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Figueredo

Hijo mío, entiendo que estés tan abatido. Fueron muchos días de marcha,
de ansiedades, de peligros e incertidumbre, pero hemos llegado al fín.
¿Qué nos espera mañana? Solo Dios lo sabe pero créeme que por lo vivido
en los últimos tiempos, nada malo nos puede pasar. Seguimos la estrella
que nuestro Señor nos indicó y esa estrella nos trajo hasta acá. Es la
misma que alumbra el camino de José y con él vamos todos.
Cuando salimos de los montes del Río San José y constantemente y de
todas partes de la Banda se sumaban orientales, en un momento, José me
confesó: “Padre, espero estar a la altura de las exigencias de mi pueblo,
ellos me empujan, ellos me incitan, pero temo a las huestes portuguesas y
no tener hombres suficientes para defendernos.”. ¿Sabes hijo, que le
contesté?, “deja en manos de Dios tus temores, José, que Él los vuelva
certeza y fortaleza y tú, sigue adelante que nosotros vamos contigo”.
Si José, ese hombre que tu ves cabalgando al frente de este pueblo, a
veces siente que el camino se hace más largo y pesado, ¿crees tú que no
tienes derecho a flaquear?... Y si me preguntas porque José le solicitó al
Obispo Lué que me confirmara como Capellán de su regimiento, te
contesto que no fue precisamente para que yo le embebiera en coraje que
le sobra, sino para que alguien se ocupe de atender a los desanimados
como tú o vele por la decencia de alguna niña, Hay que cristianizar a los
que nacen, calmar a los díscolos, casar a los apasionados, consolar a los
afligidos… En un pueblo ambulante hay muchas oportunidades para
ejercer mi ministerio.
¿Qué si me canso o a veces aflojo un poco? Claro que si, hijo mío pero no
es este el momento de echarse atrás. Tenemos un largo camino por
delante, la quietud de esta pausa se romperá cuando comencemos a
cruzar hacia el occidente, por eso, respira hondo y renueva tu energía.
Y ahora, hazme un favor mira el río, hijo, el será el que limpie nuestro
desánimo y con el bautizaremos nuestra libertad

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