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El pasado 18 de mayo de 2022 se publicó The State of the Global Climate 2021, el informe

de la Organización Meteorológica Mundial que indica cómo cuatro indicadores de la crisis


climática han alcanzado su nivel más alto. A este respecto, Jorge Riechmann, profesor del
Departamento de Filosofía de la UAM reflexiona sobre la necesidad de pasar a la acción
frente a la tragedia climática.
El fenómeno de la acidificación, al que nuestra sociedad presta quizá aún menos atención
que a los otros tres, está preñado de consecuencias fatales. Los océanos absorben el 23% de
las emisiones antropogénicas anuales de CO2 que primero se acumulan en la atmósfera. El
dióxido de carbono reacciona con el agua marina y provoca la acidificación de los océanos,
que amenaza a los organismos y la vida en los mares. Se cree que alguna de las
megaextinciones en el pasado de la Tierra fue causada por la acidificación, que indujo el
colapso de los ecosistemas marinos.
A esta perspectiva de transición energética decrecentista ¿cómo ponerle números? A partir
de numerosas investigaciones recientes sobre clima, disponibilidad de recursos energéticos
y límites minerales, se puede establecer un umbral de consumo de energía final per cápita
mínimo y máximo que garantice una vida digna al conjunto de la población mundial,
cumpla con los presupuestos de carbono para los 1’5ºC y reduzca el riesgo de límites
minerales al desarrollo de las energías renovables. Este umbral, calcula Martín Lallana
(junto con Adrián Almazán, Alicia Valero y Ángel Lareo), se encontraría entre los 15 GJ y
31 GJ para el año 2050 (compárese con un consumo promedio por persona de energía final
de 117 GJ en 2017, en los países del Norte global). Bajo una perspectiva de justicia
ecológica, esto impone una fuerte redistribución a escala global, de forma que a España le
correspondería asumir un descenso energético del orden del 60-80% entre 2020 y 2050.

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