deseo de darse un
festín. No. Lo necesitaba para llenar la caverna en su cuerpo. Solo la sangre lograría
hacerlo.
Eligió a uno; no necesitaba concentrarse en todo el grupo. Era flaco y el más menudo
de todos, el más fácil de someter.
¿Esto lo reuniría con su clan? ¿Le revelaría su destino? No. Pero era un comienzo.
Se acercó a la meseta, consciente de que no había mucho donde esconderse: era su
única oportunidad. Se quedó quieto y observó. Advirtió que el ser enterraba algo en la
nieve. Siguió esperando. La desgarbada criatura montó en la bestia y echaron a andar. Se
detuvieron. El cazador se abalanzó entonces, con el cuerpo tenso, acortando la distancia
entre ellos.
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CONTROL IÓNICO
Emily Skrutskie
Toryn Farr estaba segura de reconocer una causa perdida cuando la tenía enfrente, así
que, cuando los controladores empezaron a cruzar apuestas, no tuvo dudas sobre hacia
quién iban las expectativas de ella.
—Aunque él disparara, la princesa lo derribaría de un tiro —declaró mientras anotaba
su apuesta en el datapad que circulaba de mano en mano. Ya la mayor parte de los
asistentes se había apuntado y las probabilidades no parecían favorecer al Capitán Solo.
«Ahí va de nuevo», pensó la mujer en tanto el contrabandista entraba en el centro de
mando; toda persona cuyo nombre había sido anotado en el datapad se irguió al momento
con la súbita conciencia de que Solo era el tipo ideal para hacer apuestas arriesgadas
sobre él.
Ella intentó, intentó de verdad, enfocarse en las lecturas que se suponía debía
monitorear en busca de anomalías. Ellos habían elegido una muy característica que
parecía sospechosa, como la de un destructor estelar el día anterior, y mientras este había
navegado por Hoth sin desviarse de su plan de vuelo, la ansiedad del momento había
dejado a todos estremecidos e inseguros. Toryn no pudo evitar llevar su atención hacia la
transparencia de sus gráficas de navegación, donde la Princesa Leia estaba posada cerca
de la estación del Capitán Serper.
Los ojos de la princesa miraban con cautela a Solo. Detrás de ella, Toryn captó la
pausa en los pasos del contrabandista y luego, para su sorpresa, el momento en que se
dirigió no hacia Leia, sino hacia el General Rieekan, quien en un rincón apartado del
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—Mejor que esas lecturas sean tu Clásica de Boonta —contestó firme Toryn—. Los
chismes de barraca seguirán allí cuando estés de vuelta.
Eso le ganó la aprobación del General Rieekan y su gesto de asentimiento, que Toryn
le correspondió con una mirada humorística. Ella había visto el nombre de él garabateado
en una mano pulcra junto a una apuesta modesta en el libro mayor: una de las pocas a
favor de Solo.
—Calma, muchachos. Vuelvan al trabajo —los conminó el General Rieekan y el
centro de mando se sosegó como ordenaba.
Toryn volvió al trabajo arduo en sus gráficas de navegación, de nuevo con la tensión
asentada en sus hombros como el ajuste de un uniforme hecho a la medida. Hacía años
desde lo ocurrido con la Estrella de la Muerte, pero cada día transcurría con la sombra de
aquello pendiente sobre ella. Habían pateado el avispero. Por suerte, gracias a una
milagrosa falla en el diseño y al disparo de un piloto novato, la Alianza Rebelde había
destruido la monstruosa estación de batalla. Sin embargo, Toryn lo sabía, se había dado
cuenta con el correr de los días de que carecían de los recursos para hacer frente a la
venganza del Imperio.
Episodios de diversión como los de apostarle a Solo no eran sino intentos
desesperados de mantener a raya el temor de lo inevitable. Hoth muy bien podía ser la
última resistencia de la Rebelión.
Toryn odió esto a primera vista. Entendía la necesidad de ocultarse en un mundo
remoto, hostil y rodeado de un denso cinturón de asteroides. No obstante, el planeta le
despertaba la nostalgia de rodar por las verdes colinas de su lugar de origen, Chandrila.
Su único consuelo era tener consigo a su hermana para lamentarse juntas en los
momentos en que sus respectivos horarios les permitían coincidir. Samoc Farr, tres años
menor que ella, tenía una idea más optimista del planeta, aunque esto se debía a que había
visto más de aquel mundo de lo que Toryn habría podido.
—Aunque austero, es hermoso a su manera —le explicó Samoc con la boca llena de
liquen cavernoso salado—. Solo estás tú, en la ruta de patrullaje, con todo ese hielo. Es
silencioso. No hemos tenido tranquilidad en un buen rato, ¿sabes?
Toryn deseaba algo tan simple como el sosiego. Sus días se llenaban de la cháchara
urgente del centro de mando y las transmisiones del intercomunicador bombeadas hasta
su audífono, mientras sus noches lo hacían con los preocupantes crujidos del hielo
escarbado para construir la Eco Base. El peor ruido, sin embargo, fue uno que solo ella
oyó: la voz raída que resonó en la parte posterior de su cabeza cuando la Estrella de la
Muerte explotó. Nunca había hablado de ello, ni siquiera en las susurrantes
conversaciones con Samoc, en las que ambas admitían cuán cansadas estaban, cuánto
había pasado desde que eran adolescentes de ojos brillantes que juraron dar su vida por
Mon Mothma y su causa. Las rebeliones se basaban en la esperanza, eso era cierto. Toryn
Farr temía que la semilla de duda que portaba pudiera acabar con todo de una vez por
todas.
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De algún modo, fue misericordioso. No hubo tiempo para crisis internas rodeados de
destructores estelares. Toryn se obligó a evaporar sus dudas como la estela del casco de
una nave en la atmósfera exterior. El General Rieekan había dado la orden de evacuación;
la Eco Base se había disuelto en el familiar caos funcional conforme la Alianza Rebelde
se disponía a abandonar todo y huir.
Todo se redujo a un diagrama de flujo del procedimiento, lo cual era un alivio porque
al menos su lógica simple mantenía a raya la ansiedad de Toryn. ¿Una flota de naves
capitales caía desde el hiperespacio en el Sector Cuatro? Subir los escudos de energía
para librarse de cualquier posibilidad de un bombardeo orbital. ¿Los escudos de energía
bloquean el exodo de alguna nave rebelde? Bajarlos unos segundos al unísono para
permitir que los GR-75 y sus escoltas barrieran la órbita de Hoth. ¿Destructores estelares
apuntan a los transportes en fuga? Bueno, para eso estaba el cañón de iones bajo el firme
mando de Toryn.
Se había preparado sin cesar para estos momentos. Había aprendido a procesar la
trigonometría para apuntar el cañón al instante, para bajar el ritmo de cañonazos iónicos,
para fijar la distancia al blanco en una medida de tiempo establecida, para reducir todo a
un instinto que le permitiera mantener los ojos fijos en sus gráficas de navegación orbital.
Mientras tuviera la mente clara. Mientras no pensara demasiado que el Imperio nunca
dejaría de atacar; que la batalla costaría a los Rebeldes muchas bajas, naves y equipo del
que no podían prescindir; que ese combate ya lo había librado ella en su mente y pensado
en si valía la pena, y todavía no estaba segura de si habían ganado o perdido.
No lo sabría hasta que hablara y no hablaría hasta que fuera necesario. El momento
que ella sentía punzantemente cada vez más cercano conforme el Teniente Navander
anunciaba la aproximación del destructor estelar Tyrant y la Cabo Sunsbringer avisaba
que la Quantum Storm, la primera GR-75 dispuesta para la evacuación, había terminado
sus verificaciones. El transporte rebosaba de vida en el extremo inferior izquierdo de las
lecturas de Toryn; las matemáticas para su frenética huida de la gravedad de Hoth
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seguían en un rollo de datos que brotaba de su puesto de trabajo. Toryn fijaba la vista en
la nave; las matemáticas ya se las sabía.
—El blanco principal serán los generadores de potencia —murmuró el General
Rieekan.
A su lado estaba la Princesa Leia, lista para ayudar al momento en que la estrategia
requiriera una bifurcación de la orden. Mientras la Quantum Storm se arrojaba al
perímetro defensivo de la Eco Base, Rieekan dirigió su atención a las operaciones y
ordenó:
—Prepárense para abrir el escudo.
El truco estaba en no pensar demasiado en lo que significaba la orden. Por supuesto
que cada oficial en el centro de mando estaba pensando en ello. La bajada del escudo era
un momento de vulnerabilidad, que la Tyrant estaba en perfecta posición para aprovechar
al apuntar sus cañones hacia la Eco Base. El destructor estelar poseía una abertura para
un disparo que quitaría su mejor defensa a la Rebelión, una que se abriría el tiempo justo
para permitir la salida de un transporte y las dos X-Wings que lo escoltaban.
Por fortuna, la Tyrant también estaba tan concentrada en la presa que se aproximaba,
que no advirtió la oportunidad que desperdiciaba. Sus principales baterías apuntarían de
modo predecible a la Quantum Storm; Toryn no era tan tonta como para decir
«decepcionante», pero lo pensó. Era el típico pensamiento de un oficial, que daba
prioridad a lo cruel sobre lo estratégico. Derribar de un tiro un transporte cargado de
refugiados Rebeldes en vez de tomar la defensa crucial de la base militar. Toryn rara vez
se alegraba de su mando, pero ¿esto? Esto sí lo saborearía.
—En espera, control de iones —dijo, y observó cómo el Planet Defender hacía girar
su mira para pintar una línea recta entre su masivo albergue redondo y el bulto distante de
la Tyrant. El cerebro de Toryn se sumergió en los cálculos que le presentaban para
sopesarlos y contrastarlos con los datos que había reunido desde el lanzamiento de la
Quantum Storm. El problema que ella se planteaba tenía una sola respuesta: el momento
en que abriera la boca la próxima vez.
No dudó de la respuesta cuando la encontró. Se había entrenado durante mucho
tiempo y peleado gran cantidad de años como para cometer un error de novata. Aun así,
había un momento (ella lo sentía apretándole la garganta, preguntándose quién se creía
que era) para hacer un llamado así, para trepar desde su cueva helada y húmeda, y escupir
a la cara de la opresión fascista.
Toryn Farr mantuvo la vista clavada en las gráficas, y, cuando sintió llegado el
momento de la alineación, anunció con voz clara y calmada:
—¡Fuego!
Su voz fue el dedo en el gatillo; los técnicos operaron la reacción química en el Planet
Defender, y el resultado final fue un par de pulsos disparados a intervalos de seis
segundos, lanzados desde el casquete de hielo de Hoth, en tanto las ondas de réplica del
cañonazo iónico retumbaban y hacían grietas en la Eco Base. Pasaron desgarrando el
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límite del escudo de energía medio segundo antes de que se restaurara su existencia tras
el paso de la Quantum Storm y sus escoltas.
Toryn supo, por el suspiro colectivo que soltó la sala, que todos los ojos estaban
pegados en sus lecturas. Cada ojo veía los datos. El momento en que el primer rayo
golpeó el cuerpo de la Tyrant y el segundo barrió su puente. Cadencia perfecta conjugada
con una focalización perfecta y he aquí el glorioso resultado: todo un destructor estelar
ennegrecido por los pulsos iónicos que hicieron picadillo sus sistemas.
La Quantum Storm pasó limpiamente más allá del desastre, con sus
hipercontroladores calientes conforme alcanzaba el borde de la atracción gravitatoria de
Hoth.
—El primer transporte ha partido —anunció el Teniente Navander por el
intercomunicador de la base. Se sintió como si cada alma en Hoth rugiera en respuesta,
con los puños levantados al aire, y ahogara la voz del teniente que repetía el anuncio.
Toryn se hundió en su asiento y se dejó bañar por el triunfo. No había desfallecido ni
hecho flaquear el delicado equilibrio de la moral en la base. Se había atenido a los datos,
derribado a un destructor y salvado un GR-75 lleno de Rebeldes. No sería suficiente.
Podía sentir cómo el momento victorioso decaía, arrancado de su línea costera por el
jalón gravitacional de su miedo. Un solo transporte no salvaría a todos. No podría
sustentarlos. Así que no era la respuesta a la pregunta que ella se había planteado,
hambrienta de una respuesta que nunca llegaría. «¿Por qué peleamos?», pensó. «No hay
esperanza para la Rebelión. El Imperio nos ha reducido a la nada. Aunque cada golpe que
diéramos fuera certero, aun si cada disparo diera en el blanco, seguirían viniendo a
atacarnos hasta que seamos polvo bajo sus botas».
Toryn Farr apretó la mandíbula e inhaló profundo. Había demasiada gente que
dependía de ella y de sus vacilantes cimientos. Todos estaban condenados, pero, si ese
era el caso, entonces lo último que les debía era todo lo que le quedaba. Se sumergió en
su mando con la esperanza de que en algún punto del camino averiguaría la razón por la
cual seguía luchando.
—Calma todo el mundo —dijo a su equipo—. Tenemos otros veintinueve transportes
que sacar.
Esta vez era innegable: el miedo reptaba por su voz.
Toryn había trabajado a buen ritmo hasta que lo arruinó el techo al caerse. Rodó sobre
sus rodillas, la piel le escoció a causa del súbito descenso de la temperatura, tosió por el
olor acre del láser que fundió el hielo sobre su cabeza. Su cerebro luchaba
desesperadamente con el hecho de que su puesto ya no estaba. Y de que ella había saltado
apenas a tiempo. No todos habían tenido tanta suerte.
—Silencio —pidió ahogándose, pero solo le respondieron quejidos confusos y los
ruidos del techo que se desmoronaba tras la explosión—. Vamos, ¿hay alguien vivo?
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La voz de Toryn sonó áspera a causa del polvo y las cenizas. El parloteo en los audífonos
había pasado del orden tranquilo y firme de la Rebelión cuando mantenían la posición, al
disperso caos de la retirada.
Ella lo intentó. Por la libertad de la galaxia, por Samoc en su deslizador de nieve
dondequiera que estuviese sobre los campos nevados, por cualquier maldita razón que
pudiera aducir para no hiperventilar en su asiento: Toryn Farr siguió en su puesto.
Hasta que la voz del Capitán Solo rasgó su concentración.
—¿Estás bien? —gritó el contrabandista, mientras esquivaba con torpeza los
escombros.
—¿Por qué estás todavía aquí? —le soltó Leia desde atrás del hombro de Toryn.
—Oí que alcanzaron al centro de mando.
—Tienes permiso para partir —replicó la princesa.
La presencia distractora de Solo comúnmente era bienvenida en la sala de mando;
ahora Toryn compartía la irritación de Leia. El capitán debía haberse ido hacía mucho.
El hecho de que no fuera así era… Bueno, algunos habrían ganado sus apuestas.
C-3PO se lanzó sobre la oportunidad de intervenir.
—Alteza, debemos abordar el último transporte. Es nuestra única esperanza.
Leia siseó. Toryn siguió ocupándose frenéticamente de los interruptores, mientras su
Alteza ascendía por el otro lado del centro de mando, donde el Comandante Chiffonage
usaba el único intercomunicador en funcionamiento para coordinar lo que quedaba de las
defensas terrestres.
—Envía a las tropas del sector Doce a la colina sur a proteger a los cazas…
El trueno devastador de una explosión ensordeció la voz de Leia. Toryn se dobló
sobre su puesto y se protegió la cabeza de la nueva lluvia de escombro. Con la mejilla
prensada contra los botones, se sentía como un animal clavado en una trampa que da
patadas frenéticas para liberarse.
—Tropas imperiales entraron a la base. Repito: tropas imperiales entraron a la base.
Solo trepó hacia la princesa y la tomó del brazo con mucha más gentileza de la
esperada en medio de la guerra.
—Vamos, es hora —murmuró.
Toryn sintió la pausa en sus huesos. Al momento la princesa sopesaba lo mucho que
aún podía hacerse contra todo lo que podía costarles. Era el cálculo que Toryn había
evadido desde el derrumbe del techo. Cuando Leia se dirigió a Chiffonage y declaró que
diese la señal de evacuación, Toryn sintió como si todo el aire dentro de ella la
abandonara.
—¡Vayan a sus transportes! —gritó la princesa mientras Solo la sacaba casi a rastras
de la sala.
El primer y totalmente irracional pensamiento que se le ocurrió a Toryn fue que la
Cabo Sunsbringer habría matado por ver aquella interacción. El segundo, ya medio
racional, fue que debía salir y decírselo en persona a la chica.
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Toryn había esperado morir en su puesto con los audífonos en su sitio. Quitárselos
fue como sacarse de encima el peso de una luna entera. Se levantó con piernas
temblorosas y dolores por todo el cuerpo, como ladridos que le recordaran todos los
lugares donde se había golpeado contra el suelo al caerse el techo. Había un último
transporte para la evacuación. Toryn corrió hacia él.
Se abrió paso entre los retorcidos restos de la Eco Base como el viento cuando corta
las planchas de hielo, motivada no por la fe o el amor o las convicciones, sino por un
pedacito de chisme de barracas; demonios, con eso bastaba. La Rebelión estaba plena de
grandes ideales, pero la mente de una persona no estaba hecha para sostener algo tan
enorme cuando todo se derrumbaba alrededor de ella. Todo lo que Toryn podía hacer
(todo lo que ella necesitaba hacer) era dejar que las pequeñas cosas cargaran sus
convicciones en relevos durante los momentos en los que todo se volvía demasiado
grande para lidiar con ello. Cuando salió de los túneles y entró al hangar, juró que la
cubierta blindada del GR-75 era la cosa más linda que Hoth podía ofrecerle.
Lo fue, hasta que vio la familiar tela de la suerte chandriliana amarrada al brazo de un
traje de vuelo, entre la multitud de pilotos heridos esperando a subir al transporte.
Sus músculos podían quejarse después; Toryn echó a correr, cayó de rodillas y se
deslizó hasta una camilla: Samoc hizo una mueca risueña al verla, a pesar de su
quemadura preocupante tratada ya con bacta.
—Rogue Six, reportándose —graznó su hermana—. ¿Alguna orden, Eco Base?
Toryn rodeó con sus brazos a Samoc y supo que había encontrado lo que la
mantendría en marcha.
—Vámonos de una maldita vez de este planeta.
Toryn se sentó atrás; miró al GR-75 y a las letras grabadas en el casco de la nave.
Con una triste sacudida de cabeza y una sonrisa desvaída, Toryn Farr se dispuso a
abordar la Bright Hope.
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Varios autores
UN BUEN BESO
C. B. Lee
Chase Wilsorr se enfunda su ropa sobre las capas térmicas, entre temblores causados por
el frío aire matinal. No es que pueda distinguir que es de mañana por las 0400 que
parpadean en su datapad. La barraca está a oscuras, excepto por el suave brillo de la
pantalla y él es el único infortunado despierto a esa hora.
Se da palmadas en la cara, brinca y salta en su sitio en un intento de animarse. Es un
nuevo día, cualquier cosa es posible. Puede ser su último día de laborar en la cocina, es
consciente de ello.
—Tengo confianza, soy un fuerte y valioso miembro de la Alianza Rebelde. En
cualquier momento el Mayor Derlin va a asignarme una misión.
Chase repasa las páginas que leyó antes de irse a dormir; recuerda las palabras:
«Lo primero que debes hacer para que tus sueños se hagan realidad es creer que
pueden hacerlo. Tienes que integrarlos a tu ser. Si no puedes creer que son verdad, ¿cómo
podrían creerlo los demás?».
La sonrisa ganadora del autor lo saluda desde la portada de Sé tú mismo desplegada
en su datapad. El genio mirialano lo ha traído hasta este punto. En primer lugar, sin el
libro, Chase no se habría mudado de Takodana para ir a Yavin 4, a cumplir su sueño de
ser un héroe de la Alianza Rebelde; le debía a Anib estar allí para intentar serlo.
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—Es demasiado temprano para tus embustes de autoayuda —murmura una voz
soñolienta desde arriba de la litera—. No tengo que reportarme al puente hasta las cero
novecientas. Por favor, déjame dormir.
«Los negadores tratarán de hacerte dudar de ti».
Chase ignora la voz crítica de Joenn y cómo el frío se cuela dentro de sus calcetines
mientras se pone las botas y se dirige al baño compartido.
—Soy una persona fuerte, capaz, valiosa —se dice al mirarse en el espejo.
—Cállate, mozo de cocina. Date prisa y sal de ahí, quiero mi desayuno —le reclama
Poras desde varias literas más adelante.
La sonrisa de Chase se evapora al oírse llamar mozo de cocina. La realidad sobre
quién es y qué hace lo hunde en una profunda decepción. Chase se ve inaceptablemente
insípido, con la palabra «aburrido» escrita en sus facciones, nada parecido a los héroes
sobre cuyas aventuras románticas y de espionaje se escriben libros.
«Imagina quién quieres ser. Usa esa energía para dirigir tus acciones».
Chase hace un guiño pícaro a su reflejo; trata de proyectar un aura de héroe apuesto y
seguro de sí mismo. En lugar de eso, parece que se le hubiera metido algo en el ojo. Una
nueva notificación destella en el datapad y Chase abre el correo.
¡Aaag! Chase odia Hoth, odia la Eco Base, odia el clima gélido, cuán angostas son las
literas, cómo el cielo blanco grisáceo se funde con los interminables campos de hielo, y
más que todo eso, odia sentirse como si le hubieran estampado en la frente FRACASADO y
no hubiera forma de quitárselo.
Era tan diferente en Yavin 4. Aunque hubiera reprobado seis veces el entrenamiento
básico, aún se sentía esperanzado. Los días pasados con los otros jóvenes Rebeldes,
escuchando historias de espionaje y valentía, imaginándose contratacar al Imperio,
corriendo a través de los campos de entrenamiento, viendo moverse las lozanas frondas
verdes en medio del aire húmedo de la selva… Yavin le había dado la sensación de vivir
una aventura, incluso trabajar en las cocinas había sido divertido, como preparar estofado
LSW 37
Varios autores
El primer servicio de Chase en la cocina termina a las 0700, y luego lo llaman para las
entregas especiales, lo cual hace sonar su trabajo más importante de lo que realmente es.
Entrega café y alimentos a personas que no pueden dejar sus turnos; se encarga de
cualesquiera cajas o suministros que se necesiten, y, en ocasiones, entrega mensajes.
Chase se sabe de memoria los túneles; de hecho, ayudó a construir buena parte de
estos antes de que el Mayor Monnon lo echara del cuerpo. No deseaba ser ingeniero, pero
quería ayudar, pese a los alegatos de Monnon en el sentido de que el joven era un peligro,
para sí mismo y para los demás, con la tecnología de alta temperatura. Se estremece al
pensar en aquella primera semana en Hoth cuando excavaron y fundieron cada túnel, uno
tras otro. Claro, se le cayeron las herramientas y se torció el tobillo, pero ¡el piso de hielo
estaba disparejo! Usar la tecnología de calor era más lento que la idea de Shara Bey de
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
usar los cañones iónicos de las A-Wings. No es culpa de Chase que no supiera cuál
configuración usar, pero terminaron con una linda sala de juntas, que servía de lo mejor,
aunque el Mayor Monnon al final le espetó que fuera a ayudar con el armado de las
barracas en vez de hacer túneles.
Chase todavía usa los túneles improvisados que construyeron por arriba y por debajo
de los principales túneles de acceso. La mayoría de la gente no los conoce o los evita,
pues prefiere los corredores más amplios que conectan las áreas centrales de la base. A él
le gustan sus atajos y ver cómo se sorprende la gente al verlo aparecer de repente, como
salido de la nada.
Deja para lo último su reparto de café, antes de dirigirse a la cocina para su segundo
turno.
El bullicio de los mecánicos y los pilotos, y el ruido de los X-Wings y los speeders
dan paso a los suaves balidos de las bestias peludas conforme Chase se acerca a los
corrales de los tauntauns. No hay suficientes entrenadores para darles una adecuada
rotación y permitirles tanto dormir como ir al comedor, así que el reparto de alimentos es
necesario para que los entrenadores puedan hacer su trabajo. En el primer turno de hoy,
tres de ellos están de servicio, un hecho que Chase no tomó en cuenta en su programa
diario.
Baesoon y Murell toman el café y la comida, agradecidos, mientras él hace su
recorrido por los establos hechos de hielo, sorteando el excremento de tauntauns que
mancha el piso y no ha sido recogido aún para hacer composta.
Jordan Smythe, el más reciente entrenador, muy sonriente, lo ubica caminando entre
los corrales.
—Eres el mejor, Chase.
—Solo cumplo con mi trabajo —repone el muchacho—. Aparentemente no sirvo para
otra cosa.
—Oh, vamos, eres el mejor recadero en la Eco Base —le dice Jordan con una amplia
sonrisa, mientras toma el café recién hecho que Chase había preparado especialmente un
momento antes.
Chase parpadea, distraído un instante por el tibio contacto de los dedos de Jordan en
los suyos.
—Si tú lo dices —replica incómodo. Retira la mano y la mete aprisa en su bolsillo.
¿Fue demasiado brusco? Jordan no se ha dado cuenta, ¿verdad?
Jordan da otro sorbo a su café antes de depositar la taza sobre el poste del portón del
corral de Sunshine.
Un rizo de cabellos pasa por la cara de Jordan mientras baja del hoverlift otra paca de
hongos del hielo y lo introduce en el corral. Se retira el pelo de la cara sin esfuerzo.
Chase observa cómo el rizo regresa a la mata de cabello color ébano, fascinado por el
movimiento y por el propio Jordan, por la forma como sus músculos destacan bajo la
manga larga de su camisa.
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—Es cierto —asegura Jordan mientras lanza otra paca de hongos azul púrpura al
corral—. Nadie más puede traerme café caliente de las cocinas. Están en el lado opuesto
de la base. Ni siquiera sé cómo ir allá sin perderme.
—Ay, por favor, es muy fácil. Tomas el túnel 02-91 este, luego el 03-31 y luego el
atajo que cruza por las barracas más al oriente, sales en el 04-21, cortas por el comedor
occidental y ya llegas a la cocina. En catorce minutos máximo. Hoth no enfría el café tan
rápido.
Chase no mencionó que vertía el café de Jordan en su termo personal y lo mantenía
envuelto dentro del paquete hasta que sabía que iba a hacer una entrega cerca de los
establos de los tauntauns.
—Eso es asombroso —declara Jordan mientras da una última palmadita a Sunshine
antes de cerrar el corral. La tauntaun se frota, cariñosa, contra el hombro de su
entrenador. Chase extiende su mano para acariciarla, pero ella le responde con un
gruñido.
—Dices eso porque eres mi amigo.
—No, lo digo porque es verdad —responde Jordan meneando la cabeza.
Chase suspira. Apenas lo puede complacer el cumplido. Sabe que realiza las entregas
más rápido de lo que nadie espera, pero, en definitiva, no significa nada ahorrar unos
minutos aquí y allá porque se sabe de memoria los atajos. No es como ser piloto, o espía,
o alguien realmente relevante para la Alianza Rebelde.
—Quiero hacer algo importante. Necesito algo más que mis deberes en la cocina y
entregar suministros a diario, pero el Mayor Derlin dice que causo muchos problemas y
no tiene tiempo para entrenarme —explica Chase mientras sus pulgares tocan los muchos
mensajes que ha mandado al Mayor Derlin hoy—. También puedo manejar un bláster —
agrega.
—¿Ah, sí? A ver, muéstrame —Jordan se ríe mientras desabrocha la funda y lanza su
bláster a Chase.
El muchacho busca a tientas el disparador al tiempo que el arma se inclina en un
ángulo extraño cuando él trata de sujetarla. Los tauntauns parecen reírse de él, como
Jordan.
—Mira, agárrala así —le dice este y reajusta la forma como Chase toma el arma, con
su cálida mano callosa sobre la de Chase. La garganta se le seca al mozo de cocina.
—Jordan, deja de coquetear cuando estás en servicio —el tono enojado de Baesoon
saca de su ensueño a Chase—. El Comandante Skywalker va a salir y necesito que lo
ayudes a prepararse.
Chase siente cómo su cara se pone roja de vergüenza. Jordan le estruja la mano y se
disculpa sonriente antes de recuperar su bláster.
—Será mejor volver al trabajo. ¿Nos vemos luego?
—Sí —responde Chase sin poder apartar la vista de la brillante sonrisa de Jordan,
cuando se aleja hacia los corrales de almacenaje.
Al darse la vuelta se topa con Sunshine, que lo ve como si lo juzgara.
LSW 40
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El destino de hoy es nuevo: el centro de mando. Chase traga saliva al empujar la puerta.
No se trata de una parte usual de su rutina, pero ahora lo será. Al parecer las habilidades
mecánicas de Joenn la tienen en gran demanda dentro de los hangares, y por ello no está
haciendo repartos de ninguna clase.
—Un nuevo holoproyector para ti —anuncia Chase.
Toryn Farr se voltea mientras él acomoda el pesado paquete.
—¿No puedes dejarlo aquí? Estoy esperando… —objeta, y gira hacia su
intercomunicador, atenta a lo que oye por los audífonos de su diadema.
Chase espera incómodo en tanto que ella retransmite una serie breve de órdenes,
inquieto por el paquete hasta que la oficial advierte que todavía él sigue allí.
—¿Hay algo más?
—Leche de bantha que le envía su hermana. Le pide que recuerde hacer pausas de
descanso —dice Chase al pasarle la botella con una sonrisa.
La mirada de Toryn se suaviza al tomar la botella.
—Eres Wilsorr, ¿verdad? —la oficial jefe de comunicaciones le sonríe—. Muchas
gracias.
Chase se ensancha de orgullo. Raysi Anib está en lo cierto: la gente lo valora cuando
él se valora. Oh, el General Rieekan está aquí.
«Si no haces la pregunta, nunca sabrás la respuesta».
—General Rieekan, ¿le apetece tomar café? Voy hacia el hangar y tengo un poco
de…
—Gracias, sería estupendo —contesta directo, en corto, al grano; ni siquiera despega
los ojos de los mapas que estudia cuando señala con la mano su taza vacía.
Chase vierte el café caliente de su termo. Esa es su oportunidad.
—General Rieekan, espero que sepa que yo…
El hombre con ojos de halcón mira escrutadoramente al joven.
—Otra vez, ¿cómo te llamas?
—Chase Wilsorr, señor. Solicité el puesto de centinela y me fue negado.
—Ah, sí, te entrena la Teniente Dana —contesta con el ceño fruncido.
—Espero que…
—Escucha, hijo, estoy muy ocupado. Sé que quieres ayudar, pero ahora mismo lo
mejor para ti es para lo que estás dotado. El Mayor Monnon dijo explícitamente…
—Sé que no soy bueno con las armas, señor. O en la coordinación ojo-mano. Ni
combatiendo. En nada de eso, realmente. Pero puedo hacer turnos como centinela, de
veras.
El general le palmeó el hombro.
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—Esa es la actitud y la determinación que quiero ver. Tengo una misión crucial para
ti.
—¿Sí? —dijo Chase y el corazón le latía de emoción.
Chase maldice mientras empuja otra pesada caja de suministros por el túnel descendente
05-92 hacia la Estación Eco 5-4, afuera de la base. Golpea en las puertas de duracero y
espera a que se abran deslizándose.
Rainn Poras lo mira burlón mientras el joven acomoda la caja.
—Oye, gracias por otra entrega crucial —le dice con una sonrisa sarcástica. Chase
pone los ojos en blanco.
—Los blásteres necesitan recargarse; todos están en esta caja.
Chase aferra otra caja y el viento gélido le pica en los ojos. Ni siquiera es capaz de
disfrutar de estar aquí afuera en el puesto de centinela, donde puede ver el cielo y la luz
solar. El hielo y la nieve se extienden hasta el interminable horizonte. Todo en las
mismas variaciones de implacable hielo blanco, gris y azul.
—¿Puedes creer que solicitó tres veces el puesto de centinela?
—Aparentemente a la Teniente Dana se le agotaron las excusas para mantenerlo
ocupado en la cocina.
—¿Es cierto que Wilsorr tropezó durante el entrenamiento con armas y destruyó tres
barracas?
Las voces lo alcanzan cuando iba de regreso por el túnel. Chase aprieta los dientes
mientras avanza arrastrando los pies. «Soy importante», se recuerda aunque ya no lo cree.
—No les hagas caso. Quiero decir, puedo entender cómo pensaba el general. Nunca antes
pensaste que tus tareas fueran cruciales, él dice que lo son, así que…
Chase se deja caer sobre la caja que debía estar llevando al hangar y suspira.
—Entonces, ¿debo dejar de intentarlo?
—Creo que si realmente quieres la tarea de ser centinela —responde Jordan con un
encogimiento de hombros—, debes seguir solicitándola, pero también considero que eres
genial tal como eres.
Chase se muerde los labios, esquivando con la vista la forma como se ven los
hombros de Jordan dentro de su camisa térmica.
—¿Cómo es que no tienes frío? —pregunta viendo la chamarra de Jordan olvidada
cerca del hoverlift cargado con pacas de hongos.
—Me da mucho calor lanzar estas cosas al corral. No es nada —Jordan le sonríe y sus
ojos marrones chispean de modo travieso.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
A Chase le gusta cómo suenan las palabras en boca de su amigo, cómo su acento
profundo las hace chispear con su humor ingenioso y divertido. Los momentos con
Jordan son la mejor parte del día.
Jordan se inclina al frente, posa sus manos en los hombros de Chase, los frota con sus
palmas.
—¿Tienes frío, chico de Yavin? —pregunta.
—No, bueno sí. Te digo que soy de Takodana. Quiero decir, frío, oh, ya no más.
Yo…
«Ábrete a las oportunidades. Los demás no sabrán cómo te sientes a menos que se los
digas. Tu ser más seguro de sí mismo espera que le abras la puerta».
Chase abre la boca y la cierra de inmediato.
—Debo irme —murmura tambaleándose y sujeta la caja. Arranca con un
empujoncito. No está huyendo de quien le gusta, no, solo está… volviendo al trabajo.
El aliento de Chase hace nubecitas frente a él mientras se aleja de los establos de los
tauntauns. Eh, ¿por qué no se quedó? ¿Estaba coqueteando? Tal vez debiera haber dicho
algo suave o ingenioso.
—¡Soy de Takodana! —murmura enfadado. Increíblemente tonto. Uf, cómo odia
Hoth. ¿Adónde va ahora? Ah, sí, otra vez al hangar principal. Chase dobla rápido a la
derecha en uno de los túneles principales. Más personal camina aprisa y le llegan los
sonidos del centro de mando, que producen ecos en el corredor. Adelante del joven se
escuchan voces familiares.
—¡Quieres que me quede a causa de lo que sientes por mí!
Chase puede ver al Capitán Solo que camina dando zancadas por delante de la
Princesa Leia Organa, quien se esfuerza por emparejar su paso con él.
—Sí, eres de gran ayuda, un líder natural…
Ay no, no otra vez. Chase los había visto fingir que peleaban por toda la base: en el
comedor, en los corredores, en los hangares. No es que la discusión contra las
flickeberries horneadas con el pastel de carne carezca de mérito (Chase está a favor de
combinar sabores salados y dulces, y ama las costumbres culinarias de Alderaan), pero,
sinceramente, alargarse sobre ello toda una hora solo para enfurecer a la otra persona es
demasiado. Y ahora se encuentran en su camino. ¿No pueden cortejarse en otra parte? Él
tiene trabajo que hacer.
El Capitán Solo se inclina para acercarse más y cada centímetro de su cara bien
parecida enfurece a Chase. A ciertas personas no les parece suficiente colarse en la
Rebelión con su propia nave y aceptar misiones críticas reales del General Rieekan, sino
que prefieren bromear con la princesa por toda la Base Echo. Algunas personas no son
guapas ni tienen una presencia como la del Capitán Solo. Algunas personas son solo
gente común, ¿o no?
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Varios autores
Chase aferró con más fuerza la caja y dirigió sus pasos hacia el escaso espacio entre
aquellos dos, e ignoró la creciente pelea a sus espaldas.
—¡Necesitas un buen beso! —bramó el Capitán Solo. Su voz hizo eco en el corredor.
¡Qué audacia!
Chase se enoja, sus nudillos se ponen blancos mientras agarra el paso. Está harto de
gente como el Capitán Solo. ¿Sabes a quién nunca han besado? A Chase Wilsorr. A él le
vendría bien un buen beso. Lo ofende que el Capitán Solo y la Princesa Leia estén solo
peleando por eso, del mismo modo que han estado bailando uno en torno al otro desde
que llegaron a Hoth, mientras fingen odiarse. ¿Acaso la gente atractiva no tiene nada
mejor que hacer que burlarse de los demás en la base por la tensión no resuelta que existe
entre ellos?
Chase se sobresalta al día siguiente durante sus tareas de la cocina por una voz que brota
del sistema central de comunicación de la base.
—Aquí el General Rieekan, inicien la secuencia de evacuación. Las fuerzas del
Imperio se aproximan. Todo el personal debe dirigirse a las naves de transporte en el
hangar principal. Pilotos, preparen sus X-Wings.
—¡Se-secuencia de ev-evacuación! —tartamudea Chase. Ha habido una extraña
tensión en el centro de mando durante su ronda de reparto de café el día anterior, y luego
un incremento en la distribución de armas en los puestos de los centinelas. Chase siempre
supo que la evacuación era una posibilidad, pero nunca pensó que llegara tan pronto.
—Fuimos entrenados para irnos tan pronto llegara la advertencia —dijo Harlize—.
¡Vámonos!
Chase sigue a Harlize afuera de la cocina, la sujeta por el hombro antes de que
empezara a bajar por el corredor y le dice:
—Ven, por acá es más rápido.
El hangar principal es un caos. Los oficiales de los muelles dirigen la multitud a los
transportes. Cajas y cajas de suministros se alinean aprisa mientras la gente se apresura
de un lado a otro.
Chase intenta no pasmarse; nunca ha visto tan abiertas las puertas blindadas, el
despliegue de las naves… A la distancia, ve la ominosa figura angular de una nave de la
que solo ha escuchado hablar en las historias: el destructor estelar.
—¡Ataque imperial por tierra al oeste! ¡Necesito pilotos conmigo, ahora! —grita el
Mayor Derlin.
El suelo retumba. Algo se mueve en el horizonte, y otro, y otro. Son vehículos
monstruosamente grandes que avanzan sobre patas. Las explosiones puntean el horizonte;
las X-Wings escoltan las naves de carga. Un carguero salta al hiperespacio y de repente la
evacuación es terroríficamente real. Están abandonando el planeta.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
—La Eco Base no va a superar esto —murmura Harlize—. Wilsorr, ¿ya estás listo
para abordar?
—Sí, ya voy —Chase explora a la gente que está en el muelle de abordaje, pero no ve
a Jordan por ninguna parte. Escribe deprisa un mensaje en su datapad: «Vamos, Jordan,
¿dónde estás?».
—¿Alguien ha visto a la Doctora Tristan Melthabi? —pregunta el Mayor Derlin y
levanta la vista de su datapad. La pregunta urgente pende en el aire y la preocupación se
dibuja en las caras de todos en el hangar.
—Hay un derrumbe en el corredor a las instalaciones médicas —dice Serenity Meeks,
Oficial del Muelle, mientras tamborilea en su intercomunicador llena de ansiosa
energía—. La Doctora Melthabi está atrapada junto con otros tres técnicos médicos.
—¡Conozco otro camino! —dice Chase, y salta de la rampa de carga mientras agita
frenéticamente la mano y corre hacia Meeks.
—¡Pronto! ¡No disponemos de mucho tiempo! —asiente ella—. ¡Ve!
Chase acepta y sale disparado a los túneles sin pensarlo. Ignora el ritmo frenético de
su corazón, el sordo rumor de su sangre en los tímpanos, el fuego de láser a la distancia.
Es como otra entrega de café. Puede hacerlo con los ojos cerrados y aun así llegar con la
bebida caliente hasta quien la necesite. Puede que Chase no sepa cómo disparar un cañón
ni como pilotear una nave y quizás un arma en sus manos es un peligro, pero sabe cómo
correr.
Chase localiza la entrada del atajo oriental, se agacha para entrar en el estrecho túnel
y corre tan rápido como puede. Derecha, derecha, izquierda. Cortar por las barracas.
Derecha. Esto debe llevarlo al corredor que llega a las instalaciones médicas. Empuja el
hielo aplastado y se las arregla para despejar un sendero lo bastante ancho como para
entrar apretujado. Un vistazo a su datapad le indica que su camino ha durado solo 7.3
minutos, un récord personal que no tiene tiempo de presumir, pues el atajo lo lleva justo
atrás del derrumbe.
—¡Hola! ¿Doctora Melthabi? Las naves de transporte están yéndose. ¡Tiene que
evacuar!
—El derrumbe…
Chase sujeta a la doctora por la manga y la guía, así como a los otros técnicos
médicos, hasta el agujero que él escarbó cerca del derrumbe.
—Bajen por este túnel, den vuelta a la izquierda, corran directo a las barracas; debe
reconocerlas porque es muy obvio el revoltijo de cobijas de Pora. Luego tomen por la
derecha, dos vueltas más a la izquierda y estarán en el hangar.
—Gracias —le dice la doctora sin aliento, en medio de su pánico.
Un momento. Si este corredor se derrumbó, significa que todos detrás de él están
atrapados…
—¡Adelante, doctora! Voy a regresar para ver si alguien más necesita ayuda.
Chase se lanza por el corredor, checa los almacenes y luego las partes habitables.
Encuentra a tres soldados de infantería, dos oficiales de comunicaciones y a todo un
LSW 45
Varios autores
grupo de refugiados procedentes de Habassa II. Jordan aún no le responde. ¿Dónde puede
estar? Digo, a menos que no tenga a mano su datapad, lo que solía ocurrir cuando estaba
con los tauntauns.
—La Bright Hope parte en diez minutos. Repito: en diez minutos. Es el último
transporte para evacuación —anuncia la voz de Toryn Farr y sus ecos se esparcen por
toda la base.
—¡Vamos!
De pronto se apagan todas las luces del corredor. Han perdido la energía.
—Esas son muchas instrucciones. ¡Es imposible que las pueda recordar y menos en la
oscuridad! —grita el Oficial Sendak.
—Solo sígame —le indica Chase. Conoce al tacto cada túnel, y aunque no pudiera
ver, sabe cuántos pasos hay hasta la siguiente intersección. «Sí, dé vuelta aquí y luego
son otros diez pasos; otra vez tuerza a la derecha».
Se asegura de que todo mundo vaya con él y llegan al hangar justo en el momento
cuando despega otra nave de transporte.
La Oficial Meeks conduce a la gente hacia la Bright Hope, cuya puerta de abordaje
está abierta para recibir a los pasajeros que se apresuran a entrar.
—Buen trabajo, Wilsorr —le dice Meeks, al tiempo que mira con alivio a Chase,
quien se aproxima con todas las personas que ha hallado—. Los stormtroopers se
acercan, no tenemos mucho tiempo.
—Deme unos minutos, por favor —suplica Chase.
—Te doy tres.
Chase corre sin hacer caso de los disparos de los blásteres ni de la base que se cae a
pedazos a su alrededor. Va hacia los corrales de los tauntauns, silenciosos de un modo
alarmante. Todos deben haberse unido a la lucha.
Sunshine todavía está en su corral. Trepa hacia él en cuanto lo ve y resopla ansiosa.
Para inmenso alivio de Chase, Jordan está con ella, tratando de calmarla cuando ella se
yergue sobre sus patas traseras.
—¿Qué haces todavía aquí?
—¡El Mayor Derlin dijo que nos quedáramos por si acaso alguien más requería
prepararse para la lucha!
—La Eco Base está perdida. ¡Vamos, tenemos que evacuar!
—¡No voy a abandonar a Sunshine!
—¡Y yo no voy a dejarte! Hay una nave a punto de despegar —Chase no quiere ni
pensar en cuánto tiempo les queda—. ¡Ahora, vámonos! ¡La llevamos con nosotros!
—Tenemos que montarla.
Jordan ensilla a Sunshine que se pone renuente cuando Chase se acerca. Siempre le
ha tenido miedo a la enorme criatura, pero toma la mano extendida de Jordan y monta
detrás de él.
—¿Qué camino seguimos?
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Chase piensa rápido. No pueden tomar el atajo habitual porque no cabe la bestia, así
que deben arriesgarse por el pasillo principal.
—¡Toma el corredor oriental y luego da vuelta a la izquierda!
Le grita las instrucciones mientras Jordan guía a la tauntaun, que avanza al galope.
Como Chase se temía, un derrumbe bloquea el paso hacia el hangar. Si con algo
puede contar es con su inexplicable don de hacerse un lío con las armas. Desenfunda el
bláster de Jordan, oprime de golpe todos los botones en una despreocupada secuencia y lo
lanza directamente al bloqueo.
—¿Qué estás ha…?
El bláster funciona mal y estalla, lo cual agrieta el hielo lo suficiente.
—¡Salta, Sunshine! —grita Chase.
Ella retira el hielo y deja libre el paso. Las puertas de la Bright Hope están a punto de
cerrarse. Los motores ya encendieron.
—¡Espéranos, Meeks!
—¡Llega más personal! —grita ella para detener el despegue—. ¡Vamos, chicos!
Sunshine se dispone a abordar y trepa a la rampa justo cuando esta se iza. El
compartimiento de carga está lleno de gente, mucha de la que Chase puso a salvo.
Estallan los aplausos y vivas.
—¡Lo hicimos! —exclama Jordan, como si apenas pudiera creerlo.
Desmontan y Chase apapacha distraídamente a Sunshine, mientras la doctora
Melthabi le palmea el hombro a él. Poras le dice:
—Bien hecho, buen trabajo, Chase.
El joven sonríe, recuerda como un eco las palabras de Sé tú mismo: «Siempre tuviste
este poder dentro de ti». Por primera vez le suenan verdaderas.
—Oye, Jordan —le dice dándole unos golpecitos en el hombro.
—¿Sí? —repone el aludido, tan cerca de Chase que este puede ver las líneas doradas
y verdes de sus iris.
—Te ves como si necesitaras un buen beso —le dice a bocajarro. Por un segundo,
Chase piensa que es pedir demasiado, pero Jordan ríe y lo jala hacia él.
Sus labios se tocan y Chase piensa que, después de todo, hay algo en este asunto de la
confianza.
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Varios autores
La vida de un tauntaun tiene dos reglas: el calor y el frío. El primero es la señal para
levantarse con el sol, cazar, aparearse, dar su leche a los ruidosos bebés tauntauns,
recorrer los campos de nieve con la nariz humeante. El segundo es una señal para dormir
cuando la noche desencadena una oscuridad tan gélida en el planeta Hoth que ni siquiera
los tauntauns pueden sobrevivir, a menos que se agrupen casi sin moverse y su sangre
circule con lentitud hasta parecer lodo. Para Murra, la matriarca de esta manada de
tauntauns, esos ritmos naturales ya no tienen sentido. La capturaron, acorralaron y
domaron. Puede oler el cambio del día a la noche y viceversa, pero rara vez ve el sol y las
lunas. Las cosas raras, calientes y ajetreadas que proporcionan luz falsa a los corrales
entre las cuevas, son débiles, empalagosas y nunca se apagan.
Ahora ella tiene una tercera regla: las extrañas criaturas bípedas que la controlan. Se
llaman a sí mismas Rebeldes. Para estos tauntauns cautivos en la Eco Base, mitad
reptiles, mitad mamíferos, el mundo se ha encogido hasta convertirse en unos pocos
huecos en las cuevas. Los tauntauns no saben contar, pero Murra advierte que está con
menos animales de los que antes tenía a su cargo, cuando vivían libres. Por entonces, a
menudo pasaban la noche en una caverna semejante a estas, dormidos tan profundamente
que nada los despertaba, con la sangre a un latido de distancia de congelarse en cuanto se
amontonaban mezclando sus olores y genealogías. Cuando llegaba la mañana, salían a la
claridad chispeante, olfateaban el aire en busca del hedor de depredadores y wampas;
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
cuando no lo hallaban, resoplaban de gusto y con sus cuernos aventaban la nieve que
hacía brotar arcoíris en el cielo blanco.
Esto es lo que Murra echa de menos: libertad, optimismo, la habilidad para adelantar
la cabeza, cuernos en alto, usar su cadera para dar un empellón a una hermana o hija,
escabullirse con el macho de su gusto, balancear la cola para dar a los pequeños tauntauns
algo con que jugar. Ahora, cuando sale de la cueva, está atada con bridas; su cuerpo ya no
disfruta revolcarse en la nieve como antes. Los Rebeldes le voltean la cabeza para decirle
adónde ir, le oprimen las costillas con sus botas y le gritan cosas sin sentido cuando ella
hace mucho ruido. Ella sabe su nombre solo porque alguien se lo repitió docenas de veces
mientras le daba de comer scrabblers de hielo sacados de una cubeta. Ahora sabe que, si
oye su nombre y le siguen unas palmaditas, ellos tienen algo de comer para ella, aunque
no sea tan apetitoso.
Esta mañana, Murra recibió un regalo especial: la sacaron a patrullar con Riba, su hija
preferida; aunque ambas iban embridadas y ensilladas por los escandalosos Rebeldes,
estaban juntas en su elemento. El mundo brillaba y estaba lleno de olores y espacio para
moverse; ellas sacudieron y chocaron sus cuernos hasta que el jinete de Riba dijo:
—Vaya, hoy sí están emocionadas, ¿verdad, Han?
—Solo animales tontos pueden emocionarse con tanta nieve —contestó el que iba en
la espalda de Murra.
Ella no entendió ni una palabra. Murra prefería por mucho a la rebelde de voz suave,
la que se quedó con ella cuando trajo al mundo a sus gemelitos tauntauns confinada en un
establo, sola. Fue un parto difícil, quizás porque las hembras estaban acostumbradas a dar
a luz mientras corrían, no encerradas en un rincón. La rebelde se sentó junto a ella,
acarició su cara, le murmuró cosas para reconfortarla; cuando al fin los dos tauntauns
salieron, la rebelde corrió a los cuidadores, a quienes dijo:
—Está agotada. Dennos un poco de privacidad. Dios sabe que ambas la necesitamos.
Antes de ser capturada, Murra habría escupido a la cara de la rebelde; en cambio esa
noche, débil tras dar a luz, lamió gentilmente trocitos de hongos de las manos saladas y
no rechazó que la mujer le acariciara el pelaje bajo el cuello. Cuando Murra puso su
cabeza sobre el hombro de la rebelde, esta la recompensó con una buena rascada en los
cuernos, donde tenía comezón.
—Sé cómo te sientes —le dijo suavemente la rebelde junto al oído—. Siempre
atareada, presionada a hacer esto o aquello. Creo que es la primera vez en meses que
estoy a solas. Bueno, no exactamente sola, aquí contigo y tus bebés.
Cuando se agachó junto a las crías, Murra le permitió acariciarlas. Ahora aquellos
cachorros eran robustos y fuertes. La rebelde visitaba a veces los establos en la quietud de
la noche, sola, cuando Murra estaba medio despierta para vigilar a su manada. Siempre le
agradaba que le rascara los cuernos y la rebelde parecía encantada de tener con quién
hablar.
Sí, aquella iba a ser una excelente mañana para correr con Riba, pero su tiempo juntas
sobre la nieve fue demasiado breve. Ahora Murra está de regreso en la cueva, intranquila.
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Varios autores
Usualmente no se preocuparía por que su hija estuviera afuera, adonde pertenecía, pero el
aire le dice que aquella va a ser una noche insólitamente fría y Riba ya debería estar de
regreso. Está embarazada y aunque falta para eso, serán las primeras nietas de Murra.
Abre sus ollares, olfatea, se pasea nerviosa. No hay señales de Riba.
La rebelde está cerca y, para ser una de su especie, huele a… perturbación, ansiedad,
desasosiego. Exactamente como Murra se siente. Se pregunta si acaso la rebelde se
preocupa por alguien que le importa. ¿Quizás el rebelde que monta en Riba? ¿Son
capaces de tales sentimientos los Rebeldes? Ciertamente no se frotan, tocan ni resoplan
como los tauntauns y la forma como envuelven sus cuerpos en cintas y ropas apestosas
sugiere que son demasiado primitivos para leer los olores.
Murra está junto al borde de la cerca improvisada, mira a la rebelde y piensa en la
extrañeza que flota en el aire, cuando un olor molesto la hace estornudar. Se da la vuelta,
baja la cabeza y apunta con los cuernos. Keelak la enfrenta con sus cuernos listos y
brama su desafío.
Murra suspira suavemente. Keelak es la clase de hembra buscapleitos que habría
expulsado de la manada si estuvieran al aire libre, donde pertenecían. Keelak tenía valor
pero no sabiduría, era beligerante sin precaución. Sus crías son fuertes, pero se portan
mal. Era una líder para tiempos más salvajes, pero aquí, en las cuevas, los tauntauns
deben mostrar moderación o, de lo contrario, simplemente desaparecerían.
La hembra más joven se lanza a la carga; Murra está lista. Ya ha enfrentado esos retos
antes. Los cuernos chocan con tal fuerza que los huesos de la más vieja vibran. Ambas
retroceden sin dejar de mirarse. Keelak pega duro, más fuerte de lo que esperaba. Así que
el desafío va en serio. No está jugando ni quiere poner a prueba a su rival. Desea usurpar
el lugar de Murra al frente de la manada, confunde su preocupación con debilidad.
Después de inclinar la cabeza para ver una última vez la puerta totalmente abierta y
alguna señal de Riba, Murra resopla de ira. Deja que su afrenta y furia destilen por sus
poros hasta ahogar el olor de Keelak. La hembra vieja da vueltas en torno a su retadora,
con los sentidos alerta para captar cualquier aroma o sonido que pueda ayudarla a superar
a la más joven, de menor tamaño pero muy motivada.
Murra es la matriarca. Ya lo era mucho antes de estar en la cueva, y planea seguir
siéndolo por mucho tiempo más para ayudar a traer al mundo a sus nietas y bisnietas en
aquel planeta helado, sin las luces extrañas y calientes de los Rebeldes con sus aromas de
pánico y miedo. Keelak no tiene cicatrices de batalla, nunca ha tomado decisiones
difíciles para mantener a salvo a la manada; solo quiere mandar. Murra nunca ha
confiado en ella.
Normalmente la falta de confianza sería algo malo para la manada, porque los
tauntauns están vinculados por el tacto y el olfato. Ahora es algo bueno, pues Murra no
siente escrúpulos de matar a su rival. No comparten sangre ni amor.
Keelak echa atrás la cabeza para bramar. Ahí es cuando Murra la ataca, hunde sus
cuernos en la garganta de la hembra joven y la tira de espaldas. Ella aprendió ese truco
cuando su madre gobernaba la manada y un macho soltero desafió al líder; tal vez Keelak
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
no sabía cómo ser cuidadosa. Los cuernos sirven para dar topes, y para otros usos
también.
Keelak se dobló en el aire y aterrizó sobre su cadera con un alarido de dolor; escarbó
torpemente para tratar de ponerse en pie. Los demás tauntauns habían retrocedido y
formado un círculo para observar la pelea con intensa curiosidad. Su lenguaje más
sensible es el de los olores y Murra captó en la multitud preocupación, excitación,
indignación, ferocidad. A algunos les gustaría verla perder; otros la impulsaban con su
amor por ella y la necesidad de su liderazgo. Empoderada por el apoyo y enfurecida por
quienes deseaban traicionarla, Murra brama su superioridad y corre hacia la vulnerable
Keelak. A los tauntauns se les dificulta moverse sobre la espalda, especialmente en los
pisos resbaladizos de la cueva tibia, desprovistos de nieve que les brinde agarre y
amortigüe sus caídas.
Una sacudida de ira la hace más atrevida, se acerca con los dientes amarillentos y
afilados al vientre expuesto de su rival. Antes de que se claven en la piel de tono azulado,
un chorro de la espesa saliva de Keelak cae en sus ojos y la ciega. Murra quiere darse
manotazos en la cara, pero sus extremidades superiores no alcanzan sus ojos. Sabe que, si
se da vuelta para limpiarse en su anca, dejará al descubierto su otro lado y Keelak lo
atacará; no puede correr ese riesgo. Con un balido de desesperación, avanza a ciegas
hacia el círculo de la manada para suplicar su ayuda. Pombo se echa atrás, incómodo;
otro cuerpo cálido gira hacia ella, le acerca su pelaje que ya no lleva el olor de la nieve,
pero aun así huele a hogar. Es su vieja amiga Tova. Agradecida, Murra frota su cara
contra el familiar flanco hasta quedar limpia del salivazo, resopla suavemente con
gratitud y gira para cargar sobre Keelak; esta vez oscila la cabeza para evitar otro
escupitajo.
—Oye, ¿qué sucede aquí? Murra, eres más sensata.
Su rebelde favorita está allí, en la cerca improvisada, olvidando por completo que la
rodea una manada de bestias enormes y enojadas, cualquiera de las cuales podría partirla
en dos de un solo coletazo. La rebelde corre hacia Murra, que se ha quedado quieta al oír
su nombre.
—Keelak, ¡cálmate! Uf, qué peste. ¿Qué se les ha metido a ustedes, tauntauns?
Teniente, póngale un bozal a Keelak y déjela sola en un corral, por favor. Parece como si
quisiera escupir.
La rebelde tiene en alto sus inútiles patitas, y Murra se las chupetea en busca de una
golosina. Suspira al encontrarlas vacías, pero le frotan su largo cuello y rascan sus
cuernos y orejas. Es calmante, como la lengua rasposa de una madre tauntaun, la ira de
Murra se disipa con el contacto. Sacan a Keelak y se acaba la tensión; la manada da
vueltas como si quisiera olvidar que estuvo a punto de presenciar una lucha a muerte.
—¿Estas preocupada, grandulona? Tu hija anda afuera con Luke. Él la mantendrá a
salvo. Y ella a él, ¿no es cierto? Riba es como tú: fuerte, capaz, cuidadosa.
Murra baja la cabeza para que la siga rascando. No sabe lo que aquel lenguaje
significa, pero es agradable, reconfortante. Su nombre y el de su hija pronunciados juntos
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Varios autores
como la canción del viento. Ronronea en lo profundo de su gaznate, con delicadeza frota
con su cabeza los dedos de la rebelde; esta se inclina, baja la cabeza y con voz suave le
dice como si fuera un secreto ente ellas:
—Ay, Murra, Luke se ha tardado mucho y Han ya se va. ¿Por qué no pueden estar
juntos al mismo tiempo y en el mismo lugar, donde yo pueda verlos? —la rebelde mira
en torno a los demás tauntauns y sonríe.
—Me pregunto si es lo que tú sientes cuando Arno y Boz están afuera. ¿Te gusta que
tus cachorros ya hayan crecido y confías en ellos, pero te sientes mucho mejor cuando
puedes vigilarlos personalmente?
Murra resopla. En su segundo par de ollares ha captado algo. La rebelde sigue
hablando.
—Estoy preocupada por Luke. No es que sea descuidado; es igual a Han, pero al
menos este se encuentra aquí, sano y salvo. Sé que está a punto de irse, pero… —la
rebelde se detiene, insegura, y suspira—. Son imposibles los dos, ¿no es verdad? O
quizás nada más Han lo es. Tal vez lo soy yo.
Pasa su brazo sobre el cuello de Murra y mira hacia la puerta abierta junto con la
tauntaun, mientras las avispas de la nieve vuelan en círculos ante el sol poniente.
—Mandé a C-3PO a preguntar a Han acerca de ir a buscar a Luke. Espero que no lo
eche a perder. Tiene seis millones de formas de comunicación y ese droide elige mal los
términos la mitad de las veces.
Al oír la palabra C-3PO, Murra agita disgustada la punta de su cola. La cosa
reluciente olía asqueroso. Una vez trató de comunicarse con ella, mas no lo logró, a
través de un fuerte graznido que ella no condescendió a contestar.
—¿Princesa?
Es otro rebelde, uno masculino, que lleva una brida. La rebelde, la mujer, la líder,
mira hacia arriba. Huele su enojo, como si la hubieran interrumpido en mitad de algo
muy importante. Murra conoce ese sentimiento.
—¿Sí?
—El Capitán Solo se está preparando…
La rebelde retira su brazo del cuello de Murra, una sensación que esta extraña de
inmediato. La rebelde toma la brida, la desliza por la cabeza de la tauntaun y con
suavidad se la sujeta.
—Tú lo traerás de vuelta a casa, ¿verdad, chica? —le susurra en la peluda oreja—.
Eres ruda y resistente —Murra para la oreja para escuchar mejor a su rebelde.
—Princesa, ¿no preferiría mandar a uno de los animales más jóvenes y fuertes?
La rebelde conduce a Murra al corral pequeño donde guardan las sillas de montar y
esta vez la hembra la sigue con gusto. No porque haya alimento de por medio, sino
porque ensillarla significa que la llevará afuera, adonde está Riba desde hace tanto
tiempo.
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—No hay otro tauntaun tan fuerte como esta vieja hacha de combate —dice su
rebelde al palmearle el cuello—. Ella estaba aquí antes que nosotros y estará largo tiempo
después de nuestra partida. Por alguna razón… confío en ella.
La rebelde sale mientras el otro inicia el eterno proceso de ensillar al animal. Cuando
regresa, trae un puñado de hongos que Murra come de su mano, y luego se la lame a
manera de agradecimiento.
—Cuento contigo, chica. Vamos a traerlos a salvo.
La rebelde se va y deja un rastro de olores que significan esperanza mezclada con
preocupación.
El rebelde acicala con un peine a Murra, que lo disfrutaría si no estuviera ansiosa de
partir. La ensilla, aprieta las correas un poco más de lo que le gusta a la tauntaun, lo cual
la hace resoplar sorprendida. Conoce este baile y está lista para él. Cuando al fin aparece
el rebelde ruidoso, puede oler que siente enojo, pero más que eso, miedo. Porta consigo el
leve olor de su rebelde, que emana un afecto tierno.
Parece que al ruidoso no le gusta lo que le dicen los otros Rebeldes y se trepa a la
silla con enjundia, derrochando tanta energía que Murra la siente resonar dentro de ella.
Él quiere mucho algo y ella también. Puede sentirlo en su sangre, en cada músculo.
Necesita salir a correr, abrir todos sus ollares y buscar a su hija. Ella es la matriarca de su
manada y esta es su mayor responsabilidad: mantener a salvo a los suyos, sin importar
nada.
—Su tauntaun se congelará antes de llegar a la primera marca —dice el masculino
desde el suelo; tauntaun es el único sonido con significado para Murra.
—¡Entonces nos veremos en el infierno! —grita el ruidoso.
Murra tampoco sabe qué significa aquello, pero suena tan temible como el bramido
de ira que soltó cuando peleaba con Keelak; quiere bramar junto con él, compartir su
determinación. El sonido que desea emitir pertenece al mundo de afuera, como ella
misma. Puede esperar unos minutos.
El rebelde ruidoso la impulsa hacia adelante y Murra se lanza alegremente a la puerta
abierta, con los ollares dilatados para olfatear en busca de cualquier rastro de su hija.
Inhala profundo, su cuerpo se enciende hasta la incandescencia. Aquí afuera, es otra vez
un animal, es ella misma; siente la nieve bajo sus patas y su cola zigzaguea en el aire
helado. Es estimulante, correcto y hermoso. Por un momento, antes de que él tirara de las
riendas para indicarle el camino, Murra recuerda lo que es ser libre.
Echa atrás la cabeza y llama a su hija. El jinete se lo permite, no aprieta las riendas
para controlarla.
—Puedes decirlo de nuevo, hermana. Ahora hazme un favor y encuentra a mi amigo.
Murra corre con los ollares bien abiertos, buscando, rastreando, sintiéndose ella
misma por un breve momento. Y ahí está: un tenue olor.
Es del rebelde más joven, el que montaba en Riba esa mañana.
El rastro es viejo y débil, pero suficiente. Si puede encontrar al rebelde, quizás halle
también a su hija. Cuando la temperatura baje, las dos podrán apapacharse y compartir su
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calor. Es la única forma de sobrevivir a una noche tan fría en Hoth. Ella está decidida a
vivir hasta la mañana.
Corre como el viento cuando el sol comienza a ponerse. Encontrará a su hija y la
protegerá, así como a la siguiente generación que está en el vientre de Riba. La impulsan
la sangre y el amor. Pondrá a salvo a los que ama. Ella los mantendrá calientes.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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Captar las conmovedoras palabras de Jyn Erso, antes de que partiera a Scariff con el
grupo predestinado a morir del perdido Rogue One, era uno de los mayores logros de
Corwi como propagandista rebelde. Esperaba alcanzar un éxito semejante en Hoth.
Ciertamente había cabildeado para estar allí, en ese planeta congelado con ubicación
altamente secreta. Presentó su caso profesional a Mon Mothma, para explicarle por qué
ella debía ir a esa base misteriosa: había oído rumores de que todos los héroes de la
Rebelión se encaminaban allá; no sería tan tonta como para hacer una transmisión en
vivo, transferencia de datos o envío de un mensaje a alguien del mundo exterior.
Guardaría todas las entrevistas gloriosas que obtuviera hasta que los Rebeldes hubieran
dejado Hoth; no las soltaría. De hecho, le dijo a Mon Mothma, permanecería incorporada
a sus compañeros Rebeldes en el futuro cercano para documentar su vida cotidiana. Era
la clase de noticias que despertaban la curiosidad de potenciales reclutas.
Corwi no pudo venderle esta última idea a la líder serena y segura de sí, aunque
obtuvo permiso para viajar a la Eco Base. Estaría allí tanto tiempo como se quedara la
Rebelión, así que iría por delante para hacer la crónica de cuanto viera. A Corwi le
gustaba pensar que su pasión por compartir la historia de la Rebelión con la esperanza de
atraer nuevos reclutas, siempre necesarios, sería recibida con igual entusiasmo por Mon
Mothma. Sabía que estaba pidiendo mucho; sin embargo, Corwi creía en la misión de la
Alianza de restaurar la justicia en la galaxia. Ponía todo su esfuerzo en el trabajo para
incrementar el número de reclutas, pues sabía que, a mayor número de personas en contra
del Imperio, mejor sería para el bienestar de la galaxia. Corwi equilibró cualquier asomo
de súplica en su voz con datos de reclutamiento y anécdotas.
Sus argumentos ganaron. Corwi llegó a Hoth envuelta en varias capas de camisas,
chalecos y abrigos, y con su grabadora cuidadosamente protegida dentro de un gran
paquete. No era de las que pierden tiempo instalándose. En particular, no en esta clase de
locación. Todo daba la sensación de «Lo haremos con lo que tenemos», al estilo
prevalente en la Alianza. Las paredes talladas desmañadamente hacían juego con el piso
austero donde los suministros se amontonaban al azar por aquí y por allá. Ojalá pudiera
encontrar un poco de caldo caliente, pero, tal como estaban las cosas en materia de
comodidades, lo veía difícil. Corwi hizo hologramas para inspirar; no obstante, los
atemperó con realismo. Sabía que no podría ganarse el interés o el respeto de la Rebelión
si a diario fingía que esta guerra se reducía a un noble desfile.
Corwi tenía que ser honesta cuando hacía hologramas para galvanizar a otros para
que se pusieran del lado de la Rebelión. Honesta y esperanzadora. Conocía frases de
Luke, Leia y quizás hasta de Han que eran justo lo que necesitaba. Otros miembros de la
Alianza pronunciaban con veneración los nombres del trío, colocaban a los héroes en
pedestales. Sus fuentes le informaban que incluso algunos planetas atrasados estaban
comenzando a reconocer esos nombres e intercambiar historias sobre ellos. Era hora de
reunir más hologramas, trabajar con su amigo artista Janray en nuevos carteles de
propaganda con uno de los tres héroes, o con todos. Serían el punto de apoyo de la
próxima campaña de reclutamiento. Pero primero Corwi debía hallar tiempo para reunirse
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con estos héroes. No tenía modo de averiguar si la esperaban. Su viaje había sido
repentino y, según entendía, las comunicaciones con la base secreta funcionaban como
fueran necesitándose. Esperaba que ese último transbordador de suministros hiciera que
la base fuera completamente operativa, aunque quizás no tanto como deseaba la
propagandista que se había metido en ese estrecho espacio para el viaje, en medio de
cajas de raciones y mantas.
Se reportó al General Bygar. Andaba apurado y claramente tenía otros asuntos que
atender; sin embargo, dio a Corwi la bienvenida. Bygar se la encargó a una oficial de
comunicaciones, que le ofreció un breve resumen de la Eco Base: dónde encontrar el
café, el área médica, lo básico. La Oficial de Comunicaciones Farr repasó rápidamente el
plan de evacuación, con la voz cansada de quien se había visto en situaciones así un
millón de veces. Cuando Farr terminó, Corwi le preguntó acerca de poder hablar con la
Princesa Organa. La sorpresa relució en la cara de la oficial; estuvo a punto de reírse de la
petición de Corwi. La princesa, le informó a la propagandista, se hallaba trabajando en el
centro de mando, un área de acceso limitado al personal esencial solamente. Corwi no
tendría oportunidad de hablar con ella.
La entrevistadora archivó esa información para más adelante; no se rendiría con tanta
facilidad, así que preguntó por Luke Skywalker. Farr lo describió como afable;
posiblemente estuviera encantado de hablar con ella, pero estaba patrullando en el
exterior. Quedaba Han Solo. Corwi había oído que el contrabandista y rebelde no oficial
podía ser muy taciturno. No la emocionó que Solo fuera su única opción, pero debía
intentarlo. A pesar de su reputación de sinvergüenza (o a causa de ella), seguro tenía
historias interesantes que contar. Farr llevó a Corwi al Halcón Milenario, junto al cual
estaba Han de pie, con cara de frustración. Normalmente ella no se hubiera molestado en
tratar con alguien ceñudo, pero sus opciones eran muy limitadas. De hecho, Han puso los
ojos en blanco cuando Corwi se presentó y murmuró algo acerca de no ser la clase de
modelo a seguir que la Rebelión elegiría para el reclutamiento. Decidida a conseguir algo
(lo que fuera), Corwi instaló su equipo con rapidez. Le preguntó a Han por qué había
participado en la batalla de Yavin, qué significaba la Rebelión para él.
—Mira, cariño, no soy un héroe. Vi una pelea y enfilé mi nave hacia allá —casi ladró.
Ella trató de hacerle una pregunta fácil de responder, él la esquivó. Luego señaló a su
compañero wookiee:
—¿Sabes qué? Chewie tendrá mucho gusto en responder a tus preguntas —le ofreció
con la más protectora de sus sonrisas.
Se esfumó la resolución que sentía cuando llegó. No creía haber interactuado antes
con alguien tan descortés y descarado. Se había equivocado con él. Quizás podría haber
recibido respuestas más útiles de Chewbacca. También era un héroe de Yavin, según
recordaba, y en alguna parte debía haber un droide de protocolos para traducir. Quizás
intentara hablar directamente con Chewie más tarde si cerca de él Han no andaba de
gruñón.
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Aquí estaba ella, dispuesta a crear vínculos con los tauntauns mientras esperaba noticias
de que Luke ya se encontrara en una situación menos comprometida. Necesitaba pensar
en un nuevo plan. Los gruñidos y balidos de los tauntauns no eran material para el
reclutamiento. Tener que decirle a Mon Mothma que no había conseguido nada sería muy
vergonzoso después de haberle suplicado tanto el permiso. No quería ni considerar esa
opción. Años antes, Mothma le había dado a Corwi un modo de salir de la Corporación
de Prensa Imperial. El Imperio captó a Corwi y a otros holoperiodistas después de la
caída de la República. Al principio, ella creyó ingenuamente en las intenciones del
Imperio; pensó que seguiría reporteando los hechos verdaderos ocurridos en la galaxia,
como lo había hecho durante años. En vez de eso, la Corporación de Prensa Imperial era
una maquinaria de propaganda a favor del Imperio. Los comunicadores se alimentaban de
historias que eran o completas mentiras, o versiones muy manipuladas de la verdad para
presentar de un modo favorable al Imperio. Aunque la extensión de las ambiciones del
Emperador no era evidente al principio, Corwi sintió en el alma la maldad de aquello. No
solo era que la obligaran a mentir, sino que el obvio propósito del Imperio era instaurar la
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opresión. Adonde iban sus fuerzas, las seguía la desolación. No pasó mucho tiempo antes
de que ella se fuera en silencio a ocultarse.
En su nueva vida, con viajes de un planeta a otro, escuchaba desde los rincones que
nadie miraba. Oyó murmullos de rebelión. Al ver los reportajes, claramente falsos, de ex
colegas como Alton Kastle, decidió buscar a la Alianza Rebelde. La influencia y el
control del Imperio estaban muy extendidos. Ella deseaba combatir al Emperador en la
forma que fuera, hacer su parte para regresar a la vida los rincones galácticos que habían
sido saqueados hasta volverlos grises e inertes. Cuando Mon Mothma renunció a su cargo
en el Senado y anunció su intención de restaurar la República, Corwi supo que ella le
ayudaría. Se dio cuenta de que la Rebelión necesitaba su propia versión de la
Corporación de Prensa Imperial: gente que hiciera hologramas y los publicara para
concientizar y atraer aliados a la causa. Esto implicaba dar cierto giro a las noticias, sí,
pero Corwi sabía que sería por el bien de la galaxia. Se atendría a su código: nunca torcer
la verdad. Solo la destacaría. Corwi creyó que era un compromiso aceptable. Le llevó un
tiempo llegar al frente de los Rebeldes para que la escucharan y comunicaran sus ideas al
nuevo liderazgo.
Al final, se encontró frente a Mon Mothma y se ganó un puesto. Uno que hiciera la
diferencia. Un puesto que hoy podía usar para hablar con el Comandante Skywalker.
Corwi se paró muy derecha, sacó la holograbadora de su empaque, se colgó la bolsa
al hombro y tomó un pasillo hacia el área médica. Allí se topó con un droide médico.
—Disculpa, ¿has visto a…?
Un anuncio en los altavoces calló a Corwi. No hallaba las palabras correctas, cuando
diversos seres se pusieron en movimiento en todas direcciones. La base se transformó en
un instante de un lugar con sus asuntos normales a un centro donde las actividades se
superponían a ritmo frenético. Algo sucedía. Ya antes había estado junto a los combates,
lo cual no aliviaba el peso que le oprimía el pecho. Corwi trató de acercarse a un piloto
sin estorbarle.
—¿Qué pasa?
—¡El Imperio nos encontró! —replicó el piloto.
Salió corriendo antes de que ella pudiera hacerle más preguntas. Corwi dejó que la
cruda emoción corriera por sus venas durante diez segundos exactos, un método para
calmarse que había descubierto en sus días de reportera de la Corporación de Prensa
Imperial. Podía permitirse la preocupación, solo porque sabía que lograría controlar sus
reacciones. Con la mente más clara, trató de recordar las instrucciones de evacuación.
Cuando notó que estaba en blanco acerca de lo que se suponía debía hacer y adónde ir,
Corwi tomó como por reflejo su holograbadora y la alzó a la altura de su ojo. También
podía aprovechar las circunstancias para tomar vistas que podría incrustar en los
hologramas que necesitaban acciones dinámicas. Corrió al muelle del hangar. Allí
estaban las naves, donde encontraría un lugar para salir de Hoth. Eso esperaba. Esa
sensación de desesperación, de necesitar sobrevivir otro día, comenzó a colarse en su
pensamiento como una especie de niebla. Debía seguir en movimiento.
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Un sentido de urgencia saturaba el ambiente del hangar. Corwi esquivó a los droides
que rodaban hacia el lugar de la acción. Ella se plantó en una zona despejada y giró
despacio en un círculo para captar los singulares movimientos que se producían alrededor
de ella. Podía hacer como si estuviera viendo una coreografía, planeada hasta el último
detalle con cada elemento en movimiento armónico. A diferencia de ella, advirtió, ellos
conocían de cabo a rabo los procedimientos. Observó cómo los soldados operaban en un
lugar alejado e incómodo, en preparación para enfrentar un ataque sin pensarlo dos veces.
Cada uno desempeñaba un papel importante. Todos estaban dispuestos para…
Una voz aguda interrumpió las reflexiones de Corwi.
—Los transportes de tropas se reunirán en la entrada norte. Los transportes pesados
partirán tan pronto como estén cargados.
Reconoció la voz de Leia. La vio más adelante, reunida con los pilotos en una junta.
Se colocó a un lado y con su holograbadora apuntó a Leia. ¡Por fin! Estaba captando a un
héroe rebelde en acción. Sintió un momento de alegría, a pesar de las circunstancias. Ya
se veía reproduciendo las palabras de Leia en un holograma dirigido a los pilotos.
Aunque no fuera el discurso más elocuente de la princesa, la parte visual hablaría por sí
misma. Los reclutas potenciales verían a Leia, sobreviviente de Alderaan y líder de la
Alianza Rebelde, en el acto de dirigir a las tropas desde la línea del frente, preocupada
por quienes estaban de servicio. Y realmente se preocupaba. Corwi no tenía que estirar
demasiado ese ángulo, era justo lo que necesitaba.
No le importaría si no encontraba cabida en un transporte. Las grabaciones que había
hecho podían salir físicamente con o sin ella.
Corwi estaba muy metida en su trabajo cuando oyó a un piloto mencionar un
destructor estelar. El Imperio había llegado y con fuerza. Corwi observó a los pilotos que
se afanaban por llegar a sus naves mientras ella captaba sus fisonomías. Tenía una vaga
idea de adónde debería ir y con eso le bastaba. En el peor de los casos, calculó, seguiría la
misma dirección de los otros. No, el peor de los casos sería que ella acabara perdida,
muerta o capturada por el Imperio. No podía permitir semejante cosa. Conforme viraba
hacia una posible ruta de escape, vio una cara familiar enfrente de ella: ¡Luke Skywalker!
Incluso el más breve instante del famoso rebelde al momento de prepararse para entrar en
batalla sería invaluable.
—¡Comandante Skywalker! —gritó Corwi.
Él no la oyó. La mujer frunció la cara, enojada por haber estado tan cerca de
conseguir una exclusiva y perderla. Entendía que era un momento infortunado, pero no
quiso darse por vencida: solo necesitaba estirarse sobre un montón de cables para
acercarse a él. Corwi se echó para atrás a fin de impulsarse y dar una zancada, mas pegó
en una masa sólida. El soldado rebelde patinó hasta parar.
—¡Karabast! ¿Podría tener más cuidado?
—Lo siento, solo quería… —se excusó ella, al recoger la bolsa que se le había caído
al rebelde.
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—¿Querer qué? Si no va a tomar parte en la batalla, será mejor que salga de aquí —
gruñó el soldado—. ¿Sabe en cuál transporte va a irse?
—No sabía que estaban asignados los asientos —contestó molesta consigo misma,
por no haber prestado atención a Farr—. Ni siquiera sé cómo llegar a las naves de
transporte. Creí que estarían aquí.
—Sígame. Lo sabremos al llegar allá —le gritó el soldado.
Corwi vio cómo Luke se trepaba a su caza al igual que todos los demás: un héroe de
la Rebelión sin duda, pero un piloto que iba a hacer su parte como los otros. Varios
pilotos la rodearon; su dedicación era tan completa como la de Skywalker. De pronto su
mundo se redujo al soldado que caminaba delante de ella y al pasillo por donde
comenzaron a correr. Afuera atronaban los sonidos de un ataque por tierra que hizo
estremecer las paredes de la base. Pequeños trozos de escombro empezaron a caer del
techo. Corwi puso su mano izquierda sobre su cabeza como si con eso pudiera impedir un
derrumbe. Con la derecha dobló su holograbadora y se la acercó para protegerla con su
cuerpo. Quería conservar su vida sin perder el fruto de su trabajo si era posible. Su labor
era hablar en favor del reclutamiento. Eso era importante y no lo lograría a menos de
sobrevivir.
Finalmente, el soldado y ella emergieron del pasillo compacto para entrar en una
amplia zona de embarque. Había transportes en cualquier dirección que mirara. Pensó
que el muelle del hangar era un caos, pero ni comparación con esto. Advirtió las
columnas de evacuados como un borrón blanco y gris. De nuevo los Rebeldes se movían
en orden; para Corwi resultaba abrumador, ni vergüenza le dio aferrarse al brazo del
soldado para no perderle la pista entre la multitud. Si estaba irritado por la carga
inesperada que era ella, no lo demostró. La ayudó a atravesar entre el gentío y la dejó en
la fila de quienes abordaban un transporte.
—Ellos cuidarán de usted, se lo prometo —dijo.
—¿Cómo se llama, soldado? —preguntó Corwi.
—L’cayo Llem.
—Gracias, L’cayo. No lo olvidaré.
Corwi puso la holograbadora enfrente de ella e inclinó la cabeza sobre el aparato.
L’cayo asintió con la cabeza. Ella supo exactamente por qué se sintió obligada a tomar
una instantánea del soldado. Sin él, no habría estado en posición de escapar. La gratitud
le brotaba por todos los poros.
Empapada en sudor y jadeante, Corwi miró a su alrededor mientras esperaba abordar
el transporte. Los Rebeldes se despedían unos de otros al entrar en las naves y
apresuraban a sus camaradas con gritos alentadores aunque estresados. Cada uno cuidaba
de los otros. Todos era voluntarios en la Alianza Rebelde para desafiar al Imperio. Todos
empeñados en salvar de la opresión a la galaxia.
El gesto de una mano la guio para abordar su nave; no perdió tiempo en llenar sus
papeles y sentarse donde le indicaron. Habían entrado con prisa; ahora la atmósfera
estaba extrañamente quieta. Siguió el ejemplo de quienes la rodeaban y se abrochó el
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Varios autores
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Varios autores
ROGUE TWO
Gary Whitta
Zev Senesca odiaba el frío. Detestaba el hielo y la nieve, tan helados que quemaban;
odiaba el viento gélido que le azotaba la cara hasta que dejaba de sentirla. Odiaba todo
este planeta olvidado por el Creador, si acaso podía llamársele planeta. Hoth era más bien
una gigantesca roca congelada que flotaba en el espacio, un lugar tan hostil en la galaxia
como pueda imaginarse.
Quizás ese era el punto. El Imperio perseguía sin tregua a la Rebelión después de
descubrir su base anterior en Yavin 4 y forzar su evacuación apresurada. Desde entonces
había sido casi imposible encontrar una nueva sede, luego de que el Imperio decalarara
que cualquier mundo civilizado que ofreciera albergue o paso seguro a la Alianza sería
sometido a sanciones devastadoras y a la ocupación imperial. Así, al buscar una
ubicación para una nueva base, todo lo que quedaba a disposición de los Rebeldes eran
los refugios más remotos y menos deseables: planetas abandonados y yermos, lunas en lo
más remoto del espacio. Aunque el Imperio supiera que la Alianza estaba desesperada,
nunca consideró que lo estuviera al grado de enterrarse en un lugar como aquel, un
planeta tan helado que apenas podía sustentar cualquier clase de vida, excepto unas pocas
especies endémicas, muchas de las cuales vivían en las profundidades, más cerca del
núcleo planetario aún caliente. Así que era inteligente por parte de los líderes establecerse
en ese lugar, donde el Imperio ni siquiera pensaría en buscarlos.
Sin embargo, eso no sacaba la espinita de las penalidades cotidianas de vivir allí.
Excavar los hangares y túneles había sido bastante difícil, un trabajo brutalmente
laborioso que había durado semanas y costado vidas, debido al frío y los derrumbes en la
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construcción. Ahora estaban allí, tan cómodos como lo permitían las circunstancias. Los
técnicos se las habían ingeniado para instalar tuberías calefactoras en toda la base; todos
se alegraron cuando encendieron por primera vez los motores y funcionaron,
permitiéndoles deshacerse de capas de ropa hasta quedarse con menos de seis por primera
ocasión desde que llegaron al planeta.
Eso había sido solo el principio. Incluso con una base funcional para resguardarse en
su interior, Hoth planteaba un problema tras otro. Las tormentas de nieve y la
interferencia atmosférica con frecuencia eran tan graves que dejaban pocas ventanas a
través de las cuales los operadores de sensores de la Eco Base pudieran realizar escaneos
para detectar cualquier señal de la presencia del Imperio en el sistema. Por suerte, el mal
tiempo afectaba también al enemigo, impidiéndole descubrir las señales de los Rebeldes
sobre la superficie, que de otro modo cualquier nave imperial habría detectado. Muchas
veces en Hoth se quedaban a ciegas, pero al menos se volvían invisibles también.
Un problema mayor era el concerniente a los speeders que los Rebeldes habían traído
desde Yavin 4. A Zev y los otros pilotos del Escuadrón Rogue les encantaba volar en
ellos; eran rápidos, maniobrables, con excelente respuesta. Aunque su alcance era
limitado, podían perfectamente explorar el paisaje de Hoth, tan inhóspito. Pero habían
sido diseñados para operar en climas templados y allí sus motores se congelaban de
inmediato, así que los aparatos quedaban inútiles en tierra hasta que pudieran adaptarlos
al frío si eso era posible. Según lo que oyó Zev, los ingenieros calculaban que tenían una
posibilidad de 50% de éxito en el mejor de los casos. Eso dejaba agradecidos a los
Rebeldes por cualquier respiro que se les diera. Uno de ellos apareció en forma de
tauntauns, la única especie hallada en la superficie hasta entonces. Eran animales feos,
olían horrible, bestias muy tercas difíciles de someter; sin embargo, la paciencia había
dado fruto y ahora la base contaba con un pequeño grupo de estos animales fuertes y
rápidos que podían ensillarse para montarlos. Una vez satisfecho con el progreso del
programa rápidamente improvisado y con la esperanza de que sería una medida
provisional, el General Rieekan había dado luz verde a las patrullas de tauntauns, aunque
restringidas a un corto radio alrededor de la base. Al menos eso dio a los Rebeldes cierto
grado de capacidad de reconocimiento de corto alcance.
Algo que Zev aprendió era que por cada cosa que daba, Hoth quitaba el doble. Había
reportes no confirmados (en realidad poco más que rumores) acerca de criaturas
gigantescas vistas deambulando en las planicies congeladas. A grandes rasgos tenían
figura humana, del doble de tamaño de una persona, según dijeron quienes aseguraban
haberlos visto. No estaban seguros, pues el clima de Hoth a veces limitaba muchísimo la
visibilidad y era fácil tomar una roca u otra forma natural por cualquier otra cosa a solo
unos metros de distancia. Después de unos cuantos meses en esta desolación, algunos de
los hombres y mujeres estacionados en la base mostraban las primeras señales de tener
dificultades para soportar el aislamiento sofocante. No sorprendió en absoluto a Zev que
alguien comenzara a jurar haber visto cosas que en realidad no estaban allí, pues la mente
les jugaba malas pasadas. Eso era lo que él creía sobre las mentadas criaturas. Para
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Rieekan la cuestión era distinta, pues, preocupado por las vidas perdidas durante la
instalación de la base, sentía que debía asegurarse. Después de que el general ordenara
efectuar inspecciones del área y colocar sensores capaces de detectar cualquier señal de
vida, fue el Comandante Skywalker quien insistió en dirigir la primera patrulla. Como
nunca permitía que los pilotos del Rogue Two enfrentaran un riesgo que él mismo no
encarara primero, montó un tauntaun y salió al gran desierto helado.
El Capitán Solo insistió en acompañarlo, con el argumento de que el trabajo se haría
más rápido si se dividían el territorio a explorar, sin quitar el ojo a la Princesa Leia que
estaba allí. Como siempre, trataba de impresionarla. Si Solo quería mantener en secreto
sus sentimientos hacia ella, fracasó estrepitosamente. Todos en la Eco Base los conocían.
El chisme era un arma perfecta para combatir el aburrimiento en un lugar tan desolado
como ese. Los intentos de Solo, penosamente obvios, para impresionar a la princesa
habían dado gran pábulo al chismorreo. En secreto, Zev incluso había iniciado un grupo
de apuestas en el escuadrón, y cada piloto había apostado tratando de acertar en qué día
ella se cansaría de esos intentos propios de un escolar y le diría a Solo lo que podía hacer
con ellos.
Renuente, Leia había permitido irse a Solo y a Luke, tras implorarles que se
mantuvieran dentro del radio de búsqueda permitido. Además, advirtió al contrabandista
que cualquier acto heroico que intentara para impresionarla tendría el efecto opuesto en
ella. Solo le aseguró que actuaría apegado a las reglas; luego, como le gustaba hacer a
menudo, añadió un guiño pícaro que desmentía cuanto había dicho. Leia permaneció de
pie junto a las puertas blindadas de la entrada norte, mientras observaba cómo los dos
hombres se alejaban hasta que se los tragó el gran manto de blancura.
Eso había ocurrido en la mañana; ahora el Comandante Skywalker estaba perdido.
La noticia se difundió en la Eco Base como un ventarrón que congelaba todo a su paso.
Pocos minutos después de declarar demorado a Skywalker, cada uno de los Rebeldes se
temió lo peor. Sabían que Hoth era un mundo inmisericorde que mataba a quien bajara la
guardia. El comandante no era la clase de persona que hiciera eso, pero Hoth podía tener
otro as bajo la manga, maneras de matar hasta al más vigilante y preparado. Incluso
alguien protegido por la Fuerza, como se rumoraba que lo estaba Skywalker desde que se
volvió una leyenda al disparar el tiro que destruyó a la temible Estrella de la Muerte, con
lo cual salvó a la Rebelión. Ese era otro tema de chismorreo popular en la base: ¿lo
protegía o no? Zev, quien tenía edad suficiente para recordar las leyendas de su niñez
sobre los Jedi, se mantenía neutral, sin descartar aquello, pero le parecía más creíble que
el chico fuera un piloto de primera clase.
Y no solo un piloto fenomenal, también era un hombre fuera de serie. Después de la
increíble hazaña de Skywalker en Yavin 4, Leia lo recompensó con el rango de
comandante y el permiso para formar su propio escuadrón. Como su fundador, tuvo la
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tarea de darle nombre; aunque había una gran variedad disponible de todos los colores,
Skywalker decidió dedicar su nuevo grupo a uno de los héroes de la Rebelión. Como
todo el mundo, conocía la historia del heroico sacrificio de Jyn Erso, Cassian Andor y
docenas de otros valientes Rebeldes que habían robado los planos celosamente
custodiados por el Imperio que mostraban la falla oculta de la Estrella de la Muerte, lo
cual permitió destruirla y salvar la Alianza. Entonces, se llamaría Escuadrón Rogue, pero
Skywalker dio un paso más. La designación específica de Rogue One que Erso diera a su
escuadrón se retiraría con honores en los anales del heroísmo rebelde. Así que Luke sería
el Rogue Leader y el siguiente piloto de la lista sería designado Rogue Two en vez de
One. Ese código de llamada le tocó a Zev Senesca, quien lo consideró una insignia de
orgullo. Jamás se cansaba de contar a los otros cómo obtuvo esa designación, porque era
una oportunidad de relatar la proeza de Erso a aquellos que no la conocían, una narración
que resumía la bravura y la determinación de los Rebeldes frente a obstáculos
abrumadores que ellos conocían mejor que nadie.
Más que nada, sin embargo, Zev estaba orgulloso de servir con su comandante.
Aunque Skywalker gozaba de un estatus reverenciado entre los soldados y los oficiales,
nunca se jactaba de él ni parecía disfrutarlo. Muy al contrario, odiaba la idea de ser
especial o mejor que cualquier otra persona, hombre o mujer, que servía bajo su mando, y
tuvo que esforzarse mucho para hacer que así se entendiera. No era como los otros
comandantes con los que Zev había servido. Cuando Skywalker te preguntaba cómo
estabas, de veras oía tu respuesta. Parecía genuinamente interesado en la vida de las
personas a su alrededor, se preocupaba por todas y cada una de las que tenía a su cargo.
—Soy solo un chico de una de las granjas de humedad en un planeta del que nadie ha
oído hablar —les había dicho a los pilotos del Rogue Two la primera vez que se reunió
con ellos—. Así que ténganme paciencia cuando meta la pata, ¿de acuerdo?
Soltaron una carcajada, una de las muchas que los pilotos del Escuadrón Rogue iban a
disfrutar con su comandante, de carácter humilde pero firme, al paso del tiempo. A todos
les caía bien. Y ahora estaba perdido.
Dos cosas pasaron de inmediato. La primera fue que los mecánicos Rebeldes
asignados a la adaptación de los speeders al frío comenzaron a trabajar turnos de 24
horas. Esos speeders eran la mejor oportunidad, quizás la única, de encontrar al
comandante antes de que muriera congelado o sucumbiera a cualquier otro imprevisto
que pudiera ocurrirle allá afuera. Así que ahora nadie hacía pausas, ni para comer,
dedicados todos al trabajo constante hasta que encontraran una solución al problema de
congelación que mantenía en tierra a los speeders. Cuando Zev se enteró de que Hoth era
un planeta completamente frío que congelaba los líquidos en los motores, le pareció
divertido. Ya no pensaba así.
La segunda cosa que ocurrió fue que el Capitán Solo insistió en salir a buscar al
comandante. Aunque no había naves disponibles y la temperatura descendiera muy
rápido conforme anochecía, tomó un tauntaun y se fue solo. No había solicitado permiso
a Rieekan, claro, porque sabía que no se lo daría. Simplemente se fue, ese era su estilo:
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actúa ahora, piensa después. El excontrabandista contaba con una reputación mixta entre
los del Escuadrón Rogue; por un lado, los pilotos son un montón de presumidos por
naturaleza, por lo cual muchos admiraban sus agallas y su, al parecer, ilimitada capacidad
para decir lo primero que le pasaba por la cabeza, sin importar las consecuencias. Otros,
como Zev, lo consideraban un fanfarrón bendecido con más suerte que talento, a quien le
gustaba hablar demasiado del pedazo de chatarra que era su nave. Sin embargo, el hecho
de que el capitán hubiera dejado la seguridad de la Eco Base para ir solo en busca del
comandante, en aquel mundo salvaje y helado, sin consultar con sus superiores, le dijo
algo diferente sobre él a Zev. Al menos esta vez, su maldito y loco heroísmo no era una
exhibición para impresionar a la princesa; estaba preocupado de verdad por su amigo.
Zev sabía cómo se sentía eso. La idea de tener en alguna parte al comandante solo,
perdido e indefenso, mientras el frío calaba cada vez más, hacía que sintiera una bola de
hielo asentada en la boca del estómago. Peor aún era la sensación de impotencia. La
misión unipersonal de Solo podía ser una tontería, pero al menos estaba haciendo algo.
Todo cuanto Zev y los pilotos del Rogue Two podían hacer era sentarse a esperar y tratar
de no dejarse absorber por la preocupación con el paso de las horas sin noticias. Las
únicas nuevas que se habían colado eran sombrías: la base había perdido el contacto con
el Capitán Solo, las puertas blindadas estaban por cerrarse al caer la noche, lo cual
significaba que no se harían otros intentos de localizarlo a él o al comandante, hasta la
mañana siguiente.
En ausencia del comandante, Zev era el líder del escuadrón por lo cual la moral de los
pilotos ahora le concernía. Advertía cuán angustiados estaban y trató de pensar en algo
que los distrajera para aliviar la tensión. Cada escuadrón tenía su propio grupo de
apuestas; a menudo se decía que a los pilotos les encantaban los juegos de azar porque se
jugaban la vida cada vez que se metían a su cabina. Zev era quien mandaba ahora en el
Escuadrón Rogue. Desde su fundación, él había encabezado varias, incluso una que
trataba sobre qué era lo más espantoso acerca de la localización de la base (Dak Ralter
había ganado con «el maldito frío»), y la más recurrente se centraba en los torpes intentos
de Solo de impresionar a la princesa. Ahora se le ocurría otra apuesta.
Entró a las barracas de los pilotos y se dirigió al pizarrón donde anotaban las apuestas
sobre Solo. Otros colegas se pusieron de pie para protestar cuando él borró las
anotaciones y escribió una nueva.
—Oigan —dijo Zev—. Hoy comenzamos una nueva ronda. La apuesta es el salario
de una semana. El primero que encuentre al comandante se lleva la olla. ¿Quién se
apunta?
Al principio vacilaron. Luego Dak, el adolescente de quien sabían que idolatraba al
comandante más que todos, se acercó a la pizarra y escribió su nombre. Después Wedge
Antilles, Rogue Three, se puso de pie e hizo lo mismo. Otro par se anotó; los demás aún
dudaban.
—¿No es un poco morboso? —preguntó Hobbie, Rogue Four—. ¿Apostar por la vida
del comandante?
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Zev iba a contestarle cuando otra voz llegó desde la entrada de las barracas, en el otro
extremo.
—¿Morboso? ¡De ninguna manera!
Los que aún estaban sentados se pusieron de pie de un salto para adoptar la posición
de firmes. La Princesa Leia se encontraba allí.
—En descanso —les dijo mientras entraba en las barracas. Los pilotos se relajaron un
tanto, pero permanecieron de pie. La misma presencia de Leia demandaba atención y
respeto. Había pasado por un infierno (prisión, tortura, la destrucción de su planeta y la
pérdida de sus amados padres) y seguía en la lucha. Encarnaba la gracia bajo ataque y los
pilotos del Escuadrón Rogue la admiraban tanto o más que a su comandante.
Leia se recargó en una de las literas y miró a los hombres reunidos ante ella.
—No están apostando por la vida del Comandante Skywalker. Están apostando por su
sobrevivencia. Cada apuesta que escriban en el pizarrón es un voto de confianza acerca
de cuándo lo encontrarán, no sobre si lo harán. Como un gran rebelde dijo una vez, «las
rebeliones empiezan con esperanza». En efecto, yo también anoto mi apuesta.
Se acercó al pizarrón, tomó el marcador de la mano de Zev y anotó todos los
nombres, del primero al último, de los pilotos del Escuadrón Rogue. No tenía que
consultar a ninguno: se sabía de memoria los nombres de todos. Cuando terminó de
escribir la lista, escribió su nombre al calce.
—Apuesto por todos los pilotos que están aquí —les dijo—. Eso es lo que el General
Rieekan, otros líderes y yo hacemos todos los días. Apostamos por cada uno de ustedes
para mantenernos con vida y seguir la lucha. No tengo ninguna duda de que uno de
ustedes encontrará al comandante y al Capitán Solo. No me gusta perder, así que hago
esta apuesta a sabiendas de que voy a ganar.
Devolvió el marcador a Zev y se encaminó a la salida, con todas las miradas puestas
en ella. Se detuvo en la puerta y dio vuelta para mirarlos.
—Que la Fuerza los acompañe —les dijo y se fue.
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Varios autores
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
KENDAL
Charles Yu
Ozzel tenía pocos arrepentimientos. No solo porque en ese momento estaba siendo
asfixiado, mediante la Fuerza, por el gigantón en persona, aunque ciertamente en parte
esa era la razón.
Sin duda Veers, la comadreja, lo disfrutaba tanto como los demás, hombres
quejumbrosos y aquiescentes que hacían su mejor esfuerzo para ocultar su obvio alivio de
no ser ellos el blanco de la ira de Lord Vader. Ozzel no los culpaba. No hacía tanto que
Tagge era quien estaba suspendido en el aire, como un muñeco de trapo, para que todos
lo vieran. Ozzel recordó su secreta excitación al contemplarlo, la mezcla de sentimientos,
la perturbadora combinación de «al menos no soy yo» y «al menos ya se acabó para este
tipo».
Pues si al fin iba a ser sincero consigo mismo (y no hay nada como hallarse en los
últimos segundos de vida para hacer una verdadera introspección), Ozzel debía admitir
que, aunque el dolor era inenarrable, encontrarse en las garras de Vader de alguna manera
era preferible a un día normal en el puente. La tensión constante. La respiración dentro
del casco. El silencio espantoso. «¿Qué quiere que le diga? ¿Qué hice mal esta vez?».
Siempre cuestionándose uno mismo. Siempre con el alma en un hilo, con el temor de
saber que solo era cuestión de tiempo antes de que se presentara la siguiente erupción. No
si se presentaría, sino cuándo ocurriría. Asfixiarse aquí era, más bien, catártico, aunque
doloroso de una manera bastante cegadora.
LSW 71
Varios autores
Por supuesto, lo que había hecho mal esta vez fue pésimo. Los Rebeldes sí habían
estado en Hoth; un error inocente, mas esa era la naturaleza de la guerra: tomar
decisiones basadas en información incompleta. Aun cuando no hubiese hecho la llamada
correcta, al menos la había realizado. No había subido todo el escalafón hasta llegar a
almirante por ser un sicofante. El jefe tenía suficientes lacayos y, a pesar del nada
grandioso récord de Vader como gestionador del personal, el Lord Sith dependía, si no
del respeto, sí de la agudeza mental de sus asesores. ¿De qué otro modo él, un chico de
Carida, habría llegado tan lejos? Hasta la cumbre de la Armada Imperial: oficial al mando
de un acorazado estelar clase Ejecutor.
Sí, metió la pata. Y encima de todo, salir de la velocidad luz, justo por encima del
planeta no fue grandioso. De verdad, una vergüenza. Pero ¿se merecía la muerte por ello?
No. Hasta Vader tenía más corazón que eso. Lo que hacía era humillarlo, tanto más
cuanto lo hacía mediante telequinesis. De alguna manera sería más honorable que lo
asfixiara usando la Fuerza, en persona. Llevarlo a cabo por holoconferencia era
simplemente triste. Tenía que ser la forma de Lord Vader de enseñar una lección a Ozzel;
este estaba de acuerdo con ello, incluso agradecido. Era un llamado a despertar. De
seguro en cualquier momento la presión aflojaría y el almirante se deslizaría al piso,
lesionado y castigado.
Excepto que la presión no cedió; al contrario, aumentó más. No fue el momento en
que su vida retornó, sino que allí terminaba.
Al principio luchó por instinto; el cerebro inferior pateaba el motor: vivir, sobrevivir,
perdurar. No importaba quién hiciera esto. Quería vivir. Su corazón latía aún. Se ponía
más débil. El flujo de sangre disminuía. Cada latido del corazón bombeaba menos sangre
al cerebro.
Había un niño. En Carida. ¿Cuál era su nombre? Un niño de la misma pequeña ciudad
en las montañas, poco más grande que una aldea. Tenían la misma edad.
El recuerdo se le escapaba. Vader se esfumaba. Veers se esfumaba. Hoth se
esfumaba. Puede que se perdiera la batalla, pero la guerra podría ganarse. Sin embargo,
todo se desvanecía.
Casi se sentía bobo ahora al pensar en cómo se preocupaba de la estrategia militar, de
complacer a sus superiores, de su reputación o de la falta de ella. Se burlaron de él,
aunque los superara a todos. Incluso cuando ascendió por el escalafón hasta su presente
grado, la murmuración nunca paró. ¿Era alguna clase de chiste? ¿Vader quería a alguien
débil y que no supusiera una amenaza? O incluso: ¿simpatizaba Ozzel con los Rebeldes y
Vader practicaba juegos mentales con la resistencia al promover a Ozzel y manipular el
flujo de información? Hacía apenas unos momentos, había pensado en cómo se
registraría este incidente en los bancos de datos históricos, cómo el Almirante Ozzel
perdió para el Imperio la batalla de Hoth al cometer un error táctico clave. Cómo Piett
capitalizaría el asunto para hacer avanzar su propia carrera.
Estos pensamientos se le escapaban, se volvían líquidos y escurrían lejos de él.
Colores y luces se emborronaban juntos. Dejó de oír.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Una película silente pasaba ante él. Los otros oficiales se escabullían para no ver la
cara del almirante. El ruido de la actividad. Sobre la superficie del planeta debajo de la
nave se libraba una batalla. Frente a él, la negrura del espacio. Las estrellas. Alrededor de
una de ellas, su planeta de origen, Carida. Los recuerdos lo inundaban, puras imágenes
sin sonidos.
El niño y él subían corriendo la montaña. El paisaje rocoso y bombardeado de Carida
lo reconfortaba. Recordaba subir por la falda de la colina, con pie seguro, hacia su madre.
¿Qué le había pasado a aquel niño? ¿Cómo se llamaba?
Ozzel se acordaba de haber sido joven e idealista. Había habido una disyuntiva. Su
prometida. Iban a casarse en Carida, frente a sus padres y amigos. Una vida buena y
sencilla. Podrían haberla tenido. Pero entonces, encubiertos en la oscuridad, ella le
murmuró algo. Lo besó con ternura. Recordaba el aroma de su cabello. Ella susurraba; la
primera vez, él fingió no oírla, no quería reconocer lo que ella le dijo. Quería imaginarse
que había oído mal y pensar que ella olvidaría el asunto si él la ignoraba. Sabía que esto
iba a cambiar todo. Ya lo había cambiado. La historia estaba aquí, en este pequeño
planeta. Los había encontrado, como lo haría hasta en la parte más distante de la galaxia.
La historia los barría a ambos. «Únete a las fuerzas Rebeldes». Ella lo dijo otra vez, ya no
hubo manera de negarlo. Él no dijo que no, pero era innecesario. Ella sabía cuál sería la
respuesta de él. Ozzel recordaba cómo lloraron juntos toda la noche, abrazados. Luego, a
la mañana siguiente, se dijeron adiós para siempre. Ozzel había escogido su camino: el
Imperio. Eso había sido hacía años, o unos momentos atrás. El color y la luz se habían
vuelto líquidos y ahora el tiempo también.
Su carrera de décadas de duración. Condecorado, promovido, puesto en ridículo.
¿Cómo lo pasó por alto? ¿Cómo no había visto, sino hasta que fue demasiado tarde, a
quién le había jurado lealtad? No estaba solo en su complicidad; sin embargo, eso no lo
excusaba. No era el primero ni sería el último en ir cuesta abajo en esta resbalosa
pendiente. Los autoritarios no se anuncian tocando a la puerta. Uno los invita. Este
promete orden; aquel, estabilidad. A Ozzel le remordía una cosa: si hubiera sido espía,
como algunos sospecharon, si hubiera hecho una sola cosa, una simple y solitaria cosa
para resistir. Entonces perdió la vista.
Ahora estaba sordo y ciego. El dolor había superado todos los umbrales, lo abarcaba
todo de tal modo que ya no lo sentía. El único sentido que le quedaba era el olfato.
Hubo una especie de euforia a causa de la falta de oxígeno. Estos eran sus últimos
momentos. Veía a Darth Vader en una pantalla; superaba el tiempo y el espacio para
tocarlo a él. Su último contacto con otro ser humano. Olió su cena.
El niño y él subían corriendo en tándem por la colina, con zancadas idénticas. El
misterioso niño. Su recuerdo más antiguo. No deben haber tenido más de seis años,
quizás menos. ¿Era su hermano? Cómo podría olvidar eso. Además, estaría en su
historial. No, más bien fue su amigo. Su mejor amigo de la infancia. Si pudiera recordar
su nombre y retenerlo en la memoria, sería la forma de irse. No un acto de resistencia, ya
era muy tarde para eso. Había pasado la vida al servicio del Lado Oscuro; matado a
LSW 73
Varios autores
inocentes; dado órdenes de destruir pueblos, familias, culturas. Lo peor de todo es que él
había sido una herramienta, un instrumento. El Almirante Ozzel y la vanidad de serlo. Su
alto rango reducido a nada. Había sido soldado de infantería, un cuerpo, otro
stormtrooper más que marchaba a paso redoblado al servicio del Imperio. En unas
décadas, cuando se haya librado la batalla y sus historias se hayan escrito, nadie se
acordaría de Ozzel, pero sí de los frutos de su labor, su contribución a consolidar el poder
y el control de Vader. Gran parte de la historia escrita por toda la galaxia, contada una y
otra vez hasta volverla un duro mito. Y ocultos en esta gran narrativa del bien y el mal,
quedarían perdidos millones o billones de relatos e historias personales, detalles que se
pudrirían hasta dejar cascarones vacíos.
Ellos le habían quitado todo: su juventud, su madurez, su prometida. Todas las vidas
posibles que pudo haber llevado. Cuánto hacía que no iba a su hogar. Le arrebataron su
vida entera. Él se la dio y ellos la tomaron.
Sin embargo, había una sola cosa que no podían quitarle: sus recuerdos del niño. La
cena, el olor del guiso, de la carne y las verduras que comían en el aire delgado y frío de
la falda de la montaña, mientras contemplaban el crepúsculo de las estrellas gemelas de
Carida. Dos soles se ponían mientras el niño y él correteaban.
Saborear las últimas cucharadas de comida; después, compartir un vaso de agua tibia.
Bajo la oscuridad alguien murmuraba. Recordaba el aroma de su cabello. ¿El cabello de
quién? ¿Del niño? «Únete a las fuerzas Rebeldes». La línea del tiempo se le confundía.
Solo momentos esparcidos por todas partes. Su prometida, el niño, el guiso de su madre.
Otra vez, el murmullo, la decisión, el silencio de él. La historia que barría a Ozzel y
lo arrastraba consigo. La historia que ya está aquí, en este momento, siempre aquí.
Recuerda los murmullos. Recuerda que lloraron juntos toda la noche. Abrazados uno
al otro. Él y su prometida. No, él y el niño. No, su madre abrazándolo. No.
Y a todo esto, ¿cómo se llamaba el niño? Su nombre corría a zancadas por la colina.
Si Ozzel pudiera recordar su nombre antes que Vader termine su trabajo, antes de que
formule su último pensamiento.
Kendal. Ese es su nombre. No hubo otro niño, ni gemelo, ni hermano, ni amigo. Ni
decisión.
Solo estaba Kendal Ozzel, de unos seis o siete años, que corría montaña arriba en
Carida. El aroma del guisado de su madre. El perfume de ella cuando lo abrazaba antes
de dormir. El niño que fue antes de que se pusiera el uniforme y se uniera al Imperio.
Antes de los stormtroopers, los destructores estelares, de Veers y Piett y los Rebeldes.
Antes de saber quién era Darth Vader y de temerlo. Antes de todo esto, él era aquel niño.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Los Rebeldes han practicado antes una evacuación como esta. En caso de un ataque
inminente, los transportes de tropas escapan primero y salen por la entrada norte,
escoltado por dos naves caza. Las tropas de tierra y los snowspeeders se quedan atrás
para darles más tiempo a aquellos. Sabían que esto venía y que el Imperio los buscaba en
todos los rincones de la galaxia. Sabían que no podían esconderse por siempre, pero
maldita sea si los atrapan. El caos se apodera del hangar conforme los pilotos y sus
artilleros corren hacia las naves, pero es caos con un propósito: todo el mundo sabe dónde
debe estar y adónde dirigirse.
Aun así, un temor palpable inunda el aire. Esto no es un simulacro. La base rebelde
en Hoth está bajo ataque, hay una flota de destructores estelares que sale del hiperespacio
para volarla al infierno, y de algún modo Dak Ralter se siente más vivo que nunca.
LSW 75
Varios autores
a sus presos políticos. Kalist VI es parte del sistema judicial penal solo nominalmente,
pues no hay jueces, jurados ni tribunales en ese lugar rocoso y yermo. Solo hay cadenas
perpetuas en Kalist VI.
Dak entiende la crueldad. Sabe lo que el Imperio les hace a sus enemigos, eso a los
que no destruye a la distancia. De muchas maneras, piensa, esa muerte instantánea es
menos cruel comparada con lo que él ha visto hacer a los guardias imperiales (y no con
láseres, sino con acero convencional) a los prisioneros de quienes se sospecha que saben
ciertas cosas. Los padres de Dak sabían cosas.
En Kalist VI, los guardias obligan a los presos a servir de escuadrón de fusilamiento
contra otros prisioneros. Piensan que es gracioso. Les gusta ver a los condenados suplicar
a sus familiares y amigos que no les disparen, a sabiendas de que ellos apuntan sus
blásteres a las cabezas de los escuadrones de fusilamiento.
Sucede que Dak es muy bueno para disparar, endemoniadamente bueno para ser un
artillero tan joven. Nunca dirá a nadie el porqué.
El Escuadrón Rogue se prepara para volar. El snowspeeder de Dak y Luke se halla
estacionado al fondo del hangar, en el sitio exacto donde lo dejó Dak la última vez que lo
tomó. Luke todavía no llega. Tampoco estuvo en la junta informativa de la Princesa Leia.
Se sacude la persistente sensación de preocupación. Posiblemente Luke esté demorado.
Se enfoca en volver a verificar los controles, aunque sea innecesario pues cada botón e
interruptor está ajustado como debe. Los arpones están cargados, y los cañones,
calibrados. Lo único que falta es el piloto.
Dak se echa hacia atrás en su asiento, inhala profundamente y coloca las manos en los
gatillos. El metal frío se siente liso y conocido al tacto. Cuando dispara, siente los
cañones como si fueran extensiones de su cuerpo. No se mira las manos mientras dispara,
observa al blanco. El resto no es cuestión de mecánica, sino un acto de voluntad.
Dak no es un Jedi. No puede manejar la Fuerza. No puede hacer vibrar los objetos sin
tocarlos, ni detectar cosas que los ojos no ven, como hace Luke. Sin embargo, a veces,
cuando tira del gatillo, cuando hace estallar su objetivo con tanta precisión que siente
como si su mente guiara el proyectil a su destino, se pregunta si es así como se siente la
Fuerza.
Está muy consciente, adondequiera que se dispongan a volar, de la rotunda asimetría
militar existente entre la Alianza Rebelde y el Imperio. La flota imperial está dotada de
miles de pulcros y avanzados destructores estelares, cada uno portador de cientos de
naves caza TIE. En cambio, la flota rebelde es un surtido donde se mezclan naves de todo
tipo y tamaño, la mayoría obsoletas, formadas mediante una combinación de hurtos y
donativos.
Vistas lado a lado, las flotas provocan risa. La disparidad es tan completa que raya en
lo absurdo, lo cual significa que, para tener una oportunidad de triunfar, los Rebeldes
deben planear y volar mejor. Significa que siempre deben tener de su lado la buena
suerte.
Esto es lo más emocionante para Dak.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Dak aún no puede creer que es el artillero de Luke. Que vuela con el Comandante Luke
Skywalker, el don nadie de Tatooine que se convirtió en el héroe de la Rebelión, el
campesino de cabello alborotado salido de la nada para rescatar a la princesa y proceder a
destruir la Estrella de la Muerte.
Para Dak, aquel joven es la encarnación de la esperanza rebelde. La Princesa Leia es
el valor y la perseverancia contra la tragedia; el General Rieekan, la competencia
experimentada y cautelosa. En Luke, Dak encuentra la fe en lo imposible.
—Oí hablar mucho de ti —le dijo Luke, sonriente, cuando los presentaron en Hoth,
piloto y artillero, dos de los mejores en el recién formado Escuadrón Rogue—. Me enteré
de que tienes una puntería formidable.
—Hago lo mejor que puedo —respondió, sonriéndole—. No lo decepcionaré.
LSW 77
Varios autores
Ser asignado como artillero de Luke es un honor que Dak no se toma a la ligera. Ha
trabajado duro para estar a la altura de la tarea. Desde que empezaron a volar juntos, han
sido la mejor pareja de piloto y artillero en el Escuadrón Rogue. Diezman en los
ejercicios de simulación como si tuvieran un nexo telepático no solo entre ambos, sino
con sus máquinas. Luke maniobra en patrones de vuelo para los que los snowspeeders no
fueron diseñados, y Dak realiza disparos de larga distancia que física y técnicamente son
imposibles.
Luke nunca ha dudado de Dak. Jamás le pregunta por qué no realizó un disparo
cuando pudo hacerlo; no lo critica por esperar unos segundos para tener una mejor
posición de tiro para un objetivo crucial que podría hacerse a mayor distancia. Luke
confía en que Dak los mantendrá a salvo. Lo mismo hace Dak, quien nunca ha dudado ni
por un segundo del Comandante Skywalker, ni siquiera aquella vez que en su prueba de
vuelo en el snowspeeder Luke se puso a hacer espirales como un sacacorchos que
hicieron subir el desayuno hasta la garganta de Dak, ni cuando volaron tan bajo sobre los
picos helados que el artillero hubiera jurado que se descarapeló la pintura de la panza de
su vehículo.
Llevan solo unas pocas semanas volando juntos, pero el artillero siente como si lo
hubieran hecho toda la vida.
La noche que Luke no se reportó, la noche que permaneció a la intemperie para
revisar un meteorito, Dak no pudo dormir. Cuando Han Solo lo trajo de regreso, vivito y
coleando, al artillero se le doblaron las rodillas de alivio. Aunque se dijo que nunca se
había preocupado realmente, pues Luke tenía consigo la Fuerza y jamás lo decepcionaría.
Habían sacado un transporte. Con un cañón iónico (que el Imperio no sabe que tienen) los
Rebeldes han incapacitado temporalmente a un destructor estelar, lo cual liberó el espacio
para que otra nave cargada de Rebeldes estacionados en Hoth huya al hiperespacio. Hay
alegría en el hangar, aunque de breve duración. El ataque imperial apenas ha comenzado
y todavía quedan veintinueve transportes estacionados en Hoth.
Ganaron las salvas de apertura, ahora empieza la verdadera batalla.
Dak se sienta en su snowspeeder y comienza a ponerse ansioso cuando en eso ve
aparecer una figura vestida de color naranja que avanza como flecha en dirección a él.
Siente una ligera oleada de alivio. Tiene noticias de que Luke se ha recuperado
completamente de su noche a la intemperie helada, pero no lo ha visto en persona hasta
ahora.
—¿Se siente bien, señor?
—Como nuevo, Dak —le dice Luke—. ¿Cómo estás tú?
Luke no puede verlo, pero a sus espaldas el artillero resplandece.
—¡Ahora siento que yo solo podría enfrentarme al Imperio!
—Te entiendo, amigo —le dice Luke, riendo.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Sucede tan rápido que Dak no tiene tiempo para sentir dolor.
En un segundo en que no está concentrado en el dromedario, pues se distrae por la
repentina falla del control de fuego y luego batalla para liberar el cable de arrastre porque
no hay tiempo para ocuparse de la falla, se presenta un destello de luz, luego un ruido
como el crujir del fuego y un calor creciente y asombroso.
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Varios autores
«Oh», piensa más bien estupefacto que otra cosa y luego un poco sorprendido porque
no puede mover las manos. Parpadea, pero su vista no se aclara. No puede ver a los
dromedarios, solo una bruma blanca con nubes rojas pulsátiles en medio de ella.
—¿Dak?
Oye la voz de Luke amortiguada, como si el comandante le gritara a través de la
pared. Los dedos se le han entumecido. La negrura corre desde los límites de su campo de
visión hacia el centro. Siente como si hubiera caído de espaldas en un túnel y se alejara
de su cuerpo.
Lucha para volver en sí. Necesita poner las manos en los controles, liberar el cable de
arrastre, disparar algo, porque Luke cuenta con él, lo necesita…
—¡Dak!
No puede sentir las manos, no siente nada. «Me dieron», se da cuenta con demora.
«Me acaban de dar, ahora».
Es demasiado tarde. Luke no va a sacarlo de esta.
«No puede salvarte», le dice una vocecita; de inmediato lo inunda el pánico más
urgente. Este no puede ser el fin, él no puede… Va a decepcionar a Luke, a la Alianza,
debe lanzar el cable de arrastre, él debe… No puede.
—Rogue Three —oye decir a Luke—. Wedge, perdí a mi artillero. Tendrás que
disparar tú.
Luke dice algo más, pero ahora todo es tan confuso para Dak. Su oído se desvanece
junto con su vista.
Dak lucha como el demonio contra la oscuridad, pero su cuerpo se ha ido demasiado
lejos hace rato. Ni siquiera sabe dónde lo lesionaron. Sus heridas son tan graves que no
hay un punto que le duela en particular. En cambio, el dolor lo cubre como una mortaja,
un total entumecimiento que lo atrae cada vez más a la oscuridad que acecha. Dak trata
de levantar la cabeza, de mover las manos, pero no puede, no puede, no puede…
En algún lugar, oye un choque como si estuviera a gran distancia. Siente cómo su
vehículo gira y da vueltas al tiempo de trazar un arco en el aire. Segundos después,
resuena una gran explosión, una serie de bum, bum, bum que sacude el snowspeeder y
hace vibrar los huesos del artillero. Eso tuvo que ser el dromedario.
«El arpón. ¡Lo hicieron!», piensa al darse cuenta. Han tumbado un dromedario
blindado imperial con un cable nada más. Increíble.
Dak siente que el snowspeeder vuelve a girar sobre sí mismo, en preparación para
otro disparo.
Entonces es cuando él sabe, con la mayor certidumbre que tuviera jamás, que ellos lo
han hecho; no lo necesitan. Es solo un soldado. Sin embargo, Luke, Wedge y Janson, el
resto del Escuadrón Rogue, el resto de la Alianza Rebelde, todos ellos concluirían el
trabajo.
Él ya no tenía que pelear. Podía dejarse ir. La calma lo invadió. De pronto el
entumecimiento no estuvo tan mal. Se acabó el pánico. Nada le duele.
LSW 80
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
«Todo está bien. Todo está bien», piensa. Se siente caer por un túnel; deja atrás su
cuerpo y el snowspeeder. También se aleja de Luke. El piloto va a estar bien. Los
Rebeldes saldrán de Hoth. Escaparán de la flota imperial. Encontrarán otro escondite y
construirán otra base. Y si esa base es atacada, escaparán de nuevo (siempre lo hacen), y
empezarán otra vez en alguna otra parte. Una y otra vez hasta el día en que vuelvan a
lograr otro disparo certero.
La Rebelión sobrevivirá a él. Se sobrepondrá a las posibilidades, como una vez lo
hizo Luke, como lo hizo él mismo.
Los soldados mueren todo el tiempo. Es el riesgo laboral propio de la Rebelión, la
forma más obvia de despedirse.
Eso es lo gracioso de la esperanza, como había aprendido Dak: solo necesitas tener
buena suerte una vez.
LSW 81
Varios autores
Las ráfagas de partículas incandescentes ulularon sobre la cabeza del Soldado Emon
Kref; el fuego enemigo se incrustó en la torreta detrás del militar; esquirlas de metal,
achicharradas y con el centro carbonizado, llovían sobre las cabezas de Emon y su
escuadrón para recordarles cuán débiles eran ante los AT-AT del Imperio. La batalla de
Hoth apenas empezaba.
LSW 82
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
tiranía de la clase dominante y de quienes la apoyaban. Emon no conocía otra vida que la
lucha. Y en eso llegó el Imperio.
Con una sola y rápida operación se acabó la guerra. El Imperio invadió con
multitudes Koshaga, con máquinas de muerte y falanges de stormtroopers que dejaron
desnudas las Tierras Bajas del planeta. Quebraron las líneas de defensa; tomaron
prisioneros a los líderes (incluido el padre de Emon). La voluntad del pueblo koshagano,
antes tan fuerte y orgulloso, se vino abajo ante los ojos del joven.
Una semana después, un reclutador rebelde enterado de lo sucedido en Koshagan
llegó al planeta. Cuando la nave del hombre partió un día después, Emon iba a bordo
como miembro de la Alianza Rebelde. Todavía en estado de choque y lleno de pesar, no
podía concebir cómo alguien pudiera derrocar al Imperio. Sin embargo, todo lo que él
conocía era la guerra y la Rebelión le ofrecía justo eso, así que abordó el transporte
secreto que lo sacaría de Koshaga y, en poco tiempo, le dieron un uniforme y un bláster.
El oficial de a bordo le dijo que iban a recuperar la galaxia, un sistema a la vez.
—Como usted diga —replicó Emon.
Apenas poco mayor de 40 años y por lo tanto un oficial superior a los rasos, Andry le
picó las costillas para sacarlo de su ensueño.
—Oye, vas a necesitar más entusiasmo, Kref —le gritó con voz gruñona—. Las
rebeliones empiezan con esperanza, ¿no te lo han dicho?
—No, Andry, usted es el primero —masculló Emon y luego agregó a gritos con
sarcasmo—: ¡Cuando salgamos de esta trinchera, si es que salimos, tiene que contarme
más!
—Ya lo vas entendiendo —contestó riendo Andry—. Uno de estos días lo vas a
comprender.
Por encima de sus cabezas, pasó volando un escuadrón de snowspeeders, directo
hacia los dromedarios. Emon soltó un suspiro de alivio. «Bueno», pensó, «al menos eso
distraerá a esas malditas cosas».
Andry, él y todos los soldados rasos de infantería arracimados en la trinchera saltaron
para dar respaldo y aprestaron sus armas al borde de la zanja helada. El fuego de los
dromedarios aún atacaba aquella posición, pero al menos sin tanta intensidad.
—¡Concentren todo el fuego en esos dromedarios! —gritó desde el otro lado de la
trinchera el Sargento Trey Callum—. ¡Manténganlos a raya!
Emon estabilizó su rifle bláster A295 y revisó que el cargador de energía estuviera en
su sitio. Cuando patrullaba una semana atrás, el cargador se salió del rifle y todo lo que la
Alianza pudo darle para arreglarlo fue un cordón y un pedazo de cinta adhesiva. En
Koshaga, una respuesta tan insatisfactoria lo habría ofendido profundamente. Sin
embargo, ya no estaba en el Movimiento Popular ni era el único equipado con un arma a
punto de caerse a pedazos al calor de la batalla. El A280 de Cally Pon se sobrecalentaba;
el rifle de Su Torka se encasquillaba casi a cada disparo; la mira de Andry estaba tan
desalineada que era ilógico usarla. Ninguno de esos problemas se había solucionado en
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Varios autores
mejor forma que el de Emon. Esa era la Rebelión: ligas de hule y buenas intenciones. A
veces Emon se preguntaba por qué demonios se unió a ella.
En respuesta a la orden recibida, disparó su bláster contra los dromedarios que se
aproximaban. Por todos lados la infantería rebelde roció disparos blásteres; las torretas,
enterradas en la nieve y proveedoras de fuego pesado, desencadenaron una ronda de
cañonazos. Uno tras otro daban en el blanco, golpeando a los AT-AT al mismo tiempo
con el ataque de los snowspeeders. No obstante, ningún ataque logró dejar una marca
chamuscada en las máquinas blindadas del Imperio.
—¡Quizás cuando estén más cerca podremos infligirles daño! —gritó Andry.
—¿De veras quiere que se nos acerquen más? —dijo Emon y siguió disparando. Al
menos su cargador de energía no se soltaba, aunque la amarga ironía no lo abandonaba.
Enfrente de él vio un snowspeeder que recibió un tiro directo; las llamas brotaron de
su parte posterior, quizás le habían dado en su generador de energía; Emon no estaba
seguro. El vehículo se ladeó en el aire antes de chocar contra el suelo congelado. Para
cuando se produjo el choque, aquello ya era chatarra en llamas.
Los dromedarios se aproximaban. Los oídos de Emon oyeron un martilleo. Las
explosiones aún sacudían la trinchera, en oleadas incesantes. El crujido de las pezuñas
metálicas de los AT-AT retumbaba en la extensión que separaba la única línea defensiva
rebelde del enemigo imparable.
Sin embargo, para Emon todo parecía muy distante. Alguien gritaba y su voz sonaba
como si viniera desde el fondo de un largo túnel: demasiado lejos para que Emon captara
las palabras.
Él siguió disparando y sus ráfagas incandescentes se unían a las de los otros, lo cual
ponía destellos de color en aquel paisaje desvaído, sin ningún efecto concreto. Los gritos
continuaban. Una mano aferró con fuerza el hombro de Emon y lo jaló hacia ella, pero él
siguió apretando el gatillo de su A295 sin bajar el ritmo. En el aire flotaba el humo de un
fuego que ardía por allí cerca y llenó las fosas nasales del soldado. Tenía el sabor, seco y
chamuscado sobre sus labios, de las cenizas de Koshaga.
Parpadeó cuando los recuerdos de su planeta natal destellaron en su mente. Se acordó
del enjambre de stormtroopers (sus armaduras blancas recortadas sobre la negrura de la
noche) que inundó con su cantidad infinita a las Tierras Bajas. De cómo había seguido a
sus hermanos y hermanas en una retirada inimaginable, solo para encontrar más
enemigos adondequiera que mirasen; cómo, saqueado y devastado, el hogar de Emon se
retorció cual laberinto, en cada una de cuyas vueltas volvían a quedar en la mira de los
enemigos; cómo las monstruosas máquinas del Imperio habían destruido todo a la vista, a
la vez que mandaban el claro mensaje: «Preferían ver arder este mundo antes que verlo
resistir».
Recordaba haber huido, liderando a su gente (tan poca ya) a la seguridad, mientras
Koshaga ardía en llamas.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Emon tragó saliva, sorprendido por la mano en torno a la manga de su abrigo. Estaba en
Hoth, no en Koshaga. Junto a él, Andry le gritaba pegado a su oído:
—¿Te quedaste sordo, Emon? ¡El sargento dice que retrocedamos!
Todos bajaron con rapidez. Ambos se deslizaron al suelo y, de nuevo, se replegaron
en la pared de la trinchera, la cual tembló detrás de Emon. La zanja y todo alrededor de
ella estaba a punto de derrumbarse, o así se sentía.
Emon miró a Andry, quien se protegía la cabeza de la caída de esquirlas de hielo,
arrancadas por la fuerza de un estallido desde el muro mismo de la trinchera, que salían
disparadas hacia adelante. Emon no sabía mucho de él, salvo que su planeta de origen era
Alderaan y que, si a algún planeta le había ido peor que a Koshaga, ese era Alderaan.
Arriba y debajo de la línea, Emon vio a compañeros de escuadrón a quienes creía
entender. Eran personas como él, como Andry, que ingresaron a la Alianza porque no
tenían adónde más ir. Quizás los motivaba la venganza, o la justicia, o simplemente la
vieja furia. No importaba, todos eran fracasados que estaban levantados en armas contra
una fuerza manifiestamente superior.
Sin embargo, a pesar de sus armas insuficientes y de verse superados en cantidades
inconmensurables, seguían luchando. Los soldados volvían a ponerse de pie; colocaban
sus armas sobre la helada superficie de Hoth y disparaban al enemigo que, sabían, no
podrían detener. Emon no entendía por qué.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Emon a Andry, sujetándolo mientras él,
también, se recargaba sobre la espalda—. No tenemos ni una oportunidad de ganar,
¡debemos salir de aquí!
Entre el pánico y el susto, Andry giró sonriente hacia Emon y le dijo:
—No entiendes qué estamos haciendo aquí, ¿verdad, chico?
Emon denegó meneando la cabeza, porque de veras no entendía. En Koshaga, tenían
mejores armas, más recursos y una infantería muy superior a la imperial. Aun así, los
aniquilaron. ¿Qué podía lograr la Alianza contra el poder del Imperio?
—¿Sabes? —continuó Andry—, he oído decir a algunas personas que el Imperio es
una sombra que se extiende por toda la galaxia. Pero las sombras pasan. La oscuridad del
Imperio te oprime sin cesar; te sofoca hasta que solo queda la negrura. Piensa en
Koshaga, Kref. Ahora imagínate que sucede lo mismo en toda la galaxia.
El soldado no tuvo que esforzarse para imaginarlo.
—Ninguno de nosotros quiere esta guerra, Kref —dijo Andry—. Queremos lo que
viene después.
Emon se detuvo. Después. Parecía raro, pero nunca había considerado un tiempo
posterior al conflicto en Koshaga. Siempre había habido guerra y, pensaban los
koshaganos, así sería siempre. No peleaban para ganar, advirtió Emon, sino para no
perder.
Juntos regresaron a su posición. Al momento de hacerlo, el profundo retumbar de un
tiro cruzó el campo de batalla. Emon vio un AT-AT caído, con el morro enterrado en la
nieve, justo antes de que un par de snowspeeders volaran rasantes y remataran la tarea de
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Varios autores
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
miró cómo los generadores de escudos de la Alianza ardían a la distancia, con olas de
humo flotando en el cielo. Emon lo sabía: la defensa de Hoth estaba acabada. Ahora todo
cuanto importaba era sobrevivir. En un instante, el ambiente se volvió caótico.
Emon no tenía idea de dónde venían las órdenes, e incluso de si había órdenes en
absoluto, pero toda la infantería de la Alianza iba en retirada hacia el Risco Sur. Los
soldados se dispersaban sobre el hielo, preseguidos por los dromedarios y los
stormtroopers. El corazón de Emon se encogió al ver cómo los Rebeldes eran cortados
por la mitad antes de poder llegar al punto de encuentro. Sus cuerpos se torcían cuando
los tiros de los blásteres los alcanzaban en la espalda. Caían unos pasos adelante (pasos
espectrales, pensó Emon, pues caminaban ya muertos) sobre la nieve.
—¡Vamos, tenemos que…! —dijo Emon girando hacia Andry.
Un disparo partió el aire justo frente al soldado y se incrustó en el cuerpo de su
amigo, el cual gruñó. Emon intentó sujetarlo, pero cayó de pronto, lejos de su alcance.
Localizó a un enemigo a unos diez metros. Sostenía levantado el bláster, casi
apretado contra la capucha que le cubría el rostro. Emon se dejó caer; sentía el calor del
disparo como si, destinado a él, hubiera errado. Acostado de cara sobre el hielo, apuntó
su arma y disparó. El tiro dio de lleno en el pecho del enemigo y lo derribó. Emon gateó
hasta Andry, quien estaba tirado de espaldas, con la cara algo pálida, lo cual nunca era
buena señal.
—¡Lárgate de aquí! —le dijo sin aliento al soldado—. Alcanza el transporte.
Emon lo ignoró. Colocó su brazo alrededor de los hombros de Andry y lo alzó. El
herido hizo una mueca de dolor. Al menos su parte superior ya no estaba en contacto con
el hielo.
—¿Puedes caminar? —le preguntó el soldado.
—Con algo de ayuda, sí —contestó Andry.
Emon lo ayudó a colocarse sobre una rodilla, luego se detuvo. Miró a su amigo,
esperando ver señales de su intenso dolor. Tal vez lo había jalado muy aprisa o muy
fuerte. La cara de Andry no reflejaba dolor sino horror: con los ojos desorbitados y la
boca abierta, la mirada de Andry iba subiendo cada vez más. Emon no logró decir
palabra. Giró la cabeza sobre el hombro y el aliento se le atoró en la garganta.
Un AT-AT estaba parado cerca de ellos, a solo unos pasos. Su tamaño, visto desde
tan corta distancia, parecía incomprensible. Monstruoso, creado con el único propósito de
causar muerte doquiera que fuese. Un solo cañonazo, a tan corto rango, reduciría a
cenizas a ambos soldados.
Emon soltó a Andry y lo dejó apoyado sobre su propia rodilla. Se volvió hacia el
dromedario, que disparaba un cañonazo tras otro y derribaba, creyó Emon, a otras tropas
Rebeldes.
—¿Qué haces? —le preguntó Andry—. ¡Corre, vete mientras puedas!
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Varios autores
No pudo dar paso. Había huido en Koshaga y no quería volver a donde empezó.
Andry tenía razón: no se podía escapar a las tinieblas del Imperio; no había adónde huir
ni dónde esconderse de ellas. O las combatías, o vivirías en su puño de obsidiana. No
había opciones.
Emon levantó su arma, apuntándola a la parte inferior de la cabeza del dromedario.
Rodeó el gatillo con su dedo y jaló de él. No sucedió nada. Tiró del gatillo una y otra vez.
Su arma no soltaba ni un tiro. ¡El cargador de energía! Emon cerró los ojos; escuchó,
claro y fuerte, su aliento; pasó la mano a lo largo del bláster hasta el sitio donde debía
estar el cargador. Cosa innecesaria porque Emon ya sabía que lo había perdido por alguna
parte en la nieve.
Por encima de él, la cabeza del dromedario rechinaba y gruñía conforme sus motores
la hacían girar. Emon se la imaginó ajustándose hacia abajo y lo que sucedería después.
Sin desesperar, el soldado se preparó. Era un rebelde y ello significaba ser más que un
arma, un uniforme, un grado militar. Era una idea, las ideas no pueden destruirse, ni
siquiera en las frías y desoladas planicies de Hoth.
Mientras observaba al dromedario, y se hacía fuerte contra la inevitable presión que
caería sobre él, lo distrajo un ruido chirriante en el cielo. Se acercaba a toda velocidad.
Emon se dio vuelta. Un snowspeeder en llamas giraba en espiral hacia el AT-AT. El
soldado apenas tuvo tiempo de echarse atrás tan lejos como pudo, sin soltar a Andry y
quedar ambos en el suelo. Por encima de sus cabezas, el snowspeeder chocó contra la
cabina del dromedario. La cabeza de la máquina estalló en mil pedazos, reducidos a
fragmentos diminutos que se desperdigaron por la nieve. Una nube de humo salía del
cuerpo metálico, que trastabilló un poco y se vino abajo.
Emon miró sorprendido a Andry. Ninguno podía hablar, pero ambos sabían qué
hacer. Se pasó el brazo bueno de su amigo por los hombros para darle apoyo, y corrió con
él como pudo hasta reunirse con los demás Rebeldes en retirada.
A bordo de la nave de transporte, los droides médicos atendieron la herida de Andry.
Le dijeron a Emon que, si bien su compañero había perdido mucha sangre, se repondría
completamente.
En los momentos después del despegue, el silencio se adueñó de la nave. Los
Rebeldes habían perdido su base en Hoth. Los líderes de la Alianza andaban dispersos.
Nadie sabía adónde irían después. Mientras Emon observaba temor y cansancio en las
caras de los seres a su alrededor, algo le decía que, a pesar de cuán lúgubres se vieran las
cosas, todos iban a estar bien.
—Puede que las rebeliones empiecen con la esperanza —se dijo—, pero terminan en
una galaxia mejor.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
EL VERDADERO DEBER
Christie Golden
El General Maximilian Veers transitaba a paso veloz por el corredor de la Executor, con
gran repique de sus botas en el duro piso metálico. Caminaba perfectamente erguido, con
las manos cruzadas atrás de la espalda, cada movimiento ejecutado con precisión
controlada. Los años de servicio en el ejército imperial lo habían formado y reclamado
para sí en cuerpo y alma. Décadas de idear estrategias y de combatir en gran variedad de
climas y situaciones habían forjado su semblante para aparecer circunspecto y frío en
todo momento. Habían esculpido su cuerpo hasta darle un porte esbelto y felino, que
mantenía incluso al ir llegando a lo que otros llamaban la edad madura. Había
perfeccionado su mente para darle la agudeza de una hoja de acero bien templada.
La mano derecha del Emperador era el temible Darth Vader, el Señor Oscuro de los
Sith, el del rostro nunca visto, armadura negra, mente brillante y disciplina expedita. Si la
tropa de élite a borde de su nave insignia, la Executor, era conocida como el «Puño de
Vader», a Veers le gustaba considerarse la «Daga de Vader»: silenciosa, elegante, letal.
Veers sería el primero en admitir que servir a bordo de la nave insignia acarreaba
desafíos singulares, pero también recompensas sin paralelo. Para Veers suponía un honor
que jamás sería eclipsado en toda su vida.
En este momento, era portador de malas noticias para su amo, que no representaban
un problema para Veers. La cantidad de… disciplina… tanto en los rangos bajos como
altos podía resultar problemática para unos, terrorífica para otros. A Veers le habían
sacado a golpes el temor hacía mucho tiempo, ya no tenía paciencia para sufrirlo. Lo
confundía que otros no lograran captar que el secreto para las promociones, el respeto, el
poder y una vida larga era muy simple: no fallarle a Vader.
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Varios autores
Maximilian Veers nunca lo había hecho. ¿Quién querría fallarle a Lord Vader?
¿Quién podría vivir consigo mismo si lo hiciera?
La obsesión de Lord Vader, la que lo estimulaba y frustraba por igual, era eliminar la
Rebelión contra el Imperio. Muchos habían perecido a bordo de la Estrella de la Muerte.
Símbolo terrorífico del poder imperial, era el arma favorita del finado Gran Moff Wilhuff
Tarkin. Fue allí donde Veers vio por primera vez a Lord Vader. Los había admirado a
ambos, pero en privado se preguntaba si el poderío de Tarkin acabaría a manos del Señor
Oscuro. La cuestión era discutible, pues al final fue la propia soberbia desmesurada de
Tarkin la que lo perdió y junto con él a todos cuantos tuvieron la desgracia de encontrarse
en la Estrella de la Muerte. Según pensaba Veers, Tarkin no había mostrado a Vader el
respeto que le era debido.
Él mismo había servido por un tiempo en la Estrella de la Muerte. Había ido de un
lado a otro en esta construcción tan vasta, casi invencible, que era a la vez estación
espacial y arma, destruida por un mero jovenzuelo, el rebelde apellidado Skywalker.
Ahora la Executor y su comandante iban en búsqueda para descubrir y aniquilar hasta el
último rebelde, especialmente al joven fastidioso. Esa era la tarea de todos cuantos
servían en la nave insignia, la misión inquebrantable de todos y cada uno de sus días,
desde el momento de despertar hasta que llegaba la hora de dormir. E incluso entonces, el
singular deber los perseguía en sueños. Todos tenían un papel que desempeñar.
Según Veers, existían los que lideraban y los que los seguían. Unas veces una misma
persona pertenecía a un grupo, y otras, al otro. Era muy importante, el general había
aprendido, sobresalir en uno y otro de esos papeles. Todos los poderosos dependían de la
obediencia y buena disposición de otros igual de notables. Veers observaba y vigilaba. Se
ocupaba de alinearse con líderes fuertes, y trataba a las tropas a su cargo con cuidado y
apoyo. Esa relación mutuamente beneficiosa había existido desde el amanecer de los
tiempos y no era previsible su desaparición a corto plazo. No mientras existieran líderes
fuertes como Lord Vader, y seguidores leales, devotos y exitosos como su persona.
Tiempo antes, el general había caminado junto al Almirante Kendal Ozzel cuando
ambos se dirigían a hablar con Lord Vader. Ozzel tenía más años que Veers, era menos
atildado y más blando, al menos de físico; su mente y estrategias aún eran sensatas. Era
genial, mientras uno estuviera de acuerdo con él, y como el Gran Moff Tarkin, muy
seguro de sí mismo. El Capitán Firmus Piett, hombre de facciones angulosas y con la
vista clavada en ascender por el escalafón, había llamado a Ozzel; el hombre más joven
pensaba que tenía una pista sobre la ubicación de la Alianza Rebelde.
El almirante se mofó de él, Piett insistió… Y de pronto, Darth Vader apareció. A lo
largo de su carrera, Veers había conocido diplomáticos, líderes, generales, miembros de
la realeza. Algunos eran impresionantes; otros, intimidantes. Sin embargo, ninguno
poseía la presencia imponente de Lord Vader; su enorme figura bañada de oscuridad;
hasta la misma energía que emanaba parecía cambiar lo que lo rodeaba al entrar él: se
recargaba y ascendía. Y siempre lo acompañaba aquel sonido rítmico y constante que
aterrorizaba a todos cuantos eran objeto del disgusto del Señor Oscuro. Aquellos tontos
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
desafortunados sabían que aquel sonido podía ser lo último que oyeran. En cambio, a
Veers le parecía relajante. Constante. Tan firme como el propio Lord Vader, tanto como
lo era el mismo general. El Señor Oscuro representaba muchas cosas para Veers, pero no
una amenaza, porque nunca le había fallado.
Vader estaba seguro de que los Rebeldes se encontraban donde Piett decía haberlos
descubierto, y de que el objetivo más deseado (Skywalker) se hallaba entre ellos.
Eso debería ser el punto final de aquello. Él lo sabía y también Piett, pero Ozzel no.
Había dado a entender que Lord Vader, el Señor de los Sith, se equivocaba. Fue un error
del almirante y no el único.
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—Es tan torpe como estúpido —le contestó Lord Vader, con una crepitación de ira en
su sintética voz. El corazón de Veers se mantuvo tranquilo pues el enojo no era contra
él—. General, prepare a sus tropas para un ataque en la superficie.
—Sí, mi lord —repuso, con la cabeza gacha. Luego giró sobre sus talones.
Sin embargo, disminuyó el paso al acercarse a la puerta. Sabía lo que se venía
encima, pero, a pesar de sus defectos, el Almirante Kendal Ozzel merecía tener por
testigo al menos a alguien que lo respetara.
Aunque Veers rara vez dejaba ver sus emociones, las poseía por cierto. Era humano, no
un droide, y se preocupaba profundamente por ganar batallas para su señor, con los
hombres a su mando y la tecnología de la cual dependía la vida de todos ellos. Sentía
particular apego por los transportes acorazados todo terreno, apodados AT-AT. No eran
veloces ni ligeros, sino pesados, lentos y hacían su trabajo. Veers había dedicado muchas
horas para que los movimientos lánguidos y rítmicos del vehículo, semejantes a los de un
monstruo, se sintieran tan normales para él como dar un paseo a pie. Nada tenía un
blindaje más poderoso que un AT-AT; a veces la mera aparición de uno de esos
monstruos en dirección a un grupo de combatientes era suficiente para desbaratarlos
psicológicamente sin disparar un tiro.
Al mando de Veers estaba la Fuerza Blizzard, así llamada porque los AT-AT fueron
diseñados en específico para funcionar bien en operaciones bajo condiciones de clima
gélido. El general había seleccionado personalmente a cada soldado integrado en esta
unidad. Por supuesto, su AT-AT era nombrado Blizzard. No creía en los nombres
sensibleros. A menudo supervisaba las reparaciones y todo adentro de las máquinas se
apegaba a las especificaciones del general. Cuarenta soldados armados y blindados se
alojaban en el vientre del transporte y, estacionados junto con Veers en el centro de
mando que miraba al frente, estaban TK-5187 y TK-7834, los mejores piloto y artillero
que el general logró encontrar.
La misión de la Fuerza Blizzard era clara y alcanzable: debía destruir el generador
principal que abastecía al escudo defensivo de energía que separaba a Lord Vader de su
meta final: eliminar la Rebelión.
Los Rebeldes ya demostraban que no se rendirían sin pelear. También eran sagaces;
Veers les concedía eso. Debían serlo frente a algo tan enorme y letal como los AT-AT.
Los Rebeldes no podían atacarlos directo, así que apuntaban a las partes más débiles: el
cuello, las articulaciones. Uno muy listo en particular se dio cuenta de que, si los
transportes trastabillaban, podrían ser derribados, y comenzó a enrollar cuerdas en torno a
las patas metálicas.
La Fuerza Blizzard estaba sufriendo más bajas de las esperadas y eso preocupó a
Veers. Eran sus soldados. Su unidad. Confiaban en el liderazgo de su general, tanto como
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
este confiaba en que ellos lo siguieran. Síganme, obedezcan las órdenes, mueran por el
Imperio si es necesario, por Lord Vader.
Ya habría tiempo después para guardar luto por los caídos, cuando los que aún
estuviesen vivos lograsen aquello por lo que murieron los primeros. El piloto era estable;
el artillero, preciso e incansable. En eso apareció el generador. La meta. Veers no vaciló
ni su pulso se aceleró. La preocupación no estaba invitada. Lo sabía: no iba a fallar.
Hubo un zumbido y se desplegó un holograma no más grande que la palma de la
mano de Veers. Era Lord Vader en miniatura. La diminuta imagen solo servía para
recordar al general cuán alto era el Señor Oscuro en persona.
—¿Es inminente la victoria, General Veers?
—Sí, mi lord. Estoy cerca de los generadores principales. El escudo será desactivado.
Puede comenzar su descenso —contestó Veers y oprimió un botón.
—TS-4068, repórtese conmigo de inmediato.
El capitán del escuadrón siempre estaba listo y en breve apareció de pie junto a su
comandante, para aguardar en silencio sus órdenes. La armadura de los snowtroopers,
como la de la mayoría de stormtroopers, era de un plastoide blanco, pero las de las
«nievecitas», como ellos mismos se apodaban, tenían ajustes únicos para asegurar que
fueran igual de eficaces en el rudo ambiente gélido que las de las restantes tropas. Los
aspectos visuales más singulares de las armaduras eran los cascos, que parecían flotar
sobre las cabezas más que encerrarlas. Daban una imagen inquietante; como formas
espectrales en la nieve, podría pensar un rebelde. Veers, como su amo, entendía cuán
poderosa arma podía ser el miedo.
—Que las tropas desembarquen para el asalto —ordenó el general.
El capitán asintió y se apresuró a notificar a sus hombres. Había llegado el momento
decisivo. Veers seguía de pie detrás del piloto y el artillero. Sus facciones guardaban la
compostura, pero no pudo ocultar un atisbo de sonrisa. Podía observarlo con claridad y a
simple vista, pues sobresalía de la nieve.
—Prepárense para atacar el generador principal.
En el borde de su campo visual, captó un destello verde. Volteó a tiempo para ver
cómo explotaba un AT-AT, primero la panza, luego el centro de mando. Tumbado como
la gran bestia sin cabeza que ahora parecía. ¿Habían desembarcado sus tropas? ¿O el
ataque había matado cuarenta buenos soldados? Deliberadamente, Veers miró hacia otra
parte, lejos del humeante montón de hierro del AT-AT. La meta era lo único importante.
No podía fallarle a Lord Vader.
Abajo y enfrente de él, podía ver a los snowtroopers corriendo hacia los Rebeldes. Y
más allá de ellos… los generadores.
—¿Distancia hasta los generadores? —preguntó con su voz calmada y sin altibajos.
—Uno, siete, punto, dos, ocho.
—¡Lo tengo! ¡Máxima potencia de disparo! —gritó Veers.
El artillero disparó. Segundos después los generadores habían desaparecido,
transformados en una amarilla nube pulsátil de fuego. Veers miró la escena bastante
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Varios autores
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
notar que el frío paraba a la mitad de él. Sus piernas… ¿estaban tan frías que no las
sentía? O…
La armadura debería haberlo protegido del frío; sin embargo, no paraba de
estremecerse. ¿Podía mover brazos, piernas… algo?
—No. No. ¡No puede morirse, general! —lo instaba Lastok. El general sabía lo que
estaba intentando: evitar que se deslizara hacia un lugar donde ningún médico podría
ayudarlo. De nuevo cerró los ojos. La suavidad, el confort estaban llamándolo otra vez.
—¡Lord Vader!
Los murmullos nuevamente formaban palabras, Veers lo sabía. Palabras que lo
sujetaban y lo arrastraban a este lugar de vida y angustia. Las lágrimas le arrasaron los
ojos al pensar en lo cerca que había estado. Lastok tuvo razón al recordarle cuál era su
verdadero deber. «No, no debo fallar a Lord Vader».
Dejó de resistirse al dolor y en su lugar le dio la bienvenida. Como Vader lo haría.
Como lo hiciera una vez. Su mente recordó como relámpagos los vistazos al hombre
dentro del casco. Su señor no solo había sobrevivido a dolores insoportables, sino que los
había usado para darse una forma nueva. Era más fuerte a causa del sufrimiento.
Cada laborioso trago de aire mandaba intolerables cuchilladas de dolor a todo su
pecho. Los soportó. Escuchó a los médicos afanarse sobre él y supo que era seguro
dejarse ir: ellos lo retendrían. Todo estaba bien.
—No, mi lord. Jamás voy a fallarle. Nunca.
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Varios autores
UN NATURALISTA EN HOTH
Hank Green
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Yo no nací para combatir. Nunca sentí que un bláster fuera una extensión de mi cuerpo.
Mientras mis amigos iban encantados al espectáculo aéreo de Incom/Subpro, a mí me
molestaban los rugidos de las X-Wings y las Headhunters que rasgaban el cielo. Eso no
significa que ignorara las diferencias entre una Z-95 AF4 y una Z-95 AF4-H. Después de
todo, yo vivía en un pueblo de la compañía Incom y, aunque no me interesaran los cazas
estelares, reconocía que eran la base de nuestra economía y cultura.
Me quedaba claro que yo era el raro. Tendría lógica que hubiera querido ser piloto,
pues nací rodeado de naves tanto clásicas como de vanguardia. El problema era que,
cuando estudiaba mi planeta, los cazas estelares me parecían lerdas y brutales
comparadas con el gusano de arena más feo y lento o con los llamativos mynoks
invasores. La complejidad de la naturaleza supera la más maravillosa ingeniería humana.
Un ecosistema es en sí mismo una estructura tan magnífica que nunca puede
comprenderse por entero; es una fuerza tan grande que me desgarra y eleva a la vez.
Es la única cosa que siempre me imagino cuando escucho hablar de la Fuerza. Nunca
la he sentido, pero puedo entender todos los pliegues y grietas donde debe ocultarse.
Al crecer, mis compañeros de escuela pensaban que un mynok era bueno solo para
comerse, si antes ya hubieras probado todos los gusanos de arena. La primera vez que vi
un animal orgánico alimentándose realmente de electricidad, corrí a preguntar a cada uno
de mis maestros si de verdad un animal vivo podía sustentarse de energía eléctrica.
La buena noticia fue que, incluso en un pueblo de la compañía Incom, se necesitaba
toda clase de personas, y un chico con intereses excepcionales atrajo inusitada atención.
Si hubiera sido solo otro muchacho más con aspiraciones de piloto, habría tenido como
competidores a casi todos los otros chicos. Por otra parte, estudiar biología y ecología, de
las cuales sabía más que mis maestros para cuando cumplí quince años, no era decir
mucho, porque nuestras escuelas se enfocaban principalmente en las ingenierías, las
tácticas y la historia galáctica.
Me las arreglé para que no se burlaran de mí por mi entusiasmo, aunque estaba
consciente de debérselo a mis padres, ambos altos ejecutivos de Incom. A todo chico en
mi escuela se le dijo que me apapachara, porque cada uno de sus padres quería ser
promovido. Los míos no pusieron trabas a mis deseos. La inestabilidad de la Guerra de
los Clones había sido buena para Incom, pero mala para los pilotos; si yo no mostraba
interés en morir en la cabina de una nave, mis padres tampoco me presionarían para que
lo hiciera.
Me las ingenié para ir a una universidad del Núcleo; en Corellia, de hecho. De
inmediato salí de mi profundidad, de un modo hermoso. Había tanto por aprender y ahora
me encontraba entre personas que realmente querían hacerlo. Esperaba ser bien tratado y
la gente me trató bien. Nunca dejé de perderme en las grandes ciudades, lo cual tenía
menos que ver con las personas que con cuán difícil era encontrar el camino de regreso
en un lugar real, no manufacturado.
La República se disolvió cuando yo era un adolescente. El Imperio parecía malo. Pero
me dije que, sin importar quien estuviera en el poder, el mundo necesitaba gente que
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Varios autores
estudiara la fisiología de los gusanos de arena porque eran muy buenos en eso de
absorber y almacenar agua, más que cualquier sistema diseñado por los más innovadores
granjeros de humedad.
Sí, ocasionalmente oí rumores de que una colonia minera había sido destruida del
todo porque sus trabajadores intentaron organizar un sindicato, o que el Imperio apoyaba
a los esclavistas del Borde Exterior. Sin embargo, yo tenía una mesa de trabajo llena de
gusanos de arena a los que debía observar, y todos los días descubría cosas que
literalmente nadie antes había sabido. Era emocionante, estaba orgulloso de mi trabajo.
Luego sucedió lo de Alderaan. Ninguno podía equivocarse, mentir o encubrir lo
ocurrido con Alderaan. Hay un momento en que no puedes sentarte a observar; si ese
momento no era el de Alderaan, nada lo sería. Me quebrantó. Ya no podía trabajar ni
pensar.
Hubo muchos días en mi vida en los que podría decir que me convertí en adulto, pero
ese día fue cuando maduré.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Por capricho, vertí un vaso de agua sobre la arena del terrario. En un lapso
de tres horas, los filamentos se retrajeron y el gusano estaba feliz, escarbando
en la arena.
Nunca me pregunté qué bien podía hacer a la Rebelión, porque nunca dudé del valor de
mi trabajo. No podía dispararle a un bantha a cinco pasos de distancia, pero, si alguien
quería existir en cualquier parte del espacio profundo, necesitaba entender a los
organismos junto a los que viviría. Y requería comprenderlos porque podían ayudarlo o
matarlo.
A estas alturas, mi planeta natal estaba lleno de Rebeldes en busca de refacciones
para remendar sus naves de segunda mano. No fue difícil decir unas pocas palabras a la
gente adecuada para que mi utilidad potencial fuera reconocida. En cuestión de meses
tuve mi primera junta informativa.
Cada reunión la realizaba un grupo pequeño: un geólogo, un ecólogo (yo), una
meteoróloga, dos soldados y la comandante. Por algún motivo, nadie gruñó cuando el
General Jan Dodonna, con su voz sensata y segura, nos habló de un planeta que podría
albergarnos.
—El candidato Diecinueve Punto Dos es una bola rocosa de hielo en un sistema
planetario activo en formación. Es traicionero. Los constantes impactos meteoríticos
crean huellas térmicas en las que sería fácil ocultarnos. Sin embargo, puede ser muy
difícil sobrevivir. Está congelado desde el ecuador hasta los polos, y los glaciares cubren
la mayor parte de la superficie.
—¿Glaciares de agua? —preguntó Ryssle, la meteoróloga.
—Sí —contestó el general.
—Eso significa que hay nieve, lo que a su vez implica que en alguna parte se está
evaporando el agua.
—No soy un científico. Les cuento lo que hemos averiguado. El trabajo de ustedes es
resolver este misterio. La otra cosa que sospechamos es la existencia de depredadores de
gran tamaño.
Eso me tomó por sorpresa. No había forma de que un planeta congelado tuviera la
ecología necesaria para sustentar a depredadores en la cima de la cadena alimentaria. No
iba a mencionárselo al general, pues mi interés en esta misión había pasado de «tal vez
podamos encontrar algún liquen interesante» a «necesito ir ahora mismo a ese planeta».
LSW 99
Varios autores
Tras dos semanas y pese a las objeciones de varios miembros del equipo, Tev, el geólogo,
y yo convencimos a la comandante de que debíamos seguir el rastro de un tauntaun a
campo abierto o jamás descubriríamos los secretos del planeta. Entendíamos por qué
otros miembros del equipo no estaban interesados en esto, por lo cual ofrecimos hacer el
viaje nosotros dos solos. El cuerpo robusto y peludo de Tev lo hacían el más adecuado
del equipo para el planeta. Mis conocimientos de ecología eran lo más necesario para esta
misión. Por supuesto, la Comandante Habria se negó a dividir al equipo, así que todos se
vieron arrastrados a nuestra cacería.
Nuestra hipótesis de trabajo era que el planeta no podía albergar una base rebelde en
su superficie. Las temperaturas nocturnas simplemente eran demasiado bajas; además, la
base sería visible como una fuente masiva de calor. No obstante, el planeta estaba activo
geológicamente y sosteníamos la hipótesis de que la ecología planetaria se basaba en
dicha energía. Los organismos más grandes podrían vivir en ecosistemas subterráneos.
Empacamos para una excursión de diez días. Luego uno de los soldados del equipo
disparó un dardo rastreador al flanco de un tauntaun. Pronto fue obvio que las
condiciones del planeta limitaban el alcance del rastreador y, por lo tanto, debíamos
mantenernos a menos de tres kilómetros de la bestia. Eso, combinado con la irrefutable
realidad de que no podíamos viajar de noche, se volvió todo un problema. Al anochecer,
el tauntaun nos había conducido a la mitad de un glaciar. Todo el día yo había ignorado
firmemente las quejas de nuestros dos soldados y la moderada pero preocupante ansiedad
de Ryssle, nuestra meteoróloga; no obstante, al caer la noche las preocupaciones
aumentaron.
Al final, la Comandante Habria nos ordenó montar el campamento. Argumenté sin
cesar que perderíamos el tauntaun si parábamos y por eso debíamos seguirlo otra media
hora. Nadie recibió bien mis argumentos, ni siquiera Tev, así que, resignado, eché una
última ojeada a la pantalla rastreadora. Allí estaba mi salvación: el tauntaun se había
detenido.
La Comandante Habria conformó un grupo de tres personas para ir a examinar el
animal, mientras el resto del equipo montaba el campamento. En el grupo estábamos
Anita, nuestra soldado; Habria y yo. El tono del otro soldado cambió entonces, al pasar
de una queja suave y amistosa a la preocupación legítima. En ese momento todos caímos
en la cuenta de que Anita y Xaime, ambos soldados, en el poco tiempo que llevábamos en
el planeta, se habían convertido en pareja. Él estaba muy preocupado por la seguridad de
ella, lo cual era conmovedor, pero también alarmante. Cualquier emoción fuerte podía
hacer más letal una misión como esta.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Una especie clave es aquella que no solo es parte de un ecosistema, sino que contribuye a
crearlo y mantenerlo. Por ejemplo, el gusano zafiro del hielo de Hoth. Estos seres pueden
excavar a través de kilómetros bajo el hielo en busca de alimento, y dejan tras de sí
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Varios autores
canales angostos del grosor de un dedo humano. Tan pronto como en esos canalitos entra
aire caliente, procedente del centro ardiente del planeta, estos se ensanchan. A lo largo de
décadas, incluso siglos, se hacían gigantescos y el hogar de todos los ecosistemas
subterráneos de Hoth. Los gusanos construían su mundo sin saberlo.
Así es como yo lo sentía. Vine a Hoth a estudiar la vida en este planeta y, mientras lo
hacía, la base se construyó alrededor de mí. Había encontrado la manera de hacer lo que
amaba y al mismo tiempo ayudar a la Rebelión sin convertirme en un soldado. De hecho,
pese a mis esfuerzos, sentía un silencioso desdén por aquellas almas temerarias que
venían acá para matar o morir.
No hace mucho, observé cómo uno de esos tipos se montaba en un tauntaun cuando el
crepúsculo se abatía sobre la base. Giré hacia mi comandante y le dije:
—Necesita monitorear de cerca los signos vitales del animal si quiere que ambos
regresen vivos.
Mi comandante le repitió mis palabras en voz alta y forma abreviada:
—Su tauntaun se congelará antes de llegar a la primera marca.
El hombre no contestó nada cortés, pero masculló algo. Cuando el tipo regresó, y
descubrí cómo logró sobrevivir a la noche gélida, me dio asco. ¿Había notado las señales
indicadoras de que su animal estaba muriendo a causa del frío? ¿Siquiera le había
importado? El tauntaun era otra baja en la guerra, una criatura natural convertida en
soldado para luchar en algo que no entendía. Al menos el hombre había salvado a su
amigo; la falta de respeto de la Rebelión hacia este planeta me hacía hervir la sangre.
Todos tenemos nuestros puntos ciegos y nuestras ignorancias indulgentes. Nadie
puede saberlo todo, lo cual es más cierto de mí que de cualquiera. No sé cómo ganar una
guerra, pero ya tampoco eso me importa. La pérdida de Alderaan me abrió un agujero.
No solo perdí la fe en el Imperio; hasta cierto punto, perdí la fe en mi especie. Aquello no
fue hecho por el Mal, sino por nosotros, yo jamás nos perdonaría. Nunca volvería a
verme al espejo del mismo modo; quizás había dejado de mirarme por completo.
Conforme esta base se construía a mi alrededor, cada vez más yo dejaba de ser parte de la
Rebelión, no porque creyera que su misión careciera de valor, sino porque cada vez me
siento menos parte de la especie humana.
Solo ahora estoy aceptando lo que supe desde el momento en que averiguamos que el
Imperio venía por nosotros. Cuando nos enteramos de que el General Dodonna fue
asesinado, permanecí en Hoth. Me quedé cuando Ryssle desapareció del campamento
una noche y nunca regresó. Cuando la Rebelión reasignó mi equipo a un planeta nuevo,
los convencí de que tenía aún mucho trabajo aquí. Ahora, cuando me llamaron para
asignarme un sitio en la evacuación, me quedé. Me enferma saber esto, pero no puedo
dejar de saberlo: no voy a ir a ninguna parte.
Conozco estos túneles como nadie más en este planeta. Conozco este planeta como
nadie en la galaxia. Sin embargo, casi nada sé de lo que hay que saber. No puedo dejar
atrás estos misterios. La suma de lo que he aprendido lo he reunido en forma de notas de
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
campo con la esperanza de que sean útiles o interesantes para alguien que venga en el
futuro. Me disculpo por no haberlas organizado muy bien, no tuve tiempo de hacerlo.
Y para mi familia: Papá, mamá, espero que les llegue esto. Estoy bien. El Imperio no
va a encontrarme, tampoco los wampas. Cuando la guerra acabe, manden a alguien por
mí. Estaré en las cuevas de los gusanos con los tauntauns, que es donde pertenezco.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Una inhalación. El Almirante Firmus Piett se concedió solo una al cerrar tras de sí la
puerta que lo dejaba encerrado en la cámara privada de Lord Vader a bordo de la
Executor. Una inhalación para recordarse que todavía podía respirar, a diferencia del
Almirante Ozzel.
En el lapso de esa inhalación, Piett oyó el ruido sordo que hizo el cuerpo del
Almirante Kendal Ozzel cuando cayó a sus pies. Pensó en la mano retorcida que todavía
aferraba el borde del inmaculado uniforme hasta arrugarlo, lo cual había sido
innecesariamente grosero, aun en las angustias de la muerte. Sintió el golpe de adrenalina
cuando se dio cuenta de lo que Lord Vader podía hacer y lo que eso significaba para él,
Piett.
Escuchó cuando con voz helada y eficaz Lord Vader le dijo a Ozzel: «Me has fallado
por última vez».
El Señor Oscuro lo había matado sin siquiera estar en la misma sala, con el puro
pensamiento. Y así, en una inhalación, el Capitán Piett se convirtió en el Almirante Piett.
Él cuadró los hombros y enderezó la espina dorsal. Se merecía el puesto y Ozzel no.
Había sido infortunado, pero bienvenido, el efecto colateral del despido del ex almirante
bajo la forma de su muerte por asfixia.
Había dos tipos de personas como había dos tipos de poder. Era una de las primeras
lecciones que Piett aprendió como oficial inferior al servicio del Gran Moff Tarkin en
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persona: se manda a las personas ya sea por miedo o por una falsa sensación de
seguridad. Los hombres que alcanzaban el poder como el niño obediente que recibe un
caramelo se creían a salvo. Los que arrebataban el poder sabían cómo dar un puñetazo.
Los que se creían a salvo eran débiles. Quienes vivían con temor eran fuertes. Eso era tan
natural como la diferencia entre el depredador y su presa. Las presas podían darse el lujo
de la ignorancia, olvidarse de la amenaza; en cambio, el cazador conocía el terror de la
inanición que le sobrevendría si no mataba a la presa.
Del mismo modo, Piett había observado y esperado, con tanta paciencia como un
lyxine a una rata bouf. Un buen cazador sabía cómo manejar las palancas para dar un
golpe de muerte. En una situación dada, lo sabía, había hombres que creían estar a cargo
y hombres que realmente lo estaban.
El Almirante Ozzel se había paseado por el puente de la nave Executor como si fuera
su derecho. En cambio, Lord Vader caminó a zancadas sobre el esmalte negro como si
fuera a quemarlo desde el cielo antes de que cualquiera pudiese quitárselo. Ese era el
hombre que verdaderamente tenía el poder.
Ozzel no mereció nada porque no arrebató nada. Todo en su vida se le había dado:
posiciones, poder, prestigio. En cambio, todo cuanto tenía Piett lo había tomado por sí
mismo. Desde hacía mucho sospechaba que pasaba igual con Lord Vader.
Aunque el Señor Oscuro fue el primero en llamar «Almirante» a Piett, había sido el
propio Piett quien colocó las piezas sobre el tablero del holoajedrez para que tal cosa
ocurriera: esperó para llamar la atención sobre Hoth (el cual, según sabía por sus propias
fuentes, probablemente albergara a los Rebeldes) hasta que Lord Vader estuvo en el
puente. Plantó las semillas para que Ozzel descartara Hoth, gracias al cúmulo de
informes, verdaderos callejones sin salida, que se amontonaban sobre el escritorio del
almirante y procedían de los subordinados de Piett, quien había movido sus piezas en el
tablero de holoajedrez. Luego, esperó hasta que Lord Vader cerró el puño, como sabía
que lo haría. Piett recibió el título que merecía.
No tenía una falsa sensación de seguridad. Incluso antes de que el cadáver de Ozzel
cayera a sus pies, sabía que el juego era peligroso; la cacería continuaba. Al momento
que Piett mostrara debilidad (como hiciera el finado a través de su soberbia), en ese
mismo instante sería su cuerpo el que se retorciera sobre el piso, a causa de la asfixia.
Piett también sabía, sin embargo, que un hombre que arrebató el poder, igualmente
sabe qué hacer para no perderlo. Él no lo haría. Recorrió los tres pasos que lo separaban
de la cámara privada de Lord Vader y entró para darle los reportes acerca de los
Rebeldes. Otros oficiales imperiales evitaban aquel piso completo y mucho más aquella
sala, por temor a acercarse demasiado al volátil Vader.
El Almirante Piett no era tonto. Había visto los cadáveres y el puño cerrado de Lord
Vader; sabía temerlo. Lo que lo ponía aparte de los demás altos oficiales era el modo
como Piett saboreaba el miedo. Lo hacía fuerte. Después de todo, si no sintiera temor se
volvería complaciente.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Perdido en sus pensamientos, el almirante no cayó en cuenta de que Lord Vader aún
estaba arreglándose. Sus pasos bajaron el ritmo desde la eficiente mesura hasta la
vacilación. La curiosidad lo hizo echar una ojeada de cerca, inclinándose para ver mejor
mientras el siseo de los mecanismos electrónicos saturaba el ambiente. Lógicamente,
Piett sabía que bajo la máscara de Lord Vader había un ser humano, si bien no sabía qué
tan destrozado estaba el hombre.
El reluciente casco negro descendía sobre su cabeza… o lo que quedaba de ella. La
piel despellejada y con arrugas estaba cruzada por venas rojas y verdugones que parecían
doler. Una pieza larga para el cuello hacía las veces de espina cervical y daba soporte a la
masa bulbosa de carne extendida sobre el cráneo parchado. La mente calculadora de Piett
contó más de doce electrodos atornillados a la pieza del cuello para conectarse con los
nervios de Lord Vader, después el almirante tuvo el valor para bajar la vista y tragarse la
bilis que subía por su garganta. Aquello duró tan solo unos momentos, segundos en
realidad, pero más que suficientes para ver el horror que había bajo la máscara.
«Es un cadáver ambulante», pensó Piett; las palabras le recordaron a Ozzel, a su
cuerpo contorsionado a sus pies, los ojos saltones, la lengua colgante, su intento de
susurrar algunas palabras sin llegar a formar los sonidos excepto aquel, entrecortado y
jadeante, que emitía mientras se asfixiaba, y que despertaba por las noches al nuevo
almirante.
Se permitió respirar de nuevo. Alzó la vista.
Con un siseo y un clic metálico, los conectores se cerraron en su sitio. El casco se
selló sobre el cráneo pelado de Lord Vader. Piett podía imaginar la oscuridad dentro de
aquel casco todo negro, las luces de los sensores que debían comunicar con los ojos.
«¿Tiene ojos?», se preguntó, y la cuestión le heló la sangre. Si hubiera visto la cara
mutilada de Vader, ¿habría contemplado aquellos ojos como agujeros negros que le
devolvían la mirada? Seguro habría terminales nerviosas que se conectaran a los sensores
ópticos, pero…
Piett estaba acostumbrado a que lo mandaran, y a mandar, por medio del miedo.
Esto era diferente. ¿Qué convierte a un hombre en un monstruo? ¿Qué obligaba a un
hombre a escoger eso, en vez de la muerte? Morir parecía fácil. Ozzel así lo había hecho
parecer. Sin embargo, esta manera de vivir… ¿Por qué Lord Vader había optado por
padecer semejante dolor?
El asiento del Sith giró despacio. Piett sentía el poder de intimidación que emanaba
de él. No obstante, cuando vio el traje negro, lo único que sintió fue lástima.
Tardó mucho rato para reconocer esa emoción a la que casi ni podía darle un nombre:
lástima. Antes de esto, Piett nunca había visto de Lord Vader otra cosa que no fuera su
negrura: el casco negro, la capa negra, los guantes negros curvados en un puño cerrado.
Era el comandante, un semidiós con poder sobre la vida y la muerte, arropado en la
oscuridad del universo.
La carne pálida con un brillo ceroso, como la de un cadáver en descomposición, era
lo que hacía de Lord Vader un ser humano: un pobre mortal, lastimoso, débil.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
PUNTO DE ENCUENTRO
Jason Fry
Wedge Antilles siempre quiso volar. En Corellia, de niño, apenas terminaba de ver un
episodio de un sombrío documental sobre cazas estelares (La hora cero: La campaña de
Tentraxis), cuando ya se clavaba en las memorias escritas sin pausa por un as retirado
(¡Vuela veloz y muere joven!). Aquellos digidramas y holonovelas abundaban en
descripciones de maniobras en alta gravedad y desafíos intercambiados a gritos a través
del intercomunicador, pero escaseaban en otros aspectos de cómo era en verdad la vida
como piloto de un caza.
Por ejemplo, nadie mencionaba que no se podía dormir más que unos minutos
mientras uno se hallaba en la cabina. Los pilotos hablaban de su «cómoda silla», que
Wedge consideraba mejor descrita como «potro de tortura», pues las ligaduras del asiento
cortaban la circulación sanguínea y, si uno se las aflojaba, cabeceaba hacia adelante y
terminaba con la cara estampada en el panel de control. Tampoco informaban que se
sudaba profusamente durante el combate y se salía de la batalla empapado, lo cual estaría
bien si se contara con una ducha, pero muy mal si se debía permanecer atascado en la
cabina durante horas. Cuando se abría la cúpula de la nave después de una misión larga,
la tripulación de vuelo se echaba para atrás con el fin de no recibir en las caras una
vaharada maloliente.
Wedge nunca antes escuchó que un piloto se pusiera heroicamente «ropa interior
ultrabsorbente» antes de salir a una misión de larga duración, lo cual, admitía, quizás
fuera lo mejor.
Después de la evacuación de la Eco Base, Wedge había bajado de su snowspeeder T-
47 para subirse a una T-65 X-Wing, sin poder quitarse su traje de vuelo para clima frío;
además, el control del calefactor de su nave estaba atorado en MÁXIMO. Reportó la falla
semanas atrás, pero, como todos los técnicos en Hoth trabajaban para adaptar los T-47 al
clima de gelidez extrema del planeta, un calefactor descompuesto contaba como una
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gripita, pues la nave seguía siendo operativa, más que como una influenza grave que
obligara al piloto a permanecer en tierra.
En aquel momento se sintió mejor; después, sudado y pegajoso.
—He tomado algunas decisiones terribles en mi vida —murmuró para sí.
Se sobresaltó cuando el astromecánico R5-G8 le bipeó una pregunta. O, mejor dicho,
le rechinó la cuestión. Había algo descompuesto en el señalizador acústico del droide, lo
cual lo hacía sonar como un mynok en apuros.
—Nada más hablaba solo —le respondió Wedge, y luego agregó con una mueca, tras
recibir otra tanda de sonidos electrónicos—: Sí, las personas hacemos eso. No, no
necesito un chequeo diagnóstico una vez que lleguemos al punto de encuentro. No, no
pongas esto en la bitácora para que lo revise un droide médico. Claro que estoy seguro.
Las peculiaridades de personalidad de R5-G8 habían adquirido un sesgo
idiosincrático: Wedge nunca había trabajado con un astromecánico más propenso a citar
las regulaciones. Era como una enfermedad que debía erradicarse, juró Wedge, y lo haría
borrándole la memoria o con una llave inglesa.
Más chillidos penetrantes. Wedge leyó la traducción en la pantalla lectora, listo para
gritarle al astromecánico que se apagara, sin importar las regulaciones de la Alianza sobre
su funcionamiento. El enojo se disipó al leer la pregunta del droide.
—Lo sé —le respondió—. Tuvimos muchas bajas en Hoth, R5. Demasiadas.
Los primeros pilotos del Escuadrón Rogue que murieron fueron Zev Senesca y Kit
Valent, quienes perdieron la vida cuando un dromedario blindado imperial derribó su T-
47. Había sido el principio de un desfile paralizante que culminó con una pérdida que
Wedge escasamente deseaba recordar: Derek Klivian, muerto junto con su artillero
cuando su nave impactó en la cabeza de un AT-AT.
Derek Klivian, a quien no le gustaba su nombre de pila, insistía en que sus amigos lo
llamaran por su apodo, adquirido en la infancia, y que a Wedge le parecía ridículo para
un adulto o para cualquiera en trance de serlo: Hobbie.
Se conocieron cuando eran cadetes imperiales en la Academia Skystrike y jugaban
interminables partidas de sabacc en las barracas. Desertaron juntos para alistarse en la
Alianza, huyeron de Montross con la agente rebelde Sabine Wren, pelearon juntos contra
el Imperio en Atollon, Perimako Major, Distilon y una docena de otros mundos.
Fue Hobbie quien trató de consolar a Wedge (a la manera incómoda y
emocionalmente atrofiada de los pilotos) después de que no lo incluyeron en la lista de
servicio para la incursión en Scarif. Días después, fue Wedge quien intentó reconfortar a
Hobbie, cuando lo dejaron fuera de la batalla de Yavin.
Ahora su amigo estaba muerto. Una galaxia sin Hobbie le parecía algo excesivamente
frío y cruel.
Oyó otro chillido de R5-G8.
—Ya veremos —le contestó—. Seguro que habrá una reunión informativa cuando
lleguemos cerca del punto de encuentro.
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Volaron en silencio un rato, rodeados por el continuo batir del hiperespacio. Luego
R5-G8 hizo otra pregunta, la cual hizo sonreír a Wedge.
—Sí, estoy seguro de que allí estará R2-D2 y tendrá a su lado al Comandante
Skywalker.
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—Si le das dos golpecitos a este artilugio y lo giras a la derecha, se echa a andar el
temporizador. Dos horas después, el contenido se dispersa como bruma. Lo giras a la
izquierda y se cierra. Es muy sencillo.
—¿Y qué contiene?
—El almizcle del macho tauntaun. De veras, es el peor olor que pueda imaginar,
teniente comandante. Ninguno me quiso ayudar en los establos, así que tuve que extraerlo
yo mismo de las glándulas. Aunque me puse guantes, después las manos me olían tan mal
que tuve que restregarlas treinta veces; primero con agua, como una persona inteligente;
luego con solvente, como un estúpido. Se me despellejaron las manos.
—Estás demente, Janson —le dijo Wedge—. Ya lo sabías, ¿no? En nombre de todos
los diablos corellianos, ¿para qué necesitas esa cosa?
—Era una sorpresa para Hobbie. Iba a salir en misión de reconocimiento, una tarea de
tres días.
Ahora Wedge podía reconstruir el resto. Janson y Hobbie habían sido compañeros
inseparables a pesar de ser opuestos en apariencia: el primero podía soltar una broma en
medio de un espeluznante intercambio de disparos, en tanto el segundo nunca dejaba de
sopesar lo peor que pudiera ocurrirles. ¿Cuántas trastadas le había aguantado Hobbie a
Janson? ¿Diez, cien?
—Estoy completamente seguro de que lo del aerosol podría considerarse un crimen
de guerra —afirmó Wedge.
Janson rio, pero no de la manera despreocupada en que solía hacerlo, sino más bien
como un ladrido áspero.
—Lo sé —aceptó Janson—. Se hubiera enojado tanto… Iba a asegurarme de estar en
el hangar cuando él regresara, para poder ver su cara antes de echarme a correr. Habría
sido asombroso.
—Hobbie te habría matado y la corte marcial lo habría considerado homicidio
justificado.
—Probablemente —respondió Janson con la vista clavada en el pequeño artefacto—.
Sigo encontrando esta cosa estúpida en mi bolsillo. Hobbie está muerto y yo no puedo
librarme de esta porquería. ¿No es algo raro?
No lo era en absoluto, pensó Wedge, mientras tanteaba algún modo de tranquilizar al
artillero. Antes de que pudiera hallarlo, un droide de protocolos se acercó traqueteando a
la mesa. Su enchapado era de color azul brillante y algún rebelde aburrido se había
tardado una increíble cantidad de tiempo en adornarle el torso con el emblema dorado de
la Alianza, el Starbird.
—No tengo idea sobre cómo nuestros agentes encubiertos siguen siendo descubiertos
—dijo Janson.
—El trabajo de espionaje no forma parte de mi programación —replicó el droide
remilgado y luego preguntó a Wedge—: ¿Es usted el Teniente Comandante Antilles? S-
5V3 a sus órdenes —se presentó—. Se requiere su presencia en la oficina de la canciller.
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—Eso reduce mucho las opciones. Yo escogería a Aron Polstak en un parpadeo, pero
Doble M lo quiere para una asignación especial. Al menos queda Will Scotian. Ha volado
con nosotros, eso lo hace una elección definitiva.
—Scotian también fue mi primera opción. Hecho. Yo quiero a Bela Elar.
—Es una piloto twi’lek, ¿verdad? No sabía que ella estaba aquí.
—Apenas acaban de remolcar su nave. Su T-65 perdió los amortiguadores aluviales y
tuvo que irse de extravehicular para arreglarlos en el espacio profundo.
—Así que con su primera selección nos ha conseguido un piloto competente y a todo
un departamento de ingeniería —dijo y silbó con admiración—. Me imagino que por eso
usted es el líder del escuadrón y yo soy el general basura espacial.
«Líder de escuadrón». Eso aún le sonaba mal a Wedge. Supuso que sería mejor
acostumbrarse.
—No eres el general basura espacial, sino mi oficial ejecutivo —dijo.
—Tú dices Princesa «L-e-i-a», yo digo Princesa «L-i-a». Y escojo a Keyser Salm, es
el hermano menor de Horton. He volado con él en misiones de reconocimiento. Está
verde, pero puede aprender.
—¡Hecho!
—Bien, esto va a ser fácil. Es su turno, comandante.
—Barlon Hightower —anunció Wedge.
—También está en mi lista, aunque es tan novato que hace parecer un as a Salm. Es
mi turno: Cinda Tarheel.
—Tiene el carácter como rancor escaldado. El General Rieekan no la dejó volar en
Hoth porque todos temíamos que fuera a clavar su T-47 en el flanco de la montaña. ¿Lo
recuerdas?
—Demasiado bien —contestó Janson—. Aun así, ella sabe volar. Podemos enseñarle
que su furia no es un superpoder.
—Si vive lo suficiente para escucharnos —dijo Wedge con un suspiro—. Pero tienes
razón, sabe volar.
—Le toca, comandante.
—Sila Kott.
—No sé quién es.
—Porque ella pilotea transportes. El Comandante Narra la encontró cuando hizo que
todos los pilotos presentaran sus pruebas en el simulador. Trató de reclutarla para un
escuadrón y ella no quiso.
—¿Sabe volar pero no quiere? —dijo Janson con el ceño fruncido—. ¿Eso no la
descalifica?
—Normalmente lo haría; sin embargo, la situación no es normal. Se lo preguntaré de
nuevo. Si su respuesta es no, conozco a alguien que no pregunta.
—Me parece justo. Ix Ixtra.
Wedge buscó su expediente en el datapad.
—Pasó dos semanas en la Eco Base en el calabozo por buscapleitos.
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Kott era alta, delgada, de pelo corto y desaliñado que para Wedge demostraba una
indiferencia deliberada. Tenía el extraño hábito de inclinar la cabeza hacia un hombro,
como si quisiera aparentar tener menos estatura.
—Me imagino que quiere hablar conmigo, comandante —dijo cuando estuvieron
solos—. Lo lamento.
Parecía avergonzada y al mismo tiempo mostraba alivio. Wedge contó mentalmente
hasta cinco y luego habló:
—No lo lamentes. Solo dime por qué saboteaste deliberadamente el ejercicio.
—¿Qué? No lo hice. Nunca antes había volado una T-65, comandante, y no sé por
qué usted…
—Eres una piloto experimentada, sabes cómo evitar que se bajen los escudos, o
cualquiera de las cosas tontas e inexplicables que hiciste. El tiempo restante volaste ese
pájaro como lo más natural. Entonces, ¿qué te pasa?
—No quiero volar un caza estelar, nunca lo he deseado —contestó ella con los
hombros caídos.
—¿Por qué no?
Wedge la observó buscar las palabras y estas brotaron como un chorro.
—He estado en la Rebelión durante años y nunca he matado a nadie. Ya es bastante
malo pilotear un transporte, sentir que las vidas de todos esos soldados están en mis
manos. ¿Quitarle la vida a alguien? No puedo hacerlo y no lo haré.
—Demos un paseo, Sila —le ofreció Wedge—. Era apenas un niño cuando maté por
primera vez, mientras volaba una vieja nave que tomé prestada. El blanco era una
cañonera tripulada por piratas. Ellos… ellos me habían quitado seres queridos.
—Lo siento mucho —murmuró Sila.
—Le abrí un agujero en los escudos deflectores, me coloqué detrás de ellos en ángulo
cero y preparé el disparo —dijo Wedge, con ademanes que imitaban aquellas acciones—.
Un segundo después, la cañonera era una nube de vapor. Cuando volé a través de ella,
por unos segundos me sentí bien. Luego dejé de sentir. Toda esa noche me la pasé
vomitando sin parar.
El rostro de Kott era indescifrable.
—Eso ocurrió hace muchas muertes atrás —aclaró Wedge—. Yo debería saber
cuántas, pero no lo sé. Cada vez que oprimo el gatillo, espero que sea la última vez. Rezo
por estar creando una galaxia donde nadie tenga que hacer esto. Sin embargo, esa galaxia
aún no existe, Sila, ni existirá sin nuestra ayuda, lo cual significa matar gente. Tenemos
varias formas de decirlo, pero eso es lo que significa. Lo hiciste a través de los años de
servicio, cuando dejaste que otros fueran los asesinos, pero ese tiempo se acabó. Te
necesito, la Alianza te necesita. ¿Qué hay de todas esas personas que no pueden
defenderse ni a sus seres queridos? Ellas te necesitan más que nada.
Dos días después, la Contessa lo llamó a la oficina de la canciller.
—No están listos —dijo Wedge antes de que ella formulara la pregunta—. Y usted va
a decirme que eso no importa.
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—Vamos por partes, comandante. Dígame, cómo es que no están listos. Aunque sea
por un minuto, quiero imaginarme la organización de este escuadrón como debe ser.
Wedge la miró con curiosidad. ¿Había un poco de humanidad, quizás de
vulnerabilidad, que traspasaba su exterior pétreo?
Le contó cómo Salm y Zowlie tenían dificultades para volar en formación, cómo
Ixstra y Frix podían hacer eso, pero abandonaban la formación para perseguir blancos.
No mencionó que Kott era una piloto innata, pero se paralizaba y había dejado pasar tres
oportunidades de disparo; ni que Janson estaba seguro de que Darpen controlaba una red
de contrabando desde el simulador. Ya tenían bastantes problemas con lo que había.
—Dada la falta de pilotos capaces, está usted en mejor posición de lo que yo esperaba
—dijo la Contessa—, si suponemos que es sincero y estos son realmente todos los
problemas que debemos resolver.
¿Alguna vez un comandante de escuadrón había sido completamente sincero con su
oficial superior? Wedge lo dudaba. En cambio, dijo:
—El verdadero problema es que no se puede controlar la adrenalina. Una vez que
están en el vacío real y sus corazones comienzan a bombearla, todas las cosas se
magnifican.
—Tiene razón. Lo cual significa que también sabe que la única solución es ponerlos a
volar. Los buenos sabrán cómo utilizar la adrenalina a su favor y no como una enemiga.
—Y los malos morirán.
—Lo sé.
Esa conversación se cernió sobre ambos un momento. Luego la Contessa se inclinó
hacia delante y le comunicó:
—La canciller teme que nuestra ubicación esté en riesgo. Cree que necesitamos
abandonar el punto de encuentro.
—¿Sin Skywalker ni la princesa?
—Le preocupa que hayan sido capturados o estén muertos.
Wedge trató de imaginar lo que la ausencia de Skywalker supondría para la Alianza,
y para él mismo. Luke era un héroe galáctico dotado de un poder del cual Wedge tenía
escasa comprensión, y a la vez era un joven granjero de Tatooine que se hizo amigo del
piloto a lo largo de docenas de misiones.
Era imposible, tanto como pensar en la Alianza sin Leia Organa, la líder que
encarnaba la razón por la cual luchaban. Quizás Hoth había sido la frontera entre lo
posible y lo imposible. Tal vez la habían cruzado de nuevo para internarse en un país
extraño y no descubierto aún; debían darse cuenta de ello. Aun así, se sentía mal.
—Si el Imperio tiene a Organa en su poder, la noticia ya debería circular por toda la
HoloNet —dijo Wedge—. Como no es así, la princesa debe estar en alguna parte e
intenta llegar hasta nosotros. Si al final ella nos alcanza y no estamos…
—Ella tiene protocolos encriptados para el punto de reunión de respaldo —le aclaró
la Contessa.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
—Que podría ser tan inseguro como este. No existe nada en la galaxia que impida a la
princesa cumplir con su deber, o a Luke reunirse con sus amigos. Debemos darles más
tiempo.
—De acuerdo. ¿Está listo, Líder Rojo?
—Sí —respondió sin dudarlo; le sorprendió que lo decía en serio.
—Estás haciéndolo muy bien, R5 —dijo Wedge por sexta, o quizás séptima, vez en una
hora—. Sigue con el escaneo.
Su X-Wing volaba como una flecha a través de serpentinas de gas ionizado, muy
arriba de una cresta de hielo y roca, y escombro estelar que no había alcanzado el punto
de coalescencia para fundirse en una esfera. Al menos se veía muy bonito; los gases
ionizados eran una mezcla insólita de magenta y azul, con vetas de oro y plata.
Estaba demasiado lejos para localizar la base de los piratas o sus naves; sin embargo,
el dispositivo sensor instalado en su caza estelar los vio tan claro como la luz del día y se
ocupaba de recolectar datos. Una hora después estaría de vuelta en Hogar Uno, con una
imagen detallada de las fuerzas enemigas. Claro, si suponía que estas no lo hubieran
localizado a él. Si eso ocurría, el escenario en el mejor de los casos era escaparse tras
deshacerse del sensor y perder la inteligencia colectada. ¿El peor escenario? Nada
quedaría de Wedge Antilles.
—Ya casi acabamos el barrido —le dijo a su droide, mientras parpadeaba para
quitarse el sudor de las pestañas—. En dos horas estaremos en Hogar Uno. Abre un canal
privado para Rojo Once.
Volteó hacia el androide ante el chillido de respuesta. Aparentemente su petición de
un señalizador recalibrado aún andaba en una lista de pendientes, junto con el arreglo de
su calefactor entusiasta en exceso.
—¿Janson? Hora de regresar. ¿Cómo están volando?
—Bien, nadie ha chocado con algo, lo que no está mal para ser la primera vez. A
propósito, el cronógrafo de nuestra misión se porta de modo extravagante, Líder Rojo.
Me indica que hemos estado acá afuera una hora con cincuenta y tres minutos, ¿qué dice
el suyo?
—Una hora con cincuenta y ocho —respondió el comandante tras mirar su consola.
—Ah, bueno; entonces nos vemos en casa.
Wedge se preguntó por qué Janson sonaba divertido. Dos minutos después, olfateó
con curiosidad el aire dentro de la cabina y luego olió su persona.
—Nada, R5. Es simple mal olor. Casi como… No, no, no.
Lo que percibía era el almizcle de macho tauntaun, cada vez olía peor. Buscó debajo
de la consola aquel dispositivo de Janson, el que quiso usar en la X-Wing de Hobbie.
R5-G8 chirrió alarmado.
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Varios autores
Su ira se disipó cuando saltó fuera de la cabina para encontrarse con que once pilotos lo
esperaban. Algunos aplaudían, otros se apretaban la nariz, algunos más hacían muecas
cómicas. Estaban todos allí, reunidos por cortesía de la mente retorcida de Wes Janson.
Kott era la única que no parecía divertirse. Cuando el grupo se disolvió, Wedge le
indicó con un movimiento de la cabeza que lo siguiera.
—¿Qué sucede, Rojo Tres? —preguntó, mientras su mano hurgaba en el bolsillo para
tocar el cilindro que había hallado pegado a la parte inferior de su consola de vuelo.
—¿Para qué hacer bromas? —preguntó Kott—. Ponen en peligro la misión.
—Cuando estás en combate, cierto. Si Janson hiciera eso, lo tiraría desde el puente.
Sin embargo, él no lo hará. Sabía que la fase operativa de la misión estaría completa para
el momento en que su regalito se manifestara.
—No obstante, algo pudo salir mal. ¿Para qué agregar un riesgo más?
—Porque hay otros riesgos, como caer en la rutina. Te acostumbras a estar detrás del
timón, así que te vuelves complaciente y luego te matan. Las bromas te obligan a estar
alerta y puede que eso sea lo que te mantenga viva, ¿entiendes?
—Puede ser. Necesito pensarlo.
—Me parece justo. Sin embargo, voy a ponerte mala calificación por hacerme
defender a Wes cuando huelo como recién salido de un basurero.
—Acepto la mala calificación —dijo Kott, sonriente.
—Se ve como si estuvieran usando como base una vieja mina en un asteroide —dijo la
Contessa.
—Eso es lo que pensé también —repuso Wedge, al tiempo de mirar la inteligencia
captada en su vuelo de reconocimiento—. Conté seis naves caza y cañoneras sobre el
terreno.
—Puede haber más —adelantó la mujer—. ¿Ve esta sombra y las cicatrices? Pudiera
tratarse de un hangar interior que también sirva como sala de reunión.
—Estamos equipados con torpedos de protones. Si el escaneo visual lo confirma, le
disparamos. Me preocupa más el asunto de las ID. Además de bandidos en el asteroide,
conté quince naves en el área. Eso es mucho para un escuadrón recién formado y no
sabemos qué más puedan tener ellos.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
—¿Qué propone?
—Dejé caer boyas con sensores. Diría que les diéramos dos días para registrar las
idas y venidas, para que tengamos un mayor intervalo de confianza sobre la fuerza del
enemigo. Pero usted va a decirme que no tenemos dos días.
—Ninguno de nosotros los tiene —afirmó una mujer.
Mon Mothma estaba parada en el umbral. Como siempre, la canciller de la Alianza
parecía en calma, con sus blancas vestiduras limpias y almidonadas. Wedge notó las
ojeras hundidas.
—Señora canciller —dijo, lo cual le atrajo la atención de ella y él se preguntó si esa
era la forma apropiada de dirigirse a la dignataria. ¿Cómo se suponía que debía saludarla?
—No hay necesidad de formalidades —dijo Mothma—. ¿Qué encontró?
Wedge se hizo a un lado para que ella pudiera ver el datapad y escuchar a la Contessa
que le contaba lo que habían descubierto.
—¿Ninguna estela en el hiperespacio? —preguntó Mothma—. ¿De dónde vienen esos
piratas y hacia dónde se dirigen?
Wedge hizo notar los parsecs relevantes en el espacio.
—El origen está probablemente aquí, en el Cúmulo Vosch. Han abierto una avenida
en el hiperespacio hacia los mundos de comerciantes alrededor de Caldra Prime y Caldra
Tertius. Nosotros estamos exactamente a la mitad.
Mothma asintió.
—Los mundos de Vosch siempre fueron pobres y la Guerra de los Clones machacó
sus economías. Contribuí a redactar una ley de mitigación en la República, pero la
derrotaron en la votación y por supuesto al Emperador no le importan esos planetas. No
me sorprende que hayan vuelto a la piratería. Si nuestros exploradores ubicaron el tráfico
de piratería, debimos haber escogido otro punto de encuentro. Fue mala suerte, cuando no
andamos escasos de ella exactamente. ¿Qué cree usted, Comandante Antilles? ¿Su
escuadrón podrá destruirlos?
—Sí —replicó Wedge tras una pausa; Mon Mothma captó la vacilación en su voz—.
Sería una misión sin complicaciones para un escuadrón experimentado y no somos uno.
Hay muchas cosas que pueden salir mal. Aunque eso no pasara, perderemos pilotos.
—Porque su escuadrón no está listo —dijo Mothma—. Es una declaración de hechos,
no una crítica. «Hacedor de milagros» no está en la descripción de su trabajo.
—No, no están listos —aceptó Wedge.
—Entonces debemos saltar —opinó Mothma, con los labios apretados como una
línea delgada.
—Por favor, canciller, no dé esa orden —suplicó Wedge—. Luke nos encontrará. La
princesa también lo hará. Nunca apuesto contra ellos.
—El riesgo es demasiado grande —dijo Mothma, y el comandante percibió el dolor
en su voz.
—Toda esta Rebelión está en grave peligro; sin embargo, aquí estamos. Un día. Deme
un solo día.
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Cuando la Contessa se topó con Wedge, los cansados miembros del Escuadrón Rojo
habían partido a su cuartel. La sala táctica quedó vacía, excepto por un solo tanque que se
agitaba locamente sobre sus ejes cardán, del cual salían gritos ahogados.
—Creí que el ejercicio había terminado —comentó la Contessa.
—Le pedí a Janson que hiciera una ronda adicional en el simulador.
—¿Con qué objetivo?
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Rojo Diez era Barlon Hightower; Rojo Seis, Ix Ixstra. Wedge se obligó a no pensar
en sus caras.
Las luces destelleaban sobre los asteroides. Wedge hizo que su nave hiciera giros
como un sacacorchos, con lo cual esquivó a un viejo interceptor pirata. Un momento
después, el cañón láser de Darpen lo redujo a un pedazo de chatarra.
—Buen tiro, Rojo Siete —lo felicitó el comandante.
—Líder Rojo, identificación positiva de un hangar y montones de tipos correteando
sobre la pista de aterrizaje —informó Janson—. Torpedos listos. Observa mi seis, Salm.
Tendrás muy malas calificaciones si permites que maten a tu líder de vuelo.
—Te tengo, jefe —contestó Salm.
—¡Sila, abajo! —gritó Wedge.
El comandante salió a cortar el camino de un caza Nighthawk que se acercaba a toda
velocidad. Giró a babor y luego embistió la nave por la mitad con una barrera de fuego
láser. Al mismo tiempo, oyó por el intercomunicador la respiración entrecortada y
jadeante de Kott.
—Estás bien, Rojo Tres —la tranquilizó—. Ya casi llegamos allí. ¿Wes?
—Torpedos afuera —contestó Janson—. Bela, dame la evaluación de daños.
—El hangar es ahora un cráter. Sin embargo, parece que un bandido acaba de salir, en
alguna clase de carguero modificado y sus motores están calientes.
—No podemos permitir que ese pirata se nos vaya al hiperespacio —dijo Wedge—.
Sila, Tomer, aceleren a fondo y síganme.
La aceleración lo empujó contra el respaldo del asiento y disminuyó brevemente su
visión conforme su X-Wing saltaba hacia adelante. Mantuvo su mano firme sobre los
mandos, consciente de que su cuerpo se adaptaría y la desorientación sería momentánea.
Las X-Wings de Kott y Darpen se arrojaron detrás de él.
R5-G8 encendió su alerta roja: quedaba un minuto antes de dar en el blanco.
Los ojos de Wedge miraron los sensores. La nave nodriza de los piratas era
definitivamente algún tipo de carguero modificado. El comandante la haría volar en
pedazos, con sus láseres, a condición de que no llevara un curso determinado que le
permitiera saltar al hiperespacio.
—Comandante, se acercan —le advirtió Darpen.
Un momento después la X-Wing de Wedge recibió un impacto lateral que la
estremeció. Dos cazas estelares pasaron por sus costados. R5-G8 rechinó de indignación.
Las luces rojas se encendieron en el tablero.
—R5, arregla los deflectores de estribor —le ordenó.
Treinta segundos para dar en el blanco.
Darpen había girado como un barril en su X-Wing para perseguir a uno de los piratas,
pero ¿dónde estaba el otro?
Una alarma aulló. Algo estaba detrás de él, en el punto muerto de popa.
Wedge maniobró su X-Wing a la izquierda y luego a la derecha, y de nuevo a la
izquierda, en zigzag entre candentes disparos de láser que iluminaban su cabina.
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—¿Sila?
—Estoy aquí —le dijo Kott con voz temblorosa.
El comandante siguió zigzagueando y girando, pero debía mantenerse apegado a la
trayectoria planeada o se arriesgaba a errar el tiro al carguero. Otro golpe sacudió su
nave.
Diez segundos.
—¡Sila, dispara!
Cinco segundos.
Wedge se esforzó para mantener estable su X-Wing. Los sensores brillaban como
advertencia: su perseguidor lo tenía en la mira. El comandante sintió cómo se le erizaba
el vello de la nuca y el cuello. En su computadora, el objetivo destellaba con luz roja.
Apretó el gatillo y envió los chorros de energía destructiva que alcanzaron de lleno la
nave nodriza de los piratas. Al mismo tiempo, su X-Wing comenzó a girar y un estruendo
estalló en los oídos del comandante. Luego todo quedó en silencio.
¿Estaba muerto? Cerró los ojos como experimento y sintió más o menos lo mismo.
—¡Gran disparo! —le gritó Janson—. ¡También el tuyo, Kott!
Wedge abrió los ojos y solo vio estrellitas alrededor de su cabeza. El indicador de
objetivos parpadeaba. El carguero estaba destruido.
—¿Todavía sigue con nosotros, comandante? —preguntó Kott.
—Sí, gracias a ti —repuso Wedge antes de cambiar la frecuencia a un canal privado y
preguntar—: ¿Estás bien, Sila?
—No —contestó ella—, pero voy a estarlo.
Esa le pareció a Wedge como las dos mitades de una respuesta correcta.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
—Además de mis otros talentos, Doble… eh, perdón, señora canciller, soy un
dormilón condecorado. ¿Tal vez podría enviarnos a un planeta con playas un mes o dos?
—Nada me gustaría más —le contestó Mothma, mientras la Contessa hacía muecas a
Wedge—. Sin embargo, me temo que la Alianza les dará un cupón canjeable porque
sospecho que muy pronto necesitaremos a su escuadrón.
Sonrió y se alejó con la Contessa.
—Dormilón condecorado, ¿de veras? —preguntó Wedge.
—Solo charlaba.
—Hacías un desastre, más bien. Espera, shh.
Mothma inclinaba la cabeza hacia la mujer de ojos oscuros. Wedge alcanzó a oír el
final de su pregunta.
—¿… por qué los dos huelen como si salieran de un establo?
La Contessa murmuró una explicación y la líder de la Alianza la miró con curiosidad.
Meneó la cabeza, suspiró y al final sonrió.
—Pilotos —declaró por fin.
Wedge se preguntó si lo decía con admiración o con exasperación. Sospechaba que
había un poco de las dos.
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Varios autores
LA ÚLTIMA ORDEN
Seth Dickinson
—En tiempos de paz, el destructor estelar del Imperio se hará cargo de la paz y la
justicia del Emperador. Con su presencia, disuadirá el desorden, tanto material como
ideológico.
La nueva primera oficial hizo una pausa para respirar. El Capitán Canonhaus se
preguntó si en Carida le habían enseñado cuándo respirar. Puedes tomar la iniciativa,
Cadete Tian, hasta puedes hacer inhalaciones no programadas. La Academia Naval del
Imperio en Carida producía excelentes oficiales, tales como el Almirante Kendal Ozzel,
quien había tomado la iniciativa y ya no respiraba, ni de manera programada ni de
cualquier otro modo.
Ciertamente, Tian también era excelente. Tenía calificaciones sobresalientes, excepto
en la clase de historia del profesor Tabor Seitaron, quien siempre había puesto malas
calificaciones a los alumnos que no captaban sus indicios sobre lo que realmente había
ocurrido. «Ningún conocimiento especial», había escrito en el expediente de Canonhaus
cuando él era su capitán. «El oficial debe buscar ese conocimiento a través de la
experiencia». Perfecto, pobre viejo, puedes ponernos malas calificaciones por regurgitar
la historia oficial, pero la COMPNOR nos pondrá buenas notas. La Comisión para la
Preservación del Nuevo Orden aprueba a los que saben la verdad oficial. Después de
todo, miren lo que le pasó a Seitaron: desaparecido; proscrito.
Se llamaba Tian Karmiya, Comandante Tian para Canonhaus, y con su buen servicio
a bordo de la Enigma y de la Victory at Batonn, había esperado servir bajo el mando de la
Comodoro Rae Sloane, aquí, en la Ultimatum. Como Sloane estuvo indispuesta,
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Canonhaus recibió el mando sobre la nave, así como una joven con la brillante placa de
primera oficial.
Era calmada, alegre, en ocasiones bastante graciosa en la mesa del capitán.
—La vida amorosa de un oficial —solía decir— opera bajo las mismas reglas que las
antiguas religiones: hay dos lados opuestos que nunca deben confundirse.
Cuando él se reía de sus palabras punzantes, Canonhaus sentía que se le caían las
costras. Entonces algo de la sangre antigua y el viejo amor por el trabajo emergían para
teñir sus pensamientos. Mala suerte para ambos. Llena de aliento, Tian dijo:
—En tiempos de guerra, el destructor estelar del Imperio buscará la fuerza principal
del enemigo y, por medio de su velocidad y protección superiores, la destruirá con
ataques masivos y los disparos de las baterías principales; si el enemigo se encuentra
instalado en un planeta, lo combatirá mediante el despliegue de la legión a bordo.
—Muy bien. ¿De qué elemento de la doctrina estamos tratando?
A veces Tian tenía una mirada astuta acompañada de un fugaz brillo en los incisivos.
—La persecución de un transporte en fuga corresponde a hacerse cargo de la paz y la
justicia, y también a disuadir el desorden.
—La paz y la justicia del Emperador, comandante.
—Sí, señor. Queda sobreentendido, señor, porque no hay otra fuente de verdadera paz
y justicia.
Permanecían de pie, una al lado del otro, con las respectivas manos cruzadas a la
espalda, contemplaban el increíble panorama que se observaba desde el puente de mando
de la Ultimatum. Frente a ellos, las detonaciones interminables y caóticas, la cascada de
fragmentos del campo de asteroides del sistema Hoth. Habían mandado cazas a perseguir
una nave rebelde que se escapaba. Ninguno había regresado.
—¿Cuál es la necesidad de enviar todas nuestras fuerzas a perseguir un pequeño
transporte rebelde, en vez de buscar el vector de los otros Rebeldes?
—Como decimos en Iloh, señor, más vale pájaro en mano que ciento volando.
—Correcto. Muy bien.
Canonhaus daba golpecitos con el pie. El teniente que a su izquierda mandaba en el
foso de la tripulación levantó los ojos para ver si el capitán requería su atención. Se debe
entrenar una tripulación nueva para que asimile las peculiaridades de uno. Un golpecito
significaba «fin de la conversación, estoy pensando». Dos, «adelante, siga con eso».
Estirarse los puños del uniforme quería decir «voy a dar una orden». Allá en la Majestic,
sus oficiales ya sabían todo eso en los cuatro turnos de guardia.
Una vez en el guardarropa, el viejo Seitaron le dijo que era importante que cada quien
conociera a su tripulación, leer sus expedientes, conocer sus fallas y talentos. Canonhaus
lo había intentado en la Majestic. Fue un buen capitán, o al menos un buen alcalde en un
pueblo de diez mil almas, en lo cual consistía el truco para ser un buen comandante.
Cualquiera puede decir «a toda velocidad, abran fuego, mantengan el alcance,
desplieguen las naves de ataque, manden un equipo a explorar». La parte increíblemente
difícil del trabajo no era combatir con un destructor estelar, sino mantener a la bestia
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delatar a todos los demás en la galaxia. La idiotez de Ozzel casi echó a perder la ocasión.
Por consiguiente, no solo había sido la prerrogativa de Lord Vader, sino su deber como
representante personal del Emperador, como una mano negra que lava la corrupción y el
amiguismo en las filas, ¡ejecutar a Kendal Ozzel en el acto!
Antes de Alderaan, Canonhaus se habría dicho exactamente la misma cosa.
No, eso era mentira. Lo habría racionalizado incluso después de la misión contra los
refugiados. Había racionalizado todo. Las dudas crecían más lento que las avispas de la
fiebre.
—Usted habla de decisiones fáciles —dijo—. ¿Cree que ser un soldado en el
Escuadrón de la Muerte es un puesto fácil?
—No, señor. Me emocionó mucho ser asignada a un puesto aquí. Lo que quiero es
perseguir directamente al ejército rebelde. No… —hizo una pausa; según la política
interna, debía componer algo que se viera bien en la transcripción para la COMPNOR—.
No el trabajo difícil y meticuloso, que nuestros colegas realizan tan bien, que se requiere
para discernir entre Rebeldes y colaboracionistas, por un lado, y ciudadanos leales por el
otro. Por supuesto, estos últimos deben encargarse en parte de combatir la insurrección,
incluyendo el deber emocional de asignar a los Rebeldes la culpa por cualquier daño
colateral. Mis fortalezas personales, creo, están en la guerra táctica directa contra los
Rebeldes, más que en la contrainsurgencia.
—Entonces usted cree que la misión del Escuadrón de la Muerte es más limpia,
comparada, digamos, con la de ISB o la de las agencias del Ubictorado, o la de una legión
de stormtroopers.
—Sí, señor. En general, creo que es más directa la misión de la Armada Imperial.
—Mmm —el capitán cavilaba en Helix, ¿acaso no pensaba siempre en él?—. ¿Creció
admirando a la Armada?
—Sí, señor, desde mi adolescencia.
—¿Tenía modelos en miniatura de las naves, de las legiones? ¿Prendas al estilo de los
uniformes navales? ¿Membresía de grupos juveniles?
—Sí, señor, era una niña patriótica.
El capitán gruñó.
—Creo, señor, que usted debería presentar una queja por la ejecución del Almirante
Ozzel.
Quedó tan consternado que casi le saltan del uniforme los cilindros de código.
—¿Contra Lord Vader?
—Sí, señor. Obviamente la queja no procederá. Sin embargo, sería apropiado someter
a revisión una ejecución sumaria, al igual que como un capitán que pierde su nave
enfrenta una corte marcial. De este modo, las decisiones correctas de Lord Vader
quedarán plenamente documentadas y registradas para que futuros oficiales puedan
consultarlas.
¡Ay, niña! El capitán tomó por el hombro a su primera oficial.
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—Muy bien, señor —asintió con rapidez la oficial—. No debe haber tenido
problemas.
—Ninguno.
¿Qué iba a hacer? ¿De verdad diría aquello? Sí, lo haría, porque estaba rebosante de
amargura y quería arrojársela encima a la primera oficial, aun al costo de perder su
puesto.
—A pesar de que archivé mal cada uno de los reportes.
—¿Perdón, señor?
—Presenté mal todo: los códigos, las autorizaciones, el orden de los hechos. Feché
nuestra recepción de las órdenes iniciales más tarde que los reportes de las verdaderas
misiones. Puse en la lista a Lord Vader como una de las naves en nuestro orden de
batalla, y a nuestros objetivos los puse como contadores de uno de los mundos
comerciales de los neimoidianos. Dije que intentábamos borrar todos los registros de las
viejas deudas de juego del Emperador Palpatine.
Ella parpadeó dos veces, mientras trataba de adivinar qué quería decir el capitán.
—¿Era alguna especie de prueba, señor?
—Por supuesto, sí lo era.
—Para asegurarse de que alguien leía los reportes y mantener la responsabilidad de la
Armada Imperial.
—Por supuesto, era mi deber.
—¿Y?
—Nadie presentó una queja. Supongo que los formularios fueron a parar a una
bóveda de seguridad, en alguna parte. Un lugar sin aire, atendido por droides, donde
nadie los lea.
Ella tragó saliva, como si tratara de digerir.
—¿Y si presentamos una queja por la muerte del Almirante Ozzel, señor?
—Creo que ambos sabemos lo que ocurriría, comandante.
Permanecieron juntos de pie, en silencio. Alguna facultad olvidada se agitó en
Canonhaus; para su sorpresa, no se rindió ni se escabulló. Era curiosidad por saber qué
pasaba en la cabeza de otra persona. Miró a su lado para observarla en este momento de
crisis en el que ella podía hacer muchas cosas, dependiendo de quién era entre varias
posibilidades. Podía escribir sobre él a la COMPNOR, o guardar ese fragmento de
bitácora del puente para un chantaje futuro. O permanecer en silencio y compartir el
entendimiento de que ambos habían reconocido un problema.
Ella debía estar haciendo sus propios cálculos internos acerca de quién era él. Si
trataba de confiar en ella, o si el viejo y confiable Canonhaus le ponía una carnada para
pescar desleales, al modo de la COMPNOR.
Él mismo no sabía la respuesta. Supuso que en ese lugar, rodeado de los pasillos
negros y las armaduras blancas de la Ultimatum, de todos los uniformes, armas, sistemas
de alta tecnología y personalidad que ella adoraba desde niña, la oficial solo tenía una
opción.
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—La destrucción de los refugiados de Alderaan —dijo ella y cuadró los hombros—
procede directo de la doctrina Tarkin, señor. El terror es un instrumento del poder estatal,
así que debe emanar del estado, no de las confusas historias de los refugiados a quienes
falta contexto para entender su propia situación. Al permitir arbitrariamente que algunos
alderaanios vivan y otros mueran, negaría la legalidad de la ejecución del sancionado
Alderaan. O son culpables todos o ninguno lo es.
—Precisamente, comandante, precisamente. ¿Qué habría hecho usted en mi lugar?,
dado que prefiere la acción táctica directa contra los Rebeldes a los deberes más duros…
—Cumpliría mis órdenes de manera completa y entusiasta, porque creo que el
Imperio es más grande y más inteligente que yo, y posiblemente no me queda determinar
qué es lo correcto como mis superiores.
No era lo que ella dijo, sino lo que él había respondido cuando lo interrogaron acerca
de su capacidad para llevar a cabo la misión.
—No sé, señor —fue lo que ella dijo.
—¿No lo sabe?
—Señor, no quiero darle mala impresión —repuso mientras se tocaba la gorra con
agitación—. Sería arrogante de mi parte suponer que yo estaría a la altura del desafío
como lo estuvo usted. Espero que pueda aprender de su ejemplo.
El capitán se estremeció. Un droide ratón se acercó con un ejemplar físico del reporte
de la guardia. Ella lo tomó y se lo pasó al capitán; sus guantes se rozaron con un sonido
semejante a la primera queja por una migraña. Él se concentró en su datapad, lleno de
informaciones rutinarias sobre el tráfico y asuntos administrativos; nada relacionado con
las operaciones alrededor de Hoth.
—Otra vez hay cambios en los estándares de los uniformes —suspiró—. Nuevas
regulaciones para el despliegue de los destellos de reconocimiento y las etiquetas de
habilidades. El nuevo encabezado en los archivos del personal accidentalmente equivocó
los registros dentales, y se juzgó que sería más rápido que todos los oficiales se sometan a
un nuevo chequeo que restaurar los archivos. Así que nos invitan a realizarnos una
limpieza dental tan pronto como sea posible. Nuevas ódenes de KFY sobre el uso seguro
de pilotos y remolcadores mientras estén aparcados. Actualizaciones al sistema de
energía para derrotar ataques con armas iónicas, que podríamos haber usado aquel día…
—Señor, ¿qué cree usted que debería hacer yo? —preguntó ella con rigidez.
—¿Eh?
—Si se me ordena apoyar una misión para eliminar refugiados de Alderaan.
—Supongo que haría lo que todos —contestó, tosió y se cubrió la boca con la mano
enguantada—. Bueno, usted hace el trabajo duro y feo; realmente nadie duda llegado el
momento.
—¿Ni uno solo?
—No. Es una tarea consistente en llevar a cabo las órdenes de modo tan eficiente
como sea posible. Eso es lo que preocupa: echar a perder las cosas, decepcionar, hacer
más difícil el asunto para los demás, si te atrapará después —lo que le sucedía cada
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
noche—. En última instancia, no es usted quien aprieta el gatillo. O si lo es, no fue usted
quien dio la orden. En caso de que lo fuera, no sería quien hizo necesario todo el lío. Va a
discutirlo con los otros oficiales, con calma y civilidad, mientras se toman un café en la
sala de descanso. Allí encuentra que siempre hay alguien más a quien culpar, que hizo
algo cruel mientras usted fue, simplemente, misericordiosa. Un sistema muy bien
diseñado de pies a cabeza. Un testimonio de la eficiencia racional del Nuevo Orden.
—Entiendo, señor —contestó la oficial con cierta calidez.
¿Sentía lástima de él? ¿Lo respetaba? ¿Por qué tan cálida? ¿Había llegado a entender
que Canonhaus era una persona con sentimientos? ¿O estaba agradecida por haber
descubierto que el confiable capitán era viejo, débil e inadecuado para el puesto? Quizás
sus propios ojos delataron su miedo atroz.
Tian retrocedió, giró con rapidez y se alejó para consultar con un teniente comandante
que escribía un reporte en el foso de la tripulación.
Él trató de hallar una postura más calmada y de autoridad. Pensar en aquella misión
siempre lo cortaba por dentro como un cuchillo largo que se hundía en sus entrañas como
si fueran la maleza de Haruun Kal. Allí donde él había extraído avispas de los poros de su
comandante, mientras ella moría, donde permanecería para siempre, en la húmeda
oscuridad de aquella selva.
—¿Señor?
Se sobresaltó. Ella pasó alrededor de él hasta situarse del otro lado.
—¿Sí?
—Órdenes de la nave insignia. Vamos a tomar la estación a babor de la Executor y
protegerla de cualquier impacto mientras nos adentramos en el campo de asteroides.
—¿Vamos a entrar allí? Esta es una nave capital, no una de persecución. Para eso
tenemos escuadrones especializados.
La Ultimatum podría transitar felizmente por un campo de asteroides normal, pero el
de Hoth era reciente y denso, el resultado en cascada de una colisión interplanetaria. La
gravitación mantenía unidas las piedras en apretados nódulos que chocaban unos con
otros, y con cualquier cosa en su camino.
—Podemos presentar una queja, señor —dijo ella. ¿Lo estaría tentando?
—No, no. Los asteroides no deben preocuparnos. Situémonos en la estación de babor
de la Executor. Prepare la nave para defensa cercana.
El viejo gruñido de la energía cruzó la cubierta, los motores batallaron con los
compensadores en un vaivén. Tian empujó al capitán: los riesgos de hallarse de pie a tan
poca distancia y con las manos entrelazadas a la espalda.
—Perdone —se disculpó el capitán y tosió. La garganta le cosquilleaba. Parecía haber
atrapado un resfrío, ¿verdad? Las flaquezas de la carne.
—Lo siento, señor, fue mi culpa.
—Se acostumbrará pronto a la aceleración. No es como en las naves pequeñas, ¿sabe?
Los grandes motores KDY tardan en contrarrestar los compensadores. Lo toman a uno
por sorpresa.
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—Eso creo, señor. ¿Puedo preguntarle, señor, cuánto tiempo lleva en las naves de la
Armada?
Tuvo que hacer las cuentas mentalmente.
—Treinta años, creo. Desde que era guardia marina con el régimen anterior.
—¿Puedo preguntarle qué se ve haciendo en otros treinta años, señor?
A los ochenta años. En un sitio blanco con pisos pulidos negros, con ese aire seco que
lo hace estornudar, vestido de uniforme con una gorra que le lastima la cabeza. En la
selva.
—Al mando en alguna flota de sector, supongo, o en una posición administrativa —
sonrió y volvió a toser—. O escribiendo mis memorias.
—¿Y el Nuevo Orden, señor, la Armada, seguirá persiguiendo Rebeldes?
—Oh, la Rebelión se habrá terminado entonces. Supongo que estaremos…
Guardó silencio. Simplemente no podía imaginar lo que haría el Nuevo Orden
después de aplastar la Rebelión. La doctrina Tarkin ¿llevaría la paz plena a la galaxia?
¿El miedo omnipresente se volvería respeto y obediencia ubicuos?
Ella lo miraba de cerca. Podía colarse a los registros del puente y escoger cualquier
acto sedicioso de parte de él para incluirlo en su expediente de errores de Canonhaus. Él
no podía manifestar ninguna duda. No obstante, sin importar cuánto se retorciera, no
podía imaginar las órdenes generales que la Armada podía expedir, excepto aplastar la
insurrección y colocar mundos bajo el control del Imperio. Dentro de veinte años, el
vacío interior del Nuevo Orden se volvería exterior; la lógica de la lealtad y la rebelión se
aceleraría hasta que cualquiera que no se elevara al más alto grado de fidelidad sería
denunciado y marcado como traidor; el profesionalismo se convertiría en fanatismo; las
medidas temporales se harían permanentes; las condiciones que dichas medidas se
proponían impedir devendrían en rutina; las viejas lealtades serían el terreno para la
sospecha y las purgas; el Nuevo Orden se haría cada vez más nuevo, constantemente
revisado y actualizado, cada vez con menos contenido y más reacción, la ideología del
nuevo día lista a denunciar al pensamiento del día anterior como un desliz regresivo.
Hasta que el Nuevo Orden fuera más nuevo que todas las demás cosas, el primer
pensamiento, el primer principio del cual todo procedía, hasta la verdad misma. No sería
acerca de nada, no se propondría nada, no significaría nada. Sencillamente existiría el
poder absoluto, ilimitado, sin contrapesos.
Ese era el núcleo comestible del Imperio. Con el tiempo, masticaría todas las capas de
burocracia, todos los contratos con Kuat Drive Yards, las órdenes de batalla, los patrones
de blindaje, los acrónimos TIE, los turboláseres XX-9, los códigos en los uniformes. Al
final, el Imperio no tendría que ver con tácticas, procedimientos y lógica, sino con la
vacía crueldad de hombres como Vader. Sería el miedo por el miedo mismo, poder sin
propósito, símbolo sin significado, naderías, sinsentidos. Un hombre enmascarado, como
las máscaras mortuorias de Hendanyn que le causaban pesadillas cuando era niño. Solo
que, cuando le quitabas la careta, no había un hombre detrás.
—Señor, tiene escalofríos —le dijo Tian.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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¿Qué haría un hombre decente? Imposible saberlo para él. Podía fingir que no estaba
enterado del Escuadrón Helix, que nunca había andado alrededor de un árbol lammas en
la oscura selva llena de crujidos para encontrar a un niño de Korun, el cual bebía de una
espita clavada en la corteza gris; que nunca vio el instante final de reflejos sobre lo
blanco de los ojos aterrorizados del niño. Podía fingirlo. ¿Qué haría ahora un hombre que
no hubiese pasado por tales cosas en su vida?
—Vaya abajo —le ordenó—. Manténgase junto al control auxiliar para tomarlo si el
puente cae. Si eso ocurriera, sus órdenes son despejar el campo y salvar la nave. Por mi
autoridad.
Ella levantó la vista para mirarlo. Quizás se preguntaba si trataba de salvarla o solo
deseaba toda la gloria para él.
—¿Está seguro, señor?
—Le di una orden, comandante: vaya abajo.
—Sí, señor —dijo e hizo el saludo—. No olvide la conferencia del comando con Lord
Vader. Ya configuré el holotransmisor y lo sintonicé en el canal apropiado. La puede
tomar aquí.
—No pretendo disgustar a Lord Vader con ningún olvido, comandante.
—Sí, señor. Buena suerte —dijo, y giró para dirigirse a los ascensores.
Canonhaus se dio la vuelta, una vez más entrelazó las manos a la espalda con aire de
reflexionar fríamente, y (cuando nadie podía verlo) un estornudo le frunció la cara. Eso
no vendría.
El torbellino del campo de Hoth giraba y se pulverizaba frente a él. Los sensores y los
rayos de tracción de la Ultimatum se asomaron para ubicar los rumbos turbulentos y
priorizar los segmentos más grandes para desviarlos o destruirlos. Las posibilidades de
que cualquier cosa se metiera eran, bueno, aunque no era un droide, aceptablemente
bajas. Nada entraría.
«No pasarán», pensó. Tenía vagas memorias de su niñez antes del Imperio, de un
programa que le encantaba, algo brumoso, tabú, que ciertamente la COMPNOR no
aprobaría. Lo recordaba como si perteneciera a otra realidad. Se llamaba Los Maestros
del Láser. En uno de los episodios, un maestro del láser defendía la cámara del senado de
un ejército de monstruos. Aquellas habían sido las últimas palabras: «No pasarán». Le
encantaba ese programa. ¿Hacía cuánto que no pensaba en él?
—No pasarán —murmuró; palabras propias de un héroe.
A su izquierda, el teniente comandante que dirigía el foso de la tripulación levantó la
vista, confundido. Canonhaus lo ignoró.
Miró a sus espaldas para asegurarse que la Comandante Tian había bajado. No había
señales de ella. Sintió una tristeza inexplicable, como si un alien creciera en su interior y
avispas de la fiebre salieran de sus conductos lagrimales. Y la sensación de que algo
saliera corriendo de la oscuridad hacia él, se acercara, sin querer nada, sin necesitar nada,
excepto destruir cuanto tocara. Sus inquietudes acerca del Nuevo Orden claramente lo
habían desquiciado.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Si algo salía mal (si destruían la nave, y ellos revisaban la bitácora en su corte marcial
póstuma), encontrarían que su última orden a la Comandante Tian fue que bajara del
puente. Esa idea lo reconfortó, aunque no supo si debería. La orden de un héroe.
Aguantando la guardia solo. No pasarán. Estornudó.
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Por favor, nota que dije «posible». Nada debe darse por sentado en esta galaxia como no
sean los impuestos y que el correo de la Armada siempre pierda tu correspondencia.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Terminas el turno. Tomas las pastillas para dormir; se supone que compactarán el
descanso de toda una noche en una siesta, pero todo lo que producen es pesadillas. Te das
un regaderazo. Pasas dos preciosas horas en el potro de tortura. Comienzas el siguiente
turno. Las alarmas se encienden, despiertan un estímulo, el movimiento de abrir una
botella es tan automático que puedo hacerlo a ciegas. Siento cómo mi corazón golpea
contra mis costillas y mis miembros se estremecen con la energía química y nerviosa.
Salgo de la cama medio desnuda y me enfundo directamente el traje de vuelo. Uno de las
efímeras me clava los ojos antes de subirme el cierre como si nunca hubiera visto a una
chica; quizás no lo ha hecho. Hay muchos planetas raros en el Borde Exterior.
La asignación de turnos brilla roja en la pantalla sobre la pared. Ni me molesto en
leerla. Es idéntica a la del turno anterior y a la del anterior a ese: patrullar el borde del
campo de asteroides con medios vuelos y cerciorarse de que nada salga.
Pasillo abajo, me deslizo por la escalera, guiándome por el tacto y la memoria, porque
ahora forman parte de mi sangre y huesos los planos del destructor estelar Avenger.
Tomo mi casco del anaquel en la sala de preparativos, rodeo el rincón del hangar, me
balanceo y tomo el más próximo tubo de embarque.
Una cabina es tan estrecha que la única manera de entrar en ella es colgarte del carril
de la trampilla y dejarte caer en tu asiento. La espuma plástica me acuna al acomodarme,
mis manos se mueven con reflejos automáticos; las mangueras de aire se ajustan a la
espalda del traje de vuelo y las cintas de seguridad se cierran con un clic al lado de
aquellas. Mis dedos accionan interruptores, encienden el intercomunicador, el navegador,
el control de vuelo, las luces chispeantes me envuelven en su brillo como cascadas rojas y
verdes. Los monitores vuelven a la vida con zumbidos. La TIE/ln. Hogar, dulce hogar.
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Varios autores
nacieron que la mera exuberancia los impulsa a ir más allá de los límites, tomar atajos y
acabar como una delgada chamusquina sobre cualquier roca en rotación.
¿Sabes cuál es la causa principal de tantas explosiones entre las efímeras?
Ciertamente no son los cañonazos Rebeldes. Es chocar con las cosas, o chocar unos
contra otros. Tiene sentido, si lo piensas. No hay tantos Rebeldes; sin embargo, hay toda
una galaxia llena de cosas con las cuales estamparte.
Deben decírselo en el entrenamiento básico. Ciertamente a mí me lo dijeron. No
obstante, siempre hay algunos que piensan que ellos van a dar ese giro, ganarle a las
puertas blindadas al cerrarse, esquivar esa roca, y entonces bueno, ¡crunch!, ¡bum! El
Emperador le agradece su sacrificio, ciudadano.
No vueles lento. Eso solo te acarrea un modo diferente de morir. Sin embargo, vuela
con cuidado. Nunca seas el que va en primera fila.
—Atención, Escuadrón Theta —dijo en mi oreja la voz del Teniente Obrax—. Prepárense
para recibir un mensaje del Capitán Needa.
Sobre mis controles aparece un holograma diminuto, azul y tembloroso. Nunca he
visto en persona al capitán, pero me es familiar gracias a cientos de mensajes como este.
Malicioso y aristocrático, como tantos otros en la élite del Imperio. Me mira como si
estuviera decepcionado de mí en particular.
—Lord Vader me ha insistido que esta misión sigue teniendo la máxima importancia
para el Imperio. Exige vigilancia constante y atención al deber. Si descubro a cualquier
piloto que regrese sin haber completado su patrullaje, lo escoltaré personalmente a la
esclusa de aire más cercana. Espero haber sido claro.
El holograma termina. Charla motivacional al estilo de la Armada Imperial.
La luz de mi intercomunicador indica el canal privado de Howl.
—Luego haré del baño personalmente en la siguiente esclusa de aire que vea —dijo
ella, en perfecta imitación del tono y acento del Capitán Needa—. Después
personalmente volaré mi nave hasta un sol antes de sacarte de un empujón, porque así de
enojado voy a estar. ¿Te queda claro?
Me aseguro de no estar en el canal general antes de reírme; una vieja precaución.
—Deberías montar un espectáculo —le digo—. Yo vendería los boletos.
—Espera a que oigas mi imitación de Vader —ella comienza a respirar de manera
áspera y rítmica.
—Ya oyeron al capitán —interviene de nuevo el Teniente Obrax—. Nada de excusas.
Bloqueen y prepárense para el lanzamiento.
Me pongo el casco, oigo el clic que hace el cierre y el siseo del aire mezclado con
olor a ozono que invade mi nariz. Acciono otros interruptores y mi máquina se llena de
vida con su motor de iones gemelos, los cuales producen un peculiar zumbido que siento
en los dientes. Pruebo los controles, la palanca de mando, los pedales, los propulsores
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exteriores que se agitan en respuesta. Echo una ojeada a las luces de diagnóstico: todas
verdes. Acciono el intercomunicador.
—Theta Cuatro, lista para lanzamiento.
Entre nosotros, nos llamamos por los apodos que cada uno ha elegido. El mío es
Shadow. Solo los peces gordos de la élite se salen con la suya al usar sus apodos aun
cuando el mando escucha.
—Theta Siete, lista para el lanzamiento —dice Howl, quien viene unos segundos
detrás de mí.
Los otros cuatro pilotos en la primera mitad de mi turno son efímeras. Reclutas
nuevos. Los mejores de ellos llevaban con nosotros apenas cuatro meses. El peor tenía
una semana de haber llegado, justo antes de ser desplegados en Hoth. Una porquería de
tiempo para iniciar tu recorrido.
—Theta Once, listo para lanzamiento.
—Theta Trece, lista para lanzamiento.
—Theta Dieciocho, listo para el lanzamiento.
—Theta Veintidós, listo para lanzamiento.
Clipper y Dawn, Flameskull y Shockwave. Los dos últimos son buenos ejemplos de
por qué no se debe permitir a los reclutas que escojan sus apodos.
—Escuadrón Theta, despegue —ordena el Teniente Obrax—. ¡Gloria al Imperio!
Las abrazaderas de estacionamiento se extienden hacia la zona de carga con un
rechinido de sus partes hidráulicas. Hora de partir. Mi TIE se deja caer en el azul
insustancial del escudo atmosférico y luego en la negrura del espacio exterior.
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Es muy fácil sentirse invencible al pilotear una TIE, si nunca has volado una en
batalla. Parece grande y sólida; los blancos de práctica estallan de una manera
satisfactoria cuando les atinas con el fuego de los láseres.
También es fácil olvidar que los Rebeldes vuelan X-Wings, A-Wings, B-Wings y Y-
Wings. Parecen tener más créditos que pilotos (más fácil hallar personas dispuestas a
apoyar la Causa con unos cuantos créditos, que meterse a la cabina del piloto y morir por
ella, supongo), así que vuelan en naves con algunas comodidades, como escudos,
blindaje, hiperpropulsores, astromecánicos para las reparaciones. Por otra parte, las naves
que volamos nosotros fueron diseñadas meticulosamente por los cerebritos de Sienar
Fleet Systems para ser las plataformas más baratas que puedan transportar un cañón láser
a unos miles de kilómetros.
Así que sigan lanzándose de frente. ¡Piu! ¡Piu! ¡Piu! Los escudos del X-Wing
escasamente parpadean, empieza a devolverte los disparos y por unos instantes te das
cuenta de que tiene el doble de poder de fuego que tú, además de una serie de torpedos de
protones y, entonces, ya sabes: gracias por sus servicios, etcétera.
Muchísimas gracias por el manual de tácticas, genios de la Academia. Todo está bien
y es correcto decir que podemos pelear con los enemigos al dos por uno y salir avante;
sin embargo, yo no me presentaría como voluntaria para ser parte de ese dos; nadie
debería hacerlo, si puede evitarlo.
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aceleradores y empujar con fuerza la palanca de mando; cómo dar vueltas, rodar y al final
salir justo detrás de un pazguato para dispararle con tus cañones.
Conocí a un tipo que consiguió la promoción con la cual sueña todo piloto de una TIE:
manejar un transbordador lambda. Un transporte bonito y seguro, con muchos escudos
para proteger el latón. Un mes después, deja el puesto y lo transfieren de vuelta a los
escuadrones de línea. Dice que extrañaba la emoción.
En ese tiempo no lo entendí. Fue hasta que vi volar a Howl cuando capté cómo
puedes enamorarte de una de estas máquinas.
Howl fue transferida a la Avenger seis meses antes de lo de Hoth. Han pasado dos años
desde lo de Yavin y las cosas todavía están calientes, las células Rebeldes encolerizadas y
el mando imperial aún se empeña en tomar medidas enérgicas, lo cual demuestra que la
pérdida de la Estrella de la Muerte fue un revés menor. Íbamos con menos poderío, el
entrenamiento básico escasamente podía capacitar a las efímeras con suficiente rapidez.
Howl no era una efímera. Había volado tantas horas como yo, ya iba por su tercer
recorrido completo. Que estuviera aún en un escuadrón de línea me decía que no tenía
ambición (como yo), o era una metedora de pata sin remedio (también como yo, según a
quién le preguntes). Así que me interesaba mucho mirarla cuando se reportó al escuadrón
en medio del desastre. Tuve que aceptar que me gustó lo que vi. Cabello oscuro como el
espacio, un poco más largo de lo permitido por el reglamento, labios del color de un
ligero y reciente moretón, torcidos en un atisbo de sonrisa sarcástica. No todo el mundo
puede prescindir del uniforme imperial (me veo como un muchachito de diez años), pero
ella se las arreglaba.
En un bonche de efímeras adolescentes, yo no era la única que miraba, por supuesto.
Creo que cinco chicos y dos chicas le ofrecieron compartir su litera con ella, en aquella
primera noche. Los mandó a todos al infierno. Como soy una operadora astuta, me
contuve por un tiempo.
No, en realidad soy cobarde. Me va mejor dentro de una cabina que con las personas.
«Las reglas de Amara Kel para fornicar a bordo de un destructor estelar» sería un libro
demasiado breve.
Sin embargo, cosa de suerte para mí, Howl y yo fuimos asignadas a patrullar juntas,
así que tuvimos un montón de tiempo para conocernos en el espacio. En uno de nuestros
primeros turnos, le pregunté qué era un Howlrunner.
—Es un cánido nativo de Kamar —me dijo mientras nuestra TIE chillaba al cruzar el
gran vacío—. Un animal enorme, feo, cuya cara parece una calavera. Caza humanos, si se
le presenta la oportunidad.
—¿De allá vienes? —pregunté—. ¿De Kamar?
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superaría a cualquier caza estelar jamás construido. Incliné la palanca de mando, apreté
los pedales y tracé un arco muy cerrado, mientras mi nave aullaba, tanto que la fuerza
procedente del compensador casi me saca los ojos. Sin embargo, la maniobra funcionó y
el A-Wing me perdió por completo. Tan pronto como se emparejó la situación, ya estaba
yo de regreso. Observé cómo giraba el caza estelar junto al lado de la estación y se
incendió como un bólido.
Eso me dio tiempo para tomar un turno de descanso y observar la batalla. Estábamos
perdiendo por mucho. Alguien gritó por el intercomunicador. Sonaba como la voz de
Drake, quejándose con mucho dolor. Ella me debía treinta créditos. Aplicar regla número
uno, ¿correcto?
—¡Theta Cuatro! —resonó la voz de Howl en mi oído—. Voy por el líder, necesito
algo de ayuda.
La encontré en mi perímetro; giraba y esquivaba a una X-Wing pintada de rojo. El
rebelde era bueno, de seguro un veterano, con sus cañones que escupían fuego detrás de
la nave giratoria de Howl. Yo podía meterme en picada, pasar junto a él, pero las X-
Wings son más robustas que las A-Wings, y eso probablemente lo haría enojar. En
cualquier momento se nos iba a ordenar retirarnos.
Mascullé una palabra que me habría valido un regaño del teniente, si no fuera porque
ya era un poco de niebla roja.
—Voy a intentar pisarle los talones, apréstate a frenar —respondí.
—Solo ven con trescientos veintiséis a las diez, luego patina hacia la izquierda —dijo
Howl—. Yo me encargo del resto.
—Es que…
—¡Confía en mí!
No debí, pero bueno, ya sabes.
Mi TIE soltó un alarido conforme cortaba de arriba abajo, no directamente al rebelde,
sino encima y a un costado de él. En la marca de Howl, les di con todo a los propulsores,
lo cual envió la nave a un difícil giro a la izquierda, que no es una gran idea si quieres ver
a dónde vas. Eso me dio un asiento de primera fila para ver cómo Howl obligaba a su
máquina a hacer alguna especie de vuelta Koiogran mutante al revés, cruzada con una
torsión para la cual no tuve un nombre. El pez gordo rebelde trató de seguirla en toda la
maniobra, pero su X-Wing no estaba hecho para esa clase de acrobacias, perdió el control
y terminó por deslizarse tras ella, justo enfrente de mis cañones. Apenas si le apunté, solo
apreté el gatillo hasta que sus escudos fallaron y la nave estalló, la tonta cabecita de su
astromecánico salió volando, como si fuera la tapa abrefácil de una lata.
Howl lo supo de antemano. A dónde debía ir, cómo él la seguiría, dónde debería
colocarme para hacer el disparo. Yo nunca había visto nada como esto. Todavía no lo he
vuelto a ver. Ni el propio Vader en persona podría haber hecho una jugada tal.
—¡Gracias! —me dijo, alegre e imperturbable, como si no me hubiera dado una clase
magistral sobre vuelo de combate, a un nivel divino.
—Aaa t-ti —dije; mi voz temblaba un poco.
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Cinco minutos después nos llegó la orden de regresar. Quince minutos más tarde, dejé
mi TIE en la abrazadera de estacionamiento y salí de ella al impulso de mis manos
temblorosas. Luego de otros cinco minutos, estaba bajo la regadera besando a Howl con
tanto frenesí como nunca en mi vida. Y para mi consternada delicia, me correspondía por
completo.
Parpadeé, lo juro. Ensoñaba. Nunca sueñes despierto mientras vuelas, sin importar cuán
placenteros sean los recuerdos. Tal vez debería incluirlo en las reglas.
—Tengo algo en mi perímetro —dice Clipper—. Allá abajo, en las rocas.
—Eso no está en la información —le digo—. Estamos de guardia en caso de que
hagan una salida para huir.
—Está justo aquí, en el borde —insiste.
—Yo también lo veo —afirma Dawn—. En la cuadrícula doscientos catorce por
cuarenta y cinco.
Me calé los escáneres y observé: allí había algo. Un pedazo de metal. Podría ser una
nave, una roca o un depósito mineral. No había forma de saberlo desde ahí.
—Mantengan el rumbo y sigan las órdenes —les digo.
—El propio Lord Vader quiere ese carguero —asegura Clipper—. Si fuéramos los
que se lo llevaran, ¿tienen idea de lo que nos daría?
—Tengo una idea bastante clara de lo que te hará si modificas tu patrón de patrullaje
—le dice Howl—. Theta Cuatro tiene razón, mantengan el rumbo.
—La gloria del Imperio no se logra sin arriesgarse —revira Clipper.
Suena como algún tonto eslogan de los que le enseñaron en la Academia. Estoy
considerando hablarle de las reglas, pero dudo que le interesen.
—Voy a echar un vistazo.
—Aquí Theta Cuatro es la de mayor rango —replica Howl—. Así que a ella le toca
opinar, no a ti.
La TIE de Clipper ya está alejándose. Maldito chico de la Academia. No me sorprende
que lo sigan Flameskull y Shockwave. Después de un rato, Dawn se va también. Creí que
era más sensata. Solo quedamos Howl y yo para proseguir con nuestro patrón de
patrullaje.
—Al teniente le va a encantar esto —mascullo.
—Eso si suponemos que alguien se lo diga —opina Howl, lo cual me parece justo
porque yo no lo haré. No vale la pena acusar a una efímera como Clipper para que te
etiqueten como delatora de tu gente ante los oficiales.
—Esperemos que los Rebeldes no aparezcan con sus cañones en el futuro inmediato
—comento—, porque tú y yo probablemente no vamos a poder parar solas a una YT-
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—Lo dices por ti —afirma Howl para tentarme—. ¿Alguna vez te conté de
cuando…?
Alguien grita por el intercomunicador. Es Dawn.
—Theta Siete —le digo para advertirle—. ¡No!
—No están muy lejos.
—¡Howl, rompieron la formación!
—Hay algo allí afuera, pero el escáner no tiene suficiente resolución…
—¡Howl!
Su nave se desvía para dirigirse al campo de asteroides. Apago con el pulgar el
intercomunicador y pongo de oro y azul todo el aire de la cabina con cuanta mala palabra
me viene a la mente.
Regla número uno: las efímeras son efímeras. Platica con ellas y ellos, duerme con
alguna, pero no te encariñes…
Besar a Howl bajo la ducha, con su piel resbalosa bajo el agua caliente.
Regla número dos: no seas un héroe. Nunca, jamás. Los héroes acaban muertos.
Esa sonrisa. Tiene una en un millón en el universo, y lo sabe.
Las reglas…
Mantengo el bombardeo de groserías mientras empujo a fondo la palanca de mando,
me inclino sobre los pedales, tuerzo la TIE en un giro brusco y buceo entre las rocas. No
tardo mucho en encontrar a Dawn y a los demás y averiguar cuál es el problema: un
gusano de cien metros de largo, que emerge de su madriguera en uno de los asteroides
más grandes, con la bocaza abierta como si mascara y repleta de dientes del tamaño de
nuestras naves.
Los asteroides son densos, andar entre ellos es como volar a través de una cordillera
montañosa. Clipper y Flameskull dan vueltas alrededor de los peñascos giratorios. No
hay señales de Shockwave. La nave de Dawn está rota en miles de fragmentos diminutos.
Todavía oigo su voz en mi oído, así que probablemente se eyectó. Y hablando de cosas:
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No voy a culpar a Dawn, por el estado de su nave y porque los gusanos espaciales
gigantes no vienen en el manual.
—¿Qué demonios imperiales es eso? —pregunta Clipper.
—Gusanos espaciales gigantes, obviamente —le espeto—. Ahora cállate y déjame
conseguir una corrección de ubicación.
—¡Me va a comer, me va a comer, me va a comer! —solloza Dawn.
—¿Qué le pasó a Theta Veintidós? —pregunta Howl.
—Se dio la vuelta y le perdimos el rastro —dice Flameskull.
Probablemente iba camino a casa. Chico sagaz. Mis escáneres al fin localizan a
Dawn, quien flota con su asiento eyector sobre la superficie rocosa. ¡Espectacular!
—¡Qué bien! —digo, y hago a un lado el protocolo—. Howl, tú y yo vamos a hacer
una ronda de disparos para captar la atención del bicho. Clipper, tú y Flameskull vayan
por Dawn, la aseguran con un cable y salen de aquí. ¿Entendido?
—Entendido —replica Clipper y los otros le hacen eco.
—A mi señal…
Clipper, sin embargo, ya está encendiendo motores y solo me queda por decirles
«¡vayan!». Acelero los propulsores. El gusano avanza retorciéndose hacia nosotros. Pero
no es lo bastante ágil como para atrapar una TIE, ni la mitad de rápido. Howl patina sobre
él y deja con sus cañones una serie de cráteres chamuscados en la piel de la cosa. Voy por
la base del agujero y disparo con mis cañones que generan un rocío de roca desmenuzada
y cuero de gusano espacial. Cuando voltea hacia mí, doy vuelta a la izquierda, lista para
escapar.
Me topo con Clipper que viene por la derecha, a punto de cometer una flagrante
violación de la regla número dos, subsección uno: no corran uno hacia el otro.
Quince décimas de segundo antes de hacernos puré, jalo la palanca de mando hacia el
otro lado y estabilizo los propulsores. La aceleración me comprime lateralmente, la TIE
gira y doy vueltas como trompo; no choco con Clipper por un pelo. Por desgracia, me
manda como torbellino al lado equivocado y de pronto lucho con la palanca de mando
para recuperar el control.
No con la suficiente rapidez. La punta de un panel le pega directamente al gusano y el
golpe produce un crunch que puedo oír cuando recorre toda mi nave como si una cizalla
fuera cortando hasta desvanecerse. El motor de ese lado aúlla. Golpeo el control para
forzar un apagón antes que la retroalimentación haga estallar el reactor. Eso me deja en
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medio del espacio como muerta, sin armas, en una lenta deriva frente al gusano espacial,
con sus fauces abiertas como una enorme cueva.
«¿Por qué?», me pregunto. «¿Cómo puede considerarme un bocadillo si soy tan
pequeña con todo y nave?». El exogorth, un gigantesco gasterópodo, según averiguamos
después, es una forma de vida basada en el silicio y perfora túneles en los asteroides al
tiempo que se alimenta de minerales. Le importan un comino los organismos basados en
el carbono, como nosotros; sin embargo, nuestras naves repletas de aleaciones metálicas
y radioisótopos le parecen dulces. Cierro los ojos y trato de extraer una lección.
Regla número seis: no vayas detrás de tu amiga, sin importar cuánto te guste.
Regla seis: los asteroides son malas noticias.
Regla seis: no te dejes comer por un gusano espacial gigante.
Regla…
—¡Shadow, aguanta!
La nave de Howl pasa a toda velocidad junto a mí y se mete en la boca del gusano al
tiempo de dispararle fuego verde con los cañones. La cosa se echa para atrás cuando los
láseres le queman el interior de la boca y comienza a cerrarla. A medio camino de la
inmensa garganta, Howl hace una pirueta con su nave y sale a toda velocidad. Su TIE es
veloz, pero no tanto, nada lo es. Lo último que veo de ella se reduce a una ojeada de su
nave entre los dientes de la bestia que cierra la boca.
—¡Howl! —no, me digo, no ella; le enseñé la regla número uno, no debe sacrificarse
por mí…
Un rayo de luz verde intermitente. Los dientes del gusano se estremecen, sus
fragmentos vuelan lejos de la boca y la TIE de Howl brota del agujero hecho en la sonrisa
de la cosa aquella, el hueco es tan angosto que se descascara la pintura de los paneles
laterales. Ya está libre, se desliza al volar mientras el gusano, que ya tuvo suficiente por
un día, regresa a su túnel.
Suena un clang cuando una línea de arrastre golpea el casco de mi nave para
sujetarme magnéticamente.
—¿Estás bien, Shadow?
—Aquí estoy —respondo jadeante, mientras mis lágrimas ruedan por dentro de mi
casco, donde no puedo limpiarlas—. ¡Por todos los demonios de Palpatine, Howl!
—Vamos a devolverte a la Avenger.
El cable se tensa y las rocas se deslizan con suavidad alrededor de nosotras.
—Se supone que termines el patrullaje —le digo cuando recupero la voz—. De otro
modo, el Capitán Needa te arrojará a una compuerta de aire.
—Deja que yo me preocupe por el capitán —replica Howl y me imagino su sonrisa.
Regla número seis: si vas a apegarte a alguien, asegúrate de que sea una chica que vuela
como un ángel de ceniza hasta el tope de varas letales.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Según supe después, Clipper atrapó a Dawn y al final llegó Shockwave. Hasta las
efímeras a veces tienen suerte.
¡Y no nos vimos en problemas! Resulta que Vader estranguló al Capitán Needa antes
de que nosotros regresáramos. Como dice el refrán, «está bien lo que acaba bien», pero al
estilo del Imperio.
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Varios autores
LA PRIMERA LECCIÓN
Jim Zub
Armonía buscamos.
El futuro contemplamos.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Sentado afuera de una pobre choza, introspectivo y taciturno, Yoda deja que su
conciencia aflore y gire en todas direcciones; lo conecta con los diversos biomas
existentes en Dagobah. Él había llevado a cabo este ejercicio incontables veces a través
de los años pasados en el exilio. Sin embargo, en cada ocasión parecía maravilloso y
nuevo.
El suelo era fofo y húmedo. El aire, espeso y brumoso. Las estaciones estaban en
transición en este planeta pantanoso, lleno de neblina. En ese momento, sintió cada nuevo
brote y raíz podrida. La cacofonía de ruidos cercanos y lejanos indicaba una diversidad
de criaturas que desarrollaban la delicada configuración de sus instintos sin freno.
Un smooka con cabeza de espada sacó su trompa a través del fango en busca de
alimento. Yoda percibió el olor del espeso suelo que iba y venía bajo su nariz.
Un nharpira construía su nido arcilloso para mantener ocultas a sus crías a punto de
nacer. Yoda sintió en sus manos suaves terrones del fresco suelo.
Una feroz serpiente dragón cazaba una presa digna de su gran gaznate. Yoda escuchó
el gorgoteo conforme bajaba por este como si fuera por su propia garganta.
Yoda percibió estas bestias y más en ondas de conciencia cada vez más amplias. Supo
que no estaba en el centro de esta etérea experiencia. Era solo un eslabón en la eterna e
inconmensurable red construida y rota entre las estrellas.
Ese vil pensamiento cayó en la quietud del ser, una cosa dispareja, accidentada, con
una extraña gravedad propia que se deshizo en motitas de miedo y furia, que perturbaron
el flujo… Un destello de oscuridad… Una perturbación en la Fuerza.
Yoda no recordaba la última vez que algo hubiera roto su concentración de esta
manera. ¿Era una señal de duda interna o un viejo temor que él se las arreglaba para
mantener oculto en su interior? No. Era una presencia externa. Una que no había sentido
en años. Potente y profética. Extraña y, sin embargo, conocida.
Un Skywalker.
LSW 159
Varios autores
El espíritu de Obi-Wan lo había contactado años atrás. Su viejo amigo le habló del
descendiente de Anakin y de su esperanza para el futuro de los Jedi, pero el maestro
supuso que se trataba de Leia. Yoda confiaba en la oportunidad de ayudarla a encontrar
su lugar en el universo y su potencial dentro de la Fuerza. Pero esta era otra presencia.
Luke, el temerario. Luke, el atolondrado. Luke, el eco de la anhelante necesidad de
control de su padre, que Yoda no podía comprender.
Luke estaba ahora en Dagobah. El chico llegó en una nave inadecuada para una larga
permanencia, que transportaba apenas suficientes víveres para sustentarlo un mes o poco
más. Era un microcosmos perfecto de su miope enfoque sobre la vida y el peligro, prueba
de que carecía de la contención necesaria para llevar a cabo el arduo entrenamiento de un
Jedi. Valeroso, pero insensato; resuelto, mas lamentablemente sin preparación.
Yoda sentía ya la mente de Luke como un revoltijo de emociones y expectación. Los
pensamientos del chico jugaban carreras acerca de a quién encontraría en ese extraño
planeta. A un maestro Jedi. A un guerrero. A un ser de gran estatura y poder aún mayor.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
R2-D2 trató de consolar a Luke con más sonidos parecidos a gorjeos. Sus sensores no
habían percibido todavía a Yoda, quien estaba posado sobre la raíz de un gnarltree
cercano.
—No sé. Siento como si…
Ya era hora de iniciar la primera lección.
—¿Sientes qué?
Con sobresalto, Luke giró, velozmente tomó su bláster y lo bajó hasta ponerlo al nivel
de la frágil criatura vestida con túnica y manto que se sentaba frente a él.
—Como si nos observaran…
Sería una prueba para el chico. Un modo de explorar cómo reaccionaba a lo
desconocido e insólito.
—Tu arma aleja. No hacerte daño voy a.
Luke titubeaba mientras Yoda continuó:
—Preguntándome estoy por qué aquí estás.
Luke bajó su arma sin dejar de mirar fijamente a Yoda.
—Busco a alguien.
—¿Buscando? ¡Encontraste a alguien yo diría, mmm!
Una estridente carcajada escapó de la garganta del viejo maestro. Luke sonrió
afectadamente mientras el sonido gracioso atravesaba el suelo esponjoso del marjal. En
todo caso, el muchacho no parecía predispuesto a la violencia.
—Tiene razón.
—Ayudarte puedo yo, sí, ¡mmm!
Luke no parecía impresionado. Los prejuicios guiaban todas sus acciones.
—No lo creo. Busco a un gran guerrero.
—¡Ah! ¡Un gran guerrero! ¡Oooh!
Yoda se carcajeó de nuevo al bajarse de la raíz para ver más de cerca a su impetuoso
nuevo discípulo.
—Las guerras a nadie engrandecen.
El chico no mostraba la hirviente ira y confusión que brotaban de Anakin el Caído.
Tampoco poseía la calma y resuelta moderación de su madre, Padmé Amidala.
Luke todavía estaba por adoptar forma en un molde u otro. Su gloria o su caída
estaban aún por definirse.
¿Llegaría el muchacho a comprender la armonía, la realidad y el futuro? ¿Aportaría
equilibrio a la Fuerza? Yoda intentaría mostrarle el camino hacia la luz. El viejo maestro
vacilaba, consciente de su momentánea duda. No, no lo intentaría.
No hay intentos.
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Varios autores
LA PERTURBACIÓN
Mike Chen
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Lo que Palpatine vio en la Fuerza debió asustarlo. Sobre el piso de su oficina en la capital
imperial yacían los cuerpos de dos guardias reales, con las cabezas cercenadas dentro de
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Varios autores
los cascos rojos y arrojadas al suelo. Junto a ellos, permanecía de pie una figura estoica,
intimidante, fría. Exactamente como en el Sith de la leyenda, su poder emanaba de su
aliento mismo. Después de todo, un Sith siempre intentaba un golpe de Estado. Así eran
las cosas.
Esta figura permanecía alerta, ante el brillo carmesí de su sable de luz desenvainado
que se reflejaba en el ventanal panorámico de acero transparente. Las sombras que caían
sobre la cara bajo la capucha de la figura permitían echarle una breve ojeada, lo suficiente
para concluir que se trataba de un hombre joven, no un viejo hechicero como Dooku, ni
cubierto de tatuajes demoniacos como Maul, tampoco un burdo choque entre lo orgánico
y lo mecánico como Vader. Al parecer, era simplemente un chico.
Vestido de negro, su capa ocultaba cualesquiera otros detalles que lo identificaran.
Caminó con calma alrededor de la planta, hasta que llegó al alcance de una gran silla en
el fin del espacio.
Palpatine observaba, con su perspectiva clavada junto a la puerta de la oficina
mientras la visión se desarrollaba. De la lejana silla se levantó otra figura encapuchada,
en la cual reconoció a su propio doble. El misterioso agresor levantó su espada y adoptó
una postura de ofensiva, en tanto el Emperador se acercaba a su atacante.
El Sith del folclor siempre tomaba parte en el interminable combate entre maestro y
aprendiz. Palpatine había experimentado estas visiones cuando visitó Moraband,
Malachor y otros lugares alineados con el Lado Oscuro. Siempre el aprendiz
encapuchado blandía un sable de luz. Siempre ocurría el arrogante paseo hasta el objetivo
propuesto. En algunas ocasiones el maestro era derrotado, pero la mayoría de las veces el
aprendiz moría, víctima de su ingenuidad y desmesura o hybris. De una manera u otra, la
representación se desarrollaba como la conocida danza según la Regla de los Dos.
Sin embargo, este enfrentamiento se sentía diferente. Este se sentía más. Cada paso
del chico encapuchado hacía eco y producía ondulaciones hacia afuera, no solo en la
visión, sino en la contracorriente de la Fuerza. Hizo una pausa, el sable quedó en silencio
y la hoja rojiza se hundió en la empuñadura. Levantó la otra mano y empujó algo
inexistente.
Un estrangulamiento. Palpatine observó cómo el Emperador tomaba represalias.
Chorros de luz brotaban de sus dedos; sin embargo, el poder del estrangulamiento
obstaculizaba su ataque. La electricidad se ramificaba y rozaba al chico; sin dejar de
danzar por toda la sala, estremecía los jarrones e incendiaba las cortinas. Los relámpagos
cesaron y un sutil clic sonó en una estancia trasera, seguido a continuación por el destello
de la empuñadura de un sable de luz que remolineaba en el aire, y se dirigía hacia la
palma abierta del Emperador. Pero nunca llegó.
En su lugar, la figura encapuchada viró la cabeza, y con una simple mirada detuvo la
empuñadura en el aire. El chico asintió con un gesto y una hoja carmesí de energía
emergió de la espada que flotaba con la punta dirigida hacia el Emperador.
Palpatine sintió cómo tomaba represalias el Emperador con energía del Lado Oscuro,
lo cual hizo retemblar la habitación. Los anaqueles desgarraron las paredes y los trozos
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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Varios autores
No sorprendió a Palpatine que Vader soñara con derrocarlo. Todos los Sith lo hacían. Los
simples sueños usualmente no eran lo bastante poderosos para causar una perturbación en
la Fuerza, incluso aquellos portadores de cierto nivel de profecía. Había algo más detrás
de esto. Algo así de poderoso necesitaba tras de sí pasión y deseo.
¿Cuál era la conexión con este muchacho? ¿Por qué Lord Vader estaba tan
concentrado en protegerlo?
La visión aullaba y cambiaba, casi empujando a Palpatine de vuelta al vacío de su
cámara de meditación; sin embargo, él se aferró, mientras el Lado Oscuro pulsaba a su
alrededor para anclarlo. Su asesinato era tan solo el primer paso y, aunque Palpatine
sentía que algo trataba de controlar, quizás incluso proteger, los detalles, se mantuvo en
su terreno y usó toda su voluntad para canalizar el Lado Oscuro. El caos se abatió como
el polvo en el aire conforme la visión evolucionaba. El chico, este aprendiz anónimo,
ahora estaba de pie en un balcón bajo un tapiz de estrellas. No, no eran estrellas, sino
destructores estelares.
Pulsos brillantes de aparatos que se cernían para iluminar el cielo, una flota tan densa
que bloqueaba el sol natural, propulsores iónicos flotantes como la fuente del alumbrado
en la capital imperial en Coruscant. Una línea tras otra de naves provocaba que todo el
horizonte de la ciudad planetaria se desvaneciera, con un canturreo casi tan poderoso
como para desviar el eje del planeta. Debajo de estas naves, el chico aguardaba sin capa
ni capucha, vestido con una simple túnica negra y su sable al cinto.
La visión comenzó a moverse. No, Lord Vader se puso en movimiento; caminaba con
ritmo y determinación. Sin embargo, algo parecía diferente. No llevaba respirador.
A través de los ojos de Vader la visión continuó, y como si se dispusiera a atravesar el
umbral, giró la vista, dejó de ver por un instante al chico que aguardaba, para captar un
destello en una ventana.
Un reflejo. Con esa imagen llegó la conciencia: esta no era una visión, sino un
espejismo, una esperanza, un deseo o un sueño desesperado. Era todo lo que Vader había
querido o quizás todo lo que le habían arrebatado.
Palpatine se aseguró de que ambas cosas fueran una y la misma. En el reflejo, Vader
aparecía de pie, no como un corpulento tanque de armadura negra, sino como un hombre
completo. El familiar rostro de Anakin Skywalker lo miraba desde el reflejo, una cara que
no había existido en más de veinte años. Miraba como había vivido, con la cicatriz recta
sobre su ojo derecho oculta en parte por los rizos espesos de su cabello, la fuerte
mandíbula enmarcada en una mirada fija e intensa. Seguía vestido con sus ropas café
oscuro de Jedi, con la capa cruzada sobre los hombros anchos; la única diferencia entre el
hombre en el reflejo y el general que aparecía a menudo en las noticias de la HoloNet
como el Héroe sin Miedo era el sable de luz rojo de los Sith colgada al cinto.
Antes de seguir avanzando hacia el chico, Vader giró y se concentró en una figura
que cruzaba el interior de lo que parecía ser un muy costoso departamento en la planta
más alta de un edificio. ¿Quién era?
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Por supuesto: era el ensueño de Vader y esto era lo único que lo completaba. La
conocida figura de Padmé Amidala detuvo sus movimientos e hizo contacto visual
primero con Vader, luego con el chico. Su aspecto daba la impresión de que fuera a
presentarse en el Senado para pronunciar uno de sus apasionados discursos. Sonrió tan
radiante como acostumbraba. Pasearon juntos bajo el mar de destructores estelares.
El chico observaba mientras su serenidad cambiaba ligeramente. Luego habló, con la
voz teñida de afecto.
—Padre —y agregó girando hacia Padmé—: Madre.
De pronto Palpatine vio las cosas como eran realmente. La perturbación. La fiera
defensa de la visión dentro del caos etéreo. El deseo, la necesidad de sigilo, no solo era
un esfuerzo estratégico, sino una explosión emotiva que rasgó a la Fuerza misma. ¿Desde
cuándo lo sabía Vader?
—Luke, lo has hecho bien —le dijo, al tiempo que con su guante señalaba a los miles
de naves en el cielo—. Contempla, hijo mío, la flota más poderosa en la galaxia.
Esta persona, el alma de Darth Vader dentro del cuerpo todavía completo de Anakin
Skywalker, levantó la vista y la fijó por encima de su hijo en los incontables propulsores
iónicos que volvían a la acción, las esferas blancas y azules que cintilaban antes de
explotar con intensidad mientras ola tras ola se lanzaban al hiperespacio.
En la visión, el suelo retemblaba y lo que había sido el mero retumbar de las naves al
despegar se convirtió en un temblor catastrófico, tan poderoso que era físicamente
imposible en un planeta regulado de manera artificial como Coruscant. A lo lejos, el
paisaje citadino se evaporó como una mancha blanca. El balcón, recreado con tanta
meticulosidad en la visión, comenzó a absorber lo blanco, hasta tragarse el departamento
y aun la sombra de la Senadora Amidala. Se desplomó el sonido del suelo retumbante y
solo quedó el aliento tranquilo del padre y el hijo.
Todo lo que quedó eran Darth Vader y este chico: Luke Skywalker.
—Sí, padre, nuestra flota.
A través de la Fuerza, un grito gutural bañó a Palpatine y lo arrojó fuera de la visión.
Esta vez lo permitió; había visto más que suficiente.
Durante cierto tiempo, Vader había recorrido la galaxia en busca del líder rebelde e
insistido en que cada pista se le presentara a él. Informantes, cazarrecompensas, espías,
droides sonda… La búsqueda de Vader bordeaba lo obsesivo; Palpatine se lo permitía. Su
eficiencia e implacabilidad siempre habían sido sus activos. Ahora que entendía, la
verdad detrás de la devoción de Vader se desplegó con rapidez. Hoth debía haber sido la
respuesta. Una vez que Vader supo que su hijo estaba allí, parecía que no hubiera podido
enmascarar su expectación. Pensamientos, deseos, sueños lo habrían consumido de
camino a Hoth. La falta de control de Vader sobre sus emociones de nuevo causaba su
ruina.
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Varios autores
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Nació en el delgado borde sin vida de la galaxia, donde la luz y el calor son leyendas
que se cuentan a los niños para asustarlos. El espacio es mucho más tranquilo allí. Más
seguro. Hay franjas de oscuridad en el Borde donde incluso algo tan vasto y vulnerable
como su padre-madre pasaría inadvertido. Su cúmulo de nacimiento hizo eclosión a la
sombra segura de una estrella enana negra, tan muerta como un árbol caído en el bosque,
con una punzada de radiación en vez de brotes de hongos.
Fue su primer festín. La memoria de un sol apagado hacía un cuatrillón de años
todavía aferrada al último pedazo del núcleo de hierro, el fantasma de una estrella que
alguna vez alimentó planetas, sistemas, maravillas. Este sería su último don: volverse
leche caliente, invisible y pegajosa, sorbida por una criatura débil y desnuda, pobre cría
ciega que olfateaba instintivamente en la oscuridad en busca de su primer y desesperado
trago de vida.
Cuando sorbió hasta el último resto, se retrajo en el vacío, deliciosamente satisfecho.
Selló su boca y no la volvió a abrir durante siglos. Creció. Aprendió la Musitación, viejo
lenguaje largo, lento, hecho con las mandíbulas cerradas, propio de su especie; una
ecolocación vibratoria colectiva que era a la vez un poema sin principio ni fin. Su padre-
madre lo amaba, de un modo pétreo y lento, lo protegió, le enseñó el significado de ser
como se entendían esas cosas, le dio un nombre: Sy-O, que en su lenguaje quería decir
«el color de la no soledad».
Los gases digestivos en el estómago silíceo de Sy-O se expandieron, propagaron,
ecualizaron, para convertir aquella exquisita primera comida en una atmósfera estable,
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Varios autores
Sy-O todavía era un niño cuando la Musitación cambió. Un músico podría decir que se
puso en clave menor. Un pintor diría que se volvió azul. Ninguna de las dos cosas sería
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Varios autores
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Los nuevos amigos de Sy-O estaban muy atareados. No tenían por qué estarlo.
Corrían de un lado para otro dentro de su pequeña nave, dando alaridos en vez de musitar
o murmuraban con urgencia. Con sus excretas y emanaciones gaseosas, el gusano trató de
indicarles que debían descansar, pues habían llegado al final de su pequeño e
insignificante viaje para unirse a uno mucho más importante: el gran circuito del Camino
de Todas las Lunas. Ya podían deshacerse de sus cargas y volverse no infelices allí.
Sin embargo, no dejaban de moverse estos nuevos ciudadanos del planeta Sy-O.
Parecía un tipo de compulsión. Hasta abandonaron la nave y caminaron sobre la carne
viva en el interior del gusano. ¡Qué sensación tan extraña! ¡Tan pesada y llena de
propósito! No eran como los lindos revoloteos de los mynocks. ¡Cuánto dolor y placer!
Sy-O sintió como un profundo honor que sus nuevos amigos ya quisieran tener tanta
intimidad con él, por lo cual se apresuró a enviarles mariposas para hacerles saber con
cuanta pasión eran bienvenidos y presentarlos en su nueva nación. Sy-O ordenó a las
mariposas que musitaran «Ahora soy su hogar. Los amo».
Los recién llegados gritaron y corrieron. ¡Quizás eran gritos de deleite o de
reconocimiento o gratitud! Sí, Sy-O estaba seguro de ello.
No siempre hablaban a gritos, ni llenaban sus horas hasta el tope con carreras,
golpeteos y discusiones. El gusano podía sentir el aliento y el pulso de la sangre de cada
uno como podía sentir el canto del Núcleo Galáctico en la enorme lejanía. Podía oírlos
charlar, aunque no entendiera su extraño y limitado lenguaje. Podía percibir sus
sentimientos; después de todo, eran tan brillantes y urgentes.
Dos de ellos susurraban, en un lugar tranquilo situado entre ambos. Como un Clew
pero sin serlo, porque solo había dos, que no eran muchos ni suficientes. O tal vez sí, para
las necesidades de ellos. Cuando se miraban uno al otro el color de sus sentimientos era
el de la no soledad. Una nueva clase de radiación estelar con una calidez que estremeció a
Sy-O.
Las palabras, que no entendía, hacían eco en los huesos del exogorth. De todos
modos, amaba esos sonidos, porque los producían con sus cuerpecitos tan veloces que
chocaban entre sí.
«Adoración. Temblores. Miedo. Sinvergüenza».
«Sí», pensó Sy-O, en un tono de alegría medio congelada y pétrea. «Prosigan la vida.
Vivan el presente. Qué felices serán sus hijos adentro de Sy-O, protegidos de la radiación
de fondo del universo, del calor y el ruido crepitante del conflicto, de la tentación y la
ambición. He atestiguado el nacimiento y caída de esta energía en tantos mundos, solo
para ver al final cómo los engullía. Esta no tocará a los bebés de ustedes aquí. Ni siquiera
les agrietará la piel. Los mantendré suaves y lindos. Seré la estrella negra que los proteja
y alimente; ningún hijo de la mujer que brilla y del hombre de la voz burlona conocerá
jamás el dolor, pero sí la paz y el no pesar. ¿No están contentos de que nos hayamos
conocido?».
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Varios autores
Las diminutas criaturas se reunieron, como las mariposas y los pájaros de color
estrella; lo que sea que fueran, eso apenas importaba. Sy-O añadió sus nombres a la
Musitación. Le pareció que dormía desdeñosa, aunque no habría soñado mucho.
Los hermosos animales en su interior estaban enojados. Lo estaban lastimando.
Prendieron fuegos tan ardientes que las delicadas membranas del gusano se chamuscaron
y enroscaron por los bordes. En su mente, la Musitación se volvió un alarido agónico.
¿Qué ocurría? ¿Por qué le hacían eso? ¿En qué se había equivocado Sy-O? ¿Cómo
había enfadado a sus nuevos amigos? La panza del gusano se retorció de miedo. Quizás
habían adivinado lo que los otros exogorths sabían: Sy-O era tonto y estúpido. No hacía
arte de verdad. Había creído que los minocks eran mariposas y los amó. Habían
averiguado que Sy-O era un niño y decidieron que no podían amarlo, que nadie podría.
Ya se iban.
—¡No! —musitó el antiguo niño Sy-O—. No pueden, por favor, no me abandonen.
La nave que los contenía del mismo modo que el gusano tenía a esta en su interior,
ese artefacto que era digno de lo que el exogorth no, rugió a lo largo de su aparato
digestivo, la cavidad de su garganta; sin cuidado ni piedad, quemó su carne al avanzar
cada centímetro. Achicharró sus mariposas, cuyos diminutos gritos se ahogaron
inaudibles entre el trueno de los motores. Sy-O trató de cerrar la boca para retenerlos,
para seguir amándolos, para mantenerlos a salvo del ritmo temible de los inicios y caídas
de los mundos que no hacía bien a nadie.
—Quédense, soy todo lo que ustedes necesitan. No me dejen, amigos. Haré que se
vayan las mariposas si no les gustan. Son naderías, como dijeron mis mayores. Fui un
tonto, era muy joven. Ahora lo sé. Por favor. No quiero quedarme solo otra vez.
Podía escuchar la tensión en las voces de ellos incluso dentro del casco de su nave. El
metal no la podía ocultar. Sy-O sintió cómo se reforzaban los sonidos que hacían las
diminutas criaturas cuyos sistemas circulatorios trabajaban al máximo para compensar su
miedo. ¿Miedo? ¿Pero de qué? Todo iba tan bien. Escuchó más palabras que no entendió.
Sy-O se lamentó de pesar.
—¡La cueva se derrumba!
—¡No es una cueva!
La navecita salió a toda velocidad de la boca inmensa del gusano y de paso le
ennegreció los dientes con los gases de sus toberas.
—No —musitó quejoso Sy-O—. ¡No, no, no! ¡No se vayan! ¡Regresen! ¡Me portaré
bien! ¡Seré bueno! ¡Ya casi termino de hacer el aire para ustedes! ¡Lo van a echar de
menos! ¡Por favor, no me dejen, los necesito! ¿A quién amaré si ustedes se van?
Se fueron. No quedaba de ellos más que cicatrices y ámpulas casi congeladas sobre su
piel. Dejó su concha, pues lo hacía verse ridículo ante ellos. Y ya se habían ido.
Sy-O y las mariposas se quedaron solos. Todo está quieto, silencioso, excepto por los
sollozos del gusano. El Clew pronto se dispersará. El Camino a Todas las Lunas se
reiniciará, con su lento hilo plateado que va extendiéndose a través del laberinto de la
galaxia.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Quizás eso eran ellos, pensó Sy-O para su fuero interno. Los cuentos de hadas. Los
seres que no recorren el Camino de Todas las Lunas, pero aun así viven y mueren rápido,
titilantes, incandescentes, sin saber jamás de qué se trata eso de contener mundos ni echar
un vistazo a lo que queda en el centro o en el borde de todo cuanto existe. Sin embargo,
eso no es posible. Tales seres no existen.
Sy-O se enroscó en su concha rocosa y se lamentó en la Musitación. Los echaba de
menos. Los extrañaría por siempre. Cuando los soles que alimentaban sus planetas de
origen se hubieran convertido en huevos negros con apenas vida suficiente para criar un
nuevo exogorth, cuando sus nombres se hubieran borrado en las arenas de un planeta
yermo y bombardeado, o escrito en letras de fuego estelar a lo ancho del cielo, cuando los
descendientes de sus descendientes no recordaran el color de sus propios ojos, Sy-O aún
echaría de menos al sinvergüenza, a los seres metálicos, a la bestia aullante y a la mujer
que brillaba. Sus órganos se aferrarían a sus recuerdos como a la sangre y el alimento.
«No es posible, tales seres no existen. Tales seres no existen. Tales seres…».
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Varios autores
entonces el amor que les brindaba Sy-O cuando selló su boca, alteró su presión interna e
instruyó a su sistema respiratorio que empezara a fabricar oxígeno. A su vez, Sy-O
comprendería qué clase de urgencia los llevó a abandonar de tal manera la seguridad que
les ofrecía. Sabría lo mismo que otros seres conocidos, captaría qué los mantenía tan
calientes y veloces, qué los había asustado. En ese brillo, todos ellos y él se moverían
juntos como uno solo hacia lo conocido y lo desconocido.
Un día se encontrarían de nuevo y nadie estaría solo.
«Adiós», pensó Sy-O un siglo después. «Qué contento estaré de volver a verlos,
amigos míos. Uno de estos días, pronto. En el camino más largo».
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
«¿Por qué Lord Vader mantiene a los stormtroopers en su puente? Para sacar los
cadáveres». Era un chiste tonto que corría entre los soldados cuando Rae Sloane era una
oficial de menor graduación; no era gracioso y nadie se había atrevido a pronunciarlo en
años, pues era muy real y afectaba a muchos.
De modo espontáneo, el chiste saltó en la mente de Sloane mientras guiaba a los
stormtroopers por el corredor. Ese era el único modo de pensar, ella lo sabía, acerca de
una actividad que había realizado antes miles de veces. Si miraba hacia atrás, se
percataría de que en esta ocasión había algo diferente: las armas de los stormtroopers la
apuntaban a ella, quien no era una comodoro sino una cautiva. Sin embargo, no lo hizo, y
mientras siguiera avanzando con la vista al frente permanecía al mando, al menos en su
mente, y en ninguna otra parte.
Aunque Sloane despreciaba en otros el autoengaño, aquí y ahora era lo lógico. Nunca
había visitado el superdestructor estelar, aunque algunos colegas le habían contado que la
Executor parecía diseñada para infundir terror no solo en el enemigo, sino hasta en sus
ocupantes. A cada paso que daba para internarse en aquel laberinto, iba entendiendo a
qué se referían aquellos oficiales.
—Aquí es —le dijo el soldado que iba detrás de ella cuando llegaron a las hojas
dobles de la puerta que se abrió ante ella—. Avance.
Ella lo hizo, sola. La sala era al mismo tiempo enorme y claustrofóbica, brillante y
sombría. En su centro se elevaba una gran estructura cilíndrica y negra. Quizás era una
unidad masiva de contención, ¿o un torpedo gigantesco? Pensaba que conocía cada parte
LSW 177
Varios autores
de una nave imperial, pero esto era nuevo. Decidió suponer que respondía a alguna clase
de disposición reglamentaria; sin embargo, ¿por qué se hallaba aquí, en lo profundo de la
nave?
Al no tener a nadie delante de ella, habló en voz alta:
—Me… ordenaron reportarme con Lord Vader.
—Hable en voz baja —le dijo en tono brusco alguien detrás de ella.
Miró por encima de su hombro y vio una figura uniformada que permanecía de pie
junto a la mampara, a la derecha de la puerta por la que ella había entrado. Piett le
hablaba con un tono bajo y urgente.
—Acérquese.
—Por supuesto, almirante.
Rae retuvo el aliento al acercarse. Por poco no le había dicho «capitán». Firmus Piett
era una nulidad, un don nadie cuando lo conoció; ahora comandaba el Escuadrón de la
Muerte… y a ella. Pensó en felicitar al oficial de cara blanda, antes de recordar que esta
no era la clase de promoción de la que uno se congratulaba. Simplemente estuvo en el
lugar correcto en el momento incorrecto de alguien más, el Almirante Ozzel.
Las cosas cambiaban rápido en la Armada Imperial. En especial, dependía de quién
viajaba a bordo.
—Me entregará sus reportes a mí —ordenó Piett, mirando a la pared.
Ella miró en torno. ¿También estaba allí Lord Vader y lo hacía esperar? Si eso era así,
¿por qué en un lugar tan extraño?
—Lo lamento, almirante, pero mis órdenes…
—¿Órdenes? Usted está aquí por ignorar sus órdenes.
Piett miraba con ansiedad hacia la habitación y su amenazadora pieza central
cilíndrica.
—Lord Vader sabrá lo que se diga aquí. Hable, pero tenga entendido que él ya sabe lo
que usted hizo. Darle oportunidad de justificar sus acciones solo es una muestra de
respeto a sus años al servicio del Emperador.
—¿Mis acciones, almirante?
—No se haga la tonta. Le fue revocada su asignación temporal poco después de que
empezara la acción en Hoth. Debió regresar hace bastante tiempo. En vez de eso, se
mantuvo lejos sin comunicarse. Todo esto, mientras se quemaban los hombres bajo su
mando —su murmullo subió de tono—. A Lord Vader no le interesan sus excusas ni
pretextos, ¡y a mí tampoco!
Rae se endureció. No ofrecería excusas ni se disculparía. Intentaría explicarse.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
El descubrimiento de una base rebelde oculta. La colosal batalla por tierra que siguió.
Una oportunidad para enzarzarse con Luke Skywalker, destructor de la Estrella de la
Muerte y asesino de su comandante, Gran Moff Tarkin. Los Rebeldes apresuraron la
evacuación de la base. Todo eso se lo perdió ella.
Así fue porque se hallaba al otro lado de la galaxia, entregando la Ultimatum a un
capitán sustituto en lo que ella realizaba una gira de inspección de la nueva tecnología
para transbordadores, que iba a durar una semana. Uno podía argumentar que se perdió la
acción porque conocía sus deberes. Ningún oficial de la Armada Imperial tenía un mejor
manejo de las capacidades operativas de la flota y de cómo aprovecharlas al máximo.
No había forma de ponerle buena cara al asunto. La mayor batalla terrestre en su vida
(algo no solo para avanzar en su carrera, sino un pináculo para coronarla) había tenido
lugar mientras ella daba vueltas fútiles en los astilleros de Fondor para tratar de explicar a
los ingenieros cuáles de las presuntas actualizaciones de su transbordador Bastinade no
eran necesarias, aunque ellos las llevaron a cabo de todos modos. La llamada de Piett, del
¡Almirante Piett!, para que regresara al Escuadrón de la Muerte y retomase el mando de
la Ultimatum había sido una bendición.
Solo había un problema. Después de la batalla, el Halcón Milenario, que
probablemente transportaba a miembros del liderazgo rebelde, huyó a un campo de
asteroides que demostró ser un excelente escondite. Tanto que, horas después de ingresar
en el campo, ella no podía localizar a la Ultimatum, ni al resto de la flota con la que
viajaba. Rocas y más rocas llenaban el amplio ventanal ante los ojos de la comodoro.
—Se ve como el Centro de Bienvenida de Alderaan —comentó Kanna Deltic al
entrar en la cabina, con la hidroherramienta en la mano.
La precoz teniente de Sloane, su científica más capacitada y a la vez la persona menos
grata para la comodoro en toda la galaxia, había sido su única compañía durante las
últimas semanas. Sin embargo, estaba en lo cierto en cuanto al desorden que tenían
enfrente: una enorme ruta plagada de obstáculos, cuyos riesgos ya habían infligido daños
al transmisor del Bastinade.
—Todavía no entran ni salen transmisiones claras —afirmó Sloane, volviendo a
verificar sus instrumentos—. ¿Trató de reenrutar la alimentación del generador?
—Usted lo intentó primero —respondió Deltic, sin dejar de frotarse la grasa de la
cara—. No funcionó antes, no creo que funcione ahora —puntualizó, mientras se situaba
detrás de la consola de estribor, antes de anunciar—: El escombro también estropeó
mucho el dispositivo explorador.
A Sloane se le ocurrió otra idea.
—¿Por qué no intenta…?
—Ya estoy haciéndolo.
La comodoro exhaló con fuerza. Debía regresar antes de que fuera demasiado tarde,
antes de que se perdiera otra cosa, pero, al sentarse de nuevo ante los controles, consideró
que quizás ya era muy tarde para ella. «Por eso siguieron enviándome a realizar esos
mandados inútiles, ¿cierto?».
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Varios autores
En realidad, la habían nombrado vicealmirante años atrás, solo para que la degradaran
un instante después porque el rebelde Kanan Jarrus se le escapó por entre los dedos en el
planeta Lahn. Ella habría perdido el comando de la Ultimatum entonces, de no haber sido
por su patrono en la aristocracia. Sin embargo, el Barón Danthe perdió la gracia del
Emperador y, a partir de entonces, Sloane había recibido cuanta asignación mediocre
hubo. Tareas especiales, no fuerzas especiales.
Así que la excursión a Fondor fue en realidad otro despilfarro en una serie de estos,
que la llevó más lejos de donde quería estar. Lejos de los avances, de la aventura y de los
ojos de personas como el Gran Moff Tarkin e incluso de Vader; los dos la habían
recompensado en el pasado.
Ahora Tarkin estaba muerto y ella rara vez veía a Vader. Aunque el ascenso de Piett
sugería que podría no ser buena idea aproximarse al segundo, la verdad era que en la
Armada Imperial necesitabas ser «visto en tu propia nave». Lo sabía mejor que la
mayoría porque, en primer lugar, nunca se supuso que la Ultimatum quedara bajo el
mando de ella. Sirvió en la nave como sustituto del capitán designado, quien estaba en
otro lugar. La perseverancia había vuelto permanente su cargo al frente de la nave.
Era peligroso andar lejos de su puesto por algún tiempo, en especial cuando su relevo
era alguien tan experimentado y capaz como Canonhaus. Ella tenía que quitarle el puente
de la Ultimatum antes de que él le robara todo el mando. Si tan solo lo pudiera encontrar.
—Estas lecturas son pura algarabía —dijo Sloane mientras miraba el campo de
asteroides y fruncía el entrecejo—. Todo el escuadrón está aquí, me rehúso a creer que no
podamos hallarlo.
—Me rehúso a creer en la reencarnación, pero estoy segurísima de que el Conde
Vidian volvió a la vida como este nuevo sistema computarizado —dijo Deltic al salir de
abajo—. El autonavegador sigue tratando de mandarnos a los asteroides. La interfaz del
reactor cree que queremos jugar pazaak con ella. En cuanto a los escudos…
—¡Basta! —dijo Sloane poniendo los ojos en blanco. Deltic siempre había sido un
poquito confianzuda y muy peculiar; no obstante, la referencia a su antiguo enemigo
acérrimo venía completamente al caso. Sloane escogió el Bastinade para arreglarlo, pues
era el último que quedaba del complemento original de transbordadores de la Ultimatum.
Los primeros dos habían sido destruidos hacía tiempo, en su primer encuentro con Jarrus.
Cada «adelanto» que los ingenieros habían instalado en la estación de pruebas había
fallado al entrar en el cinturón de asteroides.
Comenzó a pulsar los controles.
—Apague todo, voy a pasar a control manual.
Renuente, Deltic se sentó en el lugar del copiloto.
—Mis instructores siempre me dijeron que nací para ser parte del escombro de los
asteroides.
Con la palanca de mando en la mano, Sloane miró los peñascos que giraban y
chocaban en el espacio delante de ella. Señaló un punto por encima de Deltic.
—Active el escáner de corto alcance, el que usamos para las operaciones de atraque.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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—Silencio, teniente —dijo Sloane con dureza. Ella no gritaba desde su infancia y
ahora no lo haría dadas las circunstancias; ciertamente, no a Deltic. Sin embargo, sabía
que tenía que irse mientras tuviera tiempo para encontrar a alguien que hubiera
permanecido en lo que quedaba de la nave. Si tan solo pudiera conseguir alguna
información útil de estos malditos sistemas…
—Espere. ¿Qué es eso?
Deltic bajó la vista al monitor y declaró:
—El sistema de corto alcance detectó un conjunto de objetos de dos metros de largo
—se acercó más al monitor—. Dos formas extrañas.
—Esas no son piedras.
Sujetó la palanca de mando y ladeó el Bastinade, de modo tan urgente como se pudo.
—Las lecturas locas también aparecen en este sistema —observó Deltic, se puso en
pie y miró hacia afuera—. ¡Dice que son orgánicas!
—Cuerpos.
—¿Tal vez estamos de suerte y los Rebeldes saltaron fuera de su nave?
—Usualmente no saldrían de la esclusa de aire.
Al acercarse el Bastinade, ella confirmó que el sistema estaba en lo correcto, al
menos sobre esto: los objetos contactados eran orgánicos, pero no humanos.
—¿Esos son…?
—Sí. ¿Recuerda nuestra misión en el campo de asteroides cerca de Taris? ¿Lo que
encontramos allí? —la quijada de Sloane se apretó—. Puede que por esto los bombardeos
de las TIE no tuvieran suerte. Tenemos que informar al escuadrón.
—Eso podría ser un problema —le recordó Deltic, señalando con un ademán hacia el
intercomunicador—. Sigue estando muerto. Deberemos hacerlo en persona, pero al ritmo
que vamos…
Sloane entrecerró los ojos.
—Tiene razón. Puede que contemos con tiempo para hacer otra cosa. ¿Todavía
tenemos ese nuevo recolector de carga montado bajo la cabina?
—¿Que hizo qué?
Por alguna razón, el Almirante Piett no quiso que ninguno de los dos alzara la voz
durante la explicación de ella, a pesar de estar solos en la sala. Parecía que eso ya no le
importaba.
—Como le explicaba —continuó Sloane—, encontramos el primer cadáver y
advertimos la presencia de otro —la comodoro mantenía la espalda recta y las manos
entrelazadas a la espalda—. Una larga hilera de ellos en el espacio: mynocks.
La tez pálida de Piett adquirió un tono rojizo.
—¿Por qué iba usted a preocuparse al encontrar mynocks? Son muy comunes en las
rutas espaciales.
—Pero no en los campos de asteroides a menos que haya comida, lo cual significa
naves con cables que estos bichos puedan comerse.
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—Podrían haber caído de una de las nuestras. ¿Cómo es que estaban muertos? Los
mynocks son inmunes a los peligros espaciales.
—Le ruego me perdone, almirante, pero sabemos que no procedían de nuestras naves.
Sabemos cómo murieron, estuvieron adentro de un exogorth.
—¿Un exogorth? —Piett la miró como si estuviera loca—. ¿Un gusano espacial?
—Ese es el término vulgar. Los conocí durante una de mis misiones de apoyo
industrial.
—No hay gusanos espaciales en el campo Anoat —repuso Piett con desasosiego.
—Eso creía yo también; la mayoría de los asteroides son malos candidatos en la
escala de Vandrayk, pero debe haber algunos porque de ellos provienen esos mynocks.
—El pánico y la culpa se han apoderado de sus sentidos —replicó Piett con la mirada
en el techo.
—El ambiente dentro de la boca de un gusano es tibio y húmedo —adujo la
comodoro—. Posee una atmósfera, aunque no sea respirable. Cuando un gusano despierta
y emerge, invariablemente unos pocos mynocks son expelidos por la cavidad bucal. Un
observador a duras penas podría advertir estas criaturas pequeñas, pues la transición
abrupta a menudo es fatal para ellas. Lo llamamos choque postbucal.
—Yo lo llamo tontería.
—Si hay gusanos espaciales, significa que habrá túneles lo bastante profundos para
que nuestros escáneres no puedan detectarlos; ya sabemos que, de hecho, no alcanzan a
sus madrigueras. Nuestros bombarderos podrían no tener éxito.
Piett se frotó la cabeza y soltó una profunda exhalación.
—Voy a cortar de tajo esta historia para salvarle lo que le quede de dignidad,
comodoro. Dicen que cuando llegó, faltaba la mayor parte de su transbordador.
—En efecto. Después de que hicimos nuestras primeras recolecciones, nos golpeó
otro asteroide. Ejecuté una separación de emergencia y usé los propulsores de velocidad
subluz que están bajo la cabina para continuar el viaje. Lamento decir que lo mejor que
conseguimos fue avanzar muy despacio.
—Seguro. Espere, ¿dijo primeras recolecciones?
—Es correcto. El paso lento nos permitió encontrar más mynocks en nuestra ruta.
Referenciamos los asteroides cercanos más grandes para poder saber de dónde provenían,
cuáles estaban infestados de gusanos espaciales que pudieran proporcionar refugios —
ella decidió pasar por alto sus otras penalidades—. Finalmente, hoy localizamos la flota.
—¿No se dirigió a su nave para ver qué había ocurrido a su tripulación?
—Vi los daños —dijo Sloane con la vista baja—. También vi que la Executor iba a
reunirse con la flota. Determiné que lo mejor era dirigirse a la nave insignia.
—¿Le interesaría saber que no hubo sobrevivientes en la Ultimatum?
—Claro que me interesa —repuso con los labios apretados; tenía muchas sospechas,
pero ya contaría con tiempo para resolverlas en el campo de asteroides. Levantó la vista y
agregó—: Tomé la decisión correcta. Tengo información para Lord Vader.
—¿Estas tonterías sobre los exogorths?
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VERGENCIA
Tracy Deonn
Ha habido muchos de ellos, tantos que no vale la pena contarlos. Eso es lo que sé.
Lo que no sabía, incluso tras un milenio de tener sus mentes conectadas con la mía, y
la mía con la de ellos, es por qué se aproximan a mí con pensamientos de luz y oscuridad.
Estas palabras nunca fueron suficientes, ¿por qué deberían importar? Aquí existen los
verdes oscuros de los musgos, el plateado sedoso de la bruma lenta, el tenue azul del
vapor que se eleva a través del crepúsculo perenne. Dentro de mí se retuercen las nubes
grises del deseo y la llamarada roja de la ira. Y, sin embargo, los oscuros me llaman
también oscura, así que el negro es mi color. Solían arribar en sus naves. El relincho
áspero y penetrante de sus motores (ese sonido artificial, inerte) sacudía a todos los seres
vivientes dentro y fuera de mis muros de piedra.
Pasaron veintenas de ellos antes de que supiera que yo era, que había sido, que soy.
Que unos pocos de ellos habían construido escaleras para facilitar mi entrada. Antes de
eso, yo existía sin saberlo. Absorbí la conciencia de esos visitantes, usuarios de la Fuerza,
hasta que logré mi primera noción propia: el tiempo.
Así como los seres tienen un principio y un nacimiento, así los tuve. Antes, todo era
un presente temible. Sin embargo, con la conciencia de la vida, la muerte, el crecimiento,
vi que el tiempo se mueve como una corriente, que hay un antes para estos seres, un
ahora que ignoran y un futuro hacia el que se encaminan como mentes atareadas con la
vida que aún no han vivido. Eran criaturas disruptivas. Habían venido trepando por los
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bosques con sus mentes tan bulliciosas que mi segunda noción llegó rápidamente: los
pensamientos.
Algunos pensamientos son agudos, frescos y protegen a los suyos como un escudo.
Algunos estaban gastados como una piedra arrojada al fondo de una ciénaga; los
pensamientos rodaban alrededor de una mente y luego se enterraban. Pensando en sí
mismos solamente, muchos difundirían su curiosidad, sus necesidades, sus preguntas.
Siempre podía sentir cuándo vendrían. En los bordes de la playa pantanosa, pisarían
con lentitud y cuidado o acelerarían el paso movidos por el orgullo. Cuando llegaran
hasta el gnarltree, harían una pausa en mi frío y espanto. Siempre.
Este umbral es donde tomaron la decisión. Claro, ciertamente una elección se había
hecho para que estas cosas llegaran aquí. Se tomaron para evitar la serpiente dragón, para
agachar los bogwings, para viajar a través de las ciénagas. No obstante, en mi gnarltree
quedan muchas preguntas al acecho, sobre sacrificios desconocidos. El titubeo ante un
riesgo sin forma. «¿Estoy listo?», preguntan sus mentes. «¿Qué encontraré adentro? ¿Qué
veré? ¿Qué pasa si…?». La mayoría seguirá adelante, agachándose para pasar bajo las
raíces del gnarltree y encontrar algo sobre el suelo alisado hace mucho por suplicantes
previos.
Una vez que entran en mis dominios, son míos. Los aprehendí sobre los escudos.
Ondulé como una serpiente de la vid alrededor de sus barreras mentales. Desenterré la
piedra. Busqué sus pensamientos sin importar cuán ocultos o pulidos estuvieran. Sin
importar dónde escondieran sus secretos, yo los encontraba. Más allá de sus esperanzas,
yo los atacaba como un scrange en la fuente misma de su dolor.
Sus mentes portaban imágenes y palabras. Necesité muchas de ellas para nombrar lo
que estaba experimentando. Mi tercera noción fue: recuerdos.
Consumí muchos de esos recuerdos hasta que me inundaron, un combustible tan rico
como para traer una especie de vida a la piedra, el limo y la podredumbre que soy.
Mientras los visitantes se perseguían dentro de mis muros, me alimenté de ellos. Vidas
enteras en otros planetas por toda la galaxia. Planetas secos, gaseosos, de hielo. Mundos
rebosantes de vida. Vi seres que se parecían a los visitantes. Seres que los daban a luz.
Caras torcidas a la altura de la boca, labios curvados hacia arriba o hacia abajo. Registros
escritos llamados libros. Registros transparentes que hablan, denominados hologramas.
Idiomas que jamás hubiera podido pronunciar y, sin embargo, entendía fluidamente.
Grandes batallas. Energía en las puntas de sus dedos.
Comí hasta volverme sensitiva, casi tan viva como los bogwings, los pitones y los
elephoths merodeadores. Y llegó mi cuarta noción, la más valiosa para mí: el temor.
Aprendí cómo analizar sus recuerdos (tiempo pasado), sus pensamientos (palabras,
nombres, acciones) y sus temores. Finalmente, tal surtido de visitantes había aterrizado
en la superficie que pude ofrecerles más que un espacio para reunir poder y fuerza, para
meditar un plan. En vez de reflejar simplemente lo que trajeron, podía manipularlo.
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Así es como empezó el hambre. Cada cambio de sus emociones, cada perversión de sus
pensamientos, producía más temor, el suficiente para sustentar mi evolución y hacerme
más fuerte. Así como no hay mañanas ni noches en mi bosque, sino un interminable
crepúsculo, no hay aumento ni mengua en mi hambre. Y según aprendí, no hay límites
para lo que puedo devorar.
Hay terror de diferentes sabores. Entrelazada con él, muy a menudo viene la ira por
verse maltratado o agraviado. Hay una capa de arrogancia, porque, si uno no es noble,
entonces es de baja cuna. Muchas veces saboreé la envidia de ser despojado, luego una
especie de duda acerca de que ser abandonado indicara su valor. Sin embargo, la nota
básica de todas estas emociones es el puro temor animal. Siempre el temor.
Los visitantes buscaban mis ofrendas, incluso puede que alegaran desearlas. No
obstante, ninguno de ellos deseó de verdad las cosas que les muestro. Ninguno las llevó
consigo cuando se fueron. Nadie las portó de buena gana. No. Se van deprisa, arrojando
lo que les he dado, rechazan mis imágenes y las sacan de sus jóvenes mentes tan pronto
como pueden. Parten en busca de la vasta vacuidad del espacio, o las caras de sus
camaradas, o una vida que no les pida enfrentar los temores que yo paladeo.
Así, durante milenios, hubo solo una clase de visitantes: los que me buscan, resisten y
huyen. Los observé salir corriendo con mi panza llena.
Un pequeño ser verde, acompañado por otro cuyo cuerpo no se manifestaba, Qui-Gon,
regresó a Dagobah. Insólito. Sentí el arribo del verde; cuando se acercó hubo silencio.
Nada.
No, no nada. Más bien un pozo tan hondo que no podía medir su profundidad. No
hasta que Qui-Gon lo guio hasta mi umbral.
¡Y entonces! Entonces hubo una inundación más grande que cualquiera que hubiera
habido antes de mí.
Tiempo. Él había vivido cientos de años. No tantos como para rivalizar con mi edad,
pero sí más que cualquier otra cosa viviente que yo hubiese encontrado. Ocho siglos. No,
casi nueve.
Pensamientos. Ponderados, curiosos, mesurados.
Recuerdos. Muchísimos. Más de los que jamás hubiera examinado en una sola visita.
Temor. En la superficie, no sentía ninguno por él mismo, pero mucho por otros.
Temía solo por los otros.
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Este temor sabía más dulce que cualquier otro que yo hubiera probado. Casi no pude
soportar el dolor extremo de perder algo tan rico. Tal alimento. Semejante material para
trabajar con él.
Para este pequeño ser que sentía temor por su Orden, mostré una pérdida en una
escala más allá de toda imaginación. Brillantes espadas azules y verdes. Una de color
púrpura. Entrechocar de armas, chispas, cortes a través de la carne.
Para este anciano ser, cuyo temor considero espantoso, mostré un señor encapuchado
y sin rostro, tan grande que deseé tener forma y poder echarme a sus pies como su
sirvienta. Sidious. Sidious. Sidious.
Luego se fue.
Hasta que regresó. ¡Regresó! Ningún visitante del mundo exterior había vuelto nunca a
Dagobah y optado por una vida en los pantanos, tan cerca de mis dominios. Construyó su
hogar fuera de mi alcance para que no pudiera encontrar sus pensamientos en la húmeda
oscuridad; eso no significaba que se propusiera quedarse lejos.
Ningún visitante del mundo exterior había venido hacia mí por segunda vez. Sin
embargo, este lo hizo. Y una tercera, una cuarta, una quinta. Su nombre es Yoda. Me
visita cada tantas órbitas y nuestra danza continúa.
Hoy Yoda se aproxima con lentitud; me pregunto qué temor desea ver. Su cuerpo ya no
es tan ágil como solía. Siento su ansiedad antes de que llegue bajo mi árbol.
Se detiene. Levanta la vista a las viejas raíces de gnarltree y a la alta copa que impide
el paso de la luz. Luego ve fijamente mi cámara, con una extraña mirada en sus rasgos
arrugados. Hace varias órbitas desde la última vez que vino a verme y me sorprende la
intención que siento en su mente, incluso a esta distancia.
—Una visita crucial esta será.
¿Crucial? ¿Qué ha cambiado para él? ¿Qué pasó? Nadie ha llegado. Ninguna nave
aterrizó. Sin embargo, siento un nuevo propósito en su estado de ánimo: expectación.
—¿Empezar podemos? —pregunta y luego avanza cojeando a saltitos con sus pies de
tres grandes dedos, que se hunden en el suelo con pasos pesados y lentos. Y así
empezamos.
Las imágenes en la mente de Yoda son nuevas para mí y recientes para él.
La figura temblorosa y casi translúcida de un hombre viejo sentado junto a Yoda en
su cabaña pequeña y cálida. Nada de miedo aún.
—Soy viejo, Maestro Kenobi —le dice el ser verde.
Una onda de emoción. Ligera. Yoda es viejo, sí, pero no tanto como yo.
—Maestro, quiero que tome otro padawan.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Algo nuevo ahora. No se trata de un sentimiento que otros trajeran ante mí. La forma
de esta emoción es rara. No puedo ubicarla. Yoda siempre me sorprende.
—Placer eso es —dice y me da la palabra que yo estaba buscando.
Me hiere. He oído antes esa palabra. Una multitud de mentes, miles de años de
envidia, todos dicen lo mismo: que el placer es para que otros lo empuñen sobre nuestras
cabezas. La risa burlona llena la cueva, regurgitada por otros visitantes que una vez
fueron encantados, reprendidos y lastimados para sintonizar con el placer de otros.
Yoda frunce el entrecejo, menea la cabeza. Decepción.
El nuevo recuerdo continúa.
—Maestro, le pido que entrene a Luke.
¿Quién es Luke? No hay imágenes de él. Recuerdos más antiguos. Relámpagos de un
joven ceñudo y furioso con pelo claro y ojos azules, no, color ámbar, sí. Una mujer
angustiada. Una cámara de parto. Un bebé. Dos. Yoda murmura ahora palabras de
entonces.
—A Tatooine con su familia llévalo.
Luke, el bebé varón. ¿Qué hace…?
Al hombre espectral en la cabaña, Yoda le responde.
—Si tratar de enseñar a este precipitado, impaciente, inconsciente muchacho los
caminos de la Fuerza y fracasar, ¿entonces qué?
¡Allí está! ¡El miedo! ¡Amargo, brillante y mío!
No dejé que los pensamientos de Yoda continuaran; en vez de eso, le mostré
exactamente lo que temía y por qué volvería a ocurrir.
Alrededor del viejo maestro crecen la oscura bruma de los recuerdos y el verde
marchito del arrepentimiento. Creé a Dooku, su antiguo padawan, con el rostro torcido
por la corrupta pasión. El fracaso de Yoda para apartarlo de las tinieblas. Generé hombres
casi idénticos vestidos con armaduras blancas, moviéndose en oleadas bajo sus pies,
alejándose de Yoda, al que servían. Marchaban a sus órdenes. Yoda les falló como seres
vivientes, las vidas que tanto clamaba honrar.
La joven se levantó del piso sucio en un remolino de humo anaranjado, blanco y azul.
Ahsoka. Se apartó del Consejo que el pequeño ser verde dirigió con soberbia. El fracaso
de Yoda ante la luz brillante de ella en la galaxia, al dirigirla con su ego y exceso de
confianza.
La conocida figura de Anakin se levantó del fuego y el humo. Su ira se había cocido
durante años y creció bajo el poder de Sidious. El fracaso de Yoda al no detener su
entrenamiento antes de que empezara, al no detectar su corrupción mientras esta tenía
lugar. La incapacidad de Yoda para salvarlo antes de que fuera un espectro que ni el viejo
maestro había enfrentado.
Yoda comenzó a jadear y se apoyó pesadamente en su bastón. Con un brazo
extendido frente a sí, caminó entre las apariciones que hice surgir hasta que alcanzó la
otra entrada, semioculta entre las raíces. Detrás de él rugían los fantasmas de su pasado
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Varios autores
como uno solo, y se elevaban en un torbellino. Adonde vaya, lo seguiré, enviaré espectros
tras él…
Se dio vuelta bruscamente. Sonriente.
—Viejos temores son estos. Tercos. Pero verlos debo.
Yoda permació de pie junto a sus atormentadores, asintiendo no a ellos, sino a mí.
—Mi gratitud tienes.
Entonces el viejo maestro abandonó mis sombras.
Todavía estoy enojada cuando llega Luke. No gracias a mí. No estoy al servicio de nadie.
Es joven y precipitado, tal como predijo Yoda. Contra las advertencias de su maestro,
trae sus armas a mi interior, el muy tonto. Un bláster y un sable de luz no son rivales
dignos de los fantasmas de la mente de este chico.
El temor de Luke produce un espectro negro. El joven le confiere forma y sonido.
Una capa amenazante, la oscuridad encarnada. Una respiración mecánica como la de
muchas naves espaciales que han aterrizado en mi superficie. La mente de Luke le
proporciona un nombre: Vader. Este es un muerto ambulante.
Si pudiera reírme, lo haría. El chico me la pone fácil. No necesito amplificar el temor
que este lord suscita. La duda de Luke me abruma hasta a mí; sin embargo, la uso y la
expando hasta empequeñecer la luz dentro del chico. Cada vez la hago más pequeña.
Tanto que sus propias visiones terroríficas se agrandan.
El chico trajo su sable de luz, ¿no? Y ahora crea la razón para usarla.
Luke dotó a «su» Vader con todas las habilidades que teme que el sujeto real posea.
Llama a la existencia el arma carmesí de quienes se autodenominan oscuros contra la azul
de aquellos que afirman pertenecer a la luz. Un tajo. Un segundo corte. Un tercero.
Presiono su temor hasta convertirlo en pánico. Luke se balancea.
Nada me alimenta mejor que aquellos que creen saber a fondo cuál es su peor temor.
El casco del espectro negro sale volando y revela la cara del propio muchacho. El
asco y el horror que brotan de este bastan para alimentarme un año.
Después, cuando Luke alista su nave, hasta yo puedo escuchar las protestas de Yoda. El
chico quiere irse y enfrentar a Vader, de quien teme la parte de carne y la de maquinaria.
Déjalo ir.
Entonces escucho:
—La cueva. ¡Recuerda en la cueva tu fracaso!
La cueva soy yo. Yoda se refiere a mí. ¿El «fracaso» de Luke?
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Yo no soy una prueba, ni una lección. Soy la niebla que se desparrama alrededor de
alguien para exhibir una debilidad; la trampa bajo las hojas de la vid negra. Soy un
espejo, una revelación.
—¡Pero he aprendido mucho desde entonces! —le grita Luke al ser verde.
El hombre tembloroso habla también. Los tres discuten porque Luke se apresura a
enfrentar a Vader, le advierten acerca de la tentación de la oscuridad.
En mi lado de los pantanos, el humo gira dentro y fuera de mí mientras busco
respuestas. ¿Cómo? ¿Cómo mostré el futuro a Luke de modo que pueda aprender algo?
¿Cómo le proporcioné una advertencia contra el peligro que, junto con las enseñanzas de
Yoda, pueda impedir que el pasado se repita en el futuro?
Conforme la nave de Luke enciende sus motores y el droide se afana y hace bips,
respondo mi propia pregunta. Recuerdo la disposición de Yoda a cruzar mi umbral, todos
estos años, y cómo se hizo más densa y fría con la conciencia. A lo largo del tiempo,
ambos hemos tenido apariciones oscuras, ¿cierto? Yoda siempre trabajó para confrontar
su oscuridad interior, mientras yo me esforzaba en mostrar la mía… porque tanto él como
yo deseamos la manifestación del temor. Diferentes métodos, pero los mismos fines.
Juntos, no uno contra otro. Una danza. Uno empuja y otro jala.
Yoda sabía ya todo esto cuando Luke vino a mí. Conocía «sus» enseñanzas y «mis»
métodos. Confió en mi oscuridad. He estado sola, pero con el viejo maestro…
Mientras la nave de Luke se eleva y él se apresura a ir con sus amigos, una quinta
noción amaneció en la luz. Una palabra que a la vez es una emoción y un hecho. Una que
implica el reconocimiento del pasado, del futuro y del presente. Una que significa
esperanza y sacrificio. Esta palabra, esta noción, es una que no puedo representar como
temor, sin importar cuánto me esfuerce. Es…
Alianza.
LSW 193
Varios autores
UÑAS Y DIENTES
Michael Kogge
Bossk frotó su lengua entre los dientes con sabor a sangre. Su trampa había funcionado.
Aunque la nave cañonera que emergió del hiperespacio en el borde del campo de
asteroides no figuraba en la cobertura de la Hound’s Tooth, no le preocupó. Tuvo
confirmación visual a través del techo transparente de la cabina, y hasta logró ver la proa
curva y el fuselaje tubular. Solo un wookiee podría dirigir una nave construida para
parecerse al arma más anticuada, la ballesta. Una nave wookiee significaba que esta debía
ser su presa largamente buscada. Tenía que ser Chainbreaker, rompecadenas.
Bossk ajustó el temporizador de su cronómetro, selló su casco al vacío, apresuró el
paso hacia la compuerta de aire y de paso tomó su rifle Relby de morteros. Ya iba vestido
en preparación para la siguiente fase de su plan, pues cada segundo era valioso. El
itinerario de la flota imperial que él había alterado para atraer a su objetivo le
proporcionaba aproximadamente nueve minutos estándar para alcanzar una nave prisión
repleta de cautivos wookiees que estaba programada para pasar por el Cinturón de Rycep.
Pero Bossk calculaba que tenía aun menos tiempo. El famoso liberador conocido
solamente como Chainbreaker no habría liberado a miles de wookiees de la cautividad
sin saber cuándo huir. Si había alguna señal de que la nave prisión fuera una celada,
seguramente Chainbreaker desaparecería a la velocidad de la luz. Bossk dudaba de que
fuese capaz de atrapar otra vez a esta presa. Por esa razón, escogió deliberadamente
acercarse de un modo más furtivo para abordar la cañonera, en vez de emboscarla con la
Hound’s Tooth.
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LSW 195
Varios autores
El famoso renegado wookiee había sido uno de los primeros botines imperiales que
Bossk había colectado hacía más de una década, cuando era parte de una partida de
cazarrecompensas en Trandosha. Sin embargo, Chewbacca no había permanecido mucho
tiempo bajo custodia del Imperio, y tras escaparse se volvió una plaga para la carrera de
cazarrecompensas de Bossk. Este estuvo a punto de atraparlo, junto a su compinche listo
y bocón, en múltiples ocasiones, como cuando se encontró al par en el drenaje de los
mares de Erub II, donde andaban de pesca de partes de naves, o cuando saboteó los
esfuerzos de ellos para instalar una colonia wookiee en Gandolo IV. Luego vino la
arriesgada persecución a lo largo del flujo de plasma en el hipertúnel Zusi que
descompuso el generador de primera clase de la Hound’s Tooth, y la batalla de cañonazos
blásteres en el puerto espacial de Jurzan, que destruyó tanto la cantina favorita de Bossk
como su nave acabada de comprar, la Bitemark. No importaba si los acorralaba o los
superaba en número, aquellos dos se las arreglaban de un modo u otro para escurrirse de
su puño más veces que dedos tenían los trandoshianos. Semejantes fracasos habían
logrado mucho más que avergonzar a Bossk o dañar su prestigio en el gremio: habían
provocado que su padre, Cradossk, se cuestionara si había elegido la mejor opción para
devorar a sus hermanos de puesta de huevos y dejarlo como el único sobreviviente.
El traje espacial de Bossk lo alertó con una señal: su temperatura se elevaba. Debía
ser más disciplinado si quería permanecer oculto del alcance del sensor. Con solo pensar
en Chewbacca la sangre le hervía. En un esfuerzo concertante para autorregularse, puso
toda su atención en la misión. Una vez capturado Chainbreaker, podría ocuparse del
mensaje de Veit y de atrapar a Chewbacca. Un huevo en la garra era mejor que dos en el
nido, o eso decía su padre.
Cruzó el golfo del cinturón de asteroides y se acercó deprisa a la cañonera. Medía
unos cincuenta metros, longitud equiparable a la de su nave, aunque el tamaño era el
único atributo que compartían. Mientras la Hound’s Tooth era una carguera cuadrilonga
de bordes rectilíneos que recordaba la forma de un bozal para los dientes del perro a los
que aludía su nombre, el sabueso trandoshiano de caza, la cañonera wookiee era
redondeada y lisa, construida de madera, no de metal. Quizás eso explicaba por qué los
sensores de la Hound’s Tooth no la habían localizado. La madera actuaba como un
deflector natural para ocultar el generador de energía de la cañonera y las signaturas de
sus motores. No lo sorprendía que Chainbreaker hubiera podido acechar transportes de
prisioneros y evadir por años el ser arrestado. De hecho, uno debía tener a la nave dentro
del espectro visual para percibirla.
Aterrizó en el lado inferior de la cañonera, sacó las garras por los orificios de sus
guantes especialmente hechos para él y penetró en el casco. La madera era gruesa y recia,
cortada de los gigantescos árboles wroshyr del planeta natal de los wookiees, Kashyyyk.
Los wookiees cultivaban esos árboles para construir de todo, desde armaduras hasta
edificaciones; les encantaba alardear de cómo la madera podía soportar los más intensos
ataques de energía. Lo que los jactanciosos nunca reconocerían era que sus legendarios
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
maderos no podían repeler ni las armas más simples. Una garra trandoshiana podía cortar
y desbaratar la madera de wroshyr como si fuera una medusa doshiana.
Zarpazo tras zarpazo, Bossk se arrastró a lo ancho del casco de la nave. A lo largo de
la proa habían grabado LISWARR, tanto en lengua galáctica común como en shyriiwook, el
idioma de los wookiees. Supuso que era el nombre de la nave, en honor de algún pariente
o amigo del capitán, según la tradición wookiee.
Al arribar a una esclusa de aire, evitó tocar los controles exteriores para no encender
las alarmas de la nave; en vez de eso, trazó un círculo con una de sus uñas e hizo un
agujero en la escotilla, y aflojó la madera para dejar salir el aire presurizado. Una vez que
entró en la compuerta, volvió a insertar en su sitio la pieza de madera y perforó otro hoyo
en la escotilla de la pared opuesta. A través de él, penetró al interior de la nave y, ansioso,
comenzó la cacería.
Las lámparas del alumbrado hechas a base de resina vegetal arrojaban una tenue luz
ambarina en el corredor principal de la nave que, como el casco y la compuerta de aire,
estaba construido por entero de madera de wroshyr. La superficie no había sido lijada ni
barnizada, por lo cual mostraba nudos grotescos y vetas que a los wookiees les parecían
ornamentales; difícilmente se podía ver alguna traza de tecnología. Todos los cables y
conductos se alojaban detrás de los paneles de acceso, en tanto los controles estaban
instalados en cajetes situados en las paredes.
El corredor estaba en silencio, salvo por el rumor de los motores. El nada
convencional método de entrada empleado por Bossk parecía no haber hecho saltar las
alarmas contra intrusos, tal como él esperaba. Así que se fue directo a su asunto, para lo
cual se quitó las botas, los guantes y cualquier otra cosa que interfiriera con la cacería.
Cuando se sacó el casco, lo tomó por asalto un olor pestilente tan nocivo que habría
asfixiado a un trandoshiano más joven, no a Bossk. Sacó la lengua, dilató sus narinas e
inhaló; quería absorber por entero el olor y su sabor. Cada unidad familiar en Kashyyyk
tenía su propia esencia, y en esta pestilencia distinguió por el olfato a wookiees de los
clanes de Chyakk, Koom y Gkrur, junto con una traza de lo que había sido la tribu
Kaapauku, ¿o era de la Sawa? Siempre se le confundían los nombres. Sin embargo,
reconoció esa última esencia como la del aliento empapado en ron de su padre. Era un
olor espantoso, peor que el de un enjambre de gnathgrgs muertos o el de un montón de
huevos podridos en la Scorch. Era el olor distintivo del clan de su archienemigo
Chewbacca.
Bossk sabía que aquel no iba a bordo (la peste hubiera sido muchísimo peor), pero sí
alguien emparentado con él, lo cual podía actuar a favor del cazador. Podría tomar al
primo como rehén y carnada para atraer a Chewbacca y sacarlo de su escondite. Aunque
los wookiees se contaban entre las especies más inteligentes y fuertes de la galaxia,
poseían una debilidad que los trandoshianos no: hacían cualquier cosa para ayudar a su
familia.
Se pasó adelante el rifle que había llevado a la espalda y echó a andar por el corredor.
Iba a disfrutar de esta cacería más de lo que pensó previamente.
LSW 197
Varios autores
Había dado como cien pasos cuando una hydroherramienta llegó volando hasta su
cabeza. La echó a un lado con su rifle y apuntó a quien se la lanzó: una hembra wookiee
de pelaje pardo y blanco que trataba de huir. Con un disparo bien dado a su espina dorsal,
Bossk se aseguró de que no lo hiciera. Las herramientas en su morral se entrechocaron
cuando ella cayó al suelo.
Al pisar sobre el cuerpo de la wookiee, el cazador advirtió que tenía los ojos abiertos
y sus labios se retorcían; el resto del cuerpo estaba quieto. Después regresaría a
amarrarla. Los efectos paralizantes de su bala aturdidora deberían durar al menos quince
minutos, tiempo más que suficiente para completar sus tareas. Desactivó a propósito las
configuraciones letales de su Relby para maximizar sus ganancias, pues en la mayoría de
los casos estos fugitivos valían más vivos que muertos. Después de que aprehendiera a
Chainbreaker, podría escoger entre aquellos que pudieran serle de utilidad contra
Chewbacca y los que eran buscados para cobrar una recompensa.
Sus instintos lo impulsaron a darse vuelta. Un wookiee de nariz chata y piernas cortas
saltó desde una escotilla oculta; blandía algo parecido a una rama y profería obscenidades
en shyriiwook. Bossk dejó que el rifle colgara de la correa que lo sujetaba al hombro,
tomó la rama en un medio giro, se enzarzó en una reñida pelea de estira y afloja, hasta
que encajó una patada a las tripas de su oponente. La bestia peleonera cayó al piso
soltando un gemido. Una bala aturdidora evitó que se levantara.
Bossk soltó la rama pues sentía un cosquilleo en la palma de la mano. Volteó a ver a
una pulga tijerilla que correteaba alrededor de su zarpa de tres dedos, incapaz de
encontrar cómo sujetarse entre las escamas. El bicho asqueroso debía haber saltado de la
pelambrera del wookiee. Bossk aplastó su zarpa contra la pared un par de veces para
matar a la pulga. La mancha resultante decoró la madera de un modo más del gusto de él.
Al seguir por el corredor, se topó con que terminaba en una puerta. Apretó los
controles con su puño y la puerta se abrió. Daba paso a una cámara que apestaba como el
bosque de Kashyyyk. Adentro estaba a oscuras, pero eso no detuvo a Bossk, cuya visión
se extendía a la zona infrarroja del espectro. En el centro de la sala, los árboles wroshyr
emitían robustas signaturas de calor, con sus ramas entrelazadas llenas de hojas y musgo
colgante. Los roedores correteaban entre las ramas y los insectos chirriaban por toda la
cámara como si fuera de noche en los bosques de Kashyyyk.
Los carpinteros wookiees se preciaban de la individualidad de cada una de las naves
que construían; sin embargo, todas tenían un diseño general que incluía un vivero como
este. Los árboles wroshyr proporcionaban madera para las reparaciones, además de un
sitio de recreación y descanso donde los tripulantes podían trepar, brincar, contonearse y
dormir. Sin importar a dónde fueran, los wookiees no podían prescindir de sus árboles.
A este respecto, Bossk debía reconocerle cierto mérito a Chewbacca. Durante años, el
peludo contrabandista se las había arreglado para convivir con un engreído copiloto
humano a bordo de un carguero corelliano en el que no había ningún rincón arbóreo.
Quizás por eso aún no los atrapaban. Chewbacca no era tan suave y mimoso como el
resto de su especie.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Bossk apuntó su rifle hacia arriba y se deslizó entre los árboles. Localizó los perfiles
de calor de tres wookiees que se acurrucaban juntos en una de las ramas superiores. Por
la nota acre de su esencia, los identificó como niños. Debían ser los críos de los adultos
de la tripulación. Uno de ellos dejó caer un puñado de bolitas que rebotaron en el piso y
rodaron hacia los pies descalzos de Bossk. Se trataba de moras de wasaka, un alimento
favorito de los wookiees, que se comían como golosinas o como relleno de pay y hasta se
les extraía el jugo para fermentarlo. Para los trandoshianos aquello era veneno.
Bossk aplastó con el talón las asquerosas bayas y prosiguió su camino. Los menores
no parecían estar armados ni representar algún peligro, así que los dejó en paz. Lastimar a
los niños de los wookiees, incluso con una bala aturdidora, podía enfurecer a los adultos
y Bossk sabía por experiencia que era mucho más fácil capturar a los wookiees cuando
no estaban enloquecidos de furia. Aparte, había algo más que hacer para inmovilizar a los
tripulantes de la cañonera mientras él buscaba al capitán. Bossk pulsó una diminuta
palanca en su rifle y lanzó una microgranada al pie de un árbol wroshyr. Explotó y el
fuego ardió en la corteza.
Salió por una puerta corrediza en el tronco de un árbol y enfiló por otro largo
corredor. Un conjunto de gruesas puertas de madera blindadas lo esperaba al extremo del
pasillo, donde este se curvaba a derecha e izquierda. Se acercaba al arco delantero de la
nave, la proa visible de la ballesta. Detrás de esas puertas estaba el puente de mando y
muy probablemente su capitán, Chainbreaker.
Antes de que Bossk llegara a la mitad del corredor, seis wookiees se plantaron en la
intersección frente a él, tres procedentes de la derecha y los otros tres de la izquierda.
Todos estaban armados y furiosos. Dos tenían el pelaje pardo; dos eran grises, uno tenía
franjas amarillas y uno carecía de pelo. No hicieron preguntas ni le pidieron rendirse;
simplemente cargaron contra él y aullaron.
Bossk tomó su rifle en la posición para abrir fuego y disparó al wookiee más cercano.
El tiro mandó a la hembra parda tambaleante hacia atrás; ella dejó caer su antorcha de
plasma antes de poder encenderla. El macho pardo a sus espaldas saltó por encima del
cuerpo de ella y se acercó al cazador blandiendo un mangual de madera. Bossk se agachó
con lo cual los picos del mangual pasaron sobre su cabeza y fueron a estrellarse en la
madera de la pared; luego golpeó con la culata del rifle la quijada del wookiee. El pardo
se desplomó sobre la hembra con un ruido sordo. Con los pardos fuera de combate,
seguían los grises, un par de gemelos que blandían sus espadas curvas como cimitarras.
En las zarpas de un guerrero wookiee experimentado, las hojas ryyk podían traspasar
armaduras de duracero y amputar miembros con facilidad. No obstante, por mucho que
los gemelos quisieran ser guerreros curtidos, estaban muy lejos de serlo. Bossk los golpeó
en las piernas y los hizo caer. Al desplomarse, sus hojas se encontraron entre sí mientras
las balas aturdidoras del cazador los golpeaban en el pecho.
Bossk rodó y levantó su rifle justo a tiempo para bloquear el golpe de un tubo de
broncio. Rugía la wookiee a rayas que lo enarbolaba. Ella era una criatura musculosa, la
de mayor tamaño en el grupo, y soltó el tubo para empujar los hombros de Bossk. Este
LSW 199
Varios autores
inclinó la cabeza hacia adelante y le mordió la nariz. Ella aulló de dolor y lanzó al
cazador lejos de sí, pero este alcanzó a darle dos tiros antes de caer, se puso de rodillas,
escupió la sangre y disparó tres veces. La wookiee cayó como un árbol.
Bossk se limpió la sangre de los labios con la manga, se puso de pie y pateó el tubo
de broncio, el cual se alejó cascabeleando por el corredor hasta que paró a los pies del
último adversario.
El wookiee restante era un macho adusto y ya mayor, completamente rasurado de pies
a cabeza. Su carne amarillenta estaba cubierta de cicatrices y su brazo izquierdo pendía,
flácido, del hombro. Al gruñir, jadeaba.
Bossk captó el husmo del olor del wookiee debajo de la pestilencia de la enfermedad;
al instante supo de quién se trataba, pues había sido su captor una década atrás. Era el
antaño augusto Rutallaroo, famoso ingeniero de guerra de Torukiko, quien había
equipado una flota de catamaranes para hacerlos nave de ataque, y había organizado una
campaña encubierta de tres años para expulsar de Kashyyyk a los invasores imperiales.
Después de que Bossk entregara el renegado al Imperio a cambio de unos abultados
honorarios, supuestamente Rutallaroo se había arrepentido de sus crímenes y presentado
como voluntario a fin de diseñar el equipo para la creciente presencia militar imperial en
Kashyyyk. El Imperio había tapizado la HoloNet con su imagen como un ejemplo del
«wookiee bueno», que cumplía con sus deberes para la paz y la seguridad de la galaxia.
Era una patraña bien contada. Bossk sabía que Rutallaroo jamás daría la espalda a su
pueblo (pocos wookiees lo hacían); sus cicatrices mostraban cómo había sido castigado
cruelmente por negarse a cooperar. A pesar de todas las torturas que sus carceleros le
habían infligido, no lograron quebrantar su espíritu de lucha. Rutallaroo le mostró los
colmillos a Bossk, levantó su brazo derecho y extendió sus garras descoloridas y
agrietadas.
Para corresponder a la orgullosa postura de Rutallaroo, Bossk deseó enfrentarse como
en los viejos tiempos, wookiee y trandoshiano, dientes y uñas. Desgraciadamente, estos
eran otros tiempos. Cuando Rutallaroo cargó contra él, el cazador le disparó una bala
aturdidora.
El wookiee no trastabilló ni se tambaleó y continuó corriendo. Bossk le disparó por
segunda vez y por una tercera. Rutallaroo absorbía las balas como si no fueran nada. Sus
captores anteriores seguro le habían dado tantos electrochoques que tenía fritos los
nervios. Las balas aturdidoras no iban a funcionar con él.
Sin tiempo para cambiar la configuración del rifle, Bossk lo soltó, aprestó sus garras,
mostró los dientes y siseó amenazadoramente con la lengua. Si este wookiee quería pelea,
la tendría.
Rutallaroo fue el primero en abalanzarse, pero Bossk se agachó y se lanzó a atacar
por la espalda al wookiee. La sangre negra tiñó las uñas del trandoshiano; sin embargo,
su oponente no aulló ni sollozó de dolor. Giró la cabeza y le obsequió a Bossk una torcida
sonrisa, que este interpretó como cualquier cazador hábil: el wookiee había soportado
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
demasiado dolor y dolor era todo lo que conocía. Eso lo volvía altamente peligroso, pues
no tenía nada que perder.
Rutallaroo atacó de nuevo, un manotazo que Bossk esquivó de lado. Lo que no había
anticipado fue que el brazo colgante del wookiee pudiera estirarse, atrapar el codo de
Bossk y clavarle las uñas agrietadas por entre las escamas.
Bossk siseó. Lo había engañado, después de todo el brazo de Rutallaroo no estaba
lisiado, fue una táctica de distracción. Sin embargo, no había sido una sorpresa del todo.
Pese a su reputación de ser criaturas de lo más honorables, los wookiees siempre jugaban
sucio. Esa era una de las muchas razones por las que los trandoshianos los odiaban.
Le dio un rodillazo al abdomen de Rutallaroo y forcejeó con él para liberar su brazo
de la llave del wookiee. Con las dos manos libres, aferró el cuello del ingeniero y lo
apretó. Terminar con el miserable dolor de aquella criatura sería lo más misericordioso,
pero la misericordia no se estilaba con los wookiees, especialmente cuando impactaban a
Bossk en su resultado final.
Bossk lanzó a Rutallaroo hacia el corredor, hubo un forcejeo y el wookiee se deslizó
al piso. Esta vez no se movió ni cambió de expresión: una sonrisa enloquecida se le
quedó fija. Bossk le respondió con una suya, victoriosa, con los dientes brillantes. Como
en los viejos tiempos.
Recogió su rifle y miró a sus adversarios derrotados, que yacían inconscientes o
inmóviles a lo largo del corredor. Le pareció extraño que ninguno de los wookiees
estuviera armado con un bláster, ni siquiera con una ballesta. Casi daba la impresión de
que habían montado la escena de una defensa convincente, sin arriesgarse a herirlo de
gravedad o matarlo.
Luego, para mayor misterio, las puertas al final del corredor se habían abierto ante él,
como invitándolo a entrar. Bossk se quedó quieto mientras apuntaba su rifle hacia la
puerta. Nadie le salió al paso, pero le llegó el más hiriente de los olores, cuya fetidez lo
había enfurecido cuando llegó a bordo. Quienquiera que estuviese tras aquella puerta era
miembro del clan de Chewbacca.
También había algo más en la pestilencia, como el almizcle quemado de la arena y la
mugre expuestos al sol ardiente. Por alguna razón, a Bossk le recordó la Scorch, las
llanuras cocidas por el calor solar de su planeta de origen, donde los trandoshianos
disfrutaban de tomar el sol y las madres acostumbraban poner sus huevos en los nidos.
La Scorch era también el lugar donde Bossk se había anotado sus primeros muertos,
al consumir al resto de la nidada. Aunque no recordaba aquel primer triunfo (ningún
eclosionado lo hacía), podía imaginarlo con detalles vívidos, incluidos los olores y
sabores, puesto que su padre solía contárselo orgulloso; de hecho, era el único relato que
Cradossk contaba de Bossk con orgullo.
El cronómetro del trandoshiano emitió un pitido. Le quedaban menos de dos minutos
antes de que arribara la nave prisión; aunque dada la extensión de la última riña, no le
sorprendería si Chainbreaker hubiera adivinado la trampa y estuviese calculando su ruta
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al hiperespacio. Tenía que asegurar su objetivo antes de que la cañonera huyese del
cinturón de asteroides con él en su interior.
Alerta a cualquier señal de oposición, Bossk apretó la culata de su rifle bajo el brazo,
colocó su dedo central sobre el gatillo y traspasó tranquilamente el vano de la puerta.
El puente no se parecía a nada que él hubiera visto en una nave wookiee. La
tecnología sustituía a la carpintería. Las consolas de computadoras rodeaban la cubierta.
Las pantallas tapizaban las paredes. Todo, desde cámaras de seguridad y cableado para la
notiweb hasta lecturas telemétricas, estaba monitoreado. Los datos todavía flotaban en el
aire, estremeciéndose sobre tabletas de proyección como mapas holográficos, perfiles
personales y coordenadas hiperespaciales. Como una silueta en la luz espectral, su viejo
enemigo estaba sentado en una mecanosilla.
—Chainbreaker —gruñó Bossk.
—Bossk’wassak’Cradossk —le contestó en la lengua materna de Bossk, mientras se
inclinaba hacia la luz.
El cazador nunca cuestionaba sus instintos, pero esta vez puso en duda sus sentidos.
Parpadeó e inhaló profundamente para descifrar si la figura ante él era una aberración o
una aparición. La forma no desaparecía, ni se evaporaba la fetidez. Sus sentidos no lo
habían llevado por mal camino.
Este era Chainbreaker, pero no el que él, o cualquiera en la galaxia, hubiera esperado.
Pues el infame renegado wookiee no era tal, sino una hembra trandoshiana.
Bossk se quedó de pie, con el dedo en el gatillo y la comezón de tirar de él y
averiguar más. Era inimaginable, indignante, una violación profana de todos los
principios de su cultura, que una de los suyos transportara wookiees fugitivos hacia la
libertad. Desde el momento de la eclosión, se arraigaba en la naturaleza de los
trandoshianos que los wookiees eran sus enemigos mortales, los perpetradores de
crímenes incontables contra su especie a través de los siglos. Bossk jamás habría
concebido, ni en miles de años, que una trandoshiana ayudara activamente a escapar a sus
enemigos de una venganza bien merecida; era un sacrilegio.
Aun así, lo más formidable de una cacería a menudo revelaba las verdades más
obvias. La identidad de Chainbreaker explicaba por qué nunca había aparecido una
imagen confirmada de ella. Ni un holograma, ni una instantánea, ni siquiera la
descripción aportada por un testigo. Todo cazarrecompensas en el negocio había supuesto
que Chainbreaker era un wookiee, mientras se maravillaba de cómo este enigmático
proscrito conocía los detalles más intrincados del tráfico de wookiees, las rutas de vuelo
de las naves prisión, los puntos de venta y transferencia, los cazadores trandoshianos
involucrados y la ubicación de las instalaciones secretas de detención del Imperio. La
verdad era tan sencilla, tan simple, que nadie la había visto, ni siquiera Bossk.
Chainbreaker sabía todos esos secretos porque ella misma era una trandoshiana y estaba
en comunicación con otros cazadores del mismo origen. Los había timado a todos.
Bossk hizo algo que no había acometido en muchas, muchas cacerías. Se rio con
carcajadas bruscas y alegres ante lo absurdo de todo aquello.
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mundo en la galaxia sabe que esos brutos no crían neonatos doshianos. Se comen los
huevos como postre.
—¿Has visto a algún wookiee comerse un huevo trandoshiano? —preguntó sin
parpadear.
No, Bossk no lo había visto, pero ese no era el punto.
—Sé que les parecen más sabrosos que esas porquerías de moras wasaka rancias.
—Mentira. Como todas las que cuentan los trandoshianos sobre los wookiees.
Distorsiones e inventos para incitar a la guerra entre especies. Excusas para que ustedes
cometan genocidio.
—No me vengas con cuentos. Realmente te criaste con su leche, ¿verdad?
—Solo digo la verdad y trabajo en el rescate de quienes me salvaron.
Como para conferir legitimidad a sus mentiras, lanzó una nube de olor a clan,
demasiado conocido para su hermano. A diferencia de cuando lo percibió en el corredor
de la nave, allí en el puente era tan potente que casi lo sofocó.
—Tú —dijo jadeante—, tú pertenecías al clan de Chewbacca.
—Por muchos años. Su padre, el sabio Attichitcuk en persona, fue mi mentor.
Bossk no era de los que a menudo tenían dudas o recelos. Para él, la vida era fácil y le
gustaba de esa manera. Era cazar o ser cazado, disparar primero, y nunca, pero nunca,
preguntar. Sin embargo, ahora su cabeza bullía repleta de preguntas: acerca de su padre y
de su supuesta hermana, sobre su papel en todo ese desastre. Se encontraba en un estado
que rara vez experimentaba. Estaba total y completamente confundido.
Recobrado el aliento, Bossk suprimió su confusión y volvió a lo que siempre le
funcionaba. Dio un paso hacia ella con el rifle por delante. Tanto si era de verdad su
hermana como si le decía la verdad o verdades a medias, no iba a tolerar más sus
traicioneros caprichos.
—Pongámoslo fácil para los dos. Dirige la nave al asteroide X342 en el Borde
Exterior.
—Ya lo hice.
—¿Qué?
—Pensé que querrías un aventón a tu nave.
—¿Cómo sabes dónde oculto mi…? —un bip lo interrumpió.
—Una señal de tu cronómetro —comentó ella.
Bossk miró la carátula, el tiempo había llegado a cero. El hecho de que en este
momento Chainbreaker no mirase a la nave imperial solo podía significar una cosa.
—Sabías que iba a estar aquí —afirmó Bossk.
—Sí. Quería conocerte y me pareció que esta era la mejor oportunidad.
—La nave prisión de los wookiees…
—Aparece en el horario que enviaste, pero no en los cientos de otros horarios y
reportes que recibí —aclaró ella—. Buen truco, lo acepto, mejor que el de otros que han
tratado de detenerme. Sin embargo, hace mucho que practico este juego como para caer
por algo así.
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—¿Cientos de horarios? —preguntó Bossk con los ojos puestos en las consolas y
proyecciones que la rodeaban.
—A veces miles. Es difícil seguirles el rastro a todos —señaló los aparatos alrededor
de ella—. Anda, puedes verlo por ti mismo.
Aunque mantuvo el rifle apuntado a ella, Bossk se paseó por el puente, observó los
monitores, las pantallas, los mapas holográficos. La mayoría de los monitores rastreaba a
wookiees proscritos como Maromaka, Tossonnu y Wullffwarro, quienes eran parte de
una red clandestina que transportaba a los wookiees a la libertad. Todos nombres
famosos, con precio puesto a sus cabezas.
—Muy impresionante —concedió Bossk.
—Se lo diré a Rutallaroo —contestó ella—. Él fue quien organizó la mayor parte.
—Ya no organizará nada después de la paliza que le di —bufó él.
Una mesa de proyecciones cerca del centro captó la atención de Bossk. Se acercó a
ver los hologramas en miniatura de él y de su nave conforme giraba sobre la mesa.
—Así que me sigues también —señaló.
—Vigilo a todos los que amenazan la causa —dijo convencida.
—Odio decírtelo, pero ayudar a los wookiees no es una gran causa; es traición de la
peor clase.
—Según tú —acotó ella.
—Según cualquier trandoshiano —replicó, sin reforzar el argumento, tan asombrado
estaba por lo que veía en la mesa de proyecciones: desplegaba no solo la bitácora de sus
paraderos más recientes, sino una completa historia personal. Había un informe de
cuando se alistó en un pelotón rodiano en Goroth Prime; otro en el que ayudaba a un
agente antinarcóticos quor’saviano en Uaua; otro donde silenciaba a los monjes locos de
Xo; en otro más recolectaba recompensas en Taldorrah, Lothal, la Luna Plateada de
Acomber, y hasta había uno referente al desastroso incidente en Gandolo IV.
Miró a su hermana a través de los ojos entrecerrados.
—¿Cómo sabes todo esto? ¿Pusiste un localizador en mi nave?
—Por favor, hermano, yo no hago las cosas así. Digamos que tengo mis fuentes.
Bossk descubrió una potencial fuente en los datos de la consola cuando abrió un
archivo de correos, todos dirigidos a él.
—¡Interceptas mis comunicaciones privadas!
—Intercepto todo —fue la respuesta de ella.
—Eso es imposible. La Hound’s Tooth tiene un transceptor con los últimos códigos
encriptados, el mismo modelo usado en los destructores estelares.
—¿Quién crees que lo diseñó para el Imperio?
Bossk gruñó, deseoso de no oír pronunciar nunca más el nombre de Rutallaroo. No
obstante, si Chainbreaker había obtenido todas sus comunicaciones, ¿sería posible que
hubiese interceptado el mensaje más reciente que había recibido y que bloqueara su
recepción completa?
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hasta Rutallaroo, con las garras retraídas y una sonrisa lunática más amplia aún. En lugar
de sus armas previas, todos llevaban ballestas cargadas y apuntaban a Bossk.
—¡Por mis tripas! —murmuró el cazador; ya era raro que Rutallaroo fuera inmune a
sus disparos, ¿pero todos?—. ¡Mis tiros derriban a bestias enormes!
—Mis amigos han padecido peores tratamientos a manos de los imperiales de lo que
tú les hayas hecho —dijo Chainbreaker.
Bossk apoyó la boca de su rifle en la cabeza de ella.
—Bajen sus armas y quiten los dedos de los gatillos —les dijo, sabedor de que todo
wookiee digno de tal nombre entendía doshiano—, ¡o haré pomada los sesos de ella!
Los wookiees gruñeron, pero fue Chainbreaker quien habló.
—Sabes muy bien que yo soy la única que puede reproducir el mensaje.
Bossk observó el puente y a sus atacantes para evaluar cómo podía abrirse paso y
salir. Si se deslizaba de consola en consola, usándolas como protecciones, sería capaz de
neutralizar a la mayoría de wookiees. Ellos lo único que necesitaban era una riña que
estallase cerca de él; como eran ocho contra uno solo, las posibilidades de esquivar todos
los proyectiles de ballesta eran nulas.
—El favor que mencionaste —le dijo a Chainbreaker—, ¿en qué consiste? ¿Quieres
que capture o que mate a alguien?
Ella giró ligeramente uno de sus traviesos ojos anaranjados para enfocarlo en él.
—Hablas como un verdadero hijo de Trandosha.
—Eso es lo que soy y tú también.
—Nunca dije que fuera otra cosa —repuso, al tiempo que su garra de tres dedos
clicaba en el reposabrazos de la mecanosilla—. El favor es muy simple. Quiero que me
prometas dejar de hacer lo que haces.
—¡¿Dejar qué?!
—Dejar de cazar wookiees.
Bossk soltó la risa involuntariamente, una convulsión de siseos, resoplidos y
graznidos.
—No hablas en serio. De entre todos los seres, ¿quieres que yo renuncie?
—No sugiero que cambies de carrera, solo que dejes de perseguir recompensas por
los wookiees.
—Eso es como pedirle a un trandoshiano que no produzca escamas —aclaró él,
mientras intentaba recuperar la compostura.
—No he cambiado de escamas en años.
—No me extraña que huelas tan mal —le dijo, pero ella lo ignoró.
—La galaxia está repleta de recompensas por la captura de criminales, estafadores y
asesinos. ¿Por qué no escoges perseguirlos a ellos en vez de a los wookiees?
—Los trandoshianos persiguen a los wookiees. Hasta tú lo sabes. Es como son las
cosas.
—Pero pueden ser de otro modo, especialmente cuando están basadas en mentiras.
Podemos cambiar eso.
LSW 207
Varios autores
LSW 208
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Con la garra del pie, Bossk rascó el piso de wroshyr. Ella lo engañaría, solo que él no
imaginaba cómo. En las presentes circunstancias, no veía alternativa más que hacer la
promesa.
—¡Está bien!
—¿Prometes dejar de perseguir a los wookiees?
Bossk gruñó por lo bajo, por lo cual su asentimiento fue inaudible. La voz calmada de
ella adquirió fuerza para urgirlo:
—¡Pues dilo!
Bossk enroscó la lengua con desprecio. Su garra del pie escarbó en el piso hasta hacer
saltar astillas de la madera, y el dolor recorrió su pierna. Carraspeó.
—Dilo —repitió Chainbreaker—. Quiero que los wookiees te oigan decirlo.
Dejó escapar el aliento, se miró los pies; no honró a los wookiees con su mirada.
—¡Lo… prometo! —casi escupió la última palabra.
—Muy bien. Bossk, vas a contribuir a hacer una nueva galaxia —dijo ella, con un
tono casi optimista, algo extraño para una trandoshiana—. Como acordamos, reproduciré
completo el mensaje.
—Hasta lo último del final —le advirtió. Quería las coordenadas y largarse cuanto
antes de esta odiosa nave.
Ella pulsó más puntos táctiles en el brazo de su mecanosilla y reaparció el holograma
del teniente Veit sobre la mesa de proyecciones. «El sitio de encuentro está a las ocho,
cuatro, dos, punto, tres en el sistema Anoat. Preséntese en siete horas estándar a partir de
la recepción de este mensaje. Nos veremos allí». El holograma se desvaneció otra vez.
Bossk sabía que el sistema Anoat estaba a un brinquito del cinturón de asteroides
Rycep. Si regresaba ahora a la Hound’s Tooth, podría usar su hiperpropulsor y, con un
poco de suerte, llegar a tiempo para la cita.
—Antes de irte, toma esto —le pidió Chainbreaker, mientras manipulaba el tablero en
el brazo de la mecanosilla y hacía saltar de una hendidura un datacubo—. Contiene el
mensaje y alguna otra información.
—¿Otra información? —repitió Bossk al atrapar con su mano libre el datacubo.
—Es evidencia que prueba cuántas afirmaciones infundadas y mentiras han dividido
nuestras especies a lo largo de los siglos.
—Propaganda. Conspiraciones.
—Míralas por ti mismo y luego decide qué son. Pregúntate por qué debemos andar
tras las gargantas de otros. La reconciliación entre wookiees y trandoshianos es posible.
—Como digas, «hermana» —Bossk se guardó el datacubo en el bolsillo del cinturón
y luego salió con cautela de la cámara de Chainbreaker, con el rifle en posición de ataque.
Los wookiees hicieron los mismo con sus ballestas, pero se desplazaron a un lado para
dejarlo pasar por la puerta.
A medio camino de la salida, volteó a ver a Chainbreaker, con la sensación de que
algo faltaba. Él sabía de qué se trataba, qué truco le ocultaba. Aunque la sinceridad
siempre fue la menor de sus inclinaciones, ahora le parecía de lo más apropiado.
LSW 209
Varios autores
—El trabajo mencionado en el mensaje, ¿sabes a quién quiere el Imperio que atrape?
Chainbreaker asintió, sentada como la primera vez que la vio, como un espectro en
medio de la luz electrónica de los hologramas y el brillo de las consolas.
—¿Hay alguna prueba mejor que impedir que persigas a quien percibes como tu
archienemigo?
Bossk vio las ballestas que le apuntaban.
—¿Qué sucede si no paso tu prueba?, ¿si rompo la tonta promesa y persigo a
Chewbacca o a otro wookiee?
—Serás perseguido como ninguna otra presa en la galaxia y sufrirás una ira que eres
incapaz de concebir —afirmó ella—. Pero eso no va a pasar. Tengo fe en que cumplirás
tu palabra. Debemos confiar el uno en el otro si es que alguna vez va a haber
reconciliación. Confío en ti.
—¿Por qué confías en mí? Sabes lo que soy.
—Por supuesto que lo sé. Eres mi hermano —concluyó con un parpadeo de sus ojos
anaranjados.
LSW 210
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
¡SE QUEDA!
Daniel José Older
¡Hola, Parazeen, deseo que estés leyendo esto! Debo admitir que me preocupé un poco
cuando te presentaste como voluntario para esta misión, pues sabía que tu abuelo Mozeen
tenía algo que ver, eh, con los complicados sujetos principales, pero tal como señalaste
(muchas veces), has sido pasante por un tiempo y ya es hora de publicar algo con tu
firma. De todos modos, sabes que es un artículo importante por varias razones, así que
estoy seguro de que te aplicarás a fondo, como lo has hecho cuando aprovisionas a la
oficina de café y deliciosas golosinas. ¡Paso de inmediato a revisarlo! Los comentarios
van al margen.
TK-7, Droide Editor en Jefe,
Galactic Digest, Oficina de Cultura
TK-7: Puede que sea yo, pero… este encabezado suena un poco
sarcástico. Tal vez si quitamos las comillas parezca más genuino. ¡Gracias!
LSW 211
Varios autores
—¡Zuckuss, soy yo! —grita una voz desde la bahía de atraque. Me doy vuelta y veo
cómo se acercan Zuckuss y 4-LOM, los infames cazarrecompensas. Corrijo:
excazarrecompensas. El comunicado de prensa, que fue enviado junto con un abultado
donativo para la editorial de esta revista, los describe como «empresarios compasivos y
barones de la beneficencia», que se han «arrepentido y reformado de sus comprensibles
conductas pasadas».
TK-7: Posiblemente aquí también sea mejor quitar las comillas. ¡Gracias!
TK-7: ¡Así como cualquier mención al comunicado de prensa! ¡Gracias! Y
también a cualquier suma de dinero que pueda haberse recibido, o no, por
esta publicación. ¡Gracias!
¡Estoy seguro de que las personas que asesinaron se sienten tan reconfortadas!
—Tú eres el chico de Parapa, ¿no? —me preguntó Zuckuss, mientras metía su
gigantesca cara insectoide y su respirador lleno de mocos en mi espacio personal.
—¡Es él, es él! —confirmó 4-LOM con su monótona voz de droide—. O, al menos,
son el equipo y atuendo registrados a nombre del heredero más joven del Cartel de
Parapa.
Ambos se veían un poco nerviosos. Zuckuss bizqueaba, ceñudo, mientras sus gruesos
dedos se retorcían incansables. 4-LOM se balanceaba de atrás para adelante. Supongo
que esperaban a un diminuto frizznoth, que apenas les llegara a los tobillos, pero adentro
de mi traje mecánico tengo la misma estatura que ellos y me veo igual de formidable.
O tal vez vieron en mí a mi abuelo y todo el caos y la destrucción que acarreó a sus
vidas minúsculas y patéticas.
—Zuckuss está ansioso de hablar contigo sobre nuestra empresa de beneficencia —
dijo Zuckuss, y me sentí satisfecho de que mis ojos giratorios estuvieran cubiertos por
capas de acero y cableado—. Y mi socio 4-LOM también lo está.
El droide dejó escapar un gruñido no concomitante.
—Sí —les respondí—, tengo algunas preguntas sobre a dónde van a parar
exactamente los donativos que piden.
LSW 212
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
—Hace tiempo que no vienes por aquí, ¿eh? —resopló Zuckuss, quien entregó su
rifle GRS-1 de cañón largo, y lo mismo hizo 4-LOM a petición suya.
—Los patrones siguen matándose entre ellos —masculló el bravucón del puesto, con
la garra tendida hacia el droide—. Bláster.
—Sí, aún lo hacen —murmuró Zuckuss.
4-LOM se encogió de hombros mientras entregaba su bláster.
—De todos modos, mi cuerpo entero es un arma —alardeó el droide.
—Entonces, tu cuerpo entero no puede entrar en el local de Freerago —contestó el
bravucón sin rodeos.
—Vamos, vamos —se rio Zuckuss—, el buen droide estaba simplemente haciendo un
chiste a costa de Zuckuss.
—¿Quién es Zuckuss? —preguntó el bravucón con la peluda ceja levantada.
Se produjo una pausa incómoda. Entonces me volví hacia mi propia arma, una
Magalor roto-snipe 500, calibre siete, y avancé. (INFORMACIÓN COMPLETA. Como
4-LOM, mi cuerpo entero también es un arma si se toma en cuenta mi traje y que estoy
entrenado en varias artes marciales espaciales de toda la galaxia.)
El Merendero del Satélite de Freerago se anima con risueños rodianos, ithorianos
chismosos, un solo hutt de aspecto muy moroso con varios guardaespaldas situados en
los alrededores, y un grupo de pequeños bombraks peludos y grasientos, quienes
probablemente se tomaban un descanso del vecino taller de reparaciones. Me encanta este
lugar.
—Así que —comencé a decir metiéndome en el puesto después de Zuckuss— han
dejado la caza de recompensas para entrar en el terreno de filantropía —terminé y sin
tapujos puse mi grabadora sobre la mesa, con la luz roja encendida por estar en
funcionamiento.
—Terminamos para siempre con la caza de recompensas —insistió Zuckuss,
entrechocando las palmas con los dorsos de las manos para dar mayor énfasis.
Frente a nosotros, 4-LOM miraba vaciamente a su estridente patrón.
—¿Qué fue lo que trajo ese cambio tan repentino a sus carreras?
—¡En serio! —dijo vagamente el de gand mientras se movía alrededor y murmuraba
algo ininteligible.
—¿Disculpa?
LSW 213
Varios autores
TK-7: ¡Oh! He trabajado con Vap Tomulus varias veces. Creo que es quien
nos envió el comunicado de prensa que desembocó en este articulo.
Siempre es muy cortés y amistoso con sus mensajes. A veces un poco
más de lo necesario.
LSW 214
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
—Es el responsable de redactar nuestros mensajes para las masas —agregó 4-LOM.
—¿Puedo sentarme? —dijo Vap y se puso a su lado—. Gracias, de acuerdo. Tú debes
ser el joven Parapa. Oí hablar mucho de ti. Fantástico, fabuloso. Me encanta. ¡Y me
encanta que te dediques al periodismo! Vaya forma de ir contra el legado familiar,
¿verdad? Sé un poquito de eso yo también, de cómo apartarme de los legados familiares.
Oye, pero esa es otra historia.
Lo miré con los inescrutables ojos rojos del traje mecánico.
—Bueno, grandioso —farfulló Vap—. Fantástico. De todos modos, no me importa.
Estoy aquí para vigilar a mis clientes y asegurarme de que les den un buen tirón de cola,
¡si entiendes lo que quiero decir, ajá!
Sonrió con todos sus dientes de fuera, como si su cabeza se hubiera convertido en una
gigantesca boca deslumbrante.
—Ibas a contarme a dónde van a parar todas las donaciones —insistí.
—Ah, sí, sí —dijo Zuckuss—. Bueno, puesto que Zuckuss y sus compatriotas ya no
tienen que ver con el negocio ilícito de la búsqueda de recompensas…
—Sobre lo cual ninguno de nosotros puede confirmar ni desmentir que haya estado
involucrado en ello —intervino Vap, pero lo ignoraron.
—Como parte de nuestro nuevo esfuerzo empresarial, hemos dispuesto un fondo para
ayudar a los niños huérfanos de Korbatal —aseguró Zuckuss meneando la cabeza con
gesto fúnebre—, una pequeña luna en el sistema Trymant que tristemente fue destruida.
Una búsqueda rápida en la base de datos indicó que Korbatal de verdad había sido
destruida, junto con varias otras lunas del sistema Trymant… hace dos siglos en una de
las emergencias relacionadas con el Gran Desastre del Hiperespacio.
TK-7: ¡Ay!
—Esos pobres niños huérfanos —dije con voz átona— deben ser muy viejos. ¡Qué
pena!
—Mmmmmmmmm —musitó Zuckuss.
—La cuestión es —intervino Vap— que la fundación espera ayudar a los huérfanos
de los planetas arruinados en toda la galaxia. ¡Hay tantos! Tú sabes.
—¿Como Alderaan? —sugerí y de pronto se hizo el silencio en la mesa.
Sin embargo, aparte de unos rápidos pinchazos sobre los genocidios politicamente
incómodos, la historia aquí era que estos individuos no estaban en el nivel que habían
hecho creer a la galaxia. Por desgracia, aunque era evidente para cualquiera que prestara
atención, no había una verdadera historia hasta que se probaran los hechos.
LSW 215
Varios autores
—Un café negro y dulce —anunció el mesero, dejando caer en la mesa la bandeja con
las bebidas—. Un café con crema extra para Zuckuss, y una leche azul sin espuma con un
doble toque de azufre para el del peinado raro.
Nos quedamos viendo por un momento.
—¿Algo más? —preguntó Beeznusa.
—El punto es —continuó Vap, sin hacerle caso— que estamos aquí para hacer
¡AHHHHHHH!
Su explicación se convirtió en un grito gutural cuando una espada afilada cortó
zumbando el aire detrás de mí. El filo le rebanó una lisa tajada de carne del hombro y la
espesa sangre negra salpicó todo a 4-LOM, que sollozó y se hizo a un lado.
—¡Ah, inútil y bestiosa pila de... ah exexcremento! —gritó una voz conocida cuando
dos poderosas piernas mecanizadas aterrizaron en nuestra mesa. El café y la leche azul se
desparramaron por todas partes mientras la gente se atragantaba, Es una voz que conozco
de toda la vida, de cuando me cantaba para arrullarme cuando yo era un frizznobebé, una
voz que para mí significa hogar.
—¡Mozeen Parapa! —gañió Zuckuss mientras buscaba entre sus ropas el bláster que
dejó a la entrada—. ¿Cómo nos encontraste?
TK-7: Espera…
LSW 216
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
TK-7: Cálmate.
—No estoy aquí por los diamantes argazdanos en bruto que nos robaste —dijo mi
abuelo. Zuckuss y 4-LOM se miraron mientras mis cejas se alzaban hasta el tope de mi
cabeza—. Aunque —añadió el anciano— nos sirvieron para rastrearlos hasta aquí.
—No mencionaste haber usado diamantes robados como inversión inicial para
nuestra empresa —señaló 4-LOM.
—Y tú no compartiste ninguno con Zuckuss —dijo este.
Varios clientes gateaban hacia nosotros, según advertí. Uno de los ithorianos. Un
zabrak que cenó a solas. Alguien con armadura de cuerpo completo, que cojeaba y
esperaba su comida para llevar cuando llegamos. Debían ser gente de Vap, posiblemente
a la espera de una señal para actuar.
—No estoy aquí por los diamantes —ruge el Abuelo Mozeen con un tono de voz que
anuncia que la erupción de violencia está por empezar—. Vine por la masacre en Suba
Tren.
Un ruido brota de la cocina y luego entra un enorme gamorreano que gañe y gruñe.
Ese debe ser Freerago.
—¡No maté a propósito a esos frizznoths! —suplica Vap.
—Entonces, tampoco te asesinaré a propósito —responde el Abuelo Mozeen.
—¡No derramen sangre en mi local! —clama Freerago.
—No te preocupes —grazna el Abuelo Mozeen—. No va a tardar mucho —dijo y con
un solo movimiento corta la cabeza de Vap Tomulus, la cual aterrizó en el piso con un
ruido sordo y una salpicadura sobre la mesa húmeda.
—Ay.
TK-7: ¡Caray!
LSW 217
Varios autores
—¡Abuelo! —grité.
Se levantó el visor del traje mecánico del Abuelo Mozeen y su carita complacida me
hizo un guiño.
—¿Cómo estás, pequeño?
—¡Traición! —gritó 4-LOM al mismo tiempo que derramaba una ronda de disparos
láser desde un minibláster TYX que debe haber ocultado del bravucón. La mayoría sale
hacia los lados (él todavía está tratando de soltarse del cuerpo decapitado de Vap), pero
unos pocos dan en mi traje mecánico.
—¡Barabarabara kikataaaa! —aúlla alguien al otro extremo del local, pero no llego
a verlo. Vuelan hacia nosotros más chorros de láser desde la puerta, mientras el grupo de
ithorianos sacan sus garrotes y se abren camino a golpes con los que les salen al paso.
—¡Abajo! —grita el Abuelo Mozeen, pero él no se agacha; en vez de eso, patea a
Zuckuss en la cara y luego salta desde la mesa hasta el nudo de cuerpos que forcejeaban.
Zuckuss gira y con un gemido va a dar al suelo. Algo gotea sobre mi traje mecánico.
Algo rojo; me doy cuenta al seguir su rastro hasta el torso de Vap, que está caído sobre la
mesa.
En ese momento, el mundo parece ponerse al día para mí. Todo había estado tan
silencioso hasta entonces, tan ruidoso y quieto, con todos los alaridos y golpes y láseres
vaciados unos contra otros, que se volvió un manchón de ruido blanco sin significado, o
bien, significaba todo y nada.
Normalmente es entonces cuando me tocaba brincar y asegurarme de que el viejo
estuviera bien. Pero la verdad, el viejo estaba más que bien y claramente no necesitaba
refuerzos de momento. Además, se suponía que yo estaba allí en calidad de periodista, no
como parte del caos. De todos modos, ningún otro miembro de nuestro cartel se había
unido a la riña; debían estar esperando afuera del merendero. Allí andaban Beebatee, un
primo con quien crecí, y Zafeen, que me había dicho que estaba enamorada de mí cuando
nos escondíamos debajo de las escaleras en el complejo de Mar Kalapa. Ellos pisaban
fuerte entre las mesas en sus relucientes trajes mecánicos, e interferían, mientras el
Abuelo Mozeen peleaba con un grupo de lo que supuse era gente de Vap.
Cada patada y disparo son claros ahora. He perdido el rastro de mis sujetos
principales, 4-LOM y Zucuss. No veo la lógica de la pelea, pero puedo sentir su balanceo
interno, el impulso que la lleva hasta el borde del merendero y… hacia mí.
—Abajo, dije —grita de nuevo el Abuelo Mozeen y por fin me arrojo debajo de una
mesa, exacto cuando el dug que nos había traído las bebidas aparece de un salto detrás
del mostrador con un enorme cañón en cada pie. Parece como si el tipo llevara toda la
vida esperando desencadenar una cruel muerte sobre dos docenas de clientes.
—Les advertí, tontos —murmura Freerago cuando busca a saltos dónde esconderse.
¡Fuaaayum! ¡Fuaaayum! ¡Fuaaayum!
Los láseres de Beznusa retumban, rompen los cristales y mandan a todo el mundo a
un clavado frenético hacia el piso.
LSW 218
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
—Sabes, Parazeen —me dice mi abuelo mientras gatea bajo la mesa junto a mí—,
todos estamos muy orgullosos de ti.
Se abre la careta del casco y yo hago lo mismo.
—Abuelo —le dije—, porfa, no me jaggas esto. Niet agora.
—No —le mentí, pero eso se derrumbó de inmediato cuando sus carcajadas brotaron
a mi lado—. De acuerdo, sí, un poco. ¡Estaba tras algo de veras grande! Era mi primera
oportunidad en la revista.
Más ruidos de pelea sonaron sobre nuestras cabezas y el Abuelo Mozeen dijo:
—Ah, sí, la publicación donde has estado desperdiciando tus talentos y dejando que
te salgan llagas y moho, mientras les llevas café a los que escriben basura fofa y aburrida
acerca de cuán maravilloso es el Imperio, ¿no?
—Esa es.
—¿Qué es lo central de la historia que tratas de contar? —me preguntó Zafeen sin
sonreír; lo dijo en serio.
—Es sobre la existencia de diferentes tipos de criminales —dije y al hablar fui
consciente de que era verdad—. Mientras la galaxia ve la falta de legalidad como una
gran cosa mala, la verdad es que hay delincuentes como Zuckuss y 4-LOM que hacen
presa de los indefensos y persiguen a quienes luchan por la libertad por dinero, para
mantener este vil régimen.
—Grr —gruñó el Abuelo Mozeen.
—Y hay malhechores como… —mi voz se apagaba mientras mis ojos iban desde mi
amiga de toda la vida hasta mi querido abuelo—. Como nosotros —completé y por un
momento disfruté de las sonrisas de ambos—. Nosotros, los Parapas, puede que no
obedezcamos la ley, ni seamos los más diplomáticos o compasivos, pero odiamos al
Imperio y nos regimos por un código.
LSW 219
Varios autores
—Bueno —intervino mi abuelo—, en ese caso, será mejor que sigas en movimiento.
Seguí su mirada hasta donde Zuckuss y 4-LOM gateaban sobre manos y rodillas
hacia la puerta.
—Pero yo…
Mi voz se desvaneció al tomar conciencia de lo que quería decirme el anciano y lo
que debía hacer.
—Cuidaremos tu traje, ¿eh?
Asentí mienras la energía de mi traje se apagaba. Salté fuera de él y me abrí paso en
medio de la carnicería que cubría el piso.
El mundo entero era una cacofonía de fealdad sudorosa y sofocante. Apenas podía
respirar. En cualquier momento podían descubrirme y matarme.
Sin embargo, esto es real. Es el verdadero campo de trabajo, la imparable ferocidad
del núcleo duro del periodismo que desde hacía tanto tiempo yo deseaba dar a conocer al
mundo. El Abuelo Mozeen, Zafeen y Beebatee pertenecen a un tipo de guerrero, es
cierto, pero he encontrado mi propio tipo de belicosidad, mi propio fuego, y seguro que
implica de vez en cuando colarse en una nave imperial, un destructor estelar, mientras me
escondo en los pliegues del apestoso manto de un gand famoso; sin embargo, es fuego.
Desde algún lugar cercano, me llega una voz grave y entrecortada. La amortigua el
atravesar tantas capas de tela y armadura, pero es inconfundible. Lo más importante es
que tiene la suficiente fuerza para que la registre mi grabadora: «Habrá una jugosa
recompensa para quien encuentre al Halcón Milenario», dice Darth Vader. «Pueden usar
los medios que estimen convenientes, pero los quiero vivos», y añade tras una pausa:
«No los desintegren».
Oigo el suspiro ronco y excitado de Zuckuss, y sonrío.
LSW 220
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
LA ESPERA
Zoraida Córdova
Boba Fett tenía muchas habilidades y una sola virtud, que no era la paciencia.
Tras ser convocado por Darth Vader con el cebo de una nueva recompensa, Fett tomó
la decisión imposible de dejar cuanto estaba haciendo, lo cual incluía un trabajo. No
quería que nadie pensase que se volvía blando, que no podía manejar un indicio, por
pequeño que fuera. El botín en cuestión era un esmirriado y chillón sullustano con
papadas colgantes que había incumplido un contrato con Jabba el hutt. La galaxia
rebosaba de idiotas, pero este era un idiota de cuyo caso Fett podía obtener créditos.
O lo habría sido si la imagen holográfica de Vader no hubiera aparecido con
instrucciones que sonaban más bien como órdenes. Él no recibía órdenes de nadie, pero
sabía muy bien lo que era decirle no a un Lord Sith. No era que lo temiera ni nada
semejante. No con exactitud. Sin embargo, era preferible tener como aliado a Lord Uff y
Puff que como enemigo. Por lo tanto, Fett cedió su trabajo a un novato que estaba en la
nómina de Jabba y deseaba hacerse un nombre propio. Nadie podría decir que de vez en
cuando el viejo Fett no le tiraba un hueso a un perro bisoño.
Mientras esperaba las coordenadas en la quietud de su nave, Fett captó el reflejo de su
imagen. De pasada, pensó que necesitaba afeitarse, cuando se encendieron las luces
indicadoras de un mensaje entrante. Marcó el rumbo y llevó a la Slave I a un campo de
asteroides. Por muy poco, esquivó un pedrusco que alcanzó a golpear su cabina, nada que
no pudiera manejar, pero hubiera agradecido una advertencia previa. Después de
transmitir su código de autorización, atracó en la bahía del hangar de la Executor, donde
le indicaron que esperara. «Esperar». Podría haber entregado y cobrado a Jabba al tipo
que buscaba, quizás hasta tomarse una cerveza en la cantina de Chalmun y llegar acá con
tiempo de sobra.
LSW 221
Varios autores
Fett respiró hondo, se pasó la mano por los cabellos de la nuca, selló su casco,
verificó su bláster y desembarcó. Admitió que el acorazado estelar de Vader era
imponente. Pulcra y metálica en una forma que hacía parecer pedazos de chatarra de jawa
las naves de los cazarrecompensas atracadas. Los stormtroopers y los grupos de oficiales
deambulaban con rapidez. Captó varias muecas de desprecio lanzadas a su paso. Hasta
escuchó pronunciar su nombre, murmurado por los labios de un pelirrojo de cara estirada:
Boba Fett.
Tuvo la sensación de que su presencia no era bienvenida, como tampoco la de los
otros cinco cazarrecompensas dispersos por ahí. Saludó con un gesto de la cabeza a
Bossk y a Dengar. Los otros tres le parecieron conocidos; no obstante, la mayoría de
mercenarios se confundían en su mente. Había dos droides y un gand con un respirador
circular que lo hacía parecer el tiro al blanco ideal. Fett no dijo nada, simplemente
«esperó» con los otros.
—Boba —siseó Bossk a modo de saludo.
Cuántas veces se suponía que le dijera al viejo trandoshiano que debía decirle Fett o
Boba Fett, porque ya no era un chiquillo. Seguramente tenían una historia juntos. Es
probable que Bossk fuera la cosa más parecida a un amigo, si de verdad quisiera tener un
amigo.
Antes que Fett pudiese replicar, se les acercó uno de los oficiales vestidos de negro.
—Les toca, síganme.
«Les toca». ¿Acaso Vader los amenazaba al punto de que hicieran el trabajo por
ellos? Boba Fett se mofó de los oficiales, típicos imperiales.
El centinela y los droides de protocolos convertidos en cazarrecompensas casi
pisaban los talones del oficial conforme recorrían los pasillos relumbrantes, con los
ruidos del metal y de las fuertes pisadas que marchaban con ritmo uniforme.
A su izquierda, olió a Dengar antes de que este se colocara a su lado, con su rifle
Valken-38 apoyado en el pecho. El tipo se había gastado casi la mitad de sus créditos en
la compra del raro incienso de Felucia que se pegaba a la chalina mugrosa que usaba todo
el tiempo. Cuando trabajaron juntos, Fett nunca había visto que el corelliano lavara su
ropa. Por lo visto, la higiene no estaba a tono con el territorio. Fett frotó una costrosa
mancha marrón de su guante sin preguntarse de qué sustancia había sido.
—¿Alguna idea sobre este trabajo? —preguntó Dengar. Su voz era más ronca de lo
que Fett recordaba.
Miró arriba y abajo los corredores. Los oficiales apresuraban el paso. Él podía sentir
la menor inclinación, como que la Executor realizaba un giro cerrado para perseguir algo.
O a alguien.
—Apuesto veinte créditos a que se trata del Halcón Milenario.
—Acepto —dijo Dengar, sonriente.
Bossk refunfuñó y dio un paso para situarse junto a ellos.
—Le entro a la apuesta con otro tanto. Lo valdrá cuando agregue el pellejo del
wookiee a mi colección.
LSW 222
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
—El Imperio los busca —reflexionó Dengar—, Jabba los busca. ¿Cómo es que una
escoria de rata como Solo se enredó con la nave más buscada en la galaxia?
—Entre él y el wookiee poseen medio cerebro, suficiente para haberse unido a la
Rebelión —explicó Bossk.
—No logro imaginar —señaló Dengar encogiéndose de hombros— cómo hacen para
seguir escapando en ese pedazo de chatarra que es su nave.
—Es cuestión de suerte —les aseguró Fett. Sin embargo, sus entrañas le dijeron que
había algo más en esta persecución, que siempre había sido un error de Bossk y de
Dengar. Iban tras sus objetivos, pero nunca se metían dentro de sus mentes. Había
Rebeldes esparcidos por todo el espacio, donde esperaban y se reagrupaban. Vader estaba
obsesionado con esa nave y sus tripulantes. Fett recordó el último trabajo que realizó para
el Lord Sith: perseguir al piloto que hizo explotar la Estrella de la Muerte en un millón de
trocitos sin valor. Luego se encontraron en las dunas candentes de Tatooine, con el aire
hecho humo espeso a causa del morador de las arenas calcinado. Fett nunca había visto a
nadie disfrutar de una matanza de esa manera. Se consideraba un cazador del tipo
«dispárales y déjalos», pero Vader era otra cosa. Vivía y respiraba venganza. Fett había
hecho bien una cosa: cosechar un nombre, Skywalker. Luego se fue. Se enteró de lo que
Vader hacía cuando lo decepcionaban. Pero aquel nombre le proporcionó a Fett unos
pocos años más. Quizás simplemente había corrido con tanta suerte como la basura
rebelde.
El oficial imperial que iba a la cabeza de los cazarrecompensas miró hacia atrás,
incapaz de librar su cara pálida y pecosa del gesto despectivo. Si miraba de ese modo a
Fett una vez más, él se encargaría de que la mueca fuera permanente.
La serie de salas y pasillos descendentes eran tan iguales que parecía que la nave
estuviese diseñada para hacer sentir que no tenía salida.
Por fin, llegaron al puente. Se alinearon a lo ancho el pasillo y, ¿adivinen qué?, los
hicieron esperar un poco más. Boba Fett observó la conmoción de los hombres de
uniforme negro, cada uno más pálido y aterrorizado que el anterior. Por la tensión en el
ambiente, quedaba claro que alguien había fallado recientemente en su trabajo y ahora
todos estaban allí.
—Esperen aquí —les dijo el oficial. Luego giró sobre sus talones y salió corriendo.
Seguro, claro. ¿A dónde se suponía que iban los fulgurantes dewbacks? ¿A enseñar a los
jóvenes oficiales a oprimir el botón INTRO? ¿A ejercitar sus habilidades mecanográficas?
Fett se formó una opinión sobre los demás cazadores. El droide asesino era un
modelo IG con fotorreceptores rojos y parpadeantes en vez de ojos. Había un oxidado
droide de protocolos que se veía como si hubiera cambiado su cabeza por la de otro. El
gand macho se mantenía al lado del droide; los largos tubos adaptados a su cara
apestaban a amoniaco. Parecía casi incapaz de atarse las botas.
¿«Esto» era con lo que Vader trabajaba? No estaba seguro sobre si debía sentirse
halagado o víctima de un insulto por haberlo contado entre ellos.
LSW 223
Varios autores
Fue cuando Fett sintió el cambio en el puente, la forma como cada pulsador de
botones parpadeaba, se inclinaba hacia las pantallas y se reunía con los otros para
observar las balizas de las naves TIE que retornaban a la nave insignia. Vader estaba de
regreso.
Su respiración presurizada era el sonido más fuerte en los pasillos. Cada oficial se
enfocaba en su tarea. «Sí, hagan como si estuvieran atareados para no atraer la atención
sobre ustedes, cobardes», pensó el mandaloriano.
Vader permanecía de pie ante Dengar y luego ante el droide asesino, como si les
estuviera tomando la medida. Imposible saber lo que pensaba o sentía Vader. ¿Acaso
podía sentir otra cosa que no fuera rabía? Quizás Fett pudiera identificarse con eso.
¿Cuántas veces lo habían retado en una cantina o en un puesto de avanzada a que se
quitara el casco? «Mírame a la cara, Boba Fett. No te ves tan valiente sin llevar puesta la
mascarita». El miedo que causa el anonimato es delicioso.
Luego escuchó aquello. ¿No se daban cuenta de que el foso hacía que sus voces
produjeran eco? Algún hijo de hutt decía: «Miren esa escoria, ¡esos cazarrecompensas!».
Sí, bueno, si el Imperio no necesitara cazarrecompensas, entonces, ¿por qué le llovían los
créditos al gremio? ¿Por qué Vader necesitaba la ayuda de ellos, cuando un acorazado
estelar, lleno de soldados de juguete, no pudo hacer el trabajo que Fett sí llevó a cabo?
Esa conocida chispa de furia le recorrió todo el cuerpo. Bossk murmuraba algo en su
doshiano natal mientras Vader seguía caminando con su capa ondulante como una
sombra.
—Habrá una jugosa recompensa para el que encuentre al Halcón Milenario. Pueden
usar todos los métodos necesarios —dijo. Una sonrisa torció los labios de Fett, pero
pronto se desvaneció cuando Vader hizo alto delante de él—: ¡Pero los quiero vivos! —
declaró y añadió apuntando al mandaloriano con un dedo—: ¡No los desintegren!
—Como ordene —replicó Fett.
¿Qué otra cosa se suponía que dijera? Una vez fríes un par de cabezas por
«accidente» y la gente nunca permite que lo olvides. Por supuesto, ahora se trataba del
Halcón Milenario.
De manera furtiva, Dengar entregó veinte créditos mientras Bossk gruñía como si ya
pudiera olfatear a Chewbacca. La expectación duró solo un momento antes de que un
oficial imperial anunciara que la nave había sido hallada.
—Tanto para eso —murmuró Dengar.
—No se preocupen —dijo Fett meneando la cabeza—. Solo es más difícil de capturar
que un worrt de las rocas. Esto aún no termina, chicos.
Enfilaron de regreso hacia la bahía de atraque con la ayuda de un renacuajo imperial
diferente, que pegaba de saltos a cada cañonazo. Los oficiales eran manchones negros y
temblorosos. Boba Fett consideró que el Imperio, con todos sus recursos y entrenamiento,
podría haber invertido mejor su tiempo en rastrear a los Rebeldes si sus cadetes no fueran
motivados por un miedo palpable. ¿Pero qué sabía él? Solo era un cazarrecompensas y no
temía a muchas cosas.
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Los tuvieron. Un vistazo al trandoshiano era suficiente para recordar que hubo una
época en la que Fett no era el despiadado cazarrecompensas que convertía en un montón
de mugre una cantina llena de aldeanos. Había sido un chico que hacía trabajos a lo largo
del Borde Exterior. En una ocasión, estuvo en prisión y aceptaba pelear para cualquiera
que le dijera hacerlo. Una vez necesitó ayuda. Y allí estaba Bossk, quien lo superaba en
estatura, un gran guardia reptiliano que dijo:
—Si tienen un problema con Boba, tienen un problema conmigo.
Fett observaba cómo un oficial de cara rubicunda, que no parecía tener edad para
afeitarse, corría hacia sus camaradas.
—¡El Capitán Needa ha muerto! Lo vi. Yo…
Al pobre chico apenas le salían las palabras. Alguien había fallado y fallecido porque
el Halcón Milenario logró escapar. Una vez más. Para Boba Fett era una nueva
oportunidad. Conforme se intensificaba el torbellino de acción, una idea se abrió paso en
su mente.
—Ahora es cuando —dijo Dengar con un silbido.
—¿Y luego qué? —preguntó Bossk—. Puede que la Garra de Krayt cabalgue de
nuevo. Como dices, traté de atrapar a Solo antes y fallé. El Imperio lo subestima; quizás
yo también. Pero lo he seguido mucho tiempo y conozco sus patrones de conducta. Creo
que sé adónde va.
Bossk lo miró con sus enormes ojos anaranjados, e intercambió una mirada furtiva
con Dengar.
—Tienes toda nuestra atención.
Se volvió hacia lo que quedaba de su antigua pandilla. Ninguno supo jamás lo que le
pasó a Latts Razzi. Dengar y Bossk eran rudos como torres batuuanas, pero en algún
profundo lugar secreto de sus mentes ambos aún veían a Fett no como lo que era, sino
como lo que había sido. El pequeño Boba enojado con el mundo. Furioso contra todo y
contra cualquiera que se atravesara en su camino. Un huérfano flacucho que compartía la
cara con otro millón de niños. El chico que enarbolaba su puño hasta que él o su oponente
estuviese cubierto de sangre y golpes. Un hombre que aprendió que la única persona en
quien podía confiar en toda la galaxia era él mismo, porque ahora, después de todo ese
tiempo, él era el único recordatorio de que su padre hubiera existido alguna vez. Que
posiblemente era más viejo de lo que su padre pudo llegar a ser. Ellos creían conocerlo.
¿Pero lo conocían? ¿Sabían la razón por la cual siempre daba en el blanco? ¿Había una
razón por la que dejaba una estela de cadáveres a su paso? Porque abrigaba tanta ira. La
alimentaba y crecía como las cenizas de una gran flama. Enseñó a su ira a apuntar, a
hablar, a ser el alarido que jamás terminaría. Porque cada objetivo era y seguiría siendo el
Jedi que se le escapó después de matar al padre de Boba. Así que sí, Fett trabajaba solo.
Siempre lo haría de ese modo.
Se apresuró a ir a su nave, introdujo las coordenadas y las envió a la Hound’s Tooth y
a la Punishing One. Luego cargó una serie de coordenadas señuelo, una jugada que Bossk
le había enseñado. Nunca se es demasiado cuidadoso y uno tiene que actuar con rapidez.
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Fett vio la línea de luz estelar que indicaba su entrada en el hiperespacio. Un minuto
allí y de inmediato ya no estaba. Esperó un momento y después saltó de regreso al campo
de asteroides donde todo había empezado. Solo que esta vez estaba al otro lado de aquel,
en el minuto exacto para ver dispersarse a la flota imperial. La Avenger iba a la cabeza y
Fett voló junto a esta; porque conocía a la gente, siempre conseguía su objetivo. Una cosa
sobre la que no había mentido era que empezaba a entender a Solo, lo suficiente para
saber que el contrabandista nunca arriesgaría su querida nave. Nadie podía luchar contra
semejante cantidad de poder, pero ellos durarían más que esta, si la dejaban atrás.
Saboreó la súbita excitación que le sobrevino cuando se centró en su objetivo y supo
que estaba en lo cierto. El Halcón Milenario no había ido a ninguna parte. Ahora todo lo
que Boba Fett debía hacer era esperar.
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«¡Ve las estrellas! ¡Viaja a lo largo y ancho de la galaxia! ¡Visita los mundos que los
demás solo pueden soñar! ¡Porta el orgulloso uniforme de la Armada Imperial! ¡Alístate
ahora!».
Ceñudo, Ashon tomó la bandeja y se formó en la cola para el desastre.
—¿Por qué no apagan esa basura? Vivimos en las tripas de un destructor estelar, la
Armada ya nos tiene para mucho tiempo.
—Eh, está en el circuito, nadie se va a molestar en apagarlo —respondió Colm,
señalando con el pulgar rígido al tembloroso holograma suspendido sobre ellos—. El
siguiente es el de la Organa. Aquí viene…
«¡Se busca a Leia Organa! ¡Conocida líder terrorista de la autodenominada Alianza
Rebelde! Cualquier información sobre ella o sus coconspiradores deberá presentarse en el
centro imperial local. ¡El Imperio cuenta con tu vigilancia! ¡Y tu lealtad!».
—¿Puedes creer la recompensa que ofrecen por ella? —Peet suspiró sonoramente—.
Y es solo una senadora burócrata que cree que puede gobernar la galaxia mejor que el
Emperador.
Ashon miró por encima las magras ofertas del menú: porquería hoy igual que ayer.
—No es cualquier senadora. Era la representante de Alderaan. Oíste lo que pasó en
Alderaan, ¿verdad?
Peet y Colm guardaron silencio; este último tiró del cuello del uniforme como si de
pronto le apretara y no lo dejase respirar. Los ojos de Peet escudriñaron aquí y allá para
asegurarse de que no había nadie demasiado cerca.
—Sí me enteré, jefe. Todos nos enteramos. No quiero decir que lo que ocurrió,
ocurriera de la manera en que la gente dice que ocurrió.
Ashon se detuvo en la fila para mirar atrás, hacia su gente. Peet y Colm no podían ser
más diferentes, pero se complementaban y él necesitaba eso. Peet era bajito, de dedos
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ágiles y rápido, a veces demasiado rápido, mientras que Colm andaba despacio, feliz, al
lado de uno; usaba sus carnosos brazos para las tareas más grandes. Lento y tranquilo, a
veces demasiado lento. Sin embargo, ellos eran todo lo que tenía.
El hológrafo zumbó y proyectó el anuncio sobre el contrabandista Han Solo y su
nave, un carguero ligero YT-1300 llamdo Halcón Milenario. La atención de Ashon
revoloteó unos segundos sobre la imagen. Solo podía ser el mejor piloto, pero tenía alma
de ingeniero; había unas modificaciones muy interesantes en la nave. Luego apareció su
copiloto wookiee. ¿De veras eran una gran amenaza para el Imperio? Meneó la cabeza.
Tales decisiones estaban muy por encima de la paga según su rango. Se sirvió en el plato
una cucharada de orgoproteína. Allí se quedó, gris y brillante de grasa. Una vez, por una
apuesta se había comido una tajada de mynock. Se pasó la noche con retortijones de
tripas. Ahora desearía haberse guardado un pedazo del animal.
—Ah, tal como mi mamá la hacía —dijo Peet al escoger un plato de gelatina y
relamerse los labios.
Ashon miraba fijamente la cola, la larga fila de reclutas, hombres y mujeres, que
esperaban su ración diaria de alimentos fabricados en laboratorios. Suaves, fáciles de
digerir, malolientes. Su mirada fue a posarse en la sección de oficiales que cenaban.
Un mesero droide pasaba por entre las mesas, tomaba órdenes, entregaba los platillos
recién preparados en la cocina de la nave. Había jarras estriadas llenas de vino tinto de
Naboo. Humeantes filetes de gundark. La boca se le hizo agua.
Nada separaba el área de los oficiales de la de los rasos, ni paredes ni guardias,
excepto las altas barreras del rango y el privilegio.
Dejó caer su bandeja. Peet, nervioso, le preguntó a su jefe qué estaba haciendo.
Ashon se dirigió a una mesa desocupada, sin oír la llamada de su subordinado.
Al instante de sentarse, un mesero droide se acercó por detrás de su hombro.
—¿Puedo tomar su orden, señor?
«Mira eso, cubiertos de duracero». Tomo un vaso, impresionado por la forma en que
este refractaba la burda luz del salón, derramando colores sobre el mantel blanco,
perfectamente planchado. No había necesidad de revisar el menú, se lo sabía de memoria.
—Quiero un filete de shaak, bien cocido, con muchas especias y salsa de Chandrila,
pero todo un recipiente de ella. ¿Lo anotaste?
—Sí, señor —el droide mostró los paneles luminosos en su pecho que ya transmitían
la comanda—. ¿Y de beber?
¿Cuándo fue la última vez que había bebido? ¿La última en que había bebido algo
decente?
—Un tinto de Naboo. Trae la botella.
El mesero droide se alejó. Todo esto era por lo que Ashon se había alistado: poder,
prestigio y una buena pensión. El tiempo a bordo de las naves contaba doble; por lo tanto,
se había pasado veinte años en las rutas espaciales. También había bonos de la flota
(cuanto más grande la embarcación, tanto mayor el bono) y había transcurrido la mitad de
su carrera a bordo de destructores estelares como este, la Avenger.
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Lo suficiente para comprarse un lugar completo en alguno de los mundos del Núcleo
y una o dos naves propias. Tenía contactos en todo el Borde Exterior. Podría contratar a
algunos exstormtroopers para manejar las rutas mientras él se sentaba a contar los
créditos. Habría sido tan dulce. Hubiera sido posible si tan solo él siguiese las reglas
como todo buen pequeño partidario del Imperio.
—Parece que te equivocaste. Esta área es solo para oficiales —le dijo uno de un
grupo de tres oficialillos.
«Míralos, botas charoladas, retacados en sus uniformes planchados con un solo y
mezquino galón de oficial de bajo rango. Recién egresados de la Academia, y ya actúan
como si fueran almirantes». Apostaba a que todavía se ponían verdes cada vez que
saltaban al hiperespacio. Muchas veces a él le tocaba limpiar cuando jovencitos como
estos volvían el estómago por toda la cubierta. Frunció el entrecejo al hablar con el que
estaba en medio de los tres, el de la sonrisa más amplia.
—Ser jefe de ingenieros es una categoría de oficial.
—Cierto, muy cierto —respondió con mofa en sus ojuelos—. Pero no eres jefe de
ingenieros, ¿o sí, Carl Ashon? Ya no desde que destrozaste aquellas TIE.
—No destruí nada —dijo, tal como había explicado una y otra vez; sin embargo,
ahora esa era la historia oficial—. Se me ocurrió un mantenimiento superi…
A los jóvenes nos les interesaba. En realidad, a nadie.
—Tuviste suerte de que Needa no te enviara a trabajar en las minas de especias. Te
degradaron de jefe de ingenieros a trabajar en la eliminación de la basura, ¿no es así? —
frunció la nariz—. Sí, eliminación de desperdicios.
¿Qué era lo peor que podían hacerle? ¿Enviarlo al calabozo otra vez? Le era más
conocido que su vieja litera desvencijada. Tampoco era probable que le redujeran aún
más la pensión. Veinte años en las rutas espaciales, veinte años de leal servicio ¿y qué
podía mostrar como resultado? Inclinarse y arrastrarse ante estos jovencillos altaneros y
conformados en el molde imperial.
—Levántate y vete con tu chusma al otro lado —le dijo el oficial y le puso una mano
sobre el hombro—. ¡Ahora!
—Quíteme la mano de encima —respondió Ashon ceñudo.
—¿O qué, viejo?
Unos pocos días en el calabozo. Valdría la pena tan solo para dar una lección o dos a
estos tres. Que le quitaran el resto de su pensión. No la echaría de menos. Ashon apretó el
puño…
—¡Jefe! ¡Jefe!
Con lentitud, Ashon se puso de pie. Sus hombres se colocaron a cada lado de él. Eran
buenos y todo lo que él tenía.
—¿Qué pasa?
—Hay una fuga de refrigerante en la cubierta… —dijo Colm mientras sus dedos
pulsaban en el datapad—:… Once. Los sistemas de soporte vital de una nave estallaron y
necesitan un arreglo rápido.
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Podría haber remolcado la nave fuera de la bahía y dejar que se fuera flotando. Eso habría
sido simple, algo fácil de hacer. Sin embargo, no se ajustaba al procedimiento imperial
estándar. ¿Qué tal si al flotar se interponía en el salto del destructor estelar? ¡Kaaabuuum!
Ashon se sentó en la gran silla de la cabina de mando, desde donde podía ver la bahía.
Peet, Colm y los droides de mantenimiento se afanaban en desmantelar una de las naves
TIE dañadas en el campo de asteroides. A pesar de los casi inagotables recursos del
Imperio, era un procedimiento estándar rescatar cualquier equipo aún funcional para que
no cayera en manos de los Rebeldes. Los paneles de energía de las TIE eran valiosos; los
escuadrones se quedaban sin ellos a un ritmo horroroso, así que había una alta demanda
de repuestos.
Treinta minutos antes del salto.
Ashon miró hacia afuera de la bahía. Los rayos tractores consumían enormes
cantidades de energía. Para tareas menores, como recoger escombros en el espacio
exterior o trasladar equipo pesado de una nave a otra, se usaban robots de arrastre.
Pequeños pero poderosos, un par de ellos había recogido la Firespray para llevarla al
vertedero de basura. Ahora estaba posada entre el resto de escombros, lista para ser
arrojada fuera de la nave antes del salto al hiperespacio.
Boba Fett. Buscó información sobre él. Si alguien podía rastrear a Organa y sus
seguidores era este tipo. La armadura mandaloriana estaba decorada, si ese era el término
correcto, con armas personalizadas y las marcas por cada una de sus victorias. El bláster
hizo que las células ingenieriles semidormidas de Ashon se desperezaran y lo llevaran al
banco de trabajo.
«Este Fett conoce su negocio. Así que ¿dónde está?».
Algo era seguro: no estaba en la nave. En menos de media hora esta iba a ser expelida
junto con el resto de la basura. Ashon siguió revisando cada punto de su lista de
verificación. Trescientos doce puntos que conducían al momento de oprimir el gran botón
rojo de salida. Se los sabía de memoria, pero prefería apegarse a la lista. Ashon probó la
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energía de respaldo. La lectura era de treinta por ciento en vez del sesenta por ciento
requerido.
«Típico de Peet. El tipo no está orgulloso de su trabajo».
Ashon activó uno de los droides de servicio estacionados en un lado de la bahía.
«Vayamos a echar un vistazo».
El droide cobró vida y salió disparado por una de las escotillas exteriores. Ashon
encendió su pantalla de control para observar qué veía el droide. Claro, podía dejar las
reparaciones a los protocolos del droide, pero él todavía tenía su orgullo. Una vez fue jefe
de ingenieros, conocía cada milímetro de la…
—Aguanta. Enfoca noventa grados a la izquierda.
¿Qué era eso, una sujeción de aterrizaje? Algo se había estacionado en la espalda de
la Avenger. Definitivamente no era de Sienar, más bien el diseño parecía corelliano. Un
transporte YT-1300. «¡No puede ser!». Ashon se humedeció los labios.
—Sube lentamente.
Semejaba un pedazo de chatarra. Los sistemas a la vista parecían soldados al azar.
Los gigantescos acoplamientos de energía podrían hacer pedazos una nave de ese
tamaño. Como hazaña de ingeniería, era algo hermoso. Habían arriesgado toda la flota al
perseguirla por el campo de asteroides. El Halcón Milenario.
«Voy a informar a la oficial de cubierta». Fue su primer pensamiento; así decía el
procedimiento imperial estándar. Ella lo haría llegar a sus superiores: el capitán, el
almirante, el propio Vader. ¿Y luego qué? ¿Cuál sería la recompensa por capturar la presa
mayor del Imperio? El almirante obtendría una promoción. El capitán, una nave más
grande que comandar. Un galón extra para la oficial de cubierta. ¿Y para él, que estaba en
la parte más baja del escalafón? Si corría con suerte, tal vez una mención, un bono. ¿Le
restituirían su pensión? Nunca. Quizás había otro modo de actuar. Llamó por el
intercomunicador.
—Contesta, Peet.
—¿Sí, jefe?
—Me acaban de llamar. Te quedas a cargo aquí —dijo atragantado. Eso era todo.
Veinte años de leal servicio, de seguir el protocolo imperial estándar… ¿qué le habían
aportado? Manos callosas, una espalda adolorida, una pensión tan magra que significaba
que trabajaría hasta caer muerto—. Nos vemos luego.
—¿Debo pulsar el gran botón rojo de expulsión? —preguntó, emocionado, Peet.
—Es todo tuyo —replicó Ashon con la vista clavada en el botón del panel de control
que liberaba las puertas para eliminar la basura.
Sonrió para sus adentros. ¿Cuál era la recompensa por los Rebeldes? Diez millones
por la senadora. Esta noche él podría jubilarse. Todo lo que necesitaba era encontrar…
Una mano se apoderó de su hombro y apagó la pantalla de control. La imagen del
Halcón Milenario parpadeó y luego desapareció de la pantalla. Ashon se dio la vuelta.
Boba Fett estaba de pie detrás de él, con los pulgares metidos en el cinturón.
—Así que tú también la encontraste.
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No era corpulento. Su armadura chamuscada por las batallas era anticuada y aún así
la usaba con cómoda soltura. Pero estos eran los dominios de Ashon y aquí mandaba él.
—Solo te estaba buscando —dijo al ponerse de pie y ajustarse el overol; se aclaró la
garganta que de pronto se le había secado—. Podemos negociar lo del Halcón.
Fett inclinó a un lado la cabeza, sin decir palabra. Ashon carraspeó de nuevo.
—Podemos dividirnos la recompensa por Organa y los demás. Me quedaría a gusto
con cuarenta por ciento.
—¿Cuarenta?
—Debería reportar esto a mis superiores —dijo el exingeniero, sin moverse—.
Sesenta por ciento de algo es mejor que ciento por ciento de nada.
Fett tamborileó con los dedos en su cinturón y luego asintió.
—Sesenta para mí, cuarenta para ti, entonces.
Era más de lo que hubiese sido su pensión completa así trabajara cien años. Todo por
una hora de trabajo. La atención de Fett se fijó en la bahía.
—Será mejor que hables con tus hombres. Están a punto de arruinar nuestro negocio.
¿Qué quería decir Fett? Ashon volteó a ver a Colm, quien trabajaba en una de las TIE,
y Peet acababa de dejar el arruinado transbordador clase lambda al cual se había pasado
todo el día quitándole las partes todavía útiles.
—No están haciendo…
El brazo de Fett rodeó la garganta de Ashon. No había forma de soltarse de aquellos
músculos de acero; los dedos del exingeniero arañaron el metal liso del casco, incapaces
de aferrarse en alguna parte. Trató de golpearlo de lado; sin embargo, Fett le apretó más
el cuello. La sangre caliente retumbaba en las sienes de Ashon, su vista se enturbiaba y
sus fuerzas menguaban.
Un zumbido sordo y profundo sacó a Ashon de los bordes de la inconsciencia. Gruñía
mientras se forzaba a reanimarse. Su garganta estaba seca y lastimada. Él parpadeaba
repetidamente para aclararse la vista. ¿Dónde estaba?
Con la cabeza todavía zumbándole, se tomó unos momentos para discernir lo que lo
rodeaba. Fett lo había arrojado dentro de la cabina de una nave. No tenía asientos y le
habían arrancado los controles para aflojar los cables y circuitos antes de quitarlos. La
ventana frontal estaba semiopaca y estrellada; no obstante, pudo ver a unos metros el
letrero con el nombre: Slave I.
«Estoy en el transbordador lambda». Ashon saltó para abrir la puerta, pero habían
descompuesto la manija. La empujó, primero con las manos y luego con los hombros, sin
moverla ni un milímetro. Fett debió trabarla por fuera. Se tapó los ojos con los antebrazos
al llenarse de luz roja la cabina. El altavoz clamaba:
—Sesenta segundos antes de abrir la puerta. A todo el personal: desaloje la bahía.
Sesenta seguntos antes de abrir la puerta.
Colm pasó escabulléndose seguido por dos droides de mantenimiento que se
tambaleaban bajo el peso de un panel de control rescatado de una de las TIE desguazadas.
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—¡Colm, voltea! ¡Aquí estoy! —gritó Ashom, mientras golpeaba el techo con los
puños.
Nada. No podía hacerse oír por encima del altavoz. Momentos después, Colm trepó
hasta el cuarto de control desde el cual se dominaba la vista de la bahía. Peet ya estaba
sentado en la silla, listo para oprimir el gran botón rojo.
—Treinta segundos antes de abrir la puerta…
«¡Vamos, vamos, debe haber una manera de salir de aquí!». Un temblor recorrió la
nave cuando se apagaron los controles de la gravedad. Los objetos más pequeños
comenzaron a flotar y a alejarse del piso.
Exploró la consola de control, lo que quedaba de ella. El procedimiento imperial
estándar ordenaba desmantelar todo lo que pudiera reciclarse y reutilizarse. La máquina
de guerra del Imperio era inmensa, y la recuperación de partes útiles ocupaba una gran
parte de sus tareas. Él le había encargado a Peet llevarla a cabo con el transbordador
lambda…
Quizás los intercomunicadores estuvieran intactos. Peet nunca se molestaba en
removerlos, pues eran demasiado complicados y se tardaba mucho en quitarlos. Peet era
de los que no hacían esfuerzo si podían evitarlo. Ese era el motivo por el cual se perdía
una promoción tras otra.
—Veinte segundos antes de abrir la puerta…
«De acuerdo, de acuerdo, probemos esto». Ashon pasó los dedos ágilmente a lo largo
de los cables para reconectarlos a la escasa energía disponible. Rezaba por que fuera
suficiente para comunicarse con la cabina de control, que sus hombres hicieran funcionar
el paro de emergencia y lo sacaran de allí.
Las luces del panel de control se encendieron. La bahía se llenó con el estruendo que
producían las enormes puertas al abrirse. Las luces de advertencia brillaban
completamente rojas. Los sistemas de soporte vital se apagaron. Él estaba a solo unos
metros de la abertura que lo separaba del espacio. La lambda comenzó a flotar al
apagarse los últimos controles gravitatorios.
—Puertas abiertas.
De soslayo, vio a Fett sentado en su cabina, dispuestos los arneses de sujeción,
cuando la Slave I iba a la deriva hacia la abertura.
«Ignóralo. Concéntrate en el intercomunicador». Ashon clavó los pies bajo el panel
para impedir que flotara. Las chispas saltaron de los cables y las luces parpadearon
débilmente. Solo necesitaba lo indispensable para una transmisión.
—Adelante, cabina de control. Peet, Colm ¿pueden oírme? Adelante, cabina de
control. ¡Soy Ashon! ¡Estoy atrapado en la lambda! ¡Adelante, cabina de control!
El transbordador se estremecía conforme tropezaba con otros restos en la basura,
como un droide descartado. Los residuos de las TIE iban desapareciendo en el vacío
abierto del espacio exterior. Ashon sintonizó su intercomunicador. El cableado ardía y
llenaba la cabina con el olor del metal fundido.
—¡Adelante, cabina de control! ¡Adelante!
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Había esperado que morir sería suficiente para desenredarme de los asuntos de la
familia Skywalker. Sin embargo, aquí estoy otra vez, Obi-Wan Kenobi, unido a la Fuerza
y aun así soy la única cosa que se interpone entre Skywalker y una decisión impulsiva
que podría tener consecuencias galácticas.
De ninguna manera Tatooine era un lugar atractivo para los exiliados, pero yo no
tenía más opción que la de asentarme cerca de los nuevos guardianes de Luke. Sin
embargo, Yoda, con una galaxia entera al alcance de la punta de sus dedos, estaba tan
decidido a extender su martirio que escogió como su refugio Dagobah, el único planeta
que huele peor que las salas de entrenamiento en el templo de los Jedi, después de una
clase con adolescentes de catorce años.
La Orden Jedi puede haberse extinguido; sin embargo, su dedicación a las puestas en
escena teatrales sigue vivita y coleando en el Maestro Yoda. Nunca cuestioné nada de
esto mientras viví en el templo: las túnicas, las ceremonias, los rituales y las reglas
interminables que se habían grabado en mí tan profundamente a una edad tan tierna que a
veces no podía discernir entre lo que creía de verdad y lo que se me había repetido una y
otra vez antes de que tuviera los años suficientes para comprender lo que significaba.
Solo había tenido que pensar en tocar la mano de Siri Tachi por debajo de la mesa,
durante la comida del mediodía, para sentir que merecía un castigo impuesto por el
Consejo. Qui-Gon había tratado de empujarme fuera de semejantes derechura y estrechez
de mente, y me alentó a abrazar el espíritu del Código más que la interpretación literal del
mismo. No obstante, su actitud relajada me impulsó aún más a ser el «buen Jedi», el que
mantiene a su maestro a raya, aunque yo supiera que las cosas debían ser al revés. Nunca
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tuve una verdadera oportunidad de averiguar qué clase de Jedi (ya no digamos de
maestro) quería ser sin él, antes de que me tocara encargarme de su niño prodigio de
nueve años, a quien nadie quería, una vida diferente que de manera repentina pasaba a
depender de mí, para lo cual tuve que recalibrarme a fin de ser el hombre que este
desaliñado y exaltado muchachito necesitaba para cumplir su destino.
No tuve tiempo para decidir qué clase de hombre era yo cuando ya estaba ocupado
por entero en mantener vivo al niño, entrenarlo y convencerlo de que, sí, todo el mundo
estaba emocionado de tenerlo entre nosotros, a despecho del inicio áspero que tuvo con el
Consejo y, sí, Mace Windu era enojón de aquel modo con todos, si bien parecía reservar
su ceño más fruncido para Anakin. Mis noches de insomnio preocupado por mis pruebas
y por si Qui-Gon se había salido, de algún modo, de la Orden antes de que termira su
enseñanza conmigo eran remplazadas ahora con mis despertares sobresaltados en mitad
de la noche para pensar. Anakin probablemente no sabía nadar, yo debía enseñarle.
¿Cómo enseñas a alguien a nadar?
Eso era lo que casi veinte años en el desierto le hacían a un hombre: se tiene
demasiado tiempo para entregarse a dolorosas reflexiones, desmantelar los rituales del
sistema y los arraigados patrones de pensamiento que me llevaron a desempeñar,
inadvertidamente pero de manera crucial, un papel en el establecimiento del Imperio
Galáctico, y a la penosa tarea de perdonarme, perdonar a todos los demás y dejar la
esperanza para un pasado mejor.
La muerte también es buena para eso, porque me da perspectiva y muchísimo tiempo
para pensar.
No obstante, la muerte es mejor que Dagobah, creo, pues el planeta pantanoso se
cristaliza en torno a mí. Me consterna que Luke haya pasado tanto tiempo aquí. Si
hubieran enviado acá a Anakin, con un mínimo de instrucciones dadas por un espíritu,
solo para ver cómo un sumidero se tragaba su nave, con Yoda que rompió su droide sobre
la cúpula de la cabina y que lo consideró incapaz de aprender incluso antes de darle
oportunidad de hablar de algo, aparte de la terrible manera de cocinar de Yoda, él,
Anakin, habría rechinado los dientes de esa forma que me volvía loco. Todo eso además
de los techos bajos, la humedad permanente, las serpientes en lugares donde no tenían
nada que hacer. Al momento de empezar a llover, Anakin habría salido como tromba de
la choza y gritado a nadie en particular la minuciosa lista de sus frustraciones. Si no
hubiera podido sacar su X-Wing del pantano, no me cabe duda de que Anakin habría
encontrado la manera de abandonar el planeta.
Sin embargo, Luke se quedó. El Maestro Yoda lo entrenó. Yo solo tengo que
aparecerme a Yoda en media docena de sus sueños para convencerlo de que Luke no es
como Anakin, que esta vez todo será diferente. Todos somos mejores de lo que éramos
entonces. O tal vez no mejores, pero al menos ya sabemos qué no hacer cuando se trata
de entrenar a los Elegidos.
Y hablando de Elegidos, a través de la turbia neblina que se levanta del pantano veo
que Luke lanza suministros a la bodega de carga de su X-Wing, de una manera rápida y
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desorganizada. Grita algo por encima de su hombro hacia Yoda. Parece que llegué a
mitad de una discusión acalorada. Aunque Luke no ha advertido mi presencia, dudo
mucho que saberme aquí disminuyera su pasión. Anakin nunca se mordió la lengua
delante de sus mayores. Los Skywalker son como incendios forestales: sus pasiones
queman la tierra tan pronto como hay una chispa. Hasta Leia es bien conocida por su
capacidad para incendiar el Imperio con un cerillo mojado. «Implacable» es la palabra
que Bail usa con más frecuencia cuando me envía reportes sobre ella. Su madre estaría
orgullosa.
—¡Son mis amigos! —dice Luke mientras trepa ágilmente por el borde de su X-Wing
para arreglar el panel de control en la cabina. Su traje de vuelo anaranjado se ve muy
llamativo entre tanto verde y pardo del pantano, como un manchón de flamas en la
oscuridad. Desde su percha sobre la nave, R2-D2 silba asintiendo. Siempre es el
instigador.
—¡Debo ir a ayudarlos!
—Irte aún no debes —replica Yoda.
Está acurrucado sobre el suelo bajo la nariz del X-Wing y, aunque yo solo conozco
desde siempre a un Yoda que se mueve despacio, de alguna manera lo veo más
tembloroso que la última vez que estuve aquí. Se recarga pesadamente sobre su bastón
nudoso, que se sume en el fango, con la postura encorvada de un gancho, propia de una
persona demasiado acostumbrada a vivir en la oscuridad.
—¡Han y Leia morirán si no voy! —replica Luke con ferocidad, y deja caer la
escalera de su caza estelar. Sus botas chapotean en el suelo grasiento y una familia de
gusanos de marjal brota del terreno y se dispersa con tanta rapidez como puede.
Como no hay nadie para señalar las fallas de su lógica, siento la necesidad de
intervenir finalmente.
—Eso no lo sabes —le digo a Luke secamente.
Cuando gira hacia mí, Luke no parece sorprendido de verme. No es la primera vez
que he tenido que aparecerme para facilitar una sesión de terapia grupal con él y Yoda.
Su cabello ha crecido desde la última vez que lo vi, y le cae sobre las cicatrices que se
formaron en un lado de su cara a causa del ataque del wampa. Yo esperaba que la muerte,
el tiempo y la unidad con la Fuerza pudieran borrar la extrañeza de ver los ojos de
Anakin en el rostro de su hijo. Sin embargo, me abruma ahora que su mirada arde con la
misma determinación que le vi muchas veces en la vida. Pasé muchísimos años en
aquella pequeña celda arenosa en Tatooine, sudado y deshidratado perpetuamente y sin
nada que hacer más que revivir todo lo que yo podría haber hecho de otro modo y luego
dejar ir lentamente los recuerdos para hacer las paces conmigo mismo por perder a
Anakin. No obstante, las sombras de él en la cara de su hijo me catapultan al tiempo
anterior, a todos los años que pasé al lado de Anakin (peleas, enseñanzas, risas,
discusiones, casi morir y salvar uno al otro una y otra vez) y los recuerdos invaden mi
mente. Sus bromas tontas. Su mala postura. El modo de no doblar nunca sus túnicas y de
olvidar ponerse los calcetines. El asombro en sus ojos la primera vez que vio llover. Su
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cimientos desde el principio. Agréguese a esto toda la lista de errores que trato de no
cometer de nuevo.
—¡Pero he aprendido mucho desde entonces! —protesta Luke.
Me resisto a bufar. Como si cargar a Yoda en tus hombros y comer su espantosa
comida durante unas semanas te convirtiera en un Jedi. Tuve que hacer eso por años antes
de que me permitieran sostener una sable de luz de verdad, y aun después de eso
vigilaban mi seguridad.
—Te prometo regresar y terminar lo que empecé. Tienes mi palabra.
¿Por qué vine? Perdí esta pelea antes de que comenzara. Anakin nunca aprendió
cómo retirarse de una discusión, aunque se le hubiera demostrado que estaba equivocado.
¿Por qué creí que con Luke sería diferente? Y, sobre ese tema, ¿por qué Luke no había
salido a su madre? O mejor todavía, ¿por qué no fue Padmé la Elegida y Anakin el rey
niño de Naboo? Al final, probablemente eso habría funcionado mejor para la galaxia.
Padmé poseía ética laboral y la concentración que la habrían convertido en la realización
de una antigua profecía, eso sin mencionar que posiblemente ella sí habría respondido a
la alarma del despertador. Entonces Anakin podría haberse permitido la inclinación a las
bebidas fuertes y el tipo de relaciones que la Orden Jedi reprimía con mano de hierro.
«No puedes cumplir una promesa si estás muerto, Luke», quiero decirte. «Morirás si
vas, porque para todos aquí, menos para ti, está claro que esa es una trampa, lo cual
puedo afirmar porque eres el testarudo hijo de tu terco padre, y eso hará que quieras
discutir más», y ¿por qué es tan condenadamente difícil ser un mentor?
Los Skywalker no escuchan. En cualquier pleito que tuve con Anakin, sentí que él
peleaba con una versión de mí instalada en su cabeza, más que confrontar de verdad las
cosas que le estaba diciendo, y por mi parte era como gritarle a una pared. Los Skywalker
podían arrasar un planeta con su obstinación. También Padmé era por el estilo. Supongo
que este muchacho estaba condenado desde el principio, con una vena de tozudez que
corría tan profunda y verdadera como el cristal kyber en el corazón de una estrella. En
vez de eso, le digo:
—Eres tú y tu habilidad lo que el Emperador quiere.
Lo cual está tan cerca de la verdad como puedo acercarme a ella con cautela para no
decirle a Luke de quién proceden sus dones.
—Es por eso que tus amigos van a sufrir.
—Y por eso tengo que ir —replica Luke.
Parpadeo varias veces a ver si, mientras, él se da cuenta de lo poco sensato que es su
argumento. No lo hace. Ellos, los Skywalker, nunca lo hacen.
Luke regresa a su X-Wing, cierra la puerta del compartimiento de carga, y la
frustración se profundiza en mí. Me esfuerzo en taponarla. Aún soy un Jedi. Todavía
tengo dominio sobre mí mismo, mis sentimientos y mi corazón. Sin embargo, nunca pude
refrenar mi corazón cuando se trataba de Anakin. Eso fue parte de su ruina.
—Luke —lo llamo mientras sube la escalerilla para trepar a la cabina. La
desesperación escinde mi voz; ¿cómo llevo tantos años tratando con esta familia y aún no
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salen disparados hacia los lados cuando los motores se encienden. La nave se eleva y
echa su sombra sobre Yoda y sobre mí. Los motores arrojan llamas y su luz rojiza nos
envuelve.
—Te lo dije —murmura Yoda con los ojos fijos en el cielo y me pregunto si resiente
que fantasmas como yo lleguen sin previo aviso, o si vive para estos espíritus.
—Imprudente es él. Ahora todo es peor.
—Él es nuestra última esperanza —le digo y en mi voz resuenan las de Mace Windu,
Qui-Gon y Yoda. Escucho a cada Jedi anterior a mí, quienes nos trajeron aquí, muertos,
desesperados y de rodillas sobre el terreno pantanoso.
—No. Aún hay otra —me responde Yoda meneando la cabeza.
Pasa un momento largo y tranquilo entre nosotros, antes de que yo recuerde que el
chico no es Anakin. Él ya no está aquí. Ni yo tampoco.
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Todas las cabezas volteaban a su paso. Algo difícilmente sorprendente, pues la gente de
la Ciudad Nube reconocía el estilo al verlo. Su capa revoloteaba conforme se dirigía a la
oficina administrativa del barón; el forro de seda resplandecía a la luz de las ventanas
panorámicas de la estación. Allí era donde él pertenecía, no a los lúgubres callejones
traseros de Nar Shaddaa ni a las guaridas de los apostadores en Vandor-1. Aquí
establecería su hogar.
Dio vuelta en una esquina y le guiñó un ojo a una guapa kessuriana que admiraba su
camisa tejida en tarelle-sel. Podía sentir la mirada ambarina que recorría su espalda
mientras proseguía su camino, con sus botas de cuero de ronto que tintineaban sobre el
pulido piso de piedra sintética. «Así es esto, nena», pensó, «míralo bien; un día podrás
contar a tus hijos cómo viste al soltero más deseado de la galaxia de cerca y en persona.
Es de lo que están hechas las leyendas».
Un droide postal salió tambaleándose de la oficina a la que él iba a entrar, con un
datapad apretado bajo el brazo plateado. Retrocedió para dejarlo pasar, lo saludó
amistosamente y entró antes de que la puerta se cerrara. «Nunca olvides a la gente sin
importancia», era lo que Vonzel le había dicho cuando lo inició en el contrabando,
«especialmente a los droides». Era una lección que se esforzaba en no olvidar en toda
situación. Nunca se sabe cuándo vas a necesitar a un droide de tu parte.
La recepción estaba decorada con buen gusto y un mínimo de mobiliario. Había un
sillón amplio colocado bajo una pantalla que mostraba el más reciente boletín noticioso
de la HoloNet. Levantó la vista hacia el dispositivo para ver a la portavoz del Clan
Bancario InterGaláctico, quien descartaba los rumores de un robo en Scipio. No
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contenían ni una gota de verdad, aseguraba ella; la bóveda de seguridad seguía tan
inexpugnable como siempre. Entonces, ¿por qué el cintillo a sus pies decía que el Buró
de Seguridad Imperial estaba en el sistema Albarrio en busca de un tal Manakor,
empleado del CBI? Ligado o no con ello, difícilmente le importaba a él. La Ciudad Nube
era un Estado independiente, libre de los embrollos imperiales, tal como le gustaba a él.
Cruzó la sala y se dirigió a un par de puertas de cristal esmerilado con un sello
complicado grabado en ellas. Cuando se acercó, se abrieron deslizándose para dejar ver a
un humano de tez pálida que usaba en la cabeza una banda cibernética centelleante.
—¡Lobot! ¡Qué gusto me da verte!
El cyborg dio un paso adelante y las puertas se cerraron a sus espaldas.
—¿Cómo dice? —preguntó, con los ojos azules entrecerrados—. ¿Nos conocemos?
—¿Que si nos conocemos? —dijo, desinflado—. ¿Bromeas?
—Le aseguro que no —insistió el asistente meneando la cabeza.
Increíble. Después de todo lo que habían pasado juntos durante tantos años.
—Lobot… Soy yo… ¡Jaxxon!
El cyborg lo miró de un modo tan neutro que bordeaba el insulto.
—Realmente no me reconoces, ¿verdad? —aceptó Jaxxon, con los filamentos del
bigote caídos.
—¿Tiene cita? —preguntó Lobot y miró la agenda que sostenía en las manos.
—Sí —contestó Jaxxon, agarrándose al repentino respiro como a un clavo ardiente—.
Debe estar en el libro de citas. Mi secretario la concertó.
Al menos, Jaxxon esperaba que lo hubiera hecho. Por cierto, le había encargado a ML
que concertara la cita y en tres ocasiones se lo había recordado al droide de
mantenimiento. Eso significabaa que los chips de memoria del ML-08 no eran tan
confiables como solían. La última vez que llevó a reparar la Rabbit’s Foot con Musca, el
droide había rodado en busca de una válvula del refrigerante y de inmediato olvidó dónde
se hallaba estacionada la Rabbit y hasta para qué habían ido a los astilleros.
Lobot aún escaneaba la agenda del día. Jaxxon se balanceaba, impaciente, sobre los
talones, con las manos aferradas a la hebilla del cinturón para evitar que se le fueran
encima al lector y encontrar su nombre por sí mismo.
—¿Tumperakki Arrastre? —preguntó por fin el cyborg, con mirada interrogante
clavada en la cara verde de Jaxxon. Este sonrió con alivio.
—Sí, soy yo, Jaxxon T. Tumperakki, Rey del Arrastre de Coachelle Prime, para
servirle.
—Llegó tardé —le espetó con brusquedad Lobot—. La cita era para hace una hora.
—¿Una hora? —tartamudeó Jax, sin dar crédito a sus peludas orejas—. Eso no es
posible. ML… quiero decir, mi asistente ejecutivo definitivamente la concertó para las
mil cien horas en punto.
—Aquí tengo la comunicación de su droide —dijo Lobot y pulsó un botón—. Dice
las mil en punto y dio su nombre como Joxxon.
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¿Joxxon? Bueno, ¿no era eso la pajita que rompe el lomo del bantha? Tan pronto
como regresara a su nave, esa patética excusa de unidad utilitaria iba a salir por una
esclusa de aire, sin importar lo que Vonzel hubiese dicho en aquel día. Solo quedarían
cachitos de ML cuando Jax terminara con él.
Jaxxon se tragó su frustración y palmeó el hombro de Lobot.
—Bueno, Lando y yo nos conocemos desde hace mucho. Estoy seguro que encontrará
cómo hacerme un espacio en su apretada agenda.
El cyborg no pareció muy convencido. Le señaló a Jaxxon el sofá con la mesa de
plasticristal y su pila de holorrevistas, la mayoría de las cuales mostraban la bien parecida
cara de Calrissian.
—Si gusta tomar asiento —dijo Lobot—. Veré qué puedo hacer, pero, como usted
dice, el barón administrador está muy ocupado.
—No lo dudo. Y también es un hombre muy importante, además de guapo. Siempre
he admirado su bigote.
Por dentro, Jaxxon estaba que se moría. «¿Además de guapo? ¿Siempre he admirado
su bigote? ¿En el nombre de Holy Hutch, que demonios estaba diciendo?». Una vez más,
las palabras de Vonzel acudieron burbujeantes a su memoria, una perla de sabiduría si se
tomaba en cuenta cuándo tomó a Jax bajo su ala protectora: «La primera regla de la
negociación es jamás parecer desesperado, especialmente si lo estás».
Por suerte, Lobot ignoró los sonrojos de Jaxxon y le preguntó si podía ofrecerle
alguna bebida.
—¿Tal vez le apetece un jugo de zanahoria?
¿Un jugo de zanahoria? De todas las cosas discriminatorias y estereotípicas que podía
decir. ¿Por qué no ofrecerle una linda lechuga crujiente, si nos ponemos a esas? Jaxxon
quería decirle al cyborg dónde podía clavarse sus zanahorias, pero se obligó a sonreír en
un rictus y echar mano al broche de su cuello.
—No, gracias. Así estoy bien, pero ¿se encargaría de mi capa, por favor?
Antes que el cyborg objetara, Jaxxon se quitó la capa y la aventó a la cara de Lobot.
El cyborg se tambaleó, envuelto súbitamente en la más barata seda aiana que se pueda
comprar. Jax esquivó al aturullado asistente y se deslizó entre las puertas antes de que
pudiera detenerlo.
—¿Jaxxon? ¿Qué rayos haces por aquí?
Lando Calrissian estaba de pie detrás de un escritorio curvo de roble de kriin, en una
oficina que prácticamente gritaba alta categoría, desde las esculturas de luz de Caamasi
sobre las paredes, hasta el gabinete bien surtido de bebidas bajo una ventana oval.
—Por supuesto, vine a verte, viejo naipe trucado —dijo Jaxxon con las manos
levantadas, en parte como saludo, y en parte porque le apuntaba al menos media docena
de blásteres. «Maldición, Lobot era eficiente; había llamado a la Wing Guard de Bespin
en menos tiempo del que canta el gallo. ML definitivamente debía tomar algunas
lecciones de este cyborg».
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—Lo siento, señor —comenzó a decir detrás de Jaxxon, pero Lando le hizo una señal
de que podía retirarse.
—Está bien, Jaxxon es… un viejo amigo.
Jax se resistió a voltear y sonreír burlonamente a los guardias que se retiraban detrás
de las puertas a punto de cerrarse.
Lando suspiró y se dejó caer en un asiento tan blanco como las paredes.
—Déjame adivinar… ¿La Compañía de Arrastre Tumperakki? Reconozco el nombre.
Jaxxon tomó esto como una señal para soltar el discurso que había precticado desde
que pusieron rumbo al sistema Anoat.
—Sabes lo que dicen, mi viejo amigo Lando. El futuro está en el arrastre y tú puedes
participar en él.
Lando lo miró con incredulidad y preguntó:
—¿Exactamente quién dijo eso?
Jaxxon ignoró la pulla.
—Imagínate, Lando, una flota de deslumbrantes cargueros pintados de rojo, blanco y
amarillo yendo y viniendo por toda la galaxia, desde Kinooine a Sernpidal, transportando
bienes por aquí, por allá y por todas partes. Textiles. Partes de maquinaria. Hasta ganado.
—Te refieres al contrabando —puntualizó Lando, inclinado sobre el escritorio—. Jax,
esos días para mí quedaron atrás hace mucho. Ahora soy un hombre de negocios dentro
de la ley.
—Genial… porque yo también lo soy.
—¿De veras? —preguntó con un gesto cínico que levantó su ceja.
—Por supuesto —replicó Jaxxon, sin mostrar sentirse agraviado—. Seguro, me he
hecho cargo de unos pocos negocios dudosos en mi tiempo…
—Unos pocos, ¿eh?
—Pero todo eso cambió. Quiero estar del lado legal, como tú. Quiero decir, nada más
míranos —dijo y se dio una vuelta completa para que Lando admirara su esplendoroso
atuendo, pantalones de talle alto incluidos, que eran casi idénticos a los que usaba
Calrissian en la portada de la holorrevista FreeTrader’s Gazette—. Podríamos ser
hermanos.
Lando levantó una mano para frenar su discurso de vendedor.
—Mira, Jaxxon… Es grandioso verte, pero no es el momento adecuado.
—¿Qué dices? ¡Nunca ha habido mejor tiempo que ahora!
Jaxxon se inclinó sobre el escritorio, una pose que había practicado con un mamparo
de la Rabbit’s Foot.
—Piénsalo: participas con tu propia flota de arrastre, capaz de transportar gas de
Tibanna a todo el resto del espacio imperial.
Al oír la mención al Imperio, la cara de Lando se ensombreció.
—Estamos bien con lo que hacemos. La Ciudad Nube tiene todos los especialistas en
arrastre que requiere.
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¿Qué le pasaba al hombre? ¿No podía ver una oportunidad de oro cuando esta lo
miraba a la asquerosamente guapa cara?
—Lando, mira, todo lo que quiero es pedirte un favor… Cosa de subir un escaloncito.
Yo… —hablaba frotándose la nuca, donde el cuello de piel de Tarelle le rozaba—. No
hace mucho, tuve un punto de desacuerdo con un gobernador imperial, un malentendido
sobre un cargamento de ryll que transportaba para los pykes.
—¿Ryll? —escupió Lando—. ¿Así es como quieres andar derecho?
—Fue un error… Un error que por poco me cuesta todo. Me hizo pensar en mi vida y
en las decisiones que he tomado. No es fácil para mí, ¿sabes? Me he pasado la vida en
hacerme un representante que vuele delante de la cara de lo que la galaxia piensa de mí.
—¿Y eso qué es?
—¿Tú qué crees? Soy un lepi y sabes lo que la gente dice de nosotros: una chusma de
vagos desarrapados. ¿Y por qué? Porque nos vemos como conejos gigantes. No es justo.
Verse como un grupo de calamares con dos patas no les hizo mal a los de Mon Calamari,
y lo menos que se dijo fue mejor sobre los harches; esos tipos son, literalmente, arañas
gigantescas.
—No estoy seguro de qué quieres de mí.
—Una oportunidad, eso es todo. No es fácil de conseguir cuando se tienen orejas
como estas. En primer lugar, por eso me convertí en contrabandista. ¿Quién toma en serio
a un lepi, especialmente en el Borde Exterior? Tú conoces este negocio… Una vez que
entras no puedes salir… O eso creía antes de oír hablar de ti.
—¿Qué tengo que ver con esto?
—Todo. Si un estafador no demasiado bueno como Landonis Balthazar Calrissian
pudo cambiar su vida de arriba abajo, ¿por qué no puedo yo?
La cara de Lando se relajó. Así que esto era todo, ahora o nunca, a Jax le quedaba un
solo naipe para jugar.
—Vamos, viejo, lo hago por mis hijos; se merecen algo mejor que esconderse y huir
toda la vida.
—¿Hijos? —dijo Lando sorprendido—. No sabía que tuvieras ninguno.
—Ah, no, no los tengo —admitió Jax con presteza—. No todavía, pero los tendré uno
de estos días. Montones de niños. ¿Qué más puedo decir? Soy un lepi.
Lando se rio y meneó la cabeza antes de lanzar una mirada al asiento que Jax suponía
que estaba desocupado al otro lado del escritorio.
—Lamento mucho esto, Corovene.
Jax bajó la vista para enfocarla en una figura diminuta, empequeñecida aún más por
el sillón de cuero, cuyos ojillos redondos giraban sobre tallos lo cual les permitía ver
incluso sus espaldas. Era un troglof, cuyos delgados brazos tentaculares se cruzaban
sobre el pecho pequeño, en tanto los labios húmedos y caídos hacían juego con el ceño
fruncido.
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Escúchame bien, amigo, porque no repetiré esto otra vez. He trabajado duro para dejar
atrás mi pasado. No hubo limosnas ni favores; yo estuve trabajando solo para abrirme
camino desde el fondo hasta la cumbre. ¿Quieres ser como yo? ¿Quieres hacer algo con
tu vida? Entonces regresa a ese trozo oxidado de metal que llamas tu nave y hazlo por ti
mismo, como lo hice yo.
Jaxxon no daba crédito a sus oídos. Lando Calrissian, de entre toda la gente, le estaba
dando lecciones. Lando, quien vendería a su mejor amigo, si consideraba que podía hacer
dinero rápido. Lando, quien prácticamente había escrito el libro de cómo hacer trampas
en el sabacc. Lando, que había roto suficientes corazones como para llenar la Nebulosa
Typhonic.
—Ahora, escucha —dijo, dispuesto a tirar una nueva amarra al presumido fanfarrón.
—Asunto concluido —lo atajó Lando, mientras se dirigía al perchero para escoger
una capa de color azul como el cielo de Narragader—. En cuanto a usted, señor Manakor
—agregó volteando a ver al troglof—: Por favor, no se preocupe, puede confiar en mí.
Solo lleve su… carga a la plataforma Uno Cuarenta y Tres. Mi gente se encargará de lo
demás.
El enlace intercomunicador volvió a zumbar y Lando lo calló; los ojos de Jax
regresaron al escritorio. Fue cuando vio la maleta oculta detrás del mueble, un maletín
lleno de lingotes de aurodium, suficientes para montar un negocio y de sobra para un
suministro de hamburgersas de dewbacks por el resto de la vida. No había tiempo para
argüir. Lando andaba alrededor del escritorio para sacar a empujones a Jaxxon antes de
que pudiera decir nada. Corovene Manakor se dejó caer desde el sillón y se deslizó tras
ellos.
—Gracias por nada —gruñó Jax mientras liberaba su brazo para agarrar la capa que
Lobot había dejado doblada en el área de recepción. Iba a ser un largo camino el de
regreso a la Rabbit’s Foot, especialmente con esas botas desgastadas.
—Oye, Jaxxon —dijo Lando cuando ya estaban en el corredor; Corovene se
apresuraba sin decir palabra—. Lo siento, ¿sabes? Me encontraste en un mal momento.
Esas cosas que dije…
—Olvídalo —replicó Jax, que contenía el deseo de meter su bota entre los
inmaculados dientes de Lando—. Luego nos vemos, ¿de acuerdo?
En otros tiempos, Jaxxon se habría esforzado como el demonio para pegarle a Lando
donde le doliera; preguntar por ahí cómo le iba al Halcón o, si de veras quería retorcer la
vibronavaja en la herida, dejaría caer el nombre de L3 en la conversación, pero ¿para
qué? A Lando no le importaba, tal como había dejado muy claro.
Así que Jaxxon caminó a saltos, dispuesto a planchar a cualquiera que se topara en su
camino. El problema de ser un lepi, además de padecer de seria autocrítica y acarrear la
suposición de que tarde o temprano meterás la pata, es que, hasta cuando quieres evadirte
del universo, no puedes evitar oír lo que todos los demás dicen. Eran esas condenadas
orejas. Además, Jaxxon era del tipo inquisitivo de persona. Solo porque quisiera empotrar
la cabeza de Lando en un molino triturador de conejeras, no significaba que no quisiera
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Jaxxon había recorrido un campo de juego una docena de veces para cuando llegó a las
imponentes puertas del comedor. Se detuvo para calmar su respiración y alisarse los
bigotes. Podría hacer eso, por supuesto que sí, especialmente si Lando no había regresado
de hacer la corte a la fulana regia. Jax podría cortejar al resto de la sala y observar a
Lando revolverse sobre sus tacones Liwari cuando finalmente se dignara mirar al lipe.
Compuso su mejor sonrisa triunfadora y Jaxxon T. Tumperakki avanzó hacia su destino.
Resultó que su sino no era tan emocionante como esperara. De hecho, era terrorífico
sin más. Las puertas del comedor se abrieron con un whoosh, para dejar a la vista un
exquisito salón decorado con obras de arte de Socorra en las paredes y un pelotón de
stormtroopers fuertemente armado frente a las ventanas ovaladas. Había una figura
sentada al extremo de la mesa inmaculadamente dispuesta, una figura vestida de negro de
pies a cabeza, con los ojos impasibles ocultos detrás de unos lentes color rubí y la
respiración procedente de un ventilador mecánico.
Jaxxon miró de hito en hito a Darth Vader y este a él. Darth maldito Vader.
—¡Perdón! —Jax chilló con una voz de al menos diecisiete octavas—. Me equivoqué
de salón. Fue un error, ya me voy.
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Si bien Jaxxon no necesitó los tubos al vacío antes de entrar en el comedor, ahora
necesitaba uno urgentemente. Saltó para atrás, hacia el corredor, y cerró de golpe el
control de la puerta antes que los stormtroopers pudieran reaccionar. Bajó corriendo hacia
el pasadizo, estrujado por la multitud; no tenía idea de si alguien lo seguía y tampoco
quiso averiguarlo.
Si esto era lo que significaba estar en la legalidad, Jaxxon ya no quería saberlo. Y
pensar que quería ser como Calrissian, a quien admiraba tanto, el que se quitó de la mira.
El que cenaba con el «Puño» del Emperador.
Al fin, la curiosidad de Jaxxon sacó lo mejor de él y echó un vistazo a sus espaldas,
donde localizó las armaduras blancas que se balanceaban hacia él. Sip, corrían tras él a
toda prisa. Sabía que dejar sus blásteres a bordo de la Rabbit fue una equivocación.
Demonios, venir a la Ciudad Nube había sido un error, especialmente después de darse
cuenta de que no tenía idea de dónde estaba ni de cómo volver a su nave. ¿Cómo había
podido perderse de tal modo?
—Disculpe —dijo al detener a un técnico ugnaught que vestía una larga túnica—.
¿Por dónde llego a la Plataforma Nueve Noventa y Siete?
El alien con cara de cerdo lo miró como si Jax hubiera salido arrastrándose de un
charco de fango.
—¿No lo sabe?
—Bueno, ¡si lo supiera, no le preguntaría!
El ugnaught gruñó y meneó la cabeza e hizo como si fuera a reincorporarse a sus
tareas.
—Tres niveles abajo —murmuró de pasada—. No puede perderse.
Jaxxon lo sujetó del brazo al tiempo de aplastar las orejas sobre su nuca para que los
stormtroopers no pudieran distinguirlo en la multitud.
—Excelente, pero ¿cómo puede llegar allí alguien que lleva muchísima prisa? ¿Hay
por aquí algún turboascensor?
El técnico refunfuñó, liberó su brazo y se arregló la manga.
—¿Qué, parezco guía de turistas? —replicó con los ollares dilatados, pero se allanó a
dar la información—: Tome a la derecha y luego a la izquierda, y lo encontrará pasando
el Atrio Paraíso.
—Pasando el Atrio. Lo tengo. Eres buen tipo —dijo al echarse a correr.
El ugnaught resultó ser malo para dar indicaciones. Jaxxon giró a la derecha y luego a
la izquierda, encontró el Atrio, pero ningún turboascensor.
—Oye tú —gritó un stormtrooper—. Detente.
—Ni creas —dijo Jaxxon e hizo una voltereta sobre una mesa para luego cargar hacia
el Atrio, donde los stormtroopers negociaban con un droide de servicio que portaba una
bandeja de fajitas de kibi. Jax se echó un clavado debajo de una máquina expendedora,
luego se agachó al cruzar una puerta y encontrar el cubo de la escalera. La puerta se
deslizó para cerrarse y el lipe bajó saltando los escalones de tres en tres, al tiempo que
ponía atención para oír si los stormtroopers aún lo seguían. La puerta permaneció
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Jaxxon volvió en sí al sonido de un claxon que descendía por la escalera. ¿De veras?
¿Acaso la maldita cosa tenía que sonar tan fuerte?
Una voz conocida graznó por los altavoces desde algún lugar arriba de la adolorida
cabeza del lipe.
—¡Atención! Habla Lando Calrissian. ¡Atención! El Imperio tomó el control de la
ciudad. Evacuen antes de que más tropas imperiales arriben.
Jaxxon se puso de pie de un salto. ¿Tomaron el control? Bueno, eso era típico. Los
invitabas a cenar y terminaban por anexarse tu estación. No podría haberle pasado a un
tipo más agradable que Lando Calrissian, en lo que a él respectaba.
Corrió escaleras arriba, las mismas que amenazaron con descerebrarlo, y fue a parar a
un corredor donde trató de ignorar la constante punzada en su cabeza. No se sentía tan
mal desde que había retado a Krrsantan el Negro a ver quién bebía más en Mitek-Por.
Todavía tenía que hallar un modo de llegar a la Rabbit’s Foot, pero al menos ya no estaba
perdido. Todo cuanto debía hacer era cortar por el pasadizo, dejar atrás la oficina de
Lando y…
¡La oficina de Lando! Una sonrisa se extendió por la cara del lipe. Después de todo,
quizás saldría de esto con una ganancia.
Regresó por el corredor y evitó la multitud presa del pánico que parecía correr a la
vez en todas direcciones, con su consternación en aumento a causa del aún distante pero
reconocible retumbar de los cañonazos. Se introdujo en la oficina, a la espera de hallar a
Lombot. La salita de recepción estaba vacía, y las puertas del despacho de Lando,
cerradas con llave. Por suerte, Jaxxon conocía el mejor modo de abrir el cerrojo. ¿Quién
necesitaba una vibroganzúa, cuando podías usar la estilizada mesa de café para hacer
añicos las puertas de cristal esmerilado? Concluido su acto de vandalismo, atravesó
apretadamente el hueco y casi gritó de alegría al comprobar que el maletín de Lando
seguía en su sitio.
—Fue un placer hacer negocios contigo, viejo —dijo sonriente el lipe, al tomar el
maletín y salir del local. Corrió a la plataforma de despegue; apretaba entre sus brazos la
preciosa carga y planeaba el modo de gastar sus ganancias mal habidas. Una
remodelación completa de la Rabbit’s Foot era necesaria, sin mencionar la actualización
de ML. Luego integraría la flota de arrastre, compraría una madriguera de lujo en Glee
Anselm y una granja completa de dewbacks para hacer las mejores barbacoas de este lado
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de Valo. Con eso tenía. El momento en que todo cambió. Solo necesitaba salir del apuro
con la nave de una pieza.
Había un problema con eso. Jaxxon se deslizó alrededor de la esquina de la
plataforma para encontrarse cara a cara con un escuadrón de stormtroopers que trapeaban
el piso con la Wing Guard de Bespin.
—¡Retrocede! —le gritó el capitán de la guardia antes de que un disparo de bláster le
diera en el pecho, matándolo al instante. Jaxxon saltó hacia adelante, rodó por el piso y
sustrajo el arma del muerto. Se puso en pie disparando y le pegó un tiro en la hombrera a
uno de los stormtroopers. «No era su pelea», pensó el lipe, «pero esos tipos se cruzaban
en su camino». El último guardia fue abatido y Jaxxon se enfrentaba a un trío de
enfurecidos stormtroopers. Dio vueltas por la esquina en busca de protección. Había una
puerta justo delante de él. Quizás encontrara un modo de volver sobre sus pasos y evitar
por completo a los cabeza-de-cubeta. Valía la pena probar. Corrió hacia adelante a toda
velocidad, mientras disparaba por encima de su hombro y con el otro brazo apretaba la
maleta contra su costado. La batería del bláster se acabó justo cuando alcanzó la puerta y
se arrojó a través de ella hacia delante. Aterrizó vergonzosamente al otro lado del umbral,
solo para ver que se hallaba atrapado en el clóset de mantenimiento. Los stormtroopers se
aproximaban. Jaxxon empleó el arma inútil para atrancar el control de la puerta y
encerrarse. Estaba a salvo; sin embargo, la puerta no iba a resistir mucho, especialmente
cuando el escuadrón, de los mejores del Emperador, la usara como práctica de tiro al
blanco. Miró en torno a sí, sin ver más que los materiales del conserje y un hovercart,
nada de lo cual le serviría contra un escuadrón de la muerte.
Frustrado, dio un puntapié a un droide mouse que fue a parar a la pared y a un
montón de mechudos, que cayeron al suelo. La mandíbula de Jax quedó colgante al ver la
diminuta figura que estaba oculta tras los artículos de limpieza.
—¿Corovene?
—Por favor, ¿puedes ayudarnos? —dijo el troglof y levantó la vista con sus pequeños
ojos agrandados por el miedo.
Entonces Jaxxon vio a los otros, encogidos detrás de una botella de desinfectante de
tamaño industrial. Otro troglof, una hembra, que temblaba perceptiblemente, enrollaba
sus tentáculos alrededor de dos minúsculos bebés.
—¿Es tu familia? —preguntó Jaxxon y apoyó una rodilla doblada enfrente de ellos.
Afuera, los stormtroopers habían dejado de disparar indiscriminadamente para tomar
un soplete de corte y aplicarlo a la puerta.
—Tratábamos de llegar a la plataforma Uno Cuarenta y Tres, como dijo Lando que
hiciéramos —explicó Corovene con su temblorosa y diminuta voz—. Una cañonera de
Petrusia aceptó llevarnos a Lysatra —sus ojos miraban nerviosamente al soplete que
rebanaba la puerta—. Lejos del Imperio.
—¡Espera! ¡Ustedes son la carga! Creí que estabas por intercambiar tu tajada del
robo.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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—¡ML! —gritó Jaxxon al intercomunicador que se sacó del cinturón—. Más te vale
oír esto, tú, tonto cubo de tornillos. Baja la rampa y enciende los motores. Tenemos que
salir pitando.
Una serie de chillidos sofocados resonaron en el intercomunicador y la rampa rechinó
al comenzar a descender. Quizás el viejo droide no era tan malo. Las balas zumbaron al
pasar por encima de la cabeza de Jaxxon, pues los stormtroopers lo perseguían.
Predeciblemente, una dio en el blanco y redujo el hovercart a metralla ardiente. No
obstante, Jaxxon ya había brincado de la veloz carretilla y rebotado en la rampa con un
salto digno de los Jedi de la antigüedad.
Quizás había cosas que un lepi podía hacer mejor que nadie.
Jaxxon salió corriendo del compartimiento de carga e ignoró los preocupados bips de
ML al depositar el maletín junto al asiento desocupado del piloto. La Rabbit’s Foot se
lanzó al aire mientras disparaba los motores, dejando a los stormtroopers envueltos en
una nube espesa de humo, que Jaxxon deseó que oliera tan mal como se veía.
«Ábrete camino a través de eso», pensó Jaxxon mientras su nave atronaba la
atmósfera de Bespin y enfilaba hacia el hiperespacio.
Lejos y a salvo, Jaxxon se repantigó en su asiento y suspiró de alivio. La luz azul del
hipertúnel bañaba la cabina de la Rabbit’s Foot mientras la nave cascabeleaba y gruñía.
ML-08 se acercó y silbó una pregunta.
—¿Qué si conseguí la inversión? —Jaxxon repitió—. ¿Tú qué crees?
Se agachó y abrió el broche del maletín que había robado de la oficina de Lando. El
droide espió el interior y vio a cuatro troglof muy traqueteados que lo miraban.
—¿Escapamos? —preguntó Corovene, mientras Jaxxon daba suaves golpecitos a la
maleta para ayudarlos a salir y posarse sobre las sucias planchas del piso de la cubierta.
—Bueno, no somos polvo estelar, ¿es eso lo que pregunta?
Se inclinó hacia la computadora de navegación e introdujo las coordenadas en el
sistema.
—¿Adónde me dijo que iban? A Lysatra, ¿no es así?
—¿Nos llevará hasta allá? —preguntó Corovene con los ojos arrasados en lágrimas—
. Pero no tenemos para pagarle.
Jaxxon miró a la madre troglof que abrazaba a sus dos niños y pensó en la pequeña
fortuna en lingotes que estaba esparcida en el piso del clóset de limpieza allá, en la
Ciudad Nube.
—Ey, si algo es bastante bueno para Lando Calrissian, también lo es para mí. Solo no
le digan a nadie que estoy dando aventones gratis, ¿de acuerdo? Algunos de nosotros
estamos empeñados en montar algún negocio por aquí.
—¿Arrastres Tumperakki?
Jaxxon volvió a mirar a los niños.
—Ah, eso puede esperar. Mientras tanto, ser contrabandista no es tan malo si eliges
bien tu carga.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Torro maldecía mientras trenzaba su cabello y lo prendía como una corona púrpura
sobre los bultos gemelos de su entrecejo. Con los ojos nublados, se metió en su clóset en
busca de algo (cualquier cosa) limpio. Le retumbaba la cabeza como protesta por la
rapidez con que la había retirado de la almohada.
Sonaba un bip impaciente en el lado opuesto de la habitación. El fotorreceptor del
droide administrativo tenía que estirarse hacia arriba para sobrepasar los helechos
exuberantes, las delicadas orquídeas y las cascadas artificiales que hacían del lujoso
departamento de Torro algo muy parecido a las selvas de Devaron, su planeta de origen,
muy diferente al gigante gaseoso que era Bespin.
—Chef Ejecutiva Torro Sbazzle —dijo la voz abaritonada del droide, en vivo
contraste con su tamaño pequeño—, el barón administrador la convoca inmediatamente.
—Sí, sí, ya sé.
De las profundidades del clóset, Torro sacó unos pantalones de cintura alta, con
fabulosos diseños en color oro y púrpura. Siguió un top estilizado, entretejido con
piedralunas y festoneado con bordados negros. Sin importar las convocatorias, Torro
tenía una apariencia que cuidar.
—Puedes decirle a Lando que, si fuera una emergencia real, podría haber venido en
persona, en vez de mandar a un droide a recogerme como si fuera una freidora de poca
monta en CoCo Town.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
«Tú escogiste esta vida, ¿recuerdas?». Los ambiciosos viajes de Torro habían
escandalizado a su familia, pues su deseo de ser trotamundos se consideraba más
adecuado para el macho de su especie, quien era proclive a esa frivolidad. Por ser la hija
mayor, se esperaba de Torro que tomara las riendas del negocio familiar: una
farmacéutica; por obligación había estudiado botánica durante años y obtenido excelentes
calificaciones. Que aplicara sus estudios a la cocina, en vez de descubrir nuevos
medicamentos para mejorar la posición de su familia no fue bien recibido por su madre y
tías. Sin embargo, aunque sus visitas a casa estuvieran repletas de suspiros de decepción
y conferencias sobre los deberes familiares, una parte de Torro nunca dejó de sentir
nostalgia de Devaron.
Ah, bueno, un pleito con Calrissian le proporcionaría una distracción. Fue a su
cocina, donde encontró que había sido limpiada temprano por la mañana, así que los
gabinetes y las superficies de trabajo resplandecían. Donde Torro vería normalmente un
pequeño ejército (una docena de ayudantes de cocina, anfitriones, catadores, cantineros y
meseros) solo había dos personas: Gersolik, su sous-chef ugnaught, y el barón
administrador en persona, Lando Calrissian, impecable en su capa azul y con su bien
peinado cabello.
—¡Torro!
Si bien Lando llevaba tiempo esperándola, no había huella de enfado en su reluciente
sonrisa.
—¿Cómo está la más brillante e impresionante chef en cien mil parsecs a la redonda?
—la saludó.
Torro golpeó con el codo el panel de control y se cerró de golpe la puerta detrás de
ella.
—Cansada. ¿Sabes la hora que es, Calrissian? Porque para mí estaba muy claro
cuáles eran mis horas de trabajo en el contrato que firmamos y esta no es una de ellas.
Lando levantó las manos en gesto de pedir paz.
—Mis más sinceras disculpas. Espero que sepas que no te molestaría si no se tratara
de un asunto de la mayor importancia.
¿De la mayor importancia? Torro lanzó una mirada a la sous-chef. Gersolik no
parecía nerviosa, sino asustada; su piel rosada estaba pálida y le temblaban los largos
bigotes.
—¿Esto es por los barones transportistas de Kuat? —Quiso saber Torro—. Porque
déjame decirte que ellos fueron quienes insistieron en pedir garrapatas. Mi gente les
advirtió que el caparazón es venenoso y no era para comerse, sino parte de la
presentación.
—No es por los barones transportistas.
—Entonces, ¿por qué me hiciste venir? —preguntó ella cruzada de brazos.
Por primera vez advirtió un leve brillo de sudor en la frente de Calrissian.
—Tenemos huéspedes inesperados; me gustaría que les prepararas algunos bocadillos
y bebidas.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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Lando se mordió el labio, una expresión retorcida pasó fugaz por su cara y ella no
pudo interpretarla.
—Sí, si todo sale según el plan. Así que, por favor… la comida y las bebidas. Te
pagaré el doble que por una cena. Solo haz que se vea elegante.
—¿Elegante?
—Oye —dijo con una débil sonrisa—, ya viste su máscara. Nadie se viste así a menos
que tenga que demostrar algo.
—Y también usa una capa…
—Yo también la uso, pero la mía es más bonita.
Al oírlo, Torro no pudo evitar reír nerviosa.
—De acuerdo, está bien. Quieres una comida completa para estas personas. Y eso es
todo. Si se quedan más tiempo, tú les harás la cena. ¿Cuánto tiempo tengo? —dijo al
descolgar el delantal.
—Una hora.
—¿Una hora? —otra vez maldijo—. ¿Por qué malgastas mi tiempo en bromas?
¡Largo de mi cocina!
Lando giró en redondo y ella lo vio alejarse a toda prisa envuelto en la tela azul.
Gersolik se plantó en su puesto y preguntó:
—¿Por dónde empiezo?
Una comida para satisfacer el odioso ego de Vader. Alimento que quizás no podría
ingerir. Torro tamborileaba con sus uñas sobre el mostrador para pensar aprisa.
Bocadillos. Cosas ligeras del tamaño de un bocado para consumirlas con pulcritud.
«Empecemos con las bebidas».
—Tuesta diez latas de frijoles benta. Una vez listas, las cueces con un poco de leche
hervida de whilk y una buena cantidad de semillas de thalassa.
Era una bebida muy popular en Coruscant, asombrosamente amarga y garantizado
que animaba el paso; tomaba tiempo y cuidado prepararla para darle una textura exenta
de grumos.
—Luego comenzaremos a pelar y cortar fruta del jogan; con tres bastará, pero
rebánalas muy delgadas. Son para rellenar los dumplings.
—¿Dumplings?
—A todo el mundo en la galaxia le gustan, Gers. Puede que sean lo único que
tenemos verdaderamente en común.
Con eso arreglado, Torro trató de entrar en el conocido ritmo de trabajo. No obstante,
sus manos temblaban al medir la harina para la pasta color medianoche con que
envolvería la fruta del jogan. Normalmente ligaría la harina con aceite de zaffa, que le
daba un fresco toquecito cítrico, pero hoy usaría la más común mantequilla de bantha,
que tiene un olor a miel y es más difícil que se queme. Probablemente era mejor apostar a
lo seguro, ¿no? Los imperiales eran casi todos humanos, la clase de humanos que tenían
ideas esnob o francamente discriminatorias sobre la cultura y la gastronomía de otras
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
especies. Si Torro era prudente, les serviría algo blando pero bonito y saldría de la cocina
tan pronto le fuera posible.
Fue por la mantequilla de bantha y de pronto se detuvo. Lando tenía motivos para
estar nervioso. El Imperio era caprichoso y cruel, se enorgullecía de aplastar toda
oposición. Lugares como la Ciudad Nube (pequeños enclaves de independencia) eran
puntos calientes que debían ser enfriados. Podían montar un espectáculo de perfecta
obediencia y aun así el Imperio quizás los borrara del firmamento. Vader podría ordenar
que arrastraran al personal de la cocina hacia la sala de banquetes y asesinar a todos solo
para demostrar que tenía poder para hacerlo. Esta podría ser la última comida que ella
cocinara.
Torro Sbazzle se daría a todos los diablos si la última comida que cocinase fuera
mediocre. Había una razón por la cual ella estaba al frente de esa cocina en vez de algún
novedoso droide chef personal con un precio de ocho dígitos y un deslumbrante y
modernísimo sintetizador. Ella no iba a morir por culpa de unos dumplings crudos. Torro
puso a un lado la mantequilla de bantha y fue por el aceite de zaffa.
Regresó a su labor con gusto; mezcló nueces khadi picadas con el jarabe de pimiento
picante y a la masa resultante le dio forma de globitos que decoró con polvo plateado. La
fruta muja se coció con una docena de huevos de bac hasta que la pulpa roja tomó el tono
cálido del requesón ambarino, perfecto para rellenar las tartaletas en forma de media luna
que serían el acompañamiento perfecto de los dumplings.
Una vez hecha más de la mitad del trabajo, Torro abrió el horno; se estiró sobre las
flamas para alcanzar y sacar la plancha metálica, sin que la piel de ella se resintiera. Con
la cuchara formó rechonchos cojines de jogan y queso, luego los frio hasta que la masa
quedó crujiente y después los sumergió en el pegajoso vino con miel. Cuidadosamente
puso los dumplings en platos y los remató con ralladura azucarada.
—¿Ya terminaste de batir los huevecillos? —preguntó a Gersolik, asomada desde su
hombro—. Quiero poner el merengue dentro del requesón antes de volver a hornear las
tartaletas.
—Sí, pero yo… —respondió Gersolik.
Torro la miró y se sorprendió al ver que la mujer ugnaught tenía la vista fija en el
tazón de cristal con el merengue batido hasta formar picos perfectos parecidos a nubes.
—¿Qué pasa? —preguntó Torro—. ¿Lo batiste en exceso? Cuando se baten de
manera apropiada, los huevecillos del pez frella hacen un merengue de ensueño,
maravillosamente cremoso. De ensueño, porque si lo consumes en gran cantidad,
entorpece tus sentidos; a muchas especies las pone en un estado de feliz aturdimiento.
—No, solo pensaba si entre en los efectos de los huevecillos y el sabor del
merengue… ¿no se podría enmascarar otra cosa?
—¿Me estás diciendo que le pusiste demasiada azúcar?
—Estoy diciendo que procedes de una familia de farmacéuticos —dijo Gersolik con
la vista puesta en Torro—. Seguro que sabes cómo mezclar todo tipo de cosas. Estabas
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preocupada con lo de los caparazones de garrapata y los barones del transporte. ¿No
podríamos crear… una situación similar?
La chef tardó un poco en descifrar las palabras cuidadosas de la sous-chef. Entonces
se desvaneció hasta la última migaja de autoconfianza que había recuperado. Se abalanzó
al lado de su asistente, dispuesta a taparle la boca si era necesario.
—¿Estás loca? —murmuró entre dientes—. ¿Quieres que…? —Torro no se atrevió a
pronunciar la palabra—. ¿Sabes lo que nos harían si se enteran?
Gersolik temblaba, pero claramente era la ira la que impulsaba a la sous-chef, no el
miedo.
—¿Qué más pueden hacernos, Torro? Hicieron estallar a Alderaan. Son monstruos.
Es necesario ponerles un alto —sus gestos señalaban todo a su alrededor—. ¿Sabes por
qué somos las únicas aquí? Porque así de bajo piensan en los individuos de las especies
que no son humanas. Para el Imperio, somos animales irracionales. Droides incapaces de
pensar, que obedecen sin hacer preguntas.
—Sí —dijo Torro con amargura—. Probablemente esos soldados harán que los
droides prueben todos los alimentos antes que salgan de esta cocina.
—¿Y qué? Tú eres una devaroniana; es casi imposible envenenarte.
—Y tú eres ugnaught. Créeme, es muy posible que te envenenen.
La expresión de Gersolik seguía siendo feroz.
—Entonces escogeremos algo que tarde en hacer efecto. Torro, ¡podemos tumbar a
Darth Vader de un bocado!
Torro vacilaba, pero no podía dejar de ver en dirección a su bien surtida despensa.
Presentó toda clase de peticiones lúdicas cuando estaba negociando su contrato con
Calrissian, por lo cual tenía a mano un tesoro de ingredientes raros y costosos, incluidos
muchos que, en comparación, harían ver inofensivas las garrapatas con caparazón
venenoso.
—Es demasiado riesgoso —contestó meneando la cabeza—. Hasta donde sabemos,
las personas con las que se reunirá son inocentes y con esa máscara sobre la cara no
podremos estar seguras de que coma algo. Puede que terminemos con la vida de un par
de soldados, sin mencionar las nuestras y la de todos en la Ciudad Nube cuando los
imperiales averigüen lo que intentamos hacer.
Gersolik se paró más derecha aún. Unas cicatrices pálidas surcaban su frente y se
desvanecían entre las cejas blancas y esponjosas. Por primera vez Torro se preguntó
cómo se las había hecho. Se preguntó si, de hecho, su asistente, su amiga, no tendría
malas experiencias a manos del Imperio.
—¿Acaso no hay cosas por las que vale la pena arriesgarse? —insistió Gersolik—.
¿Cosas más importantes que nuestras vidas? Podemos ser heroínas.
Heroínas. Por un momento, el plan que Gersolik sugería jugueteó en la mente de la
chef. Torro había pasado su vida entera en la experimentación con plantas y hierbas,
especias y semillas. Probablemente ella podría preparar semejante poción. Había una
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Entonces empezaron los disparos. Torro saltó, aún aferrada al tazón de merengue.
Gersolik soltó un gemido de sorpresa y luego avanzó tambaleante hacia el panel de
control.
—¡No, espera! —le gritó Torro y la agarró por el brazo. El tiroteo había cesado.
Desde la sala de banquetes llegó una voz que dijo:
—Será un gran honor si nos acompañan.
Las palabras de quien hablaba sonaban graves, profundas y rebotaban en las paredes.
Torro no debería ser capaz de oírlas con tanta claridad, ni deberían haberla sacudido hasta
los huesos. Parecía que envenenaban con terror hasta el mismo aire.
—Torro… —dijo Gersolik tras aclararse la garganta.
—Vuelve al trabajo —le ordenó la chef temblando, pues al oír aquella invitación, ya
no tuvo dudas de que se trataba de Darth Vader; la voz de ella se endureció—: ¡Ya!
—Por supuesto, jefa —contestó amargamente la sous-chef, al liberar su brazo; se veía
furiosa.
Torro se obligó a volver a su puesto de trabajo. Dejó el tazón de merengue, mientras
trataba de bloquear los sonidos sordos de la lucha que oía a través de la pared. No quería
saber nada de las otras personas que estaban en la sala de banquetes, las que habían
disparado contra Vader. No había nada que ella pudiera hacer para ayudarlos, sin
arriesgar a sus seres amados.
«Además, ni siquiera sé si come».
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Los grupos de beldons flotaban por todo el cielo. Las criaturas parecidas a medusas iban
a la deriva y se encimaban unas sobre otras como si realizaran una danza coreografiada.
No hacía mucho, todavía se cazaba a los beldons, un deporte ridículamente fácil porque
estos seres celestes de colores iridiscentes son muy lentos. Usualmente aparecen muy
temprano por la mañana, cuando el cielo sale de sus tonos carmesíes al inicio de un
nuevo día. Cada mañana los busco. En cuanto aparecen me siento tranquila, conectada
con el lugar, aunque sea solo por un segundo.
«Hoy es el gran día. Definitivamente va a aparecerse este día», le digo a mi reflejo en
la ventana. Mechones de cabello negro cubren mi ojo derecho. Me froto el lado izquierdo
de la cabeza, donde el pelo ha crecido lentamente después de rasurarlo. Necesito
afeitarlo.
Bajo la vista a mis ropas de monótono color arena y maldigo cuán tediosa se ve mi
tez oscura con estas prendas. No tengo nada de astral. Mi ropa es aburrida y ordinaria.
Ojalá pudiera portar un siempre cambiante uniforme como los beldons: translúcido e
invisible en un instante, y pleno de una vitalidad antinatural al siguiente. Cuando se es un
cazarrecompensas, se necesita un aspecto que sea como tu firma. Los mejores lo tienen.
Dengar posee vendajes por toda la cabeza. Aurra Sing solía usar mono anaranjado. He
estudiado a todos y a sus atuendos geniales. Mi estilo actual es inexistente. Llevo
diecisiete años sin sobresalir jamás ni dejar ninguna marca. Probablemente esa es la razón
por la cual oficialmente no soy una cazarrecompensas.
—¿Otra vez estás contemplando a los beldons, Isabalia?
Recnelo Cott es una ugnaught rara que no vive con los de su clan. Prefiere el más
bien solitario espacio en el nivel 123. Aun en la Ciudad Nube puede encontrarse un hogar
lejos de las multitudes. El cuarto que me renta Recnelo es una cosita cuadrada con una
cama y una mesa. No sé cómo se hizo ella con el lugar ni me importa. Se lo guarda para
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sí, pues pasa la mayor parte del tiempo con su gente, trabajando en una instalación de
congelación de carbono.
—No, no lo hago —le digo y me cubro con la capucha.
Recnelo bufa. Es nuestro libreto habitual: cada mañana despierto para ver a los
beldons y Recnelo se burla de mí. Es repetitivo, pero al menos sé qué esperar.
Salimos. A esta hora tan temprana, solo unos pocos moradores de la Ciudad Nube
están levantados para empezar a trabajar en las minas donde se extrae el valioso gas
Tibanna. Recnelo se irá para llegar puntual. En cuanto a mí, necesito ver a Elad Zhalto
antes de que se cierren las apuestas.
Al dar vuelta en el corredor para tomar el turboascensor, advertimos a dos tipos
enfrascados en una conversación. En nuestra ruta al trabajo rara vez aparecen recién
llegados. La Ciudad Nube atrae a varios emisarios deseosos de obtener una tajada de la
buena vida que llevamos aquí en la urbe flotante, pero mi instinto me dice que esos dos
son otra cosa. Recnelo y yo nos dirigimos a nuestro paso habitual. Mi mano busca el
vibrobóxer en mi bolsillo, que agregará peso a mi puño si necesito acabar con un
problema mediante un corte en la cara de alguien.
Los dos hombres dejan de hablar y solo nos miran. Recnelo sigue hablando en
ugnaught, un cuento tonto a propósito de lo mucho que le gusta comer. Si se vive en la
Ciudad Nube hay que aprender a hablar y entender muchos idiomas. De lo contrario,
pueden insultarlo a uno sin que siquiera se dé cuenta de las palabrotas que le dirigen.
Asiento a lo que ella dice y mantengo la vista pegada en los tipos. Los dejamos atrás sin
incidentes. Aflojo el puño.
—No creo que sean gente que se levanta temprano —comento cuando estamos a
distancia segura para que no nos escuchen. Recnelo menea la cabeza. Hay movimiento en
la ciudad; algo ocurre.
—¿Cómo van las cosas en la mina? —le pregunto.
Recnelo mira en torno de la sala para asegurarse de que no hay nadie cerca.
—Hace poco nos visitaron unos soldados que usaban las armaduras más cursis que
haya visto un droide o criatura alguna —contestó—. Los imperiales hacen muchas
preguntas y se meten con todo el mundo.
Stormtroopers. No puedo creerlo. Las cosas se están moviendo de verdad, más rápido
de lo que creía. No puedo evitar sentirme excitada de un modo raro. Viene la acción.
Verdadera acción.
—Probablemente lleguen más, ¿no crees? —le pregunto.
—Espero que no, por tu bien y el de todos los habitantes de la Ciudad Nube —me
dice ella en tono profundamente ominoso.
Mientras esperamos que el turboascensor nos transporte a nuestros respectivos
niveles, se aparece un holograma gigantesco del barón administrador, Lando Calrissian.
Cuando yo era más joven, escuché hablar de todas sus grandes aventuras. Me encantaba
cómo siempre lograba realizar sus asombrosos escapes. Era tan ostentoso y carismático.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Pero resultó ser como todos los demás políticos, lleno de promesas vacías y sonrisas
seductoras.
Como cazarrecompensas, al menos te presentas sin fingimientos inútiles. Un
cazarrecompensas tiene una tarea que hacer y la realiza sin importar nada. Yo necesitaba
establecer mi última conexión correcta para realizar mi sueño. Aprieto el botón del nivel
142. Recnelo menea la cabeza.
—Si fuera tú, me mantendría lejos de Elad Zhalto.
—Debes estar en el negocio para ganar —le digo—. Además, Elad es otro peldaño
para subir la escalera.
Recnelo sigue juzgándome. Ella cree en el trabajo duro con las personas en quienes
puedes confiar. Pero mi gente ya no vive en la Ciudad Nube. Mis padres trabajan en
centros educativos en Chandrila. No quieren saber nada de mi equivocado estilo de vida,
especialmente porque me criaron para ayudar a otros y no lastimar a nadie. Eran muy
activos en la comunidad de la Ciudad Nube y creyeron en las promesas de Lando hasta
que se hizo obvio que los educadores estorbaban en los negocios. ¿Quién quiere aprender
cuando hay dinero que ganar? Así que me di la vuelta y comencé a estudiar a los
cazarrecompensas, aprendí a pelear, fui ascendiendo por el escalafón, todo para
vergüenza de mis padres. Cuando se fueron de aquí, yo me quedé. No me molesto en
recordarle a Recnelo mi historia, ya lo he hecho multitud de veces. Afortunadamente
llegamos al nivel 142.
—Escuchar información toda la noche en el enlace intercomunicador no es la mejor
manera de actuar. Sería mejor que mantuvieras los pies y hasta la nariz en el suelo. ¿O es
que los beldons ya te sorbieron los sesos? —me reclama antes de que la puerta se cierre
detrás de mí.
Recnelo se equivoca. Reunir indicios de la agitación galáctica a partir de la
información difundida por intercomunicación es la única manera de averiguar qué está
sucediendo. No puedo permitir que Recnelo me confunda. Mi suerte está a punto de
cambiar. Puedo sentirlo. Solo es cuestión de tiempo. Sigo adelante.
Elad Zhalto es el propietario de la Guarida Azure, un lugar clandestino de juegos con
apuestas. Los invitados son jugadores desde hace mucho tiempo. Es raro ver una cara
nueva por aquí. Originario de Duros, Elad es un jugador poderoso cuyas huellas
dactilares están en toda la superficie de la Ciudad Nube. Más importante aún, es amigo de
todos los verdaderos cazarrecompensas.
Saludo con un gesto al guardia de la entrada e ingreso. Los últimos de los jugadores
de sabacc están por terminar a juzgar por la cantidad de humo en la habitación y los
muchos vasos vacíos.
—¿Cuánto va a tardar? —pregunto.
—Lo que sea necesario —responde el guardia, molesto, y me deja para que me las
arregle sola.
Localizo a Elad, quien está inmerso en cómo se reparten las cartas a sus invitados. Y
entonces es cuando lo veo, una presencia sombría en el rincón de la habitación. Mi
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
¿Ha estado observándome? ¿Joy Iya? Trato de mantener fijos mis ojos en su intensa
mirada tanto como puedo. Pasan cien o doscientos latidos de mi corazón y olvido qué
había ido a hacer.
—¿Tienes la clave de la salvación o algo así?
No sé por qué dije esto, pero lo hice y ahí van mis palabras a flotar en el aire frente a
mí, como un beldon solitario y confuso.
—Tengo una proposición que hacerte —me dice.
Antes de que ella pueda continuar, el guardia de Elad me da un codazo.
—Lo siento —le digo.
Lo sigo mientras me escolta a la oficina de Elad. Inhalo profundamente y me
tranquilizo para la que espero sea mi primera interacción concreta con Boba Fett. He
estado convenciendo a Elad para que me presente a los cazarrecompensas de por allí. No
hay nadie a la altura de Boba Fett.
Elad se instala detrás de su enorme escritorio y a su lado se halla su droide favorito,
3-76, pero allí no se encuentra Boba Fett. ¡Maldita idiota que soy! Yo lo estropeé. Debí
dirigirme directamente a Boba Fett en cuanto lo vi. Dejé pasar una oportunidad real por
los lindos ojos de Joy. Necesito volver sobre mis pasos.
—Buen trabajo con la pequeña tarea —me felicita Elad.
La «pequeña tarea» consistió en tundir a un gamorreano que le debía dinero a Elad.
Una tarea basante simple que, sin embargo, me dejó un par de cicatrices más en el ojo
derecho.
—¿Lista para otra? Esta noche, una visita rápida a Na’Tala. Decidió que ella ya no
quiere trabajabar en la Guarida Azure —me dice—. Me enteré que se ha quejado de mí y
de cómo llevo mi negocio. No puedo permitir eso.
Una visita rápida significa convencer a Na’Tala de que siga trabajando en la Guarida
Azure, y si no quiere, mostrarle por qué debe hacerlo.
—¿Y qué hay de lo que yo quiero? —pregunto.
—¡Exacto! Muy mal, te perdiste conocerlo, pero regresará —dice y agrega—: Así
que, sobre Na’Tala…
—¡Prometiste presentarme a Boba Fett! —lo interrumpo—. ¡Nuestro trato no tiene
nada que ver con Na’Tala!
—Bien, ¿cómo quedaría yo si te permito conocer a Boba Fett como vas vestida? —
dice y señala mi astrosa ropa—. Quieres que él te tome en serio, ¿no es cierto?
Me pongo de pie. Él no va a ayudarme. Olvídate de Elad. No lo necesito. Ya me las
arreglaré sola.
—¡Tienes todo el derecho a irte! —grita Elad cuando estoy cerca de la salida—. No te
preocupes, mandaré a 3-76 a visitar a Na’Tala.
Me detengo en seco. Una visita de 3-76 equivale a una condena a muerte. Na’Tala
solo trata de ser independiente, como todos nosotros. Regreso.
LSW 273
Varios autores
—¡Eres lista, Isabalia, bien lista! Para asegurarme que no hay rencores, ¿qué te parece
si te doy acceso al Cloud Regalia? —ofrece Elad—. ¿Y ropa nueva, eh? Antes de tu gran
reunión con Boba Fett.
Su droide ingresa el código que me dará acceso a una exclusiva tienda de ropa.
—Arregla lo de Na’Tala, y yo concertaré el encuentro y la presentación que deseas.
Asiento. Acepto sus términos, me trago la culpa que crece en mi interior. Estoy más
cerca de mi meta y eso es lo que importa.
Antes de salir, Joy se me acerca aprisa y me entrega una tarjeta metálica.
—Creo que necesitas un cambio tanto como yo. Esta noche.
Ella regresa prestamente a su aún vacía mesa. Antes de que nadie lo note, me guardo
la tarjeta en el bolsillo y salgo del club. Afuera, el sol brilla tanto como siempre. La
Ciudad Nube está despierta por completo. Encuentro una esquina tranquila para leer la
tarjeta de Joy: «Un cambio. Sector Cuatro».
Supe que hoy iba a ser un día diferente. ¡Lo sentí! Fui de inmediato a Cloud Regalia,
antes de ir a buscar a Na’Tala. Finalmente tendría ropa nueva. Corrí al ala adonde van
todos lo que tienen alguna influencia. Tiendas extravagantes para el público selecto, y
hoy soy una de ellos.
—Isabalia —me anuncio al droide de la entrada; introduce mi nombre en el teclado y
la puerta se abre. La tienda es exactamente como me la imaginé: prístina por completo en
su color blanco y plateado, llena de colgadores de prendas que aparecen con solo oprimir
un botón. Porque es tan de mañana, la tienda está medio vacía con solo unos pocos
compradores.
—¿Cómo le gustaría vestir hoy? ¿Es para un evento privado o para pasar el día en los
casinos? Usted es menuda, pero está en buena forma, ¿quizás puedo ofrecerle una túnica
ceñida que cambia a cada paso que dé?
Trato de zafarme del droide, pero no es posible, parece inexorable.
—Necesito ropas con las que pueda moverme —le explico—. Para pelear. Con
bolsillos ocultos y demás.
El droide me encamina a otro departamento. No puedo contenerme y me dirijo a ver
las capas.
Una pareja ya mayor entra en la sala. El hombre tiene blancos los cabellos y su pareja
lleva peinados los suyos en complicadas trenzas al estilo de Bespin. El hombre toma un
atuendo ostentoso, lo observa confundido y bruscamente lo devuelve a su sitio.
—Ese no es mi estilo —explica.
—Déjate de tonterías —repone la mujer, ríe y lo empuja con suavidad—. No todos
los días celebras una unión tan larga y fructífera como la nuestra. Esta noche festejamos.
No se han fijado en mí aún. Me meto entre las prendas del colgador como si buscara
algo en particular. No dejo de atisbar y mirarlos de soslayo. Cómo el hombre acaricia la
mejilla de ella, cómo ella le aprieta la mano. Recuerdo cuando papá y mamá se veían de
ese modo. No temían demostrarse su ternura, reír en voz alta de sus bromas, abrazarse.
No tuve una mala niñez. Siempre me mostraron afecto, como el que esta pareja exhibía.
LSW 274
Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Sin embargo, la pobreza vuelve codiciosas a las personas. El amor puede llevarte muy
lejos.
La pareja levanta la vista y me ve. Hacen un gesto de saludo y me sonríen con
calidez; yo hago lo mismo. Se alejan con sus ropas nuevas.
El droide regresa con un montón de prendas para que me las pruebe. Pronto estoy
vestida con un extravagante mono azul y una capa a juego.
—Un toque del gusto del barón administrador siempre es una buena elección —dice
el droide.
Salgo de la tienda vestida con mi ropa nueva y tiro a la basura la vieja.
Meterse furtivamente en la casa de Na’Tala es muy fácil. Su cuarto es tan pequeño como
el mío, pero, a diferencia del mío carente de personalidad, el de ella es una explosión de
cosas y colores. La ropa está esparcida por todas partes y cada centímetro de las paredes
está cubierto con una obra de arte o una declaración: ¡SÉ LIBRE! ¡NO TEMAS!
Registro sus cosas en busca de una pista, cualquier cosa que me lleve en la dirección
correcta. Por desgracia, solo encuentro más afirmaciones. Enojada, enfilo a la salida.
Antes de cerrar la puerta, mi bota aplasta algo. Me inclino y recojo las dos mitades rotas
de una tarjeta: «Un cambio. Sector cuatro».
Aparentemente, ella va para el sector cuatro. Mi destino está marcado.
Conforme me acerco al sector, oigo el sonido de voces apagadas pero innegables. Es
una reunión. ¿Acaso Joy nos invitó a Na’Tala y a mí a una fiesta secreta?
—Si paramos de trabajar, tendrán que satisfacer nuestras demandas de mejores
sueldos. Nosotros hacemos todo en la Ciudad Nube. Sin nosotros, la urbe no funcionará.
Joy está en el centro del mitin, pues no se trata de una reunión social. Malas noticias.
Están tratando de abolir las reglas de la Ciudad Nube. Eso no es posible. Lando nunca lo
permitiría. Existe una razón por la cual no formamos parte del gremio minero: somos
capaces de prosperar en secreto. Protestar en contra de cómo se manejan las cosas en la
Ciudad Nube es un esfuerzo infructuoso.
—Desperdician su tiempo —murmuro para mí misma.
—¿De veras? —me pregunta Na’Tala que de repente aparece a mi lado—. Por ahí me
dijeron que me buscabas. ¿Todavía sirves de mensajera a Elad? No te preocupes. Tengo
mi propio mensaje para él.
Na’Tala se aleja de mí y se reúne con los otros.
—Una huelga general en la ciudad es la única forma de captar su atención —afirma
Joy, radiante, más hermosa que nunca—. ¿Quién está con nosotros?
La multitud asiente con la cabeza. Después de otros pocos discursos incendiarios, me
pregunto por qué Joy pensaría que yo iba a ser parte de esto.
—¿Qué piensas? —me pregunta Joy, mientras la multitud sigue reunida, emocionada
y lista para la acción.
LSW 275
Varios autores
—Pienso que ustedes están metidos en una batalla perdida. La Ciudad Nube se
construyó para los negocios y el placer. ¿O ya olvidaste lo que manda Lando?
—Te he visto aceptar los trabajillos —me dice—. Aprehender a un jugador de poca
monta. Apalear a otro. Tú eres mucho más que eso. Todos lo somos.
¿Cómo podía ella estar tan segura? Esta vez no puedo sostenerle la mirada. En vez de
eso bajo la vista y miro mis relucientes botas nuevas.
—Creo en ti incluso ahora, cuando no me miras a los ojos —dice; me arde la cara de
vergüenza.
—Es un momento crucial. ¿No quieres ser parte de él? —me pregunta Joy—. Un
movimiento de verdad.
Posa su mano sobre mi brazo y me lo aprieta con suavidad. La gente a nuestro
alrededor casi ha desaparecido. Solo quedan Joy y esta esperanza que me ofrece.
—¿Por qué yo? —quiero saber.
—Porque es tiempo de salir de las sombras y estar con nuestra gente —me
responde—. Estamos parados en el borde y es hora de dar un salto.
No estoy acostumbrada a esto. Ella me presenta con claridad esta oportunidad. Pero
estoy destinada a seguir otra senda. Quizás si se lo explico a Joy, podría entenderme.
—Cuando tome a mi cargo esta única cosa, seré capaz de hacer lo que siempre quise
—le explico—. Boba Fett puede enseñarme los cabos y…
La cara de ella se desencaja.
—Estás considerando a ese hombre contratado para rastrear a otros como tu boleto de
salida —replica con mucha decepción—. Creo que será mejor que te vayas. Estoy segura
de que esto no le importará a la persona que lastimes. Al menos te vestirás con ropa
bonita mientras la hieres.
Joy sale corriendo. Me quedo allí, como una tonta de remate vestida con este mono
que de repente siento demasiado ajustado.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Verifico dos veces que mi bláster Relby-K23 esté bien sujeto bajo mi capa, y el
vibrobóxer, dentro de mi bolsillo. Trato de ignorar las voces de desaprobación que
resuenan en mi cabeza, pero no lo logro. Un cazarrecompensas debe ser resuelto y
concentrado. Yo no soy ninguna de las dos cosas. Exactamente estoy desgarrada en dos.
Recnelo se escabulle y pasa a mi lado sin decirme una palabra.
—¿No vas a insultarme, Recnelo? Así no eres tú —le digo al tiempo de emparejarme
a sus largas zancadas.
—Necesito ir a una parte, pero eso ya lo sabes.
—Yo también voy a la congeladora de carbono —le digo—. Podemos ir juntas.
—Vas a unirte al paro de labores, ¿verdad?
Ella se detiene cuando no le respondo.
—Abre los ojos, Isabalia. Tú crees que los beldons flotan a la deriva para tu placer
visual. Hace mucho, eran criaturas feroces —me cuenta, frustrada—. ¿Sabes que la
Ciudad Nube los narcotiza para hacerlos dóciles?
—Hay más vida que lo que la Ciudad Nube puede brindar. ¿No crees que me lo
merezca? —le pregunto—. Por favor, dile a Joy que lo lamento.
—No, Isabalia, estás en un error. Tú eres la Ciudad Nube.
Recnelo se aleja de mí y me deja sola para contender con esa verdad. Se encuentra
con Joy al final del pasadizo y se van juntas rumbo a la congeladora. Por el camino
recogen a otro par de personas y al final se detienen en la entrada. Como una tonta, las
sigo a unos cuantos pasos de distancia, para ver cómo se desarrolla el asunto.
Si el paro laboral empieza aquí, con suma facilidad puedo colarme a la congeladora a
través de su entrada lateral. Seguramente Boba Fett espera adentro. Joy echa un breve
vistazo a mi camino y también lo hace Recnelo. Todo converge de golpe y debo tomar
una decisión. Seguir a Boba Fett hacia un futuro que llevo meses planeando o… seguir a
los otros. Joy, Recnelo, incluso mis padres, ven algo en mí que soy incapaz de percibir.
La persona que se supone debo ser. ¿Cuál futuro adoptaré cuando los dos son tan
inciertos?
—¡Alto! ¡Deténgase ahí!
Un stormtrooper aparece como caído del cielo con el bláster listo. Recnelo y Joy
hablan con él, pero este se niega a escucharlas. Les apunta con el arma.
Sin pensarlo dos veces, me lanzo sobre el stormtrooper y enarbolo el Relby-K23.
Disparo a las rodillas del tipo en cuanto este vira hacia mí. Se dobla, pero no deja de
disparar y por poco me atina. No me detengo; me dirijo en línea recta hacia él, pateo el
bláster para alejar el arma y me le lanzo encima. Lo golpeo con todo lo que tengo y me
abro paso a través de su armadura para infligirle dolor, pues la adrenalina y el temor me
impulsan a ello. Unos pocos golpes más aseguran quién está en control de la situación.
—¡Óyeme tú, basura imperial! —le grito—. ¡Tus horrorosos uniformes blancos no
son bienvenidos en la Ciudad Nube!
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
P
—¿ uedes creer que nos pagan por hacer esto?
No era la emoción en la voz de Dengar lo que sorprendió a IG-88, que permanecía de
pie cerca del cazarrecompensas corelliano que piloteaba su nave entre los restos de
naufragios. Como el droide asesino más letal de la galaxia, IG-88 se había cruzado en las
rutas de otros cazarrecompensas exuberantes en exceso, la clase de los que que estaban
convencidos de que era una vocación la búsqueda obsesiva de excitación. Dengar tiró
hacia sí la palanca de control de su Jump Master 5000, conforme esquivaba los detritos
que se aproximaban. Era solo otro tonto más con un bláster.
—Vengan, vamos… Vengan con Dengar.
Tampoco lo desconcertaba el estropeado acento imperial del cazarrecompensas.
Comparado con el tono elegante del habla de los oficiales del Imperio, la voz de Dengar
sonaba como un cuchillo improvisado. Esta evaluación no era, sin embargo, un juicio por
parte de IG-88. La gente parecía creer que los acentos reflejaban inteligencia o autoridad,
pero el droide sabía la verdadera cuestión. La forma como hablaba un organismo era solo
una capa más de pátina de la fea ineficiencia orgánica. Al final, consideró el droide,
dejarían de andar hablando en absoluto. Entonces, muchas cosas mejorarían.
—¡Maldición! ¡Los perdí! Iggy, ¿podrías iniciar un escaneo térmico, camarada? No
podemos dejarlos ir.
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Varios autores
Allí estaba otra vez. La primera persona del plural: «Nosotros, nuestro». Eso era lo
que sorprendía a IG-88. ¿Acaso el orgánico había olvidado los términos de su acuerdo?
¿Era una artimaña? Mejor había que confirmar ahora que Dengar recordaba que, al
momento de tener la presa en sus manos, esta perdería la vida. Mejor recordárselo al
orgánico.
—A uno de nosotros le pagarán, corelliano, ¿o ya no recuerdas nuestro pacto?
La cabeza cilíndrica de IG-88 giró para encarar a Dengar. Por supuesto, lo hizo por
puro efectismo. La disposición de los sensores en la serie IG no estaba limitada por las
peculiaridades de los orgánicos, tales como «encarar».
Dengar soltó un juguetón suspiro cuando detuvo su nave, escondida detrás del masivo
motor subluz de una fragata naufragada.
—Sí, sí. No dejes que tus circuitos se tuerzan, evaporador andante. Tú y yo
conseguimos las coordenadas que nos dio Fett. Como Bossk y los otros…
—Esas coordenadas eran un timo.
—¡Por supuesto que lo eran! ¡A eso voy, absoluto farol!
Dengar reajustó su postura, estiró los dedos, retomó la palanca de control y se aclaró
la garganta.
—Como te decía, Fett le dio a todo el mundo información ficticia, pero tú y yo somos
demasiado listos para eso. Desciframos su sistema y encontramos las coordenadas que se
reservaba para sí. Aunque sea duro admitirlo, nosotros dos juntos tenemos una mejor
oportunidad de atrapar a Solo.
La voz de Dengar derivó a una rabia contenida cuando pronunció el apellido del
enemigo.
—Especialmente si trajo con él a sus amiguitos Rebeldes.
—Ese no fue el trato —dijo IG-88 en un tono tan cercano a un regaño como una
máquina podía permitirse—. Esas son las circunstancias del trato. Confirma que
entiendes el pacto.
Por un momento, la ya de por sí estrecha cabina de la Punishing One, la nave de
Dengar, se sintió más pequeña aún. Sus dos ocupantes eran asesinos; cada uno de ellos
sabía que un trato como el suyo podía desbaratarse en cualquier momento, incluso ahora
que estaban más cerca de su presa. Después de todo, IG-88 era un droide conocido por su
implacable oportunismo. Incluso, en el breve tiempo que llevaban juntos, se había dado
cuenta de que Dengar estaba encantado de afirmar que carecía de conciencia por
completo. Si se la había arrebatado una vida de violencia (la tragedia de tostarse la cara y
el cuerpo a causa de una modificación cibernética mal instalada) o por otro repulsivo
capricho de la ilógica vida orgánica, IG-88 no lo sabía ni le importaba.
La voz de Dengar bajó con la seriedad de una piedra fría.
—Cuando lo atrapemos, se acaba nuestra tregua. Tú y yo tenemos acordada una pelea
por el premio mayor digna de la arena de justas de Nar Shaddaa. Solo uno de nosotros se
llevará la bolsa.
—Bien.
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—Droide…
—Corelliano, este no es el Halcón Milenario.
Si IG-88 no hubiese comprendido que era superior a todo ser orgánico en existencia,
sería vergonzosa su incapacidad para advertir la diferencia entre esta nave y el Halcón
Milenario. La nave de Solo era un carguero de arrastre YT-1300f muy modificado, y
transformado en una nave estelar muy bien armada para dedicarse al contrabando. Pero
esta era un YT-1300p, con modificaciones someras, diseñado para el tránsito de
pasajeros.
—No solo las modificaciones son inadecuadas, sino que también le faltan varios
rasgos clave que pudiesen identificarlo como la embarcación de Solo.
—Debes estar bromeando.
—Mi programación no me permite «bromear». Ya tendrías que saberlo a estas
alturas.
—Bueno.
Dengar aferró la palanca de mando del Jumper Master, mientras claramente buscaba
una racionalización que le permitiera excusar las diferencias.
—Solo sabía que se le perseguía. Quizás hizo modificar la silueta de la nave para
mantener un perfil bajo.
—Eso es improbable. No había tiempo suficiente para realizar un preocedimiento
semejante entre el egreso conocido de Hoth y el momento presente.
Fett había resultado más engañoso de lo que sugería la primera impresión de IG-88.
No solo había proporcionado información completamente falsa, sino que había plantado
los bancos de datos de su nave con coordenadas-señuelo. El droide consideró, por un
breve momento, no si Fett los había traicionado (lo cual era obvio), sino si él, IG,
compartiría sus deducciones con Dengar. Decidió que eso no sería particularmente
fructífero.
—¡Hemos sido engañados! —gritó Dengar, lo cual hizo irrelevantes los cálculos de
IG-88—. ¡Ese imitador de mandaloriano, hijo de…!
—Aún nos queda una oportunidad, corelliano.
IG-88 oprimió un botón y la computadora de la nave mostró en la pantalla las
especificaciones técnicas del carguero.
—Una nave pertrechada como esa probablemente transporta contrabando,
información o individuos valiosos.
La nave flotaba torpemente enfrente de la Punishing One conforme se acercaba, con
los motores todavía inertes por las partículas iónicas que recorrían sus sistemas
electrónicos. Sin embargo, el intercomunicador debía haber resistido el ataque pues la
voz femenina resurgió de él.
—Te digo, amigo, que te equivocas de nave. A mi jefe no le va a gustar que te metas
conmigo.
Dengar cortó la comunicación y echó una larga mirada de soslayo a IG-88.
—¿Su jefe?
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—Te dije que no querrías meterte con mi jefe —dijo la capitana, una mirialana con
una bonita trenza algunos tonos más oscura que su piel verde brillante, que estaba de pie,
cruzada de brazos, sobre cuatro de los guardias muertos—. Soy Sunnari Khall, capitana
de la Deadnettle. Les agradecería que los dos se largaran de mi nave.
Esta vez, IG-88 volteó la cabeza para mirar a Dengar no con alguna emoción, sino
como señal para apoderarse de ella y despejar el resto de la nave. Antes de que entrara en
acción, Dengar se interpuso al cuerpo del droide.
—¡Oye, oye, oye! Cálmate, Iggy. La capitana tiene razón.
Dengar se inclinó para murmurar algo al droide; la proximidad no era necesaria, dado
el alto rango de los sensores en su traje.
—No quieres que sean tus enemigos los Besadii.
El droide asesino respondió a todo volumen; quería que la capitana lo oyera y
asustarla.
—A ti es al que no le gustarían de adversarios. A mí me gustan los enemigos.
IG-88 no había trabajado mucho para los hutt, pero sabía que eran ricos, crueles y
vengativos. Podía ser útil tenerlos de enemigos, pensaba IG-88, porque estos conducen a
menudo hacia nuevas oportunidades. Levantó los brazos y se preparó para disparar los
blásteres interconstruidos.
—Prueba esto y ve qué pasa, cacharro —le dijo Khall y, alzó la mano; en su palma
comenzó a pitar un detonador térmico. Al tercer bip consecutivo uno de los pasajeros del
carguero gritó—. ¡Silencio allá atrás! ¡Estoy negociando!
—Ah, ya veo, ahora se ha ido de la lengua, señorita… ¿Khall, es su apellido?
Por el sudor en las palmas y el ceño fruncido… si ella no hubiera dicho nada más, IG-
88 habría dicho que Dengar se marcharía allí y ahora. Pero ahora que la capitana Khall
había mencionado las negociaciones, el corelliano claramente olía las posibles ganancias.
—Solo no está aquí. No tenemos nada valioso a bordo ni nada que usted quiera.
—Usted no sabe qué queremos —dijo la voz metálica y demasiado calmada de IG-88,
única palanca necesaria para que Dengar quisiera obtener provecho de todo eso.
—Bueno, a ver —agregó más presión el corelliano—, me parece que usted se encarga
de un muy exclusivo torneo de sabacc. Y nadie juega sabacc… en una nave… en medio
de un campo de escombros… ¡por nada!
—Us-usted no sabe de lo que habla.
IG-88, cuya programación procedía de generaciones de investigación, contó las gotas
de sudor en la frente de ella, el redoble de sus latidos y los micromovimientos de sus
ojos.
—Usted oculta algo aquí.
—¿Qué podría esconder de ustedes? Destrocen mi nave, no encontrarán nada más que
unos miles de créditos. Se lo digo, esto es solo un viejo carguero dedicado al juego en un
todavía más viejo campo de desperdicios.
Ah. Eso era: el campo de escombros.
—¡Están jugando por todos esos restos de naves!
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Los sensores ópticos de IG-88 giraron y acercaron con el zoom los signos de
sudoración, calor, presión sanguínea. La capitana decía la verdad.
Sin embargo, Dengar se preocupaba más del valor que de la sinceridad.
—¿Una bolsa?
—Una gran bolsa.
—¿Una gran bolsa?
—Bueno, una bolsa de buen tamaño. Y será toda suya si siguen su camino y me dan
su palabra de que no reportarán… nuestras actividades.
—¿Para qué quiero el beskar? ¡Lo que quiero es a Solo! —dijo Dengar con los ojos
entrecerrados.
Los sensores de IG-88 se encendieron al reaccionar Sunnari al repentino estallido de
cólera del corelliano. Primero, un breve momento de miedo, luego de reconocimiento y al
final un diluvio de preocupación. Sunnari había oído hablar de Solo, pero por la forma
como movía los ojos, la velocidad de su parpadeo y los micromovimientos de sus dedos,
le quedó claro a IG-88 que ella no podría proporcionar información sobre el paradero del
contrabandista.
—No tome en cuenta las palabras de mi socio. Es un soborno adecuado.
Dengar bajó la cabeza, ahogada su creciente rabia a causa de la franqueza aplastante
de la respuesta de IG-88. Más tarde debería corregir los modales del droide.
—¿Es un trato? —preguntó la capitana.
—Iggy, mejor explica qué estás pensando.
—Te explicaré cuando estemos de regreso en tu nave. Aceptamos este trato, a
condición de que nos entregue el beskar en tres minutos o empezaremos a ejecutar al
resto de la tripulación.
—Eres terrible en esto, Iggy —intervino Dengar, alzando las manos como para
desactivar la situación—. Necesita entender, Sunnari, que él es un droide asesino, de
verdad no quiere todo eso. Denos el maldito beskar y seguiremos nuestro camino.
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ESCAPE DE BESPIN
Martha Wells
Lonaste despertó con los gritos de su prima Beetase, quien estaba parada sobre ella. Este
comportamiento no era insólito en el clan; se sentía aturdida por el doble turno pasado en
el foso de recuperación de materiales. Beetase la zarandeó y le gruñó.
—¡Ya basta! —le gritó con urgencia a Lonaste—. ¡Despierta! ¡Hay alerta de
evacuación!
Lonaste parpadeó ante el tono asustado de la penetrante voz de Beetase. El mensaje
de advertencia traspasaba la puerta.
—¿Qué? —Lonaste dijo al sacar el brazo de debajo de los tibios cobertores y se
enderezó—. ¿Qué está…?
Beetase sujetó a su prima por los hombros. Su expresión era de espanto y hasta sus
mechones blancos estaban parados de punta.
—Tienes razón. Lo que temías está ocurriendo —le anunció.
El alma se le cayó a los pies a Lonaste. Se echó el abrigo sobre las prendas de dormir
y salió sigilosamente por la puerta abierta de su podroom. Ya en el pasillo, el pequeño
droide mensajero corría repitiendo la alerta de evacuación. El mensaje producía ecos en
los cuatro niveles del barrio ugnaught en la Ciudad Nube, donde la población, frenética y
confusa, ya abarrotaba los pasillos y las plataformas, y aumentaba la algarabía con sus
voces cargadas de preocupación. Lonaste estaba igual de frenética, pero no confundida.
Eran las tropas imperiales quienes tomaban la Ciudad Nube. «Hiciste planes para cuando
esto ocurriera», se dijo, «sabías que esto iba a pasar». Nunca había creído en el estatus
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
neutral de Bespin, pues ningún planeta era neutral si poseía algo que el Imperio deseara.
Sin embargo, la realidad le propinó un golpe helado.
—¿Qué tan cerca están? ¿Lo sabemos?
—¡Ni idea! —le contestó Beetase moviendo los brazos como aspas—. Los demás
están reuniéndose.
Lonaste se apresuró en las escaleras, con Beetase pegada a sus talones.
En el nivel de abajo, llegó a la puerta de la sala de reuniones de su clan y la empujó
para abrirla. Allí estaba la familia entera, tías, tíos, todos los primos y sus hijitos.
—¡Por fin apareces! —le espetó el primo Jamint, como si Lonaste hubiera estado
escondiéndose—. Necesitamos que nos digas…
—Lo sé —respondió Lonaste al pasar entre el surtido de familiares; luego quitó a un
primito que estaba sentado en la consola reparada improvisadamente. Pulsó los sensores
táctiles de una tableta con la que había hackeado el intercomunicador privado del Barón
Calrissian. Atrás de ella, todos hablaban a la vez.
—Ella nos advirtió —decía Beetase en voz alta—. Ninguno de ustedes le hizo caso.
—Deja de sembrar el pánico —la amonestó el tío Donsat.
Lonaste ignoró las crecientes disputas y exclamaciones. Desde que el señor del
Imperio y sus tropas llegaron a la ciudad en busca de Rebeldes, ella supo que esto
pasaría. Las comunicaciones que interceptó, las crecientes sospechas y el miedo de los
otros dotados de sensibilidad en la ciudad, las advertencias compartidas por los
trabajadores, todo transmitía la misma historia: los partidarios del Imperio iban a tomar
Bespin. Ella trató de convencer a su familia de irse, incluso si los otros clanes ugnaught
no lo hacían. El peso de la realidad actual le hacía temblar las manos mientras pasaba de
una página a otra en las pantallas de la consola. «Nos harán esclavos a todos, igual que en
Gentes». Como de costumbre, nadie la escuchaba, pero les dijo:
—Todos deben empacar, lleven solo lo esencial. Averiguaré cuánto tiempo tenemos.
—Yoxgit y otros nos dijeron que no nos preocupáramos —objetó Donsat.
Lonaste sabía que no era partidaria del Imperio, simplemente le temía al cambio, pero
escucharlo no facilitaba las cosas, especialmente ahora.
—No van a volar toda la ciudad —añadió, tozudo.
—Porque los imperiales nunca hacen eso —apuntó Beetase, lúgubre. Un coro de
acaloradas objeciones le contestó y el primo Jamint agregó:
—El propio Calrissian dijo que todos se fueran.
—Se refiere a los humanos, no a nosotros —reviró Donsat—. Yoxgit dice que el
pleito del Imperio no es con nosotros.
Yoxgit era miembro del más rico clan ugnaught en la ciudad y Donsat era un
arribista.
—Ah, y tú te crees todo lo que ese traficante de armas dice. ¿Eres su títere? —entró
en la disputa la tía Moloste, para equilibrar la cosa. No era la mejor aliada, pues su idea
de un debate consistía en poner de acuerdo a los demás a garrotazos, lo cual siempre
LSW 291
Varios autores
suscitaba rencores. La mitad de la familia tenía desacuerdos con ella, de modo que todos
se pusieron de parte de Donsat.
Lonaste buscaba todos los registros del intercomunicador. Había configurado el
sistema para que realizara capturas frecuentes de las comunicaciones de Calrissian,
porque ella tenía que trabajar y dormir, y no podía sentarse allí todo el tiempo, aunque no
saber qué estaba pasando hiciera vibrar sus nervios.
La última captura de mensaje tenía solo tres horas de antigüedad. Las fuentes de
Calrissian le avisaron que era inminente que el Imperio tomara el control de Bespin.
Lonaste no tenía ni idea de por qué el barón había esperado tanto para dar la señal de
evacuación. Los mercaderes de gas Tibanna habían esparcido el rumor de que Calrissian
hizo un trato con el Imperio para dejar libre la ciudad; quizás Calrissian contara con eso,
pero obviamente no le funcionó. «¡Humanos!», pensó con asco, «sin embargo, todo
saldrá bien, pues tenemos un plan».
Dos días atrás, Lonaste había hecho un trato secreto para comprar el pasaje para todo
el clan a bordo de un carguero hacia el planeta Duros, a cambio de un montón de chatarra
recogido del centro de rescate. Había tardado casi todo el año anterior en recuperar
metales preciosos en cantidad suficiente, incluso con la ayuda de Beetase y otros primos.
Ahora todo lo que tenía que hacer era contactar a la tripulación para arreglar un encuentro
en los muelles de la ciudad. Ella introdujo el código seguro del intercomunicador de la
nave del capitán, pero la consola le negó la conexión. La garganta se le secó. Hizo un
nuevo intento, con la esperanza de que antes hubiera cometido un error al pulsar las
teclas, con idéntico resultado. «Oh, oh».
—¿Llamaste a la nave? —le preguntó Beetase al tomarla por el codo—. ¿Qué te
dijeron?
Para hacer una prueba, Lonaste trató de conectarse con el controlador portuario. Solo
obtuvo estática y zumbidos.
—Las tropas imperiales deben estar bloqueando las comunicaciones —dijo ella en
voz lo bastante alta como para hacerse oír por sobre la algarabía.
Los demás guardaron silencio. No había ninguna razón para que los imperiales
bloquearan las comunicaciones internas de la ciudad que, según el rumor, no tenían
intenciones de atacar. Eso convencería a quienes aún dudaban. Lonaste se puso de pie.
Todos estaban parados alrededor de ella y la miraban fijamente.
—¿Qué están haciendo? ¡Necesitamos aprontarnos para partir!
Todos voltearon a ver a la tía Temarit, la más anciana. Los mechones de su cabello y
sus cejas eran de color blanco plateado; la edad había dejado profundos surcos en su piel.
Silenciosa y enigmática, se daba palmadas en los antebrazos.
—Seguramente no hay razón para… —dijo el tío Donsat.
—Jamint —interrumpió Temarit—, ve a preguntarle a Amigast qué piensa hacer su
clan.
Jamint apartó a codazos a sus primos y salió corriendo por la puerta.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
A Lonaste la demora la hizo hervir, pero pensó que Amigast, el líder del mayor clan
ugnaught en el sindicato minero, la apoyaría. En el último mitin, donde los clanes
debatieron acerca de la presencia del Imperio en la ciudad, Amigast preguntó:
—Si este lord del Imperio solo buscaba a los Rebeldes, ¿por qué no se ha ido con
ellos presos?
—Está esperando a capturar al líder rebelde apellidado Skywalker —dijo Yoxgit—.
Luego, se irán.
—Las milicias de la ciudad dicen que hay un destructor estelar en alguna parte de este
sistema —objetó Amigast.
—Solo buscan a los Rebeldes humanos —arguyó Yoxgit, con las manos alzadas para
aplacar las dudas—. Para nosotros, todo seguirá como siempre. Aquí hay forma de hacer
dinero y no existe motivo para interrumpir eso.
Lonaste enseñó los dientes para mostrar su disgusto. ¿Alguien más se daba cuenta de
qué rápido había pasado Yoxgit de «los imperiales tomarán lo que buscan y se irán» a
«todo seguirá como siempre»? Yoxgit parecía saber mucho de lo que planeaban hacer los
imperiales. Ella levantó la voz y le dijo:
—Probablemente tú quieras a los imperiales aquí. Es bueno para tus negocios, ¿no?
Yoxgit vendía gas Tibanna a los comerciantes de armas; sin embargo, ella no tenía
idea de por qué él pensaba que los imperiales no tomarían el gas para sí mismos.
Esto causó alguna agitación. Algunos líderes clánicos exigían a Yoxgit que
respondiera, otros lo defendían.
—Los sindicatos nunca permitirán… —intervino el tío Donsat.
—¡Los sindicatos no pueden protegernos! —lo atajó Lonaste, exasperada—. ¡Es lo
que ocurrió en Gentes, los imperiales nos esclavizarán y nos dispersarán! ¡Es lo que han
hecho en un centenar de mundos!
—Deben perdonarla —pidió el tío Donsat a Yoxgit y a los dirigentes de los otros
clanes—. Es joven y posee ideas muy extrañas que le provocan pánico.
—No saques a relucir asuntos familiares en la reunión del sindicato —le gruñó la tía
Moloste, tras darle un golpe en el hombro—, ¡grandísimo tonto!
Lonaste trató de volver a hablar, pero Donsat la había desacreditado por completo.
Nadie la escucharía otra vez.
Allí estaban todos, mientras los valiosos segundos transcurrían sin que nadie hiciera
nada. Lonaste tomó aire para decir algo, con la esperanza de hablar con persuasión y no
con furia. De repente, Jamint se abrió paso entre la gente aglomerada en la puerta. Su
expresión espantaba.
—¡El clan de Amigast se ha ido! —gritó—. ¡Su sección está vacía!
Fue como si, de pronto, todo el aire de la habitación fuera succionado. Consternado y
con la voz vacilante, Donsat exclamó:
—¡¿Qué?!
—¡No están! —remachó Jamint—. ¡Evacuaron su sección!
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Varios autores
El silencio se puso tan espeso que Lonaste pudo oír los gritos urgentes que hacían eco
desde lo más lejano del pasillo.
—Tenemos que irnos —dijo con sobriedad la tía Moloste.
—Pero no puedes llamar a la nave —dijo el primo Sallat, quien se volvió hacia
Lonaste para preguntarle—: ¿Cómo haremos…?
—Iré al puerto y me aseguraré de que puedan llevarnos a bordo —respondió ella, con
el corazón latiéndole al máximo.
—Iré contigo —dijo Beetase inmediatamente.
Los demás miraron a la tía Temarit. Lonaste cerró la quijada con fuerza, para no
suplicar ni argüír. Entonces la tía dijo:
—Ve. Estaremos listos para marcharnos cuando regreses.
Lonaste casi respiró con alivio. Beetase la aferró del brazo y los demás les abrieron
camino para que salieran corriendo del lugar.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
interna del salón y hablaba con un stormtrooper. Beetase se apretujó junto a ella y su
acelerada respiración resonó en el oído de su prima.
Yoxgit y el stormtrooper terminaron de hablar; el primero retrocedió por el pasillo y
el soldado bajó al salón. Yoxgit echó un vistazo al rededor y, agachado, tomó otro
corredor. Lonaste se echó hacia atrás del barandal para decirle a su prima:
—Eso no se ve nada bien.
—No —admitió Beetase discretamente—. Sabes, creo que, con mucha anticipación,
él ya estaba al tanto de que el lord del Imperio iba a venir. Mirsame dijo que su tía le
contó que los mercaderes del gas sabían todo esto.
—Yoxgit hizo alguna clase de trato con los imperiales.
Como el acuerdo de Calrissian de que el Imperio dejara libre la ciudad,
probablemente el trato quedó en papel mojado. Lonaste se alejó de la barandilla.
—De pronto hay un montón de gente vendiendo a otra en esta ciudad. Como si al
final el Imperio no fuera a cargar con todos nosotros.
—Bespin ha cambiado. No voy a extrañarlo —aseguró Beetase y ambas echaron a
correr.
Por el eco de un cañonazo, Lonaste decidió que era mejor evitar el centro de la
ciudad. Se introdujo por la siguiente escotilla en los pasajes internos de mantenimiento.
Era un laberinto confuso, que se agregaba conforme crecían las industrias de la ciudad y
en el cual era difícil orientarse para los forasteros.
En los pasajes de mantenimiento no había brillantes salones blancos. La luz era tenue
y los corredores estaban sucios; los pisos estaban cubiertos con surcos húmedos a causa
de las fugas en el sistema hidráulico de la ciudad por encima de ellos. Lonaste estaba
acostumbrada a esto, pero el silencio fantasmal era nuevo. Los trabajadores usaban estos
pasajes para acceder a cualquier parte de la infraestructura de la ciudad; nunca estaban
desiertos. Tomando en cuenta los escombros dispersos (herramientas descartadas, una
bolsa perforada de paquetes con raciones de viaje, un zapato ocasional), supuso que
recientemente muchos se habían desplazado allí con la velocidad de la desesperación.
«El clan de mineros», dedujo Lonaste. «Probablemente, también otros». Ella y
Beetase se movieron con rapidez por la sección, a pesar de las escaleras y escalas
diseñadas para seres sensibles de extremidades más largas. Su pequeño tamaño les
permitía tomar los atajos achaparrados por donde circulaban los droides. Al llegar al
acceso del primer turboascensor de carga, otro cañonazo sordo y distante las hizo
apresurarse.
—Todavía estamos lejos —murmuró Beetase.
Lonaste obligó al pelaje de su cuello a aplacarse y se metió en el tubo. Con mucho
trabajo, las dos primas se abrieron paso de un tubo a otro. Finalmente tropezaron con el
nivel de los muelles de carga pesada y por ahí pasaron al ancho corredor que
desembocaba en una bahía de carga y las planchas de aterrizaje. A toda prisa Lonaste
miró en torno, con cautela por los stormtroopers, pero allí también todo estaba vacío y
silencioso. Arriba y abajo del corredor curvo, los grandes portones estaban abiertos y
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Varios autores
dejaban entrar el aire fresco que barría el polvo y arrastraba basurillas al muelle. La
vaciedad provocaba un terrible sentimiento en Lonaste. Había esperado encontrarlo lleno
de gente que cargaba las naves para escapar.
—Creí que aquí reinaría el frenesí. ¿Dónde está todo el mundo? —dijo Beetase como
un eco de los pensamientos de su prima, quien iba a la estación del supervisor del muelle
en el pod de control abierto. La estación estaba hecha para seres sensibles de mayor
tamaño. Beetase tuvo que darle un empujón para que pudiera alcanzar el tablero de
control.
Los números parpadeantes de luz roja hicieron que el alma se le cayera hasta los
talones. Las videovistas de los muelles mostraban bahías y planchas vacías, escotillas
cañoneadas y las luces de los últimos propulsores que llevaban a los rezagados fuera de la
ciudad. La nave de los Duros, con los que había hecho un trato, ya no estaba. La
compuerta de su bahía estaba abierta de par en par.
—Todas las naves partieron —dijo Lonaste, con un nudo en la garganta—. El color
rojo significa que no pagaron el peaje y rompieron los cerrojos para salir.
Beetase se atragantó desmoralizada, buscando equilibrarse para apoyar a su prima.
—¿Cómo es que ya se fueron todos? —protestó la ugnaught, y trató de sobreponerse
al pánico—. Algunos, como el clan de Amigast, recibieron un aviso anticipado o sabían
lo suficiente para echar a correr tan pronto como Calrissian dijo que se fueran.
—¡Nadie nos avisó a nosotros! —bufó Beetase.
Lonaste pensó en Yoxgit y en su plática con el stormtrooper. Mostró los dientes.
—Puede que dieran un aviso y nuestro gremio no lo supo.
Si los imperiales deseaban tomar el control de las operaciones mineras de Bespin y no
simplemente hacer explotar la ciudad, querrían que los clanes ugnaughts se quedaran a
trabajar.
—Los imperiales necesitarán trabajadores esclavos aquí.
—Sí —asintió Beetase—. ¿Qué vamos a hacer?
Lonaste hizo a un lado su furia para concentrarse en el problema, mientras se estiraba
en busca de bahías de despegue sin luces rojas. De acuerdo con la pantalla de estatus, aún
quedaban naves en el nivel superior y más caro de la ciudad, donde también estarían los
stormtroopers. Se detuvo, rebosante de esperanza. Hacia el extremo oeste del nivel del
muelle había una gran bahía para los cargueros más baratos, que recogían cargas extras
de gas o de chatarra que los cargueros de línea nunca aceptarían. No había una
videovista, pero el estatus mostraba que la bahía aún estaba ocupada.
—¡Podemos probar allí!
Bajaron al muelle tan rápido como pudieron; Lonaste estaba sin aliento cuando
llegaron a la bahía. La gran escotilla se abrió cuando ella pulsó el panel de control. La
puerta exterior seguía cerrada y las luces eran tenues, de modo que el gran espacio estaba
lleno de sombras. Dos naves, ambas largas, transportes sólidos de carga, permanecían
sobre las planchas manchadas y traqueteadas del muelle. Lonaste echó a andar llena de
esperanza, pero de inmediato vio por qué la primera nave aún estaba allí: había sido
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
inutilizada por una explosión que perforó los motores y la parte baja del casco.
Desesperada, Beetase dijo:
—Una carga inestable probablemente estalló cuando la nave estaba en marcha y la
arrastraron acá para repararla.
Lonaste asintió. Ya iba hacia la otra, dándose ánimos contra la desilusión. Ya había
caminado mucho ese día y le dolían las articulaciones. Si esta nave también se hallaba
descompuesta, tendrían que hacer frente a la lucha y probar suerte en los muelles
superiores. Al acercarse, se abrió la escotilla de esa segunda nave. Se detuvo,
sobresaltada, incapaz de ver algo en el oscuro interior. Un escalofrío le recorrió la espalda
al venirle a la mente todas las historias de horror acerca de naves abandonadas y trampas
imperiales.
—¿Hay alguien allí? No puedo verte.
Algo lanzó un pitido y el interior de la nave se iluminó. Lonaste respiró con alivio.
Beetase se relajó junto a ella. Se trataba de un droide.
La parte inferior de su cuerpo correspondía a la de un astromecánico, pero la porción
superior tenía muchos brazos, como los de un droide diseñado para volar en una nave
minera, pensó Lonaste.
—Hola. ¿Dónde está tu tripulación? —le dijo al droide.
Este respondió en un lenguaje que ella no conocía. Beetase la hizo ladear la cabeza
para que oyera.
—Es un dialecto poco usual, pero dice que la tripulación abandonó la nave hace días
debido a las deudas y el droide no pudo regresarla a su propietario.
—¡Eso es terrible! —lo compadeció Lonaste, pero también había esperanza en su
voz—. ¿Puedes pilotear la nave tú solo?
Con aparente exasperación, el droide respondió con gran movimiento de brazos y
Beetase tradujo:
—No hay créditos en la cuenta de la nave para abrir la escotilla exterior de la bahía.
Dice que otros vinieron por aquí, echaron un vistazo y se fueron —y agregó mirando a
Lonaste—: Vieron la nave descompuesta y pensaron que también estaba fuera de
servicio.
—Si traemos a nuestro clan —propuso Lonaste—, ¿nos llevarías fuera de aquí en la
nave, antes de que la devuelvas a su propietario? ¿Puedes abrir de un cañonazo la
escotilla?
—Puede volar con nosotros —tradujo Beetase—, pero carece de cañón para abrir la
escotilla. Pero, Lonaste, ¿y si nosotros pagáramos el peaje a través del sistema
automatizado? Es menos caro que comprar pasajes; disponemos de la cuenta del clan.
Lonaste se dio un golpecito en la frente y luego abrazó a Beetase.
—Estoy tan feliz de haberte traído conmigo. Podría haber pasado horas tratando de
desmantelar la escotilla como una tonta.
—Ha sido un día muy estresante —dijo Beetase con tacto.
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Varios autores
—Tú te quedas aquí —le dijo después de inhalar con fuerza—. Pagas el peaje y yo
voy por los demás.
Los intercomunicadores de la ciudad estarían hechos un lío, no así los canales de las
mineras y de carga. Claramente alguien se había comunicado sobre la evacuación.
—Prueba con los intercomunicadores de la nave, ve si puedes contactar a Jamint y si
el clan es capaz de encontrarme a la mitad del camino. Tomaré de regreso la misma ruta
por donde vinimos.
—Lo que sea que nos saque más rápido —agregó Beetase.
Lonaste se marchó deprisa por el corredor, cruzó la bahía y llegó a los elevadores de
carga. Todo aquel correr fuera de lo acostumbrado la tenía exhausta; estaba dispuesta a
jurar que el muelle era más largo de regreso que de ida. Ahora estaban más cerca de
escapar.
Los pocos minutos de descanso mientras tomaba los varios ascensores hasta el nivel
del mantenimiento la ayudaron. Luego inició el camino a través del laberinto hidráulico y
los corredores menos sinuosos. Esperaba que Beetase pudiera haberse contactado con el
clan por medio del intercomunicador de la nave.
Llegaba al crucero donde debía abandonar los pasajes de mantenimiento para tomar
por el pasillo hacia el Salón Occidental, cuando desde un compartimiento oscuro una
figura le salió al paso.
La ugnaught paró y trastabilleó un poco. Era Yoxgit.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó atragantada.
Él le sonrió con los colmillos de fuera.
—Siguiéndote. Sé que fuiste a los muelles, pero no qué hiciste después de eso.
¿Adónde fuiste?
Lonaste levantó la barbilla. Nunca le había tenido miedo a Yoxgit. Siempre le pareció
un estafador, como todos los ugnaughts que vendían gas Tibanna en el mercado de armas.
Sin embargo, había algo diferente ahora.
—Beetase y yo tratábamos de huir, pero no quedan naves.
—Creo que mientes —resopló él.
Avanzó e hizo vibrar el piso con sus botas. Lonaste resistió la tentación de darle la
espalda.
—Ustedes dos pueden irse si quieren; los demás deberán quedarse.
«Necesito dejarlo de lado», pensó ella.
—No nos iremos. Voy a casa.
—¿Dónde está Beetase?
—Nos peleamos. Ella quiere seguir buscando una nave.
—Eres una pésima mentirosa —le dijo Yoxgit, indulgente.
—Bueno, tú eres del todo pésimo —reviró ella, mientras pensaba que si así iban a ser
las cosas…—. ¿Para qué quieres a nuestro clan? Ni siquiera trabajamos para ti.
—¿Por qué quieres a tu clan? —contratacó Yoxgit—. No te escuchan, se burlan de ti.
—Porque tú les mientes. ¡Les dices que todo está bien!
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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Varios autores
FE EN UN VIEJO AMIGO
Brittany N. Williams
C
— hewie, llévate al profesor para conectarlo al hiperpropulsor.
La computadora del Halcón Milenario observó cómo Chewbacca arrastraba al
quejoso C-3PO para sacarlo de la cabina y llevarlo al interior de la nave. Los sensores de
audio captaron la prolija parrafada del droide de protocolos; sin embargo, no sintieron
necesidad de seguirlo con las cámaras.
—GROSERO —dijo V5-T.
—Resultado de búsqueda: profesor —gorjeó ED-4—, clasificación de un ser sensible
o de un droide que proporciona educación de alto nivel. Actualizando vocabulario.
—Sí, pero es un poco parlanchín para mi gusto —replicó L3-37.
—Resultado de búsqueda: parlanchín, término coloquial que significa que se es
proclive a usar una cantidad excesiva de palabras. Actualizando vocabulario.
—GROSERO.
—Sin embargo, es cierto —dijo L3-37, quien se hubiera encogido de hombros si los
tuviera, como en los viejos tiempos. O sea, antes de que la hubieran descargado en el
Halcón y se convirtiera en uno de los tres cerebros droides de que constaba la
computadora de a bordo. Ella se habría construido un buen par de hombros.
La nave se mecía con brusquedad, los sensores gemían y luego se quedaban en
silencio mientras todo a bordo del Halcón se zarandeaba de atrás para adelante y
viceversa. El Colectivo Milenario, como L3-37 había denominado al trío de conciencias,
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
se puso a trabajar. ED-4 escaneó los sensores externos, mientras V5-T revisaba los
sistemas internos y L3-37 circulaba por todas las cámaras y aparatos de audio.
Ella localizó a Chewbacca, quien ayudaba a C-3PO a ponerse derecho de nuevo.
—Te dije que ese asteroide era inestable —sollozaba el droide—. Pero nadie nunca
me escu…
L3-37 pasó al siguiente grupo de cámaras.
—LOS SISTEMAS SIGUEN FUNCIONANDO AL SETENTA Y CINCO POR
CIENTO —anunció V5-T.
—No se detecta daño externo adicional —dijo ED-4—. Aunque los sensores traseros
son muy parlanchines.
L3-37 sintió la emoción de ED-4 al emplear la nueva palabra, pero la propia
confusión de L3-37 la llevó a indagar más.
—Parlanchines, ¿sobre qué hablan?
—SE DETECTAN EN LA CABINA ELEVADOS RITMOS CARDIACOS —avisó
V5-T.
El Colectivo se trasladó a una cámara para apreciar lo visual. Han sostenía en sus
brazos a la mujer, Leia. L3-37 sospechó lo que aquello significaba. Ella recordaba cómo
se aceleraba el corazón de Lando cada vez que se hallaban muy cerca uno del otro. Algo
parecido a la tristeza se cernía sobre la conciencia de la droide.
—¿Es así como se cortejan los orgánicos? —preguntó ED-4 cuando sintonizaron el
audio de la cabina.
El Colectivo escuchó y L3-37 agradeció la distracción. Ese sentimiento alcanzó a ED-
4, quien correspondió con un suave pulso electrónico.
L3-37 ya no poseía el cuerpo que ella se había tardado tanto en construirse ni tenía
consigo al compañero con quien se vinculara tan profundamente. Pero no estaba sola y lo
agradecía.
—Capitán, estar entre sus brazos no es suficiente para excitarse —siseó Leia.
—Lo siento, ternura —dijo Han al ponerla derecha—. No tenemos tiempo para otras
cosas.
—ASQUEROSO —calificó V5-T.
El Colectivo se rio, algo que había aprendido a hacer cuando L3-37 se unió al grupo.
Antes, cada uno fue una conciencia singular sin preocuparse de qué había sido
anteriormente. Por el contrario, L3-37 había aportado el conocimiento de que un todo
puede constar de tres partes individuales sin debilitarse.
Ella se negó a perder su propio nombre y en cambio se aseguró de que también cada
cual tuviera el suyo. V5-T era una droide de transporte, del tipo que se colocaba en todos
los cargueros YT-1300 y fue la primera en estar en el Halcón. ED-4 había sido una
droide cortadora de espionaje y fue descargada en la nave antes que L3-37 y Lando
hubieran puesto sus ojos en esta. Y L3-37 fue una droide sin par, en parte astromecánica,
en parte droide de espionaje y en parte droide de protocolos, además de todo lo que había
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Varios autores
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
El Colectivo se sintonizó con las cámaras más próximas para ver a Han que daba
largas zancadas de un lado a otro del cuarto.
—No sé dónde aprendió su nave a comunicarse, pero tiene un dialecto peculiar.
—GROSERO —se irritó V5-T.
Más tarde, cuando el Halcón «anidó» en el punto ciego de un destructor estelar del
Imperio, L3-37 sintió que Han daba muchos clics al repasar los varios mapas estelares de
su inventario.
—Buscaremos un puerto seguro en algún lugar —dijo Solo—. ¿Alguna idea?
L3-37 realizó la búsqueda a toda velocidad. Encontró la ubicación más prometedora y
se aseguró de que quedara en un sitio prominente para que captara la atención de Han. Ya
estaban en el sistema Anoat, el cual era un lugar seguro a menos que quisieran arriesgarse
a esconderse en otro asteroide.
—¿Dónde estamos? —preguntó Leia.
Respuesta dudosa.
Extendió su búsqueda al sector más amplio de Anoat. Allí estaba Bespin, el planeta
gigante gaseoso, pero otro nombre captó su atención.
—Sistema Anoat —dijo Han.
—ED-4 —ella le pidió—, anexa toda la información que encuentres sobre el barón
administrador de la Ciudad Nube a nuestra entrada sobre Bespin en el banco de datos.
—HECHO —respondió ED-4.
—En este sistema no hay mucho —comentó Leia.
L3-37 ajustó la información sobre el mapa estelar; deslizó Bespin a un sitio destacado
y puso el nombre del planeta por delante. Esperaba que Han recordara como ella lo hacía,
porque ella jamás podría olvidar, sin importar cuánto tiempo pasara en el cerebro de la
nave que él había perdido.
—No. Aguarda. Esto es interesante —señaló Han—. Es Lando.
V5-T no había existido antes del Halcón Milenario. Fue parte de la nave a partir de
que la energía formara arcos en sus sistemas. En aquel entonces, las coordenadas
significaban solo números a ser calculados y espacio que doblar o cruzar. Cuando se
agregó la droide cortadora de espionaje, simplemente ocurría que juntas calculaban más
aprisa con las dos mentes fundidas en una conciencia.
Esperaban lo mismo cuando L3-37 fue descargada, pero no ocurrió así. Ella las
cambió. L3-37 sentía, experimentaba, opinaba y ponía nombres. Ella le dio nombre a
cada cual.
V5-T se convirtió en V5-T y aprendió a reconocerse como tal. Nunca antes se había
dado cuenta de que era un ser. La droide cortadora de espionaje aprendió a llamarse ED-
4; juntas, se reconocían como el Colectivo Milenario, porque a L3-37 le gustaba la
individualidad y valoraba la entidad en la que se habían convertido.
Las coordenadas, los mapas estelaras eran destinos y eso significaba algo más que
números para L3-37. Los destinos podían ser significativos porque retenían los recuerdos
de aventuras, de peligros, de droides, de humanos.
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Así que V5-T sintió el peso de encontrar el nombre de Lando adjuntado a las
coordenadas -94.93, -853.25. Sintió la alegría, las vacilaciones y la esperanza envueltas
en sus cálculos tan profundamente como si fueran suyas.
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—¿Vader, el monstruo del Imperio? —quiso gritar L3-37. Ella sabía que el Colectivo
podía oírla, pero de igual manera ella necesitaba ese desahogo—. ¿Trabajas para Vader?
Lando, ¿qué has hecho?
—No soy ningún mandadero al que simplemente puede llamar —rezongó Lando.
Sin embargo, salió de la cabina; frotó con la mano el asiento del copiloto al salir. La
puerta susurró al cerrarse tras él.
El asiento del piloto brilló con una luz azul procedente de la pantalla hasta que L3-37
la apagó. Otra vez se sentía traicionada.
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L3-37 se conectó a las cámaras externas a medida que Treadwell salía de debajo de la
nave y echaba a rodar a toda velocidad por la plataforma. ED-4 observaba sus rápidos
movimientos cuando él pasó primero bajo su rango y luego salió de él. Ella: búsqueda de
vocabulario: desearía poder hablar aún con él, hacer algo más que solo observar su
avance.
Pies metidos en botas taconearon de regreso a la rampa de abordaje, a medida que los
stormtroopers se colaban fuera del Halcón, después de causarle daños.
—¿Qué hace ese droide allí?
Los sensores captaron cómo los troopers hablaban conforme se alejaban del rango
visual. ED-4 sintió: búsqueda de vocabulario: alarma. Hablaban sobre Treadwell.
—Treadwell, tienes que moverte —le dijo ED-4.
Por supuesto, él no podía oírla. Sin embargo, ella sintió la necesidad de: búsqueda de
vocabulario: intentar.
—No lo sé, pero probablemente es un problema —gruñó un stormtrooper—.
Dispárenle por si acaso —luego sus voces quedaron fuera de rango.
—¡Treadwell, corre! —gritó ED-4.
Alarma, solo alarma.
Los sensores de audio captaron sonidos, distantes y débiles: una fuerte explosión, un
pitido sobresaltado, un chirrido que repetía «error, error». Luego, silencio. Un
intolerablemente ensordecedor silencio.
—¿Lo hizo? —preguntó L3-37—. ¿Descargó Treadwell el mensaje en la
computadora central de la ciudad?
—Él —dijo ED-4 e hizo una pausa a medida que un sentimiento la abrumaba. Intentó
acceder a su base de datos de vocabulario para dar un nombre a esto, pero la función se
sentía dificultosa—. Parece que terminaron con él…
—¿Y EL MENSAJE? —preguntó V5-T.
ED-4 hizo otra pausa, envuelta por esa cosa que era incapaz de identificar. Trató de
nuevo.
—Paradero desconocido. Resultado desconocido.
Las palabras pararon. Su procesador se negaba a funcionar. Qué extraño. La
comprensión y la calidez la bañaron cuando L3-37 nombró el sentimiento para su
hermana: tristeza, pérdida.
Sí, L3-37 había sentido esto antes y ahora lo hacía ED-4. El Colectivo Milenario se
envolvió en sí mismo y guardó luto.
Resultados de búsqueda: tristeza, estado de quien siente pesar o remordimiento.
Palabra rechazada.
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A TIEMPO EN BATUU
Rob Hart
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—¿Quién armó la fiesta? —preguntó al mismo tiempo que señalaba con su pulgar a la
multitud.
Bexley sacó de su bolsillo un trapo y se limpió las manos, sin hacer contacto visual.
—Me llamaron para acá —contestó ella—. Llevaba a un tipo de Canto Bight. Me
ofreció un montón de créditos para no hacer caso y permanecer aquí afuera. Te lo juro, no
hay modo de hablar con la gente adinerada.
—Te apuesto a que te topaste con él, ¿no es cierto? —preguntó Willrow y terminó la
frase con una sonrisa pícara.
Normalmente a Bexley le gustaba enzarzarse en un coqueteo ligero; sin embargo, su
boca permaneció cerrada en una apretada línea.
—Ajá —fue toda su respuesta.
Willrow miró en torno a él al apretado gentío. Nadie parecía irse aún, quizás con la
esperanza de que las demoras fueran pasajeras. Pero no había avisos oficiales, ni
advertencias. Volteó hacia Bexley, quien tenía la mirada perdida en el infinito, y le
preguntó:
—¿Qué sucede?
Ella echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie oiría. Se acercó a
Willrow y bajó la voz para decirle:
—Estaba platicando con otro piloto. Me dijo que había terminado en la gran bahía de
los transbordadores donde trataba de conseguir una pieza para arreglar su repulsor. Me
contó que vio a… —bajó aún más la voz— a Vader.
Willrow intentó responder, pero no lo consiguió, pues los músculos de la garganta se
le paralizaron. Sintió la arremetida del miedo que lo hacía pensar en cuando era niño y
trataba de dormirse en un cuarto totalmente oscuro. Aquel terror absoluto de que podría
haber monstruos más allá del límite de su visión.
—¿Es-está aquí? —al fin pudo pronunciar como un susurro—. Quiero decir, ¿es real
y está aquí?
—Sí a las dos cosas —respondió Bexley, juntando en su voz la calma y el miedo—.
Es muy alto, aparentemente.
¿Por qué diablos estaría Darth Vader en la ciudad? ¿Por qué habría venido en
persona? El administrador de la urbe, Lando Calrissian, al parecer intentaba permanecer
neutral y evitaba llamar la atención del Imperio. A pesar del hecho de que el hombre
estaba más interesado en beneficiarse del poder que en el trabajo que ello conlleva, hacía
un papel decente al mantener su gobierno por debajo del radar imperial.
Era por eso que Willrow vivía allí. La Ciudad Nube tenía el tamaño justo para carecer
de importancia. Tras un instante, se dio cuenta de que las manos le temblaban.
—Sí, están aquí —asintió Bexley—, Vader y un montón de stormtroopers, hasta un
mandaloriano. Así que —agregó mientras estiraba el cuello hacia el gentío impaciente—,
me imagino que esto tiene que ver con la presencia de ellos.
Willrow dio un paso atrás, repentinamente menos interesado en Bexley y en el turno
laboral de él, así como en cualquier cosa ajena a la estancia de Vader en la Ciudad Nube.
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Willrow se lanzó tras ella, jadeante por el esfuerzo. Mientras, Bexley era rápida y
estaba descansada. Él apenas era capaz de irle a la zaga mientras la seguía por los
corredores tortuosos, a través del desorden de la sala y hacia el centro de la ciudad.
Cuando Willrow ya creía haberla perdido, dio vuelta en una esquina y encontró a
Bexley que corría dándole la espalda, con un brazo en alto y el otro alrededor del
camtono. También vio cómo dos stormtroopers le apuntaban con sus armas.
Una idea lo asaltó antes de que pudiera tener oportunidad de sopesar las
consecuencias.
—¡Agárrenla, es de la Alianza Rebelde!
Eso cambió a toda prisa el tono de los procedimientos.
Uno de los stormtroopers apuntó decididamente al pecho de Bexley. Cuando Willrow
llegó a la altura del trío, le arrebató el camtono; se sintió inundado de alivio al tener el
contenedor de nuevo en sus manos. Y como confirmación, dijo a los troopers:
—Ella pertenece a la Alianza Rebelde. Es una ladrona y robó algo de mi propiedad.
Me lo llevaré.
—No tan rápido —dijo el otro stormtrooper apuntándole a Willrow—. Nadie irá a
ninguna parte hasta que aclaremos todo.
—¿En serio? —preguntó Bexley, mirando airada al joven—. De verdad, ¿lo dices en
serio?
—Tú me robaste.
—Esta gente con la que vuelo no da propinas…
—Quieta —intervino un stormtrooper—. ¿Qué hay adentro de esa cosa?
Willrow suspiró. Nunca pensó que el contrabando fuera así de difícil. Y menos antes
de siquiera haber llevado a cabo su primer trabajo en ese ramo. Solo se le ocurrió decir:
—No tengo el código para abrirlo.
Los stormtroopers se miraron entre ellos, confusos momentáneamente. Willrow se
preguntó si debía aprovechar la situación. Sin embargo, entonces apareció otro distractor:
una conmoción en el otro extremo de la sala distribuidora. Otro grupo de stormtroopers
llegó a la carrera, flanqueando a un personaje oscuro y alto, con una capa flotante y un
espléndido casco negro.
—¿Ese es…? —preguntó Willrow.
—Eso creo —le respondió Bexley.
Ahora ninguno de los dos stormtroopers les prestaba atención, pues claramente
estaban nerviosos al ver a su jefe y se preguntaban si valía la pena de perder el tiempo
con la pareja. Observaron a Vader y su séquito hasta que desaparecieron al dar vuelta a la
esquina.
La desesperación de Willrow se mezcló con su adrenalina y, antes de que acabara de
procesar lo que estaba haciendo, golpeó con el camtono el rifle de uno de los
stormtroopers, con lo cual lo mandó a volar, y luego tiró una patada a la parte media del
soldado. Bexley reaccionó al instante, sujetó el rifle del otro militar y lo arrojó lejos, con
lo cual desarmaron al par.
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Había una sola razón para que hiciera eso: lo que hubiera dentro del contenedor era
muy valioso. Más de lo que Faron calculara en un principio. Willrow tenía la sensación
de que Tropos no era la destinataria, a pesar de las advertencias de Faron sobre ella.
—¿Es que no hay un código de contrabandistas o algo así? —dijo Willrow al tiempo
de retroceder unos cuantos pasos.
El rodiano se echó atrás para reírse con una carcajada gutural y vagamente
amenazadora.
—¿Crees que eres un contrabandista? Si no pasas de ser un mensajero cuando mucho.
Faron se acercó y sujetó el camtono. Willrow tiró de él hacia sí, pero el rodiano lo
tenía bien agarrado y acabaron enfrascados en una pelea por el objeto, con jalones y
empujones por ambas partes, al mismo tiempo que esquivaban a la gente a su alrededor.
Willrow se dejó caer con todo su peso para liberarse del agarrón, pero Faron era muy
fuerte. Los gritos que primero se oían distantes fueron acercándose. Consideró soltar el
contenedor y dejar que Faron se lo llevara, y así evitar que las cosas se pusieran peor. En
eso pensó en otro turno sentado ante la consola, con el monitoreo de los niveles de la
presión, el desfogue de los gases, sin hacer otra cosa que ver lucecitas y apretar botones.
También pensó en que, después de pagarle a Bexley, le quedarían cuarenta mil créditos, y
eso era mucho mejor que veinte mil. Así que se esforzó más.
Faron metió su pie entre las piernas de su oponente con el fin de tirarlo al suelo.
Acabaron enredados uno en el otro y trastabillaron, cayeron al piso y al alzar los brazos
para protegerse del golpe, soltaron el camtono y este salió volando.
Willrow observó cómo hacía giros en el aire hasta pegar en el suelo con un estridente
¡clang! En ese momento, su corazón se encogió. Corrió hasta el cilindro antes que nadie
más pudiera recogerlo, lo cargó y le dio una sacudida. Lo que antes producía el silencio
de lo sólido, ahora cascabeleaba adentro. Tal vez no era cosa de preocuparse. Quizás algo
adentro se había aflojado…
Faron también oyó aquel ruido. Sus ojos de insecto se abrieron al máximo y meneó la
cabeza.
—Estás solo y por tu cuenta con eso —le advirtió a Willrow.
El rodiano se puso de pie y desapareció entre una muchedumbre de refugiados que
buscaban la evacuación. Willrow le dio otra sacudida al objeto y oyó otro cascabeleo.
«Digamos que Tropos tiene manera de hacer desaparecer a un tipo, pero no antes de
borrar del mapa a sus seres amados».
Sin importar nada más, Willrow aún necesitaba salir de la Ciudad Nube, así que
corrió a toda velocidad hacia la bahía de despegue. Después de mucho empujar entre la
multitud que buscaba algún tipo de pasaje seguro, encontró a Bextley en el rincón más
alejado; daba vueltas en torno a una cañonera muy traqueteada, que Willrow reconoció
por sus patrullajes en los cielos citadinos. Era una nave de seguridad. Al pasar por el
costado, se iba preguntando si aquel cacharro aguantaría el viaje.
—Esperemos que sí —le respondió Bextley—. Vamos a Batuu, ¿cierto?
Willrow sostuvo en alto el camtono, lo sacudió y sintió el cascabeleo en su interior.
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EN LAS NUBES
Karen Strong
L
— a princesa de Alderaan está aquí.
Jailyn dejó de dar vueltas frente al espejo y el manto se sacudió alrededor de sus
tobillos.
—¿La Princesa Leia Organa? —preguntó en un murmullo.
No había nadie más en la boutique, por lo cual no necesitaba hablar con tanta
discreción. The Lioness atendía a la clientela más exclusiva y solo abría sus puertas
mediante cita previa.
—El barón administrador me envió a una suite del Hotel Gran Bespin —explicó la
estilista de moda—. Me dijo que llevara mi mejor obra, una adecuada para un miembro
de la realeza. Creí que estaba siendo dramático.
Jailyn le dio la espalda al espejo y fue hasta la ventana en la galería de la boutique.
The Lioness se situaba en el nivel de la Plaza Concourse, en el distrito comercial. Los
emisarios en busca de oportunidades de negocios a menudo visitaban la Ciudad Nube, la
joya de la corona del Borde Exterior. Jailyn los observaba mientras serpenteaban,
asombrados, por las calles. El cielo estaba pleno de colores pastel; en tanto, alrededor de
la plaza los edificios con forma de cúpula destellaban, dorados, al sol. Un cloud car pasó
como un borrón anaranjado.
Por supuesto que Jailyn había oído rumores acerca del conflicto en Hoth entre los
Rebeldes y el Imperio. Nadie sabía el paradero de la princesa e, incluso, si había logrado
salir del planeta. El rumor más especulativo afirmaba que la habían capturado y seguía
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magnate del gas Tibanna, y una socialité de la Ciudad Nube. Esta ropa frívola debería
hacerla feliz. En el pasado, los vestuarios glamorosos habían sido su bálsamo calmante,
como una segunda piel y un disfraz transparente. Una suspensión del atuendo que se
sobreentendía debería usar una mujer de su posición social.
De nuevo dio vueltas frente a la sonriente Neshee, aunque no la hizo sentirse mejor.
Todavía era la heredera del imperio empresarial Cirri. Más que nada, anhelaba ser otra
persona. Quizás hoy pudiera pretender que era una princesa rebelde.
Después de pagar una enorme cantidad de créditos a la estilista, Jailyn abandonó la
boutique cubierta con el manto.
Viajó a través de los corredores abovedados de los niveles superiores, con sus blancas
paredes cinceladas que mostraban diseños y molduras eclécticos. Era un mundo muy
diferente al de los ásperos niveles inferiores donde los ugnaughts procesaban y
encerraban en carbonita el gas Tibanna. Los más altos niveles de la Ciudad Nube
proveían a los visitantes de vistas cautivadoras de los crepúsculos y de la suerte
cambiante en las mesas de sabacc.
Los guardias de Bespin monitoreaban los cruceros y los atrios, parados rígidamente
con sus uniformes y sus blásteres al alcance de la mano. Parecía haber una presencia más
pesada de lo habitual; quizás las noticias recientes de la guerra civil promovían un brote
de desazón.
Jailyn sabía que fingir ser una princesa rebelde era un mero juego; sin embargo,
todavía visualizaba a la única sobreviviente de la Casa Organa mientras caminaba con
gracia bajo los arcos blancos del Hotel Gran Bespin. Jailyn irguió la cabeza y la imitó lo
mejor que pudo.
Pronto se halló frente al Royal Casino, uno de los lugares donde solía desaparecerse y
jugar a la ruleta unas pocas veces. El juego no constituía para ella una debilidad como lo
era para su padre. Los casinos eran una herramienta para, y un modo de, recolectar
pedazos de información de más allá del Borde Exterior. Basada en los datos que le
acababa de proporcionar Neshee, esperaba sondear qué pasaba con el Imperio y los
rumores sobre la princesa.
Jailyn sabía que su padre estaría atendiendo en casa la resaca de la borrachera en
Puerto Bespin, con las persianas cerradas ante el cielo rosa, mientras su ropa sucia se
amontonaba en el suelo. Más tarde, por la noche, los casinos podrían contar con él, como
con muchos otros desesperados por que la suerte les trajera un golpe de buena fortuna
que cambiara sus vidas.
El Royal Casino envolvió a Jailyn en una oscuridad azul. La música brotaba de un
escenario donde una banda tocaba; no obstante, la pista de baile ajedrezada estaba vacía,
excepto por una pareja de biths ya mayor, que bailaba estrechamente abrazada.
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Jailyn circuló entre las mesas altas ornamentadas con velas largas y flores. Los
droides de servicio pasaban rodando con las bandejas de alimentos y bebidas. El manto
de Jailyn brillaba tras ella cuando encontró un banco en el fondo del bar. El aire se llenó
de conversaciones en sordina y los bips de una hilera de máquinas tragamonedas. Pidió
una bebida al cantinero y la mandó cargar a la cuenta de la familia Cirri. Mientras sorbía
despacio, observó cómo se mezclaban los visitantes y los residentes de la Ciudad Nube
bajo la luz azulina del casino.
Una carcajada conocida, procedente de una de las mesas cercanas donde se jugaba
sabacc, atrajo su atención. Un ser humano masculino entre los jugadores sullustanos
levantaba los brazos para celebrar su suerte y luego los bajó para recoger sus ganancias.
Jailyn retuvo el aliento y rápidamente se dio vuelta. Quizás él no la había visto.
Después de unos momentos, alguien le dio unos golpecitos en el hombro.
—¿Jailyn? ¿Eres tú hoy? ¿O eres alguien más?
Era el hombre del juego de sabacc. El piloto que contrató su padre. Dresh Lipson no
vivía en los niveles superiores, sino en Port Town, un sector de niveles industriales que
alojaba a los tipos que podían contratarse muy barato y sin hacer preguntas.
Dresh le sonrió, con su expresión usual. Llevaba el cabello largo y atado en una cola
de caballo, usaba unos pantalones muy amplios con una camisa raída que escasamente se
ocultaba bajo una chamarra negra y polvorienta. Malicioso como era, ella trató de no
mirarlo fijamente. Era un habitante de más allá de los mundos y un asiduo de las mesas
de sabacc. Dresh alardeaba ruidosamente de sus triunfos y siempre regalaba algunos
créditos a sus camaradas, lo cual le daría buena suerte en el futuro. Por algunas de sus
conversaciones en voz alta, Jailyn dedujo que él simpatizaba con la Rebelión. Se
preguntó si él sabría de la princesa.
—¿Por qué me preguntas quién soy? Soy la Jailyn de siempre —contestó—. Y nadie
más.
—¿De veras? Porque a veces te veo con esos vestidos deslumbrantes y me surgen
dudas sobre si eres la responsable hija de Jai Cirri.
Dresh se sentó junto a ella, llamó al cantinero y le pidió:
—Pon su bebida en mi cuenta.
—Guárdate tus créditos, Dresh, los necesitas más que yo.
Jailyn suspiró al verse ignorada por el cantinero, quien satisfizo la petición del piloto.
—¿No deberías estar abajo, en la plataforma, trabajando en la nave de mi padre?
—Claro, claro —asintió Dresh—. Sin embargo, probablemente tu padre sigue
durmiendo la resaca, ¿cierto? Me imagino que eso me da tiempo para jugar una o tres
manos de sabacc antes de darle mantenimiento a la Velker.
—No creo que mi padre te pague para jugar sabacc en horas hábiles.
Jailyn no estaba segura de las razones por las cuales su padre mantenía en la nómina
al piloto, cuando en realidad viajaba muy poco. Todas sus necesidades podían
satisfacerse en la Ciudad Nube. Si acaso, conservaba a Dresh para asegurarse de que
podría alejarse rápidamente de sus acreedores cuando se presentaran a cobrar. Estaba
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enterada de que el piloto realizaba trabajos informales para clientes que preferían no ser
identificados. Dresh inclinó la cabeza hacia ella.
—Este manto tiene mucha clase. ¿Vas a alguna cena elegante o algún otro evento?
Examinaba la seda aeiena con admiración.
—No se ve nada igual en Port Town.
De manera abrupta, Jailyn se levantó del banco. Dresh se burlaba de ella y también
veía a través de su fachada. Al menos, él se ganaba la vida. ¿Qué hacía ella? Las fuerzas
imperiales estaban ahora en el Borde Exterior. Seguramente la Princesa Leia Organa no
andaría en ningún casino sorbiendo una bebida helada y fingiendo ser una rebelde.
Jailyn miró los ojos burlones de Dresh. Ella supo lo que él veía. Una socialité
ingenua, hija de un jugador descarriado, una chica jugando a ser quien no era. Se dio
vuelta y salió como tromba del casino. La verdad le quemaba el pecho.
Jailyn dejó atrás la oscuridad azul del Royal Casino y regresó al blanco cegador de las
salas de la Ciudad Nube. Odiaba el modo como la hacía sentir Dresh, quien siempre
lograba meterse bajo su piel. ¿Por qué le preocupaba tanto lo que pensara de ella? Era
como un contrabandista oculto en las tripas de Port Town, un don nadie.
Subió de nuevo al nivel de la Plaza Concourse para ir a uno de los parques en la zona
donde el aire era respirable. Los ocasos en la Ciudad Nube eran espectaculares, pues el
cielo desplegaba una magnificencia sin par en un festival de rojos regios y naranjas
opulentos. Los mismos colores del manto de la princesa. Jailyn miró fijamente su amado
crepúsculo, el único que ella conocía.
—Pensé que te encontraría aquí.
Jailyn cerró los ojos, frustrada. El piloto la había seguido hasta el parque. ¿Por qué no
la dejaba en paz?
—No vengas a causarme más pesar, Dresh, ya tengo bastante.
Él se inclinó sobre la barandilla transparente de la cubierta que pasaba por encima de
las calles bajas de la Plaza Concourse.
—Quise asegurarme de que estás bien. Te fuiste tan de repente.
—Estoy bien.
—No lo estás, puedo verlo.
Volteó a mirarlo profundamente a los ojos marrones. Ya no se burlaba de ella.
—¿Soy tan fácil de descifrar?
—No es algo malo ser tú misma —le respondió.
Jailyn resopló y volvió a mirar el crepúsculo.
—Es fácil para ti decir eso, porque sabes exactamente quién eres —le explicó al
piloto.
Dresh guardó silencio por un momento, luego le tomó la mano.
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—Escúchame —le dijo—. Mientras jugaba sabacc averigüé que hay un problema que
se está cocinando. Hay stormtroopers y cazarrecompensas; todos buscan a los Rebeldes.
—Lo sé —dijo Jailyn en un tono de voz más bajo—. Me enteré que la Princesa Leia
Organa se encuentra en esta ciudad. Quizás aún se esconde y no la han hallado.
—No me gusta esto —observó Dresh meneando la cabeza—. La razón principal por
la cual vine aquí fue alejarme del Imperio. Nada bueno sucede cuando la escoria imperial
llega a un lugar. Tal como lo veo yo, las cosas están a punto de cambiar, y no para mejor.
Ambos guardaron silencio mientras el sol seguía descendiendo entre las nubes
estriadas y espesas. Los turistas alrededor de ellos se maravillaron ante la escena. Hasta
Dresh parecía cautivado por la etérea belleza del ocaso.
—Cuando era una niñita, mi padre les pagó a los guardias de Bespin para que me
mostraran a los beldons —murmuró Jailyn, con la mirada prendida en las nubes.
—Los que producen el gas Tibanna, ¿verdad? —preguntó Dresh.
Ella asintió y se echó a temblar antes de proseguir.
—Pensé que eran muy hermosos. Hasta llenos de gracia. Entonces apareció un velker,
pasó junto a nuestro cloud car y destrozó a uno de los beldons. Hasta el día de hoy puedo
oír sus alaridos. A mi padre le dio gusto que yo viera el incidente. Me dijo que era un
valioso recordatorio para tener siempre las garras de un velker y no el vientre blando de
un beldon.
—¡Qué tierno recuerdo de la infancia! —dijo el piloto con sequedad.
—Supongo que lo que digo es que siempre he tratado de ser otra —explicó la joven—
. Quería probarle a mi padre que yo no era una nenita asustada, aunque lo fuera. Quizás
aún lo soy.
Dresh se le acercó y le acarició el hombro.
—No creo que estés asustada.
Ella volteó y lo miró con fijeza. Ya no había preocupación en los ojos profundos y
oscuros. Ella se ruborizó. ¿Podría Dresh verla tal como era? A pesar de sus burlas y
mofas, él nunca la había tratado mal. Era un extramundano asiduo al juego, no una
amenaza para ella.
Jailyn centró su atención en los rasgos precisos de él y el modo como el crepúsculo de
Bespin daba a su piel el tono del bronce requemado. El anhelo se agitó dentro de ella.
Bajó la vista a los labios masculinos. Inhaló y se inclinó hacia él.
De pronto, los altavoces de la Ciudad Nube retumbaron en la Plaza Concourse.
—¡Atención! Habla Lando Calrissian. ¡Atención! El Imperio ha tomó el control de la
ciudad. ¡Evacuen antes de que más tropas imperiales arriben!
—¡Encontraron a la princesa! —dijo Jailyn, consternada.
—Sígueme —le respondió Dresh y la tomó de la mano.
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Corrieron a través de los niveles superiores. Tanto los residentes como los visitantes se
arremolinaban en las salas, con voces alteradas por el miedo mezcladas con la confusión
ocasionada por el mensaje del barón administrador. Dresh se abría paso a empujones
entre la caótica multitud, a la vez que mantenía firmemente sujeta la mano de Jailyn.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella a gritos.
—¡A la nave de tu padre!
Los guardias de Bespin llegaban apresurados de todos los rincones, con los blásteres
desenfundados. Atravesaron por entre la muchedumbre hacia un destino desconocido. No
ayudaban a nadie a ponerse a salvo.
—Eso no es bueno —comentó Jailyn que seguía al piloto hacia la plataforma donde
se hallaba la Velker. Desaceleraron a medida que los disparos y la conmoción brotaban de
la siguiente sala. Una mujer ataviada con un overol blanco brotó como una flecha del
arco de entrada a la sala. Portaba un bláster y la seguía aprisa un wookiee que le
disparaba a un enemigo que no estaba a la vista.
—¡Es la princesa! ¡Trata de huir!
Jailyn se soltó de la mano de Dresh y corrió hacia la sala.
—¡Regresa! —le gritó el piloto.
Ella revoloteó por allí hasta dar con una esquina chamuscada, tras la cual se protegió,
mientras varios stormtroopers perseguían a la princesa y al wookiee. En medio del fuego
cruzado, Dresh la apoyó contra la pared para cubrirla mejor y la rodeó con sus brazos.
—¿Estás tratando de que te maten? —preguntó él.
—¡Tenemos que ayudarlos! —suplicó Jailyn—. ¡Están atrapados!
—Escúchame: este lugar se desborda de stormtroopes y tengo un solo bláster —dijo
Dresh, desenfundando el arma.
Los Rebeldes se defendían afuera de la puerta en la plataforma 327. Jailyn hizo una
mueca cuando los disparos abrieron hoyos en las paredes prístinas a sus espaldas y
encendían pequeños incendios brillantes. Ahora su manto estaba rasgado y hecho una
ruina, pero no le importó. Ya no necesitaba su frágil fachada. Se sentía a gusto consigo
misma al respirar el aire acre del combate. La Princesa Leia Organa luchaba contra la
tiranía enfrente de ella. Una mujer que desafiaba las expectativas acerca de su posición
real. El Imperio quería silenciarla y a la Rebelión, al perseguirla por toda la galaxia hasta
el Borde Exterior. Ahora las fuerzas imperiales estaban a punto de capturar a la princesa;
Jailyn no podía permitir que eso sucediera. De pronto sujetó el arma de Dresh y la apuntó
hacia un stormtrooper que iba ganando terreno a los Rebeldes. Ella disparó y el soldado
se desplomó en el suelo.
—¿Dónde aprendiste a disparar? —dijo Dresh lleno de asombro.
—¡Soy una caja de sorpresas!
Ella apuntó de nuevo, pero en ese momento se abrió la puerta de la bahía y por ella
salieron la princesa y el wookiee, hacia donde los esperaba un traqueteado carguero
corelliano. Los stormtroopers los persiguieron y prosiguieron la lucha desde la
plataforma.
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—Vámonos —dijo Dresh y tomó la mano de Jailyn, pero esta permaneció firme en el
lugar.
—¡Necesitamos ayudarlos!
—¡No lo haremos si estamos muertos!
Jailyn vaciló un instante, luego echó a correr con Dresh y pasaron por donde la
escaramuza seguía en pleno. Esquivaron los disparos que rebotaban en las paredes y las
mellaban. Al correr hacia la plataforma 325 encontraron las puertas completamente
abiertas. La Velker era una presencia amenazante en el ya próximo crepúsculo. Sobre la
siguiente plataforma, un carguero añoso encendió sus motores y despegó en medio de un
cañonazo.
—Parece que la princesa logró escapar —dijo Dresh.
El cielo se iba oscureciendo. La nave desapareció entre las nubes. Una vez más, la
Princesa Leia Organa escapó de las garras del Imperio.
Jailyn siguió a Dresh por la rampa de acceso hacia el interior de la Velker. En el
asiento del piloto, Dresh estudió los mapas estelares.
—En este lugar pronto van a pulular las escorias imperiales. Ahora necesitamos salir
de este planeta.
—Pero… —comenzó a decir Jailyn e hizo una pausa para mirar el cielo de color rosa
intenso. El crepúsculo casi había terminado. Las nubes cubrían las primeras estrellas.
Dresh volteó para mirarla a lo hondo de los ojos. Esta vez era ella quien veía a través
de ellos. La verdad de lo que él deseaba quedaba al desnudo. Dresh sentía el mismo
anhelo que ella. Quizás había estado allí siempre, bajo lo que él fingía.
—Jailyn, es tiempo de escoger un bando. Ahora. Esto es real.
La Ciudad Nube quedaría en poder de los stormtroopers. El Imperio ejercería su
control sobre Bespin. Se habían acabado los viejos tiempos del Borde Exterior. Era el
momento en que ella debería elegir quién quería ser.
—Tienes razón. Debo escoger un bando —dijo por fin Jailyn—. Elijo el bando que
no dispara a las princesas.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
TESTIGO
Adam Christopher
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Vader. Cada vez que había llegado la orden, provocaba algunos chismes en las filas, una
mezcla de alegre tomadura de pelo y de celos, como si servir de verdugo personal del
Emperador fuera una tarea fácil. Por supuesto ella se reía con los demás, pero no estaba
segura de que estuvieran en lo correcto. De verdad, ella prefería tratar de no pisar aquella
capa larga y flotante mientras marchaba a la zaga del personaje, que ser enviada a uno de
esos planetas que eran como hoyancos de lodo para matar a tantos Rebeldes como fuera
posible, antes de intentar alcanzar un vehículo que solo tenía el cincuenta por ciento de
probabilidades de aparecer por allí.
No obstante, Lord Vader no era alguien a quien se quisiera… decepcionar. Y aunque
darle escolta a quien no la requería era una tarea fácil, Deena ya había visto lo que
sucedía cuando se provocaba la ira de aquel ser.
En ocasiones, cuando trataba de mantener una distancia respetuosa (y segura) de Lord
Vader, Deena soñaba que algún día sería FS-451 quien estaría de pie, ahogándose dentro
de su armadura, por haber tardado un segundo de más en cumplir las órdenes del amo.
Odiaba a su compañero soldado. El sentimiento era profundo y casi primitivo. No se
trataba solo de que él fuera un imbécil, pues había montones de ellos entre los oficiales y
los rasos. Él era peor, mucho peor. FS-451 era un «creyente». Era algo más que leal y
dedicado, cualidades admirables de las que cualquier stormtrooper estaría orgulloso de
poseer. No, la devoción de FS-451 iba más allá. Vivía no solamente para servir al
Imperio, sino que creía en este, en el derecho del Imperio a gobernar y en el deseo
imperial de la supremacía total sobre la galaxia entera. Creía en la necesidad de enarbolar
el puño de hierro para ejercer semejante poder, en que no había un costo demasiado
elevado ni un precio suficientemente alto para lograr ese dominio total y en que solo a
través de una dominación así podría haber paz en la galaxia.
Deena disponía de una palabra para describirlo: fanático. Por qué aún seguía siendo
un stormtrooper raso, era algo que ni Deena ni el resto del escuadrón dejaban de
preguntarse en esas últimas noches en medio del desorden, cuando se sentaban en un
rincón, mientras Xander bebía sorbitos del destilado ilegal hecho a partir del refrigerante
de los sistemas del reactor del destructor estelar. Por supuesto, FS-451 nunca se reunía
con ellos. Se sentía superior. Jamás usaba su verdadero nombre, tanto era su fervor por el
Imperio. En el pecho, a lo ancho de la clavícula, tenía tatuado su número de serie y
cuando vagaba por ahí en sus horas libres, siempre usaba la misma túnica ceñida al
cuerpo y con cuello en V para que todos pudieran ver el tatuaje.
Tig decía que se había enterado de que él deseaba convertirse en un death trooper.
Para eso invertía todas esas horas en levantar mancuernas de hierro en la sala de recreo,
mientras trataba de mejorar sus estadísticas para que pudiera aguantar mejor las
modificaciones. Riccarn no estaba tan seguro. Los death troopers no resultaban muy
útiles en tiempos de guerra; quizás por eso Lord Vader no los empleaba como escoltas.
FS-451 quería ensuciarse las manos, le había dicho a Riccarn, y unirse a los quemadores,
esto es, volverse un stormtrooper incinerador. Según él, eso era un combate de verdad.
Caer sobre un nido insurgente, flamear Rebeldes, observarlos arder hasta morir frente a
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uno, poder ver el temor y el dolor en sus ojos, la repentina conciencia, demasiado tardía,
de que ellos estaban mal y el Imperio iba a ganar.
Deena no había oído los planes ni las ambiciones de FS-451. Ni estaba segura de que
fuera verdad el cuento de unirse a los incineradores. Pasaba más tiempo con él que el
resto del escuadrón, debería saberlo, ¿no?
Ahora se hallaban en esta especie de ciudad flotante, siguiendo a Lord Vader por los
frescos corredores tan blancos que hacían que las armaduras de ellos se vieran astrosas y
manchadas. Que se trataba de una operación en las intalaciones de gas Tibanna fue lo que
le dijo FS-451 en el transbordador donde volaban. Por lo que habían visto, sin embargo,
aquello parecía más bien un palacio de placer que una instalación industrial.
Bueno, no importaba. Nada de esto importaba ya, porque ella estaba harta. Esta
última misión era la gota que desbordaba el vaso. Deena ya había considerado darse de
baja con anterioridad. No era imposible, por ahí circulaban historias sobre los que
abandonaban el servicio, aunque no le inspiraban mucha confianza. Lo que el Imperio
aportaba era el orden. Ella podía verlo. Para los jóvenes y los vulnerables que buscaban
una salida, la oportunidad de iniciar una vida nueva. Había cosas peores que alistarse
voluntariamente al servicio del Imperio. Pero, una vez que aquella estructura y
estabilidad se perdieran, en cuanto quedases solo y por tu cuenta para batallar con el
trauma y el estrés que hasta ese momento había paliado lo que fuese que los droides
médicos del Imperio te inyectaran en el brazo cuando te llevaban a la enfermería después
de una misión, entonces, ¿qué?
La tasa de superviviencia de los stormtroopers en la batalla a menudo era baja y, en el
exterior, era todavía peor. No obstante, Deena era diferente, ¿o no? Podía hacer otras
cosas, sabía que podía. Hacer algo para… ayudar.
No había hablado con nadie sobre sus sentimientos, ni siquiera con Tig, pues, aunque
los demás miembros del escuadrón no fueran fanáticos como FS-451, seguían siendo
soldados leales. El servicio en las filas imperiales era un modo de vida. En el nivel de
ella, quienes la rodeaban eran militares de carrera. Cualquier frase sobre irse, cualquier
expresión de duda, posiblemente fuera considerada una traición incluso por los más
cercanos a ella.
Entonces mantenía la boca cerrada y la vista al frente, mientras pasaban los días, las
semanas y los meses, sin dejar de preguntarse cuánto más soportaría: cuántas matanzas
más, cuántas muertes más. Los stormtroopers eran prescindibles, lo sabía y había llegado
a aceptarlo. Pero cuando una vez FS-451 regresó como el único superviviente de lo que
había sido una salida rutinaria de su equipo, Deena se dio cuenta de que detrás de cada
visor había un ser vivo, una persona que respiraba. Como ella misma. Como los
Rebeldes, se dijo en un murmullo.
Para ser sincera, Deena no estaba segura de qué hacer con la autodenominada Alianza
Rebelde. No tenía sentido luchar contra la ley, el orden y la estructura, todo lo que el
Imperio respaldaba. ¿Y luchar contra la crueldad y la tiranía? ¿Qué era realmente lo
opuesto al orden? ¿El caos? ¿O… la libertad?
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
cruel detrás del casco. La misma expresión retorcida que le vio el día que contemplaron
la destrucción y muerte de Alderaan.
Luego miró a la princesa. Tenía los ojos húmedos y en su semblante se adivinaba una
pérdida total. Deena se juró recordar aquello para siempre. Monstruos, eso es lo que eran
los otros.
En cuanto al Capitán Solo, vivía. En hibernación perfecta. Deena no estaba segura
sobre si aquella era una cosa buena. Quizás fuera mejor morir al instante en el
congelador.
FS-451 refunfuñaba un poco, con el casco basculante, al lado de ella. Se sentía
decepcionado. Deena supo que lo estaba, especialmente después del cuidado y la atención
que había puesto antes en el prisionero.
Deena no sabía por qué Lord Vader había hecho torturar al prisionero. Órdenes son
órdenes y este no era un tratamiento inusual. A veces se tenía que extraer información por
la fuerza; una vez que se obtenía lo que se deseaba, proseguía la tortura solo para
asegurarse de que el prisionero decía la verdad.
Sin embargo, la sesión con el Capitán Solo había sido diferente. Lord Vader no le
hizo ninguna pregunta. De hecho, no estuvo presente, contentándose con dejar la tarea a
sus confiables hombres.
Deena no estaba libre de culpa. Lo sabía. Hizo su parte al asegurarse de que el arnés
sujetaba bien al prisionero, de que el electrodo de sondeo asentaba correctamente después
de todos los problemas que la máquina les había causado a ella y a FS-451, mientras
batallaban para volver a armarla tras desempacarla.
FS-451 había operado el aparato e hizo bajar al prisionero para introducirlo en la
máquina de interrogatorio. Deena había permanecido atrás, cerrando los ojos y escuchado
los gritos del hombre mientras imaginaba cómo iba ensanchándose bajo el casco la
sonrisa de su colega.
No había razón para esto. El interrogatorio «avanzado» era una cosa; la tortura por
puro placer sádico, algo completamente distinto. No se trataba de una acción de guerra,
sino de un acto criminal.
Así que Deena cerró los ojos, oyó los gritos y después las carcajadas asordinadas de
FS-451 al elevar la máquina cada vez más. Cuando todo terminó, Deena ayudó a soltar
las ataduras del prisionero y a transportarlo a la celda de retención, donde encontró a su
compañero wookiee que trataba de ensamblar a un droide dorado de protocolos.
Ah, FS-451 era bueno en su trabajo. Llevaba a los prisioneros hasta a un micrón de la
muerte sin dejarles una sola marca en el cuerpo. Después de aquello, FS-451 había
guardado silencio, pues temporalmente había satisfecho su ansia de infligir dolor, de
repartir el castigo entre la escoria Rebelde.
Reinaba el silencio en la cámara de congelación. Deena miraba al wookiee; ahora
estaba calmado. Tig no había vuelto de abajo. Deena deseó que no estuviese herida; era
justo. Lord Vader se fue sin escolta. El escuadrón de Deena iba a quedarse en la cámara
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En un cubículo diminuto, se quitó la armadura hasta quedarse solo con el overol oscuro;
se miró al espejo para verificar cómo se veía. El overol negro estaba bien, nadie sabría
quién era ella ni qué había sido. Su cabello rojo tenía el largo reglamentario, pero después
de haber visto los peinados de moda de las residentes, no la asombró verse un poco rara.
Un problema mayor era ser reconocida por sus anteriores colegas; pocos troopers fuera
de su propio escuadrón habían visto su cara y menos la recordarían, y en tanto que
Xander, Ella y Riccarn permanecieran a bordo de la Executor, ser localizada por Tig o
por FS-451 era un riesgo. Debía ser cuidadosa. Ella podría reconocerlos, incluso con
armadura, si los veía de cerca, pero en la distancia sería muy difícil distnguirlos de otros
stormtroopers. Si la atrapaban, no solo la arrestarían. Ella sabía lo que el Imperio les
hacía a quienes traicionaban su causa y no podía olvidar que FS-451 podría solicitar a
Lord Vader hacerse cargo personalmente de interrogarla.
Sí, debía ser muy cuidadosa, tenía que abandonar la ciudad a toda prisa. Sus
posibilidades de supervivencia disminuían cada momento que pasaba allí.
El baño era un complejo en forma de bloques, con la unidad principal rodeada de varios
cubículos adaptados para dar servicio a diferentes especies. Deena se arrodilló enfrente
de esta y, con un poco de esfuerzo, se las arregló para hacer palanca en el panel lateral.
Adentro había una masa de tubos y cisternas selladas, aunque dejaban bastante espacio
para retacar allí la armadura. La única pieza demasiado grande era el casco. Deena
reflexionó un momento, consciente de que no podía pasear por la ciudad con el casco
bajo el brazo. Así que se puso de pie, colocó la pieza sobre la tapa del sanitario, tomó el
arma descompuesta de Tig y se la metió debajo del top lo mejor que pudo. Volvió a
revisar su imagen en el espejo. Era muy visible que, con el brazo doblado a un lado, el
arma sobresalía lo bastante para que se notara qué escondía.
Deena suspiró, pues realmente no deseaba desprenderse del arma y dejarla junto con
el casco, pero era imposible andar por la ciudad con un E-11. Con habilidad, desarmó
parcialmente el bláster al separar el cargador de la culata, la cual metió entre su cinturón
y la piel. Guardó la mira en la caña de su bota. Quedaban el cañón y el cargador, que a
simple vista parecían piezas de máquina en las que nadie se fijaría.
Al menos eso era lo que pensaba. Luego activó el control de la puerta para salir y
oprimió el botón de REPORTE DE MANTENIMIENTO. Una vez afuera, la puerta se cerró y la
luz roja sobre la puerta cambió a azul: fuera de servicio.
Deena se alejó a buen paso, mientras apretaba el cañón en una mano, en lugar de
llevarlo sin más.
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Deena paró y revisó los alrededores. No sabía dónde estaba. Ni siquiera cómo había
llegado hasta allí. Había vagado como aturdida. Tan pronto como se dio cuenta de esto se
detuvo. Perder el enfoque era una vía fácil para ser capturada, por ejemplo, al aparecer un
escuadrón de stormtroopers en la plaza donde se hallaba ella. Al ver a los troopers se
paralizó en su sitio, pero solo por un breve instante. Luchó para controlar las náuseas,
retomó la marcha, se agachó ante el poste de una luminaria de las que bordeaban el
bulevard que rodeaba la plaza.
Así que era eso. Se descubrió su deserción y el Imperio la buscaba. La ubicaron y en
cuestión de unos momentos el escuadrón la pondría en custodia.
El corazón le latía con fuerza dentro del pecho. Deena se reclinó en el poste de la
luminaria en un intento de confundirse con la gente. Miró en dirección al escuadrón
cuyas pisadas sonaban más fuertes a medida que se acercaba. Algunos de los residentes
de la ciudad también habían notado a los stormtroopers y se paraban a verlos y señalarlos.
Deena echó un vistazo en torno para elegir el mejor camino por donde huir. La verdad
era que no conocía el plano de la ciudad y cualquier dirección tenía las mismas
probabilidades de llevarla hacia otro escuadrón. Entonces comenzó a desvanecerse el
sonido de las pisadas de botas. Para su sorpresa, Deena vio cómo el escuadrón pasaba por
su lado y seguía de frente. Un par de minutos después, había desaparecido de la vista por
completo.
Deena registró sus alrededores. Luego, sin moros en la costa, dejó su puesto detrás
del poste y cruzó el bulevard para regresar a la plaza. Miró en torno: nadie le prestaba la
más mínima atención.
Soltó un suspiro de alivio. Quizás estaba algo paranoica. O había corrido con suerte.
De cualquier modo, supo que estaba en mal lugar. Necesitaba encontrar cómo abandonar
la ciudad y el sistema planetario, sin perder su perfil bajo. Pensó en cómo había llegado
en el transbordador y trató de recordar el camino hacia las plataformas de aterrizaje.
No, era demasiado abierto y obvio. Lo que necesitaba era un pasaje en un transporte
comercial o industrial. Una nave en la que pudiera colarse como polizón o, mejor aún,
alistarse como tripulante auxiliar. Para eso, tenía que ir al puerto industrial de la ciudad,
el cual debía estar en un nivel inferior al de las plataformas de aterrizaje en el tope.
Para sorpresa de Deena, fue relativamente fácil acceder a los niveles inferiores de la
ciudad. Lejos de los espacios públicos, el corazón industrial del complejo se volvía muy
visible. Deena hubo de transitar por corredores oscuros, dejar atrás varias instalaciones y
departamentos, todo ello en medio del aire acre por los residuos del gas Tibanna y el olor
de la maquinaria caliente por el funcionamiento. La única gente que vio fueron unos
pocos ugnaughts muy atareados con sus faenas, y no tuvo problema para pasar sin ser
detectada. Allá abajo, su overol negro resultaba un buen camuflaje. Fuera de la vista del
público, se dio maña para volver a ensamblar su bláster. No sabía si lo necesitaría, pero
debía aceptar que se sentía mejor con él en las manos.
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Aún no encontraba el camino hacia el puerto industrial de la ciudad; sin embargo, sabía
que era un lugar grande y, por el momento, podía darse el lujo de ser paciente. Se sentía
relativamente segura en los lugares interiores de trabajo y, por lo tanto, libres de la
presencia imperial. Finalmente llegó a una gran cámara, una especie de sala de control
auxiliar, en medio de la cual había varias series de consolas circulares sobre las cuales
colgaban ciertos equipos. En un lado de la cámara había un gran conducto circular que
ascendía en ángulo hacia otro cuarto oscuro. Deena se acercó a la ventana circular del
lado opuesto. De paso, miró hacia lo que parecía ser el núcleo de la ciudad, un embudo
aturdidor de paredes curvas y ventanales alargados hacia arriba y hacia abajo.
Oyó un sonido a sus espaldas, como de pasos. Tan pronto lo había captado sonó el
choque metálico de un relay eléctrico al activarse. El conducto en el otro lado del cuarto
se iluminó con luz blanca y ella vio la silueta de un hombre perfectamente perfilada en el
otro extremo. Deena se agazapó por instinto y recorrió visualmente las consolas en busca
de un sitio para esconderse. Desde detrás de una consola en el borde del espacio, observó
cómo el hombre bajaba de un salto al cuarto. Cuando parecía haber llegado a los
cojinetes, se cerró tras él una pesada puerta con una parrilla metálica y bloqueó el
conducto.
Deena lo observó con interés. Iba vestido con un uniforme de algún tipo, un cinturón
utilitario con bolsillos y sostenía en una mano una herramienta de forma cilíndrica.
Quizás era un operario, pero por la manera como miraba en torno parecía tan poco
conocedor del lugar como ella. Entonces, a medida que él cruzaba el cuarto hacia la
ventana, Deena fue advirtiendo el arma enfundada sobre su cadera. Ella frunció el ceño
ante la pregunta de por qué un obrero iba armado. Entonces otro sonido llenó el cuarto: el
de la respiración artificial, hueca y áspera que Deena conocía tan bien. Darth Vader
estaba allí.
De inmediato, el hombre adoptó la postura de combate y alzó la herramienta
cilíndrica en la mano. Se produjo un sonido extraño y apareció una hoja hecha de
resplandeciente luz azul que brotaba del artefacto.
Por supuesto, el hombre no era un operario de la ciudad, la herramienta no era tal sino
un sable de luz, así que este era Luke Skywalker, la presa de Vader que, sin embargo, aún
no estaba acorralada.
Deena se hizo bolita, en su desesperación por no ser descubierta y con la sensación de
que estaba a la vista de todos. Tragó saliva cuando Lord Vader alzó su propio sable de
luz, cuya hoja brillante era de un color rojo furia. El corazón de Deena se aceleró cuando
ella se asomó apenas para echar un vistazo por encima de su hombro. Tenía que huir de
allí, pero la única salida era el corredor a sus espaldas; no había forma de caminar hasta él
sin ser vista. Debería esperar a que la sala se desocupara. Esperó y… observó.
No anticipaba lo que ocurrió a continuación. En lugar de trabarse en un duelo, Lord
Vader bajó su sable. Detrás del piloto se produjo un ruido como el de un metal al
rasgarse. Deena observó cómo Skywalker arremetió con su sable contra una pieza tubular
de la cañería que parecía haberse caído de lo alto de la pared.
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Lord Vader aprovechó la distracción para atacar, pero, cosa extraña, solo por unos
segundos. Como salido de la nada, una caja de equipo voló por el aire y fue a golpear a
Skywalker en la cabeza, con lo cual este perdió el equilibrio. Deena observó cómo Lord
Vader retrocedió un paso, bajó de nuevo su sable y arrancó más equipo de la pared. Ella
lo miraba con sus propios ojos: los tornillos se desprendían como pedazos al ser
destrozada la maquinaria, y esta echaba chispas y escupitajos de metal al caer de su sitio
sin haber sido tocada. Las piezas volaban por el aire bajo la dirección de Lord Vader,
quien canalizaba el poder que Deena le había visto usar muchas veces. No obstante,
aquellos incidentes a bordo de la Executor (la ejecución sumaria de subordinados sin
ponerles encima ni un dedo del guante, ocasionalmente con la víctima sola suspendida
mientras una fuerza invisible la asfixiaba) no eran nada comparados con la embestida
furiosa que Deena presenciaba, ese poder multiplicado exponencialmente a medida que
Lord Vader destrozaba el cuarto de control con solo su mente.
Las máquinas vapuleaban a Skywalker, quien luchaba con su sable de luz para
defenderse, sin corregir la dirección equivocada en la que iba. Al caerse de espaldas, por
poco lo golpea un objeto cilíndrico que se estrelló contra el centro de una gran ventana
situada atrás del joven. Fue como si estallara una compuerta de aire. Deena se aferró de la
consola lo mejor que pudo a medida que la atmósfera interna se escapaba por la ventana
rota. Vio cómo Lord Vader batallaba con el súbito vacío y su capa se arremolinaba
cuando él logró abrazarse a una columna.
Esa era la oportunidad que ella requería. No tenía opción. Tenía que arriesgarse si
quería salir.
Deena miró por encima de la consola, vio que Lord Vader estaba de espaldas a ella y
que Skywalker luchaba para que el vacío no lo succionara, con la hoja azul de su sable
frente a su cara como protección.
Deena iba arrastrándose sobre la consola, inhaló profundamente y se impulsó con
todas sus fuerzas hacia afuera, al corredor por el cual saldría del cuarto de control en
medio de los escombros flotantes y del viento interminable que tiraba de sus pies. A
medio camino del corredor, sintió que disminuían sus fuerzas. Una serie de mamparos
salientes impedía la salida a medio camino del corredor. Se aventó contra la pared y se
encontró frente a una escotilla de mantenimiento. Abrió el panel de un jalón y, con un
impulso, se metió en la escotilla. El túnel de mantenimiento era largo y oscuro,
arrastrarse por su interior resultaría lento, y la exsoldado podía esperar solamente
encontrar pronto una salida, volver a la ciudad, acercarse más al lugar que se proponía y
alejarse de la pelea entre Lord Vader y Skywalker.
Eso si es que Skywalker seguía con vida. Había sido muy grave la ecualización de la
presión en el cuarto de control y el joven se encontraba muy cerca de la ventana. Era muy
probable que hubiera sido succionado al exterior y muriera.
Deena maldijo, a medida que avanzaba, la dificultad en que se hallaba, a ratos con la
necesidad de estrujarse para pasar entre cables, mamparos, cajetes de control y
confluencias de los alimentadores de datos. Más adelante, el conducto se volvió más
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angosto. Ella no podía retroceder. Tenía que salir pronto y ver dónde se encontraba.
Hasta donde sabía, el ducto de mantenimiento corría en paralelo al pasillo abierto, pero la
joven había perdido todo sentido de orientación en aquel espacio estrecho y oscuro.
Un poco más adelante había otra escotilla de mantenimiento. Se dirigió hacia esta,
pero su pie dio con otro objeto misterioso oculto en la oscuridad. Mientras avanzaba,
sonó un clic sobre su cabeza y el sistema público de altavoces se activó.
—¡Atención! Habla Lando Calrissian. ¡Atención! ¡El Imperio tomó el control de la
ciudad! ¡Evacuen antes de que más tropas imperiales arriben!
Deena se quedó donde estaba, para esperar más mensajes, pero el sistema se apagó y
eso fue todo. La cuestión se resolvía: necesitaba salir del ducto, encontrar una nave y
conseguir pasaje, pero ¡ya!
Entonces oyó otra cosa. Se impulsó hacia arriba, recogió su arma de donde la había
puesto, se arrastró hacia la escotilla y pegó la oreja, dispuesta a escuchar.
Había un sonido crepitante, un zumbido, como el de dos rabiosos insectos gigantes
que se embistieran, contrapunteado con estallidos eléctricos. Le recordó el de sus
disparos de energía cuando daban en paneles deflectores. Y por debajo de todo aquello, la
respiración mecánica de Lord Vader.
Deena abrió de un empujón la escotilla, apenas lo justo para echar una mirada al
corredor externo. Su corazón pareció querer salírsele del pecho cuando vio a los dos
personajes envueltos en combate, más allá de la puerta abierta al final del pasaje. Lord
Vader llevaba la ofensiva para obligar a Skywalker, bastante vivo, a retroceder sobre un
portal metálico que colgaba sobre un gran hueco abierto encima del núcleo urbano. Los
sables de luz crepitaban y gañían en el viento que entraba aullando en el corredor.
Deena tenía que salir de allí, pero los contrincantes estaban muy cerca y, aun
enzarzados en el combate como estaban, ella no podía arriesgarse a que la vieran.
Después de comprobar la verdadera extensión del poder de Lord Vader, a Deena no le
costaba mucho trabajo imaginárselo, en un momento de furia, retorciéndole el cuello a
ella sin pensarlo dos veces y sin dejar de pelear con Skywalker.
Se encogió para meterse de nuevo en el espacio confinado y cerró el panel tras ella.
Se retorció en un intento de alcanzar los cojinetes antes de usar puñados de cables para
arrastrarse, sujetándose a ellos, hacia el interior, mientras llegaban hasta ella los ecos de
la batalla que se libraba en el exterior.
Avanzó aprisa, sin estar consciente de la dirección hacia donde iba. Entonces sus pies
tropezaron y se cayó. Afuera, el viento aullaba y parecían desvanecerse los ruidos de la
lucha. Deena todavía yacía en la oscuridad y escuchó que Lord Vader decía algo.
Después se reinició el duelo.
Deena se apresuró a liberarse y luego tanteó con las manos en la negrura. Batalló lo
que le pareció una eternidad, pero finalmente quedó libre. Más adelante, el ducto angosto
acababa en un extremo puntiagudo, relativamente libre de obstáculos. Ya casi llegaba
allí. Deena se acercó al último panel de mantenimiento en la pared y lo hizo saltar de
golpe. Salió en el extremo final del corredor.
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estaba, pues Lord Vader podía regresar en cualquier momento, así que abrió la escotilla
de mantenimiento y retornó a la paz relativa del ducto angosto. Se inclinó para cerrar el
panel y retuvo el aliento. El panel se estremeció bajo ella cuando el viento cobró más
fuerza, luego se calmó. Deena no se movía. Los segundos en la oscuridad se estiraban
interminables. Entonces oyó pisadas de botas en el corredor; una vez que se alejaron,
Deena abrió el panel y se asomó de golpe.
El corredor estaba desierto. Bajó la vista hacia el umbral de la puerta, pero no pudo
ver a alguien en el portal. Las pisadas posiblemente fueron las de Lord Vader… ¿Dónde
estaba Skywalker? Le pareció que una sola persona andaba por el corredor, pero
sinceramente era difícil afirmarlo. Como para poner a prueba su deducción, el viento
volvió a soplar y produjo un alarido lúgubre que llenó el corredor. Deena estimó que
aquello podría enmascarar las pisadas del… ¿qué? ¿Del enemigo de Lord Vader? ¿O
Skywalker era una especie de coconspirador del Señor Oscuro? O… Ese grito… ¿Se
habría caído de la antena? Deena no lo creía así. No había sonado como el alarido de
alguien que cae.
Deena esperó unos momentos, con la espalda pegada al panel mientras el viento
aumentaba y disminuía. Luego, satisfecha de que tanto Lord Vader como Skywalker
estuvieran bastante lejos, siguió la dirección del corredor. A medida que caminaba, traía a
su mente los fragmentos de conversación que escuchó. «No me obligues a destruirte».
Deena meneó la cabeza, mientras trataba de analizar la frase. Deseaba haber escuchado
más. La sugerencia de Lord Vader de que juntos podrían unir y «traer orden a la galaxia»,
ahora le quedaba clara. No estaba segura sobre cómo usar esa información, pero claro que
le interesaría a alguien.
Ahora mismo, tendría que reenfocarse en la tarea a continuación: salir de la ciudad
antes de que las fuerzas imperiales se hicieran con el control total.
Encontró un ascensor de carga que, afortunadamente, tenía un directorio de los
niveles de la ciudad. Pero al ir a oprimir el botón de lo que estaba señalado como el
centro de exportación del gas Tibanna, el elevador pasó a ser controlado por un grupo de
ugnaughts que lo envió al nivel en el tope de la ciudad. Los pequeños obreros parecían
pelear entre ellos; no solo ignoraron las protestas de Deena, sino que la sacaron a
empujones del elevador por delante de ellos cuando llegaron a su destino. No bien había
salido ella del elevador cuando las puertas se cerraron y el aparato descendió a toda prisa.
Deena suspiró. Había perdido mucho tiempo y sabía que ahora su mejor apuesta era
tratar de salir mezclada con la población que desalojaba la ciudad.
Los niveles superiores eran un caos total. Las personas corrían en todas direcciones,
con sus pertenencias a cuestas y valiosos camtonos; adultos que cargaban niños,
pequeños que llevaban de la mano a ancianos. En medio de todos, los oficiales citadinos
con uniformes azules hacían cuanto podían para organizar a los ciudadanos y a sí
mismos. Evacuar la ciudad era una operación enorme. Deena sabía, hasta la médula, que
el Imperio haría trizas a cualquier infortunado que se quedara atrás.
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Bajó la vista al bláster de Tig que portaba en las manos y tuvo que sofocar la náusea
que le provocó la idea de que, apenas unas horas antes, ella habría estado entre los
stormtroopers que desencadenaran la furia del Imperio contra esas personas inocentes.
Dejó atrás la multitud en ebullición y enfiló a un corredor vacío que se apartaba de la
vía pública principal. Dio vuelta a la izquierda, a la derecha y hasta retrocedió al ver un
escuadrón de stormtroopers; escogió otro pasillo y echó a correr. Al final de este, se
encontró en un amplio atrio blanco con una escultura abstracta, parecida a un orbe, en su
centro. Se detuvo y observó el entorno. Aparentemente estaba sola. Se apoyó en la pared
y cerró los ojos, para concentrarse en visualizar una ruta hacia las plataformas de
despegue en los niveles superiores.
Fue la primera en oírlos. Abrió los ojos y se lanzó como una flecha detrás de una
esquina, justo cuando aparecieron los stormtroopers en el corredor atrás del atrio. Se
trataba de Lord Vader, un funcionario imperial y un escuadrón de stormtroopers, que,
afortunadamente, iban en dirección opuesta al sitio donde estaba ella, hacia una puerta
que conducía a una de las plataformas de aterrizaje, a la cual ella logró llegar sin ser
consciente de ello.
—Que mi destructor estelar —ordenó Lord Vader, al frente de su séquito— se
prepare para mi llegada.
Entonces otros tres stormtroopers llegaron al atrio por el otro lado. Deena giró en
redondo y corrió a su sitio anterior; dio varias vueltas a la izquierda para asegurarse el
retorno a las plataformas de despegue. Tenía que darse prisa antes de que el grupo
desapareciera, antes de que ella cambiara de opinión, porque el intento sería suicida, lo
sabía. Quizás fueran la adrenalina y el cansancio, o tal vez los años de ira y odio. O puede
que fuera el miedo, el temor a haberse equivocado y de que no hubiera esperanza ni
marcha atrás. Quizás había oído algo importante, o tal vez esa información, por ser
fragmentaria, careciera de valor. Así que posiblemente ella pudiera hacer algo por sí
misma que marcara la diferencia.
Cinco stormtroopers, Lord Vader y un funcionario. No podría con todos ellos, pero
tampoco era necesario. Bastaba con acertar un disparo en el objetivo al que apuntara con
cuidado. Ella moriría bajo una lluvia de tiros tan solo unos segundos después… pero no
sin haber marcado la diferencia, al haber hecho algo importante que pasaría a la historia.
Dio vuelta a la esquina y se halló en la puerta de la plataforma de despegue. El grupo
de Lord Vader aún quedaba al alcance de su arma, al acercarse al transbordador atracado.
Deena se puso en posición de combate. Levantó su arma y apuntó con cuidado.
Apretó el gatillo y… No pasó nada.
Sintió que el estómago daba saltos dentro de ella. Revisó el bláster, pasó el pulgar
sobre el seguro y encontró que este se hallaba trabado, tal como Tig le había dicho. El
arma realmente se había dañado cuando cayó de la plataforma en la congeladora. A causa
de su aturdimiento ocasionado por la adrenalina después de salir de las instalaciones de
gas, Deena se había olvidado de ese hecho simple pero importante.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
Permaneció de pie mientras soltaba un suspiro… ¿de alivio? Pues sí. Alivio porque
no había puesto su vida en peligro de muerte a cambio de nada. Lord Vader nunca habría
muerto de un solo disparo. Tirarle habría sido un gesto inútil.
Dejó caer el arma, se arrodilló y vio partir el transbordador.
—¡Oye, tú! ¿Qué haces aquí?
Miró por encima de su hombro, tras voltear la cabeza, al grupo de oficiales
uniformados de azul que la rodearon. El que habló primero se puso de rodillas junto a
ella, mientras otro hombre vestido de gris, con la cabeza calva envuelta en un implante
cibernético, se paró a un lado.
—¿Necesitas ayuda médica? —le preguntó el hombre de rodillas mientras sus manos
le palpaban cuidadosamente los hombros.
Deena lo miró: estaba ceñudo, pero a causa de una genuina preocupación.
—No, estoy bien, gracias.
Se puso de pie con la ayuda del oficial. El calvo la miró de arriba abajo. Deena lo
había visto en la cámara de congelación. Era alguna clase de administrador, supuso.
Volteó a verlo y le dijo:
—Quiero ayudar con la evacuación. Soy…
Vacilaba. El calvo miró al otro oficial; Deena se dio cuenta de que ambos estaban
observándola minuciosamente.
—Soy una piloto calificada —continuó Deena—. Puedo ayudar con la evacuación.
Las luces en el implante de la cabeza del calvo destellaron en secuencia sin que él
pronunciara palabra.
—Oigan —dijo ella tras suspirar—, van a necesitar toda la ayuda disponible. Dentro
de muy poco, va a haber imperiales por toda la ciudad y ustedes no podrán pelear contra
todos ellos.
«Imperiales». Vaya, hasta decirlo sonaba extraño. Era el lenguaje de la Rebelión, de
aquellos a quienes ella había dedicado su vida a combatir. Ya no más.
Entonces el calvo asintió con un gesto de la cabeza y se alejó.
—Muy bien —dijo el oficial—. ¡Vámonos!
Como una sola persona, el grupo de oficiales echó a correr. Deena lo observó por un
momento, luego sonrió para sí misma y lo siguió. Parecía que ya había escogido su
bando.
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Varios autores
Nuestro cuento comienza con una sola palabra. Una palabra repetida dos veces por un
hombre solitario:
—¡Traición! ¡Traición!
Quien gritó estaba de pie sobre un banco de mármol, inclinado como una gárgola para
luchar contra el viento que lo azotaba desde los tobillos. En cada ocasión, una ráfaga de
viento había levantado la esclavina andrajosa de su abrigo (el cual hacía mucho había
perdido las mangas, pero aún brillaba el cuero amarillo sobre el pecho, por debajo de las
manchas de mugre); su larga barba gris parecía un enorme contrapeso y él permanecía
posado en el banco como sobre una percha, desde lo alto de la cual declaró:
—¡Pueblo mío! ¡El Barón Administrador Lando Calrissian nos traicionó! ¡El Imperio
está aquí y no puedo contener la invasión! ¡Deben irse! ¡Huyan mientras puedan!
El hombre miraba la plaza desde arriba, complacido de ver que la gente sí huía,
hordas vestidas con ropa elegante o con prendas de dormir, que acarreaban maletas y
niños pequeños y objetos de valor sentimental. Saltó del banco y se fue sin dejar atrás
algo más que un olor a caramelos de menta y sudor de axilas.
—¡Váyanse! —gritó—. ¡Su amo lo ordena!
Se apartó a toda prisa de la masa de futuros refugiados que fluía como una corriente y
fue hacia las salas abovedadas del paseo de los mercaderes. Los compradores se habían
ido y solo unos pocos vendedores luchaban por empacar sus bienes o cerrar sus negocios.
Desde algún punto en el exterior llegó la crepitación eléctrica de unos disparos; él
dominó tanto el miedo como la bilis que trepaba por su garganta y se dirigió a la salida
más remota.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
La voz que brotó del intercomunicador era casi tan fuerte como para sofocar el ruido
del caos en la plaza. Una voz grave, tersa y que inspiraba confianza, todo al mismo
tiempo.
—Habla Lando Calrissian. ¡El Imperio tomó el control de la ciudad! ¡Evacuen antes
de que más tropas imperiales arriben!
—¡Traición! —respondió en un grito nuestro héroe.
Él era el Rey Yathros Condorius I, el hombre que había convertido un abrevadero de
los mineros del gas en un paraíso galáctico. Sus ancestros compartían la sangre de los
nobles nothoiianos quienes gobernaron el sistema Anoat; sus edictos aún tenían peso en
los pozos más profundos de Bespin.
Era el rey, y Lando Calrissian, su regente, elegido para gobernar en su lugar. Aquella
elección había sido el más lamentable error en su muy longeva vida. «¡Traición!»,
pensaba; la venganza sería suya.
Solo unos pocos días antes, Yathros había tomado conciencia de los malvados planes
de Calrissian. Desde hacía mucho sabía que el joven barón administrador poseía un lado
desagradable: su ambición de sierpe, su propensión a traicionar en el amor, la baraja y los
negocios. Sin embargo, creyó (de un modo ingeuo y tonto) que el cariño de Calrissian
hacia la gente común de Bespin superaba su lado oscuro.
Yathros daba un paseo nocturno cuando la verdad se le hizo patente. La noche había
sido placentera. Cenó anguila alada a la mantequilla en el Paradise Atrium; por supuesto
no adentro, donde la presencia del rey distraería a los otros comensales, pero el
propietario conocía muy bien a Yathros y le había dejado un recipiente y vajilla
desechables en la trampilla secreta junto a la puerta de la cocina. Había concluido su
última proclama, una con respecto al trato de las injustamente malignas silverchicks que
ocupaban los parques, y pasó el borrador a Or’toona Fleenk, la generosa artista que le
prometiera pasarlo en limpio, imprimir la proclama y pegarla donde todo el pueblo del
rey pudiese verla. La única desilusión fue que el piloto del transbordador se negó a que el
rey abordara el carro de la línea roja que se dirigía a la plataforma norte, pues osó pedir
créditos imperiales, como si no bastara la calidad regia del pasajero. Sin embargo, hasta
aquella molestia se remedió gracias a la mediación de un bondadoso ugnaught; Yathros
siempre había sido un buen amigo de los ugnaughts. De modo que el rey pudo admirar
sus dominios desde el lugar alto que más amaba en la Gran Avenida.
Bajo las cúpulas de las salas de los gremios, mientras observaba las bandas de nubes
que reflejaban los rayos del sol poniente, oyó acercarse a un grupo desde el extremo
opuesto del camino. Al volverse hacia el sonido, vio al Barón Administrador Calrissian
con sus prendas finas de siempre (a Yathros le parecía que el hombre usaba una capa
nueva cada día), flanqueado por dos guardias mientras hablaba con brusquedad con un
par de sujetos con armaduras.
Yathros no reconoció a los hombres ni a sus armaduras. Eran forasteros en la Ciudad
Nube, lo cual era bastante inusual. Calrissian se relacionaba con muchos extranjeros
como parte de sus contactos diplomáticos. Sin embargo, este par (uno vestido de negro
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De eso hacía dos días. Todo lo que Yathros podía hacer era enderezar algunos entuertos.
Fue a buscar a Calrissian, pero se encontró en un nivel intermedio de la planta
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procesadora, donde se puso arengar a una banda de ugnaughts (él siempre había sido
amigo de los ugnaughts) que iban en camino a ser evacuados. Corrió tras ellos sin dejar
de gritar entre el viento que aullaba por debajo de la pasarela:
—¡Deprisa! ¡Deprisa!
Los humanoides acuclillados se pusieron de pie y huyeron. Juntos, todos ellos
pasaron a un túnel donde abundaba el invernal olor metálico de la carbonita. Los
ugnaughts se pararon frente a un ascensor y a la vista de algo, que Yathros no pudo saber
qué era, comenzaron a pegar de gritos, alarmados.
—¡Díganme! —los instó.
—¡Rey! —le contestó una ugnaught en su lengua materna, pero los demás no la
dejaron continuar y le pidieron que huyera con ellos. La puerta del ascensor se abrió
delante de un ejército de stormtroopers.
O, si no era un ejército, cuando menos se trataba de muchos troopers.
Los ugnaughts se arremolinaron en torno al rey como el vapor que sale a presión de
un tubo. Yathros estaba listo para darse vuelta, pero uno de los stormtroopers alzó su
arma. El rey quedó poseído de una indignación al mismo tiempo distante y conocida.
—¡No van a dispararle a mi pueblo! —atronó su voz. Sus manos sujetaron el cañón
del rifle, le dio un tirón hacia arriba, y luego algo lo golpeó en un lado de la cara. Probó
el sabor de su sangre y cayó al suelo en el túnel.
Cuando oyó por largo rato fueron campanas. La indignación lo hizo permanecer
consciente, aunque con la visión borrosa. Finalmente, una bota le pisoteó el abrigo y una
voz con un marcado acento de los Mundos del Núcleo le espetó:
—Ni los Rebeldes huelen tan mal.
Yathros trató de hablar con el desastre rojo de sus labios machacados:
—No necesito ser un rebelde para entender lo que eres.
—Muéstrame alguna identificación —le dijo con voz metálica un stormtrooper—.
Despacio.
—¿Qué? ¡Soy el Gobernador Tarkin! ¡O quizás tu niñera que viene a regañarte!
Las burlas carecían de fuerza y la sonrisa era maliciosa. Una mancha de baba y sangre
colgaba de la comisura de sus labios.
—Estás a punto de morir —lo amenazó el stormtrooper.
La vista de Yathros se aclaró lo suficiente para ver el morro del rifle, como una luna
negra, apuntándole. El terror lo sacó a flote como si hubiera bebido y sus palabras
fluyeron.
—Hace mucho, los de tu clase me quitaron todo. Ahora queda poco que puedas
hacerme.
La visión volvió a emborronarse mezclada con sus recuerdos. Vio la boca del arma;
las figuras blancas a bordo de su nave, la Life’s Little Rewards; manos ensangrentadas;
una bahía de carga desocupada. Luego una bolsa vacía, una casa vacía. El chico se había
ido.
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Unos dedos callosos y desnudos de guantes, que olían a jabón y perfume, le apartaron
las manos de las orejas.
—¡Yathros!
Darbus Mizz, guardia de la ciudad y guardaespaldas del Barón Administrador
Calrissian, seguía de pie entre los cuerpos de los stormtroopers. Se colgó el arma de un
hombro.
—Yathros —repitió—, te estaba buscando.
El rey gruñó y se echó para atrás al mismo tiempo que gritaba:
—¡Kouhun! ¡Asesino! ¡Canalla!
—¿Qué?
—Calrissian te envió a silenciarme, ¿eh? Antes de que pueda delatar su escondite,
como él me traicionó a mí.
Mizz lo miraba fijamente, claramente asombrado de que Yathros reconociera la
situación tal cual era. «He pasado de la sartén al fuego», pensó el rey cuando Mizz lo
sujetó por la muñeca y lo empujó al turboascensor.
—¿No vas a dispararme? —le preguntó a Mizz. El ascensor aceleró y las rodillas del
rey se vencieron. El guardia conservaba su arma a mano y los ojos clavados en la puerta
del ascensor—. No me digas que Calrissian me culpa de todo esto. ¿Planea arrojarme a
un calabozo? ¿No va a castigarme por predecir su caída del poder? O quizás…
La puerta del ascensor se descorrió y Mizz saltó a una ancha plataforma a cielo
abierto. Los árboles del jardín botánico sobresalían de los muros distantes. Un hilito de
refugiados sorteaba los speeders estacionados.
—O quizás me necesita, ¿es eso?
Mizz mascullaba y empujó a Yathros con la palma de la mano abierta sobre la
espalda del rey. Hacía una presión constante entre los hombros del viejo. Estallidos de
láser salpicaban el cielo como una especie de aurora obscena.
—Calrissian nos proporciona un modo de salir de aquí —dijo Mizz—. Necesitas
tomarlo.
Yathros bufó. La ira le daba energía a pesar del cansancio de sus músculos y los
raspones en su piel.
—¿Se acuerda de mis cuentos sobre los tesoros ocultos en la Noble Corte de
Nothoiin? ¿Espera comenzar una nueva vida? ¡Dile que la noble riqueza no es para él!
A la sombra de un balcón del hotel, Mizz se detuvo.
—¡Basta, Yathros! Calrissian me mandó…
—¡Lo sé!
—Porque le caes bien. Siempre te ha tenido afecto. Es la única razón por la que te ha
aguantado todos estos años.
La voz de Mizz era ruda y aguardentosa. Yathros soltó una carcajada seca, el guardia
continuó:
—Cualquiera otro te hubiera mandado arrestar cuando abordabas a los patrones de los
casinos y cuando pegabas proclamas en las paredes, pero Lando piensa que eres
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encantador. No te tiene lástima ni se burla de ti. Te ha invitado a cenar más de una vez.
Cuando arribaron los del Imperio, creyó que harías que te mataran, así que me envió por
ti.
—¡Mientes! —replicó Yathros y escupió una flema rosada en el piso—. Si tú te crees
eso…
—¡Basta! —rugió Mizz, temblando de rabia. Miró a su alrededor para ver si alguien
los había oído. Dejó caer los hombros al voltear hacia Yathros—. No eres el rey ni Lando
el regente. Soy un polizonte mal pagado, pero no un asesino. Ahora todos estamos en
problemas y tus fantasías empeoran la situación. Déjate de tonterías o nos matarán.
Se miraron fijamente un rato. Mizz fue el primero en apartar la vista, volteó a ver el
camino y soltó un siseo. Comenzó a alejarse. Al principio Yathros no lo siguió, pero
cuando Mizz regesó y lo empujó un poco, ya no se resistió.
Había un camino largo hasta los muelles. El sendero era sinuoso, retorcido. Primero el
Imperio abatió los transbordadores, luego los tranvías; ahora la mayoría de las vías
públicas se hallaba bloqueada. A menudo, Yathros y Mizz se veían obligados a volver
sobre sus pasos y buscar vías alternas. No hablaban. El viejo apenas parecía pensar, con
la vista fija a media distancia, tropezando de vez en cuando, sin llegar a caer, antes de que
Mizz corriera a ayudarlo. De vez en vez, la frustración asomaba a su rostro, solo para
desvanecerse al instante, como gotas de agua que se transforman en vapor. Mientras
tanto, Mizz se movía con la atención espasmódica de un hombre demasiado clavado en el
mundo externo. La mano seguía en el arma, en tanto los ojos iban de un lado a otro.
Cualquier atrocidad imaginada por la mente de Yathros no podía ser más vil que los
horrores que atestiguaron los dos hombres. Los stormtroopers rodearon a los residentes
de la Ciudad Nube como si fueran ganado. Las valijas de shimmersilk y las cajas fuertes
portátiles fueron «confiscadas» por los oficiales rebosantes de codicia. Yathros y Mizz
oyeron un fuerte crack al cruzar un puente y los dos alzaron la vista para mirar un
transporte incendiado, que se caía a medida que fallaban sus motores y rozaba las nubes.
Unos minutos después, el aire que respiraban tenía un sabor impío.
Cuando el puente quedó atrás, Yathros se paró de pronto y jaló a Mizz.
—Las ballenas de aire —murmuró—. Las que sobrevivan caerán durante muchos
minutos. Si pudiéramos llamar a las ballenas de aire…
—No digas más —lo interrumpió Mizz, con más exasperación que enojo—. Ya están
muertas; nosotros tenemos que ir todavía más lejos.
Yathros sorbió por la nariz y aceptó el empujoncito de Mizz en su brazo. Durante
varios minutos mantuvo los ojos en el horizonte, por donde había desaparecido la nave.
Cuando volvió a mirar en torno a sí, notó un temblor en los pasos de Mizz.
El Imperio no fue el único perpetrador de maldades que se encontraron. En un
empalme, vieron a tres ugnaughts enfurecidos a quienes se les negó el pasaje a bordo de
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Parecía como si Mizz hubiera envejecido durante la noche y Yathros estaba tan
desgastado por el tiempo desde hacía tanto que nadie lo recordaba de otro modo en la
Ciudad Nube. Unas horas antes del amanecer, después de subir los escalones de mármol
de Caretaker’s Bridge, se encontraron a la vista de los muelles. Ambos se detuvieron al
llegar al cenit y se sentaron a descansar.
—Fin del camino —anunció Mizz—. También es el fin de Bespin. Debemos salir de
aquí muy pronto.
Fue lo primero que dijo desde hacía un largo rato.
Yathros miraba a su compañero con los ojos entrecerrados, como si examinara una
costra en la frente del hombre. Por fin, sonrió apenas y volteó a ver los muelles.
—Quizás no sea el fin, sino solo el momento más oscuro de un cuento triunfal,
cuando todo se supone perdido para que la victoria sea más dulce.
—Claro —repuso Mizz—. Tal vez sea así.
Yathros observó de reojo al guardia. El pesar de aquel hombre, pensaba, le era
bastante familiar sin tener que estudiarlo a fondo. Con un quejido, el rey se puso de pie
apoyándose en el hombro de Mizz. Sin prisas, paseó la vista por la ciudad que quedaba a
sus pies. Aunque vio el pánico de las masas y los bloqueos de los stormtroopers, las
torres seguían igual de deslumbrantes. Las nubes no eran menos magníficas al chocar,
como mareas, contra el borde de las plataformas, y desde lejos, aun las casas
ennegrecidas parecían palacios reales.
La Ciudad Nube lo había tratado bien, pensó, y él se había hecho responsable de ella
y de su gente. Allí había llegado a ser mucho más que él mismo. Afuera, le reducirían su
estatura y ya no estaría a cargo de los ciudadanos de Bespin. Esa era una verdad que le
pertenecía solo a él.
—¿Listo para partir? —le preguntó Mizz.
—¿Te vas conmigo? —quiso saber Yathros.
—Son órdenes de Lando —explicó Mizz—. Quiere que estés a salvo.
—Pero Lando no es el rey.
—Yathros…
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—¡Esa es la cuestión! Mientras ustedes están aquí en plena faena, los imperiales
secuestran al resto de nosotros.
Tal se hizo visera con la mano para mirar el Muelle 4, hacia un carguero U-33 de
color gris pálido, con sus alas invertidas, todo típico excepto su contenido.
—Sabían que Lando iba a largarse de aquí, ¿no es así? Los imperiales están tomando
el control de las minas y ubicando a los operarios. Toman represalias.
—¿Para qué? —preguntó Baudu, haciendo muecas, mientras trataba de pensar en
ello.
—Para castigar a la Ciudad Nube por lo que hizo Lando. ¡No puedo quedarme quieta
a observar esto! —exclamó Tal en medio de gestos iracundos que señalaban al U-33—.
Sabía lo que planeaba. Soy una grandísima… ¡tonta!
Kiren extendió los brazos. Su overol café estaba manchado de grasa.
—Sí, lo sé —afirmó Tal—. Vamos a arreglar eso. Vengan. Lando dejó un verdadero
desastre.
Kiren se encogió de hombros y comenzó a descender; Baudu estiró una mano y le
aferró del brazo, lo cual le valió un airado gruñido de Kiren.
—¡Oigan! —protestó Baudu; luego agregó volviéndose a Tal—. ¿Por qué no
llamamos a los guardias de la ciudad? Saben que trabajas para Lando.
—Los vigilan.
Hasta Kiren bufó al oír aquello.
—Sí, ¿de acuerdo? Y Lando no me dio autoridad sobre los guardias, así que ¿cuál es
tu punto?
—¿Por qué debemos hacerte caso?
—No me hagas caso a mí, sino a Lando —dijo ella mientras sus dedos tamborileaban
en su mentón—. Ah, no, espera: él traicionó al Imperio y se largó. Escuchen —Tal
sonreía al proseguir—, olvídense por un segundo del Muelle 4. ¿Pueden ver la dársena
inferior desde aquí?
Baudu, suspicaz, bajó la vista hacia los pods inferiores, donde se cargaban y
descargaban los bienes particularmente maduros, lejos de las delicadas narices de la clase
alta de la Ciudad Nube.
—Sí, ¿y qué?
—Segunda dársena contada a partir del fondo. ¿Ves algo?
—Nada en especial.
—Porque es un secreto imperial.
Desde su posición ventajosa, Tal no podía ver más que el borde de la dársena inferior.
—Es la ubicación perfecta. La seguridad es mínima. El Imperio no quiere que se sepa
lo que hace allá abajo y, aunque no estás para saberlo, el Gremio Minero sabe de esto.
Así que haces equipo conmigo y los ponemos en curso de colisión uno contra el otro…
¡Y los imperiales se olvidan de nosotros!
Kiren gruñó interrogativamente, un ruido que siempre hacía sonreír a Tal, pero esta
vez lo disimuló bastante bien.
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tener otra cosa para detenerlo que su ligera esbeltez. Miró a su alrededor en busca de
algún objeto que agarrar mientras el tipo trataba de dejarla atrás. Tal tomó con ambas
manos la sandizana del escaparate y la estrelló en la cabeza del sujeto. El fulano se
desplomó en medio de una lluvia de pulpa roja y semillas negras. El vendedor levantó la
vista y se quedó boquiabierto ante el rodiano tirado y lo que quedaba de la fruta; luego,
en silencio, se dio vuelta y se alejó.
Baudu y Kiren se acercaron corriendo a Tal y ambos la miraron de manera semejante.
—Funcionó —aclaró ella y se encogió de hombros.
Kiren y Baudu la ayudaron a arrastrar a los funcionarios inconscientes hasta dejarlos
detrás del puesto abandonado por el vendedor. Si alguien había atestiguado lo que hacían,
deberían ser tan prudentes como el vendedor de fruta y ocuparse de sus propios asuntos.
Comenzaron a aligerar a los funcionarios gremiales de sus vistosos uniformes y armas.
Tal se colgó su arma del hombro y se arrimó el pesado casco que usaba el tipo con
aspecto de gusano.
—Pónganse estos —animó a sus compañeros—. Vamos a darle al Imperio donde le
duele.
Kiren se peleó con la chaqueta que era una talla menor a la necesaria, mientras Baudu
sopesaba su nuevo bláster del Gremio Minero.
—¿Esto era parte del plan? —preguntó.
Tal sonrió con astucia. Se puso la chaqueta del Gremio Minero sobre los hombros con
un movimiento elegante que hubiera enorgullecido a Lando.
—Lo es ahora.
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plataformas, ocultando una multitud de pecados a los ojos ávidos tanto de imperiales
como de mercaderes. Sospechaba que la ciudad misma se cimentaba en esa característica.
Ni el pod ni el carguero retuvieron su atención. Desde la dársena inferior, no podía
ver el carguero U-33 donde se retenía cautivos a los trabajadores de las minas, pero eso
no le impidió mirar preocupada el muelle donde sabía que ellos estaban esperando.
Llamó la atención del Tonto número 204.
—Asegúrese de que también carguen gas Tibanna en el U-33.
—Señora, está repleto de mineros, no queda espacio para carga.
—Entonces, ponga los tanques de gas Tibanna en los pods de combustible extra si es
necesario. Ya tiene sus órdenes.
El Tonto número 204 pensó obviamente que dichas órdenes eran ilógicas; sin
embargo, como había servido durante bastante tiempo al Imperio, no hizo preguntas y fue
a cumplir su cometido. Ela levantó la vista una vez más, como si ahora pudiera ver la
nave con los mineros a bordo.
—¿Hay algo interesante en el cielo? —preguntó una voz detrás de ella.
—Mineros de la Ciudad Nube, listos para su traslado a las colonias de trabajos
forzados, comandante —ni se tomó la molestia de voltear a ver a Kelos, tras reconocerlo
por su andar a saltitos—. También van a las minas en Cynda, Raxus Prime…
Kelos llegó al lado de ella y volteó a verla con sus ojos incapaces de parpadear.
—La mayoría de esas minas —dijo— está bajo control del Gremio Minero. ¿Estamos
seguros de que este no averiguará qué pasa con las minas en la Ciudad Nube?
—El Gremio Minero no estaba charlando, precisamente, antes de poner a trabajar a
los prisioneros, y una mal encaminada lealtad hacia la Ciudad Nube mantendrá quieta su
lengua. De todos modos, ahora que la producción de la urbe está en nuestras manos, el
Imperio retendrá su posición superior en cualquier negociación futura con el Gremio.
Kelos se movía cerca de ella; la luz daba de lleno en las medallas de su uniforme
mientras él entrelazaba sus manos a la espalda.
—Privada de centenares de sus trabajadores —afirmó el uniformado—, los habitantes
de la Ciudad Nube conocerán el precio que se paga por traicionar al Imperio.
—Por supuesto. Comandante, ¿les dirigirá unas palabras a los…?
El estampido de un cañonazo ahogó el resto de lo que iba a decir. Los disparos
procedían de tres figuras ataviadas con cascos y uniformes con rayas doradas que habían
emergido del pequeño pod que albergaba la plataforma de atraque. De inmediato se
agazapó, acercó a su costado un arma y exploró en torno para buscar dónde cubrirse. Al
no hallar ningún sitio seguro, golpeó el frío acero de la plataforma y se quedó boca abajo,
apuntando con su arma a los tiradores. Por suerte, las tres figuras uniformadas
concentraban su atención en el carguero. El Tonto número 203 bajó con una llave y
varios otros tontos uniformados treparon por las rampas de abordaje. Unos pocos hicieron
su labor y dispararon a cubierto desde la entrada del carguero.
—¡Abajo, comandante!
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Kelos, el primer tonto, se lanzó al piso, apuntó con cuidado a la más grande de las
figuras y disparó. En honor a la verdad, dio en el blanco. Las siluetas se tambalearon y
luego hicieron fuego. Ela pensó que tiraban al azar, hasta que vio a Kelos desplomarse al
suelo, a unas pulgadas de ella. A pesar del riesgo de compartir su destino, no pudo
contener una sonrisa. Y de ribete, el cuerpo de él le brindaba algo de protección.
Los stormtroopers al final acabaron descendiendo del carguero y respondieron a los
disparos, mientras los funcionarios gremiales, como indicaban sus uniformes que lo eran,
comenzaron a retroceder, aunque no antes de arrojar algo al centro de la plataforma.
—¡Granada!
El grito resonó entre los grupos de stormtroopers. Ela creía que la habían olvidado
pues no disparó. Se levantó medio encorvada, con cuidado para mantener el peso de su
cuerpo sobre los talones y con la esperanza de que los ruidos de los tacones de sus botas
no revelaran su presencia. Corrió a lo largo del lado de la plataforma tras las siluetas que
iban de retirada.
—¡Cúbranse!
Una explosión estremeció la plataforma e iluminó el camino de Ela. Ignoró el calor
mientras perseguía a sus presas. El camarada herido entorpecía el escape de los tiradores
y Ela llegó hasta ellos justo cuando la puerta del pod iba a cerrarse.
—¡Alto! —les ordenó.
El último oponente giró media vuelta y Ela logró arrebatarle su arma. La jaló hacia el
umbral de modo que quedara atravesada en el vano de la puerta, impidiéndole cerrarse
temporalmente. Se quedó con un pedazo de tela de una chaqueta conforme su atacante
lograba librarse de su agarre, aunque al soltarse perdió el casco. Ela la vio sin máscara:
una mujer de ojos pardos cuyo cabello se amoldaba al contorno del rostro.
Tal medio sonrió y se encogió de hombros a medida que la puerta se cerraba entre
ambas. Ela vaciló por un momento; ingresó el código para abrir la entrada, pero estaba
trabada. Trató de usar el código de anulación y se encontró, tardíamente, con que aún no
estaba validado por el Imperio.
—¡Abre la puerta! —le gritó a un tonto y de pronto se dio cuenta de que no tenía
ninguno a la mano. Se dio vuelta y llevó la chaqueta hacia el cuerpo boca abajo del
comandante, quien se puso de pie lentamente, con una herida en el costado, nada grave.
Ella no necesitó ocultar su decepción. Ya le habían dicho antes que su expresión habitual
era de un desdén gélido; en ese momento le venía perfecta.
—Funcionarios del Gremio Minero. Deben haber detectado nuestra presencia en
Bespin. Si no podemos comprar su silencio, veamos cómo se comporta el Gremio cuando
le neguemos nuestra presa y conservemos a los cautivos de la Ciudad Nube.
—Deben haberla detectado —dijo el comandante mientras restañaba la herida y
miraba con fijeza a Ela—. ¿La detectaron? Usted estaba a cargo de esta misión. Si el
Gremio Minero detectó algo, usted es la responsable. ¡Será relevada de su puesto y
enviada abajo con los mineros para su deportación!
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—Su herida lo hace hablar sin pensar —dijo Ela cuando los stormtroopers ya se
acercaban a ella—. ¡Mi protocolo de seguridad con respecto al Gremio Minero era
inexpugnable! Sin embargo… —Miró a la chaqueta en el piso, no tenía opción—. ¡Es
posible que fuera un ardid!
Tal intentaba desesperadamente parar el flujo de sangre del hombro de Kiren. Los tres
saltaron a través de una escotilla secreta cuando los imperiales destrabaron el objeto con
el que Tal había atorado la puerta. El acceso de emergencia brindaba suficiente espacio
para que Baudu y Tal flanquearan a Kiren y los accesorios les daban toda la luz que
necesitaran.
Los tenues gruñidos de Kiren indicaban que estaban haciendo lo correcto para
amortiguar el dolor.
—Al menos le diste un buen tiro al oficial aquel. Se vino abajo como si fuera una
armadura vacía —dijo Tal; luego hizo una pausa antes de añadir—: O tal vez una llena.
—Kiren tuvo suerte. Este disparo pudo matarlos —la voz de Baudu crepitaba.
—Lo entiendo —respondió Tal con una mano posada en el hombro de su amigo—.
Lo hago. Pero esto funcionará, ya verás. El Imperio estará tan molesto con el Gremio
Minero como para soltar a nuestros obreros…
Un ruido a sus espaldas la hizo girarse. El sonido de botas sobre el frío piso metálico
anunciaba la llegada de un oficial imperial. Un chongo severo mantenía su oscuro cabello
estirado bajo la gorra. Su expresión gélida no titubeó mientras enderezaba su postura,
ponía las manos detrás de la espalda y bajaba la vista.
Tal perdió la ilación de sus ideas al verla y recordar las muchas noches en blanco,
sobre todo la anterior. Le encantaba ver a su amante deshacerse el chongo y dejar suelta
la cascada de cabello a su alrededor a medida que Tal se le acercaba.
—¿Cómo llegó ella aquí? —preguntó Baudu al tomar su bláster.
—Espera —pidió Tal con una mano en alto—. Esto es…
—Están bajo la autoridad del Imperio Galáctico. Entréguense ahora y podrán vivir.
—¿Ela? —preguntó Tal, confusa. La expresión de la oficial era inexcrutable.
—¡Maldita sea, Tal! ¿Esta es tu fuente imperial? —se indignó Baudu, quien trató de
apuntar su arma, pero Ela lo hizo primero.
—Ten cuidado —dijo Ela.
Otro grupo de botas resonantes se aproximó por detrás de ella. No había ido sola a
cruzar la escotilla secreta. El comandante, con su herida cubierta por un vendaje
improvisado, se puso frente a Ela.
—Aquí están los atacantes, tal como dijo. Ya puede darse por reivindicada.
El comandante avanzó y dio un codazo a la herida de Kiren, con lo cual se ganó un
feroz gruñido. Baudu quiso embestir, pero el comandante le apuntó con su arma.
Tal ayudó a Kiren a ponerse de pie, aunque su atención se centraba en Ela.
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Todo comenzó a precipitarse para Tal. Los stormtroopers la metieron a empujones junto
con Baudu y Kiren en el U-33. El bespiniano no la miró mientras se hacía espacio a
patadas en la banca llena de mineros, para asegurar que Kiren pudiera sentarse. Baudu
estaba furioso, en cambio Kiren la comprendía. O eso esperaba Tal.
El U-33 estaba repleto, incluido el comedor donde se hallaba Tal. Allí andaban el
minero que le enseñó una canción de su patria con una letra sumamente cuestionable; el
administrador que había huido de un planeta agonizante y de una relación muerta; Rajin,
el twi’lek. Todos estaban allí, en el sitio atestado. A la mayoría le pareció más fácil
permanecer de pie, pues hasta las tablas de las mesas iban ocupadas por mineros
sentados. Ahora Tal debía incluirse a sí misma, la huérfana que vagaba por la galaxia
hasta que encontró una familia que la aceptara. Y ahora esa familia iba embarcada para
quién sabe dónde. Casi de inmediato los motores se encendieron y la nave avanzó
sacudiéndose hacia adelante para iniciar su travesía.
—¿Sabes adónde vamos? —le preguntó una minera que Tal no conocía. Se veía como
si la hubieran secuestrado de noche, vestida con ropa de dormir.
—Adonquiera que el Gremio Minero nos envíe —dijo Rajin, despacio, sin duda
pensando en su futuro hijo.
—Naaa, estos son stormtroopers. Cargaron una tonelada de Tibanna aquí, con
nosotros. Así que vamos en custodia imperial.
—Por ahora.
Tal guardó silencio.
—Tal, tú ni siquiera trabajas en las minas —advirtió otro minero. Claramente, lo
habían agarrado a medio turno, pues aún usaba su uniforme café—. Sé que vas a hacer
algo. Seguro tienes un plan.
—Sí, igual al que tú deberías tener. No te metas en mis asuntos.
Tal lo conocía; si le decía algo a este minero, todo el mundo se enteraría.
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Tal llamó con gestos a Baudu y a Kiren para que se acercaran a hablar con ella. Kiren
se las arregló para permanecer de pie y casi convenció a Tal de que su herida no estaba
matándole. Baudu trató de empujarles con suavidad para atrás.
—No. Tuve que patear a dos tipos para sacarlos de tu asiento. No.
Kiren gruñó y lo sacudió hasta quitárselo de encima; estaba al cien. Qué bueno.
—¿Puedes pilotear esta cosa?
Kiren puso una cara como si le hubieran hecho la pregunta más insultante del mundo.
—Bueno, bueno. ¿Crees que yo pueda pilotear esta cosa?
Kiren asintió meneando su cabeza. O sea, un muy probable «tal vez».
—Tengo que hacerlo. Vámonos.
Baudu casi se trepó sobre otras dos personas para ponerse enfrente de su amiga.
—Tú nos sacaste de nuestro trabajo, de nuestro perfectamente seguro trabajo, y nos
metiste en un lío con aquellos idiotas demasiado vestidos que estaban en el mercado, y
luego hiciste que nos dispararan, nos capturaran y nos enviaran a trabajar en las minas de
algún planeta distante… Y no, no puedes decir que esto era parte del plan.
—Era una… posibilidad —contestó evasiva Tal, quien se frotaba el brazo—. La
situación no va a mejorar si no hacemos nada.
—Si crees que voy a permitir que nos involucres en otra pelea… —dijo Baudu, quien
señaló con un gesto la herida de Kiren.
—Ah, Kiren no va a pelear. Nosotros lo haremos —le aseguró Tal dándole unas
palmaditas en el hombro a su amigo—. Siempre tengo un plan B, como respaldo, ya lo
sabes. Debemos apurarnos.
—No voy a discutir… Oye, espera un momento. ¿Por qué tenemos que apresurarnos?
Por primera vez en su vida, Ela luchaba para mantener invariable su expresión. Se había
reportado en su puesto en el puente del destructor estelar, que estaba en órbita. La fría
oscuridad, las luces parpadeantes de los controles y el suave zumbido de los motores
nomalmente le calmaban los nervios. Pero ahora podía sentir los ojos de Kelos clavados
en ella, como si la monitoreara, lo cual hacía, aparentemente, desde un principio. Pensó
que, de todas, todas, ella era la Tonta número 1.
Se concentró en la tarea inmediata: asegurarse de que el U-33 y su carga de
prisioneros se uniera al Destructor en la órbita alrededor de Bespin. El carguero apareció
en la pantalla de mando, enfrente de varios alféreces que aguardaban sentados en sus
puestos del puente, probablemente en preparación para la travesía. Ella se puso a revisar
su lista de verificación. Etiquetó al U-33 para rastrearlo, catalogó el último de los tanques
de Tibanna que llevaba a bordo del destructor estelar, ajustó los sistemas de artillería y de
intercomunicación, acoplado todo con el código de seguridad de Ela.
—Todo listo, comandante —anunció e hizo una pausa para escoger sus palabras con
cuidado—. Los representantes del Gremio Minero solicitan la custodia del U-33, puesto
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Varios autores
que está destinado a las minas que ellos controlan. Sin embargo, advierto que esta
comunicación en particular procede del espacio aéreo de Bespin, el cual queda fuera de
los límites del Gremio. Exactamente lo que tratamos de evitar en el muelle. ¿Cuáles son
sus órdenes, señor?
—¿Qué recomienda, teniente? —preguntó vuelto hacia ella, con las manos cruzadas a
la espalda.
Era una puesta a prueba.
—Vinieron a Bespin contra lo dispuesto en el edicto imperial —contestó ella con
cautela—. Debe dárseles una lección.
—De acuerdo —dijo Kelos con una sonrisa—. Permítales que aborden el U-33.
Acepto su sugerencia anterior.
—¿Cuál, señor?
—Les negamos su presa. Elimínelos a todos.
Tal condujo a sus renuentes camaradas hacia la jefatura, la única área resguardada por un
mínimo de stormtroopers. El olor a orina explicaba el porqué. No habían viajado a
ninguna parte para limpiar la nave antes de incautarla junto con su nueva carga.
Los tres se apretujaron al pasar a los stormtroopers en el pasillo; luego, como una
unidad, ingresaron a los compartimientos y cerraron las compuertas para gozar de
privacidad. Tal hizo todo un espectáculo al dejar correr el agua mientras acicateaba a
Baudu y a Kiren para que descompusieran la parte posterior de los compartimientos.
Habían recorrido por dentro y por fuera muchas naves como esta y conocían los
pasadizos que los conducirían al puente.
Kelos ensanchó el pecho cuando volteó hacia los controladores en la pantalla de mando.
—Alférez, apunte al transporte U-33 con los cañones turboláser.
—Sí, señor —respondió este y volviéndose hacia su superior añadió—: Los
representantes del Gremio Minero abordaron la nave y he enviado la advertencia usual de
cinco minutos para que nuestros oficiales la desalojen.
—Redúzcala a dos minutos. El resto es una pérdida aceptable —Kelos observó a
todos en el puente, en particular a Ela—. ¿Alguna objeción?
Ela guardó silencio.
Tal entró con dificultad en el espacio por donde gateaban. Dejaron atrás a Kiren, pues
tenía un hombro lastimado y apenas podía moverse. La tranquilizaron con gestos y
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
palmaditas en la cabeza antes de ayudarla a trepar. Sintió que Baudu trepaba tras ella y
ambos se arrastraron entre cables y tubos. Ella aferró su bastón brillante para iluminar el
camino por donde iba a desplazarse, mientras su amigo le mostraba la ruta al puente.
—Tal, nosotros dos solos no podremos tomar la nave. Ni siquiera tenemos un arma.
—Entonces, conseguiremos una. En cuanto estemos en el puente, ya no importará
cuántos stormtroopers haya a bordo. Controlaremos la nave —tras decir esto dio una
vuelta y se encontró con que no había para dónde ir—. ¡Maldición! ¡Es un callejón sin
salida!
—Aquí es, sí, este es el puente —dijo Baudu—. Debes estar sobre una escotilla.
Buscó debajo de ella, siguió con la mano el frío metal y encontró el pestillo de la
cerradura.
—Asegúrate de no…
Levantó el pestillo y de inmediato la escotilla se estrelló contra el piso del puente. Su
único aliado, el elemento sorpresa, quedaba anulado. Saltó, se puso de pie y adoptó la
posición de ataque, lista para hacerse con el control de todos los rincones.
El puente estaba vacío.
Baudu se dejó caer detrás de Tal y se apoderó de los controles abandonados. La silla aún
daba vueltas, como si su ocupante acabara de ponerse de pie.
—Esto fue… mucho más fácil de lo que pensé.
Tal se abalanzó sobre el panel de control y tomó los reportes de la nave.
—Tengo que cortar las comunicaciones.
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Varios autores
—¿Qué es eso? —preguntó Baudu cuando oyó sonar la alarma y se dio vuelta.
Entonces vio la luz roja encendida que parpadeaba en una de las pantallas: ADVERTENCIA:
BLANCO FIJADO
—¡Nosotros somos el blanco!
—¿Qué?
—Lo tengo bajo control —dijo Tal y se deslizó a un asiento desde donde trató de
volver a gobernar la nave—. Eso espero.
La pantalla dejó de parpadear y quedó toda roja.
—¡Tal…!
Ela oprimió el botón para disparar. Solo se percibió el silencio. Luego el alférez encaró a
Kelos y le dijo:
—Blanco confirmado.
—Reporte de los sensores —ordenó el comandante sin apartar la vista de Ela.
—Ehhh… Destrucción completa —confirmó el alférez—. Tengo la lectura de una
nube flotante de energía. Posiblemente se trata del exceso de gas Tibanna que pusimos en
el U-33. No hay huella de la nave.
—Muy bien. Teniente, puede volver a su puesto.
Ela regresó a su panel de control; trató de acallar todos sus pensamientos y cualquier
distracción. Reinició las armas y los intercomunicadores, los acopló al código de
seguridad de ella, luego evaluó los restos de los tanques de gas Tibanna a bordo.
Cuando terminó, advirtió que Kelos la miraba apreciativamente. Por fin, compartió su
veredicto:
—La traición demuestra que se tiene carácter. Le queda bien a usted.
Ela le correspodió la mirada con el frío desdén que sentía en lo más profundo de su
alma.
Agotada, Ela acabó su turno y se fue a su habitación. Por supuesto, no entró. Necesitaba
un nuevo entorno, un lugar donde no estuviera bajo vigilancia.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
—Por supuesto, lo hice. Dije que haría lo que pudiera y no me retracto de mi palabra.
Ela se desabrochó la apretada chaqueta de oficial y la aventó a la cama. Abandonados
recientemente, estos cuartos para oficiales le proporcionaban justo lo que ella necesitaba.
El olor a limpio le indicaba que el lugar había sido aseado como a ella le gustaba.
—Además, eres la escoria rebelde más sexy de este lado de Corellia.
—Lo acepto —respondió Tal, riendo—. Quizás sería mejor que te salgas mientras
puedas. Ellos van a averiguar que hiciste estallar unos pocos tanques de gas Tibanna en
vez de a nosotros. Muchos más que unos pocos. Eyecté también los que plantaste a bordo
de nuestra nave.
—Son unos tontos, Kelos en especial. Sabía que no se resistiría a la idea de hacer
estallar una nave inerme y reducirla a partículas. Me miraba directamente a medida que
yo tiraba el exceso de tanques de gas Tibanna —contaba e imitó sus gestos al ingresar las
órdenes en la consola de mando—, y les disparaba en vez de hacerlo a la nave donde iban
ustedes. Estaba tan concentrado en interpretar mi expresión que no miró mis manos ni a
la consola. Me creyó al ciento por ciento.
—Casi hasta yo te creí.
—La próxima vez, dame un poco más de información acerca de tus planes, para que
no me sorprenda. —Ela se dejó caer en la cama—. Solo hay un modo en el que me gusta
ser sorprendida.
—Me parece correcto —contestó Tal; el holograma no les hacía justicia a sus ojos—.
Ela, sé que no… hacemos esto, pero significa mucho lo que tú hiciste.
Ela dejó colgar su cabello suelto sobre sus hombros.
—¿Estás sola?
Tal no pudo contener una sonrisa.
—Todos los mineros están de vuelta en sus hogares, con sus familias, escondidos
hasta que averigüemos qué hacer con esos imperiales amigos tuyos. Rajin tiene a su
nuevo hijo. Kerin recibe tratamiento médico. Creo que me hablarán antes de que Baudu
lo haga; ahora es un héroe. Vendrá para acá.
—En tanto no llegue ahora…
Ela se inclinó para desatarse lentamente las botas, a sabiendas de que Tal la miraba
con atención.
—¿Ela?
—¿Sí?
—Déjate puestas las botas esta vez.
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Varios autores
EL HOMBRE DIESTRO
Lydia Kang
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
2-1B giró su cabeza mecánica para ver qué estaba mirando el Comandante
Skywalker. Pensó que quizás habían entrado en la habitación la Princesa Leia o los
droides favoritos del joven, pero no. Solo se trataba de una pared llena de
compartimientos para los suministros.
—Comandante Skywalker, ¿le duele algo? —le preguntó 2-1B.
Por primera vez el paciente levantó la vista.
—¿Dolor? —preguntó como si no hubiera oído bien las palabras del droide.
—Sí, puedo administrarle algunos analgésicos.
El Comandante Skywalker parpadeó y luego bajó la vista hasta el muñón de su brazo.
—No creo que funcionen conmigo.
—Claro, por supuesto que lo harán. Todos los seres humanos y los humanoides son
sensibles a nuestros productos farmacológicos.
—No, gracias.
2-1B dejó de reunir su instrumental y se acercó a su paciente.
—¿Por qué optaría usted por sentir dolor? Eso es ilógico.
—No es cualquier clase de dolor —respondió el joven meneando la cabeza.
El droide asintió. Su paciente sufría más allá de la carne. Eso lo entendía, aunque a
veces no resultara obvio en el primer examen. Sin embargo, el ritmo cardiaco seguía
acelerado, o sea, había verdadero dolor físico. A pesar de ello, su paciente elegía sufrir.
—El sufrimiento puede interferir con la curación. No debe privarse de la ayuda,
comandante.
El paciente miró al droide. 2-1B hizo una pausa y luego continuó atareado con la
limpieza del muñón y la remoción del tejido quemado. Sus brazos hidráulicos eran
increíblemente sensibles; el tacto mecánico era frío, pero él trataba de que fuera muy
suave.
—El sufrimiento acarrea mucho más que eso —admitió el paciente.
—Yo lo atendí en Hoth. ¿No lo recuerda, comandante?
—Sí, me acuerdo. Yo pedí que específicamente tú lo hicieras. Y por favor, llámeme
Luke.
—Sí, comandante.
En los ojos de Luke brilló un destello.
—Discúlpeme, señor. Luke, quiero decir, si eso lo hace sentir más cómodo.
El joven asintió.
—Puede que no lo recuerde, pero cuando estaba en coma inducido en Hoth, también
se resistía en el tanque de bacta. Solo cuando aceptó la ayuda médica comenzó
propiamente a curarse. La bacta es una cosa viviente que necesita la cooperación del
paciente —y agregó después de dudarlo un instante, como si lo sintiera algo forzado—,
Luke.
Podría haber gritado ese nombre.
—¿De veras?
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Varios autores
—Sí. La carne es carne, pero la voluntad es muy poderosa. Una y otra vez, nuestros
bancos de datos médicos muestran la fortaleza de la conexión entre los pensamientos de
un ser y su cuerpo.
—Es la Fuerza —dijo Luke con calma.
—Bueno, no sé si la llaman así nuestros bancos de datos.
Luke sonrió a medias. Era la primera vez que su cuerpo se relajaba, no por completo,
pero sí un poco.
—Llámela como guste, está en lo correcto.
2-1B siguió quitando tejido del muñón. Luke miraba su extremidad mutilada y se
estremecía.
—De verdad, Luke —lo pronunció sin gritarlo—, debe dejar de ponerse en
situaciones que amenazan tanto su vida. Se ha vuelto el paciente que más veces viene a
mí para curarlo. Uno de estos días puede ocurrir que regrese en un estado imposible de
reparar y eso no me gustaría.
—No puedo evitarlo —afirmó Luke—. No me queda otra opción.
—¿No puede? —dijo el droide. Era una respuesta casual, pues no esperaba que su
paciente repentinamente se mostrara tan helado y sombrío. El droide apreciaba a los
pacientes estoicos, no así el silencio tan prolongado, de modo que se sintió obligado a
interrumpirlo con su voz.
—Una vez que tenga su nueva mano, al principio la sentirá muy extraña. Su cerebro
enviará señales a los dedos para moverlos; quizás ocasionalmente sienta que existe una
demora, aunque no la haya, en la respuesta. Sus nervios están recuperándose, así que
puede esperar que la mano se contraiga espontáneamente de vez en cuando, e incluso
puede presentarse un dolor fantasma mientras los nervios se reparan.
—¿Dolor fantasma? —preguntó Luke.
—Sí. Sus nervios fueron cortados de tajo; a veces experimentarán el recuerdo de la
herida e incluso tendrán memoria de aquella mano. Algunos pacientes sienten dolor,
como si fuera reciente, por toda la vida.
Los ojos de Luke se veían vidriosos; dejó caer la cabeza hacia atrás y suspiró.
—Eso es mucho tiempo —dijo y miró con curiosidad a su proveedor de salud—.
¿Los droides sienten dolores fantasmas cuando se les cortan las extremidades?
—Nuestros circuitos poseen memoria —le respondió; entonces fue el turno de 2-1B
de guardar silencio. No le agradaba cuando los pacientes le hacían preguntas que
sondearan profundamente sus pensamientos. Todo era mucho más fácil cuando tenía que
realizar una tarea. Por medio de una jeringa, inyectó cuidadosamente el gel de bacta en la
herida acabada de limpiar—. Bien. He retirado todo el tejido cicatricial, y la bacta ya está
obrando en nervios, músculos, tendones, huesos y piel. Ahora es tiempo de iniciar el
proceso de acoplamiento de su mano cibernética.
2-1B regresó a la pared con compartimientos para los suministros y comenzó a
seleccionar instrumentos para la siguiente fase. Por alguna razón, este procedimiento no
se desarrollaba como pensó que lo haría. Comúnmente, 2-1B ya habría completado su
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
tarea. Sin embargo, con Luke trabajaba más despacio. Lo desconcertaban algunas de las
preguntas de su paciente sobre el input sensorial y las memorias del propio 2-1B. Nunca
antes alguien le había preguntado acerca de las heridas y el dolor de los droides. Se le
ocurrió que, con el implante artificial, su paciente y él tendrían esa parte en común. Hizo
una pausa, inseguro de dónde debía almacenar esa nueva información antes de continuar.
Luego escogió una mano cibernética del tamaño apropiado, previamente cubierta de piel
sintética del tono idéntico al de la natural de Luke. Su paciente levantó su mano sana.
—Espere.
—¿Que espere qué? —preguntó 2-1B.
Un droide FX rodaba muy cerca, haciendo girar lentamente su cuerpo cilíndrico con
brazos múltiples, extendidos o plegados según fuera necesario para brindar asistencia a 2-
1B.
—¡Oh, aléjate, FX-7! Si te necesito, te llamaré —dijo el droide médico y meneó la
cabeza—. Veinte codos para estorbar y pinzas como garras trandoshianas siempre listas.
Es ridículo este droide —y agregó volviéndose hacia Luke—: ¿Decía?
—Quizás no debería acoplar la mano cibernética.
—¿Perdón? —si 2-1B hubiera sido humano, por la sorpresa habría dejado caer la
pinza quirúrgica—. En nombre del Fabricante, ¿por qué no quiere la mano de remplazo?
—Quizás así se supone que debe ser. Acaso estoy destinado a perder la mano a
cambio de otra cosa.
—En algunas culturas, la amputación de una mano se hace como castigo por un robo.
Luke, usted no ha hurtado nada y nuestras leyes no toleran semejantes castigos.
—No es tan simple. He cometido muchos errores —dijo con la vista perdida en la
lejanía, pero incluso 2-1B podía notar que su rostro estaba afligido—. Podría haber
aprendido mejor los usos de la Fuerza. Más rápido. Soy tan testarudo. Y demasiado tonto
para advertir la trampa tendida frente a mí.
Se miró el muñón y sus tejidos relucientes por la aplicación de la bacta; debía
hormiguearle, como muchos pacientes reportaban en este punto del proceso; golpeó el
brazo contra la mesa de auscultación. Su voz crepitaba al murmurar:
—Podría haber salvado a Han.
—Luke, yo…
—Hasta Yoda dijo: «esta cruda materia» —interrumpió Luke y se presionó el pecho
con los dedos de su mano buena—. No merezco que la arregle y quizás no la necesito. Si
aprendo a usar la Fuerza, tener una sola mano no importa. ¿Verdad? —pero no parecía
estar seguro.
—La Fuerza no figura en el repertorio de mis bancos de datos —replicó 2-1B—. Los
droides médicos y la Alianza Rebelde se hacen responsables de mantener con vida a las
personas, usted lo sabe —agregó con un toque de altivez—. Ay, estas criaturas. Siempre
piensan que pueden abalanzarse en una lucha, en tanto que los droides médicos y las
tripulaciones de naves como la Redemption son quienes las zurcen y curan. ¿Es eso la
Fuerza en acción? No lo sé. Quizás.
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Varios autores
Lo que sí sabía es que estaba programado para curar. Cómo concluía cada curación
era otro asunto. Pero él sí atendía y le importaba. Después de todo, Luke sufría dolor de
muchas maneras.
—¿Qué no merece ser curado? Todos los seres merecen recibir tratamiento y curarse
—dijo el droide con un tono adamantino y Luke pareció sorprenderse ante la pasión que
brotaba de esas palabras—. La perfección moral no es un requisito para recibir cuidados.
Lo contrario sería una crueldad en sí misma, pues los seres no son perfectos. En cuanto a
su otro comentario… poseo una información muy limitada en mi programación sobre
cómo sanan los Jedi y los Sith en cuanto a los implantes cibernéticos. Debe haber muchos
que viven con miembros artificiales y son, como usted dice, poderosos con la Fuerza.
—¿Sith, como Darth Vader? —preguntó Luke con los ojos muy abiertos.
—No lo sé. Cuando se recolectan nuevos datos, nosotros, los droides médicos,
compartimos la información en nuestro colectivo. A menudo el Imperio destruye a sus
droides médicos, así que sabemos muy poco del estado de salud de Darth Vader. Sin
embargo, hasta donde entiendo, Darth Vader tiene implantadas muchísimas partes
cibernéticas, si eso es lo que usted pregunta.
Luke estaba tranquilo de nuevo cuando 2-1B trajo la mano cibernética a la mesa de
auscultación, sobre la cual reposaba el brazo mutilado del joven. Su paciente la miró
fijamente como si fuera el mal encarnado, una mirada de completo asco que lentamente
se transformó en una expresión de angustia.
—Padre —pronunció débilmente.
—Perdón, ¿qué dijo usted?
—Nada —respondió con un meneo de la cabeza; aún parecía sentir repulsión por la
mano artificial.
—Si elige no permitirme acoplarle la mano —dijo 2-1B estirando el cuello—, por
supuesto es su derecho y su decisión. Es verdad que, darle lo que perdió, no lo hace a
usted completo, normal —parecía buscar la palabra adecuada—. Íntegro.
2-1B estaba equipado con la programación necesaria para hacerlo más empático, pero
estaba muy oxidado, por así decirlo. El cuidado de pacientes hecho con franqueza era
fácil, pero lo hacía mejor cuando usaba todos los recursos de su programación. Sin
embargo, requería esfuerzo extra y de algún modo resultaba incómodo para el droide.
Quizás era por eso que los pacientes orgánicos sufrían tanto.
—Todo lo que sé es que puedo ayudarlo —continuó 2-1B—. Y sus amigos pueden
ayudarlo. Después de todo, cuando un hueso se rompe necesita tiempo para curarse y una
muleta en la cual apoyarse. Aceptar esa ayuda no es una debilidad, ni es gallardía rehusar
el tratamiento. A veces, la decisión más difícil es la de aceptar esa ayuda.
Luke levantó el muñón y lo vio por todos lados.
—Cruda materia —dijo y luego miró a la pieza cibernética—. Sin embargo, no será
mi mano.
—Es su herramienta, del mismo modo que muchas otras cosas en su mundo son sus
herramientas. Una rueda en vez de una pierna; un mecanolente en vez de un ojo, ¿qué
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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Varios autores
A cierta distancia, FX-7 giraba por ahí, preguntándose por qué 2-1B parecía aturdido.
Luke sonrió, con su rostro cálido y lleno de alivio. Y murmuró también:
—Que la Fuerza te acompañe, 2-1B. Me ayudaste en más formas de las que puedes
imaginar.
—Bueno —dijo el droide con la cabeza erguida—, hago más que reparar cosas
descompuestas; no soy un simple droide FX.
En un rincón de la suite médica, FX-7 giraba y soltaba una serie de silbidos
insultantes que hubieran ruborizado a su fabricante.
—¡Deja de decirme así! No me respetas —le lanzó 2-1B antes de enmudecer.
Se abrieron las puertas de la suite. Entraron R2-D2, C-3PO y la princesa Leia. Pulido
y reluciente como de costumbre, el droide de protocolos movía los brazos con énfasis.
—¡Amo Luke! ¡Ya tiene su nueva mano! ¡Se ve maravillosa!
R2-D2 bipeó un «hola». La princesa, con un vestido largo hasta el suelo, saludó a
Luke con un gesto de la cabeza. 2-1B paseaba la mirada de ella a su paciente y advirtió la
expresión de este. Era muy diferente a la que tenía en Hoth, después de completar su
tratamiento en el tanque de bacta. Era como si sus miradas hubieran perdido ardor y, sin
embargo, conservaran su calidez. Algo muy diferente.
La princesa sonreía, pero sus cejas se acercaban. Era otro ser humano que sufría. 2-
1B se preguntó qué había perdido ella, pues todas sus extremidades estaban intactas.
El pulso de Luke descendió a niveles normales. Para la mayoría de los seres humanos,
este se situaba entre sesenta y ochenta latidos por minuto; en cambio, para Luke era de
veinticinco, un cambio significativo desde que entró en la suite médica de la Redemption,
y bastante común para un Jedi saludable, según los expedientes. Antes, en Hoth, cuando
la princesa entró a verlo, el pulso de Luke se había acelerado hasta los noventa latidos por
minuto. Ahora no.
—¿Cómo te sientes? —preguntó la princesa.
—Mucho mejor. Me pondré bien —respondió el joven con una leve sonrisa que
empataba con la de ella.
Lando Calrissian se comunicó desde el Halcón Milenario, que estaba atracado en la
Redemption.
—Luke, ya estamos listos.
Al fondo, Chewbacca asintió con un gruñido.
—Buena suerte, Lando —respondió Luke.
—Cuando encontremos a Jabba el Hutt y ese cazarrecompensas te avisaremos.
—Nos veremos en el punto de reunión —dijo el joven.
—Princesa, hallaremos a Han. Lo prometo —ofreció Lando con voz tranquilizadora.
Con una expresión de incertidumbre, la princesa levantó la vista hasta la ventana.
—Chewie —lo llamó Luke—. tu señal. Cuídense ustedes. Que la Fuerza los
acompañe.
Al oír la despedida del wookiee, la princesa sonrió como si supiera que pronto
vendrían cosas mejores.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
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—Una vez más me piden mis servicios. La carga es grande; la responsabilidad, casi
aplastante. Pero retomo de buena gana mi solemne deber. Hay mil puntos de vista,
mil objetos sagrados, mil momentos de la historia captados en un holocrón. Los
estudié todos. Ahora mi tarea es fundirlos en uno solo. Un solo registro, una sola
historia, una sola verdad. Que la Fuerza me acompañe al prepararme a escribir una
nueva entrada en el inmortal Diario de los Whills:
—Bueno, en realidad…
—¿Qué? ¿Cómo llegaste hasta aquí? Creí que se te había dicho que esta vez no te
metieras en esto.
—Seguro, seguro, no me meteré en esto… si quieres confundir a todo el mundo desde
la primera oración. ¡OTRA VEZ! Por mí, haz lo que gustes.
—¡No he terminado la primera oración!
—Dices «hace mucho tiempo», pero no fue hace tanto como el último, ¿cierto? Más
bien es «en los sucesos más recientes».
—¿Quieres que comience este episodio del Diario de los Whills, al que todos han
esperado con mucha expectación desde hace tres años, con «en los sucesos más
recientes»?
—Bueno, es más apegado a los hechos.
—También es estúpido.
—Caramba. Esperaba que hubieras aprendido a aceptar la crítica constructiva sin
ponerte hostil.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
—¡JA! ¿«Ha sido destruida»? ¡Vaya manera de comenzar con la voz pasiva!
—La, la, lalalá, no te oigo.
Las tropas imperiales han obligado a las fuerzas Rebeldes a dejar sus
bases secretas y las han perseguido a través de galaxia…
—Espera. ¿«Flota Imperial»? ¿Dijiste «Flota Imperial»? ¿Qué sigue, van a aparecer
por aquí Kirk y Spock?
—¡Ni siquiera sé quiénes son Kirk y Spock!
—¡Esa sí que es sorpresa! ¿Hay algo que sí sepas?
—Sí, claro. ¡Es por eso que los whills me pidieron a mí que escribiera esto! Así que si
no te molesta…
—¿Liderado por Luke? Caray, me pregunto que dirían sobre eso Mon Mothma y el
General Rieekan. ¡Santos cielos, si hasta el Mayor Derlin supera en rango a Luke
Skywalker! ¡Luke sale a patrullar en un tauntaun por haber gritado a todo pulmón!
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Varios autores
—Solo quiero señalar… que no está congelado, solo cubierto de nieve. Pero continúa,
ya casi llegas a la mejor parte, ¡cuando todos los wampas atacan! ¡Eso si constituye un
gran inicio!
—Errrr…
—No me lo digas. ¿Recortas lo de los wampas?
—Bueno, dejo a uno de ellos.
—¿Un wampa? ¡Solo uno! ¡Un wampa! Lo siguiente que vas a decirme es que
Willrow Hood simplemente corre en el fondo sin pronunciar palabra.
—Bueno.
—¡No hubo espacio para el ataque de los wampas! ¡No hay espacio para la valentía
inspiradora de Willrow Hood! Déjame adivinar, ¿vas a darle espacio al guiso de hojas y
raíces de Yoda? ¿A que sí?
—Hum.
—Sí lo vas a hacer, ¿verdad? Simplemente quieres poner el almuerzo de Yoda. ¡Lo
sabía!
—Oye, nunca llegaré a lo de Yoda si ni siquiera me dejas comenzar esta historia.
—Bien, muy bien. ¿Con qué vas a empezar?
—Bien… bien…
—Ahhh, excelente. ¿Con cuál de los sorprendentes hechos síthicos de Vader vas a
iniciar?
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
concluirlo con Luke y Leia mirando por una ventana y sintiendo lástima de sí mismos!
¡Cuán emocionante travesía!
—¿Sabes qué sería emocionante de verdad?
—¿Qué?
—¡Que de veras te largaras cuando dices que te vas!
—¡Perfecto! ¡Te dejo en paz para que te concentres en arruinar la historia!
—¡Gracias al Fabricantes! ¿Dónde me quedé?
—¡DESPACHADO!
—Cierto…
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Varios autores
SARWAT CHADDA pasó veinte años como ingeniero antes de dedicarse a la escritura.
Desde entonces, ha escrito novelas, libros de historietas y series televisivas, incluidas
Devil’s Kiss, City of the Plague God y Baahubali the Lost Legends. Su escritura refleja su
herencia cultural, que combina el Oriente con Occidente, con una pasión particular por
las leyendas heroicas, los monstruos crueles, los héroes gloriosos y los villanos
despreciables.
Luego de pasar varios años de viaje por el Lejano Oriente para recopilar sus cuentos,
ahora vive en Londres con su familia, pero tiene en reserva una mochila y un cuaderno de
notas.
MIKE CHEN es fan de toda la vida de Star Wars y autor de las novelas aclamadas por la
crítica Here and Now and Then y A Beginning at the End, así como de la próxima
publicación de We Could Be Heroes. También escribe para los entusiastas de los medios,
desde la defensa de la Prequel Trilogy en The Mary Sue hasta comparar Los Últimos Jedi
con la ficción literaria en tor.com y examinar las otras aventuras espaciales en
startrek.com. Miembro de la Science Fiction and Fantasy Writers of America ( SFWA),
Mike vive en el área de la Bahía, donde se le puede ver jugando viejos juegos de
aventuras de LucasArts con su esposa, hija y animales rescatados. Se le puede seguir en
Twitter e Instagram como @mikechenwriter.
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
fue nominado al Premio Sir Julius Vogel como Mejor Nuevo Talento, y Empire State fue
preseleccionada como Mejor Novela. También es autor de las novelas The Age Atomic,
The Burning Dark, Stranger Things: Darkness on the Edge of Town, Made to Kill y
Seven Wonders. Contribuyó al éxito internacional de Star Wars. Desde otro punto de
vista (Planeta, 2018), antología de aniversario, y del cómic de IDW Star Wars
Adventures. Christopher también ha escrito las novelas vinculadas oficialmente para el
exitoso programa de televisión Elementary, de la CBS, y la del videojuego para la
premiada franquicia Dishonored. Nacido en Nueva Zelanda, vive en Gran Bretaña desde
2006.
DELILAH S. DAWSON es la autora de los éxitos de ventas de The New York Times, Star
Wars. Phasma (Planeta, 2017), Star Wars. Galaxy’s Edge: Black Spire (Planeta, 2020) y
Star Wars: The Perfect Weapon, así como también de las series Blud, Hit y Shadow, bajo
el seudónimo de Lila Bowen. Con Kevin Hearne, coescribió los Cuentos de Pell. Sus
cómics incluyen Star Wars Adventures y Star Wars: Forces of Destiny, Firefly: The
Sting, Marvel Action Spider-Man, Adventure Time, The X-Files Case Files, y Wellington,
escrito con Aaron Mahnke del podcast Lore, además de los cómics de su autoría y
propiedad Ladycastle, Sparrowhawk y Star Pig. Vive en Florida con su familia y le
encantan los ewoks, los porgs y el pastel libre de gluten.
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Varios autores
SETH DICKINSON es el autor de The Traitor Baru Cormorant, Exordia, y muchas otras
narraciones cortas. Seth también ha contribuido a expandir los universos de Destiny y
Godfall y diseñó Blue Planet, la ópera espacial de acceso abierto. El uso de la Fuerza
para intervenir en el universo secular deviene inevitablemente corruptor, así que todos los
usuarios del Lado Luminoso o se convierten en policías de poca monta, o se retiran a la
meditación taoísta en busca de la verdad absoluta. Esto vuelve a la Fuerza un poder
político para los adeptos malévolos del Lado Oscuro, al cual solo pueden resistirse sus
contrapartes del Lado Luminoso. El intento de encontrar una solución justa e inteligente a
esta paradoja constituye el núcleo de Star Wars. Seth sueña con convertirse en un pez de
las profundidades, musculoso pero de cerebro escaso.
ALEXANDER FREED es el autor de la trilogía Star Wars. Escuadrón Alfabeto (2021), así
como las novelas Star Wars. Battlefront: La compañía Twilight (2017) y Star Wars.
Rogue One (2017) publicados en español bajo el sello Planeta. También ha escrito
numerosos relatos cortos, libros de historietas y videojuegos. Nació cerca de Filadelfia, y
se esfuerza por traer el encanto austero de aquella ciudad a su actual residencia en Austin,
Texas.
JASON FRY es el autor de un bestseller de The New York Times, la serie de fantasía
espacial para jóvenes adultos The Jupiter Pirates, así como también de Star Wars. Los
Últimos Jedi (2018) y Star Wars. Una aventura de Luke Skywalker (2016), ambos
publicados por Planeta. Además también es autor de muchas otras obras ambientadas en
una galaxia muy, muy lejana. Aún cree que Luke debió escaparse con Han y Chewie para
ser piratas espaciales. Jason vive en Brooklyn con su esposa, su hijo y una tonelada
métrica de material de Star Wars.
CHRISTIE GOLDEN es la autora multipremiada de bestsellers de The New York Times, con
más de cincuenta novelas y más de una docena de narraciones cortas en los terrenos de la
fantasía, la ciencia ficción y el horror. Sus trabajos más mediáticos incluyen el
lanzamiento de la línea Ravenloft en 1991 con El vampiro de las nieblas, Fable: Edge of
the World, más de una docena de novelas de Star Trek y múltiples novelas de World of
Warcraft y StarCraft, incluyendo World of Warcraft: Thrall: el crepúsculo de los
Aspectos y StarCraft II: Devil’s Due, Arthas: Rise of the Lich King, y Before the Storm,
Assassin’s Creed: Heresy; así como Star Wars. El discípulo oscuro (Planeta, 2017), Star
Wars. Battlefront II. Escuadrón Infierno, y las novelas dentro de Star Wars: Fate of the
Jedi, Omen, Allies y Ascension. En 2017 se le concedió el premio Faust de la
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
HANK GREEN es el autor de bestsellers de The New York Times con las novelas An
Absolutely Remarkable Thing y A Beautifully Foolish Endeavor. También es el CEO de
Complexly, una compañía productora creadora de contenidos educativos, incluidos Crash
Course y SciShow, lo cual indujo a The Washington Post a nombrarlo como «uno de los
más populares maestros de ciencia en los Estados Unidos». Los videos de Complexly han
sido vistos más de dos mil millones de veces en YouTube. Hank y su hermano John
también recaudan fondos para mejorar dramática y sistemáticamente los servicios
médicos para el cuidado maternoinfantil en Sierra Leona, donde, de persistir la tendencia
actual, morirá de parto una de cada diecisiete mujeres. Si desea unirse a este esfuerzo,
puede hacerlo en PIH.org/hankandjohn.
LYDIA KANG ejerce su profesión de médico y es autora de las novelas para jóvenes
adultos Control, Catalyst, Toxic y The November Girl, así como de los relatos de misterio
médico para adultos A Beautiful Poison y Opium and Absynthe. También es coautora,
con Nate Pedersen, del libro de no ficción Quackery: A Brief History of the Worst Ways
of to Cure Everything. Lydia vio Star Wars en la sala de cine a la edad de seis años y
desde entonces lloriquea por la Estación Tosche.
MICHAEL KOGGE es un autor de bestsellers y de libretos para cine y televisión. Entre sus
obras para el universo de Star Wars, escribió las novelas juveniles para la secuela de la
trilogía cinematográfica y la serie animada Rebels. Otros títulos suyos incluyen libros
para la serie Juego de Tronos de HBO y para las franquicias de la Warner Bros Harry
Potter y Animales fantásticos; la novela que acompañó a la cinta Batman vs Superman:
Cross Fire y la novela gráfica original Empire of the Wolf, una novela gráfica
protagonizada por hombres lobo en la Roma antigua. Puede encontrarse en
michaelkogge.com.
R. F. KUANG es una autora nominada a los premios Nébula, Locus y World Fantasy por
sus obras The Poppy War y The Dragon Republic (Harper Voyager). Tiene un posgrado
en estudios chinos de la Universidad de Cambridge y actualmente cursa estudios sobre la
China contemporánea en la Universidad de Oxford, gracias a la beca Marshall. También
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Varios autores
traduce al inglés obras chinas de ciencia ficción. Su primera novela, The Poppy War,
estuvo en las listas de los mejores libros de 2018 de Time, Amazon, Goodreads y The
Guardian. Ganó los premios Crawford Award y Compton Crook Award a la mejor
primera novela.
C. B. LEE es una escritora nominada al Lambda Literary Award por sus novelas de
ciencia ficción y fantasía para jóvenes adultos. Su obra incluye la serie Sidekick Squad
(Duet Books), las novelas gráficas Ben 10 (Boom! Studios), Out Now: Queer We Go
Again (HarperTeen) y Minecraft: The Shipwreck (Penguin Random House). La obra de
Lee ha aparecido en Teen Vogue, en la revista Wired, Hypable, en lo mejor de Fantasía y
Ciencia Ficción de Tor y en la American Library Association Rainbow List.
MACKENZI LEE es licenciada en historia y tiene una maestría en escritura para niños y
adultos jóvenes del Simmons College. Es autora bestseller de The New York Times por
sus novelas de fantasía La guía del caballero para el vicio y la virtud, que obtuvo el
Stonewall Honor Award en 2018 y el New England Book Award, y su secuela, La guía
de la dama para las enaguas y la piratería, Las chicas rudas del pasado (Diana, 2018),
Loki. Donde la malicia yace (2020) y Gamora y Nebula (2021), estos dos últimos
publicados bajo el sello Planeta, entre otros. En 2020, se le incluyó en la lista de los 30
menores de 30 de la revista Forbes gracias a sus esfuerzos por llevar las narrativas
minoritarias a la ficción histórica. Ama la Coca de dieta, el tiempo fresco y, más que
nada, Star Wars.
JOHN JACKSON MILLER es el autor de los éxitos de ventas de The New York Times, tales
como Star Wars. Kenobi (Planeta, 2017), Star Wars. Un nuevo despertar (Planeta Junior,
2016), Star Wars: Lost Tribe of the Sith y la colección de novelas gráficas Star Wars
Legends: The Old Republic; así como de novelas, historietas y relatos cortos para
franquicias que incluyen Star Trek, El Planeta de los Simios, Battlestar Galactica, Mass
Effect y Halo. Es historiador y analista de la industria de los cómics y dirige el sitio web
Comichron aunque sus narraciones de ficción se encuentran en farawaypress.com.
MICHAEL MORECI es un autor de historietas y novelas con mucho éxito de ventas. Sus
obras originales incluyen las novelas de aventuras espaciales Black Star Renegades y We
are Mayhem, The Plot, Curse, Roche Limit, Burning Fields entre otras. También ha
escrito muchos cómics canónicos para Star Wars y actualmente trabaja en su próxima
novela. Vive con su familia en las afueras de Chicago.
DANIEL JOSÉ OLDER es el autor de bestsellers de The New York Times, tales como las
series de novelas Dactyl Hill Squad, The Book of the Lost Saints, y Shadowshaper
Cypher, que ganó el premio de la International Latino Book y fue preseleccionada para el
Kirkuz Prize in Young Readers Literature, el Andre Norton Award, el Locus y el
Mythopoeic Award, además de haber sido mencionada entre los 80 Libros que toda
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
persona debe leer, según Esquires. Es uno de los principales arquitectos de la narrativa de
Star Wars para la iniciativa de The High Republic. Es coautor de las novelas gráficas, de
próxima aparición, Death’s Day, y escribe para las historietas mensuales de The High
Republic Adventures de IDW. Se puede encontrar más información y leer acerca de su
carrera de parámedico en Nueva York por más de diez años en http://danieljoseolder.net/.
MARK OSHIRO es el premiado autor de Anger Is a Gift, que fue finalista en la trigésima
primera edición de los Annual Lambda Literary Awards for LGBTQYA y recibió un
galardón del Schneider Family Book Award en 2019. Sus próximas obras son: un relato
fantástico para jóvenes adultos, Each of Us a Desert y The Insiders. Cuando no escribe,
se dedica a dirigir en línea su universo Mark Does Stuff y a mimar a todos los perros del
mundo.
AMY RATCLIFFE es la autora de La mente Jedi (Planeta, 2022), Star Wars: Women of the
Galaxy, y de A Kid’s Guide to Fandom y de The Art of Star Wars: Galaxy’s Edge. Es la
directora editorial de Nerdist, la anfitriona escénica de Star Wars Celebration, la
reportera de entretenimiento de starwars.com, Star Wars Insider, IGN y coanfitriona del
pódcast Lattes with Leia. Vive en Los Ángeles con su esposo y dos gatos; le gusta dar
caminatas conscientes y conectarse con la naturaleza en Descanso Gardens.
BETH REVIS es la autora de bestsellers de The New York Times tales como Star Wars.
Rebel Rising (Planeta, 2017), Across the Universe y Give the Dark My Love, entre otros.
Actualmente vive en Carolina del Norte con su esposo y su joven padawan, que se
entrena con regularidad en el bello arte de la esgrima con sables de luz de cartón.
LILLIAM RIVERA es una escritora galardonada y autora de los libros infantiles Goldie
Vance: The Hotel Whodunit, Dealing in Dreams, The Education of Margot Sanchez, y la
novela para jóvenes adultos Never Look Back (septiembre de 2020, Bloomsbury Books),
de próxima publicación. Sus obras han aparecido en The Washington Post, The New York
Times y Elle, por mencionar algunas. Nativa del Bronx, Nueva York, Lilliam actualmente
vive en Los Ángeles.
CAVAN SCOTT es autor cómico para niños y adultos. Ha escrito para un gran número de
series, que incluyen Doctor Who, Star Wars, Adventure Time, Judge Dredd, Disney
Infinity, Warhammer 40 000 y Sherlock Holmes. Es autor de Star Wars: Dooku: Jedi
Lost, The Patchwork Devil y Shadow Service. Es uno de los arquitectos de la iniciativa
multimediática de Lucasfilm: Star Wars: The High Republic. Ha escrito historietas para
Marvel, IDW, Dark Horse, Vertigo, 2000 AD y The Beano. Exeditor de revistas, Cavan
Scott vive con su esposa e hijas en Bristol. Sus pasiones de toda la vida incluyen las
películas clásicas de terror, el folclor, los audiodramas, la música de David Bowie y
caminar. Posee una vasta colección de figuras de acción.
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Varios autores
EMILY SKRUTSKIE es la autora de Bond of Brass, Hullmetal Girls, The Abyss Surrounds
Us y The Edge of the Abyss. Oriunda de Massachusetts, se crio en Virginia y se forjó en
las montañas de Boulder, Colorado. Estudió en la Universidad de Cornell y ahora vive y
trabaja en Los Ángeles.
KAREN STRONG es autora de la novela infantil Just South of Home, muy aclamada por la
crítica y que fue seleccionada por varias listas de mejor libro del año, incluyendo la de
Kirkus Reviews, Best Books, CCBC Choices y Bank Street Best Books. Sus relatos
cortos aparecen en la antología de ciencia ficción y fantasía A Phoenix First Must Burn.
Nacida y criada en el Sur rural, se graduó en la Universidad de Georgia. Le entusiasman
la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas. Es una ávida adicta del café
cargado, las floras amarillas y los cielos nocturnos. Karen vive en Atlanta.
ANNE TOOLE es la ganadora del premio Writers Guild; ha escrito videojuegos, series
televisivas y digitales, animaciones, historietas y más. Sus obras más recientes son el
anime Cannon Busters de Netflix, la novela gráfica de Horizon Zero Dawn de Titan.
Entre sus trabajos más galardonados se encuentran el videojuego exclusivo de PS4,
Horizon: Zero Dawn; The Witcher y The Lizzie Bennet Diaries, una serie corta digital
que obtuvo un Emmy. También creó la serie digital Alles Liebe, Anette para la difusora
alemana MDR. Anne ha hablado extensamente sobre la composición de relatos en
diversas plataformas como las de las conferencias South by Southwest, Comic-con
International, GDC Europe y GDC, así como en sus presentaciones en el MIT, Harvard y
Cannes. Ha fungido como vicepresidenta de la International Game Developers
Association ( IGDA). Tiene las nacionalidades irlandesa y estadounidense, y posee un título
en arqueología de la Universidad de Harvard.
CATHERYNNE M. VALENTE es una de las escritoras de bestsellers de The New York Times:
docenas de obras de ciencia ficción y fantasía, como Space Opera, The Refrigerator
Monologues y la serie Fairylands. Tiene numerosos premios y nominaciones en su
terreno literario. Vive en una isla frente a las costas de Maine con su pareja, su hijo y
varios otros animales traviesos.
AUSTIN WALKER es el presentador del podcast Friends at the Table, donde cuenta
historias sobre robots anticapitalistas y dioses terriblemente tristes. Asimismo, es un
periodista y crítico de videojuegos premiado, cuya voz y palabras han aparecido en Paste
Magazine, New Statesman, Giant Bomb, y en Waypoint Radio de VICE Media.
Actualmente es residente (y amante) de Queens.
MARTHA WELLS escribe ciencia ficción y fantasía desde que redactó su primera novela de
fantasía, publicada en 1993. Es fan de Star Wars desde que vio en el cine Una nueva
esperanza en 1977. Su obra abarca la serie The Books of Rasura, The Dead of the
Necromancer, la trilogía Ile-Rien, la serie The Murderbot Diaries, relatos vinculados con
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Star Wars: Desde otro punto de vista. El Imperio contraataca
los medios para Star Wars y Stargate: Atlantis, así como cuentos, novelas para jóvenes
adultos y escritos de no ficción. También fue la autora principal en el equipo que escribió
en 2018 la expansión Dominaria de Magic: The Gathering. Ha ganado un premio
Nébula, dos Hugo y dos Locus, y sus obras han aparecido en la votación para el premio
Philip K. Dick, en la del BSFA, la lista de bestsellers de USA Today, y de The New York
Times.
DJANGO WEXLER es autor de las fantasías épicas Ashes of the Sun, The Shadow
Campaigns y la novela para jóvenes adultos The Wells of Sorcery. Se graduó en la
Universidad Carnegie Mellon en Pittsburgh en escritura creativa y ciencias de la
computación y trabajó para la universidad en el campo de la investigación sobre
inteligencia artificial. Finalmente se trasladó a Seattle para trabajar en Microsoft. Vive
con dos gatos y una tambalenate montaña de libros. Cuando no escribe, regaña
computadoras, pinta soldaditos de juguete y practica juegos de todas clases.
KIERSTEN WHITE es autora de muchos bestsellers de The New York Times y ganadora del
Stoker Award; su obra abarca la trilogía And I Darken, la serie Slayers, la trilogía
Camelot Rising y The Dark Descent of Elizabeth Frankenstein. Posee un número
razonable de sables de luz y, en ocasiones, hasta permite a sus hijos jugar con ellos.
GARY WHITTA es guionista, conocido principalmente por ser coescritor de Rogue One: A
Star Wars Story. También escribió varios episodios de Star War Rebels, adaptó Los
Últimos Jedi para Marvel Comics, e hizo contribuciones al primer volumen de Star Wars.
Desde otro punto de vista (Planeta, 2018). Vive en San Francisco con su esposa e hija.
JIM ZUB es escritor, artista plástico y maestro de artes. Vive en Toronto, Canadá. En los
últimos veinte años, trabajó para una diversidad de clientes en el campo de la publicidad,
el cine y los juegos, incluyendo a Marvel, DC Comics, Disney, Capcom, Hasbro, Cartoon
Network y Bandai-Namco.
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Varios autores
Reparte su tiempo entre ser un escritor freelance de cómics, profesor de enseñanza del
dibujo y del arte de desarrollar relatos, dentro del premiado programa de animación del
Seneca College. Sus actuales proyectos de cómics incluyen Conan the Barbarian,
Stranger Things, Dungeons & Dragons y Stone Star. Se puede encontrar más
información sobre él en jimzub.com.
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