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CAPÍTULO IX

EL GENERADOR

—¡Apartaos de mi camino!

El doctor Robert Stadler oyó aquellas palabras por la radio de su coche. No supo si el

siguiente sonido entre jadeo, grito y risa, había partido de él o de la radio. Pero sí escuchó

el chasquido que lo interrumpió. La radio se había quedado muda. Ya no venía sonido

alguno del hotel «Wayne-Falkland».

Manipuló nervioso los mandos, bajo el iluminado cuadrante. Pero el aparato no decía

nada, no daba explicaciones ni formulaba excusas basadas en dificultades técnicas, ni se

escuchaba música que substituyera a aquel silencio. Todas las emisoras estaban calladas.

Se estremeció, oprimió con fuerza el volante inclinándose sobre él como un jockey al

final de una competición, y su pie apretó el acelerador. El breve trecho de carretera ante

él pareció moverse al ser herido por los rayos de sus faros. No existía nada más allá de

aquella franja, aparte del vacío de las praderas de Iowa.

No sabía por qué había estado escuchando la emisión, ni por qué temblaba ahora. Dejó

escapar una risa ahogada, un malévolo gruñido, que igual podía dirigirse a la radio como

a los habitantes de la ciudad o al firmamento.

Miraba los raros postes indicadores que jalonaban la carretera. No tenía necesidad de

consultar el mapa porque, en el transcurso de cuatro días, dicho mapa se había impreso en

su cerebro como una red de líneas trazadas con ácido. No podría apoderarse de «aquello»,

pensó, ni detenerse. Le parecía como si alguien le persiguiera, pero no había nada tras de

él en muchas millas, excepto las dos luces rojas de sus faros pilotos, como dos

minúsculas señales de peligro flotando por las tinieblas de las llanuras de Iowa.

El motivo impulsor que ahora dirigía sus manos y sus pies se originó cuatro días antes.

Era el rostro de un hombre en el alféizar de una ventana y las caras que vio luego de

escapar de aquella habitación. Les había gritado que no haría tratos con Galt y que ellos

tampoco podían hacerlos; que Galt los destruiría a todos, a menos que lo destruyeran

primero. «No se las dé de listo, profesor», le había contestado fríamente míster

Thompson. «Se ha hartado usted de gritar que lo aborrece, pero en el momento en que
pudo hacer algo, no nos ha prestado la menor ayuda. No sé hacia qué lado se inclina

usted, pero si ese hombre no cede amistosamente, tendremos que recurrir a la presión.

Existen rehenes a los que no querrá les sea causado ningún daño, y usted figura con el

número uno de la lista, profesor.» «¿Yo?», había gritado, temblando de miedo al tiempo

que exhalaba una risa desesperada y amarga. «¿Yo? ¡Si me ha maldecido más que a nadie

en este mundo!» «Tengo entendido que fue usted su maestro —le había contestado míster

Thompson—. Y no se olvide de que ha sido usted el único al que ha solicitado ver.»

Con el cerebro diluido por el terror, había experimentado la sensación de ir a quedar

aplastado entre dos muros que avanzaran sobre él. Carecía de oportunidad alguna si Galt

rehusaba rendirse. Y menos aún, si se unía a aquellos hombres. Fue entonces cuando una

idea empezó a formarse en su cerebro, una idea basada en la imagen* de cierta estructura

en forma de hongo, en mitad de una llanura de Iowa.

A partir de entonces todas las demás imágenes parecieron fundirse en aquélla. «El

proyecto X» había pensado, sin saber si era la visión de dicha estructura o la de un

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castillo feudal dominando la comarca, lo que prestaba el sentimiento de una época y de

un mundo al que creía pertenecer… «Soy Robert Stadler —pensó—. Aquello es mío.

Procede de mis descubrimientos. Dijeron que yo era el inventor… ¡Les daré una lección!

—había pensado, aunque sin saber si sus palabras se dirigían al hombre en la ventana o a

toda la humanidad… Sus pensamientos se habían convertido en fragmentos flotantes, sin

conexión alguna entre sí—. Hay que hacerse con el mando… Les enseñaré quién soy…

Hay que hacerse con el mando, gobernar… No existe otro modo de vivir en la tierra…»

Tales fueron las palabras que dieron forma verbal al plan que llevaba en la mente. Le

había parecido que el resto era claro, claro a la manera de una salvaje emoción, gritando

desafiadora que no era preciso aclarar nada. Se apoderaría del proyecto X y gobernaría

una parte del país, sometiéndolo a su dominio feudal particular. ¿Medios? Su emoción

había contestado: los habrá. ¿Motivos? Su mente repetía insistentemente que residían en

su terror hacia la pandilla de míster Thompson; que no estaba seguro y que su plan era
una necesidad práctica. En las profundidades de su cerebro, las emociones contenían otra

clase de terror, ahogado igual que las conexiones entre los fragmentos rotos de palabras.

Aquellos fragmentos habían constituido la única brújula que dirigió su ruta durante cuatro

días y cuatro noches, mientras conducía por desiertas carreteras a través de un país

sumido en el caos; mientras imaginaba con demoníaca agudeza modos de conseguir

compras ilegales de gasolina, mientras arrebataba horas a su inquieto sueño en obscuros

motéis bajo nombres supuestos… «Soy Robert Stadler», pensaba, repitiendo

interiormente dicha frase como una fórmula de omnipotencia. «Hay que hacerse con el

mando», pensaba acelerando la marcha del vehículo, no obstante los fútiles semáforos en

las calles de ciudades medio abandonadas; acelerando sobre el vibrante acero del puente

Taggart al cruzar el Mississippi; acelerando ante las ruinas de algunas granjas en las

desiertas planicies de Iowa… «Les enseñaré quién soy», pensaba. «Aunque me persigan,

no lograrán detenerme», se dijo aun cuando nadie le persiguiera, excepto la trasera de su

coche y el motivo impulsor, ahora ahogado en su mente.

Miró la silenciosa radio y se rió; su risa tuvo la cualidad emocional de un puño agitado al

espacio. «Obro de un modo práctico —pensó—. No tengo opción… No me es posible

seguir otro camino… Demostraré quién soy a esos insolentes gangsters que se han

olvidado de que tratan con Robert Stadler… Todos se hundirán menos yo… i

Sobreviviré!… ¡Venceré!… ¡Les demostraré quién soy!»

Aquellas palabras eran como pedazos de tierra en mitad de un pantano ferozmente

silencioso, en cuyo fondo los contactos yacían sumergidos. Si sus palabras hubieran

tenido ilación habrían formado la frase: «Les demostraré que no existe otro modo de vivir

en la tierra…»

Las desperdigadas luces brillando en la distancia pertenecían a los cuarteles levantados en

el emplazamiento del proyecto X, conocido ahora con el nombre de Ciudad de la

Armonía. Conforme se iba acercando, observó que algo anormal sucedía allí. La valla de

alambre espinoso estaba rota, y a la entrada no le salió al encuentro ningún centinela. Sin

embargo, cierta clase de extraña actividad se observaba en los lugares obscuros y a la

claridad de algunos oscilantes reflectores. Vio carros blindados, figuras que corrían
gritando órdenes y el resplandor de bayonetas. Nadie detuvo su coche. En el ángulo de un

cobertizo distinguió el cuerpo inmóvil de un soldado en el suelo. «Estará borracho»,

pensó, prefiriendo esta idea, aunque preguntándose por qué se sentía tan inseguro de la

misma.

La estructura en forma de hongo se agazapaba sobre una altura frente a él. Brillaban luces

en las estrechas rendijas de las ventanas. Las informes chimeneas sobresalían de la cúpula

en la obscuridad. Un soldado le cerró el paso en el momento en que descendía del

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automóvil. Iba armado, pero con la cabeza descubierta. El uniforme parecía venirle

grande.

—¿Dónde va, compañero? —le preguntó.

—¡Déjeme paso! —ordenó desdeñoso el doctor Stadler.

—¿Qué le trae por aquí?

—Soy el doctor Robert Stadler.

—Y yo Joe Dew. Le pregunto qué hace por aquí. ¿Es uno de los nuevos o de los viejos?

—Déjame pasar, idiota. ¡Soy el doctor Robert Stadler!

No fue su nombre sino el tono de su voz y la forma de dirigirse a él lo que pareció

convencer al soldado.

—De los nuevos —dijo. Y abriendo la puerta gritó a alguien que se hallaba dentro—:

¡Eh, Mac! Ocúpate del abuelo y ve qué es lo que quiere.

En el desnudo y penumbroso vestíbulo de cemento le salió al encuentro un hombre que

hubiera podido pasar por oficial de no ser porque llevaba la guerrera desabrochada y un

cigarrillo insolentemente prendido a la comisura de sus labios.

—¿Quién es usted? —le preguntó llevándose las manos a la pistolera.

—Soy el doctor Robert Stadler.

Pero aquel nombre no le causó efecto alguno.

—¿Quién le ha dado permiso para venir aquí?

—No necesito permiso.


Aquello pareció surtir su efecto; el hombre se quitó el cigarrillo de la boca.

—¿Quién le ha enviado a buscar? —preguntó algo inseguro.

—¿Quieres dejarme hablar con el comandante? —exigió impaciente el doctor Stadler.

—¿El comandante? Llega usted tarde, hermano.

—¡Pues entonces el ingeniero jefe!

—¿El ingeniero… qué? ¿Se refiere a Willie? Éste es uno de los nuestros, pero ahora se

encuentra cumpliendo un encargo.

Había otras figuras en el vestíbulo, escuchando con aprensiva curiosidad. La mano del

oficial hizo señas a una de ellas para que se acercara. Tratábase de un paisano sin afeitar,

con un mugriento gabán echado sobre los hombros.

—¿Qué desea? —preguntó a Stadler.

—¿Quiere alguno de ustedes tener la amabilidad de decirme dónde se encuentran los

caballeros del equipo científico? —preguntó el doctor Stadler en el tono cortés y

perentorio de quien expresa una orden.

Los dos hombres se miraron entre sí como si tal pregunta resultara absurda en tal lugar.

—¿Viene usted de Washington? —preguntó el paisano suspicaz.

—No. Quiero que comprendan que he terminado con la pandilla de Washington.

—¡Ah! —exclamó el otro, al parecer complacido—. ¿Entonces es usted uno de los

Amigos del Pueblo?

—Quisiera manifestarles que soy el mejor amigo que el pueblo haya tenido jamás. Soy el

que le hizo entrega de todo esto —y señaló a su alrededor.

—¿De veras? —preguntó el otro impresionado—. ¿Es uno de los que llegaron a un

acuerdo con el jefe?

—Yo soy el jefe aquí, a partir de ahora.

Los hombres se miraron, retrocediendo unos pasos. El oficial preguntó:

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—¿Ha dicho que se llama Stadler?

—Robert Stadler. Y si no saben lo que esto significa, lo sabrán muy pronto.


—¿Quiere seguirme, señor? —le invitó el oficial con inquieta cortesía. Lo que sucedió a

continuación no resultaba claro para el doctor Stadler, porque su mente rehusaba admitir

la realidad de lo que estaba viendo. Pudo observar figuras agitándose en despachos mal

iluminados y líenos de desorden. Todo el mundo iba armado. Le eran formuladas

insensatas preguntas por voces bruscas en las que alternaban la impertinencia y el miedo.

No supo si alguien trataba de darle una explicación porque no escuchaba; no podía

permitir que aquello fuera cierto. En el tono de un soberano feudal, siguió repitiendo:

—A partir de ahora, soy el amo aquí… Yo doy las órdenes… He venido a hacerme cargo

de esto… Soy el amo… Soy el doctor Robert Stadler. Si no habíais oído este nombre

antes, ¿qué diablos hacéis aquí, condenados imbéciles! Podéis volar hechos pedazos.

¿Habéis seguido algún curso universitario de física? A juzgar por vuestro aspecto, ni

siquiera habéis puesto los pies en una institución docente. ¿Qué hacéis aquí? ¿Quiénes

sois?

Tardó algún tiempo en comprender que algo había hecho fracasar su plan, que alguien

consideraba la existencia del mismo modo que él y se había empeñado en conseguir

idéntico futuro. Se dijo que aquellos hombres, que se llamaban a sí mismos Amigos del

Pueblo, se habían apoderado del proyecto X unas horas antes, intentando establecer un

reino propio. Se rió en su cara con desprecio amargamente incrédulo.

—¡No sabéis lo que estáis haciendo, miserables delincuentes juveniles! ¿Os creéis… os

creéis capaces de manejar un instrumento científico de tamaña precisión? ¿Quién es

vuestro jefe? ¡Exijo verle!

Fue su tono de avasallante autoridad, su desprecio y el pánico que sentían, ese pánico

ciego de quienes practican la violencia sin límites, de quienes no poseen normas

indicadoras de su seguridad o su peligro, lo que les hizo vacilar y preguntarse si tal vez se

trataría de algún miembro superior y secreto de quienes los mandaban. Se mostraban

igualmente dispuestos a desafiar que a obedecer cualquier autoridad. Tras haber sido

presentado a un nervioso comandante tras otro, se encontró finalmente descendiendo unas

escaleras de hierro y caminando a lo largo de prolongados y resonantes corredores

subterráneos de cemento, para ser recibido en audiencia por el «jefe» en persona.


El jefe estaba refugiado en una sala de control subterránea. Entre las complejas espirales

de la delicada maquinaria científica que producía el rayo del sonido, contra el panel de

resplandecientes mandos, cuadrantes e interruptores conocido como el «Xilófono»,

Robert Stadler se encontró frente al nuevo director del Proyecto X. Era Cuffy Meigs.

Llevaba una guerrera semimilitar y polainas de cuero; la carne de su nuca sobresalía

sobre el cuello de la prenda; sus negros y rizados cabellos estaban húmedos de sudor.

Paseaba tranquilo frente al Xilófono gritando órdenes a hombres que entraban y salían

corriendo del recinto.

—¡Manden correos a cada jefatura de condado a nuestro alcance! ¡Comuníquenles que

los Amigos del Pueblo han ganado! ¡Díganles que ya no deben acatar las órdenes de

Washington! La nueva capital de la Comunidad del Pueblo es Harmony City, que a partir

de ahora se llamará Meigsville. Díganles que mañana por la mañana habrán de entregar

quinientos mil dólares por cada cinco mil habitantes.

Transcurrió algún tiempo antes de que la atención y las pálidas pupilas de Cuffy Meigs

consiguieran fijarse en el doctor Stadler.

—Bien. ¿Qué sucede? ¿Qué sucede? —exigió.

—Soy el doctor Robert Stadler.

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—¿Cómo…? ¡Ah, sí! El gran tipo de los espacios siderales, ¿verdad? El que atrapa

átomos o algo así. Bien. ¿Qué chantre hace aquí?

—Soy yo quien debe interrogar.

—¿Cómo? Mire, profesor, no estoy de humor para bromas.

—He venido a hacerme cargo de todo esto.

—¿A hacerse cargo de qué?

—Del equipo. Del edificio. De todo el campo que lo rodea y que queda bajo su radio de

acción.

Meigs le miró inexpresivo unos momentos y luego preguntó blandamente:

—¿Cómo llegó hasta aquí?


—En automóvil.

—Quiero decir, ¿quién viene con usted?

—Nadie.

—¿Qué armas trae?

—Ninguna. Mi nombre basta.

—¿Ha venido sólo con su nombre y su automóvil?

—Sí.

Cuffy Meigs soltó una carcajada ante la cara del doctor.

—¿Cree usted —preguntó el doctor Stadler —que puede hacer funcionar una instalación

como ésta?

—¡Márchese, profesor! ¡Márchese? ¡Desaparezca antes de que lo haga fusilar! ¡En este

sitio no tenemos necesidad de intelectuales!

—¿Qué sabe usted de esto? —preguntó el doctor Stadler señalando al Xilófono.

—¿Qué me importa? ¡Los técnicos van a cinco centavos la docena en estos días!

¿Márchese! ¡Esto no es Washington! ¡Estoy harto de soñadores poco prácticos! ¡No

llegarán a ningún sitio mientras sigan negociando con ese fantasma de la radio y

pronunciando discursos! ¡Lo que aquí necesitamos es acción! ¡Acción directa!

¡Márchese, doctor! ¡Sus días han terminado!

Se movía de un lado a otro con aire inquieto, tocando de vez en cuando una palanca del

Xilófono. El doctor Stadler comprendió que estaba achispado.

—¡No toque esas palancas, insensato!

Meigs echó hacia atrás la mano, involuntariamente, y luego la agitó desafiador ante el

cuadro de instrumentos.

—¡Tocaré lo que quiera! ¿Es que va a decirme lo que tengo que hacer?

—¡Apártese de ahí! ¡Apártese! ¡Todo esto es mío! ¿Me ha comprendido? ¡Yo soy el

propietario!

—Conque el propietario, ¿eh? —preguntó Meigs soltando una exclamación semejante a

un ladrido y que pretendía ser una especie de risa.

—¡Yo lo inventé! ¡Yo lo creé! ¡Yo lo hice posible!


—¿De veras? Bien, muchas gracias, doctor. Muchas gracias, pero ya no le necesitamos.

Disponemos de mecánicos propios.

—¿Tiene usted idea de lo que tuve que estudiar para realizar esto? ¡Es usted incapaz de

inventar ni un solo tubo de los que lo componen! ¡Ni un simple contacto!

—Tal vez no —convino Meigs encogiéndose de hombros.

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—Entonces, ¿cómo se atreve a pensar siquiera que es el amo? ¿Cómo se ha atrevido a

instalarse aquí? ¿Qué derecho tiene a reclamar nada?

Meigs se palpó la pistolera.

—Éste es mi derecho.

—¡Escúcheme, borracho! —le increpó el doctor Stadler—. ¿Sabe con lo que está

jugando?

—¡No me hable de ese modo, viejo estúpido! ¿Quién es usted para emplear semejante

tono? Podría partirle la cabeza con mis propias manos. ¿Es que no sabe quién soy?

—¡No es usted más que un rufián miedoso salido de su cubil!

—¡Oh! ¿De veras? ¡Soy el Amo y no voy a permitir que un viejo espantapájaros se

interponga en mi camino! ¡Salga de aquí!

Se estuvieron mirando unos instantes junto al cuadro de mandos del Xilófono, sintiéndose

ambos acorralados por el miedo. Por lo que al doctor Stadler respecta, la raíz de dicho

miedo, aunque no quisiera admitirlo, residía en su frenético forcejeo para no reconocer

que estaba contemplando su producto final, que aquello era su hijo espiritual. El terror de

Cuffy Meigs tenía raíces más amplias; abarcaba toda la existencia. Había vivido en

crónico terror toda su vida, pero ahora se escorzaba en no reconocer lo que tanto había

temido. En el momento de su triunfo, cuando pretendía sentirse seguro, aquella raza

oculta y misteriosa, el intelectual, rehusaba temerle y desafiaba su poder.

—¡Salga de aquí! —gritó Cuffy Meigs—. ¡Llamaré a mis hombres! ¡Haré que le maten!

—¡Salga usted, infeliz, necio, insensato, canalla! —gritó a su vez el doctor Stadler—.

¿Cree que voy a dejar que se interfiera en mi vida? ¿Cree que es por usted por lo que he
vendido…? —No terminó la frase—. ¡Deje de tocar esas palancas, maldito!

—¡No me dé órdenes! ¡No necesito que me diga lo que he de hacer! ¡No crea que me va a

asustar con sus tonterías altisonantes! ¡Haré lo que me plazca! ¿Para qué he luchado si

ahora no puedo obrar a mi antojo?

Soltó una risita burlona y alargó la mano hacia una palanca.

—¡En, Cuffy, calma! —gritó alguien en el fondo del aposento lanzándose como una

flecha hacia delante.

—¡Atrás! —aulló Cuffy Meigs—. ¡Atrás todos! ¿Miedo yo? ¡Voy a enseñaros quién es el

amo!

El doctor Stadler saltó hacia él para detenerle, pero Meigs lo apartó, empujándole con un

solo brazo. Ahogó una carcajada al ver a Stadler caído en el suelo y con la otra mano

oprimió una palanca del Xilófono.

El estampido, el rasgar del metal hecho pedazos y el fragor de las presiones

entrechocando sobre circuitos ‹en forcejeo, el rumor de un monstruo que daba vueltas

sobre si mismo, fue escuchado sólo dentro de la estructura. Fuera no se oyó nada. La

estructura se levantó en el aire de manera repentina y silenciosa, se abrió en unos cuantos

enormes pedazos, lanzó unos rayos sibilantes de luz azul hacia el cielo y volvió a caer

como un montón de ruinas. En un radio de acción de cien millas que incluía parte de

cuatro Estados distintos, los postes del telégrafo se vinieron abajo como palillos, las

granjas quedaron convertidas en fragmentos, los edificios de las ciudades se hundieron

como aplastados y triturados por un solo y fulminante golpe, sin tiempo para que los

cuerpos retorcidos de las victimas pudieran escuchar nada.

Y en la periferia de aquel circuito, a mitad de camino en su cruce del Mississippi, la

locomotora y los seis primeros vagones de un tren de pasajeros cayeron en el agua como

una lluvia de metal, junto con los soportes de la parte occidental del puente Taggart

cortado por su mitad.

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En el emplazamiento de lo que en otros tiempos fuera el Proyecto X nada quedó vivo


entre las ruinas, excepto, durante unos eternos minutos, el montón de carne destrozada y

el aullante dolor de lo que en otros tiempos fue una mente ilustre.

***

Dagny se dijo que existía cierta sensación de fluida libertad en la idea de que una cabina

telefónica constituyera su inmediato objetivo, sin que los de los otros transeúntes le

importaran en absoluto. No se consideraba expulsada de la ciudad, sino que, por vez

primera, ésta parecía pertenecerle, y por su parte la amaba como la había amado antes,

con un sentimiento de posesión personal, solemne y confiado. La noche era tranquila y

clara. Miró al cielo. De igual modo que su estado de ánimo se mostraba más solemne que

alegre, conteniendo la promesa de un goce futuro, la atmósfera era más apacible que

cálida, llevando en sí el atisbo de una lejana primavera.

«¡Apartaos de mi camino!», pensó sin resentimiento, casi divertida; con una sensación de

aislamiento y de tranquilidad, dirigiendo la frase a los transeúntes, al tráfico cuando éste

le impedía su apresurado paso y a cualquier temor que hubiera podido afectarla en otros

tiempos. Hacía menos de media hora que escuchó a Galt pronunciar dicha frase, y su voz

parecía resonar aún en el aire de las calles, mezclándose a cierto asomo de risa.

Ella también había reído, exaltada, en la sala de baile del Wayne-Falkland al oírsela decir.

Se había reído apretándose la boca con la mano, a fin de que la risa afluyera sólo a sus

ojos y a los de él cuando la miró directamente y tuvo noción de que la había oído. Se

contemplaron durante un segundo sobre las cabezas de aquella muchedumbre

boquiabierta y tumultuosa; sobre el estampido de los micrófonos rotos, aunque todas las

emisoras quedaron instantáneamente mudas; sobre el ruido del cristal hecho pedazos al

venirse las mesas al suelo, mientras algunas personas corrían como locas hacia las

puertas.

Luego había oído cómo míster Thompson gritaba agitando un brazo y señalando a Galt:

«¡Llevadlo de nuevo a su encierro, y vigiladlo a costa de vuestras vidas!» La

muchedumbre se escindió cuando tres hombres lo empujaron ante ellos. Míster

Thompson pareció irse a desplomar y apoyó la frente sobre un brazo; pero se rehízo, se

puso en pie de un salto y accionó vagamente hacia sus guardaespaldas diciéndoles que
salieran también de allí por una puerta particular. Nadie dirigió la palabra a los invitados,

ni les dio instrucciones; algunos corrían ciegamente, ansiosos de escapar; otros

permanecían inmóviles, sin atreverse a hacer un movimiento. La sala de baile era como

un buque sin capitán. Dagny se abrió paso por entre la muchedumbre y siguió al grupo,

sin que nadie intentara detenerla.

Los encontró apelotonados en un pequeño estudio particular: mister Thompson se había

dejado caer en un sillón, sujetándose la cabeza con las manos; Wesley Mouch gemía;

Eugene Lawson sollozaba como un chiquillo, presa de una rabieta; Jim observaba a los

demás con cierta extraña y expectante intensidad.

—¡Ya os lo dije! —gritaba el doctor Ferris—. Os lo dije, ¿verdad? ¡He aquí a lo que

hemos llegado con vuestra «persuasión pacífica»!

Dagny permaneció en pie junto a la puerta. No parecieron observar su presencia ni

importarles.

—¡Presento la dimisión! —gritó Chick Morrison—. ¡Dimito! ¡Ya he soportado bastante!

¡No sé qué decir al país! ¡No puedo pensar nada, ni lo quiero intentar! ¡De nada sirve!

¡No pude evitarlo! ¡No iréis a echarme la culpa! ¡He dimitido!

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Agitó los brazos en un informe gesto de futilidad o de adiós y salió corriendo de la

habitación.

—Tiene un escondrijo bien provisto en Tennessee —dijo Tinky Holloway, reflexivo—,

como si también él hubiera adoptado una precaución similar y se estuviese preguntando si

había llegado el momento de utilizarla.

—No disfrutará de ella mucho tiempo… si es que consigue llegar a la misma —opinó

Mouch—. Con las pandillas de ladrones y el estado en que se encuentran los

transportes…

Extendió las manos sin terminar la frase.

Dagny comprendió los pensamientos que llenaban aquella pausa. Se dijo que, no obstante

las escapatorias particulares que aquellos hombres hubieran preparado de antemano,


todos empezaban a darse cuenta de que estaban atrapados.

No había terror en sus caras; se entreveían atisbos del mismo, pero como un terror

forzado. Sus expresiones iban desde la apatía total o el aire de alivio de quienes estaban

seguros de que el juego no podía terminar de otra manera y no realizaban esfuerzo alguno

para oponerse al resultado o lamentarlo, hasta la petulante ceguera de Lawson, que

rehusaba mostrarse consciente de nada, y la peculiar intensidad de Jim, cuya cara sugería

una sonrisa oculta.

—Bien, bien —preguntaba impaciente el doctor Ferris con la chirriante energía de quien

se siente tranquilo dentro de un mundo de histeria—. ¿Qué vais a hacer con él? ¿Discutir?

¿Debatir? ¿Pronunciar discursos?

Nadie contestó.

—Él… es… quien… tiene… que… salvarnos —dijo Mouch lentamente, como obligando

a los últimos restos de su mente a sumergirse en la nada antes de expresar un ultimátum

acorde con la realidad—. Tiene que… hacerse cargo de esto… y salvar el sistema.

—¿Por qué no le escribe usted una carta de amor acerca de ello? —preguntó Ferris.

—Tenemos necesidad… de obligarle… a que se haga cargo de esto… Hemos de forzarle

a que gobierne —dijo Mouch como un sonámbulo.

—¿Se dan cuenta ahora del valor real de ese establecimiento que es el Instituto Científico

del Estado?

Mouch no le contestó, pero Dagny pudo observar que todos parecían comprender lo que

quiso decir.

—Usted se opuso a mi proyecto de investigaciones particulares por considerarlo «poco

práctico» —dijo Ferris suavemente—. ¿Qué le dije yo?

Mouch no contestó; estaba haciendo crujir sus nudillos.

—No es momento para andarse con remilgos —expresó James Taggart con inesperado

vigor, pero también su voz sonaba extrañamente baja—. No hay por qué mostrarse

blandos.

—A mí me parece… —dijo Mouch alicaído —que… que el fin justifica los medios…

—Es demasiado tarde para escrúpulos o para principios —comentó Ferris—, Tan sólo la
acción directa puede servir de algo.

Nadie contestó; se comportaban como impulsados por el deseo de que sus pausas, si no

sus palabras, representaran el exponente de lo que estaban discutiendo.

—No servirá de nada —opinó Tinky Holloway—. Ese hombre no cederá.

—¡Eso es lo que usted cree! —exclamó Ferris dejando escapar una risita—. No ha visto

nuestro modelo experimental en acción. El mes pasado conseguimos tres confesiones en

tres casos de asesinato sin resolver.

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—Sí… —empezó míster Thompson, pero su voz se quebró súbitamente en un gemido—.

¡Si muere todos pereceremos!

—No se preocupe —respondió Ferris—. No morirá. El «Convencedor Ferris» está

protegido de un modo seguro contra dicha posibilidad.

Míster Thompson no respondió.

—A mí me parece… que no tenemos opción… —dijo Mouch casi en un susurro.

Guardaron silencio. Míster Thompson se esforzaba en no demostrar que se daba cuenta

de que todos le estaban mirando. Luego gritó súbitamente:

—¡Oh! ¡Hagan lo que quieran! ¡No puedo impedirlo! ¡Obren a su antojo!

El doctor Ferris se volvió hacia Lawson.

—Gene —le dijo con expresión tensa—, corra hacia la oficina del radio-control y ordene

a todas las emisoras que se mantengan a la escucha. Dígales que dentro de tres horas

míster Galt volverá a hablar.

Lawson se puso en pie de un salto, sonriendo sin alegría y salió a toda prisa de la

habitación.

Dagny comprendió. Comprendió lo que pretendían y lo que hacía posible semejante cosa.

En realidad no pensaban que su proyecto pudiera salir bien. No imaginaban que Galt

fuese a ceder ni deseaban que cediera. No creían que nada pudiera salvarles, pero no

deseaban ser salvados. Movidos por el pánico de sus innominadas emociones, habían

luchado contra la realidad durante el curso de sus vidas y ahora vivían unos momentos en
los que, por fin, se sentían como en su casa. No era preciso saber por qué experimentaban

aquella sensación. Quienes habían optado por no reconocer jamás sus sentimientos,

experimentaban simplemente un sentido de autenticidad, puesto que era aquello lo que

habían estado buscando; aquella la clase de realidad que siempre figuró implícita en sus

sentimientos, sus acciones, sus deseos, sus inclinaciones y sus sueños. Tal era la

naturaleza y el método de la rebelión contra la existencia y de la indefinida búsqueda de

un innominado Nirvana. No querían vivir, querían que él muriese.

El horror que sentía Dagny fue sólo un breve espasmo, como el brusco cambio en una

perspectiva; comprendió que los objetos que había considerado humanos, no lo eran.

Tuvo una sensación de claridad, de respuesta decisiva, y comprendió que era preciso

actuar. Él estaba en peligro. No había en su conciencia ni tiempo ni espacio para sentir

emociones basadas en las acciones de lo infrahumano.

—Debemos asegurarnos —susurraba Wesley Mouch —de que nadie llegue a saber nada

de esto…

—Nadie lo sabrá —dijo Ferris. Sus voces tenían ese tono rumoroso y precavido de los

conspiradores—. Se trata de una unidad secreta, separada del emplazamiento del

Instituto… A prueba de sonidos y a segura distancia del resto… Tan sólo muy pocos

miembros de nuestro equipo han entrado allí…

—Si tuviéramos que volar… —empezó Mouch. Y se detuvo bruscamente como si

hubiera observado una señal de precaución en la cara de Ferris.

Dagny vio cómo la mirada de Ferris se posaba en ella, como si de repente hubiera

recordado su presencia. La sostuvo, dejándole observar su inflexible indiferencia, como si

aquello no la preocupara ni lo comprendiera. Luego, cual si intuyese simplemente la señal

para el inicio de una discusión particular, se volvió lentamente encogiéndose de hombros

y salió de la estancia. Sabía que se hallaban más allá del estado en que su presencia

pudiera causarles preocupación.

Caminó con la misma tranquila indiferencia por los vestíbulos y atravesó la puerta del

hotel. Pero cuando se hallaba a un bloque de distancia y luego de haber vuelto una
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esquina, irguió la cabeza y los pliegues de su traje de noche se movieron cual una vela,

apretándose contra sus piernas, a causa de la súbita violencia de sus pasos.

Mientras corría en la obscuridad, pensando sólo en encontrar una cabina telefónica,

experimentó una sensación nueva, que se elevaba irresistiblemente en su interior, más

allá de la tensión provocada por e! peligro y por la incertidumbre: era el sentimiento de

libertad de un mundo que nunca debió verse coartado.

Percibió la cuña de luz sobre la acera, procedente del escaparate de un bar. Nadie la miró

dos veces cuando atravesaba el local semidesierto; los escasos parroquianos seguían

esperando y murmurando expectantes frente al vacío cristal azulado de una pantalla de

televisión.

De pie en el estrecho espacio de la cabina, cual si se hallara en un navío interplanetario

dispuesto a partir hacia el espacio, marcó el número OR 6-5693.

La voz que le contestó inmediatamente era la de Francisco.

—Diga.

—¿Es Francisco?

—Hola, Dagny. Esperaba que me llamases.

—¿Has escuchado la retransmisión?

—Sí.

—Se proponen obligarle a ceder —explicó procurando conservar el tono de quien

expresa un informe sin mayor importancia—. Quieren torturarle. Poseen una máquina

llamada Convencedor Ferris, en un recinto aislado de los sótanos del Instituto Científico

del Estado en New Hampshire. Han hablado de volar. Y aseguran que dentro de tres

horas lo obligarán a que hable por radio.

—Comprendo, ¿llamas desde un teléfono público?

—Sí.

—Llevas todavía tu vestido de noche, ¿verdad?

—Sí.

—Escúchame con gran atención. Vete a casa, cámbiate de ropa y prepara unas cuantas
cosas que te puedan ser necesarias. Llévate también las joyas y cualquier objeto de valor

que quepa en tu equipaje y no olvides prendas de abrigo. No tendremos tiempo para nada

de eso, después. Reúnete conmigo dentro de cuarenta minutos en la esquina noroeste, a

dos bloques al este de la entrada principal del terminal Taggart.

—De acuerdo.

—Hasta luego, Slug.

En menos de cinco minutos se encontraba en el dormitorio de su piso, quitándose el

vestido de noche, que quedó tirado al suelo como el desechado uniforme de un ejército en

el que ya no quisiera servir más. Se puso un vestido azul obscuro, recordando las palabras

de Galt, y un chaleco de punto blanco y cuello alto. Preparó una maleta y una bolsa con

correa que se pudiera echar al hombro. Ocultó las joyas en un rincón de dicha bolsa,

incluyendo el brazalete de metal Rearden que se había ganado en el mundo exterior, y la

pieza de oro de cinco dólares conseguida en el valle.

Le fue fácil abandonar el piso y cerrar la puerta, aun cuando supiera que probablemente

no volvería a abrirla. Por un instante le pareció duro tener que entrar en su despacho.

Nadie la había visto. La antesala estaba desierta; en el gran edificio Taggart imperaba una

tranquilidad inusitada. Permaneció

unos

instantes

contemplando la

estancia,

rememorando los años vividos en ella. Luego sonrió, pensando en realidad que todo

aquello no resultaba demasiado difícil; abrió la caja de caudales y tomó los documentos

983

necesarios. No había en el despacho ninguna otra cosa que le interesara, excepto el retrato

de Nathaniel Taggart y el mapa de la «Taggart Transcontinental». Rompió los marcos y

dobló la pintura y el mapa, guardándolos en la maleta.

Estaba cerrándola cuando oyó sonido de pasos apresurados. La puerta se abrió


bruscamente y el ingeniero jefe entró tembloroso y con el rostro descompuesto.

—¡Miss Taggart! —gritó—. ¡Oh! Gracias a Dios que está usted aquí, Miss Taggart. La

hemos estado buscando por todas partes.

Ella no contestó; lo miraba inquisitivamente.

—Miss Taggart. ¿Lo ha oído?

—¿A qué se refiere?

—Eso quiere decir que no lo sabe. ¡Oh, Dios mío! Miss Taggart… no puedo creerlo; sigo

sin poderlo creer, pero… ¡Oh, Dios mío! ¿Qué vamos a hacer? ¡El… el puente Taggart ha

desaparecido!

Lo miró incapaz de moverse.

—¡Ha desaparecido! ¡Ha volado! ¡Al parecer, se esfumó en unos segundos! Nadie sabe

con certeza lo ocurrido, pero parece ser que… que algo no funcionó bien en el Proyecto

X y que… y que algo ha pasado con los rayos de sonido, Miss Taggart. ¡No podemos

comunicar con ningún paraje situado en un radio de cien millas del edificio! No es

posible; no puede ser posible, pero tengo entendido que en dicha zona no ha quedado

absolutamente nada… ¡No conseguimos que nos contesten! Nadie obtiene respuesta; ni

los periódicos, ni las emisoras, ni la policía. Seguimos investigando, pero las historias que

afluyen de los límites del círculo son… —se estremeció—. Sólo una cosa parece cierta: el

puente ha desaparecido, Miss Taggart, y no sabemos qué hacer.

Dagny corrió hacia el escritorio y tomó el teléfono. Pero su mano quedó inmóvil de

improviso. Luego lentamente, dolorosamente, con el mayor de los esfuerzos de que fuera

capaz, volvió a bajar la mano hasta poner el auricular de nuevo en su sitio. Le pareció

tardar en ello mucho tiempo, como si el brazo tuviera que vencer una presión atmosférica

incapaz de ser sobrepasada por el cuerpo humano. Y en el transcurso de aquellos escasos

momentos, en la tranquilidad de un dolor ciego, comprendió lo que Francisco había

sentido aquella noche, doce años atrás, y lo que un muchacho de veintiséis años sintiera a

su vez al mirar su motor por vez postrera.

—¡Miss Taggart! —gritó el ingeniero jefe—. No sabemos qué hacer. El auricular produjo

un leve chasquido al posarse en su soporte.


—Yo tampoco —contestó.

Al momento siguiente comprendió que todo había terminado. Escuchó su propia voz

diciendo a aquel hombre que realizara unas comprobaciones más y la informase más

tarde. Luego esperó que el rumor de sus pasos se desvaneciera en el resonante silencio

del vestíbulo.

Al cruzar el terminal por última vez, dirigió una mirada a la estatua de Nathaniel Taggart,

recordando cierta promesa formulada en otros tiempos. Se dijo que, aunque sólo

constituía un acto simbólico, se trataba de la clase de adiós que merecía Nathaniel

Taggart. Como no llevaba ningún instrumento con el que escribir, sacó el lápiz de labios

de su bolso y sonriendo al rostro marmóreo de quien la habría comprendido, trazó un

enorme signo del dólar en el pedestal.

Fue la primera en llegar a la esquina, dos bloques al este de la entrada principal del

terminal. Conforme esperaba, observó los primeros indicios del pánico que pronto se

apoderaría de la ciudad; algunos automóviles circulaban a gran velocidad, algunos de

ellos cargados con utensilios caseros; vio coches de la policía correr de un lado a otro y

escuchó sirenas, aullando en la distancia. La noticia de la destrucción del puente se

984

difundía por la ciudad. La gente sabía que estaba condenada e iniciaría una desbandada

general para escapar, aunque no tuviera a donde ir. Pero esto era cosa que a ella había

dejado de importarle.

Vio a Francisco acercarse desde alguna distancia; reconoció la viveza de su paso antes de

poder distinguir su cara, bajo la gorra que llevaba hundida hasta los ojos. Percibió el

momento en que él pudo verla también conforme se acercaba. Agitó un brazo con una

sonrisa de saludo. Cierto consciente apresuramiento en aquel gesto lo convirtió en algo

muy propio de un D'Anconia, cual si diera la bienvenida a un viajero largamente esperado

a la puerta de su propio dominio.

Cuando se hubo acercado, ella permaneció solemne y rígida, mirando su cara y luego los

edificios de la mayor ciudad del mundo, cual si éstos fueran la' clase de testigos que
anhelaba. Lentamente, con expresión serena y confiada, dijo:

—Juro por mi vida y mi amor a la misma que nunca viviré por nadie ni pediré a nadie que

viva por mí.

Él inclinó la cabeza como en señal de admisión. Su sonrisa era ahora un saludo.

Tomó la maleta con una mano, le cogió el brazo con la otra y dijo:

—Vamos.

***

La unidad conocida como «Proyecto F» en honor de su fundador, el doctor Ferris, era una

pequeña estructura de cemento armado, situada en la parte inferior de la colina en la que

de un modo más altivo y visible se elevaba el Instituto Científico del Estado. Tan sólo la

pequeña mancha gris del techo de la estructura era perceptible desde las ventanas del

Instituto, entre una selva de viejos árboles. No parecía mayor que el techo de una choza.

La unidad constaba de dos pisos en forma de cubos, el de arriba más pequeño y colocado

asimétricamente sobre el inferior, que era de mayor tamaño. El primero carecía de

ventanas. Tan sólo tenía una puerta protegida por barrotes de hierro. El segundo, una sola

ventana, como si rechazara la claridad solar, como una cara con un solo ojo. Los

miembros del Instituto no sentían curiosidad por aquella estructura y evitaban los

senderos que conducían a su puerta. Aunque nadie lo hubiera sugerido, todos alimentaban

la impresión de que en su interior se albergaba un proyecto dedicado a experimentos con

gérmenes de enfermedades mortales.

Los dos pisos estaban ocupados por laboratorios que contenían gran número de jaulas,

con conejillos de indias, perros y ratas. Pero el núcleo y corazón de la estructura era un

recinto en su sótano, hundido profundamente bajo tierra y revestido con las láminas

porosas de cierto material a prueba de sonidos. Las láminas habían empezado a agrietarse

mostrando aquí y allá la roca desnuda que formaba las paredes de la cueva.

La instalación estaba protegida por un grupo de cuatro guardianes especiales, que aquella

noche había sido aumentado a dieciséis, convocados para un servicio de urgencia por una

llamada telefónica desde Nueva York. Los guardianes, así como los otros empleados del

Proyecto F, habían sido escogidos cuidadosamente, teniendo en cuenta una calificación


esencialísima: su ilimitada capacidad para la obediencia.

Los dieciséis habían quedado estacionados para pasar la noche, unos fuera de la

estructura, otros en los desiertos laboratorios de la parte superior, donde permanecían de

servicio sin preocuparse de nada, sin sentir curiosidad acerca de lo que pudiese ocurrir

abajo.

985

En el sótano, el doctor Ferris, Wesley Mouch y James Taggart estaban sentados en unos

sillones colocados junto a una pared. Una máquina semejante a una cabina de forma

irregular, figuraba en un rincón, frente a ellos. En su cara principal se veían hileras de

instrumentos y cuadrantes, cada uno de los cuales aparecía marcado por un segmento

rojo; una pantalla cuadrada, semejante a un amplificador; hileras de números; palancas de

madera y pulsadores de plástico; un conmutador a un lado y un botón rojo de cristal al

otro. La parte delantera de la máquina parecía tener más expresión que el mecánico

encargado de ella, un joven tosco que vestía una camisa manchada de sudor, con las

mangas arremangadas por encima de los codos. Sus ojos azul pálido parecían vidriosos

por una enorme y consciente concentración en su tarea. De vez en cuando movía los

labios como si rememorara por lo bajo una lección.

Un alambre ponía en comunicación la máquina con una batería eléctrica situada tras ella.

Largas espirales metálicas semejantes a retorcidos brazos de pulpos, se extendían por el

suelo de piedra, desde la máquina hasta una colchoneta de piel, extendida bajo un cono de

violenta luz. John Galt estaba tendido en dicha colchoneta. Se hallaba desnudo; los

pequeños discos de metal de los electrodos, al final de cada alambre, quedaban sujetos a

sus muñecas, sus hombros, sus caderas y sus tobillos; un instrumento semejante a un

estetoscopio se encontraba asegurado a su pecho y conectado al amplificador.

—Fíjese bien en lo que voy a decirle —empezó el doctor Ferris, dirigiéndose a él por vez

primera—. Es nuestro deseo que se haga cargo totalmente de la economía de la nación.

Queremos verle convertido en dictador. Queremos que gobierne, ¿me ha comprendido?

Queremos que dé órdenes y que planee lo más adecuado. Y estamos decididos a ello. Ni
los discursos, ni la lógica, ni los argumentos, ni la obediencia pasiva pueden salvarle ya.

Lo que queremos son ideas. No permitiremos que salga de aquí hasta que nos indique las

medidas exactas que adoptará para salvar nuestro sistema. Luego deberá comunicarlas al

país por medio de la radio —elevó la muñeca y consultó un cronómetro de pulsera—. Le

concederé treinta segundos para decidir si desea empezar a hablar en seguida. De lo

contrario empezaremos con usted, ¿me ha comprendido?

Galt los miraba con rostro inexpresivo, como si comprendiera demasiado, pero no

contestó.

Oyeron el tictac del cronómetro en el silencio, contando los segundos, y el respirar

irregular y ahogado de Mouch que se había cogido con fuerza a los brazos del sillón.

Ferris hizo una seña al mecánico encargado de la máquina. Aquél hizo funcionar el

conmutador y el botón rojo se iluminó a la vez que se iniciaban os sonidos distintos: el

del zumbar de un generador eléctrico y el de cié…o golpeteo peculiar, semejante al tictac

de un reloj, pero con cierta resonancia extrañamente sofocada. Tardaron un momento en

comprender que procedía del amplificador y que lo que escuchaban eran los latidos del

corazón de Galt.

—Número tres —dijo Ferris levantando un dedo.

El mecánico apretó un botón bajo uno de los cuadrantes. Un largo estremecimiento

recorrió el cuerpo de Galt y su brazo izquierdo se movió en violentos espasmos

convulsionado por la corriente eléctrica que circulaba entre su muñeca y hombro. Su

cabeza cayó hacia atrás, cerró los ojos y apretó fuertemente los labios, pero sin emitir

ningún sonido.

Cuando el mecánico aflojó la presión sobre el pulsador el brazo de Galt dejó de temblar,

pero él no se movió.

Los tres hombres miraron a su alrededor con la momentánea expresión de quien vacila.

La mirada de Ferris no expresaba nada; Mouch parecía aterrorizado y Taggart

decepcionado. El sonar de los latidos continuó escuchándose en el silencio.

986
—Número dos —dijo Ferris.

Ahora fue la pierna derecha de Galt la que empezó a agitarse, mientras la corriente

circulaba entre su cadera y el tobillo. Sus manos se aferraron a los bordes de la

colchoneta. Movió la cabeza lateralmente y luego quedó inmóvil. Los latidos se

apresuraron ligeramente.

Mouch pretendía alejarse, apretándose contra el respaldo de su sillón. Taggart, sentado en

el borde del suyo, se inclinaba hacia delante.

—Número uno, gradual —ordenó Ferris.

El torso de Galt saltó hacia arriba y volvió a caer, estremeciéndose en largos espasmos,

haciendo fuerza sobre las inmovilizadas muñecas, conforme la corriente pasaba desde una

de ellas a la otra a través de los pulmones. El mecánico daba vuelta lentamente a uno de

los mandos, aumentando el voltaje y la aguja del marcador se movía hacia el segmento

rojo, indicador de peligro. Galt respiraba de un modo jadeante, produciendo sordos

sonidos con sus pulmones convulsos.

—¿Tiene suficiente? —preguntó Ferris irónico, cuando la corriente hubo cesado.

Galt no contestó. Sus labios se movían ligeramente, como ansiosos de aire. El latido del

estetoscopio se aceleraba. Pero su respiración descendía a un ritmo regular, por el

esfuerzo controlado de la relajación.

—¡Hay que insistir! —gritó Taggart contemplando el cuerpo desnudo sobre la

colchoneta.

Galt abrió los ojos y miró unos momentos a aquellos hombres. Pero no pudieron observar

nada, aparte de su tranquilidad y de su plena conciencia. Luego volvió a echar la cabeza

hacia atrás y permaneció inmóvil como si se hubiera olvidado de ellos.

Su cuerpo parecía extrañamente fuera de lugar en aquel sótano. Todos lo sabían, aunque

ninguno quisiera reconocerlo. Las largas líneas del mismo, desde los tobillos a las planas

caderas, al ángulo de la cintura y a los rectos hombros, semejaban las de una estatua de la

antigua Grecia, compartiendo el significado de la misma, pero estilizadas en una forma

más larga, ligera y activa, en una más ágil fortaleza, sugeridora de más intensa inquietud

y de energía. No era el cuerpo de un conductor de un carro militar, sino el de un


constructor de aeroplanos. Y de igual modo que el significado de una estatua de la

antigua Grecia —la estatua del hombre como dios —discrepaba del espíritu del siglo

presente, así su cuerpo discrepaba también de un sótano dedicado a actividades

prehistóricas. El contraste era aún mayor porque Galt parecía pertenecer a los alambres

conductores, al acero inoxidable, a los instrumentos de precisión y a los conmutadores del

cuadro de mandos. Quizá —y éste era el pensamiento al que con mayor fuerza resistían y

más profundamente enterraban aquellos hombres en el fondo de sus sensaciones; la idea

que sólo conocían en forma de odio difuso y de desenfocado terror —quizá fuera la

ausencia de tales estatuas en el mundo entero, la que había transformado un generador en

un pulpo y colocado a un cuerpo como aquél en sus tentáculos.

—Tengo entendido que es usted una especie de experto en electricidad —dijo Ferris con

burlona risita—. También nosotros, ¿no cree?

Dos sonidos le contestaron en el silencio: el zumbar del generador y los latidos del

corazón de Galt.

—¡ La serie mixta! —ordenó Ferris accionando con un dedo hacia el mecánico.

Los estremecirnientos se produjeron ahora a intervalos irregulares, uno tras otro, a una

distancia de minutos. Sólo las convulsiones de las piernas, los brazos, el torso o el cuerpo

entero de Galt, demostraban que la corriente circulaba entre dos electrodos o entre todos

ellos a la vez. Las agujas de los cuadrantes se aproximaban peligrosamente a las marcas

987

rojas, para retroceder después. La máquina estaba calculada para infligir un dolor lo más

intenso posible, pero sin perjudicar el cuerpo de la víctima.

Los testigos de la operación llegaron a considerarla insoportable durante las pausas de

algunos minutos en las que se escuchaba el latido del corazón, que ahora sonaba

apresurado y a ritmo irregular. Dichas pausas estaban calculadas para que el latido

aminorase, pero sin permitir alivio a la víctima que debía esperar una sacudida a cada

instante.

Galt yacía con el cuerpo lacio, como si no pretendiera combatir el dolor, sino rendirse a
él; sin pretender negarlo, sino soportarlo. Cuando sus labios se entreabrían ávidos de aire

y un repentino estremecimiento los volvía a cerrar, no forcejeaba contra la estremecida

rigidez de su cuerpo, sino que la dejaba desaparecer en cuanto cesaba la corriente. Tan

sólo la piel de su rostro aparecía tirante y la línea de sus labios se torcía hacia un lado de

vez en cuando. Cuando la corriente circulaba por su pecho, los mechones de un cobrizo

dorado de su pelo se agitaban de igual modo que su cabeza, cual estremecidos por un

soplo de viento, cayéndole en la cara y en los ojos. Los testigos se preguntaron por qué

aquel cabello parecía cada vez más obscuro. Luego se dieron cuenta de que estaba

empapado de sudor.

El terror de escuchar el propio corazón batallando como si fuera a estallar en un momento

dado, había sido calculado para que la víctima lo sintiera plenamente. Pero eran sus

atormentadores los que temblaban de terror, escuchando aquel ritmo quebrado, los que

jadeaban cada vez que fallaba un latido, fistos sonaban ahora como si el corazón saltara,

golpeando frenéticamente su jaula de costillas, presa no sólo de agonía, sino de

desesperada furia. El corazón protestaba; el hombre no. Seguía tendido con los ojos

cerrados y las manos lacias, escuchando cómo su corazón luchaba por conservar la vida.

Wesley Mouch fue el primero en estallar.

—¡Oh, Dios mío, Floyd! —gritó—. ¡No lo mate! ¡No se atreva a matarlo! ¡Si muere,

moriremos todos!

—No morirá —gruñó Ferris—. ¡Deseará morir, pero no va a lograrlo! ¡La máquina no lo

permitirá! ¡Está matemáticamente calculada! ¡Es segura!

—¿No basta con esto? ¡Está dispuesto a obedecer! ¡Me siento seguro de ello!

—¡No! ¡No basta! ¡No quiero que obedezca! ¡Quiero que crea! ¡Que acepte! ¡Que desee

aceptar! ¡Ha de trabajar para nosotros voluntariamente!

—¡Adelante! —gritó Taggart—. ¿Qué espera? ¿Es que la corriente no puede ser más

fuerte? ¡Todavía no ha gritado siquiera!

—¿Qué le sucede? —jadeó Mouch, atisbando la cara de Taggart mientras la corriente

torcía el cuerpo de Galt.

Taggart lo contemplaba atentamente, pero sus pupilas parecían vidriosas y muertas.


Alrededor de su mirar inanimado, los músculos de su cara formaban una obscena

caricatura de alegría.

—¿Tiene suficiente? —gritaba Ferris a Galt—. ¿Está dispuesto a desear lo mismo que

nosotros?

No escucharon ninguna respuesta. Galt levantaba la cabeza de vez en cuando y los

miraba. Bajo sus ojos se pintaban unos círculos obscuros, pero las pupilas seguían claras

y conscientes.

Presas de pánico, los testigos perdieron su sentido del contexto y del lenguaje y sus tres

voces se mezclaron en una progresión de indiscriminados gritos:

—¡Queremos que se haga cargo de esto!

—¡Queremos que gobierne…! ¡Le ordenamos dar órdenes!

988

—¡Queremos que dicte normas!

—¡Le ordenamos que nos salve…! ¡Le ordenamos que piense!

Pero no escucharon respuesta, aparte de los latidos de aquel corazón del que dependían

sus vidas.

La corriente circulaba por el pecho de Galt, y los latidos se percibían a intervalos

irregulares, como si tropezaran entre sí. De pronto, el cuerpo quedó inmóvil,

completamente relajado; los latidos habían cesado de escucharse.

El silencio fue como un golpe que los dejara inconscientes. Antes de haber tenido tiempo

de gritar, el horror que sentían fue superado por otro: Galt había abierto los ojos y

levantaba la cabeza.

Observaron también que el zumbido del motor no se escuchaba y que la luz roja estaba

apagada en el cuadro de mandos; la corriente había cesado; el generador estaba muerto.

El mecánico pulsaba vigorosamente el botón, pero sin resultado. Hizo funcionar la

palanca del conmutador una y otra vez y propinó un puntapié al costado de la máquina.

Pero la luz roja no volvió a encenderse ni se escuchó sonido alguno.

—¿Qué pasa? —gritó Ferris—. ¿Qué ha sucedido?


—El generador está agotado —respondió el mecánico sin saber qué hacer.

—¿Qué le ocurre?

—No lo sé.

—Pues averígüelo y arréglelo.

Pero aquel hombre no era un electricista práctico; lo habían elegido, no por sus

conocimientos, sino por su absoluta indiferencia en el arte de apretar cualquier botón que

le mandaran. El esfuerzo que había necesitado para aprender aquel trabajo era tal, que

resultaba posible fiarse de su conciencia, porque ésta no dejaba lugar a ninguna otra cosa.

Abrió el panel posterior de la máquina y empezó a manipular, perplejo, el intrincado

mecanismo; pero no encontró nada que llamara su atención. Se puso unos guantes de

goma, tomó unas alicates, apretó unos cuantos tornillos al azar y se rascó la cabeza.

—No lo sé —manifestó con expresión de desesperanzada docilidad—. ¿Cómo puedo

saberlo?

Los tres espectadores se habían puesto en pie, agrupándose tras de la máquina para

observar sus recalcitrantes órganos. Actuaban por simple reflejo, sabiendo perfectamente

que no podían averiguar nada.

—¡Tiene usted que arreglarlo! —gritó Ferris—. ¡Tiene que funcionar! ¡Necesitamos la

electricidad!

—¡Hay que continuar! —gritó a su vez Taggart, tembloroso—. ¡Es ridículo!

¡Inadmisible! ¡No admito interrupciones! ¡No pienso resistir! —y señaló hacia la

colchoneta.

—Haga algo —instó Ferris al mecánico—. ¡No se quede ahí parado! ¡Haga algo!

¡Arréglelo! ¡Le ordeno que lo arregle!

—Es que no sé lo que le pasa —respondió el otro, parpadeando.

—¡Encuéntrelo!

—¿Cómo quiere que lo encuentre?

—¡Le ordeno que lo arregle! ¿Me ha oído? ¡Haga funcionar eso o lo despediré y lo

meteré en la cárcel!

—Es que no sé lo que le ocurre —suspiró el hombre asombrado —No sé qué hacer.
—El vibrador se ha estropeado —dijo una voz tras ellos.

989

Se volvieron en redondo. Galt se esforzaba en respirar, pero aun así, había hablado en el

tono brusco y competente de un ingeniero auténtico.

—Sáquenlo y retiren la cubierta de aluminio —indicó—. Encontrarán un par de contactos

soldados. Sepárenlos, tomen una pequeña lima y limpien las superficies. Luego vuelvan a

colocar la tapa, enchúfenlo de nuevo en la máquina y su generador funcionará.

Se produjo un largo momento de silencio total.

El mecánico miraba a Galt, sosteniendo la mirada de éste. Incluso le fue posible

reconocer la naturaleza del brillo de aquellas obscuras pupilas verdes: era un chispazo de

desdeñosa burla.

Dio un paso atrás. En la incoherente semiobscuridad de su conciencia, de un modo

informe, incapaz de ser expresado en palabras, llegó a captar el significado de lo que

estaba sucediendo en aquel sótano.

Miró a Galt, luego a los tres hombres y a continuación a la máquina. Se estremeció, dejó

caer su alicates y salió corriendo de la habitación. Galt soltó una carcajada.

Sus atormentadores se retiraban lentamente de la máquina, caminando hacia atrás,

esforzándose en no comprender lo que el mecánico había comprendido.

—¡No! —gritó Taggart de pronto mirando a Galt y avanzando rápido hacia él—. ¡No!

¡No le dejaré que se salga con la suya! —cayó de rodillas y empezó a accionar

frenéticamente, con el fin de encontrar el cilindro de aluminio del vibrador.

—¡Yo lo arreglaré! ¡Yo haré que funcione! ¡Hemos de continuar! ¡Hemos de quebrantar

su actitud!

—Calma, Jim —le aconsejó Ferris intranquilo, obligándolo a ponerse en pie.

—¿No sería mejor… no sería mejor que lo dejásemos por esta noche? —dijo Mouch con

aire suplicante. Miraba a la puerta por la que había salido el mecánico, con aire entre

envidioso y atemorizado.

—¡No! —gritó Taggart.


—Jim, ¿no cree que tiene ya bastante? No se olvide de que hemos de mostrarnos

cuidadosos.

—¡No! ¡No tiene bastante! ¡Ni siquiera ha gritado!

—¡Jim! —exclamó Mouch de pronto, aterrorizado ante lo que leía en la cara de

Taggart—. ¡No podemos matarlo! ¡Usted lo sabe!

—¡No me importa! ¡Quiero imponerle mi voluntad! ¡Quiero oírle gritar! ¡Quiero…!

Pero de pronto fue Taggart el que gritó; el que exhaló un largo, repentino y penetrante

aullido, como si acabase de percibir una visión inesperada, aun cuando sus ojos mirasen

al vacío y parecieran cegados. Lo que veía se hallaba en su interior. El muro protector de

la emoción, de la evasión, del disimulo, de los velados pensamientos y de las palabras a

medio pronunciar, levantado en su espíritu durante tantos años, acababa de venirse abajo

en el momento de comprender que lo que deseaba era la muerte de Galt, sabiendo al

mismo tiempo que a la muerte de aquél seguiría la suya.

Acababa de ver claro el motivo que había originado todas las acciones de su vida. No era

su alma inviolable ni su amor hacia los demás, ni sus deberes sociales, ni ninguna de las

fraudulentas expresiones gracias a las cuales había podido ir manteniendo su propia

estima, sino el afán de destruir todo lo viviente en beneficio de lo que no alentaba. Era el

ferviente deseo de desafiar la realidad, destruyendo todos los valores, con el fin de

demostrarse a sí mismo que era capaz de existir oponiéndose a la realidad, y que nunca se

encontraría coartado por ningún hecho sólido e inmutable. Unos momentos antes había

podido sentir que aborrecía a Galt sobre todos los hombres, que dicho odio era prueba de

la maldad de aquél, de una maldad que no necesitaba definir. Que deseaba destruir a Galt

990

con el fin de lograr su propia supervivencia. Ahora, en cambio, comprendía que había

querido la destrucción de Galt al precio de la suya propia; comprendía que nunca deseó

sobrevivir, se daba cuenta de que era la grandeza de Galt la que había intentado torturar y

destruir, y la veía como grandeza por admisión propia; por la única norma existente tanto

si se admitía como si no: la grandeza de un hombre dueño de la realidad, de un modo no


igualado por nadie. En el momento en que él, James Taggart, se había enfrentado al

ultimátum de aceptar la realidad o morir, fue la muerte la que sus emociones escogieron.

La muerte antes que rendirse al reino del que Galt era hijo radiante. Comprendió que en

la persona de Galt había buscado la destrucción de todo lo existente.

No fue mediante palabras que dicho conocimiento se enfrentó a su conciencia; del mismo

modo que todo aquel conocimiento había consistido en emociones, ahora se sentía

sostenido por una emoción y una visión que no tenía poder para anular. Ya no le era

posible hacer acopio de niebla para ocultar la visión de aquellos callejones sin salida que

siempre se esforzó en no ver; ahora, al final de cada uno de ellos, observaba su odio a la

existencia. Veía la cara de Cherryl Taggart con su alegre anhelo de vivir; ese anhelo era

lo que siempre intentó derrotar. Veía su propia cara como la de un asesino a quien todo el

mundo debería detestar, un asesino destructor de valores, por el hecho de serlo, que

mataba con el fin de no descubrir su propio e irredimible mal.

—No… —gimió mirando la visión y sacudiendo la cabeza para escapar a ella—. No…,

no…

—Sí —dijo Galt.

Vio los ojos de Galt fijos en los suyos, como si contemplara lo mismo que él.

—Se lo dije por la radio, ¿recuerda? —preguntó Galt.

Era el refrendo que James Taggart más había temido y al que no podía escapar, la marca

y prueba de la objetividad.

—No —dijo débilmente; pero la suya no era ya la voz de una conciencia viva.

Permaneció un momento contemplando ciegamente el espacio; luego sus piernas

cedieron, doblándose lacias, y quedó sentado en el suelo, mirando fijamente, sin darse

cuenta de lo que hacía ni de dónde estaba.

—i James…! —le llamó Mouch; pero no hubo respuesta.

Mouch y Ferris no se preguntaron entre sí ni a ellos mismos lo que le había sucedido a

Taggart. Comprendieron que jamás deberían intentar descubrirlo, bajo peligro de

compartir su destino. Sabían perfectamente quién había cedido aquella noche. Sabían que

aquello marcaba el final de James Taggart, tanto si su cuerpo físico sobrevivía como si
no.

—Saquemos… saquemos a Jim de aquí —propuso Ferris estremecido—. Llevémoslo a

un médico… a algún sitio…

Obligaron a Taggart a incorporarse. No resistió, sino que obedeció letárgicamente,

moviendo los pies cuando lo empujaron. Era él quien quedaba reducido al estado en el

que quiso hundir a Galt. Sosteniéndolo por ambos brazos, sus amigos lo sacaron de la

habitación.

Les salvó de la necesidad de admitir hasta qué punto deseaban escapar a la mirada de

Galt. Éste los observaba con expresión quizá demasiado perceptiva y austera.

—Volveremos —dijo Ferris al jefe de los guardianes—. Quédense aquí y no dejen entrar

a nadie. ¿Comprendido? A nadie.

Empujaron a Taggart hacia el interior de su automóvil, estacionado entre los árboles de la

entrada.

991

—Volveremos —dijo Ferris sin dirigirse a nadie en particular, hablando a los árboles y a

la obscuridad del cielo.

Por el momento, sólo estaban seguros de una cosa: de que era preciso escapar de aquel

sótano, del sótano donde el generador vivo quedaba atado a otro generador muerto.

992

CAPÍTULO X

EN NOMBRE DE LO MEJOR DE NUESTRO SER

Dagny avanzó en derechura hacia el guardián apostado a la puerta del «Proyecto F». Sus

pasos sonaban firmes, regulares y tranquilos, percibiéndose en el silencio del camino

entre los árboles. Levanto la cara hacia un rayo de luna, para que el guardián la

reconociera.

—Déjeme entrar —dijo.

—Está prohibido —respondió el otro con voz de robot—. Por orden del doctor Ferris.
—Vengo por orden de míster Thompson.

—¿Cómo…? No… no sé nada de eso.

—Yo sí.

—El doctor Ferris no me ha dicho nada…, señora.

—Se lo digo yo.

—No puedo aceptar órdenes de nadie, excepto del doctor Ferris.

—¿Va a desobedecer a míster Thompson?

—¡Oh, no, señora! Pero… pero si el doctor Ferris dice que no hay que dejar entrar a

nadie, no debo permitirlo —añadió inseguro y casi suplicante—. ¿Verdad?

—¿Sabe usted que soy Dagny Taggart y que mi fotografía ha aparecido en los periódicos

junto a míster Thompson y I03 directivos principales del país?

—Sí, señora.

—¿Quiere contravenir sus órdenes?

—¡Oh, no, señora! Nada de eso.

—Pues déjeme entrar.

—No puedo desobedecer al doctor Ferris.

—Elija entre una cosa y otra.

—¡No puedo elegir, señora! ¿Quién soy yo para elegir?

—Pues tendrá que hacerlo.

—Mire —dijo el centinela, sacándose una llave del bolsillo y volviéndose a la puerta—,

voy a preguntar al jefe y él…

. —No —dijo Dagny.

Algo en el tono de su voz le obligó a volverse de nuevo. Dagny esgrimía una pistola con

la que le apuntaba directamente al corazón.

—Escuche con cuidado —le advirtió—. O me deja entrar o disparo. Puede intentar

hacerlo antes que yo. Le ofrezco esa opción…, pero ninguna otra. Y ahora, decida.

El centinela abrió la boca al tiempo que la llave le caía al suelo.

—¡Quítese de en medio! —le ordenó Dagny.

El centinela sacudió la cabeza, apoyándose de espaldas a la puerta.


—¡Oh, no, señora! —jadeó, presa de desesperación—. ¡No puedo disparar contra usted,

puesto que viene de parte de míster Thompson! ¡Pero tampoco puedo dejarla entrar,

993

contraviniendo las órdenes del doctor Ferris! ¿Qué voy a hacer? ¡No soy más que un

servidor! ¡He de obedecer órdenes! ¡No puedo decidir!

—Se trata de su vida —dijo Dagny.

—Si me permite preguntar al jefe, él me indicará…

—No le permitiré consultar con nadie.

—Pero ¿cómo puedo saber si verdaderamente viene usted por mandato de míster

Thompson?

—No es preciso. A lo mejor le engaño. A lo mejor estoy obrando por iniciativa propia, y

usted será castigado por obedecerme. Pero, en caso contrario, lo encerrarán por

desobedecer. Quizá el doctor Ferris y míster Thompson estén de acuerdo en esto. O quizá

no y tenga usted que arriesgarse y desafiar a uno o a otro. Eso es lo que ha de decidir. No

hay nadie a quien llamar, nadie a quien preguntar, ni nadie que pueda aconsejarle. Tendrá

que decidir por sí mismo.

—No puedo hacerlo. ¿Por qué he de ser yo precisamente?

—Porque es su cuerpo el que me impide pasar.

—¡No puedo decidir! ¡Nadie imagina que haya de hacerlo!

—Contaré hasta tres —dijo Dagny—. Y luego apretaré el gatillo.

—¡Espere! ¡Espere! ¡Todavía no he dicho nada! —gritó el hombre, apretándose todavía

más contra la puerta, como si la inmovilidad de su cuerpo y de su alma constituyeran su

mejor protección.

—Uno… —contó Dagny viendo cómo los ojos del centinela se fijaban en ella

aterrorizados—, dos… —pudo observar que la pistola le daba menos miedo que la

alternativa a la que se hallaba enfrentado—. Tres.

De un modo tranquilo e indiferente ella, la que hubiera vacilado en disparar contra un

animal, apretó el gatillo, disparando al corazón de un hombre que había deseado existir
sin la responsabilidad de la conciencia.

El arma iba equipada con un silenciador; por dicha causa, no hubo detonación que

provocase alarma; tan sólo el golpe sordo de un cuerpo cayendo a sus pies.

Recogió la llave del suelo y esperó unos breves instantes, tal como fuera convenido.

Francisco fue el primero en unirse a ella, saliendo de detrás de una esquina del edificio.

Luego Hank Rearden y por fin Ragnar Danneskjóld. Un rato antes, cuatro guardianes se

hallaban apostados a intervalos entre los árboles alrededor del edificio. Pero los cuatro no

contaban ya. Uno estaba muerto y los tres restantes yacían entre la maleza atados y

amordazados.

Dagny entregó la llave a Francisco, sin pronunciar palabra. Éste abrió y entró en el

edificio, dejando la puerta entreabierta unos centímetros. Los otros tres esperaron fuera,

próximos a aquélla.

El vestíbulo estaba iluminado por una sola bombilla empotrada en el techo. Un guardián

se hallaba al pie de la escalera que conducía al segundo piso.

—¿Quién es usted? —preguntó al ver entrar a Francisco con aire completamente sereno,

cual si fuera dueño de aquel lugar—. No había de venir nadie esta noche.

—Yo sí —dijo Francisco.

—¿Por qué le ha dejado entrar Rusty?

—Habrá tenido sus razones.

—¡No debía dejar entrar a nadie!

—Alguien ha hecho cambiar esa suposición —dijo Francisco mientras sus ojos realizaban

un veloz inventario del lugar.

994

Un segundo guardián se hallaba en el primer rellano, mirando hacia abajo y escuchando.

—¿A qué se dedica usted?

—Tengo minas de cobre.

—¿Cómo? Quiero decir, ¿quién es usted?

—Mi nombre resulta demasiado largo. Se lo diré a su jefe. ¿Dónde está?


—Soy yo quien interroga —dio un paso atrás—. No… no adopte un aire tan jactancioso

o…

—¡Eh, Pete! —le advirtió el segundo guardián paralizado por los modales de Francisco.

El primero se esforzaba en ignorarlo; su voz fue creciendo conforme aumentaba su miedo

en el momento de preguntar a Francisco:

—¿Qué desea?

—Ya le he contestado que lo diré a su jefe. ¿Dónde está?

—¡Soy yo quien hace las preguntas!

—No pienso contestarlas.

—¡Oh! ¿De veras? —gruñó Pete, quien, en caso de duda, siempre tenía un recurso. Su

mano se aproximó veloz a la pistola que llevaba al cinto.

Pero la mano de Francisco fue demasiado rápida para que aquellos dos hombres

observaran su movimiento y su pistola demasiado silenciosa. Al instante pudieron

observar como el arma de Pete saltaba por los aires al tiempo que brotaba la sangre de sus

destrozados dedos. Luego profirió un gemido ahogado de dolor y cayó al suelo

quejándose. En el momento en que el segundo guardián se daba cuenta, la pistola de

Francisco le apuntaba.

—¡No dispare, señor! —gritó.

—¡Baje de ahí con las manos en alto! —ordenó Francisco sosteniendo la pistola con una

mano y haciendo con la otra señales hacia la abertura de la puerta.

Para cuando el guardián descendió la escalera, Rearden se encontraba ya allí, dispuesto a

desarmarle, mientras Danneskjóld se encargaba de amarrarle las manos y los pies. La

visión de Dagny pareció asustarle más que nada; no podía comprenderlo: los tres

hombres llevaban gorras y chaquetas de cuero y de no ser por sus modales se les hubiera

podido confundir con atracadores, pero la presencia de una mujer entre ellos resultaba

inexplicable.

—Veamos —dijo Francisco—, ¿dónde tenéis a vuestro jefe? El guardián señaló con la

cabeza en dirección a la escalera.

—i Ahí arriba!
—¿Cuántos guardianes hay en el edificio?

—Nueve.

—¿Dónde están?

—Uno en la escalera del sótano. Los otros arriba.

—¿Dónde?

—En el laboratorio grande. El que tiene la ventana.

—¿Todos?

—Sí.

—¿Qué hay en esas habitaciones? —preguntó señalando las puertas que daban al

vestíbulo.

—También son laboratorios. Por las noches se cierran.

995

—¿Quién tiene la llave?

—Él —y señaló a Pete con la cabeza.

Rearden y Danneskjóld sacaron la llave del bolsillo de Pete y empezaron a tantear las

cerraduras, mientras Francisco continuaba:

—¿Hay otros hombres en el edificio?

—No.

—¿Tienen algún prisionero?

—¡Oh… sí! ¡Creo que sí! Tiene que haberlo, porque de lo contrario no nos hubieran

mantenido de servicio a todos.

—¿Está todavía aquí?

—No lo sé. Nunca nos lo dicen.

—¿Se halla en el edificio el doctor Ferris?

—No. Salió hace entre diez y quince minutos.

—Hablemos de ese laboratorio del piso de arriba. ¿La puerta da directamente al rellano?

—Sí.

—¿Cuántas puertas se abren al mismo?


—Tres. La que usted desea es la de en medio.

—¿Qué hay en las otras habitaciones?

—A un lado el laboratorio pequeño y al otro el despacho del doctor Ferris.

—¿Existen puertas de comunicación entre ellas?

—Sí.

Francisco se volvía hacia sus compañeros cuando el guardián lo abordó con aire

suplicante.

—Señor, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Usted dirá.

—¿Quién es usted?

En el tono solemne de quien efectúa una presentación ceremoniosa, respondió:

—Francisco Domingo Carlos Andrés Sebastián d'Anconia.

Dejando al guardián boquiabierto se volvió para efectuar una breve consulta con sus

compañeros.

Al cabo de un momento Rearden subió la escalera velozmente, sin hacer ruido alguno.

Jaulas conteniendo ratones y conejos de indias se hallaban apiladas contra las paredes del

laboratorio. Habían sido colocadas allí por los guardianes, que jugaban al póker en la

larga mesa situada en el centro. Los jugadores eran seis; otros dos hombres se hallaban en

rincones opuestos, vigilando la puerta de entrada con las pistolas en la mano. Fue la cara

de Rearden la que salvó a éste en el momento de entrar; era una cara demasiado conocida

para ellos, aunque inesperada. Vio ocho cabezas vueltas hacia él con síntomas de

reconocimiento y de evidente incapacidad para creer lo que sus ojos contemplaban.

Permaneció en la puerta con las manos en los bolsillos del pantalón y el aire casual y

confiado de un director de empresa.

—¿Quién es el jefe aquí? —preguntó en el tono bruscamente cortés de quien no pierde el

tiempo.

—¿No será… usted…? —tartamudeó un individuo desgarbado y hosco de los que

estaban sentados a la mesa.

—Soy Hank Rearden. ¿Y usted? ¿Es el jefe?


996

—¡Sí! Pero, ¿de dónde diablos ha salido?

—De Nueva York.

—¿Qué hace aquí?

—A lo que veo, no les han notificado nada.

—¿Acerca de qué?

La rápida y resentida sospecha de que sus superiores habían subestimado su autoridad

aparecía evidente en la voz del jefe. Era un hombre alto, flaco, de movimientos

convulsos, con la cara macilenta y las pupilas inquietas y desenfocadas de un adicto a las

drogas.

—Acerca de lo que vengo a hacer aquí.

—Usted… no tiene nada que hacer en este lugar —replicó el guardián, indeciso entre el

temor a ser objeto de un engaño y el de haber quedado al margen de alguna importante

decisión—. Es usted un traidor, un desertor y un…

—Veo que no está a la altura de las circunstancias, buen hombre.

Los otros siete ocupantes del recinto contemplaban a Rearden con supersticiosa

incertidumbre. Los que esgrimían pistolas continuaban apuntándole a la manera

impasible de autómatas. Pero él no pareció observarlo.

—¿Qué viene a hacer aquí? —preguntó el jefe.

—He de hacerme cargo del prisionero.

—Si viene del cuartel general, sabrá perfectamente que no estoy enterado de nada

concerniente a un prisionero… ¡Y que nadie debe tocarlo!

—Excepto yo.

El jefe se puso en pie de un salto, se abalanzó hacia un teléfono y tomó el auricular. Pero

no lo había aplicado a su oído cuando dejó caer la mano bruscamente con un ademán que

provocó una vibración de pánico en el aposento; acababa de notar que el teléfono no

funcionaba: los alambres debían estar cortados.

Su mirada acusadora al volverse hacia Rearden pareció chocar contra la débil y


desdeñosa recriminación que sonaba en la voz de éste al decirle:

—Ésta no es manera de guardar un edificio… Más vale que me entreguen el prisionero

antes de que le ocurra algo, si no quieren que dé parte de ustedes por negligencia e

insubordinación.

El jefe se dejó caer en una silla, se apoyó en la mesa como si le faltaran las fuerzas y miró

a Rearden con una cara semejante a la de los animales que empezaban a agitarse en sus

jaulas.

—¿Quién es el prisionero? —preguntó.

—Buen hombre —repuso Rearden—, si sus inmediatos superiores no creyeron

conveniente revelárselo, tampoco yo voy a hacerlo.

—¡No me han informado de sil llegada! —gritó el jefe, confesando su impotencia y su

temor, publicándolos a los cuatro vientos con vibraciones que llegaban hasta sus

subordinados—. ¿Cómo voy a saber si todo esto es legal? ¿Quién puede aclarármelo si el

teléfono no funciona? ¿Cómo puedo comprender lo que es mejor?

—Ese problema es suyo, no mío.

—¡No le creo a usted! —gritó el otro de un modo tan penetrante que no pudo convencer a

nadie—. No creo que el Gobierno le haya mandado con ninguna misión, puesto que se

trata de uno de esos traidores y amigos de John Galt que…

—¿Es que no lo ha oído?

997

—¿Qué?

—John Galt ha hecho un trato con el Gobierno y nos ha instado a volver.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó uno de los guardianes, el más joven.

—¡Cierra la boca! ¡Tú no puedes tener opiniones políticas! —le increpó el jefe. Y

volviéndose a Rearden preguntó—: ¿Por qué no ha sido anunciado por radio?

—¿Es que presume usted de saber cuándo y cómo el Gobierno ha de anunciar sus

decisiones?

En el largo momento de silencio que se produjo a continuación pudieron escuchar el


rumor que producían los animales al arañar los barrotes de sus jaulas.

—Creo oportuno recordarles —dijo Rearden —que su tarea no consiste en dudar de las

órdenes, sino en obedecerlas. No tiene por qué saber ni comprender la política de sus

superiores, y no es usted juez con prerrogativas para elegir o dudar.

—¡Lo que no sé es si tengo que obedecerle o no!

—Si rehúsa sufrirá las consecuencias.

Apoyado en la mesa, el jefe posó su mirada lentamente en la cara de Rearden y en la de

los dos guardianes apostados en los rincones. Éstos parecieron comprobar su puntería por

medio de un movimiento casi imperceptible. Un nervioso rumor sonaba en la habitación.

Un animal gruñó en una de las jaulas.

—Creo que también debo decirle —prosiguió Rearden con voz algo más dura —que no

estoy solo. Mis amigos esperan fuera.

—¿Dónde?

—Alrededor de ese recinto.

—¿Cuántos?

—Ya lo sabrá… cuando llegue el momento.

—Oiga, jefe —gimió una voz temblorosa entre los guardianes—. No queremos líos con

esa gente; son…

—¡Cállate! —gritó el jefe irguiéndose de pronto y apuntando con su arma hacia el que

acababa de hablar—. Ninguno de vosotros va a fallarme, ¡bastardos! —Gritaba para

alejar de sí el conocimiento de lo que todos sabían. Parecía tambalearse al borde del

pánico, combatiendo la impresión de que algo acababa de desarmar a sus hombres—. ¡No

hay por qué asustarse! —Pero se dirigía más a sí mismo que a los otros, tratando de

recobrar la seguridad de la única esfera en la que sabía desenvolverse: la violencia—. ¡Yo

os lo demostraré!

Dio media vuelta con la mano temblándole y el brazo vacilante y disparó contra Rearden.

Vieron cómo Rearden se tambaleaba y cómo su mano derecha oprimía el hombro

izquierdo. En el mismo instante la pistola que sostenía su jefe cayó al suelo, al tiempo

que aquél profería un grito y la sangre brotaba de su muñeca. Luego vieron a Francisco
d'Anconia en la puerta de la izquierda, con su silenciosa pistola apuntando todavía al jefe.

Se habían puesto en pie y esgrimían sus armas, pero habían perdido la iniciativa y no

osaban disparar.

—Yo no lo haría si estuviera en vuestro lugar —dijo Francisco.

—¡Cielos! —jadeó uno de ¡os guardianes esforzándose en recordar un nombre que

escapaba a su memoria—. ¡Éste es el tipo que voló todas las minas de cobre del mundo!

—En efecto —dijo Rearden.

Habían retrocedido involuntariamente, alejándose de Francisco. Rearden seguía en la

puerta con la pistola en la diestra y una mancha obscura cada vez mayor en su hombro

izquierdo.

998

—¡Disparad, bastardos! —gritó el jefe a sus vacilantes hombres—. ¿Qué esperáis?

¡Matadlos a todos! —Estaba reclinado con un brazo contra la mesa, mientras la sangre le

corría por el otro—. ¡Daré parte de todo el que no obedezca! ¡Lo haré condenar a muerte!

—¡Tiren las armas! —ordenó Rearden.

Los siete guardianes permanecieron como helados un instante, aunque sin obedecer.

—¡Dejadme salir! —gritó el más joven, lanzándose hacia la puerta de la derecha.

Apenas la hubo abierto cuando saltó hacia atrás: Dagny Taggart se hallaba en el umbral

con una pistola en la mano.

Los guardianes se iban agrupando lentamente en el centro de la habitación, librando una

batalla invisible en la neblina de sus cerebros, desarmados por cierto sentimiento de

irrealidad en presencia de figuras legendarias a las que nunca esperaron ver y sintiendo

casi como si les ordenaran disparar contra fantasmas.

—¡Tiren las armas! —repitió Rearden—. No saben por qué están aquí. En cambio,

nosotros lo sabemos. No saben quién es su prisionero. Nosotros, sí. No saben por qué sus

jefes quieren que lo vigilen. En cambio, nosotros sabemos muy bien por qué queremos

sacarlo de aquí. No se dan cuenta del objetivo de su lucha, pero nosotros sí sabemos cuál

es el de la nuestra. Si mueren no sabrán por qué. Nosotros sí lo sabemos.


—¡No… no lo escuchéis! —gritó el jefe—. ¡Disparad! ¡Os ordeno que disparéis!

Uno de los guardianes miró a su jefe, dejó caer el arma y levantando los brazos

retrocedió, apartándose del grupo en dirección a Rearden.

—¡Condenados! —gritó el jefe tomando una pistola con la mano izquierda y disparando

contra el desertor.

En el preciso instante en que aquél se desplomaba contra el suelo, la ventana se abrió

entre una catarata de fragmentos de cristal, y desde la rama de un árbol, igual que desde

una catapulta, la alta y esbelta figura de un hombre fue proyectada al interior del recinto,

cayendo de pie y disparando contra el primer guardián que se le puso delante.

—¿Quién es usted? —gritó una voz aterrorizada.

—Ragnar Danneskjold.

Tres sonidos le contestaron: un largo y creciente gemido de pánico; los golpes de cuatro

pistolas al caer al suelo y el estampido de la quinta, accionada por un guardián contra la

cabeza de su jefe.

Para cuando los cuatro supervivientes de la guarnición empezaban a ordenar los

fragmentos de su conciencia, sus cuerpos se hallaban tendidos en el suelo, atados y

amordazados; el quinto fue dejado en pie con las manos amarradas a la espalda.

—¿Dónde está el prisionero? —preguntó Francisco.

—En el sótano… según creo.

—¿Quién tiene la llave?

—El doctor Ferris.

—¿Dónde está la escalera que conduce al sótano?

—Detrás de una puerta en el despacho del doctor Ferris.

—Lléveme hasta allí.

Cuando partían, Francisco se volvió hacia Rearden.

—¿Estás bien, Hank?

—Desde luego.

—¿Necesitas descansar?

—¡No, diantre!
999

Desde el umbral de la puerta del despacho de Ferris contemplaron una escalera de piedra

y vieron a un guardián en el rellano inferior.

—¡Acérquese con las manos en alto! —le ordenó Francisco.

El guardián vio la silueta de aquel enérgico desconocido y el brillo del arma que

esgrimía. Fue suficiente. Obedeció en seguida como aliviado al poder escapar a la

humedad de aquella pétrea cripta. Lo dejaron atado en el suelo del despacho, junto con el

que los había conducido hasta allí.

Luego los cuatro quedaron libres para descender a toda prisa la escalera hacia la cerrada

puerta de acero del fondo. Habían actuado y se habían movido con la precisión de una

bien controlada disciplina. Pero ahora era como si sus riendas interiores acabaran de

romperse.

Danneskjóld tenía las herramientas con las que forzar la cerradura. Francisco fue el

primero en entrar en el sótano. Con su brazo impidió el paso de Dagny durante una

fracción de segundo, durante el tiempo necesario para asegurarse de que la escena sería

soportable. Luego la dejó pasar. Más allá de la madeja de cables eléctricos había visto la

cabeza erguida de Galt y su mirada de bienvenida.

Dagny cayó de rodillas junto a la colchoneta. Galt la miró del mismo modo que la había

mirado la primera vez que se encontraron en el valle. Su sonrisa era como una expresión

de alegría nunca velada por el dolor y su voz sonaba suave y profunda.

—No hay que tomarse nada de esto en serio, ¿verdad?

Con las lágrimas corriéndole por la cara mientras su sonrisa declaraba una plena, confiada

y radiante certeza, Dagny le contestó:

—No, nunca tuvimos necesidad de ello.

Rearden y Danneskjóld estaban cortando sus ligaduras. Francisco acercó una botella de

coñac a los labios de Galt. Éste bebió y luego se incorporó sobre un codo en cuanto sus

brazos quedaron libres.

—Dame un cigarrillo —dijo.


Francisco sacó un paquete de los que llevaban el signo del dólar. La mano de Galt

temblaba un poco al acercar el cigarrillo a la llama de un encendedor, pero la de

Francisco temblaba mucho más.

Mirándole a los ojos por encima de la llama, Galt sonrió y dijo, como si contestara a

preguntas que Francisco no había formulado:

—Sí, ha sido duro pero soportable… El voltaje que aquí usan no causa ningún daño.

—Algún día me enteraré de quién lo hizo… —dijo Francisco en un tono monótono, seco

y apenas perceptible que dejaba adivinar el resto.

—Si lo consigues, observarás que ya no queda en ellos nada que matar. Galt contempló

las caras a su alrededor. Pudo ver la intensidad del alivio en su mirar y la violencia de la

cólera en la tensión de sus facciones. Aquello le hizo comprender hasta qué punto vivían

ahora su propia tortura.

—Ya pasó —dijo—. No lo hagáis peor para vosotros de lo que ha sido para mí.

Francisco volvió la cara.

—Pero has sido tú… —murmuró—, tú… si hubieras sido otro…

—Tenía que ser yo para que pudieran probar sus últimos recursos y así lo han hecho,

pero… —Movió la mano barriendo la habitación y a quienes la construyeron, sumidos

ahora en el vacío del pasado—. Eso es todo.

Francisco asintió con la cara todavía vuelta; la violenta presión de sus dedos sobre la

muñeca de Galt constituyó por un instante su única respuesta. Galt se incorporó hasta

1000

quedar sentado e ir recuperando lentamente el dominio de sus músculos. Miró a Dagny

cuando el brazo de ésta se adelantaba para ayudarle, y pudo ver cómo se esforzaba en

sonreír, no obstante la tensión de las lágrimas que procuraba retener. Intentaba sentirse

segura de que ya nada importaba, aparte de la visión de su cuerpo desnudo y de saber que

alentaba; luchaba contra el recuerdo de lo que había soportado. Sosteniendo su mirada, él

levantó una mano y tocó el cuello de su jersey blanco con las yemas de los dedos, como

si pensara en las únicas cosas que a partir de ahora podrían importar. El débil temblor de
sus labios dulcificándose en una sonrisa le dijo que ella había comprendido.

Danneskjold encontró la camisa de Galt, sus pantalones y el resto de sus ropas arrojadas

al suelo en un rincón.

—¿Crees que podrás caminar, John? —le preguntó.

—Desde luego.

Mientras Francisco y Rearden ayudaban a Galt a vestirse, Danneskjold procedió calmosa

y sistemáticamente, sin emoción visible, a demoler la máquina de tortura hasta

convertirla en añicos.

Galt no estaba muy firme sobre sus píes, pero podía andar apoyándose en el hombro de

Francisco. Sus primeros pasos fueron difíciles, pero cuando llegaron a la puerta había

recuperado por completo el movimiento. Con un brazo rodeaba los hombros de Francisco

y con el otro los de Dagny, tanto para apoyarse en ellos como para prestarles también su

fuerza.

No pronunciaron palabra mientras descendían la colina. La obscuridad de los árboles

parecía envolverles como si les protegiera, aislando el brillo mortecino de la luna y aquel

otro resplandor, aún más terrible en la distancia, tras de ellos: el de las ventanas del

Instituto Científico del Estado.

El avión de Francisco estaba oculto en la maleza, al borde de una pradera, más allá de la

colina siguiente. En muchas millas a la redonda no había ninguna vivienda humana. No

existían ojos capaces de observar o preguntar acerca de aquellas repentinas líneas de

claridad producidas por las luces de posición del aparato al brillar en la desolación de los

helechos muertos, mientras se escuchaba el violento zumbido de un motor devuelto a la

vida por Danneskjdld, que empuñaba los mandos.

Al cerrarse bruscamente la portezuela tras de ellos y al notar el impulso de las ruedas bajo

sus pies, Francisco sonrió por vez primera.

—Ésta es mi única oportunidad para daros órdenes —dijo ayudando a Galt a tenderse en

un sillón extensible—. Ahora estate tranquilo, descansa y no te preocupes… Y tú también

—añadió, volviéndose a Dagny e indicando el asiento junto al de Galt.

Las ruedas ganaban impulso, como empujadas con un propósito determinado; luego se
hicieron más ligeras, ignorando las pequeñas sacudidas provocadas por las raíces que

brotaban del suelo. Cuando el movimiento se convirtió en un deslizarse largo y suave,

cuando vieron las negras sombras de los árboles pasar fugaces bajo ellos, alejándose tras

de las ventanillas, Galt se inclinó hacia delante y apretó los labios sobre la mano de

Dagny. Estaba abandonando el mundo exterior con el único elemento valioso que había

deseado conseguir del mismo.

Francisco había sacado un botiquín y estaba quitando la camisa a Rearden para vendarle

la herida. Galt pudo ver el delgado hilillo rojo que surgía del hombro de aquél, corriendo

luego por su pecho.

—Gracias, Hank —dijo. Rearden sonrió.

—Repetiré lo que me dijiste cuando te di las gracias en el curso de nuestra primera

entrevista: «Si comprendes que actué pensando sólo en mí, debes saber que no te es

precisa gratitud alguna».

1001

—Repetiré —dijo Galt —la respuesta que tú me diste: «Por eso te doy las gracias».

Dagny se dio cuenta de que se miraban el uno al otro como si dicha mirada equivaliera a

un apretón de manos o a un lazo tan firme que no requiriese ser declarado. Rearden la vio

observándolos y una débil contracción de sus ojos equivalió a una sonrisa de

asentimiento, como si con ella le repitiese el mensaje que le enviara desde el valle.

Escucharon, de pronto, la voz de Danneskjóld y comprendieron que hablaba por la radio

del avión:

—Sí; sanos y salvos todos… Sí. Está indemne; un poco conmocionado, pero en cuanto

descanse… No, no tiene herida grave… Estamos todos aquí. Hank Rearden sufre una

pequeña herida, pero —miró por encima del hombro—, pero en este momento me

sonríe… ¿Pérdidas? Creo que sólo hemos perdido la serenidad unos momentos, pero ya

nos estamos reponiendo… No iré en seguida a la quebrada de Galt; primero aterrizaré y

ayudaré a Kay en el restaurante para que prepare el desayuno.

—¿No puede oírle alguien? —preguntó Dagny.


—No —respondió Francisco—. Emite en una frecuencia para la que no se poseen

equipos adecuados.

—¿Con quién habla? —indagó Galt.

—Con casi la mitad de la población masculina del valle —respondió Francisco—, y con

cuantas personas hemos podido acomodar en los aviones disponibles y que ahora vuelan

tras de nosotros. ¿Creíais que alguno de ellos accedería a quedarse, dejándoos en manos

de los saqueadores? Estábamos dispuestos para sacarte de allí a pleno día, lanzando un

asalto armado contra ese Instituto o el Hotel Wayne-Falkland en caso necesario. Pero

sabíamos que de obrar así correríamos el riesgo de que te mataran. Por eso decidimos que

los cuatro lo intentaríamos primero solos. Caso de fracasar, los demás desencadenarían el

ataque. Esperaban a media milla de distancia. Teníamos hombres apostados entre los

árboles de la colina. Cuando nos vieron salir pasaron recado a los demás. Ellis Wyatt

estaba a cargo de todo. A propósito, es el que maneja tu avión. El motivo por el que no

pudimos llegar a New Hampshire tan de prisa como el doctor Ferris, fue el de tener que

traer los aviones desde aeródromos distantes y ocultos, mientras él tenía la ventaja de

aeropuertos libres… que no le durará ya mucho.

—No —admitió Galt—. No mucho.

—Ése fue nuestro único obstáculo. Lo demás ha resultado fácil. Más tarde te contaré la

historia completa. Los cuatro nos bastamos para derrotar a la guarnición.

—Uno de estos siglos —dijo Danneskjóld volviéndose hacia ellos—, los brutos,

particulares o públicos, convencidos de que pueden gobernar a sus mejores por la fuerza,

aprenderán la lección de lo que ocurre cuando la fuerza bruta tropieza con la inteligencia

y con la fuerza aliadas.

—Ya lo han aprendido —dijo Galt—. ¿No es la lección particular que les has estado

enseñando durante doce años?

—¿Yo? Sí. Pero el curso ha terminado. Esta noche tuvo lugar el último acto de violencia

que realice en mi vida. Ha sido mi recompensa por esos doce años. Mis hombres han

empezado ya a levantar sus casas en el valle. Mi barco queda oculto donde nadie pueda

encontrarlo hasta que lo venda para un uso mucho más civilizado. Será convertido en
transatlántico, y por cierto excelente, aunque de tamaño moderado. En cuanto a mí,

empezaré a disponerme para dar un curso diferente a mi existencia. Creo que tendré que

rebuscar entre las sobras del maestro de nuestro primer maestro.

Rearden rió.

—Me gustaría estar presente en tu primera conferencia sobre filosofía en un aula —

dijo—. Me gustará ver cómo tus estudiantes pueden concentrarse en el tema y de qué

1002

modo contestas toda clase de extrañas preguntas, por las que no merecerán recriminación

alguna.

—Les diré que hallarán la respuesta en el propio tema a tratar.

No se vislumbraban demasiadas luces en la tierra. La comarca era una hoja negra y

despoblada con algún resplandor ocasional que se reflejaba en las ventanas de los

edificios del Gobierno y la temblorosa luz de las velas en las de los hogares. La mayor

parte de la población rural quedaba reducida, desde hacía mucho tiempo, a la existencia

de aquellas épocas en que la luz artificial era un lujo exorbitante y el crepúsculo ponía fin

a toda actividad humana. Las ciudades eran como charcos desperdigados, dejados allí por

la marea descendente y reteniendo aún algunas preciosas gotas de electricidad, secándose

en un desierto de raciones, cuotas, controles y ordenanzas para la conservación del fluido.

Pero cuando el lugar que en otros tiempos constituyó la fuente de aquella marea, Nueva

York, se elevó en la distancia frente a ellos, aún proyectaba su iluminación contra el

cielo, desafiando aquella obscuridad primaria como si, en un postrer esfuerzo, en una

demanda de ayuda final, alargara sus brazos hacia el avión que cruzaba su cielo.

Involuntariamente, todos se sentaron como en respetuoso gesto de atención ante el lecho

de muerte de lo que en otros tiempos fue grandeza.

Mirando hacia bajo pudieron percibir las últimas convulsiones; las luces de los coches

zigzagueando por las calles como animales atrapados en un alboroto, tratando

frenéticamente de salir de allí; los puentes estaban atestados de vehículos y las vías que

conducían a ellos semejaban venas con sus miles de faros amontonados en un brillante
embotellamiento que impedía circular. El desesperado gemir de las sirenas llegaba

débilmente hasta las alturas del avión. La noticia de la arteria cercenada en pleno

continente se había extendido por la ciudad, y todo el mundo abandonaba su puesto,

tratando, presa de pánico, de escapar de Nueva York, aunque al estar las carreteras

cortadas no fuera posible la huida.

El avión se hallaba sobre los picos de los rascacielos cuando de pronto, con la brusquedad

de un escalofrío, como si la tierra se hubiese abierto para engullirla, la ciudad desapareció

de su superficie. Tardaron un momento en comprender que el pánico había alcanzado a

las centrales eléctricas y que las luces de Nueva York acababan de extinguirse. Dagny

ahogó una exclamación.

—¡No mires hacia abajo! —le ordenó Galt escuetamente.

Elevó la mirada hacia él; en su rostro se pintaba la misma expresión austera que siempre

observó en él al enfrentarse a un hecho consumado.

Dagny recordó la historia que Francisco le había contado cierta vez: «Había abandonado

la «Twentieth Century». Vivía en una buhardilla de cierto barrio miserable. Avanzó hacia

la ventana y señaló los rascacielos de la ciudad. Dijo que deberíamos apagar las luces del

mundo y que cuando viéramos desvanecerse las de Nueva York, nos daríamos cuenta de

que nuestra tarea estaba cumplida».

Se acordó de todo aquello al ver cómo los tres, John Galt, Francisco d'Anconia y Ragnar

Danneskjóld, se miraban mutuamente unos instantes.

Observó a Rearden; éste no fijaba su atención en la tierra, debajo, sino hacia delante, tal

como le viera contemplar un paisaje virgen, apreciando sus posibilidades de actuar en él.

Mirando hacia la obscuridad otro recuerdo acudió a su memoria: el momento en que,

describiendo una curva sobre el aeropuerto de Afton, había podido ver el cuerpo plateado

de un avión elevándose como un fénix desde las tinieblas de la tierra. Sabía que en

aquella misma hora su avión transportaba todo cuando quedaba de la ciudad de Nueva

York.

1003
Miró hacia delante. La tierra quedaría tan desierta como el espacio en el que la hélice

cortaba un camino sin obstáculos, tan desierta y al propio tiempo tan libre. Comprendió

lo que Nat Taggart había sentido en sus comienzos y por qué ahora, por vez primera, ella

lo seguía sintiéndose totalmente leal; el confiado sentimiento de enfrentarse al vacío y de

saber que tenía todo un continente por organizar.

Toda su lucha pasada surgía ante ella para alejarse de nuevo dejándola allí, en las alturas

de aquel momento. Sonrió. Las palabras que acudían a su mente apreciando y sellando el

pasado, eran las palabras de aliento, de orgullo, de admiración que muchos hombres

nunca habían comprendido; las palabras propias del idioma de los negociantes: «No hay

que pensar en el precio».

No jadeó ni sintió temor alguno cuando en la obscuridad exterior pudo distinguir un

pequeño collar de puntos luminosos que avanzaban lentamente hacia el Oeste, a través

del vacío, con el largo y brillante rayo de luz de un reflector tratando de proteger la

seguridad de su camino. No sintió nada aun cuando se tratara de un tren y supiera que su

único destino era el vacío.

Se volvió hacia Galt. Éste la miraba cual si estuviera siguiendo sus pensamientos.

Observó el reflejo de su sonrisa en su rostro.

—Es el final —dijo.

—Es el principio —indicó él.

Luego permanecieron tranquilos, reclinados en sus sillones, contemplándose en silencio

unos a otros. Sus respectivos seres se compenetraban como suma y significado del futuro.

Pero la suma incluía el conocimiento de todo cuando debía ganarse aún, antes de que otro

ser viviente pudiera representar los valores de la propia existencia.

Nueva York quedaba atrás cuando oyeron a Danneskjold contestar una llamada de la

radio.

—Sí; está despierto. No creo que duerma esta noche… Sí. Me parece que puede. —Se

volvió para mirar por encima del hombro—, John, el doctor Akston quisiera hablar

contigo.

—¿Cómo? ¿Va en uno de esos aviones que nos siguen?


—Desde luego.

Galt se hizo hacia delante para tomar el micrófono.

—¡Hola, doctor Akston! —dijo.

Y el tono tranquilo y bajo de su voz constituyó la imagen audible de una sonrisa

transmitida a través del espacio.

—¡Hola, John! —La excesiva y consciente firmeza de la voz de Hugh Akston confesaba

cuánto había debido esperar para saber si podría pronunciar de nuevo aquellas dos

palabras—. Sólo quería oír tu voz… saber si sigues bien.

Galt rió ligeramente y, en tono de un estudiante que presenta orgulloso su tarea terminada

como prueba de una lección bien aprendida, empezó:

—Desde luego, estoy bien, profesor. Tenía que estarlo. A es A.

***

La locomotora del «Comet» que avanzaba hacia el Este se estropeó en mitad de un

desierto de Arizona. Se detuvo bruscamente, sin razón perceptible, como un hombre que

no accede a reconocer que su trabajo es excesivo. Algún contacto sometido a excesiva

tirantez se había roto y eso era todo.

1004

Cuando Eddie Willers llamó al jefe de tren, hubo de esperar largo rato hasta que aquél

acudió. Entrevió la respuesta a su pregunta por la mirada de resignación que se pintaba en

sus ojos.

—El maquinista trata de encontrar la avería, míster Willers —explicó suavemente, en el

tono de quien cree su deber confiar, pero ha perdido toda esperanza desde muchos años

antes.

—¿No sabe de qué se trata?

—Está trabajando en ello. —El jefe de tren esperó cortésmente medio minuto y se volvió

para partir, pero antes se detuvo para ofrecer una explicación, como si cierto vago y

racional hábito le dijese que cualquier tentativa en tal sentido hacía más fácil de soportar

un terror no admitido—. Estas Dieseis no están en situación de funcionar, míster Willers.


Tenían que haber sido reparadas hace mucho tiempo.

—Lo sé —dijo Eddie Willers con calma.

El jefe de tren tuvo la sensación de que sus palabras habían sido peor que si hubiera

guardado silencio. Conducían a preguntas que no se formulaban en aquellos tiempos.

Sacudió la cabeza y se marchó.

Eddie Willers permaneció sentado contemplando la desierta obscuridad del exterior.

Aquél era el primer «Comet» que salía de San Francisco en dirección Este desde hacía

muchos días, como producto de sus denodados esfuerzos para restablecer el servicio

transcontinental. No hubiera podido decir lo que los pasados días habían significado para

él ni lo que hizo para salvar el terminal de San Francisco del ciego torbellino de una

guerra civil, librada sin que nadie tuviera noción de su objetivo. No existía medio para

recordar los tratos a que llegó a cada vacilante momento. Sabía tan sólo que había

conseguido inmunidad en el terminal por parte de los jefes de tres facciones en pugna;

que había encontrado un hombre para el puesto de director, que no parecía haber

abandonado la esperanza; que había puesto en movimiento un tren «Comet» más en la

línea del Este con la mejor locomotora Diesel y el mejor equipo disponible, y que había

subido al mismo para su viaje de regreso a Nueva York sin la certeza, no obstante, de

cuánto podía durar aquel respiro.

Nunca trabajó con tanto ahínco. Había realizado su tarea tan conscientemente como de

costumbre. Pero era lo mismo que moverse en el vacío, como si su energía, al no hallar

transmisores, hubiese ido a parar a las arenas de… de algún desierto como el que se

extendía más allá de la ventanilla del «Comet». Se estremeció, sintiéndose por un

momento tan inútil como la máquina inmovilizada del tren.

Al cabo de un rato volvió a llamar al jefe.

—¿Cómo marcha eso? —preguntó.

El aludido se encogió de hombros y movió la cabeza.

—Mande al fogonero a un teléfono y hágale comunicar a la central de la División que nos

envíen el mejor mecánico disponible.

—Sí, señor.
No había nada que ver al otro lado de las ventanillas. Al apagar la luz, Eddie Willers

pudo distinguir una extensión gris, moteada por los puntos negros de unos cactus, sin

principio ni fin. Se preguntó cuántos hombres se habrían aventurado por la misma y a qué

precio cuando no existían trenes.

Movió bruscamente la cabeza y volvió a encender la luz.

La sensación de que el «Comet» estaba como exilado le confería un sentimiento de

agobiante ansiedad. Se hallaba sobre una vía prestada, en la línea «Atlantic Southern»,

que atravesaba Arizona; la línea que usaban sin pagar a nadie. Era preciso sacar al tren de

1005

allí. En cuanto volvieran a sus propios rieles dejaría de experimentar aquella sensación.

Pero el nudo ferroviario le parecía situado a una distancia infranqueable, a orillas del

Mississippi, en el puente Taggart.

Se dijo que aquello no era todo. Tenía que admitir las imágenes que lo acosaban,

confiriéndole un sentimiento de intranquilidad que no podía captar ni desterrar; eran

demasiado vagas para poder definirlas y en exceso inexplicables para rechazarlas. Una

representaba cierta estación por la que habían pasado, sin detenerse, más de dos horas

antes. Había notado el andén desierto y las ventanas brillantemente iluminadas del

pequeño edificio; pero las luces procedían de aposentos vacíos. No logró percibir ni una

sola figura humana, ni en el edificio «i en las vías. La otra imagen se refería a otra

estación cuyo andén estaba lleno de una muchedumbre excitada. Pero ahora se

encontraban fuera del alcance de la luz o del sonido de cualquiera de ellas.

Se dijo que era preciso sacar al «Comet» de allí. Se preguntó por qué lo pensaba de un

modo tan insistente y por qué le había parecido tan crucial restablecer la ruta del

«Comet». Un puñado de pasajeros ocupaba los vagones vacíos; la gente no tenía dónde ir

ni objetivos que alcanzar. No era por ellos por los que había luchado. No habría podido

decir por quién. Dos frases se erigían como respuesta en su mente, atrayéndole con la

vaguedad de una plegaria y la fuerza hiriente de un hecho decisivo. Una era: «De océano

a océano, para siempre». La otra: «No abandonéis».


El jefe de tren volvió una hora después acompañado del fogonero, cuya cara aparecía

extrañamente contraída.

—Míster Willers —le informó el fogonero lentamente—, la central de la División no

contesta.

Eddie Willers se volvió a sentar, rehusando interiormente creerlo; pero aun así, sabiendo

de improviso que por algún motivo inexplicable aquello era lo que había esperado.

—¡Imposible! —exclamó en voz baja mientras el fogonero lo contemplaba sin

moverse—. El teléfono de la línea debe estar estropeado.

—No, míster Willers. No está estropeado. La línea sigue funcionando. Lo que no

funciona es la central de la División. Quiero decir que no había nadie allí para contestar, o

bien que a nadie le preocupa hacerlo.

—[Pero usted sabe que eso es imposible!

El fogonero se encogió de hombros. En aquellos tiempos nadie consideraba imposible un

desastre.

Eddie Willers se puso en pie de un salto.

—Recorra toda la longitud del tren —ordenó al jefe de tren —y llame a todas las puertas,

es decir, a las de los departamentos ocupados, preguntando si viaja con nosotros algún

ingeniero electrónico.

—Sí, señor.

Eddie comprendió lo que sentían, porque también lo sentía él. Nadie esperaba encontrar a

semejante hombre entre los letárgicos e indiferentes pasajeros.

—¡Vamos! —ordenó, volviéndose al fogonero.

Subieron juntos a la locomotora. El maquinista de pelo gris se hallaba sentado en su silla

contemplando los cactus. El foco de la locomotora permanecía encendido, alargándose

hacia la noche, recto e inmóvil, sin iluminar nada, aparte de las borrosas traviesas que se

disolvían en el vacío.

—Intentemos averiguar dónde está la avería —dijo Eddie quitándose el gabán, con voz

entre perentoria y suplicante—. Intentémoslo de nuevo.


1006

—Sí, señor —dijo el maquinista, sin resentimiento ni esperanza. Había gastado sus

escasas reservas de conocimiento comprobando lo que pudiera causar la avería. Empezó a

examinar la maquinaria, agachándose y metiéndose bajo ella, destornillando partes y

volviéndolas a atornillar, sacando piezas y colocándolas de nuevo, desmontando motores

como un niño estropea un reloj, pero sin la convicción de este último de que es posible

aprender algo.

El fogonero miraba por la ventanilla del ténder la negra obscuridad que se estremecía

como si el aire de la noche se hiciera cada vez más frío.

—No se preocupe —dijo Eddie Willers asumiendo un aire confiado—. Haremos lo que

podamos, pero si fracasamos nos mandarán ayuda más tarde o más temprano. No se dejan

trenes abandonados en mitad de la nada.

—Al menos no se solía hacer —respondió el fogonero.

De vez en cuando el maquinista levantaba su cara manchada de grasa para mirar aquel

otro rostro asimismo manchado y la camisa de Eddie Willers.

—¿De qué sirve todo esto, míster Willers? —preguntó.

—No podemos ceder —respondió enérgicamente Eddie, sabiendo que se refería a algo

más que al «Comet»… a algo más que a aquel ferrocarril.

Saliendo del ténder recorrió las tres unidades y regresó de nuevo con las manos

sangrantes y la camisa pegada a la espalda. Trataba de recordar cuanto había aprendido

acerca de locomotoras, lo asimilado en el colegio y aun antes, cualquier cosa que hubiera

podido captar en aquellos tiempos en que los empleados de la estación de Rockdale

solían echarle de las escalerillas de las locomotoras de maniobra. Pero las piezas no

parecían formar un todo. Su cerebro estaba como atorado. Sabía que los motores no eran

lo suyo y que nada podía hacer, pero aun así tratábase de un asunto de vida o muerte para

él, que tenía que conseguir el conocimiento que entonces le hacía falta. Miraba los

cilindros, las planchas, los alambres, los cuadros de control, todavía llenos de

parpadeantes luces. Luchaba para no dar entrada a la idea que estaba presionando contra

la periferia de su mente. ¿Cuáles eran sus posibilidades? Y según la teoría matemática de


la probabilidad, ¿cuánto tardarían unos hombres primitivos, trabajando a ciegas, en

encontrar la adecuada coordinación de piezas y volver a la vida al motor de aquella

máquina?

—¿De qué sirve, míster Willers? —repitió el maquinista.

—No podemos ceder —respondió Eddie.

No sabía las horas que llevaban transcurridas cuando oyó de improviso gritar al fogonero:

—¡Mire, míster Willers!

El fogonero se asomaba por la ventanilla señalando a la obscuridad, tras ellos.

Eddie miró hacia allá. Una rara y minúscula luz se estremecía violentamente en la

distancia, cual si avanzara a un ritmo imperceptible, una luz que no podía identificar.

Al cabo de un rato le pareció ver unas enormes sombras negras moviéndose en línea

paralela a la vía; el punto de luz colgaba muy bajo sobre el suelo, oscilando. Aguzó el

oído, pero no pudo oír nada.

Luego escuchó un débil y ahogado rumor, semejante al de cascos de caballos. Los dos

hombres, a su lado, contemplaban las obscuras sombras con expresión de creciente terror,

cual si una aparición sobrenatural avanzara hacia ellos en la noche desierta. En el

momento en que se echaban a reír gozosamente, reconociendo las sombras, el rostro de

Eddie se heló en una expresión de terror a la vista de un fantasma más horrible aún que

cualquiera de los que hubiese podido imaginar. Tratábase de una caravana de carretas con

toldo.

1007

La oscilante linterna se detuvo junto a la máquina.

—¡En, compañeros! ¿Podemos llevar a alguien? —preguntó un hombre que parecía ser el

jefe. Y se puso a reír al tiempo que añadía—: Están parados, ¿verdad?

Los pasajeros del «Comet» miraban por las ventanillas. Algunos descendieron las

escalerillas y se acercaron. Rostros de mujeres surgían de las carretas entre montones de

utensilios. En la parte trasera de la caravana un niño empezó a llorar.

—¿Está loco? —preguntó Eddie Willers.


—No; lo digo de veras, hermano. Tenemos sitio de sobra. Os llevaremos… a

determinado precio, si es que queréis salir de aquí.

Era un hombre desgarbado y nervioso, de sueltos ademanes y voz insolente, parecido a

un charlatán de feria.

—Éste es el «Comet» Taggart —explicó Eddie Willers como si se ahogara.

—¿De modo que el «Comet»? Pues a mí me parece más bien una oruga muerta. ¿Qué

sucede, hermano? No vais a ir a ningún sitio y aunque lo intentéis no llegaréis adonde

habíais pensado.

—¿A qué se refiere?

—No iréis a Nueva York, ¿verdad?

—Sí. Vamos a Nueva York.

—Entonces… ¿no sabéis lo ocurrido?

—¿Qué hemos de saber?

—¿Cuándo fue la última vez que hablasteis con cualquiera de las estaciones?

—No lo sé… ¿Qué ha querido insinuar?

—Que su puente Taggart ha desaparecido. ¡Desaparecido! Hecho pedazos. Una explosión

de rayos acústicos o algo por el estilo. Nadie lo sabe con exactitud. Ya no hay puente para

cruzar el Mississippi. Ya no hay Nueva York que hombres como vosotros o como yo

podamos alcanzar.

Eddie Willers no supo lo que pasó a continuación. Había caído, dándose un golpe con la

silla del maquinista y contemplaba la puerta abierta de la unidad móvil. No supo cuánto

tiempo estuvo allí, pero cuando al final volvió la cabeza pudo ver que se encontraba solo.

El maquinista y el fogonero habían abandonado la cabina. Fuera se oía el rumor confuso

de voces, gritos, sollozos, preguntas y las carcajadas del charlatán de feria.

Eddie se incorporó, asomándose por la ventanilla; los pasajeros del «Comet» y la

tripulación se agrupaban alrededor del jefe de la caravana y de sus harapientos

compañeros; el primero agitaba sus desgarbados brazos en ademanes de mando. Algunas

de las damas mejor vestidas del «Comet», cuyos esposos hablan sido, al parecer, los

primeros en llegar a un acuerdo, trepaban a las carretas sollozando y apretando contra el


cuerpo sus delicados estuches de maquillaje.

—¡Suban, señores, suban! —gritaba alegremente el charlatán—. ¡Hay sitio para todos!

¡Iremos un poco apretados, pero al menos moverse es mejor que quedar aquí para ser

pasto de los coyotes! ¡Los días del caballo de hierro han transcurrido! ¡Todo cuanto

tenemos son simples y anticuados caballos! ¡Lentos, pero seguros!

Eddie Willers descendió hasta la mitad de la escalerilla lateral para ver a aquella

muchedumbre y hacerse oír de ella. Agitó un brazo, cogiéndose a los peldaños con la otra

mano.

—No os marcharéis, ¿verdad? —gritó a sus pasajeros—. ¿No abandonaréis el «Comet»?

1008

Se alejaron un poco, como si no quisieran verle ni escucharle. No les agradaba oír

preguntas que sus mentes eran incapaces de asimilar. Observó sus caras ciegas por el

pánico.

—¿Qué le ocurre a ese orangután grasiento? —preguntó el jefe de la caravana señalando

a Eddie.

—Míster Willers —dijo el maquinista suavemente—, de nada serviría…

—¡No abandonéis el «Comet»!› —gritó Eddie Willers—. ¡No lo dejéis!;Oh, Dios mío!

¡No lo dejéis!

—¿Se ha vuelto loco? —preguntó el charlatán—. ¡No tiene idea de lo que está

sucediendo en sus estaciones o en sus centrales! ¡Todo el mundo va de un lado para otro

como si fuesen pollos con la cabeza cercenada! ¡No creo que mañana por la mañana

exista a este lado del Mississippi ningún ferrocarril en funcionamiento!

—¡Más vale que se venga con nosotros, míster Willers! —le apremió el jefe del tren.

—¡No! —repuso Eddie, aferrándose al peldaño de metal como si quisiera que su mano

quedase pegada al mismo.

El charlatán se encogió de hombros.

—¡Bien! Será su propio funeral.

—¿Adonde van? —preguntó el maquinista sin mirar a Eddie.


—Sólo nos limitamos a movernos, hermano. A buscar un lugar en el que detenernos…

sea dondequiera. Procedemos del Valle Imperial de California. El «Partido del Pueblo» se

apoderó de las cosechas y de los víveres que almacenábamos en nuestros sótr.nos. Lo

llaman requisar. Así es que recogimos nuestros bártulos y nos pusimos en camino. Hemos

tenido que viajar de noche a causa de las gentes de Washington… Tan sólo buscamos un

lugar donde vivir… Serás bienvenido, amigo, si es que careces de hogar. Si quieres

podemos dejarte cerca de la ciudad que prefieras.

Eddie pensó, indiferente, que los miembros de aquella caravana aparecían demasiado

mezquinos para convertirse en fundadores de una colonia oculta y libre, pero no tanto

como para no acabar organizados como pandilla de bandoleros. No tenían ningún destino

fijo, igual que el inmóvil foco de la locomotora, y lo mismo que éste, se disolverían en

algún lugar dentro de los vacíos espacios del país.

Siguió en la escalera contemplando el rayo de luz, sin presenciar cómo los últimos

pasajeros del «Comet» Taggart pasaban a las carretas cubiertas.

El jefe del tren fue el postrero.

—¡Míster Willers! —le llamó desesperadamente—. ¡Véngase con nosotros!

—¡No! —dijo Eddie.

El charlatán de feria agitó un brazo en despedida. Eddie seguía junto a la máquina.

—¡Confío en que sepas lo que haces! —le gritó con expresión entre amenazadora y

suplicante—. ¡Quizá venga alguien por aquí y te recoja… la semana que viene o el

próximo mes! ¡Quizá! ¿Quién sabe dónde va la gente estos días?

—¡Lárguense de aquí! —les gritó Eddie Willers.

Volvió a la cabina cuando las carretas iniciaron la marcha con una sacudida, y

prosiguieron tambaleándose y chirriando mientras se adentraban en la noche. Se acomodó

en el asiento del maquinista dentro de aquella locomotora inmóvil, con la frente apretada

contra una inútil palanca. Sentíase como el capitán de un vapor en peligro de naufragio

que prefería hundirse con él antes de ser salvado por las canoas de unos salvajes que le

tentaran con la superioridad de sus recursos.


1009

Luego, de pronto, experimentó el cegador asalto de una desesperada y lícita cólera. Era

preciso mover de nuevo aquel tren; en nombre de una victoria que no podía calificar, era

imprescindible que la locomotora se moviese otra vez.

Más allá de sus reflexiones, sus cálculos o su miedo, Impulsado por cierta rectitud que

tenía mucho de desafío, empezó a mover palancas y mandos, sin saber lo que hacía.

Pisaba pedales muertos y trataba de distinguir la forma de una visión, a la vez próxima y

lejana, sabiendo sólo que su desesperada batalla se alimentaba de tal visión y era librada

en favor de la misma.

«¡No cedas!», se gritaba interiormente, pareciéndole ver las calles de Nueva York. «¡No

cedas!», mientras contemplaba las luces de las señales. «¡No cedas!», mientras veía el

humo elevarse orgulloso desde las chimeneas de las fábricas, mientras se esforzaba en

atravesarlo, sin llegar a la visión que constituía la raíz de todas las demás.

Tiraba de alambres y los unía para volverlos a separar, mientras una repentina sensación

de rayos solares y de pinos trataba de adherirse a los bordes de su percepción. «¡Dagny!»,

se oyó gritar en silencio. «¡Dagny! En nombre de lo mejor que hay en nosotros he de

mover ese tren…» Tiraba de inútiles palancas que nada movían. «¡Dagny!», gritó a una

muchacha de doce años en un claro soleado del bosque. «¡Dagny! Esto es lo que tú sabías

perfectamente, pero yo no… Lo sabías cuando te volviste a mirar los rieles… Yo dije:

nada de negocios o de ganarse la vida… Pero, Dagny, los negocios y el ganarse la vida y

todo aquello posible en el hombre que produce algo, constituye lo mejor de nosotros. Eso

era lo que debíamos defender… A fin de salvarlo y en su nombre, Dagny, debo mover

ahora este tren…»

Cuando se dio cuenta de que había caído al suelo de la cabina y supo que ya nada más

podía hacer allí, se levantó y descendió la escalerilla, pensando vagamente en las ruedas

de la máquina, aun cuando supiera que el maquinista las había ya comprobado. Notó el

crujido del polvo del desierto bajo sus pies cuando se dejó caer al suelo. Permaneció

inmóvil y en el amplio silencio escuchó el rumor de los arbustos que se movían en la

obscuridad como la risa de un ejército invisible capaz de desplazarse mientras el


«Comet» se hallaba inmovilizado. Escuchó un ruido más agudo en las proximidades, y

pudo ver la breve forma gris de un conejo levantado sobre sus patas traseras para

olisquear los peldaños de un vagón del «Comet» Taggart. Con un estremecimiento de

furia agresiva se lanzó hacia el animal, cual si pudiera detener el avance enemigo al

destruir aquella breve forma gris. El conejo huyó en la obscuridad y Eddie comprendió

que el avance en cuestión no podría ser contenido.

Dirigióse a la parte frontal de la locomotora y miró las letras «T. T.» Luego se dejó caer

sobre los rieles mientras el rayo de aquel inmóvil faro pasaba sobre él, perdiéndose en la

inmensidad de las tinieblas.

***

La música del Quinto Concierto de Richard Halley surgía del teclado, extendiéndose más

allá del cristal de la ventana y difundiéndose por el aire sobre las luces del valle. Era una

sinfonía de triunfo. Las notas fluían en sentido ascendente, hablando de elevación, siendo

en sí mismas una elevación, la esencia y la forma de un impulso ascendente. Parecían

elevar todo acto humano e indicar que su única misión era subir. El estallido de acordes

rompía su encierro y se desparramaba por el aire. Poseía la libertad de algo libre de trabas

y la tensión de un propósito firme. Atravesaba la atmósfera libremente, no dejando

traslucir más que el goce de un esfuerzo no obstruido. Sólo un débil eco entre I03 sonidos

hablaba de aquello a lo que había escapado la música; pero lo hacía en un tono de jovial

1010

asombro ante el descubrimiento de que no existía fealdad ni dolor, ni nunca tenía por qué

existir. Era un canto de inmensa liberación.

Las luces del valle brillaban en resplandecientes manchas sobre la nieve que aún cubría el

suelo. Había también nieve en los salientes de granito y en los gruesos miembros de los

pinos. Pero las ramas desnudas de los abedules mostraban un débil empuje ascendente,

como en confiada promesa de las próximas hojas primaverales.

El rectángulo de luz en la falda de un monte era la ventana del estudio de Mulligan.

Midas Mulligan estaba sentado a su escritorio, con un mapa y una columna de cifras ante
él. Comprobaba los datos de su Banco y trabajaba en un plan de inversiones. Iba

anotando las localidades elegidas. «Nueva York, Cleveland, Chicago… Nueva York,

Filadelfia… Nueva York… Nueva York… Nueva York…»

El rectángulo de luz en el fondo del valle era la ventana del hogar de Danneskjóld. Kay

Ludlow se hallaba sentada ante un espejo, estudiando cuidadosamente las tonalidades de

su maquillaje, cuyos ingredientes estaban contenidos en un maltratado estuche. Ragnar

Danneskjóld, tendido en un sofá, leía un volumen de las obras de Aristóteles: «…porque

estas verdades se refieren a todo cuanto existe y no a ningún género especial, apartado del

resto. Todos los hombres las usan, porque son ciertas al ser como son… Porque un

principio entendido por todo aquel que es, no es una hipótesis… Evidentemente, pues,

semejante principio es lo más cierto que existe. Lo que este principio es, lo diremos a

continuación. El mismo atributo no puede, al propio tiempo, pertenecer y no pertenecer al

mismo sujeto con la misma relación…»

El rectángulo de luz en los terrenos de una granja era la ventana de la biblioteca del juez

Narragansett. Estaba sentado a una mesa y la claridad de su lámpara caía sobre la copia

de un viejo documento. Había marcado con cruces las contradicciones que en otros

tiempos fueron causa de su destrucción. Y ahora añadía una nueva cláusula a sus páginas:

«El Congreso no promulgará ninguna ley que coarte la libertad de producción y de

comercio…»

El rectángulo de luz en medio de un bosque era la ventana de la cabaña de Francisco

d'Anconia. Francisco estaba tendido en el suelo, junto a las movibles lenguas de una

fogata, inclinado sobre hojas de papel, completando el dibujo de su fundidora. Hank

Rearden y Ellis Wyatt estaban sentados junto a la chimenea.

—John diseñará las nuevas locomotoras —decía Rearden —y Dagny manejará el primer

ferrocarril entre Nueva York y Filadelfia. Ella…

De pronto, al escuchar la última frase, Francisco levantó vivamente la cabeza y se echó a

reír, con una risa que era a la vez un saludo y una expresión de triunfo y de alivio. No

podían escuchar la música del Quinto Concierto de Halley que ahora fluía de un lugar

situado por encima de la casa. Pero la risa de Francisco se hallaba en consonancia con
ella. Contenida en la frase que acababa de escuchar, Francisco veía la claridad de la

primavera sobre los amplios prados, en hogares esparcidos a través del país. Veía el

brillar metálico de los motores, veía el resplandor del acero en las llamas que se elevaban

hacia el cielo, veía los ojos de la juventud mirando hacia el futuro sin ninguna

incertidumbre ni temor.

La frase pronunciada por Rearden era: «Me va a dejar sin camisa, con las tarifas que va a

implantar, pero… me veo capaz de salir airoso».

El débil resplandor de la luz en el saliente más alto de la montaña era como el resplandor

de una estrella sobre los mechones de pelo de Galt. Éste se hallaba en pie, mirando no al

cercano valle, sino a la obscuridad y al mundo situado más allá de sus límites. La mano

de Dagny descansaba en su hombro y el viento movía su cabello que se mezclaba al de él.

Dagny sabía por qué había deseado caminar por las montañas aquella noche y lo que se

1011

había detenido a considerar entonces. Sabía las palabras que iba a pronunciar, y sabía

también que ella sería la primera en oírlas.

No les era dable ver el mundo, más allá de las montañas. Tan sólo existía un vacío de

obscuridad y de picachos. La obscuridad ocultaba las ruinas de un continente: casas sin

tejado, tractores oxidados, calles sin luz, rieles abandonados. Pero muy lejos, en la

distancia, en el mismo borde de la tierra, una pequeña llama oscilaba al viento: la terca y

desafiadora llama de la antorcha de Wyatt retorciéndose, quebrándose y recuperando su

forma, sin que nada pudiera desarraigarla o extinguirla, como si esperase las palabras que

John Galt pronunciaría en aquel momento.

—El camino queda expedito —dijo—. Hemos de regresar al mundo. Y levantando la

mano sobre la desolada tierra, trazó en el espacio el signo del dólar.

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