La presentación del cinematógrafo a finales del siglo
XIX debe ser considerada como un acontecimiento de gran repercusión histórica. La existencia de este nuevo aparato no sólo servirá para confirmar la evolución científica acaecida desde el siglo XV, sino que se confirmará como una de las fórmulas de entretenimiento y arte más representativas del siglo XX, y por ahora del XXI también.
Se toma como fecha de nacimiento del cine el 28 de
diciembre de 1895, cuando los hermanos Louis y Auguste Lumière ofrecieron la primera exhibición pública de su cinematógrafo. En el resto del mundo, las primeras imágenes que se exhiben a partir de 1895 son, básicamente, las procedentes de los almacenes de los Lumière, al tiempo que en cada país los representantes de la firma impresionan asuntos convencionales de acontecimientos sin importancia, pero que permiten disponer de imágenes autóctonas para programar en las salas locales con el fin de interesar al público por el nuevo espectáculo (siempre se trata de “llegadas...” y “salidas...”, escenas naturales y “toma de vistas”). Esas primeras “imágenes tomadas del natural” evolucionan favorablemente hacia un relato, bien fantástico, bien realista, que intenta atrapar al público. En estos años la duración de las películas era muy breve, pero ya insistían los pioneros en proporcionar una cierta coherencia a las imágenes. Llama la atención en este sentido El beso (1896), producido por Edison, aunque va a sorprender enormemente el Viaje a la Luna (1902) de Méliès -basada en una obra de Julio Verne-. Aquí tenemos cómo la primera película como narración de una historia completa se basa en una obra literaria: es decir, que el cine ha bebido de la literatura desde su más tierna infancia.
producción mira hacia el teatro, los norteamericanos consolidan la rentabilidad de sus empeños económicos, estableciendo una oferta de entretenimiento que supera con creces los trabajos de las cinematografías del resto del mundo. Se habla ya del cine como Séptimo Arte (a partir del Manifiesto de las siete artes hecho público por Riciotto Canudo en 1911). Se trata del primer texto sobre la estética del cine, una intención de deseos sobre la transformación comercial del cine en arte, y define el cine como “arte de síntesis total”.
Cuando hablamos de gran cine y de gran literatura,
nos damos cuenta de que son dos artes bien delimitadas. Basta con que nos preguntemos lo siguiente: ¿cuántas grandes obras maestras de la literatura han recibido una traducción en imágenes del mismo nivel? Muy pocas. Un hecho de esta naturaleza no puede considerarse casual, sino indicativo de los límites de la adaptación.
Paradójicamente, muchas de las grandes obras
maestras del cine están basadas, en cambio, en noveluchas de quiosco, en literatura ínfima, del tipo que hablábamos antes. La gracia de las obras literarias está, sobre todo, en el tratamiento del lenguaje y en la capacidad que tienen para, a través de las palabras, levantar un monumento. Evidentemente, el cine no puede trabajar con el lenguaje al mismo nivel, por lo que esa magia se pierde por completo. Pero lo mismo ocurriría si, a través de la literatura, alguien intentara inspirarse –o plagiar– los hallazgos formales de, por ejemplo, A. Hitchcock, que quizá fue uno de los directores con más inventiva visual. Una de las últimas excepciones al tipo de novela que se está escribiendo en los últimos años es Could Mountain. Se trata de una novela hermosa y muy bien escrita; asimismo, la película mantiene su espíritu y el de sus personajes, pero con la dinámica que necesita el cine. La belleza de la palabra ha sido sabiamente traducida a belleza visual. Hay una escena en la película que es apabullante, una escena que también explica la novela... pero en un caso así las imágenes sobrecogen de una forma que es imposible lograr en tan sólo unos instantes en una novela; son efectos puramente cinematográficos que la literatura no puede alcanzar.
Un legado que, en un sentido amplio, puede haber
transmitido el cine a la narrativa contemporánea es la tendencia a precisar el punto de vista óptico desde el que se describen los objetos, así como la variación en las posiciones espaciales de los personajes. El punto de vista es el elemento más complicado de la narración; no consiste en la opinión o las creencias del autor, sino que se trata de “el punto desde donde se mira mejor”. ¿Quién habla a quién, cómo, a qué distancia de la acción, con qué limitaciones? Dado que el autor quiere hacernos compartir su perspectiva, las respuestas nos ayudarán a descubrir su opinión, sus juicios, su actitud o su mensaje. La primera decisión que debe tomar un autor respeto al punto de vista tiene que ver con el narrador. He aquí la clasificación más simple que se puede hacer acerca de quién habla: una historia puede ser narrada en tercera persona (Ella pasea bajo la luz de la luna), en segunda persona (Paseas bajo la luz de la luna) o en primera persona (Paseo bajo la luz de la luna). Primera y tercera persona son las más comunes en la narración; la segunda persona es experimental. La tercera persona, desde la cual el narrador cuenta el relato, se puede subdividir según el grado de conocimiento u omnisciencia que asume el narrador. Puede conocer la verdad plena y eterna; puede saber sólo lo que hay en la mente de uno de los personajes pero no qué piensa el otro; o puede saber únicamente lo que se ve desde fuera. El narrador omnisciente lo sabe todo y está en todas partes, es como dios. Si el narrador nos dice que Ruth es una mujer buena, que Jeremy no comprende sus verdaderas motivaciones, que la luna va a estallar dentro de cuatro horas y con eso todo se arreglará, le creemos.
La forma de omnisciencia limitada que se usa más a
menudo es aquella en que el narrador puede ver los hechos objetivamente y, además, acceder a la mente de uno de los personajes, pero no a las del resto. Tampoco se otorga a sí mismo ningún poder explícito de juzgar.
El narrador objetivo se usa cuando el novelista no
desea mostrar más que los signos externos; se restringen los conocimientos a los hechos que cualquier persona puede observar, a los sentidos de la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. La voz omnisciente es la voz de la épica clásica y de la mayoría de novelas del siglo XIX; los escritores del siglo XX evitan la posición de dioses omniscientes y prefieren restringirse a unos pocos campos de conocimiento. El narrador objetivo es el más típicamente cinematográfico, pues es imposible que se dé en el cine esta amplitud de puntos de vista que posee la literatura.