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El derecho a ser feliz

Graciela Cabal
“En nuestras manos, que son las más numerosas,
se encuentra el poder de aplastar a la muerte idiota,
abolir los misterios y construir la razón de nacer
y vivir felices”. Paul Éluard

¿Por qué este título? Ocurre que mi idea de felicidad estuvo en mi infancia –y
está todavía- absolutamente ligada a la lectura, a los libros. Yo también “me
figuraba el paraíso bajo la especie de una biblioteca”. Y usé –y uso- los libros,
la literatura, como huida, como escudo contra los miedos y los desconsuelos.

La niña diminuta que se protegía del frío con un pétalo de rosa; las chicas
March, regalando su desayuno de Navidad; el barco de polvo de oro de Peter
Pan que yo veía, veía navegar en el cielo cada vez que me asomaba a la
ventanita del altillo de mis abuelos… Y después, más tarde, Remedios, la
bella, llevada por un viento irreparable entre el blanco aleteo de sábanas con
olor a sol… Puertas a un mundo donde todo es posible: muchachas
harapientas que se convierten en reinas, sapos que en verdad son príncipes, el
vertiginoso espectáculo del universo encerrado en una pequeñísima esfera
tornasolada…

Además sucede que, desde hace tiempo, el tema de la felicidad –y no me


refiero sólo a la felicidad que pueden proporcionar los libros- me preocupa y
hasta me obsesiona. Es decir, lo que me preocupa es la ausencia de felicidad.
Y estoy pensando en mi país, y sobre todo en mi ciudad, Buenos Aires. Qué
poca felicidad se respira en Buenos Aires. Cuánta desesperanza.

Al hablar de la felicidad me refiero a la de todos, pero especialmente a la de


los chicos. Al derecho que los chicos tienen a ser felices. Felices porque sí,
con esa dicha revientacorazones de la infancia.

Se ha dicho que cuando uno es muy pequeño comparte la felicidad de los


animales, que ignoran la muerte.
“En el tiempo que festejaban mi cumpleaños”, dirá Pessoa, “yo era feliz y
nadie estaba muerto”.
El derecho a ser feliz… ¿Está escrito ese derecho, bien clarito en algún lado?
Es cierto que vendría a ser como un resumen de todos los otros derechos. Pero
yo, por si acaso, lo preferiría con un número, el 1, y con unas letras grandes y
fosforescentes. Para que nadie se haga el distraído. Para que nadie se piense
que la felicidad es cosa de ricos (y los ricos son pocos). Y que para los pobres
(y los pobres son muchos) la felicidad es un lujo. O un pecado. O algo del más
allá.

“La infancia es el lugar donde suceden todas las cosas, y suceden de una vez y
para siempre”, decía Cesare Pavese.
Ahora, yo me pregunto: ¿a los chicos, a nuestros chicos, les está sucediendo la
felicidad?

Una de las cosas que pasan de una vez y para siempre en la infancia son los
primeros encuentros con los libros. De ahí la importancia de la calidad de esos
primeros encuentros, de esas primeras escenas de lectura de las que, con
frecuencia, hablan los escritores es sus libros y que suelen ser vividas como
verdaderos deslumbramientos gozosos. ¿Acceden los chicos, nuestros chicos,
a esta clase de felicidad?

Difícil hablar de la felicidad de los chicos cuando sabemos que, en el mundo,


la mayoría de los chicos son pobres, y la mayoría de los pobres son chicos.
Que las víctimas primeras de cualquier desgracia, natural o inventada por los
hombres, son los chicos.

Difícil hablar de la felicidad de los chicos cuando tantos chicos se han


quedado sin oreja que los escuche (esa oreja verde y joven de la que hablaba
Gianni Rodari). Y que de tanto no tener ninguna oreja amiga, muchos chicos
se han quedado también sin relato (cada vida es un relato), sin palabras. Y qué
peligro cuando alguien se queda sin palabras. Porque son las adicciones las
que pasan a ocupar el lugar de las palabras (adicto significa: no dicho).

Difícil hablar de la felicidad de los chicos aquí y ahora, frente al escándalo de


chicos sin techo, sin comida, sin escuela, sin hospital, sin agua potable.
Escándalo y vergüenza de una sociedad que parece estar suicidándose como
nación.

Claro que la felicidad de los chicos es cosa de los grandes. ¿Y es posible para
un grande con hambre y sin trabajo, y que se esconde porque no ha podido,
piensa, proteger a los suyos de tanta desdicha, es posible, digo, enseñarle a un
chico a ser feliz? En una sociedad donde no se valora sino lo que puede
justificarse desde el punto de vista de la eficacia, “la causa de los niños”,
como decía Francoise Dolto, “está tan mal defendida”.
¿Será que Dios se cansó de los hombres? (de los chicos, no: de los chicos
nunca se cansa Dios. Y de las mujeres se cansa, pero poco). Será que Dios,
que estaba mirando hacia abajo con su catalejo divino para ver cómo andaban
las cosas, justo tuvo la ocurrencia de enfocar el país de nosotros y lo que vio
lo hizo enojar y nos retiró su amistad? Hace tanto tiempo que no se aparece
por acá el arco iris, que es la señal de amistad de Dios, como cualquiera
sabe…

No. La culpa de esto no la tiene Dios. Tampoco la tenemos todos, como


gustan tranquilizarse algunos. La culpa la tienen los mandamases de turno que
mueven las fichas para que cada vez haya menos ricos más ricos y más pobres
bien pobres.

Un chico no necesita grandes cosas para ser feliz. Todos nosotros sabemos
qué necesita. Pero yo de lo que más sé y puedo hablar es de libros. Claro que
primero hay que hablar de comida: ni un cuento muy precioso se puede
escuchar cuando la panza hace ruido de hambre. Y también hay que hablar de
escuela, porque para muchos, muchísimos chicos la escuela se ha convertido
en la última oportunidad. (Qué duro, verdaderamente qué duro, hablar de
última oportunidad cuando nos referimos a chicos…)

Los chicos necesitan buena comida, para crecer fuertes, altos y avispados;
para que las cosas que les enseñan en la escuela les entren en la cabeza. Para
no dormirse de hambre arriba del escritorio.

Los chicos necesitan ir a la escuela. Pero no a comer: a aprender. Y que la


escuela sea gratis, linda, para todos. Y la mejor. Y con maestros lectores que
pueden disfrutar sin angustias económicas del trabajo de han elegido.

Los chicos necesitan libros. Y acá me detengo: porque frente a la falta de


techo, de comida, de agua potable, no faltará alguno que considere los libros
como algo de lo que se puede prescindir. Pero los que estamos aquí sabemos
que no se trata de optar entre dar de comer o dar de leer. Las dos son
necesidades básicas. Y si son necesidades básicas son derechos.

Y sigo: los chicos necesitan libros. No sólo manuales o diccionarios, para


saber cosas prácticas: libros de literatura, los más bellamente escritos, los
mejor ilustrados. Leerlos y que se los lean. ¿Cuántos libros puede llegar a leer
un chico lector? ¿50, 100, 500? Que sean los más hermosos; si no, no vale la
pena (como dice Ana María Machado: hay libros que se merecen los árboles
que hubo que talar).

Los chicos necesitan libros para fantasear, para soñar, para consolarse, para
inventar mundos nuevos, para poder ver, navegando en el cielo azul, el barco
de polvo de oro de Peter Pan.

Los chicos necesitan leer en libertad, cada uno a su manera: baboseando,


mordiendo, ensuciando los libros con mermelada. (¿Está escrito este derecho?)

Leer de atrás para adelante o repasando las figuritas con el dedo. Leer con la
cabeza para abajo y las zapatillas para arriba o debajo de la mesa o subido a un
árbol. Leer abrazado a un grande, para no dejar que los monstruos se escapen
de los libros. O arrebujado en las frazadas, haciéndose el dormido para que no
ven-gael-dia-blo-blan-co-y-te-co-ma-la-pa-ti-ta…

El derecho de los chicos a leer: no sólo a decodificar, no sólo a comprender,


no sólo a juzgar, no sólo a elegir lo que leen, sino el derecho de los chicos a
querer leer, a tener ganas, necesidad, urgencia de leer. A encontrar la felicidad
–esa “felicidad tan accesible” de la que hablaba Borges- en la lectura. Y a
tener libros. ¿Está escrito este derecho con todas sus letras?

En un texto escolar que todavía veo circulando en algunas escuelas,


dirigiéndose al niño y hablándole de sus derechos, el autor le dice: “Tienes
derecho a tener: un diccionario, un libro de lectura para leer en la escuela, y
libritos de cuentos”.
¿Qué mensaje se oculta detrás de estas, en apariencia, inocentes palabras?
Empezando por el ordenamiento: el diccionario, cosa práctica si las hay, a la
cabeza; el libro de lectura para leer en la escuela, y los libritos (nótese el
diminutivo) de cuentos.

La misma ideología que supone que es necesario poner límites a la fantasía del
niño.
Qué diferencia con aquella magnífica Declaración universal de los derechos
del niño a escuchar cuentos, que supo publicar Puro Chico, el hijo de Puro
Cuento que, en uno de sus artículos, habla de “abrir las puertas de la
imaginación en la ruta hacia los sueños más hermosos de la niñez”.
Sin embargo para muchas personas –y atención que hablo de supuestos
especialistas en niños y en libros, aunque seguramente no lectores- los cuentos,
la fantasía, la ensoñación, tienen un no sé qué de sospechoso (¿recuerdan La
torre de cubos, de Laura Devetach, que fuera prohibida, entre todas
aberraciones, por un exceso de fantasía?). Sospechosa la fantasía, pero no para
todos ni de la misma manera.

En estos tiempos en que la brecha entre escuelas pobres y escuelas ricas se


ahonda día a día, mucho me temo que la fantasía intente ser confinada a los
reductos de los chicos que tienen su agua libre de cólera, sus mochilas de
Disney World, sus computadoras de última generación… Para los otros, para
los desheredados de la fortuna, para los excluidos del gran festín del tercer
milenio, quedarán, en el mejor de los casos, la televisión y los conocimientos
“prácticos”…

Doble discurso el de esta sociedad, que por un lado sacraliza la cultura, cosa
de no actuar sobre ella, de dejarla en el limbo de las cosas sagradas, mientras
abandona a su suerte a las escuelas públicas y a las bibliotecas populares,
somete a todo tipo de penurias a sus intelectuales, expulsa de su seno a sus
científicos, a sus profesores universitarios, sus artistas, y humilla con sueldos
de hambre a sus maestros, esos perdedores, que han tenido el tupé de plantar
su Carpa Blanca enfrente del mismísimo Congreso de la Nación para dar
testimonio de cosas como la dignidad y la decencia.

El derecho a ser feliz…

A mí me gusta hablar de la felicidad. Pero qué poco se habla…


Qué poco les hablan de la felicidad los grandes a los chicos, los padres a los
hijos, los maestros a sus alumnos. Hasta Dios se olvida de hablar de la
felicidad. Por ejemplo con el asunto del Arca. Cuando se acaba el diluvio y
Noé y su familia salen afuera, Dios les dice que sean buenos, que crezcan y se
multipliquen y dominen la Tierra. ¡Pero lo de ser felices se le olvidó! En
cualquier cuento de hadas se hubiera dicho: “y sean felices y coman perdices”.

¿Será por eso, porque sí hablan de la felicidad, que a los chicos y a los grandes
nos encantan los cuentos de hadas?

Qué poco se habla de la alegría. De eso se quejaba Rodari: de que en las


escuelas no se habla de la alegría. Yo, que visito muchas escuelas, casi nunca
veo escrita la palabra alegría ni la palabra felicidad en ninguna parte. (Sólo en
la cara de los chicos la veo a veces escrita). El otro día lo que vi en una
escuela fue la siguiente frase, dibujada en una especie de pasacalle a lo largo
del hall de entrada. “Las cinco mejores palabras: reconozco que me he
equivocado”. Todos los chicos de esa escuela y todos los maestros de esa
escuela tienen que recordar, cada vez que pasan por debajo del cartel, que se
han equivocado. Si un chico fue a esa escuela de jardín a séptimo, habrá
recordado sus equivocaciones unas 4.560 veces, por lo bajo. ¿No es un poco
demasiado? (Después de esa visita yo anduve un mes cabizbajo y
mediatabundo recordando mis muchas equivocaciones y soñándome que me
equivocaba).

El derecho a ser feliz…

Ahora que estoy dando fin a esta conferencia pienso que en estos tiempos que
corren la felicidad vendría a ser una forma de resistencia. Como los buenos
libros. Como los festivales de Cuentacuentos y Jornadas de LIJ para hablar de
cosas insensatas y soñar con otro mundo posible. Algo querrán decir estos
focos de resistencia contra la desesperanza. “Me dirás que soy un soñador”,
nos soplaría John Lennon en la oreja, “pero no soy el único”.

Que la solución es social y política, ya lo sabemos. Pero también sabemos,


porque nos lo contaron nuestras abuelas cuando éramos chicos –y las abuelas
nunca mienten-, que los mosquitos son capaces de ganarles a los leones, que
los conejos se burlan de los lobos, que los pobres campesinos engatusan a los
gigantes, y que los tontos, retontos, requetetontos nos guiñan el ojo mientras
se quedan con la más hermosa de las princesas.

Pertenezco a una generación que creyó que la felicidad era posible. Que era
posible el cambio y la alegría. Y que los libros iban a ayudar al cambio. Con
Sartre, con Gramsci, pertenezco a una generación que creyó que era posible
“la expansión del campo de lo posible”. Y que ahora sigue actuando como si
lo creyera. Con “el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad”.

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