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El fantasma de Francisca EL BARCO DE VAPOR Ilustraciones CMe ie eg ee ee oma ee ke EL BARCO DE VAPOR El fantasma de Francisca Mario Méndez Tlustraciones de Virginia Pifién sim © FRANCISCA MANANA SERA EL 9 DE JULIO. 9 de julio de 2016. jDoscientos afios han pasado ya desde aquel dia inolvidable! Hoy todo es ajetreo. Mafana, en la muy famosa Casa Histérica, o “la casita de Tucuman”, como la llaman muchos, habra mii- sica, discursos y —espero— ese especticulo de luces y sonidos que tanto me gusta. Sera, tal vez, mi tltimo dia entre estas paredes que amo. Desde las sombras estuve siguiendo los pasos de los iluminadores, electricistas, sonidistas, la gente que va y viene tan atareada que, aunque me les parara delante, no me verian. Ya lo tengo pensado: si hay espectaculo, en cuanto las luces ganen el cielo, yo también, con- fundida con los haces de distintes colores, sal- dré a celebrar. Me lo merezco, si sefior. Y no importa lo que digan por ahi: los fantasmas también festejamos. {Que quién soy yo, se preguntan? Soy Francisca Bazan de Laguna. O lo era. Nunca sé qué es lo correcto: los fantasmas, ;tenemos que presentarnos en presente 0 en pasado? Es una duda grande que me acompaiia desde hace casi doscientos afios, porque, como la casa que fue mi hogar, yo también tengo una larga historia... PERLA PARA CONTAR MI HISTORIA, que también es la de la casa, tengo que hacer un largo viaje hacia el pasa- do, hasta el ato 1759. Yo tenia entonces quince aos. (Era tan linda! De verdad, una preciosura; mis primas me lo decian siempre. Hoy sé que la belleza y la juventud van de la mano y que du- ran lo que dura un suspiro, pero en aquella épo- ca me parecia de lo mas importante. Me faltaba poco para cumplir los dieciséis y, aunque ahora les parezca raro, ya empezaba a tener miedo de quedarme solterona. Asi era en aquellos tiem- pos, tan distinto que parece cuento. Ningiin soltero interesante, ni de Tucuman ni de ningun otro pueblo cercano, se habia acercado ami padre, y mucho menos a mi, ni siquiera para entablar una inocente conversacién. Fue entonces cuando aparecié Miguel: Miguel Laguna, espaol y comerciante. Hombre de pocas palabras, pero carifioso y bueno. Buen mozo, a su manera, tam- bién hay que decirlo. El padre de mis cinco hijos. Recuerdo claramente los dos momentos (por- que fueron dos) en que lo conoci. El informal, como habria dicho mi padre si se le hubiera dado por bromear, y el de la presentacién en toda regla. Estaba en mi cuarto, atareada con un borda- do, cuando padre me hizo llamar. Me esperaba en su despacho, serio como pocas veces. Yo sabia —siempre lo supe— que era, como decia ma- dre, la luz de sus ojos, su preferida. Pero aquel dia él estaba inusualmente serio, y asi de serio me mir6. A pesar de su mirada, le sonrei. Padre siempre se aflojaba con mi sonrisa. Sin embargo, aquella vez no me hizo mucho caso. —Quiero que conozcas, formalmente, a don Miguel de Laguna y Ontiveros, que ha pedido ese honor. Suspiré. No se me habia escapado el tono con que padre subrayé la palabra formalmente. Esta- ba bien claro que alguna de esas chismosas que nunca faltan le habia ido con el cuento: yo ya habia visto a Miguel, y hasta habia conversado con él, en la tertulia de mis tios. Mucho no ha- bia hablado, a decir verdad, pero es cierto que él 10 si lo habia hecho, o por lo menos habia intentado hacerlo, El encuentro habia ocurrido la semana ante- rior, en el salén del piano. Mi prima Filomena tocaba un vals cuando Miguel hizo su entrada. La tia Blanca se par6, lo invité a pasar; el tio Ignacio le estreché la mano y le indicé a la ne- gra Paulina que le alcanzara una copa de jerez. Miguel se acercé al piano y ahi me vio, al lado de mi prima. Me mir6 a los ojos tan solo un instante y me dijo algo que recuerdo bien, pero que sond muy mal, Pobre Miguel: a pesar de su empaque y su elegancia, estaba nervioso y mezclé las fra- ses, medio tartamudeando: quiso decir “mucho gusto en conocerla”, 0 tal vez “es un gran pla- cer conocerla”, una frase asi, de compromiso, y le salié una mezela comica, algo parecido a “es un gusto, Perla”. Yo me quedé de una pieza. Me tapé la boca con el abanico, para que él no viera que me habia tentado, hice una pequefia reve- rencia y me senté. Miguel se quedé ahi, rojo de vergiienza; luego carraspe6, busc6 con la mirada el salon donde los hombres conversaban, y se fue en tres zancadas. Apenas desaparecié de la vista, Filomena, que siempre fue un caso, largé la car- cajada y todas las chicas nos reimos con ella. 11 Ese habia sido nuestro primer encuentro, el informal. Una semana después, en mi casa, pa- dre quiso presentarme, con toda formalidad, a esc hombre que solicitaba el permiso de conversar conmigo. Del despacho pasamos al comedor, donde Miguel esperaba con las manos entrela- zadas en la espalda, caminando de una punta a la otra del salén. Como si lo hubiera ensayado, en cuanto me vio se paré muy recto y se acerc6. Hizo una re- verencia leve, me miré apenas a los ojos y dijo claramente, casi como si silabeara, que “e-ra-un- gus-to-co-no-cer-me”. Yo sonrei. Luego hubo una charla entre padre y él, sobre cueros y co- sechas, en la que apenas participé. Después to- qué el piano, tomamos chocolate y, cuando ya se despedia, Miguel me dijo al pasar, para que solo yo lo escuchara: “Mucho gusto, Perla”. Casi largué la risa. Fue entonces cuando empecé a enamorarme. No hay nada que me guste mas en una persona que el sentido del humor. ‘Tiempo después, cuando ya éramos un matri- monio de afios y teniamos varios hijos, ese chiste que era solo nuestro siguié acompafandonos. Yo erasu “Perla”. Y me daba mucho gusto serlo. 12 SERAFIN Poco prspués de aquelids dos presentaciones, Miguel pidié, mas formalmente que nunca, que mi padre le concediera mi mano. Padre, conten- to de que me casara con un hombre que a todas luces era bueno y me haria feliz, decididé que mi dote de casamiento fuera nada menos que una casa. Y de inmediato mand6 a construirla. Como ya habran adivinado, la casa que se em- pez6 a edificar a finales de 1761 0 principios de 1762 (mi memoria a veces flaquea, pero estoy casi segura de que fue en esos meses) es esta que hoy todavia habito. La casa que, aunque nadie lo podia saber en aquel momento, estaba destinada a ser parte de la historia. Ya habiamos fijado la fecha de casamiento cuando una desgracia posterg6 lo planeado. Serafin Montero, uno de los albaniles, cay6 des- de los techos, con tanta mala suerte que murié. 13 El hombre, que tenia fama de borrachin y pen- denciero, dejaba una familia huérfana. Tres dias después del entierro vino a verme la doliente viuda. —Sefiorita Francisca —me dijo la mujer, vi- siblemente apenada—. La pérdida de mi marido nos ha dejado en la ruina. Por favor, pidale a su padre que nos tome bajo su proteccién. Por supuesto, acepté de inmediato el pedido de la pobre mujer, pero padre fue inflexible. El capataz de la obra le habia asegurado que el obrero muerto era un mal trabajador y que la culpa habia sido de su imprudencia. Yo apelé a la piedad de mi padre, intenté convencerlo, pero no lo logré. Al dia siguiente no se presenté la viuda, sino una vieja que dijo ser la madre de Serafin. Una vieja de aspecto ruinoso a la que todos tenian por bruja. Y no se equivocaban. —Mi hijo se ha ido, pero ustedes no quieren que esté en paz... ;Rondara la casa donde perdié la vida hasta que se haga justicia! —maldijo, y se fue sin siquiera dejarme responder. Yo me quedé muy impresionada, desde luego. El domingo lo hablé con el sacerdote en el confe- sionario, pero tal como mi futuro marido lo hizo 14 luego, me aconsej6 que intentara borrarlo de mi mente. A los siete meses, cuando al fin la casa estuvo terminada y nos casamos, ya casi me habia olwi- dado de la maldici6n de la bruja. Sin embargo, durante las primeras noches de nuestro matrimonio, apenas mi marido se dor- mia, yo escuchaba sobre los techos unas pisadas que no eran de este mundo. La maldicién se ha- bia cumplido. Después de varias noches en vela, cansada de no dormir y de sufrir a solas el temor que me producian las andanzas del espiritu de Serafin, junté coraje y sali al patio. Mi marido, que nada escuchaba, tampoco se desperté esa vez. Al pare- cer, el fantasma aparecia solo para mi. Alli, parado sobre las tejas, estaba Serafin. Ha- cia eses; era muy probable que, tal como pensaba mi padre, se hubiera caido de borracho. Pero eso, claro esta, no cambiaba nada. Me persigné y luego le hablé con toda la tran- quilidad que pude reunir, que no era mucha: — {Qué querés, Sérafin? —le pregunté. —Descansar en paz. —{Y yo qué puedo hacer? —volwi a pregun- tarle. 15 Yacs tarde para ayudar a mi familia, se han ido lejos —dijo el fantasma—. Pero puede pro- meter que, cuando le Llegue el momento de morir, no abandonara la casa. Muchas cosas pasaron por mi cabeza en un instante, Los ojos tristes del fantasma que me lle- naron de pena, el deseo de que mi matrimonio fuera feliz, el miedo a que los hijos que vendrian no pudieran vivir tranquilos... Todo eso sumado pudo mas que la prudencia. Dije que i Serafin desaparecio. Y yo supe que habia acep- tado una condena: cuando me tocara el momento de partir, tendria que pasar tiempo rondando entre esas paredes, como un fantasma. Durante muchos dias estuve inquicta, desola- da por el futuro. Mi marido no entendia qué me pasaba. Por las noches me despertaba nerviosa, asustada. No eran los pasos del fantasma, que ya ge habia ido, sino mis nervios, mis miedos. Una mafiana llegé mi madre de visita. Le bas- 16 verme, demacrada y ojerosa, para entender que algo grave me ocurria. Pude, al fin, desahogarme. Le conté lo que me tenia tan angustiada y Llo- ré en su regazo como cuando era nifia, mientras ella me acariciaba el cabello. Cuando me cal- mé, me miré a los ojos y, con sabiduria, me dijo 7 oe RRNA RSET una frase que me tranquiliz6 para siempre: “Si la Providencia ha querido que Serafin aparecie- ra en los techos de tu casa, alguna razon oculta debe haber”. Mc hice fuerte en esa idea. El tiempo diria por qué habia aparecido Serafin. Yo tenia que dedi- carme a vivir la vida que tenia por delante, con toda la intensidad que pudiera. Eso era todo, y no era poco. 18 JUAN AL ANO DE ESTAR FELIZMENTE CASADA ya me habia olvidado de la promesa hecha a Serafin. Y no era para menos: habia nac ido nuestro primer hijo, Juan. Luego llegarian otros tres varones Laguna y Bazan: Miguel, Nicolas y Joaquin. De todos mis hijos, quiza porque era el prime- ro, Juan result el mas travieso y rebelde. Ten- dria unos cinco afios cuando estuve a punto de perderlo. Fue durante una siesta de verano. Hacia un calor terrible, lo recuerdo como si fuera hoy. Habia Llovido por la mafiana y una humedad ca- liente parecia subir desde el piso. Nada se movia en aquella insoportable tarde tucumana. Todos los de la casa nos habiamos refugiado en las piezas oscuras, buscando un poco de fresco. Todos me- nos Juan que, desde luego, se negaba a dormir la siesta. Su padre tuvo que reprenderlo con dureza, 19 justo él, que nunca levantaba la voz. Al fin, rezon- gando, el pequefio rebelde se metié en su cuarto. Estaba enojadisimo, pero yo pensé que se le pasa- ria muy pronto. Abombada con el calor, me recosté en la cama y me quedé dormida. De pronto, como no ocu- rria desde hacia ya varios afios, me despertaron los pasos inconfundibles del fantasma de Serafin. “;En plena siesta?”, me pregunté, todavia adormilada, y pensé que solo habia sido una pe- sadilla. Volvi a apoyar la cabeza en la almohada, pero los pasos continuaron. Sorprendida, pero sin miedo —hacia rato que le habia perdido el miedo a Serafin—, sali al calor del patio. Apenas lo distingui, recortado contra la resolana, parado en el techo. Temblaba como un espejismo. Sin embargo me parecié que, mientras seguia ha- ciendo eses, Serafin sefialaba el piso. Entonces vi, sobre el barro, las huellas de unos pies pequefios. Eran los pasos de Juan. Sin perder tiempo segui las pisadas de mi hijo, que se internaban en un montecito a unos dos- cientos metros de la casa, rumbo al arroyo. El muy travieso habia decidido escaparse de la sies- ta para meterse al agua. Al principio solo habia pensado en castigarlo por su desobediencia, pero 20 después me di cuenta de que si Serafin habia reaparecido y me habia mostrado esas pisadas, era por algo mucho mis serio que una travesura. Muy asustada y a todo correr Hegué hasta la ori- Ila: entonces escuché el grito. A Juancito lo habia atrapado un remolino del arroyo crecido por las lluvias y se estaba ahogando. Desesperada, tomé una, rama que encontré en el suelo y se la extendi. Juan erré tres manotazos, hasta que al fin alcanz6 a agarrarla, cuando ya la corriente se lo llevaba. Me planté muy firme entre las piedras de la orilla y, con todas mis fuer- yas, lo fui sacando del agua. Mi hijo me abrazo, llorando. Yo lloré con él. Ya tendria tiempo de castigarlo por su falta, pero en ese momento solo queria abrazarlo muy fuerte. Al rato, cuando cruzamos el patio de la casa, Juan camin6 a su cuarto cabizbajo, sin que yo tuyiera que decirle nada. Me demoré antes de entrar. El sol me daba de frente y no pude ver si Serafin todavia estaba ahi, pero igual lo saludé con la mano y hasta le tiré un beso agradecido. Mi madre habia tenido raz6n: por algo era .e fantasma habia aparecido en los techos que de la casa. © GERTRUDIS My Juan YA ERA UN SERIO MOCITO de catorce anos euando nos Llegé la noticia que mi marido y yo ya habiamos dejado de esperar: estaba embarazada | por quinta vez. Y como en las cuatro anteriores, Miguel se ilusioné con tener una hija. “Viene una perlita, como vos”, me decia, cuando mi panza crecia muy redonda y las co- madres del pueblo aseguraban que seria una mujer. Yo no decia nada, pero en el fondo compartia ese presentimiento: cuando esperaba a mis hijos va- yones, la forma de mi panza cra mas puntiaguda; esta vez era diferente. Ademas, Jos embarazos anteriores habian sido tranquilos: este ailtimo me tuvo descompuesta, nauseosa, adormilada casi los nueve meses. Al fin llegé el dia del parto y la comadrona Jevantd, contenta,a una bonita nifia llorona. Como era 17 de marzo, dia de Santa Gertrudis, ese fue 23 el nombre que clegimos para nuestra pequefa, aunque a veces se lo cambiabamos y le deciamos Perlita. Me gustaba mucho ver como Miguel se la quedaba mirando, arrobado. Me hacia acordar a mi propio padre, tan severo en todos los aspectos de su vida, pero tan dulce conmigo. Padre e hija andaban juntos por todos lados y Gertrudis se acostumbré a ser la mimada, no solo de su papa sino también de sus hermanos mayores, que la cuidaban y malcriaban casi tanto como Miguel. A mi me daba risa ver cémo la picara nifia hacia con ellos siempre lo que queria. Asi crecid, haciendo su gusto, hasta que llegé a la edad de casarse. Ahi empezaron los proble- mas. No habia pretendiente que le viniera bien. Se convirtié en la reina del desplante, apafiada por mi esposo y mis hijos, que tampoco aproba- ban a ninguno de los buenos muchachos que se acercaban a conocerla. Pero todo Llega, y un buen dia le llegé el amor. Una tarde, en la fiesta del cumpleafios de uno de mis tios, Gertrudis conocié a Pedro Antonio de Zavalia, un portefio recién Llegado a Tucuman. Mi hija tenia diecisiete afios y él veintiséis. Yo la vimirarloy enseguida me di cuenta de que habia 24 aparecido el indicado. Pedro hablaba impruden- temente de lo que ocurria en Espana: cuestionaba al gobierno del virrey y parecia estar convenci- do de que, muy pronto, las cosas cambiarian en América. Mi marido, siempre tan discreto, lo escuchaba con cierta reprobacién. Gertrudis, en cambio, estaba deslumbrada. Y se le notaba en la mirada. Meses después, el noviazgo ya tenia rumbo de casamiento. Pedro también se habia fascinado con la belleza y la coqueteria de mi Gertrudis. Y evando fijaron la fecha de la boda, Miguel hizo Jo que en su momento habia hecho mi. padre: ofrecié como dote de nuestra hija una casa. Pero esta vez no seria una nueva, sino la misma. Mi esposo quiso que nosotros Nos mudaramos, y que Gertrudis y Pedro se instalaran en el que habia sido nuestro hogar de recién casados. Yo lo lamenté mucho. Sin duda, la resolucion de Miguel era la mas apropiada. Nos mudaria- mos con los dos hijos que atin estaban solteros 4 una construccién*flamante, muy cerca del co- mercio de mi marido. Pero aunque sabia que era lo correcto, vivi la mudanza con pena. Cuando les entregamos la casa a Gertrudis y 4 Pedro tuve que esforzarme para que no se me 25 notara la emocion. Aquel dia, que celebramos con una fiesta familiar, lo vivi a la vez alegre y apenada. En cierto momento, como no estaba se- gura de que pudiera contener las lagrimas, dejé a la familia en pleno festejo en el comedor y me fuia dar una ultima vuelta por el patio, La luna se recortaba sobre el techo. Y alli, haciendo eses como siempre, el fantasma de Serafin se me apa- recié en silencio. Levanté una mano para decirle adids, pero él no hizo ningun gesto. Tal vez no habia venido a despedirse, sino a recordarme mi promesa. No me quedaron dudas. Podia irme, claro que si, pero cuando Ilegara el momento de- beria volver. 26 t CARMEN Los ANOS PASARON VELOCES. Al casamiento de Gertrudis siguieron los de sus hermanos Nicolas y Joaquin, y dea poco fueron Legando los nictos. De todos ellos, quiza la mas querida fue Carmen, la nica hija de Gertrudis. Era un sol, toda belle- wa y bondad. Tal vez habia sido bendecida con esos dones por la tristeza que tuvo que sufrir al poco tiempo de nacer: su madre partié muy jo- ven, aquejada de una enfermedad repentina. Tanto el viudo de Gertrudis, el bueno de Yavalia, como mi marido quedaron desolados. Yo, por supuesto, también estaba enormemente {fiste, pero teniamos que sobreponernos: alguien debia hacerse cargo de criar a la pequefia huér- funa, Hablamos con nuestro yerno, y los tres deeidimos que mi esposo y yo volveriamos al viejo hogar. Pedro iba y venia con sus viajes de negocios, y la casa era lo suficientemente 27 grande como para que pudi¢ramos instalarnos nuevamente en ella y ayudarlo con la crianza de Carmencita. Nunca nos arrepentimos de aquella decision. Carmen Zavalia y Laguna, nuestra nieta, fue la alegria de nuestros iltimos afios. El tiempo pasé, inexorable, con sus alegrias y sus tristezas. La mayor de estas Ultimas, que por mucho tiempo me tuvo mustia y Ilorosa, fue la partida de mi querido Miguel. Sin dolor, con esa apacible actitud que habia tenido para la vida, mi marido recibio su final. En sus altimos ins- tantes me tomé la mano, me pidi6 que cuidara a Carmen y me dijo, lleno de fe, que ya nos volve- _ riamos a ver. Yo, que no recordé en ese momento Ja promesa hecha a Serafin, le dije, convencida, que asi seria. Para mediados de 1810, cuando Carmen ya era una bella mujercita de unos quince afios, su padre volvié de uno de sus viajes, mas alborota- do que nunca. Traia muy frescas, y de primera mano, las novedades que empezaban a saberse dea poco y que habian cambiado todo nuestro mundo: en Buenos Aires habia triunfado una revolucion, nada menos. Pedro nos lo anuncié a los gritos, en una reunion en la que junto a 28 toda la familia en el comedor: los criollos, nos dijo cuférico, habiamos decidido gobernarnos a Hosotros mismos. Al principio no entendiamos mucho de lo que nos decia, aunque desde luego eatibamos felices con la novedad. Por eso, le pe- dimos que nos contara todo lo que habia visto, ya que habia tenido la suerte de ser parte de los hechos de mayo. No tuyimos que insistirle: a Pedro le encan- tuba contar, y eso hizo, con todo detalle. Por sus Hegocios, habia Ilegado a Buenos Aires hacia principios de marzo, y por esos mismmos negocios se habia quedado hasta, fines de mayo. Cono- tidndolo, yo sospeché que habia prolongado su eatadia mas por el gusto de participar, que por ‘sus necesidades comerciales; mas por el deseo de “Her parte de la historia que se jugaba en esos dias, que por hacer negocios. Estar en Buenos Aires Je habia permitido ver de cerca (de muy cerca, ra su suerte) lo que ocurrié en aquella semana Asa que empezé el 18 de mayo y termin6 en cubildo abierto del 25. Pedro, libertario como no habia tardado nada en hacerse amigo de yeyolucionarios que se juntaban en el Café le Marco; por eso, el 25, cuando al final de una nada muy larga y muy tensa los miembros de 29 Ja Primera Junta salieron al balcén del Cabildo, él fue uno mis de los que festejaron bajo la Luvia. Su amistad con French, con Beruti y con otros politicos a los que el virrey habia perseguido le permitié ser testigo de los momentos mas im- portantes de aquel dia que ya sabiamos histérico. jQuién nos hubiera dicho que, seis afios después, ese mismo salén donde Pedro nos contaba lo su- cedido en Buenos Aires seria el escenario de la declaracién de la independencia! Luego de los brindis, de los festejos y hasta de las burlas que hizo de los realistas derrotados, con las que todos reimos, Pedro se puso serio y nos advirtié que vendrian dias muy dificiles. Debiamos saber que nada seria facil, que Ja lu- cha probablemente duraria afios y que pronto Ilegaria a muestras tierras. “La libertad y la independencia no son regalos”, nos dijo aquel dia mi yerno, a toda la familia reunida. Y no se equivocaba. 30 © MANUEL Dos aNos pespués de aquellas palabras de mi querido yerno Pedro, la lucha por la indepen- dencia lleg6 a Tucuman, tal como él lo habia pronosticado. Para afianzar la revolucién y de- _ fenderla del poder espafiol, que por supuesto no ejaria alegremente que sus colonias se liberaran asi como asi, el gobierno patrio habia tenido que armarse. Uno de sus ejércitos fue, precisamente, el del Norte, que comandaba Manuel Belgrano. De este joven abogado ya nos habia hablado mu- Pedro, porque lo conocia desde antes de la lucién, cuando Belgrano era secretario del suilado de Comercio. Aunque no era militar de ra, el hombre que en 1810 habia sido vocal 1a Primera Junta de gobierno habia tomado la nsabilidad de dirigir el ejército que defende- Hel limite norte del nuevo pais. 31 Ya instalado en Jujuy y ante el avance de los espafioles, Belgrano habia recibido la orden del gobierno portefio de organizar una retirada que incluyé a toda la poblacién. Debia bajar, no solo con las tropas sino también con los civiles, que llevaban sus pocas cosas a cuestas, hasta Cordoba. Por supuesto, antes de llegar a su destino, los jujefios y el ejército de Belgrano debian pasar por Tucuman. Y ahi, a las puertas de nuestra ciudad, todo cambié. El éxodo del pueblo jujefio era tan conmo- vedor que algunas familias tucumanas, la mia incluida, pensamos que la orden que el general Belgrano habia recibido podia —y acaso de-' bia— desobedecerse. Cuando el ejército patriota acampé en las cercanias de Tucuman, tres envia- dos de la ciudad pidieron entrevistarse con él, Con absoluta seguridad le dijeron que el pueblo tucumano estaba dispuesto a sumarse a sus tro- pas, si él aceptaba detenerse en nuestra ciudad y dar batalla a los espafioles. Y Manuel Belgrano acepto. El 24 de septiembre de 1812 las wopas de Belgrano enfrentaron al ejército del general Pio Tristan, que los doblaba en naimero. Fue alli, en la gloriosa batalla de Tucuman, donde tuvieron 32 su bautismo de fuego mis nietos mayores, todos mis hijos y mi yerno. La batalla duré dos dias terribles. Y como si el fantasma de Serafin o las brujerias de su madre anduvieran por el medio, un hecho insdélito, casi milagroso, influyé para que los nuestros triunfaran. En el peor momento de la lucha, cuando los espafioles parecian impo- ferse, una enorme manga de langostas apareci6 de improviso y oscurecié el ciclo. Los criollos aprovecharon la confusidn de los espafioles que, sorprendidos, abandonaron sus posiciones. Las Jangostas, dijeron luego mis nietos, también pe- learon junto al ejército revolucionario. Juntos, patriotas y langostas, pusieron en fuga a buena rte de las tropas realistas. Al fin de la segunda jornada de lucha, el triun- fo de Belgrano, que era también el de mi familia, jibia sido total. Luego de la victoria, Pedro y algunos de mis ietos se quedaron en el ¢jército que regresaba al ‘orte, rumbo a Salta. Yo no podia pelear, claro wii, pero si podia hacer algo que estuviera a la i (ura de los acontecimientos: ofreci la mitad de sq para que alli se instalara parte del gobier- provincial, que por supuesto respondia a la slucion. Unos meses después, cuando los funcionarios se alojaron en la parte de la casa que les habia- mos cedido, las paredes vibraron. Algunos de los hombres que estaban en el salén, asustados, salie- ron precipitadamente a la calle. No tenian dudas de que un terremoto, o el coletazo de algun movimiento en la cordillera, habia movido los cimientos de mi casa. Yo, sin embargo, no crei lo mismo. Me quedé bajo los viejos techos convencida de que habia sucedido algo diferen- | te, y hoy, mas de doscientos afios después, estoy segura de no haberme equivocado. Puedo decir, en mi condicién de fantasma, que lo sobrenatu- ral se habia hecho presente una vez mas: todavia faltaban cuatro afios, pera la casa se preparaba _ para el dia mas importante de su historia. 34 » NARCISO QUANDO COMENZARON LAS DELIBERACIONES del Congreso de Tucuman, el 24 de marzo de 1816, yo ya era una mujer muy vieja. Tenia setenta y tlos afios, en una época en la que la gente vivia, por lo general, mucho menos. Sabia que era una privilegiada, no solo por los largos afios que ha- i vivido sino porque, en mis Gltimos dias, la yidencia me habia reservado la emocién de testigo de unos sucesos inolvidables. Mientras duré el Congreso no me perdi ni a sola de las sesiones. Escuchaba los debates el salon que habia sido mi comedor y, a pesar mis achaques, asistia con un entusiasmo de egiala a las discusiones —a veces muy aspe- — sobre la independencia que atin no estaba uurada, sobre la marcha de la guerra contra los oles o la forma de gobierno del nuevo pais, todavia no estaba decidida. Muchas veces, 35 incluso, me daban unas ganas locas de levantar la mano y también opinar, pero sabia que eso era una locura y me quedaba calladita, aunque siempre atenta. Una de las sesiones que recuerdo con mas cla- ridad fue la del dia en que, secretamente, llego a |i casa mi querido Mane! Belgrano. El general _ (yo lo escuché todo tras una ventana; permisos que tenia no solo por duefia de casa, sino mas que Hada por vieja) comentd como estaban de difici- les las cosas en Europa. Dijo que los ingleses, por entonces una poderosa potencia, se interesaban ida vez menos en la causa americana. También jropuso que los diputados pensaran en una mo- Warquia constitucional como posible forma de gobierno, en la que un descendiente de los incas fomaria el trono. Era un acto de justicia, ademas, Yi que los incas habian sido los antiguos sefio- Yes del continente. Nunca supe cuanto influyé We hablado aquel dia en aquella sesion que, por Wily secreta que fuera, yo pude espiar; pero no Wenpo dudas de que tuvo mucho que ver con lo je, apenas tres dias después, pasaria en el salon fi Vieja casa. 11 9 de julio amanecié muy frio, tanto que WM) bisniecta Juliana, hija de Carmencita, casi me 37 convencié de que no me levantara de la cama. Estaba engripada y el tiempo era muy malo para mis huesos; pero por suerte le insisti, junté las fuerzas que me quedaban y, bien abrigada, me instalé en la ventana desde donde podia observar y escuchar todo lo que los diputados hacian y decian. Intui que aquel dia se decidirian cuestio- _ nes importantes y, ya se sabe, no me equivoqué. Presidia las sesiones uno de mis diputados favoritos, Narciso Laprida. Era un sanjuanino buen mozo, muy agradable, con el que varias ve- ces habiamos conversado cerca de la cocina, a la que cl buen hombre dos por tres se acercaba a robarse una empanada tucumana, que lo tenian conquistado. Fue él, para mi enorme regocijo, el que, con tono firme aunque con la voz un poco emocionada, preguntd a los demas diputados si querian que las provincias de la Union fuesen una naci6n libre e independiente. A mi se me cayeron las lagrimas, como a varios diputados, que las disimulaban, cuando por aclamaci6n y de manera unanime el Congreso declaré nuestra independencia. Pocos meses después, senti que me llegaba la llamada final. Estaba acostada en mi cama matrimonial, en mi querida casa. Por mi cabeza, 38 antes del dltimo suspiro, pasaron las imagenes de mis padres, de Miguel, de mis cuatro hijos, de mi hija, de mis nietos y bisnietos. [Hasta la figura casi transparente del fantasma de Serafin apa- recié ante mi mirada llena de recuerdos! Y con cllos, con todos esos seres tan cercanos y queridos, recordé también el momento en que Laprida pre- guntd, en el salon de mi propia casa, si estabamos dispuestos a ser libres e independientes. Ante mi cama, mi nicta Carmen, la nueva duefia de la casa, [loraba mi partida. Yo la vi desde mi flamante forma de fantasma. Lo que le habia prometido a Serafin debia cumplirse. Y no me arrepentia. Estaba convencida de que alguna raz6n habria para que mi espiritu permaneciera entre estas paredes. > ANGEL

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