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Graciela Cabal
“En nuestras manos, que son las más numerosas,
se encuentra el poder de aplastar a la muerte idiota,
abolir los misterios y construir la razón de nacer
y vivir felices”. Paul Éluard
¿Por qué este título? Ocurre que mi idea de felicidad estuvo en mi infancia –y
está todavía- absolutamente ligada a la lectura, a los libros. Yo también “me
figuraba el paraíso bajo la especie de una biblioteca”. Y usé –y uso- los libros,
la literatura, como huida, como escudo contra los miedos y los desconsuelos.
La niña diminuta que se protegía del frío con un pétalo de rosa; las chicas
March, regalando su desayuno de Navidad; el barco de polvo de oro de Peter
Pan que yo veía, veía navegar en el cielo cada vez que me asomaba a la
ventanita del altillo de mis abuelos… Y después, más tarde, Remedios, la
bella, llevada por un viento irreparable entre el blanco aleteo de sábanas con
olor a sol… Puertas a un mundo donde todo es posible: muchachas
harapientas que se convierten en reinas, sapos que en verdad son príncipes, el
vertiginoso espectáculo del universo encerrado en una pequeñísima esfera
tornasolada…
“La infancia es el lugar donde suceden todas las cosas, y suceden de una vez y
para siempre”, decía Cesare Pavese.
Ahora, yo me pregunto: ¿a los chicos, a nuestros chicos, les está sucediendo la
felicidad?
Una de las cosas que pasan de una vez y para siempre en la infancia son los
primeros encuentros con los libros. De ahí la importancia de la calidad de esos
primeros encuentros, de esas primeras escenas de lectura de las que, con
frecuencia, hablan los escritores es sus libros y que suelen ser vividas como
verdaderos deslumbramientos gozosos. ¿Acceden los chicos, nuestros chicos,
a esta clase de felicidad?
Claro que la felicidad de los chicos es cosa de los grandes. ¿Y es posible para
un grande con hambre y sin trabajo, y que se esconde porque no ha podido,
piensa, proteger a los suyos de tanta desdicha, es posible, digo, enseñarle a un
chico a ser feliz? En una sociedad donde no se valora sino lo que puede
justificarse desde el punto de vista de la eficacia, “la causa de los niños”,
como decía Francoise Dolto, “está tan mal defendida”.
¿Será que Dios se cansó de los hombres? (de los chicos, no: de los chicos
nunca se cansa Dios. Y de las mujeres se cansa, pero poco). Será que Dios,
que estaba mirando hacia abajo con su catalejo divino para ver cómo andaban
las cosas, justo tuvo la ocurrencia de enfocar el país de nosotros y lo que vio
lo hizo enojar y nos retiró su amistad? Hace tanto tiempo que no se aparece
por acá el arco iris, que es la señal de amistad de Dios, como cualquiera
sabe…
Un chico no necesita grandes cosas para ser feliz. Todos nosotros sabemos
qué necesita. Pero yo de lo que más sé y puedo hablar es de libros. Claro que
primero hay que hablar de comida: ni un cuento muy precioso se puede
escuchar cuando la panza hace ruido de hambre. Y también hay que hablar de
escuela, porque para muchos, muchísimos chicos la escuela se ha convertido
en la última oportunidad. (Qué duro, verdaderamente qué duro, hablar de
última oportunidad cuando nos referimos a chicos…)
Los chicos necesitan buena comida, para crecer fuertes, altos y avispados;
para que las cosas que les enseñan en la escuela les entren en la cabeza. Para
no dormirse de hambre arriba del escritorio.
Los chicos necesitan libros para fantasear, para soñar, para consolarse, para
inventar mundos nuevos, para poder ver, navegando en el cielo azul, el barco
de polvo de oro de Peter Pan.
Leer de atrás para adelante o repasando las figuritas con el dedo. Leer con la
cabeza para abajo y las zapatillas para arriba o debajo de la mesa o subido a un
árbol. Leer abrazado a un grande, para no dejar que los monstruos se escapen
de los libros. O arrebujado en las frazadas, haciéndose el dormido para que no
ven-gael-dia-blo-blan-co-y-te-co-ma-la-pa-ti-ta…
La misma ideología que supone que es necesario poner límites a la fantasía del
niño.
Qué diferencia con aquella magnífica Declaración universal de los derechos
del niño a escuchar cuentos, que supo publicar Puro Chico, el hijo de Puro
Cuento que, en uno de sus artículos, habla de “abrir las puertas de la
imaginación en la ruta hacia los sueños más hermosos de la niñez”.
Sin embargo para muchas personas –y atención que hablo de supuestos
especialistas en niños y en libros, aunque seguramente no lectores- los cuentos,
la fantasía, la ensoñación, tienen un no sé qué de sospechoso (¿recuerdan La
torre de cubos, de Laura Devetach, que fuera prohibida, entre todas
aberraciones, por un exceso de fantasía?). Sospechosa la fantasía, pero no para
todos ni de la misma manera.
Doble discurso el de esta sociedad, que por un lado sacraliza la cultura, cosa
de no actuar sobre ella, de dejarla en el limbo de las cosas sagradas, mientras
abandona a su suerte a las escuelas públicas y a las bibliotecas populares,
somete a todo tipo de penurias a sus intelectuales, expulsa de su seno a sus
científicos, a sus profesores universitarios, sus artistas, y humilla con sueldos
de hambre a sus maestros, esos perdedores, que han tenido el tupé de plantar
su Carpa Blanca enfrente del mismísimo Congreso de la Nación para dar
testimonio de cosas como la dignidad y la decencia.
¿Será por eso, porque sí hablan de la felicidad, que a los chicos y a los grandes
nos encantan los cuentos de hadas?
Ahora que estoy dando fin a esta conferencia pienso que en estos tiempos que
corren la felicidad vendría a ser una forma de resistencia. Como los buenos
libros. Como los festivales de Cuentacuentos y Jornadas de LIJ para hablar de
cosas insensatas y soñar con otro mundo posible. Algo querrán decir estos
focos de resistencia contra la desesperanza. “Me dirás que soy un soñador”,
nos soplaría John Lennon en la oreja, “pero no soy el único”.
Pertenezco a una generación que creyó que la felicidad era posible. Que era
posible el cambio y la alegría. Y que los libros iban a ayudar al cambio. Con
Sartre, con Gramsci, pertenezco a una generación que creyó que era posible
“la expansión del campo de lo posible”. Y que ahora sigue actuando como si
lo creyera. Con “el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad”.