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EL GENERADOR
—¡Apartaos de mi camino!
El doctor Robert Stadler oyó aquellas palabras por la radio de su coche. No supo si el
siguiente sonido entre jadeo, grito y risa, había partido de él o de la radio. Pero sí escuchó
Manipuló nervioso los mandos, bajo el iluminado cuadrante. Pero el aparato no decía
escuchaba música que substituyera a aquel silencio. Todas las emisoras estaban calladas.
final de una competición, y su pie apretó el acelerador. El breve trecho de carretera ante
él pareció moverse al ser herido por los rayos de sus faros. No existía nada más allá de
No sabía por qué había estado escuchando la emisión, ni por qué temblaba ahora. Dejó
escapar una risa ahogada, un malévolo gruñido, que igual podía dirigirse a la radio como
Miraba los raros postes indicadores que jalonaban la carretera. No tenía necesidad de
consultar el mapa porque, en el transcurso de cuatro días, dicho mapa se había impreso en
su cerebro como una red de líneas trazadas con ácido. No podría apoderarse de «aquello»,
pensó, ni detenerse. Le parecía como si alguien le persiguiera, pero no había nada tras de
él en muchas millas, excepto las dos luces rojas de sus faros pilotos, como dos
minúsculas señales de peligro flotando por las tinieblas de las llanuras de Iowa.
El motivo impulsor que ahora dirigía sus manos y sus pies se originó cuatro días antes.
Era el rostro de un hombre en el alféizar de una ventana y las caras que vio luego de
escapar de aquella habitación. Les había gritado que no haría tratos con Galt y que ellos
tampoco podían hacerlos; que Galt los destruiría a todos, a menos que lo destruyeran
Thompson. «Se ha hartado usted de gritar que lo aborrece, pero en el momento en que
pudo hacer algo, no nos ha prestado la menor ayuda. No sé hacia qué lado se inclina
usted, pero si ese hombre no cede amistosamente, tendremos que recurrir a la presión.
Existen rehenes a los que no querrá les sea causado ningún daño, y usted figura con el
número uno de la lista, profesor.» «¿Yo?», había gritado, temblando de miedo al tiempo
que exhalaba una risa desesperada y amarga. «¿Yo? ¡Si me ha maldecido más que a nadie
en este mundo!» «Tengo entendido que fue usted su maestro —le había contestado míster
aplastado entre dos muros que avanzaran sobre él. Carecía de oportunidad alguna si Galt
rehusaba rendirse. Y menos aún, si se unía a aquellos hombres. Fue entonces cuando una
idea empezó a formarse en su cerebro, una idea basada en la imagen* de cierta estructura
A partir de entonces todas las demás imágenes parecieron fundirse en aquélla. «El
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un mundo al que creía pertenecer… «Soy Robert Stadler —pensó—. Aquello es mío.
Procede de mis descubrimientos. Dijeron que yo era el inventor… ¡Les daré una lección!
—había pensado, aunque sin saber si sus palabras se dirigían al hombre en la ventana o a
conexión alguna entre sí—. Hay que hacerse con el mando… Les enseñaré quién soy…
Hay que hacerse con el mando, gobernar… No existe otro modo de vivir en la tierra…»
Tales fueron las palabras que dieron forma verbal al plan que llevaba en la mente. Le
había parecido que el resto era claro, claro a la manera de una salvaje emoción, gritando
desafiadora que no era preciso aclarar nada. Se apoderaría del proyecto X y gobernaría
una parte del país, sometiéndolo a su dominio feudal particular. ¿Medios? Su emoción
había contestado: los habrá. ¿Motivos? Su mente repetía insistentemente que residían en
su terror hacia la pandilla de míster Thompson; que no estaba seguro y que su plan era
una necesidad práctica. En las profundidades de su cerebro, las emociones contenían otra
clase de terror, ahogado igual que las conexiones entre los fragmentos rotos de palabras.
Aquellos fragmentos habían constituido la única brújula que dirigió su ruta durante cuatro
días y cuatro noches, mientras conducía por desiertas carreteras a través de un país
interiormente dicha frase como una fórmula de omnipotencia. «Hay que hacerse con el
mando», pensaba acelerando la marcha del vehículo, no obstante los fútiles semáforos en
las calles de ciudades medio abandonadas; acelerando sobre el vibrante acero del puente
Taggart al cruzar el Mississippi; acelerando ante las ruinas de algunas granjas en las
desiertas planicies de Iowa… «Les enseñaré quién soy», pensaba. «Aunque me persigan,
Miró la silenciosa radio y se rió; su risa tuvo la cualidad emocional de un puño agitado al
seguir otro camino… Demostraré quién soy a esos insolentes gangsters que se han
olvidado de que tratan con Robert Stadler… Todos se hundirán menos yo… i
silencioso, en cuyo fondo los contactos yacían sumergidos. Si sus palabras hubieran
tenido ilación habrían formado la frase: «Les demostraré que no existe otro modo de vivir
en la tierra…»
Armonía. Conforme se iba acercando, observó que algo anormal sucedía allí. La valla de
alambre espinoso estaba rota, y a la entrada no le salió al encuentro ningún centinela. Sin
claridad de algunos oscilantes reflectores. Vio carros blindados, figuras que corrían
gritando órdenes y el resplandor de bayonetas. Nadie detuvo su coche. En el ángulo de un
pensó, prefiriendo esta idea, aunque preguntándose por qué se sentía tan inseguro de la
misma.
La estructura en forma de hongo se agazapaba sobre una altura frente a él. Brillaban luces
en las estrechas rendijas de las ventanas. Las informes chimeneas sobresalían de la cúpula
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automóvil. Iba armado, pero con la cabeza descubierta. El uniforme parecía venirle
grande.
—Y yo Joe Dew. Le pregunto qué hace por aquí. ¿Es uno de los nuevos o de los viejos?
convencer al soldado.
—De los nuevos —dijo. Y abriendo la puerta gritó a alguien que se hallaba dentro—:
hubiera podido pasar por oficial de no ser porque llevaba la guerrera desabrochada y un
—¿El ingeniero… qué? ¿Se refiere a Willie? Éste es uno de los nuestros, pero ahora se
Había otras figuras en el vestíbulo, escuchando con aprensiva curiosidad. La mano del
oficial hizo señas a una de ellas para que se acercara. Tratábase de un paisano sin afeitar,
Los dos hombres se miraron entre sí como si tal pregunta resultara absurda en tal lugar.
—Quisiera manifestarles que soy el mejor amigo que el pueblo haya tenido jamás. Soy el
—¿De veras? —preguntó el otro impresionado—. ¿Es uno de los que llegaron a un
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continuación no resultaba claro para el doctor Stadler, porque su mente rehusaba admitir
la realidad de lo que estaba viendo. Pudo observar figuras agitándose en despachos mal
insensatas preguntas por voces bruscas en las que alternaban la impertinencia y el miedo.
permitir que aquello fuera cierto. En el tono de un soberano feudal, siguió repitiendo:
—A partir de ahora, soy el amo aquí… Yo doy las órdenes… He venido a hacerme cargo
de esto… Soy el amo… Soy el doctor Robert Stadler. Si no habíais oído este nombre
antes, ¿qué diablos hacéis aquí, condenados imbéciles! Podéis volar hechos pedazos.
¿Habéis seguido algún curso universitario de física? A juzgar por vuestro aspecto, ni
siquiera habéis puesto los pies en una institución docente. ¿Qué hacéis aquí? ¿Quiénes
sois?
Tardó algún tiempo en comprender que algo había hecho fracasar su plan, que alguien
idéntico futuro. Se dijo que aquellos hombres, que se llamaban a sí mismos Amigos del
Pueblo, se habían apoderado del proyecto X unas horas antes, intentando establecer un
—¡No sabéis lo que estáis haciendo, miserables delincuentes juveniles! ¿Os creéis… os
Fue su tono de avasallante autoridad, su desprecio y el pánico que sentían, ese pánico
indicadoras de su seguridad o su peligro, lo que les hizo vacilar y preguntarse si tal vez se
igualmente dispuestos a desafiar que a obedecer cualquier autoridad. Tras haber sido
de la delicada maquinaria científica que producía el rayo del sonido, contra el panel de
Robert Stadler se encontró frente al nuevo director del Proyecto X. Era Cuffy Meigs.
sobre el cuello de la prenda; sus negros y rizados cabellos estaban húmedos de sudor.
Paseaba tranquilo frente al Xilófono gritando órdenes a hombres que entraban y salían
los Amigos del Pueblo han ganado! ¡Díganles que ya no deben acatar las órdenes de
Washington! La nueva capital de la Comunidad del Pueblo es Harmony City, que a partir
de ahora se llamará Meigsville. Díganles que mañana por la mañana habrán de entregar
Transcurrió algún tiempo antes de que la atención y las pálidas pupilas de Cuffy Meigs
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—¿Cómo…? ¡Ah, sí! El gran tipo de los espacios siderales, ¿verdad? El que atrapa
—Del equipo. Del edificio. De todo el campo que lo rodea y que queda bajo su radio de
acción.
—Nadie.
—Sí.
—¿Cree usted —preguntó el doctor Stadler —que puede hacer funcionar una instalación
como ésta?
—¡Márchese, profesor! ¡Márchese? ¡Desaparezca antes de que lo haga fusilar! ¡En este
—¿Qué me importa? ¡Los técnicos van a cinco centavos la docena en estos días!
llegarán a ningún sitio mientras sigan negociando con ese fantasma de la radio y
Se movía de un lado a otro con aire inquieto, tocando de vez en cuando una palanca del
Meigs echó hacia atrás la mano, involuntariamente, y luego la agitó desafiador ante el
cuadro de instrumentos.
—¡Tocaré lo que quiera! ¿Es que va a decirme lo que tengo que hacer?
—¡Apártese de ahí! ¡Apártese! ¡Todo esto es mío! ¿Me ha comprendido? ¡Yo soy el
propietario!
—¿Tiene usted idea de lo que tuve que estudiar para realizar esto? ¡Es usted incapaz de
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—Éste es mi derecho.
—¡Escúcheme, borracho! —le increpó el doctor Stadler—. ¿Sabe con lo que está
jugando?
—¡No me hable de ese modo, viejo estúpido! ¿Quién es usted para emplear semejante
tono? Podría partirle la cabeza con mis propias manos. ¿Es que no sabe quién soy?
—¡Oh! ¿De veras? ¡Soy el Amo y no voy a permitir que un viejo espantapájaros se
Se estuvieron mirando unos instantes junto al cuadro de mandos del Xilófono, sintiéndose
ambos acorralados por el miedo. Por lo que al doctor Stadler respecta, la raíz de dicho
que estaba contemplando su producto final, que aquello era su hijo espiritual. El terror de
Cuffy Meigs tenía raíces más amplias; abarcaba toda la existencia. Había vivido en
crónico terror toda su vida, pero ahora se escorzaba en no reconocer lo que tanto había
—¡Salga de aquí! —gritó Cuffy Meigs—. ¡Llamaré a mis hombres! ¡Haré que le maten!
—¡Salga usted, infeliz, necio, insensato, canalla! —gritó a su vez el doctor Stadler—.
¿Cree que voy a dejar que se interfiera en mi vida? ¿Cree que es por usted por lo que he
vendido…? —No terminó la frase—. ¡Deje de tocar esas palancas, maldito!
—¡No me dé órdenes! ¡No necesito que me diga lo que he de hacer! ¡No crea que me va a
asustar con sus tonterías altisonantes! ¡Haré lo que me plazca! ¿Para qué he luchado si
—¡En, Cuffy, calma! —gritó alguien en el fondo del aposento lanzándose como una
—¡Atrás! —aulló Cuffy Meigs—. ¡Atrás todos! ¿Miedo yo? ¡Voy a enseñaros quién es el
amo!
El doctor Stadler saltó hacia él para detenerle, pero Meigs lo apartó, empujándole con un
solo brazo. Ahogó una carcajada al ver a Stadler caído en el suelo y con la otra mano
entrechocando sobre circuitos ‹en forcejeo, el rumor de un monstruo que daba vueltas
sobre si mismo, fue escuchado sólo dentro de la estructura. Fuera no se oyó nada. La
enormes pedazos, lanzó unos rayos sibilantes de luz azul hacia el cielo y volvió a caer
como un montón de ruinas. En un radio de acción de cien millas que incluía parte de
cuatro Estados distintos, los postes del telégrafo se vinieron abajo como palillos, las
como aplastados y triturados por un solo y fulminante golpe, sin tiempo para que los
locomotora y los seis primeros vagones de un tren de pasajeros cayeron en el agua como
una lluvia de metal, junto con los soportes de la parte occidental del puente Taggart
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Dagny se dijo que existía cierta sensación de fluida libertad en la idea de que una cabina
telefónica constituyera su inmediato objetivo, sin que los de los otros transeúntes le
primera, ésta parecía pertenecerle, y por su parte la amaba como la había amado antes,
clara. Miró al cielo. De igual modo que su estado de ánimo se mostraba más solemne que
alegre, conteniendo la promesa de un goce futuro, la atmósfera era más apacible que
«¡Apartaos de mi camino!», pensó sin resentimiento, casi divertida; con una sensación de
le impedía su apresurado paso y a cualquier temor que hubiera podido afectarla en otros
tiempos. Hacía menos de media hora que escuchó a Galt pronunciar dicha frase, y su voz
parecía resonar aún en el aire de las calles, mezclándose a cierto asomo de risa.
Ella también había reído, exaltada, en la sala de baile del Wayne-Falkland al oírsela decir.
Se había reído apretándose la boca con la mano, a fin de que la risa afluyera sólo a sus
ojos y a los de él cuando la miró directamente y tuvo noción de que la había oído. Se
boquiabierta y tumultuosa; sobre el estampido de los micrófonos rotos, aunque todas las
emisoras quedaron instantáneamente mudas; sobre el ruido del cristal hecho pedazos al
venirse las mesas al suelo, mientras algunas personas corrían como locas hacia las
puertas.
Luego había oído cómo míster Thompson gritaba agitando un brazo y señalando a Galt:
Thompson pareció irse a desplomar y apoyó la frente sobre un brazo; pero se rehízo, se
puso en pie de un salto y accionó vagamente hacia sus guardaespaldas diciéndoles que
salieran también de allí por una puerta particular. Nadie dirigió la palabra a los invitados,
permanecían inmóviles, sin atreverse a hacer un movimiento. La sala de baile era como
un buque sin capitán. Dagny se abrió paso por entre la muchedumbre y siguió al grupo,
dejado caer en un sillón, sujetándose la cabeza con las manos; Wesley Mouch gemía;
Eugene Lawson sollozaba como un chiquillo, presa de una rabieta; Jim observaba a los
—¡Ya os lo dije! —gritaba el doctor Ferris—. Os lo dije, ¿verdad? ¡He aquí a lo que
importarles.
¡No sé qué decir al país! ¡No puedo pensar nada, ni lo quiero intentar! ¡De nada sirve!
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habitación.
—No disfrutará de ella mucho tiempo… si es que consigue llegar a la misma —opinó
transportes…
Dagny comprendió los pensamientos que llenaban aquella pausa. Se dijo que, no obstante
No había terror en sus caras; se entreveían atisbos del mismo, pero como un terror
forzado. Sus expresiones iban desde la apatía total o el aire de alivio de quienes estaban
seguros de que el juego no podía terminar de otra manera y no realizaban esfuerzo alguno
rehusaba mostrarse consciente de nada, y la peculiar intensidad de Jim, cuya cara sugería
—Bien, bien —preguntaba impaciente el doctor Ferris con la chirriante energía de quien
se siente tranquilo dentro de un mundo de histeria—. ¿Qué vais a hacer con él? ¿Discutir?
Nadie contestó.
—Él… es… quien… tiene… que… salvarnos —dijo Mouch lentamente, como obligando
acorde con la realidad—. Tiene que… hacerse cargo de esto… y salvar el sistema.
—¿Por qué no le escribe usted una carta de amor acerca de ello? —preguntó Ferris.
—¿Se dan cuenta ahora del valor real de ese establecimiento que es el Instituto Científico
del Estado?
Mouch no le contestó, pero Dagny pudo observar que todos parecían comprender lo que
quiso decir.
—No es momento para andarse con remilgos —expresó James Taggart con inesperado
vigor, pero también su voz sonaba extrañamente baja—. No hay por qué mostrarse
blandos.
—A mí me parece… —dijo Mouch alicaído —que… que el fin justifica los medios…
—Es demasiado tarde para escrúpulos o para principios —comentó Ferris—, Tan sólo la
acción directa puede servir de algo.
Nadie contestó; se comportaban como impulsados por el deseo de que sus pausas, si no
—¡Eso es lo que usted cree! —exclamó Ferris dejando escapar una risita—. No ha visto
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—Gene —le dijo con expresión tensa—, corra hacia la oficina del radio-control y ordene
a todas las emisoras que se mantengan a la escucha. Dígales que dentro de tres horas
Lawson se puso en pie de un salto, sonriendo sin alegría y salió a toda prisa de la
habitación.
Dagny comprendió. Comprendió lo que pretendían y lo que hacía posible semejante cosa.
En realidad no pensaban que su proyecto pudiera salir bien. No imaginaban que Galt
fuese a ceder ni deseaban que cediera. No creían que nada pudiera salvarles, pero no
deseaban ser salvados. Movidos por el pánico de sus innominadas emociones, habían
luchado contra la realidad durante el curso de sus vidas y ahora vivían unos momentos en
los que, por fin, se sentían como en su casa. No era preciso saber por qué experimentaban
aquella sensación. Quienes habían optado por no reconocer jamás sus sentimientos,
habían estado buscando; aquella la clase de realidad que siempre figuró implícita en sus
sentimientos, sus acciones, sus deseos, sus inclinaciones y sus sueños. Tal era la
El horror que sentía Dagny fue sólo un breve espasmo, como el brusco cambio en una
perspectiva; comprendió que los objetos que había considerado humanos, no lo eran.
Tuvo una sensación de claridad, de respuesta decisiva, y comprendió que era preciso
—Debemos asegurarnos —susurraba Wesley Mouch —de que nadie llegue a saber nada
de esto…
—Nadie lo sabrá —dijo Ferris. Sus voces tenían ese tono rumoroso y precavido de los
Instituto… A prueba de sonidos y a segura distancia del resto… Tan sólo muy pocos
Dagny vio cómo la mirada de Ferris se posaba en ella, como si de repente hubiera
y salió de la estancia. Sabía que se hallaban más allá del estado en que su presencia
Caminó con la misma tranquila indiferencia por los vestíbulos y atravesó la puerta del
hotel. Pero cuando se hallaba a un bloque de distancia y luego de haber vuelto una
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esquina, irguió la cabeza y los pliegues de su traje de noche se movieron cual una vela,
Percibió la cuña de luz sobre la acera, procedente del escaparate de un bar. Nadie la miró
dos veces cuando atravesaba el local semidesierto; los escasos parroquianos seguían
televisión.
—Diga.
—¿Es Francisco?
—Sí.
expresa un informe sin mayor importancia—. Quieren torturarle. Poseen una máquina
llamada Convencedor Ferris, en un recinto aislado de los sótanos del Instituto Científico
del Estado en New Hampshire. Han hablado de volar. Y aseguran que dentro de tres
—Sí.
—Sí.
—Escúchame con gran atención. Vete a casa, cámbiate de ropa y prepara unas cuantas
cosas que te puedan ser necesarias. Llévate también las joyas y cualquier objeto de valor
que quepa en tu equipaje y no olvides prendas de abrigo. No tendremos tiempo para nada
—De acuerdo.
vestido de noche, que quedó tirado al suelo como el desechado uniforme de un ejército en
el que ya no quisiera servir más. Se puso un vestido azul obscuro, recordando las palabras
de Galt, y un chaleco de punto blanco y cuello alto. Preparó una maleta y una bolsa con
correa que se pudiera echar al hombro. Ocultó las joyas en un rincón de dicha bolsa,
Le fue fácil abandonar el piso y cerrar la puerta, aun cuando supiera que probablemente
no volvería a abrirla. Por un instante le pareció duro tener que entrar en su despacho.
Nadie la había visto. La antesala estaba desierta; en el gran edificio Taggart imperaba una
unos
instantes
contemplando la
estancia,
rememorando los años vividos en ella. Luego sonrió, pensando en realidad que todo
aquello no resultaba demasiado difícil; abrió la caja de caudales y tomó los documentos
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necesarios. No había en el despacho ninguna otra cosa que le interesara, excepto el retrato
—¡Miss Taggart! —gritó—. ¡Oh! Gracias a Dios que está usted aquí, Miss Taggart. La
—Eso quiere decir que no lo sabe. ¡Oh, Dios mío! Miss Taggart… no puedo creerlo; sigo
sin poderlo creer, pero… ¡Oh, Dios mío! ¿Qué vamos a hacer? ¡El… el puente Taggart ha
desaparecido!
—¡Ha desaparecido! ¡Ha volado! ¡Al parecer, se esfumó en unos segundos! Nadie sabe
con certeza lo ocurrido, pero parece ser que… que algo no funcionó bien en el Proyecto
X y que… y que algo ha pasado con los rayos de sonido, Miss Taggart. ¡No podemos
comunicar con ningún paraje situado en un radio de cien millas del edificio! No es
posible; no puede ser posible, pero tengo entendido que en dicha zona no ha quedado
absolutamente nada… ¡No conseguimos que nos contesten! Nadie obtiene respuesta; ni
los periódicos, ni las emisoras, ni la policía. Seguimos investigando, pero las historias que
afluyen de los límites del círculo son… —se estremeció—. Sólo una cosa parece cierta: el
Dagny corrió hacia el escritorio y tomó el teléfono. Pero su mano quedó inmóvil de
improviso. Luego lentamente, dolorosamente, con el mayor de los esfuerzos de que fuera
capaz, volvió a bajar la mano hasta poner el auricular de nuevo en su sitio. Le pareció
tardar en ello mucho tiempo, como si el brazo tuviera que vencer una presión atmosférica
sentido aquella noche, doce años atrás, y lo que un muchacho de veintiséis años sintiera a
—¡Miss Taggart! —gritó el ingeniero jefe—. No sabemos qué hacer. El auricular produjo
Al momento siguiente comprendió que todo había terminado. Escuchó su propia voz
diciendo a aquel hombre que realizara unas comprobaciones más y la informase más
tarde. Luego esperó que el rumor de sus pasos se desvaneciera en el resonante silencio
del vestíbulo.
Al cruzar el terminal por última vez, dirigió una mirada a la estatua de Nathaniel Taggart,
recordando cierta promesa formulada en otros tiempos. Se dijo que, aunque sólo
Taggart. Como no llevaba ningún instrumento con el que escribir, sacó el lápiz de labios
Fue la primera en llegar a la esquina, dos bloques al este de la entrada principal del
terminal. Conforme esperaba, observó los primeros indicios del pánico que pronto se
ellos cargados con utensilios caseros; vio coches de la policía correr de un lado a otro y
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difundía por la ciudad. La gente sabía que estaba condenada e iniciaría una desbandada
general para escapar, aunque no tuviera a donde ir. Pero esto era cosa que a ella había
dejado de importarle.
Vio a Francisco acercarse desde alguna distancia; reconoció la viveza de su paso antes de
poder distinguir su cara, bajo la gorra que llevaba hundida hasta los ojos. Percibió el
momento en que él pudo verla también conforme se acercaba. Agitó un brazo con una
Cuando se hubo acercado, ella permaneció solemne y rígida, mirando su cara y luego los
edificios de la mayor ciudad del mundo, cual si éstos fueran la' clase de testigos que
anhelaba. Lentamente, con expresión serena y confiada, dijo:
—Juro por mi vida y mi amor a la misma que nunca viviré por nadie ni pediré a nadie que
Tomó la maleta con una mano, le cogió el brazo con la otra y dijo:
—Vamos.
***
La unidad conocida como «Proyecto F» en honor de su fundador, el doctor Ferris, era una
de un modo más altivo y visible se elevaba el Instituto Científico del Estado. Tan sólo la
pequeña mancha gris del techo de la estructura era perceptible desde las ventanas del
Instituto, entre una selva de viejos árboles. No parecía mayor que el techo de una choza.
La unidad constaba de dos pisos en forma de cubos, el de arriba más pequeño y colocado
ventanas. Tan sólo tenía una puerta protegida por barrotes de hierro. El segundo, una sola
ventana, como si rechazara la claridad solar, como una cara con un solo ojo. Los
miembros del Instituto no sentían curiosidad por aquella estructura y evitaban los
senderos que conducían a su puerta. Aunque nadie lo hubiera sugerido, todos alimentaban
Los dos pisos estaban ocupados por laboratorios que contenían gran número de jaulas,
con conejillos de indias, perros y ratas. Pero el núcleo y corazón de la estructura era un
recinto en su sótano, hundido profundamente bajo tierra y revestido con las láminas
porosas de cierto material a prueba de sonidos. Las láminas habían empezado a agrietarse
mostrando aquí y allá la roca desnuda que formaba las paredes de la cueva.
La instalación estaba protegida por un grupo de cuatro guardianes especiales, que aquella
noche había sido aumentado a dieciséis, convocados para un servicio de urgencia por una
llamada telefónica desde Nueva York. Los guardianes, así como los otros empleados del
Los dieciséis habían quedado estacionados para pasar la noche, unos fuera de la
servicio sin preocuparse de nada, sin sentir curiosidad acerca de lo que pudiese ocurrir
abajo.
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En el sótano, el doctor Ferris, Wesley Mouch y James Taggart estaban sentados en unos
sillones colocados junto a una pared. Una máquina semejante a una cabina de forma
instrumentos y cuadrantes, cada uno de los cuales aparecía marcado por un segmento
otro. La parte delantera de la máquina parecía tener más expresión que el mecánico
encargado de ella, un joven tosco que vestía una camisa manchada de sudor, con las
mangas arremangadas por encima de los codos. Sus ojos azul pálido parecían vidriosos
por una enorme y consciente concentración en su tarea. De vez en cuando movía los
Un alambre ponía en comunicación la máquina con una batería eléctrica situada tras ella.
suelo de piedra, desde la máquina hasta una colchoneta de piel, extendida bajo un cono de
violenta luz. John Galt estaba tendido en dicha colchoneta. Se hallaba desnudo; los
pequeños discos de metal de los electrodos, al final de cada alambre, quedaban sujetos a
sus muñecas, sus hombros, sus caderas y sus tobillos; un instrumento semejante a un
—Fíjese bien en lo que voy a decirle —empezó el doctor Ferris, dirigiéndose a él por vez
Queremos que dé órdenes y que planee lo más adecuado. Y estamos decididos a ello. Ni
los discursos, ni la lógica, ni los argumentos, ni la obediencia pasiva pueden salvarle ya.
Lo que queremos son ideas. No permitiremos que salga de aquí hasta que nos indique las
medidas exactas que adoptará para salvar nuestro sistema. Luego deberá comunicarlas al
Galt los miraba con rostro inexpresivo, como si comprendiera demasiado, pero no
contestó.
irregular y ahogado de Mouch que se había cogido con fuerza a los brazos del sillón.
Ferris hizo una seña al mecánico encargado de la máquina. Aquél hizo funcionar el
comprender que procedía del amplificador y que lo que escuchaban eran los latidos del
corazón de Galt.
cabeza cayó hacia atrás, cerró los ojos y apretó fuertemente los labios, pero sin emitir
ningún sonido.
Cuando el mecánico aflojó la presión sobre el pulsador el brazo de Galt dejó de temblar,
pero él no se movió.
Los tres hombres miraron a su alrededor con la momentánea expresión de quien vacila.
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—Número dos —dijo Ferris.
Ahora fue la pierna derecha de Galt la que empezó a agitarse, mientras la corriente
apresuraron ligeramente.
El torso de Galt saltó hacia arriba y volvió a caer, estremeciéndose en largos espasmos,
haciendo fuerza sobre las inmovilizadas muñecas, conforme la corriente pasaba desde una
de ellas a la otra a través de los pulmones. El mecánico daba vuelta lentamente a uno de
los mandos, aumentando el voltaje y la aguja del marcador se movía hacia el segmento
Galt no contestó. Sus labios se movían ligeramente, como ansiosos de aire. El latido del
colchoneta.
Galt abrió los ojos y miró unos momentos a aquellos hombres. Pero no pudieron observar
Su cuerpo parecía extrañamente fuera de lugar en aquel sótano. Todos lo sabían, aunque
ninguno quisiera reconocerlo. Las largas líneas del mismo, desde los tobillos a las planas
caderas, al ángulo de la cintura y a los rectos hombros, semejaban las de una estatua de la
más larga, ligera y activa, en una más ágil fortaleza, sugeridora de más intensa inquietud
antigua Grecia —la estatua del hombre como dios —discrepaba del espíritu del siglo
prehistóricas. El contraste era aún mayor porque Galt parecía pertenecer a los alambres
cuadro de mandos. Quizá —y éste era el pensamiento al que con mayor fuerza resistían y
que sólo conocían en forma de odio difuso y de desenfocado terror —quizá fuera la
—Tengo entendido que es usted una especie de experto en electricidad —dijo Ferris con
Dos sonidos le contestaron en el silencio: el zumbar del generador y los latidos del
corazón de Galt.
Los estremecirnientos se produjeron ahora a intervalos irregulares, uno tras otro, a una
distancia de minutos. Sólo las convulsiones de las piernas, los brazos, el torso o el cuerpo
entero de Galt, demostraban que la corriente circulaba entre dos electrodos o entre todos
ellos a la vez. Las agujas de los cuadrantes se aproximaban peligrosamente a las marcas
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rojas, para retroceder después. La máquina estaba calculada para infligir un dolor lo más
algunos minutos en las que se escuchaba el latido del corazón, que ahora sonaba
apresurado y a ritmo irregular. Dichas pausas estaban calculadas para que el latido
aminorase, pero sin permitir alivio a la víctima que debía esperar una sacudida a cada
instante.
Galt yacía con el cuerpo lacio, como si no pretendiera combatir el dolor, sino rendirse a
él; sin pretender negarlo, sino soportarlo. Cuando sus labios se entreabrían ávidos de aire
rigidez de su cuerpo, sino que la dejaba desaparecer en cuanto cesaba la corriente. Tan
sólo la piel de su rostro aparecía tirante y la línea de sus labios se torcía hacia un lado de
vez en cuando. Cuando la corriente circulaba por su pecho, los mechones de un cobrizo
dorado de su pelo se agitaban de igual modo que su cabeza, cual estremecidos por un
soplo de viento, cayéndole en la cara y en los ojos. Los testigos se preguntaron por qué
aquel cabello parecía cada vez más obscuro. Luego se dieron cuenta de que estaba
empapado de sudor.
dado, había sido calculado para que la víctima lo sintiera plenamente. Pero eran sus
atormentadores los que temblaban de terror, escuchando aquel ritmo quebrado, los que
jadeaban cada vez que fallaba un latido, fistos sonaban ahora como si el corazón saltara,
desesperada furia. El corazón protestaba; el hombre no. Seguía tendido con los ojos
cerrados y las manos lacias, escuchando cómo su corazón luchaba por conservar la vida.
—¡Oh, Dios mío, Floyd! —gritó—. ¡No lo mate! ¡No se atreva a matarlo! ¡Si muere,
moriremos todos!
—No morirá —gruñó Ferris—. ¡Deseará morir, pero no va a lograrlo! ¡La máquina no lo
—¿No basta con esto? ¡Está dispuesto a obedecer! ¡Me siento seguro de ello!
—¡No! ¡No basta! ¡No quiero que obedezca! ¡Quiero que crea! ¡Que acepte! ¡Que desee
—¡Adelante! —gritó Taggart—. ¿Qué espera? ¿Es que la corriente no puede ser más
caricatura de alegría.
—¿Tiene suficiente? —gritaba Ferris a Galt—. ¿Está dispuesto a desear lo mismo que
nosotros?
miraba. Bajo sus ojos se pintaban unos círculos obscuros, pero las pupilas seguían claras
y conscientes.
Presas de pánico, los testigos perdieron su sentido del contexto y del lenguaje y sus tres
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Pero no escucharon respuesta, aparte de los latidos de aquel corazón del que dependían
sus vidas.
El silencio fue como un golpe que los dejara inconscientes. Antes de haber tenido tiempo
de gritar, el horror que sentían fue superado por otro: Galt había abierto los ojos y
levantaba la cabeza.
Observaron también que el zumbido del motor no se escuchaba y que la luz roja estaba
palanca del conmutador una y otra vez y propinó un puntapié al costado de la máquina.
—¿Qué le ocurre?
—No lo sé.
Pero aquel hombre no era un electricista práctico; lo habían elegido, no por sus
conocimientos, sino por su absoluta indiferencia en el arte de apretar cualquier botón que
le mandaran. El esfuerzo que había necesitado para aprender aquel trabajo era tal, que
resultaba posible fiarse de su conciencia, porque ésta no dejaba lugar a ninguna otra cosa.
mecanismo; pero no encontró nada que llamara su atención. Se puso unos guantes de
goma, tomó unas alicates, apretó unos cuantos tornillos al azar y se rascó la cabeza.
saberlo?
Los tres espectadores se habían puesto en pie, agrupándose tras de la máquina para
observar sus recalcitrantes órganos. Actuaban por simple reflejo, sabiendo perfectamente
—¡Tiene usted que arreglarlo! —gritó Ferris—. ¡Tiene que funcionar! ¡Necesitamos la
electricidad!
colchoneta.
—Haga algo —instó Ferris al mecánico—. ¡No se quede ahí parado! ¡Haga algo!
—¡Encuéntrelo!
—¡Le ordeno que lo arregle! ¿Me ha oído? ¡Haga funcionar eso o lo despediré y lo
meteré en la cárcel!
—Es que no sé lo que le ocurre —suspiró el hombre asombrado —No sé qué hacer.
—El vibrador se ha estropeado —dijo una voz tras ellos.
989
Se volvieron en redondo. Galt se esforzaba en respirar, pero aun así, había hablado en el
soldados. Sepárenlos, tomen una pequeña lima y limpien las superficies. Luego vuelvan a
reconocer la naturaleza del brillo de aquellas obscuras pupilas verdes: era un chispazo de
desdeñosa burla.
Miró a Galt, luego a los tres hombres y a continuación a la máquina. Se estremeció, dejó
—¡No! —gritó Taggart de pronto mirando a Galt y avanzando rápido hacia él—. ¡No!
¡No le dejaré que se salga con la suya! —cayó de rodillas y empezó a accionar
—¡Yo lo arreglaré! ¡Yo haré que funcione! ¡Hemos de continuar! ¡Hemos de quebrantar
su actitud!
—¿No sería mejor… no sería mejor que lo dejásemos por esta noche? —dijo Mouch con
aire suplicante. Miraba a la puerta por la que había salido el mecánico, con aire entre
envidioso y atemorizado.
cuidadosos.
Pero de pronto fue Taggart el que gritó; el que exhaló un largo, repentino y penetrante
aullido, como si acabase de percibir una visión inesperada, aun cuando sus ojos mirasen
medio pronunciar, levantado en su espíritu durante tantos años, acababa de venirse abajo
Acababa de ver claro el motivo que había originado todas las acciones de su vida. No era
su alma inviolable ni su amor hacia los demás, ni sus deberes sociales, ni ninguna de las
estima, sino el afán de destruir todo lo viviente en beneficio de lo que no alentaba. Era el
ferviente deseo de desafiar la realidad, destruyendo todos los valores, con el fin de
demostrarse a sí mismo que era capaz de existir oponiéndose a la realidad, y que nunca se
encontraría coartado por ningún hecho sólido e inmutable. Unos momentos antes había
podido sentir que aborrecía a Galt sobre todos los hombres, que dicho odio era prueba de
la maldad de aquél, de una maldad que no necesitaba definir. Que deseaba destruir a Galt
990
con el fin de lograr su propia supervivencia. Ahora, en cambio, comprendía que había
querido la destrucción de Galt al precio de la suya propia; comprendía que nunca deseó
sobrevivir, se daba cuenta de que era la grandeza de Galt la que había intentado torturar y
destruir, y la veía como grandeza por admisión propia; por la única norma existente tanto
ultimátum de aceptar la realidad o morir, fue la muerte la que sus emociones escogieron.
La muerte antes que rendirse al reino del que Galt era hijo radiante. Comprendió que en
No fue mediante palabras que dicho conocimiento se enfrentó a su conciencia; del mismo
modo que todo aquel conocimiento había consistido en emociones, ahora se sentía
sostenido por una emoción y una visión que no tenía poder para anular. Ya no le era
posible hacer acopio de niebla para ocultar la visión de aquellos callejones sin salida que
siempre se esforzó en no ver; ahora, al final de cada uno de ellos, observaba su odio a la
existencia. Veía la cara de Cherryl Taggart con su alegre anhelo de vivir; ese anhelo era
lo que siempre intentó derrotar. Veía su propia cara como la de un asesino a quien todo el
mundo debería detestar, un asesino destructor de valores, por el hecho de serlo, que
—No… —gimió mirando la visión y sacudiendo la cabeza para escapar a ella—. No…,
no…
Vio los ojos de Galt fijos en los suyos, como si contemplara lo mismo que él.
Era el refrendo que James Taggart más había temido y al que no podía escapar, la marca
y prueba de la objetividad.
—No —dijo débilmente; pero la suya no era ya la voz de una conciencia viva.
cedieron, doblándose lacias, y quedó sentado en el suelo, mirando fijamente, sin darse
compartir su destino. Sabían perfectamente quién había cedido aquella noche. Sabían que
aquello marcaba el final de James Taggart, tanto si su cuerpo físico sobrevivía como si
no.
moviendo los pies cuando lo empujaron. Era él quien quedaba reducido al estado en el
que quiso hundir a Galt. Sosteniéndolo por ambos brazos, sus amigos lo sacaron de la
habitación.
Les salvó de la necesidad de admitir hasta qué punto deseaban escapar a la mirada de
Galt. Éste los observaba con expresión quizá demasiado perceptiva y austera.
—Volveremos —dijo Ferris al jefe de los guardianes—. Quédense aquí y no dejen entrar
entrada.
991
—Volveremos —dijo Ferris sin dirigirse a nadie en particular, hablando a los árboles y a
Por el momento, sólo estaban seguros de una cosa: de que era preciso escapar de aquel
sótano, del sótano donde el generador vivo quedaba atado a otro generador muerto.
992
CAPÍTULO X
Dagny avanzó en derechura hacia el guardián apostado a la puerta del «Proyecto F». Sus
entre los árboles. Levanto la cara hacia un rayo de luna, para que el guardián la
reconociera.
—Está prohibido —respondió el otro con voz de robot—. Por orden del doctor Ferris.
—Vengo por orden de míster Thompson.
—Yo sí.
—¡Oh, no, señora! Pero… pero si el doctor Ferris dice que no hay que dejar entrar a
—¿Sabe usted que soy Dagny Taggart y que mi fotografía ha aparecido en los periódicos
—Sí, señora.
—Mire —dijo el centinela, sacándose una llave del bolsillo y volviéndose a la puerta—,
Algo en el tono de su voz le obligó a volverse de nuevo. Dagny esgrimía una pistola con
—Escuche con cuidado —le advirtió—. O me deja entrar o disparo. Puede intentar
hacerlo antes que yo. Le ofrezco esa opción…, pero ninguna otra. Y ahora, decida.
puesto que viene de parte de míster Thompson! ¡Pero tampoco puedo dejarla entrar,
993
contraviniendo las órdenes del doctor Ferris! ¿Qué voy a hacer? ¡No soy más que un
—Pero ¿cómo puedo saber si verdaderamente viene usted por mandato de míster
Thompson?
—No es preciso. A lo mejor le engaño. A lo mejor estoy obrando por iniciativa propia, y
usted será castigado por obedecerme. Pero, en caso contrario, lo encerrarán por
desobedecer. Quizá el doctor Ferris y míster Thompson estén de acuerdo en esto. O quizá
no y tenga usted que arriesgarse y desafiar a uno o a otro. Eso es lo que ha de decidir. No
hay nadie a quien llamar, nadie a quien preguntar, ni nadie que pueda aconsejarle. Tendrá
mejor protección.
—Uno… —contó Dagny viendo cómo los ojos del centinela se fijaban en ella
aterrorizados—, dos… —pudo observar que la pistola le daba menos miedo que la
animal, apretó el gatillo, disparando al corazón de un hombre que había deseado existir
sin la responsabilidad de la conciencia.
El arma iba equipada con un silenciador; por dicha causa, no hubo detonación que
provocase alarma; tan sólo el golpe sordo de un cuerpo cayendo a sus pies.
Recogió la llave del suelo y esperó unos breves instantes, tal como fuera convenido.
Francisco fue el primero en unirse a ella, saliendo de detrás de una esquina del edificio.
Luego Hank Rearden y por fin Ragnar Danneskjóld. Un rato antes, cuatro guardianes se
hallaban apostados a intervalos entre los árboles alrededor del edificio. Pero los cuatro no
contaban ya. Uno estaba muerto y los tres restantes yacían entre la maleza atados y
amordazados.
Dagny entregó la llave a Francisco, sin pronunciar palabra. Éste abrió y entró en el
edificio, dejando la puerta entreabierta unos centímetros. Los otros tres esperaron fuera,
próximos a aquélla.
El vestíbulo estaba iluminado por una sola bombilla empotrada en el techo. Un guardián
—¿Quién es usted? —preguntó al ver entrar a Francisco con aire completamente sereno,
cual si fuera dueño de aquel lugar—. No había de venir nadie esta noche.
—Alguien ha hecho cambiar esa suposición —dijo Francisco mientras sus ojos realizaban
994
o…
—¡Eh, Pete! —le advirtió el segundo guardián paralizado por los modales de Francisco.
—¿Qué desea?
—¡Oh! ¿De veras? —gruñó Pete, quien, en caso de duda, siempre tenía un recurso. Su
Pero la mano de Francisco fue demasiado rápida para que aquellos dos hombres
observar como el arma de Pete saltaba por los aires al tiempo que brotaba la sangre de sus
Francisco le apuntaba.
—¡Baje de ahí con las manos en alto! —ordenó Francisco sosteniendo la pistola con una
visión de Dagny pareció asustarle más que nada; no podía comprenderlo: los tres
hombres llevaban gorras y chaquetas de cuero y de no ser por sus modales se les hubiera
podido confundir con atracadores, pero la presencia de una mujer entre ellos resultaba
inexplicable.
—Veamos —dijo Francisco—, ¿dónde tenéis a vuestro jefe? El guardián señaló con la
—i Ahí arriba!
—¿Cuántos guardianes hay en el edificio?
—Nueve.
—¿Dónde están?
—¿Dónde?
—¿Todos?
—Sí.
—¿Qué hay en esas habitaciones? —preguntó señalando las puertas que daban al
vestíbulo.
995
Rearden y Danneskjóld sacaron la llave del bolsillo de Pete y empezaron a tantear las
—No.
—¡Oh… sí! ¡Creo que sí! Tiene que haberlo, porque de lo contrario no nos hubieran
—Hablemos de ese laboratorio del piso de arriba. ¿La puerta da directamente al rellano?
—Sí.
—Sí.
Francisco se volvía hacia sus compañeros cuando el guardián lo abordó con aire
suplicante.
—Usted dirá.
—¿Quién es usted?
Dejando al guardián boquiabierto se volvió para efectuar una breve consulta con sus
compañeros.
Al cabo de un momento Rearden subió la escalera velozmente, sin hacer ruido alguno.
Jaulas conteniendo ratones y conejos de indias se hallaban apiladas contra las paredes del
laboratorio. Habían sido colocadas allí por los guardianes, que jugaban al póker en la
larga mesa situada en el centro. Los jugadores eran seis; otros dos hombres se hallaban en
rincones opuestos, vigilando la puerta de entrada con las pistolas en la mano. Fue la cara
de Rearden la que salvó a éste en el momento de entrar; era una cara demasiado conocida
para ellos, aunque inesperada. Vio ocho cabezas vueltas hacia él con síntomas de
Permaneció en la puerta con las manos en los bolsillos del pantalón y el aire casual y
tiempo.
—¿Acerca de qué?
aparecía evidente en la voz del jefe. Era un hombre alto, flaco, de movimientos
convulsos, con la cara macilenta y las pupilas inquietas y desenfocadas de un adicto a las
drogas.
—Usted… no tiene nada que hacer en este lugar —replicó el guardián, indeciso entre el
Los otros siete ocupantes del recinto contemplaban a Rearden con supersticiosa
—Si viene del cuartel general, sabrá perfectamente que no estoy enterado de nada
—Excepto yo.
El jefe se puso en pie de un salto, se abalanzó hacia un teléfono y tomó el auricular. Pero
no lo había aplicado a su oído cuando dejó caer la mano bruscamente con un ademán que
antes de que le ocurra algo, si no quieren que dé parte de ustedes por negligencia e
insubordinación.
El jefe se dejó caer en una silla, se apoyó en la mesa como si le faltaran las fuerzas y miró
a Rearden con una cara semejante a la de los animales que empezaban a agitarse en sus
jaulas.
temor, publicándolos a los cuatro vientos con vibraciones que llegaban hasta sus
subordinados—. ¿Cómo voy a saber si todo esto es legal? ¿Quién puede aclarármelo si el
—¡No le creo a usted! —gritó el otro de un modo tan penetrante que no pudo convencer a
nadie—. No creo que el Gobierno le haya mandado con ninguna misión, puesto que se
997
—¿Qué?
—¡Cierra la boca! ¡Tú no puedes tener opiniones políticas! —le increpó el jefe. Y
—¿Es que presume usted de saber cuándo y cómo el Gobierno ha de anunciar sus
decisiones?
—Creo oportuno recordarles —dijo Rearden —que su tarea no consiste en dudar de las
órdenes, sino en obedecerlas. No tiene por qué saber ni comprender la política de sus
los dos guardianes apostados en los rincones. Éstos parecieron comprobar su puntería por
—Creo que también debo decirle —prosiguió Rearden con voz algo más dura —que no
—¿Dónde?
—¿Cuántos?
—Oiga, jefe —gimió una voz temblorosa entre los guardianes—. No queremos líos con
—¡Cállate! —gritó el jefe irguiéndose de pronto y apuntando con su arma hacia el que
pánico, combatiendo la impresión de que algo acababa de desarmar a sus hombres—. ¡No
hay por qué asustarse! —Pero se dirigía más a sí mismo que a los otros, tratando de
os lo demostraré!
Dio media vuelta con la mano temblándole y el brazo vacilante y disparó contra Rearden.
izquierdo. En el mismo instante la pistola que sostenía su jefe cayó al suelo, al tiempo
que aquél profería un grito y la sangre brotaba de su muñeca. Luego vieron a Francisco
d'Anconia en la puerta de la izquierda, con su silenciosa pistola apuntando todavía al jefe.
Se habían puesto en pie y esgrimían sus armas, pero habían perdido la iniciativa y no
osaban disparar.
escapaba a su memoria—. ¡Éste es el tipo que voló todas las minas de cobre del mundo!
puerta con la pistola en la diestra y una mancha obscura cada vez mayor en su hombro
izquierdo.
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¡Matadlos a todos! —Estaba reclinado con un brazo contra la mesa, mientras la sangre le
corría por el otro—. ¡Daré parte de todo el que no obedezca! ¡Lo haré condenar a muerte!
Los siete guardianes permanecieron como helados un instante, aunque sin obedecer.
Apenas la hubo abierto cuando saltó hacia atrás: Dagny Taggart se hallaba en el umbral
irrealidad en presencia de figuras legendarias a las que nunca esperaron ver y sintiendo
—¡Tiren las armas! —repitió Rearden—. No saben por qué están aquí. En cambio,
nosotros lo sabemos. No saben quién es su prisionero. Nosotros, sí. No saben por qué sus
jefes quieren que lo vigilen. En cambio, nosotros sabemos muy bien por qué queremos
sacarlo de aquí. No se dan cuenta del objetivo de su lucha, pero nosotros sí sabemos cuál
Uno de los guardianes miró a su jefe, dejó caer el arma y levantando los brazos
—¡Condenados! —gritó el jefe tomando una pistola con la mano izquierda y disparando
contra el desertor.
entre una catarata de fragmentos de cristal, y desde la rama de un árbol, igual que desde
una catapulta, la alta y esbelta figura de un hombre fue proyectada al interior del recinto,
—Ragnar Danneskjold.
Tres sonidos le contestaron: un largo y creciente gemido de pánico; los golpes de cuatro
cabeza de su jefe.
amordazados; el quinto fue dejado en pie con las manos amarradas a la espalda.
—Desde luego.
—¿Necesitas descansar?
—¡No, diantre!
999
Desde el umbral de la puerta del despacho de Ferris contemplaron una escalera de piedra
El guardián vio la silueta de aquel enérgico desconocido y el brillo del arma que
humedad de aquella pétrea cripta. Lo dejaron atado en el suelo del despacho, junto con el
Luego los cuatro quedaron libres para descender a toda prisa la escalera hacia la cerrada
puerta de acero del fondo. Habían actuado y se habían movido con la precisión de una
bien controlada disciplina. Pero ahora era como si sus riendas interiores acabaran de
romperse.
Danneskjóld tenía las herramientas con las que forzar la cerradura. Francisco fue el
primero en entrar en el sótano. Con su brazo impidió el paso de Dagny durante una
fracción de segundo, durante el tiempo necesario para asegurarse de que la escena sería
soportable. Luego la dejó pasar. Más allá de la madeja de cables eléctricos había visto la
Dagny cayó de rodillas junto a la colchoneta. Galt la miró del mismo modo que la había
mirado la primera vez que se encontraron en el valle. Su sonrisa era como una expresión
Con las lágrimas corriéndole por la cara mientras su sonrisa declaraba una plena, confiada
Rearden y Danneskjóld estaban cortando sus ligaduras. Francisco acercó una botella de
coñac a los labios de Galt. Éste bebió y luego se incorporó sobre un codo en cuanto sus
Mirándole a los ojos por encima de la llama, Galt sonrió y dijo, como si contestara a
—Sí, ha sido duro pero soportable… El voltaje que aquí usan no causa ningún daño.
—Algún día me enteraré de quién lo hizo… —dijo Francisco en un tono monótono, seco
—Si lo consigues, observarás que ya no queda en ellos nada que matar. Galt contempló
las caras a su alrededor. Pudo ver la intensidad del alivio en su mirar y la violencia de la
cólera en la tensión de sus facciones. Aquello le hizo comprender hasta qué punto vivían
—Ya pasó —dijo—. No lo hagáis peor para vosotros de lo que ha sido para mí.
—Tenía que ser yo para que pudieran probar sus últimos recursos y así lo han hecho,
Francisco asintió con la cara todavía vuelta; la violenta presión de sus dedos sobre la
muñeca de Galt constituyó por un instante su única respuesta. Galt se incorporó hasta
1000
cuando el brazo de ésta se adelantaba para ayudarle, y pudo ver cómo se esforzaba en
sonreír, no obstante la tensión de las lágrimas que procuraba retener. Intentaba sentirse
segura de que ya nada importaba, aparte de la visión de su cuerpo desnudo y de saber que
levantó una mano y tocó el cuello de su jersey blanco con las yemas de los dedos, como
si pensara en las únicas cosas que a partir de ahora podrían importar. El débil temblor de
sus labios dulcificándose en una sonrisa le dijo que ella había comprendido.
Danneskjold encontró la camisa de Galt, sus pantalones y el resto de sus ropas arrojadas
al suelo en un rincón.
—Desde luego.
convertirla en añicos.
Galt no estaba muy firme sobre sus píes, pero podía andar apoyándose en el hombro de
Francisco. Sus primeros pasos fueron difíciles, pero cuando llegaron a la puerta había
recuperado por completo el movimiento. Con un brazo rodeaba los hombros de Francisco
y con el otro los de Dagny, tanto para apoyarse en ellos como para prestarles también su
fuerza.
parecía envolverles como si les protegiera, aislando el brillo mortecino de la luna y aquel
otro resplandor, aún más terrible en la distancia, tras de ellos: el de las ventanas del
El avión de Francisco estaba oculto en la maleza, al borde de una pradera, más allá de la
claridad producidas por las luces de posición del aparato al brillar en la desolación de los
Al cerrarse bruscamente la portezuela tras de ellos y al notar el impulso de las ruedas bajo
—Ésta es mi única oportunidad para daros órdenes —dijo ayudando a Galt a tenderse en
Las ruedas ganaban impulso, como empujadas con un propósito determinado; luego se
hicieron más ligeras, ignorando las pequeñas sacudidas provocadas por las raíces que
cuando vieron las negras sombras de los árboles pasar fugaces bajo ellos, alejándose tras
de las ventanillas, Galt se inclinó hacia delante y apretó los labios sobre la mano de
Dagny. Estaba abandonando el mundo exterior con el único elemento valioso que había
Francisco había sacado un botiquín y estaba quitando la camisa a Rearden para vendarle
la herida. Galt pudo ver el delgado hilillo rojo que surgía del hombro de aquél, corriendo
entrevista: «Si comprendes que actué pensando sólo en mí, debes saber que no te es
1001
—Repetiré —dijo Galt —la respuesta que tú me diste: «Por eso te doy las gracias».
Dagny se dio cuenta de que se miraban el uno al otro como si dicha mirada equivaliera a
un apretón de manos o a un lazo tan firme que no requiriese ser declarado. Rearden la vio
asentimiento, como si con ella le repitiese el mensaje que le enviara desde el valle.
del avión:
—Sí; sanos y salvos todos… Sí. Está indemne; un poco conmocionado, pero en cuanto
descanse… No, no tiene herida grave… Estamos todos aquí. Hank Rearden sufre una
pequeña herida, pero —miró por encima del hombro—, pero en este momento me
sonríe… ¿Pérdidas? Creo que sólo hemos perdido la serenidad unos momentos, pero ya
equipos adecuados.
—Con casi la mitad de la población masculina del valle —respondió Francisco—, y con
cuantas personas hemos podido acomodar en los aviones disponibles y que ahora vuelan
tras de nosotros. ¿Creíais que alguno de ellos accedería a quedarse, dejándoos en manos
de los saqueadores? Estábamos dispuestos para sacarte de allí a pleno día, lanzando un
asalto armado contra ese Instituto o el Hotel Wayne-Falkland en caso necesario. Pero
sabíamos que de obrar así correríamos el riesgo de que te mataran. Por eso decidimos que
los cuatro lo intentaríamos primero solos. Caso de fracasar, los demás desencadenarían el
ataque. Esperaban a media milla de distancia. Teníamos hombres apostados entre los
árboles de la colina. Cuando nos vieron salir pasaron recado a los demás. Ellis Wyatt
estaba a cargo de todo. A propósito, es el que maneja tu avión. El motivo por el que no
pudimos llegar a New Hampshire tan de prisa como el doctor Ferris, fue el de tener que
traer los aviones desde aeródromos distantes y ocultos, mientras él tenía la ventaja de
—Ése fue nuestro único obstáculo. Lo demás ha resultado fácil. Más tarde te contaré la
—Uno de estos siglos —dijo Danneskjóld volviéndose hacia ellos—, los brutos,
particulares o públicos, convencidos de que pueden gobernar a sus mejores por la fuerza,
aprenderán la lección de lo que ocurre cuando la fuerza bruta tropieza con la inteligencia
—Ya lo han aprendido —dijo Galt—. ¿No es la lección particular que les has estado
—¿Yo? Sí. Pero el curso ha terminado. Esta noche tuvo lugar el último acto de violencia
que realice en mi vida. Ha sido mi recompensa por esos doce años. Mis hombres han
empezado ya a levantar sus casas en el valle. Mi barco queda oculto donde nadie pueda
encontrarlo hasta que lo venda para un uso mucho más civilizado. Será convertido en
transatlántico, y por cierto excelente, aunque de tamaño moderado. En cuanto a mí,
empezaré a disponerme para dar un curso diferente a mi existencia. Creo que tendré que
Rearden rió.
dijo—. Me gustará ver cómo tus estudiantes pueden concentrarse en el tema y de qué
1002
modo contestas toda clase de extrañas preguntas, por las que no merecerán recriminación
alguna.
despoblada con algún resplandor ocasional que se reflejaba en las ventanas de los
edificios del Gobierno y la temblorosa luz de las velas en las de los hogares. La mayor
parte de la población rural quedaba reducida, desde hacía mucho tiempo, a la existencia
de aquellas épocas en que la luz artificial era un lujo exorbitante y el crepúsculo ponía fin
a toda actividad humana. Las ciudades eran como charcos desperdigados, dejados allí por
Pero cuando el lugar que en otros tiempos constituyó la fuente de aquella marea, Nueva
cielo, desafiando aquella obscuridad primaria como si, en un postrer esfuerzo, en una
demanda de ayuda final, alargara sus brazos hacia el avión que cruzaba su cielo.
Mirando hacia bajo pudieron percibir las últimas convulsiones; las luces de los coches
frenéticamente de salir de allí; los puentes estaban atestados de vehículos y las vías que
conducían a ellos semejaban venas con sus miles de faros amontonados en un brillante
embotellamiento que impedía circular. El desesperado gemir de las sirenas llegaba
débilmente hasta las alturas del avión. La noticia de la arteria cercenada en pleno
tratando, presa de pánico, de escapar de Nueva York, aunque al estar las carreteras
El avión se hallaba sobre los picos de los rascacielos cuando de pronto, con la brusquedad
las centrales eléctricas y que las luces de Nueva York acababan de extinguirse. Dagny
Elevó la mirada hacia él; en su rostro se pintaba la misma expresión austera que siempre
Dagny recordó la historia que Francisco le había contado cierta vez: «Había abandonado
la «Twentieth Century». Vivía en una buhardilla de cierto barrio miserable. Avanzó hacia
la ventana y señaló los rascacielos de la ciudad. Dijo que deberíamos apagar las luces del
mundo y que cuando viéramos desvanecerse las de Nueva York, nos daríamos cuenta de
Se acordó de todo aquello al ver cómo los tres, John Galt, Francisco d'Anconia y Ragnar
Observó a Rearden; éste no fijaba su atención en la tierra, debajo, sino hacia delante, tal
como le viera contemplar un paisaje virgen, apreciando sus posibilidades de actuar en él.
describiendo una curva sobre el aeropuerto de Afton, había podido ver el cuerpo plateado
de un avión elevándose como un fénix desde las tinieblas de la tierra. Sabía que en
aquella misma hora su avión transportaba todo cuando quedaba de la ciudad de Nueva
York.
1003
Miró hacia delante. La tierra quedaría tan desierta como el espacio en el que la hélice
cortaba un camino sin obstáculos, tan desierta y al propio tiempo tan libre. Comprendió
lo que Nat Taggart había sentido en sus comienzos y por qué ahora, por vez primera, ella
Toda su lucha pasada surgía ante ella para alejarse de nuevo dejándola allí, en las alturas
de aquel momento. Sonrió. Las palabras que acudían a su mente apreciando y sellando el
pasado, eran las palabras de aliento, de orgullo, de admiración que muchos hombres
nunca habían comprendido; las palabras propias del idioma de los negociantes: «No hay
pequeño collar de puntos luminosos que avanzaban lentamente hacia el Oeste, a través
del vacío, con el largo y brillante rayo de luz de un reflector tratando de proteger la
seguridad de su camino. No sintió nada aun cuando se tratara de un tren y supiera que su
Se volvió hacia Galt. Éste la miraba cual si estuviera siguiendo sus pensamientos.
unos a otros. Sus respectivos seres se compenetraban como suma y significado del futuro.
Pero la suma incluía el conocimiento de todo cuando debía ganarse aún, antes de que otro
Nueva York quedaba atrás cuando oyeron a Danneskjold contestar una llamada de la
radio.
—Sí; está despierto. No creo que duerma esta noche… Sí. Me parece que puede. —Se
volvió para mirar por encima del hombro—, John, el doctor Akston quisiera hablar
contigo.
—¡Hola, John! —La excesiva y consciente firmeza de la voz de Hugh Akston confesaba
cuánto había debido esperar para saber si podría pronunciar de nuevo aquellas dos
Galt rió ligeramente y, en tono de un estudiante que presenta orgulloso su tarea terminada
***
desierto de Arizona. Se detuvo bruscamente, sin razón perceptible, como un hombre que
1004
Cuando Eddie Willers llamó al jefe de tren, hubo de esperar largo rato hasta que aquél
sus ojos.
tono de quien cree su deber confiar, pero ha perdido toda esperanza desde muchos años
antes.
—Está trabajando en ello. —El jefe de tren esperó cortésmente medio minuto y se volvió
para partir, pero antes se detuvo para ofrecer una explicación, como si cierto vago y
racional hábito le dijese que cualquier tentativa en tal sentido hacía más fácil de soportar
El jefe de tren tuvo la sensación de que sus palabras habían sido peor que si hubiera
Aquél era el primer «Comet» que salía de San Francisco en dirección Este desde hacía
muchos días, como producto de sus denodados esfuerzos para restablecer el servicio
transcontinental. No hubiera podido decir lo que los pasados días habían significado para
él ni lo que hizo para salvar el terminal de San Francisco del ciego torbellino de una
guerra civil, librada sin que nadie tuviera noción de su objetivo. No existía medio para
recordar los tratos a que llegó a cada vacilante momento. Sabía tan sólo que había
conseguido inmunidad en el terminal por parte de los jefes de tres facciones en pugna;
que había encontrado un hombre para el puesto de director, que no parecía haber
línea del Este con la mejor locomotora Diesel y el mejor equipo disponible, y que había
subido al mismo para su viaje de regreso a Nueva York sin la certeza, no obstante, de
Nunca trabajó con tanto ahínco. Había realizado su tarea tan conscientemente como de
costumbre. Pero era lo mismo que moverse en el vacío, como si su energía, al no hallar
transmisores, hubiese ido a parar a las arenas de… de algún desierto como el que se
—Sí, señor.
No había nada que ver al otro lado de las ventanillas. Al apagar la luz, Eddie Willers
pudo distinguir una extensión gris, moteada por los puntos negros de unos cactus, sin
principio ni fin. Se preguntó cuántos hombres se habrían aventurado por la misma y a qué
agobiante ansiedad. Se hallaba sobre una vía prestada, en la línea «Atlantic Southern»,
que atravesaba Arizona; la línea que usaban sin pagar a nadie. Era preciso sacar al tren de
1005
allí. En cuanto volvieran a sus propios rieles dejaría de experimentar aquella sensación.
Pero el nudo ferroviario le parecía situado a una distancia infranqueable, a orillas del
Se dijo que aquello no era todo. Tenía que admitir las imágenes que lo acosaban,
demasiado vagas para poder definirlas y en exceso inexplicables para rechazarlas. Una
representaba cierta estación por la que habían pasado, sin detenerse, más de dos horas
antes. Había notado el andén desierto y las ventanas brillantemente iluminadas del
pequeño edificio; pero las luces procedían de aposentos vacíos. No logró percibir ni una
sola figura humana, ni en el edificio «i en las vías. La otra imagen se refería a otra
estación cuyo andén estaba lleno de una muchedumbre excitada. Pero ahora se
Se dijo que era preciso sacar al «Comet» de allí. Se preguntó por qué lo pensaba de un
modo tan insistente y por qué le había parecido tan crucial restablecer la ruta del
«Comet». Un puñado de pasajeros ocupaba los vagones vacíos; la gente no tenía dónde ir
ni objetivos que alcanzar. No era por ellos por los que había luchado. No habría podido
decir por quién. Dos frases se erigían como respuesta en su mente, atrayéndole con la
vaguedad de una plegaria y la fuerza hiriente de un hecho decisivo. Una era: «De océano
extrañamente contraída.
contesta.
Eddie Willers se volvió a sentar, rehusando interiormente creerlo; pero aun así, sabiendo
de improviso que por algún motivo inexplicable aquello era lo que había esperado.
funciona es la central de la División. Quiero decir que no había nadie allí para contestar, o
desastre.
—Recorra toda la longitud del tren —ordenó al jefe de tren —y llame a todas las puertas,
es decir, a las de los departamentos ocupados, preguntando si viaja con nosotros algún
ingeniero electrónico.
—Sí, señor.
Eddie comprendió lo que sentían, porque también lo sentía él. Nadie esperaba encontrar a
hacia la noche, recto e inmóvil, sin iluminar nada, aparte de las borrosas traviesas que se
disolvían en el vacío.
—Intentemos averiguar dónde está la avería —dijo Eddie quitándose el gabán, con voz
—Sí, señor —dijo el maquinista, sin resentimiento ni esperanza. Había gastado sus
como un niño estropea un reloj, pero sin la convicción de este último de que es posible
aprender algo.
El fogonero miraba por la ventanilla del ténder la negra obscuridad que se estremecía
—No se preocupe —dijo Eddie Willers asumiendo un aire confiado—. Haremos lo que
podamos, pero si fracasamos nos mandarán ayuda más tarde o más temprano. No se dejan
De vez en cuando el maquinista levantaba su cara manchada de grasa para mirar aquel
—No podemos ceder —respondió enérgicamente Eddie, sabiendo que se refería a algo
Saliendo del ténder recorrió las tres unidades y regresó de nuevo con las manos
acerca de locomotoras, lo asimilado en el colegio y aun antes, cualquier cosa que hubiera
solían echarle de las escalerillas de las locomotoras de maniobra. Pero las piezas no
parecían formar un todo. Su cerebro estaba como atorado. Sabía que los motores no eran
lo suyo y que nada podía hacer, pero aun así tratábase de un asunto de vida o muerte para
él, que tenía que conseguir el conocimiento que entonces le hacía falta. Miraba los
cilindros, las planchas, los alambres, los cuadros de control, todavía llenos de
parpadeantes luces. Luchaba para no dar entrada a la idea que estaba presionando contra
máquina?
No sabía las horas que llevaban transcurridas cuando oyó de improviso gritar al fogonero:
Eddie miró hacia allá. Una rara y minúscula luz se estremecía violentamente en la
distancia, cual si avanzara a un ritmo imperceptible, una luz que no podía identificar.
Al cabo de un rato le pareció ver unas enormes sombras negras moviéndose en línea
paralela a la vía; el punto de luz colgaba muy bajo sobre el suelo, oscilando. Aguzó el
Luego escuchó un débil y ahogado rumor, semejante al de cascos de caballos. Los dos
hombres, a su lado, contemplaban las obscuras sombras con expresión de creciente terror,
Eddie se heló en una expresión de terror a la vista de un fantasma más horrible aún que
cualquiera de los que hubiese podido imaginar. Tratábase de una caravana de carretas con
toldo.
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—¡En, compañeros! ¿Podemos llevar a alguien? —preguntó un hombre que parecía ser el
Los pasajeros del «Comet» miraban por las ventanillas. Algunos descendieron las
un charlatán de feria.
—¿De modo que el «Comet»? Pues a mí me parece más bien una oruga muerta. ¿Qué
habíais pensado.
—¿Cuándo fue la última vez que hablasteis con cualquiera de las estaciones?
de rayos acústicos o algo por el estilo. Nadie lo sabe con exactitud. Ya no hay puente para
cruzar el Mississippi. Ya no hay Nueva York que hombres como vosotros o como yo
podamos alcanzar.
Eddie Willers no supo lo que pasó a continuación. Había caído, dándose un golpe con la
silla del maquinista y contemplaba la puerta abierta de la unidad móvil. No supo cuánto
tiempo estuvo allí, pero cuando al final volvió la cabeza pudo ver que se encontraba solo.
de las damas mejor vestidas del «Comet», cuyos esposos hablan sido, al parecer, los
—¡Suban, señores, suban! —gritaba alegremente el charlatán—. ¡Hay sitio para todos!
¡Iremos un poco apretados, pero al menos moverse es mejor que quedar aquí para ser
pasto de los coyotes! ¡Los días del caballo de hierro han transcurrido! ¡Todo cuanto
Eddie Willers descendió hasta la mitad de la escalerilla lateral para ver a aquella
muchedumbre y hacerse oír de ella. Agitó un brazo, cogiéndose a los peldaños con la otra
mano.
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preguntas que sus mentes eran incapaces de asimilar. Observó sus caras ciegas por el
pánico.
a Eddie.
—¡No abandonéis el «Comet»!› —gritó Eddie Willers—. ¡No lo dejéis!;Oh, Dios mío!
¡No lo dejéis!
—¿Se ha vuelto loco? —preguntó el charlatán—. ¡No tiene idea de lo que está
sucediendo en sus estaciones o en sus centrales! ¡Todo el mundo va de un lado para otro
como si fuesen pollos con la cabeza cercenada! ¡No creo que mañana por la mañana
—¡Más vale que se venga con nosotros, míster Willers! —le apremió el jefe del tren.
—¡No! —repuso Eddie, aferrándose al peldaño de metal como si quisiera que su mano
sea dondequiera. Procedemos del Valle Imperial de California. El «Partido del Pueblo» se
llaman requisar. Así es que recogimos nuestros bártulos y nos pusimos en camino. Hemos
tenido que viajar de noche a causa de las gentes de Washington… Tan sólo buscamos un
lugar donde vivir… Serás bienvenido, amigo, si es que careces de hogar. Si quieres
Eddie pensó, indiferente, que los miembros de aquella caravana aparecían demasiado
mezquinos para convertirse en fundadores de una colonia oculta y libre, pero no tanto
como para no acabar organizados como pandilla de bandoleros. No tenían ningún destino
fijo, igual que el inmóvil foco de la locomotora, y lo mismo que éste, se disolverían en
Siguió en la escalera contemplando el rayo de luz, sin presenciar cómo los últimos
—¡Confío en que sepas lo que haces! —le gritó con expresión entre amenazadora y
suplicante—. ¡Quizá venga alguien por aquí y te recoja… la semana que viene o el
Volvió a la cabina cuando las carretas iniciaron la marcha con una sacudida, y
en el asiento del maquinista dentro de aquella locomotora inmóvil, con la frente apretada
contra una inútil palanca. Sentíase como el capitán de un vapor en peligro de naufragio
que prefería hundirse con él antes de ser salvado por las canoas de unos salvajes que le
Luego, de pronto, experimentó el cegador asalto de una desesperada y lícita cólera. Era
preciso mover de nuevo aquel tren; en nombre de una victoria que no podía calificar, era
Más allá de sus reflexiones, sus cálculos o su miedo, Impulsado por cierta rectitud que
tenía mucho de desafío, empezó a mover palancas y mandos, sin saber lo que hacía.
Pisaba pedales muertos y trataba de distinguir la forma de una visión, a la vez próxima y
lejana, sabiendo sólo que su desesperada batalla se alimentaba de tal visión y era librada
en favor de la misma.
«¡No cedas!», se gritaba interiormente, pareciéndole ver las calles de Nueva York. «¡No
cedas!», mientras contemplaba las luces de las señales. «¡No cedas!», mientras veía el
humo elevarse orgulloso desde las chimeneas de las fábricas, mientras se esforzaba en
atravesarlo, sin llegar a la visión que constituía la raíz de todas las demás.
Tiraba de alambres y los unía para volverlos a separar, mientras una repentina sensación
mover ese tren…» Tiraba de inútiles palancas que nada movían. «¡Dagny!», gritó a una
muchacha de doce años en un claro soleado del bosque. «¡Dagny! Esto es lo que tú sabías
perfectamente, pero yo no… Lo sabías cuando te volviste a mirar los rieles… Yo dije:
nada de negocios o de ganarse la vida… Pero, Dagny, los negocios y el ganarse la vida y
todo aquello posible en el hombre que produce algo, constituye lo mejor de nosotros. Eso
era lo que debíamos defender… A fin de salvarlo y en su nombre, Dagny, debo mover
Cuando se dio cuenta de que había caído al suelo de la cabina y supo que ya nada más
podía hacer allí, se levantó y descendió la escalerilla, pensando vagamente en las ruedas
de la máquina, aun cuando supiera que el maquinista las había ya comprobado. Notó el
crujido del polvo del desierto bajo sus pies cuando se dejó caer al suelo. Permaneció
pudo ver la breve forma gris de un conejo levantado sobre sus patas traseras para
furia agresiva se lanzó hacia el animal, cual si pudiera detener el avance enemigo al
destruir aquella breve forma gris. El conejo huyó en la obscuridad y Eddie comprendió
Dirigióse a la parte frontal de la locomotora y miró las letras «T. T.» Luego se dejó caer
sobre los rieles mientras el rayo de aquel inmóvil faro pasaba sobre él, perdiéndose en la
***
La música del Quinto Concierto de Richard Halley surgía del teclado, extendiéndose más
allá del cristal de la ventana y difundiéndose por el aire sobre las luces del valle. Era una
sinfonía de triunfo. Las notas fluían en sentido ascendente, hablando de elevación, siendo
elevar todo acto humano e indicar que su única misión era subir. El estallido de acordes
rompía su encierro y se desparramaba por el aire. Poseía la libertad de algo libre de trabas
traslucir más que el goce de un esfuerzo no obstruido. Sólo un débil eco entre I03 sonidos
hablaba de aquello a lo que había escapado la música; pero lo hacía en un tono de jovial
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asombro ante el descubrimiento de que no existía fealdad ni dolor, ni nunca tenía por qué
Las luces del valle brillaban en resplandecientes manchas sobre la nieve que aún cubría el
suelo. Había también nieve en los salientes de granito y en los gruesos miembros de los
pinos. Pero las ramas desnudas de los abedules mostraban un débil empuje ascendente,
Midas Mulligan estaba sentado a su escritorio, con un mapa y una columna de cifras ante
él. Comprobaba los datos de su Banco y trabajaba en un plan de inversiones. Iba
anotando las localidades elegidas. «Nueva York, Cleveland, Chicago… Nueva York,
El rectángulo de luz en el fondo del valle era la ventana del hogar de Danneskjóld. Kay
estas verdades se refieren a todo cuanto existe y no a ningún género especial, apartado del
resto. Todos los hombres las usan, porque son ciertas al ser como son… Porque un
principio entendido por todo aquel que es, no es una hipótesis… Evidentemente, pues,
semejante principio es lo más cierto que existe. Lo que este principio es, lo diremos a
El rectángulo de luz en los terrenos de una granja era la ventana de la biblioteca del juez
Narragansett. Estaba sentado a una mesa y la claridad de su lámpara caía sobre la copia
de un viejo documento. Había marcado con cruces las contradicciones que en otros
tiempos fueron causa de su destrucción. Y ahora añadía una nueva cláusula a sus páginas:
comercio…»
d'Anconia. Francisco estaba tendido en el suelo, junto a las movibles lenguas de una
—John diseñará las nuevas locomotoras —decía Rearden —y Dagny manejará el primer
reír, con una risa que era a la vez un saludo y una expresión de triunfo y de alivio. No
podían escuchar la música del Quinto Concierto de Halley que ahora fluía de un lugar
situado por encima de la casa. Pero la risa de Francisco se hallaba en consonancia con
ella. Contenida en la frase que acababa de escuchar, Francisco veía la claridad de la
primavera sobre los amplios prados, en hogares esparcidos a través del país. Veía el
brillar metálico de los motores, veía el resplandor del acero en las llamas que se elevaban
hacia el cielo, veía los ojos de la juventud mirando hacia el futuro sin ninguna
incertidumbre ni temor.
La frase pronunciada por Rearden era: «Me va a dejar sin camisa, con las tarifas que va a
El débil resplandor de la luz en el saliente más alto de la montaña era como el resplandor
de una estrella sobre los mechones de pelo de Galt. Éste se hallaba en pie, mirando no al
cercano valle, sino a la obscuridad y al mundo situado más allá de sus límites. La mano
Dagny sabía por qué había deseado caminar por las montañas aquella noche y lo que se
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había detenido a considerar entonces. Sabía las palabras que iba a pronunciar, y sabía
No les era dable ver el mundo, más allá de las montañas. Tan sólo existía un vacío de
tejado, tractores oxidados, calles sin luz, rieles abandonados. Pero muy lejos, en la
distancia, en el mismo borde de la tierra, una pequeña llama oscilaba al viento: la terca y
forma, sin que nada pudiera desarraigarla o extinguirla, como si esperase las palabras que