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(1984)
ÍNDICE
Introducción
1. Estado de la cuestión
2. Los diferentes sentidos de la palabra Ekklesia
3. Noción y punto de partida de la fundación de la Iglesia
4. Progresos y etapas en el proceso de fundación de la Iglesia
5. El origen permanente de la Iglesia en Jesucristo
Ya antes de que Juan Pablo II, a los veinte años de la clausura del Concilio
Ecuménico Vaticano II, anunciara un Sínodo extraordinario, la Comisión
Teológica Internacional había mirado ese acontecimiento como objeto de su
propio trabajo. Había decidido leer de nuevo y repensar con atención el texto
fundamental del Concilio —la Constitución sobre la Iglesia— teniendo
ciertamente en cuenta la experiencia de estos años. En su tarea, la Comisión
era plenamente consciente de los límites de sus posibilidades: los documentos
de los que disponía para su trabajo eran fruto de los debates de unos treinta
expertos procedentes de todas las partes del mundo; éstos representaban, a la
vez, las diversas disciplinas teológicas y modos de pensar muy diferentes. Las
declaraciones comunes de la Comisión exigen un largo proceso de elaboración
colectiva; lo cual las obliga a una reducción tanto en la extensión como en los
contenidos.
Igualmente, desde este punto de vista, no era en modo alguno posible exponer
íntegra y ampliamente la riqueza teológica y espiritual del texto conciliar o
elaborar un comentario de él. Por ello, hemos seleccionado bastantes
cuestiones principales que han planteado nuevos interrogantes en el debate
posconciliar y que exigen clarificación o también integración e investigación
más profunda. Así, por ejemplo, señalemos la cuestión de si la Iglesia puede
verdaderamente remontarse a una voluntad primaria de Jesús o si existe más
bien sólo como efecto de una evolución sociológica no prevista por él; es una
cuestión que antes y durante mucho tiempo se discutió entre los no católicos,
pero que sólo después del Concilio ha revestido toda su importancia para los
teólogos católicos, a causa de ciertas tomas de posición individuales sobre el
Jesús histórico. Por ello, había que colocar este tema en el mismo comienzo de
nuestra reflexión. La noción de «Pueblo de Dios», que el Concilio colocó con
razón en una clara luz, integrada sin duda en la imagen que el Nuevo
Testamento y los Padres tienen de la Iglesia, se ha convertido, poco a poco, en
un «slogan» de contenido bastante superficial; allí también era necesario
aportar precisiones. Ulteriormente la cuestión de la relación entre la Iglesia
universal y las Iglesias particulares, que ha sido objeto, en el Concilio, de una
nueva presentación en la óptica de una eclesiología de «comunión», ha
tropezado en la práctica con bastantes puntos oscuros. También el problema
de la inculturación se ha hecho más urgente y más actual. Y podría citar otros
muchos ejemplos.
INTRODUCCIÓN
Por ello, son, en primer lugar, esencialmente los capítulos I, II, III y VII
de Lumen gentium los que constituyen el objeto de los estudios presentados en
nuestra relación.
7 de octubre de 1985
1. Estado de la cuestión
1. La asamblea de la comunidad.
2. Cada una de las comunidades locales.
3. La Iglesia universal.
2. «Pueblo de Dios»
Laos es un término que en los «Setenta» tiene un sentido muy preciso, sentido
no sólo religioso, sino incluso directamente soteriológico y destinado a
encontrar su cumplimiento en el Nuevo Testamento.
Ahora bien, Lumen gentium supone el sentido bíblico del término «pueblo»;
éste es retomado por la Constitución con todas las connotaciones que le han
conferido el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la expresión «pueblo de
Dios», el genitivo «de Dios» da, por lo demás, su alcance específico y
definitivo a la expresión, situándola en su contexto bíblico de aparición y de
desarrollo. Esto tiene como consecuencia que debe excluirse radicalmente una
interpretación del término «pueblo» en un sentido exclusivamente biológico,
racial, cultural, político o ideológico.
Éste, exaltado a la derecha del Padre, dará y derramará el Espíritu Santo que
se hace así principio de la Iglesia constituyéndola como Cuerpo y Esposa de
Cristo y, de este modo, en una relación particular, única y exclusiva con
respecto a Cristo, y consecuentemente, no extensible indefinidamente.
Por otro lado, la insistencia en la designación del pueblo de Dios como sujeto
histórico, y también la referencia constitutiva a la memoria y la espera de
Jesucristo, permitirán atraer la atención sobre las notas de relatividad e
incompleción que son inherentes al pueblo de Dios. En efecto, «memoria» y
«espera» expresan simultáneamente, por una parte, «identidad», y por otra
«diferencia». «Memoria» y «espera» expresan «identidad» en el sentido de
que la referencia del nuevo pueblo de Dios a Jesucristo por el Espíritu no hace
de este pueblo «otra» realidad, independiente o diversa, sino muy simplemente
una realidad llena de la «memoria» y de la «espera» que la unen a Jesucristo.
Desde este ángulo, la realidad completamente relativa del nuevo pueblo de
Dios resalta claramente, ya que sin poder cerrarse sobre sí mismo está en total
dependencia de Jesucristo. Se sigue de ello que el nuevo pueblo de Dios no
tiene genio propio que hacer valer, imponer o proponer al mundo, sino que
sólo puede comunicar la memoria y la espera de Jesucristo, de que vive: «Ya
no soy yo el que vive, sino que Cristo es el que vive en mí» (Gál 2, 20).
Sin embargo, el hecho de ser miembros del pueblo de Dios da a los cristianos
una responsabilidad específica con respecto al mundo: «¡Lo que el alma es en
el cuerpo, sean los cristianos en el mundo!»[21]. Ya que al mismo Espíritu
Santo se le llama alma de la Iglesia[22], los cristianos reciben, en este mismo
Espíritu, la misión de realizar en el mundo algo tan vital como lo que él lleva a
término en la Iglesia. Esta acción no es una acción técnica, artística o social
más, sino más bien la confrontación de la acción humana en todas sus formas,
con la esperanza cristiana o, para conservar nuestro vocabulario, con las
exigencias de la memoria y de la espera de Jesucristo. En las tareas humanas,
los cristianos y entre ellos más particularmente los seglares, «llevados por el
espíritu evangélico, a modo de fermento, [trabajan] por la santificación del
mundo, como desde dentro, y así, ante todo por el testimonio de la vida,
resplandecientes por la fe, la esperanza y la caridad, [manifiestan] a Cristo a
los otros»[23].
1. Necesidad de la inculturación
Para designar esta perspectiva y esta acción, por las que el evangelio pretende
alcanzar el corazón de las culturas, se recurre hoy al término «inculturación».
El término «aculturación» o «inculturación», «es ciertamente un neologismo
que, sin embargo, expresa de modo egregio uno de los elementos del gran
misterio de la encarnación»[31]. Juan Pablo II subraya en Corea la dinámica
de la inculturación: «Es necesario que la Iglesia asuma todo en los pueblos.
Tenemos delante de nosotros un largo e importante proceso de inculturación
para que el evangelio pueda penetrar en el fondo del alma de las culturas
vivas. Alentar este proceso es responder a las aspiraciones profundas de los
pueblos y ayudarlos a venir a la esfera de la misma fe»[32].
2. El fundamento de la inculturación
Siguiendo el uso mas corriente del Concilio Vaticano II, retomado por el
nuevo Código de Derecho Canónico, mantenemos en la presente exposición la
siguiente distinción: la «Iglesia particular» (Ecclesia peculiaris aut
particularis) es, en primer lugar, la diócesis[39] «unida a su Pastor y
congregada por el en el Espíritu Santo mediante el evangelio y la
eucaristía»[40]. El criterio es aquí esencialmente teológico. Según un cierto
uso que, por lo demás, no ha sido mantenido por el Código, la «Iglesia local»
(Ecclesia localis) puede designar un conjunto más o menos homogéneo de
Iglesias particulares, cuya constitución resulta, muy frecuentemente, de datos
geográficos, históricos, lingüísticos o culturales. Bajo la acción de la
Providencia, estas Iglesias han desarrollado, también en nuestros días, un
patrimonio propio de orden teológico, jurídico, litúrgico y espiritual. El
criterio es aquí, primariamente, de orden socio-cultural.
Distinguimos igualmente la estructura esencial de la Iglesia, de su figura
concreta y evolutiva (o su organización). La estructura esencial comprende
todo lo que en la Iglesia proviene de su institución por Dios (iure divino), a
través de la fundación por Jesús y el don del Espíritu Santo. Esta estructura
tiene que ser única y destinada a durar siempre. Sin embargo, esta estructura
esencial y permanente reviste siempre una figura concreta y una
organización (iure ecclesiastico) que son fruto de datos contingentes y
evolutivos, históricos, culturales, geográficos, políticos... La figura de la
Iglesia está, por ello, normalmente sujeta a evolución; ella es el lugar en que
se manifiestan diferencias legítimas e incluso necesarias. La diversidad de
organizaciones implica, sin embargo, la unidad de la estructura.
2. Unidad y diversidad
3. El servicio de la unidad
La comunión que define al nuevo pueblo de Dios es, por tanto, una comunión
social ordenada jerárquicamente. Como lo precisa la Nota explicativa previa,
de 16 de noviembre de 1964: «La comunión es una noción que en la antigua
Iglesia (como también hoy, sobre todo en Oriente) se tiene en gran honor.
Pero no se entiende de un cierto sentimiento vago, sino de una realidad
orgánica que exige una forma jurídica que, al mismo tiempo, está animada por
la caridad»[65].
La reflexión que hemos hecho hasta ahora se muestra útil para explicar ciertas
disposiciones del nuevo Código de Derecho Canónico, que se refieren al
sacerdocio común de los fieles. El canon 204, § 1, siguiendo al número 31 de
la constitución dogmática Lumen gentium, pone la participación de los
cristianos en el oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, en conexión con el
bautismo. «Los fieles cristianos que, en cuanto incorporados a Cristo por el
bautismo, están constituidos como pueblo de Dios y que, por esta razón, son
hechos partícipes, a su manera, del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo,
son llamados, según la condición propia de cada uno, a ejercitar la misión que
Dios confió a la Iglesia para que la cumpliera en el mundo»[88]. En el espíritu
de la misión que los laicos ejercen en la Iglesia y en el mundo, misión que es
la de todo el pueblo de Dios, los cánones 228, § 1 y 230, § 1 y 3, contemplan
la admisión de laicos a oficios y cargos eclesiásticos, por ejemplo, a los
ministerios de lector, acólito y otros[89]. Sin embargo, sólo abusivamente se
podría considerar que estas concesiones establecen una igualdad entre los
oficios respectivos de los Obispos, presbíteros, diáconos y los de los laicos. La
función del laico en los oficios y cargos eclesiásticos que se consideran en los
cánones citados más arriba ciertamente es plenamente legítima y, por lo
demás, aparece absolutamente necesaria en ciertas circunstancias; sin
embargo, no puede tener la plenitud y la amplitud del signo eclesial que reside
en los ministros ordenados, en virtud de su cualidad propia de representantes
sacramentales de Cristo. La apertura de oficios y cargos eclesiásticos a los
laicos no debería tener como efecto oscurecer el signo visible de la Iglesia,
pueblo de Dios jerárquicamente ordenado a partir de Cristo-Cabeza.
Por otra parte, esta misma apertura tampoco debería conducir al olvido de la
vocación propia de los laicos en el conjunto de la misión de la Iglesia que
ellos comparten con todos los otros fieles, como también los Obispos, los
presbíteros, los diáconos o, en otro plano, los religiosos y religiosas tienen
también una vocación propia. Como el Concilio en el número 31 de la
constitución dogmática Lumen gentium lo ha establecido: «Es propio de los
laicos, por vocación propia, buscar el reino de Dios gestionando las cosas
temporales y ordenándolas según
1. Sacramento y misterio
2. Cristo y la Iglesia
«Hay una única Iglesia de Cristo que en el Símbolo confesamos una, santa,
católica y apostólica, que nuestro Salvador, después de su resurrección, confió
a Pedro para que la apacentara (cf. Jn 21,17), y encomendó a el y a los demás
Apóstoles para que la propagaran y rigieran (cf. Mt 28,18ss), y a la que erigió
como “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3,15). Esta Iglesia,
constituida y ordenada en este mundo como sociedad, subsiste en la Iglesia
católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión
con él, aunque fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de
santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo,
impulsan a la unidad católica»[96].
En primer lugar, conviene decir una palabra de «la misma plenitud de gracia y
de verdad que ha sido confiada a la Iglesia católica»[98]. Esto se deduce
rectamente, porque «creemos, en efecto, que el Señor ha encomendado al
único colegio apostólico, que preside Pedro, todos los bienes de la Nueva
Alianza para constituir un único cuerpo de Cristo en la tierra, al que deben
incorporarse plenamente los que ya pertenecen, de alguna manera, al pueblo
de Dios»[99]. La dimensión espiritual de la Iglesia no puede separarse de su
dimensión visible. La Iglesia una, única y universal, la Iglesia de Jesucristo,
puede conocerse históricamente en la Iglesia visible constituida en torno al
colegio de los Obispos y su cabeza, el Romano Pontífice[100]. La Iglesia se
encuentra allí donde los sucesores del apóstol Pedro y de los otros Apóstoles
conservan visiblemente la continuidad con los orígenes. En realidad, con la
continuidad apostólica vienen inseparablemente los otros elementos
esenciales: la Sagrada Escritura, la doctrina de la fe y el magisterio, los
sacramentos y los ministerios. Tales elementos ayudan al nacimiento y al
aumento de la existencia según Cristo. Del mismo modo que la afirmación de
la fe ortodoxa, constituyen el instrumento esencial y el medio específico por
los que se fomenta el incremento de la vida de Dios entre los hombres. De
hecho, estos elementos constituyen lo que es la verdadera Iglesia. Es legítimo
ver que toda la obra salvífica de Dios en el mundo se refiere a la Iglesia en
cuanto que los medios para crecer en la vida de Cristo alcanzan en la Iglesia
su culmen y perfección.
3. Elementos de santificación
Hay, por tanto, fuera de la Iglesia católica, no sólo muchos cristianos, sino
muchos principios verdaderamente cristianos de vida y de fe. La Iglesia
católica puede, por ello, hablar, como en el decreto Unitatis redintegratio, de
«Iglesias orientales» y, con respecto a Occidente, de «Iglesias y comunidades
eclesiales separadas»[106]. Auténticos valores de Iglesia están presentes en
otras Iglesias y comunidades cristianas. Esta presencia muestra, como
exigencia, este hecho: «todos [católicos y no católicos] examinan su fidelidad
a la voluntad de Cristo acerca de la Iglesia y, como es debido, emprenden
animosamente la tarea de renovación y de reforma»[107]. El decreto conciliar
sobre el ecumenismo describió con exactitud los principios católicos del
ecumenismo y su ejercicio concreto, tanto con respecto a las Iglesias
orientales como con respecto a las Iglesias y comunidades eclesiales separadas
en Occidente. El conjunto de estas disposiciones desarrolla la doctrina
presente en la constitución Lumen gentium, especialmente en su numero
8[108]: «Pues por sola la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de
salvación, puede alcanzarse toda la plenitud de los medios salvíficos...»[109];
«[sin embargo] las mismas Iglesias y comunidades separadas, aunque creemos
que padecen carencias, de ninguna manera están despojadas de toda
significación y peso en el misterio de la salvación»[110].
Pero este fin hacia el cual el Espíritu Santo mueve a la Iglesia determina la
vida profunda de la Iglesia peregrinante. Por esto, los creyentes tienen desde
ahora su ciudadanía (politeuma) «en los cielos» (Flp 3,20)[117]; ya «la
Jerusalén de arriba es nuestra Madre» (Gál 4,26)[118]. Pertenece al misterio
mismo de la Iglesia que este fin esté ya presente, de una manera escondida, en
la Iglesia peregrinante. Este carácter escatológico de la Iglesia no puede
conducir a subestimar las responsabilidades temporales; muy al contrario,
conduce a la Iglesia hacia el camino de imitación de Cristo pobre y servidor.
De su unión íntima con Cristo y de los dones de su Espíritu, la Iglesia recibe la
fuerza de entregarse al servicio de todo hombre y de todo el hombre. Pero, «en
su peregrinación al Reino del Padre»[119], la Iglesia mide la distancia que ha
de franquear hasta su consumación final; reconoce, por ello, que cuenta en su
seno con pecadores y que tiene constantemente necesidad de penitencia[120].
Esta distancia, sentida con frecuencia dolorosamente, no debe hacer olvidar,
sin embargo, que la Iglesia es esencialmente una en sus diferentes estadios: se
trate de su prefiguración en la creación, de su preparación en la Antigua
Alianza, de su constitución «en estos tiempos que son los últimos», de su
manifestación por el Espíritu Santo y, finalmente, de su consumación al fin de
los siglos en la gloria[121]. Además, si la Iglesia es una en los diferentes
estadios de la economía divina, es también una en sus tres dimensiones de
peregrinación, de purificación y de glorificación: «Todos los que son de
Cristo, poseyendo su Espíritu, constituyen una sola Iglesia y mutuamente se
unen en él (cf. Ef 4,16)»[122].
2. La Iglesia y el Reino
Es, por tanto, evidente que, en la enseñanza del Concilio, no puede haber
diferencia, en cuanto a la realidad futura al fin de los tiempos, entre la Iglesia
acabada (consummata) y el Reino acabado (consummatum).