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¿Qué espera usted de sus alumnos?

Hubert Lanssiers

Cuando me pediste, con la bella inconsciencia de tus


16 años, proferir un par de vaticinios definitivos en
respuesta a la pregunta-trampa: “¿Qué espera usted
de los alumnos de La Recoleta?”, te contesté: “nada”
con un tono definitivo y, por casualidad, sabía lo que
decía. Pero me conminaste a esparcir un poco de
mermelada sobre este zoquete de pan y aquí lo hago,
por amistad, quizás…por exasperación, seguramente.
Escribo sin alegría: llega un momento en la vida en que
las palabras ya no vuelan; son como piedras y uno
tiene el oscuro sentimiento de que tendrían que servir
para construir.

La vida de la mayoría de los hombres en un camino


muerto que no conduce a nada, pero otros saben
desde la infancia que se dirigen hacia un mar infinito;
ya el sabor de la sal quema sus labios, el viento de los
cuatro horizontes silba a sus orejas, hasta que,
franqueada la última duna, esta pasión infinita les
abofetea de arena y espuma; les queda entonces
sumergirse en ella o hacer marcha atrás.

Se decía que las batallas que libró Inglaterra habían


sido ganadas, de antemano, en el campus de Eton. No
solo las batallas sino todo lo que hizo, en cierta época,
la grandeza del Imperio con sus exploradores, sus
aventureros, con sus arqueólogos y sus conquistadores
de lo imposible.

Cuando hablo de Inglaterra no hablo, por supuesto, de


un lugar en el mapa sino de una disposición de la
mente.

Al dar el primer azadonazo en la colina de Hisarlic,


Schliemann tenía 50 años, y, sin embargo, su
búsqueda de la Troya de Príamo había empezado a los
cinco o seis cuando escuchaba a su padre leer, en La
Iliada, las hazañas de los héroes homéricos.

El colegio tendría que ser este espacio donde sopla el


Espíritu.
Encuentro deplorable que, en las escuelas de hoy, los
Stanley y los Livingstone, los Peary y los Amundsen,
los Lawrence de Arabia, los Pasteur y los Fleming, los
Edison, los Roentgen, los Meiggs y los Bonner, los
Faustino Sánchez Carrión y los cazadores de luna estén
amontonados en el armario de los viejos esqueletos.

Encuentro triste que sólo se enseñe el resultado de las


ciencias y no su historia: este fascinante viaje entre las
hipótesis adoptadas y descartadas, entre las
intuiciones y los instrumentos de medida que las
confirmen o desmientan; estas mil pistas abiertas y
cerradas; este recorrido alucinante que nos lleva de
Demócrito hasta Einstein; estos millones de
experiencias detectivescas que sirvieron para
desenmascarar un virus; esta concatenación, en el
tiempo y el espacio, de conocimientos elaborados por
una multitud de cerebros hermanados que rescatan lo
que queda, en el hombre, de grandeza y de dignidad.

Actualmente, un alumno de primer año de ingeniería


sabe más de física que Leonardo Da Vinci; pero ¿sabrá
pensar como ellos?

Escribía Maurois: “la adolescencia, esta edad entre dos


edades, cuando el corazón se vuelva hacia no sé qué
Asia”.

Desgraciadamente, la espléndida definición del poeta


envejeció. Ya no existe el Asia que atraía, como un
imán, las negras carabelas. Marco Polo murió y con él
todos los navegantes ebrios de espacio que, inclinados
a la proa de las carracas panzudas, miraban las
constelaciones desconocidas emerger desde los
abismos de océanos nuevos.

La mayoría de los adolescentes de hoy solo conoce, de


las fosforescencias del Asia, la enseña de neón del
chifa de la esquina.

Uno, a veces, sale de su clase con moretones en el


alma.

“¿De qué me sirve?” Esta es la madre de todas las


preguntas. “¿De qué sirve una flor, una puesta de sol,
de qué sirve un cuadro de Van Gogh si no fuera por su
valor mercantil, de qué sirve el amor?”
“El perrito del señor Bergeret –escribía Anatole France–
nunca miraba el azul del cielo porque no era
comestible”.

La Recoleta nunca tuvo como meta primordial el


fabricar minicerebros lo bastante chatos como para
poder deslizarse cómodamente por la grieta de las
respuestas “correctas” que dan acceso a las
universidades amputadas de los “universal”; mentes
de opción única, homúnculos anémicos, víctimas de un
sistema que termina por convertir al joven, no en
hombre, sino en cosa, en artefacto eficiente henchido
de conocimientos de los cuales el factor humano ha
sido eliminado.

Todo el mundo puede pasar un examen, trabar


amistades o enemistades, todo el mundo puede ganar
o perder plata, ser víctima de un duelo. Pero lo
esencial es el significado de este éxito, de este duelo o
de esta amistad en la perspectiva de aquella búsqueda
de sí mismos de aquella encuesta y conquista que
representa para cada uno, el cumplimiento de su
destino.

Finalmente, uno nace príncipe o vendedor de


salchichas. La fórmula seduce y llevarla hasta su
conclusión lógica me procuraría una satisfacción
perversa. Desgraciadamente, no resiste a la
experiencia. Todos hemos conocido a algún tendero o
mercachifle que en el curso de una noche de naufragio
o de incendio se reveló superior a sí mismo y este
incendio permanecerá como la noche de su vida. Pero,
a falta de nuevas ocasiones, a falta de terreno
favorable, a falta de religión exigente, volvió a dormir
sin tener fe en su propia grandeza. Ciertamente las
vocaciones ayudan al hombre a liberarse, pero es
igualmente necesario liberar las vocaciones. Así se
expresaba, en substancia, Saint Exupéry.

De ahí deriva la necesidad de los sueños y de los


puntapiés para sacarlos de las trincheras de la
mediocridad.

Cuando se estrelló en los Andes y después de haber


caminado días y días hasta las primeras habitaciones
humanas, el aviados Guillaumet dijo, al abrazar a sus
compañeros de la Aeropostal: “lo que he hecho, lo juro,
ningún animal lo hubiera hecho”. ¡Magnífica frase!
Para que los gusanos puedan devorar al hombre como
si fuera una vieja zapatilla, la naturaleza tiene que
pisarlo y machacarlo; pero, cuando un hombre dice: “lo
que he hecho, lo que ha soportado, ningún animal lo
hubiera hecho”, entonces ha conocido la cumbre del
sufrimiento.

Una vida de hombre en la cual nunca hubo tal


momento es una vida perdida. Este hombre tiene las
patas enfurtidas. Ha tocado tan poco el suelo que pisó
que se podría deslizar una hoja de papel entre su pie y
la tierra. No es nada, se parece a alguien que
arrastraría su vida en un costal con miedo de olvidarlo
en alguna parte… al oír esto van a estallar literalmente
de cólera como esas ratas de montaña llamadas
lemmings, pero sé lo que digo.

Veamos lo que pasa cuando un hombre ama. Cuando


un hombre descansa su cabeza sobre el hombro de
una mujer es la hora de su crepúsculo, este crepúsculo
que llena a todos los animales de miedo. El hombre se
siente solo y el mundo que lo rodea es un mundo
extraño.

O es la guerra. La guerra no es nada en sí, es un


momento del tiempo que llamamos de este modo para
saber de qué hablamos. Es como si dijéramos: “hoy día
es lunes o viernes”. Pero si hablamos de este momento
en el cual un hombre pudo decir: “lo que hice, ningún
animal lo hubiera hecho”, entonces esta guerra fue la
guerra entre todas las guerras desde que existe el
mundo, vale todas las muertes y todos los
nacimientos: los ojos en los ojos de Dios y la
fraternidad de la sangre entre los hombres. Eso lo digo
para los hombres, no para aquellos que arrastran su
vida en un costal.

Es por todo aquello, amigo, por todo aquello que acabo


de escribir con una especie de rabia adolescente, que
no quise darte una respuesta encerrada en párrafos
pulcramente alineados como tarros de mermelada
sobre los estantes de un supermercado. ¿Por qué no
confesarlo? El niño que fui todavía se agita en mi viejo
esqueleto y traba con ustedes misteriosas
complicidades.

No espero nada, nada que no lleven en sí como la fruta


su cuesco. Al fin y al cabo, cuando se despierta un
incendio, el bosque solo se quema por intermedio de
sus propios árboles.
Esperar… no tengo tiempo de esperar, nadie lo tiene.
Como lo canta Joan Baez en su admirable elegía To
Bobby: “the time is short anda there is work to do”.

Vuelvan a meditar el último capítulo de La Odisea y


luego invoquen a Homero, a Saint Exupéry, al viejo
hombre de Cuba para que les ayuden a templar el arco
de Ulises.

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