Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
TILDACIÓN GENERAL
APELLIDOS Y NOMBRES
1
Se refiere a la mayoría de las palabras de la lengua castellana, también se le llama “Tópica” (todos
= Lugar o ubicación), porque se aplica según el lugar o ubicación del acento, al interior de la
palabra.
REGLAS
Actividad 2
Coloque las tildes que sean necesarias en los siguientes textos.
Texto 1
Mientras reordenaba los objetos sobre el escritorio, intento que su pensamiento divagara. Deseaba
evitar, en lo posible, una explosión de colera ante la reincidencia del bicho, quien una vez más había
ocultado los útiles de trabajo. El bicho aleteo como un martín pescador sobre la superficie de una
laguna. ¿Por qué era incapaz de enfurecerse después de tantas maniobras que, a menudo, lo colocaban
en situaciones embarazosas? El pigmeo no hablaba; en consecuencia, con el jamás debatiría sobre
semejantes cuestiones. De poseer el don de la palabra, poco o nada habría añadido a sus cavilaciones.
El bicho, de acuerdo con las observaciones de Rubén, solo había sido dotado para aletear a lo largo y
ancho del departamento, haciendo gala de su desnudez infantil y broncínea. Asimismo, era sumamente
hábil con las manos; prueba insoslayable: las desapariciones y reapariciones de lápices, bolígrafos,
liquido corrector o cintas para la máquina de escribir. Luego de verificar que nada esencial le hacía
falta, Rubén dirigió una señal al diminuto alado, sin precipitarse en bruscos ademanes. El bicho
entendía a la perfección dichos gestos que, traducidos a un discurso inteligible, significaban basta ya
de juegos, es hora de trabajar. Recibía el mensaje y solía pasar toda la mañana en su zona, junto a una
reproducción de “Las Meninas”. De cuando en cuando, se desplazaba con sigilo hacia la ruma de folios
mecanografiados que Rubén había dispuesto cerca de la máquina, a medida que transcurrían las horas.
[Extraído de Güich, José. “verano del desprendimiento”. Año Sabático. Lima: Asalto al Cielo Editores, 2003, p. 26.]
Texto 2
No había nada ni sobre el ni debajo de él, y yo lo sabía. Se había desprendido de la tierra a puntapiés.
¡Maldito sea! Había hecho añicos la tierra misma a puntapié. Estaba solo, y yo, ante él, no sabía si
tenía los pies en el suelo o si flotaba en el aire. Os he ido contando lo que dijimos —repitiendo las
frases que pronunciamos—, pero ¿de qué sirve eso? Eran palabras corrientes de todos los días; los
sonidos familiares, vagos, que se intercambian cada día de vida que amanece. Pero, ¿y qué? Para mí,
tenían tras de sí el terrible poder de sugestión de palabras oídas en sueños, de frases dichas en
pesadillas. ¡Alma! Si alguien ha luchado jamás con un alma, ese soy yo. Y tampoco es que estuviera
discutiendo con un lunático. Me creáis o no, su inteligencia era perfectamente clara; concentrada sobre
si mismo con horrible intensidad, es cierto, pero clara de todos modos; y en ella residía mi única
oportunidad —exceptuando claro está, el matarle allí y en aquel instante, lo cual no era muy
conveniente, habida cuenta del inevitable ruido—. Pero su alma estaba loca. Al encontrarse sola en la
selva, había mirado dentro de sí misma y, ¡santo cielo!, os lo aseguro, se había vuelto loca. Yo mismo
tuve que pasar –supongo que a causa de mis pecados– por la dura prueba de mirar en su interior.
Ninguna elocuencia hubiera sido capaz de marchitar la propia fe en la humanidad como lo hizo su
explosión final de sinceridad. Luchaba también consigo mismo. Lo vi; lo oí. Vi el inconcebible
misterio de un alma que no conocía el freno, ni fe, ni miedo, y que, no obstante, luchaba ciegamente
consigo misma.
[Conrad, Joseph. El corazón de las tinieblas. Madrid: Alianza Editorial, 1972, p.39.]