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Ciencia Política: módulo 2 – contenidos - Ideología

El Liberalismo

Sofanor Novillo Corvalán

I. Evolución del pensamiento liberal (III siglos de liberalismo)


II. El liberalismo hoy (Respuesta a F. Fukuyama)
III. Acerca de la relación entre liberalismo y conservadurismo
IV. El liberalismo ante la socialdemocracia
V. La doctrina social de la Iglesia y el liberalismo
VI. El liberalismo y el Nuevo Orden Mundial.
VII. Causas de la inexistencia de una opción liberal en la política argentina.
VIII. Presente y futuro del liberalismo en la Argentina
IX. Bibliografía

I. EVOLUCION DEL PENSAMIENTO LIBERAL

1689, el nacimiento

Es difícil precisar el orden de la doctrina liberal. Quizás, en rigor, no haya una fecha exacta que nos
marque el origen. Pero los hombres pareciera como que siempre necesitáramos de criterios de
ubicación en el tiempo y en el espacio. De otra manera nos desorientaríamos. De ahí la necesidad de
buscar una partida bautismal. Personalmente considero que fue producto de un proceso muy
complejo que encontró en las guerras de religión de los siglos XVI y XVII su precipitante, siendo la
tolerancia y la libertad de conciencia sus principales efectos no buscados. Sin embargo, hay quienes
exigen más precisión en la búsqueda, alguna fecha, algún hecho, algún libro, que sirva para delimitar
con mayor claridad la etapa pre y post liberal. En esa exploración difícil, llegamos siempre al año
1689. Para los que piensan, y con razón, que el liberalismo es fundamentalmente un sistema
coherente de principios y valores que fundamentan la libertad indivisible del hombre y de todos los
derechos que le son inherentes, entonces ese sistema nace con un libro: Ensayos sobre el gobierno
civil, cuya licencia de impresión se otorgó el 23 de agosto de 1689. Su autor, John Locke, fijó en esta
obra los cimientos duraderos sobre los que hasta hoy se afianza todo el pensamiento liberal. Allí está
preanunciado el estado mínimo, la división de poderes, la libertad integral de los hombres. Allí está
en fin, el liberalismo.
No obstante, quienes piensan que esta doctrina, más que un producto del intelecto, es una forma de
vida que implica la eterna lucha del hombre para ampliar el campo de sus libertades y disminuir las
atribuciones que se arrogan los gobiernos ven en la Declaración de Derechos y Libertades (Bill of
Rights) inglesa ocurrida también en 1689, el punto de partida de esta ideología.
Ahora bien, como se sabe, el espíritu inglés siempre despertó recelos en el continente,
especialmente en las naciones de raíz cultural latina. De ahí que haya sido relativizada o aún negada
la influencia liberal sajona en el surgimiento del liberalismo. Quienes así piensan; ven más bien en el
autor de El espíritu de las leyes (1748) el genuino inicio de la moderna idea liberal. Reconocida o no,
la gravitación que el pensamiento de Locke tuvo sobre su autor, interpretan que la influencia
universal de la obra del pensador inglés fue incuestionablemente menor que la del francés. Pero es
el caso que éste, Carlos Luis de Secondant, Marqués de la Brede y de Montesquieu, nació cerca de
Burdeos, curiosamente, en el año 1689. Por lo demás, si bien la doctrina nació en el siglo XVII, el
término liberal como adjetivo, es posterior. Se empezó a usar en Francia a fines del siglo XVIII. Como
sustantivo se utiliza por primera vez en España en 1812.
Más allá de las controversias sobre los orígenes, resulta claro que el ideario de la libertad del hombre
se desarrolló fundamentalmente durante el siglo XVIII de una manera sólida y vertiginosa. Después
de Locke vendrá la escuela escocesa, representada entre otros por David Hume, que en 1739
publicó un tratado sobre La naturaleza humana; Adam Ferguson, quien en 1767 publicó Un ensayo
sobre la historia de la sociedad civil; y en especial Adam Smith, que en 1759 escribe su Teoría de los
sentimientos morales. De estos pensadores el liberalismo tomará su concepción sobre los móviles
del comportamiento humano, explicando a través de agudas reflexiones psicológicas sobre los
límites de la conducta egoísta e interesada del hombre, y sus efectos benéficos para la sociedad.
Estas ideas encontrarían su coronamiento grandioso en una obra del propio A. Smith, publicada en
1776, Investigación acerca de la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones. Para muchos,
esta obra erudita y sistemática representa tanto el comienzo de la ciencia económica como el del
liberalismo económico. En verdad, hay mucho de eso, pues es cierto que fue el primero en tratar de
averiguar cuáles son las condiciones institucionales que posibilitan el crecimiento económico de las
naciones. A través de la pluma de este autor se descubre toda la importancia de la libertad
económica; el principio de la no ingerencia estatal, la competencia, la división del trabajo, las leyes
naturales que regulan el orden económico, etcétera
En rigor, las ventajas de la libertad económica habían sido también puestas de manifiesto por los
fisiócratas. Estos, menos liberales en lo político que en lo económico, creían que la naturaleza es la
verdadera reguladora de la vida económica de los países y que la tierra era el único factor capaz de
generar un producto neto. Los principales artífices y expositores fueron A. Quesnay La tabla
económica, 1775; Du Pont de Nemours La fisiocracia, 1767; Paul Mercier de la Riviere, El orden
natural y esencial de las sociedades políticas, 1767; Jean Vincent de Gournay, a quien se le atribuye
la expresión laissez faire, laissez passer, que por otra parte era el lema de la escuela; Víctor Riquetti,
Marqués de Mirabeau, El amigo de los hombres, 1756; y, finalmente, su principal hombre de estado,
A. R. J. Turgot Reflexión sobre la fundamentación y distribución de las riquezas, 1766.
Por otra parte, del otro lado del Atlántico, en los nacientes Estados Unidos, las ideas de Locke y del
mismo Montesquieu, de cuyo Espíritu de las leyes, se había publicado en 1772 una versión
abreviada, habían madurado rápidamente.
Entre octubre de 1787 y mayo de 1788, bajo el seudónimo de Polibio, Alexander Hamilton, James
Madison y John Jay, escribieron 85 ensayos en apoyo a la Constitución recientemente aprobada, la
cual necesitaba, para entrar en vigencia, la ratificación de los estados que comprendían la Unión. Los
mencionados ensayos fueron publicados después como El federalista, y bajo ese nombre han
pasado a la historia constituyendo uno de los principales alegatos en favor del gobierno
representativo y federal, como así también el necesario equilibrio y armonía entre las instituciones
políticas y económicas fundamentales. Desde cierto punto de vista, pueden bien ser considerados
como un epítome de las doctrinas del Marqués de la Brede y John Locke. En Los papeles
federalistas están los verdaderos cimientos institucionales de la primera República liberal que tuvo el
mundo.
Volviendo al continente europeo, las ideas de Adam Smith encontraron rápido eco en España, país
durante centurias agobiado por las ideas reglamentarias del mercantilismo. José Alonso Ortiz es el
traductor, en 1794, de La riqueza de las naciones. A caballo entre el siglo XVIII y XIX lo continúa en
la tarea de difundir el pensamiento smithiano, Alvaro Flores de Estrada.
En Alemania y con Emanuel Kant (1724-1804) el liberalismo encontró sus fundamentaciones
filosóficas más puras sobre todo en sus Fundamentos de la metafísica de la moral, 1785. Las
categorías y conceptos por él construidos sirvieron en general para darle más coherencia al
desarrollo posterior de la filosofía de la libertad, aunque no se puede dejar de recordar que algunas
de sus tesis, por ejemplo aquella de que la moralidad tiene primacía sobre la felicidad, entraban en
conflicto con ideas desarrolladas por otras interpretaciones del liberalismo.
No obstante todo lo dicho, es necesario volver nuevamente nuestra mirada a Francia, pues es allí
donde estas ideas han entrado en ebullición, y no sólo en los círculos intelectuales o cortesanos. Han
penetrado en los más hondo del mismo estado llano. Y es Sieyes, quizás poco abate, como se dirá
con razón, pero portentoso pensador, el que le legará a Francia y a la humanidad el concepto
moderno de Constitución y quien redactará parcialmente nada menos que la famosa Declaración de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Los principios por él sustentados se manifiestan aún hoy
en la Constitución francesa.
El movimiento de la Enciclopedia contribuyó al liberalismo en una medida jamás imaginada por
Diderot, principal inspirador de ese proyecto editorial. Después de los dos primeros tomos, y con
posterioridad a la crisis que tuvo la empresa en 1752, se incorporaron a la obra Montesquieu,
Voltaire, D'Olbach, Helvetius y también los fisiócratas. Este conjunto de pensadores nucleados en
dicha empresa intelectual colectiva, legaron a la cultura liberal y occidental la convicción de que la
razón crítica es indispensable para una mejor explicación y solución de los problemas del hombre.
Los enciclopedistas iluminaron al mundo, al definir y establecer con firmeza la libertad de opinión y
de conciencia, dejando atrás prejuicios y falsas concepciones, y permitiendo de este modo el rápido
desarrollo de las ciencias y de las disciplinas humanistas.
A esta altura se me podrá observar que me estoy olvidando nada menos que de J. J. Rousseau. En
rigor, no es así. Se trata de una exclusión deliberada y escasamente arbitraria por lo demás. En
realidad, Rousseau no representa las genuinas bases del liberalismo moderno. Este tiende a
preservar antes que nada las libertades individuales, mientras que el ginebrino, en contraste,
propone "la alineación total de cada asociado con todos sus derechos en favor de la comunidad y
quienquiera que rehúse obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo social".
Como se advierte Rousseau evoca no al liberalismo, sino más bien a las democracias populares, que
se instalaron en Europa Oriental después de la II Guerra Mundial y que hoy parecieran querer
mostrar signos de establecer el pluralismo y la tolerancia política vigente en los países libres de
Occidente. En lo inmediato, el pensamiento de este autor puede ser encontrado en las efímeras
constituciones de la época del terror de la Revolución Francesa, que en aquellas más duraderas que
a partir de Napoleón se sancionaron en Francia y en la mayoría de las naciones del mundo libre.

1789, la difusión universal de las ideas

Mil años de feudalismo y de privilegios se derrumbaron en pocos años. Otros dirán,


exageradamente, que en pocos meses. Como quiera que fuese, lo cierto es que el 14 de julio de
1789 comienza uno de los procesos de transformación de las ideas y de las instituciones más
vertiginosas de que tenga recuerdo la humanidad. Y ello ocurrió al calor de las ideas anteriormente
expuestas. De esa experiencia terrible y sorprendente por momentos, surgirán consolidados el
derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad, además del concepto trascendental de que todos los
hombres tienen iguales derechos y son por ello iguales ante la ley.
Asimismo, en esos cuatro años que derrumbaron un milenio, se comenzaron a manifestar
tendencias e ideologías que aún hoy dividen al mundo.
Detrás de Robespierre, Saint Just o Marat, estaban sin lugar a dudas las ideas igualitarias mas no
liberales, como se ha dicho, de J. J. Rousseau. Habrá que esperar al 9 Termidor, y sobre todo el 18
Brumario (más allá del autoritarismo de Napoleón) para que la verdadera esencia del pensamiento
liberal pueda comenzar a irradiarse en el mundo.
Como era de esperar, tanto crimen y horror habían conmovido el espíritu y la sensibilidad de los más
lúcidos pensadores europeos. Entre ellos, ninguno fue más afectado por los sucesos de Francia que
el político de origen irlandés Edmund Burke. Hombre de ideas liberales, fue uno de los primeros en
condenar los excesos y las desviaciones de los episodios que siguieron a la toma de la Bastilla. Su
opinión sobre ese proceso se refleja en Reflexiones sobre la revolución en Francia (1790). En esta
obra Burke, no obstante su origen liberal, estableció los fundamentos del conservadurismo moderno,
concepción política ésta con la que el liberalismo mantendría durante un siglo y medio, ásperas y
profundas controversias. Sin embargo, el impulso que posteriormente tomaron las ideologías de
extrema izquierda y derecha ocasionó que ambos cuerpos de pensamiento se fueran acercando,
llegando incluso como ocurre hoy, a fusionarse. Pero esa es otra historia acerca de la cual
ensayamos una explicación, en el apartado 3 de este trabajo.
En Francia el liberalismo doctrinario se continuó a través de agudos escritores, la mayoría filósofos
políticos, economistas los menos. Juan Bautista Say (1767-1832) tuvo vital importancia en la difusión
de las teorías económicas de A. Smith y no sólo en las regiones francoparlantes. A través de la
traducción de sus libros al castellano fue conocido este autor en España y América del Sur. Así
nuestro conocido Alberdi llegó a Smith de la mano de Say. Conste que no es sólo la difusión del
pensamiento de Smith lo que justifica la inclusión de Say en la historia del liberalismo. También
cuenta por sus aportes teóricos, en especial, su célebre Ley de las salidas o mercados contra la cual,
mucho tiempo después, Keynes arremetería en su pretensión de demostrar que dentro de una
economía libre puede haber desequilibrios permanentes. Y debo acotar aquí que, si Say fue un
economista sistemático, Federico Bastiat (1801-1850) fue un panfletario genial. Su único libro Las
armonías económicas (1850) no llegaron ni con mucho a alcanzar el vuelo de sus irónicas y
mordaces sátiras en contra del proteccionismo. La brillantez de los pequeños panfletos, en especial
La petición de los vendedores de vela contra la competencia del sol, y Los sofismas económicos, no
han sido superados en su estilo. Muchas carencias de los economistas liberales franceses fueron
compensadas por el vuelo de su genio e imaginación.
El primero de los grandes políticos liberales doctrinarios post-revolucionarios fue Benjamín Constant
(1767-1830). A través de su vida política, y más allá de sus inconstancias como político de acción, su
reflexión fue siempre la de un liberal impenitente. "Se vendía pero nunca se entregaba", decían sus
amigos tratando de elogiarlo. Sus ideas fuerza eran rectilíneas y transparentemente liberales. Esto
se evidencia en todas sus obras, en especial su monumental "Curso de política constitucional"
(1839). De dicha obra se ha afirmado que es la que mayor número de barreras colocó entre el
hombre y el Estado. Llega a criticar no sólo (y desde luego) a Rousseau sino al mismísimo
Montesquieu, a quien le reprochó nada menos que su concepto de libertad, pues "puede llegar a
justificar el establecimiento de los peores despotismos".
Después de Constant encontramos a Francisco Gizot (1787-1874). Historiador, constitucionalista y
político, es el teórico de lo que hoy podríamos denominar el liberalismo de centro o del término
medio. Conciliador por convicción mas no por temperamento, Emile Faguet llegó a decir de él que
fue un verdadero dictador de la moderación. Esto se refleja en sus innumerables obras,
especialmente su Historia del Gobierno representativo (1822). Apologista de la clase media como
sostén de la tolerancia en política y religión, no obstante no pudo evitar ser pesimista sobre el futuro
de la democracia. Revertir, con reservas, ese pensamiento fue entre otros, el papel que le tocó
desempeñar al último de los grandes pensadores políticos franceses del siglo XIX: Alexis Clerel de
Tocqueville (1805-1859).
Si desde Montesquieu a Gizot fue proverbial del liberalismo francés buscar en Inglaterra el modelo
del que aprender, Tocqueville, rompiendo una tradición secular, miró hacia los EE.UU., y en ese país
encontró que la democracia y la libertad eran posibles, no obstante el riesgo que para ambas implica,
como se verá, el principio de igualdad.
En La democracia en América, cuya primera parte se publicó en 1835 y la segunda en 1840,
independientemente de su valor inigualable como obra de sociología política (en rigor, la primera
jamás escrita en su género), fue en último análisis un esfuerzo por saber cómo funcionaba y cuál
sería el futuro de la única democracia imperante de la época. A Tocqueville le gustaba bucear en el
futuro y formular predicciones.
Algunas de ellas fueron realmente sorprendentes (así, en 1840 anticipó que en el siglo XX dos
naciones protagonizarían la escena política mundial: EE.UU. y Rusia. La primera siguiendo el
camino de la libertad y la segunda el de la servidumbre).
Pero por sobre todas las cosas, fue un analista agudo de su época, y a través de su escalpelo
intelectual puso de relieve los peligros de la centralización e intervencionismo.
Propició también la solidaridad porque pensaba "que tanto el deber como el interés de los hombres
está en hacerse útiles a sus semejantes". Enfatizó además la crucial función de las comunas y las
asociaciones voluntarias en las democracias.
Atribuyó al Poder Judicial más importancia aun que la que le asignaba el propio Montesquieu. Pero
fundamentalmente, Tocqueville formuló la siguiente advertencia: si no se tomaban los recaudos
necesarios, la democracia puede devenir en un despotismo en donde reine la igualdad, pero de
ninguna manera la libertad y el orden.
Mientras tanto del otro lado del Canal de la Mancha, el liberalismo siguió afianzando y consolidando
su edificio intelectual durante el siglo XIX. David Ricardo (1772-1823), principal continuador de
Smith, perfeccionó muchas de las ideas y teorías de su maestro, pero también importante es
reconocerlo, agravó muchos de sus errores. Así la errónea teoría del valor trabajo tal como la
formulara Ricardo fue herramienta intelectual para elaborar su tristemente célebre y falsa teoría de la
explotación de las clases proletarias.
Ahora bien, esa y otras consecuencias de sus errores no empalidecen los grandes logros de Ricardo.
Con él, el ideario económico liberal y la ciencia económica por añadidura, alcanzaron niveles de
desarrollo notables. En su más importante libro, Principios de Economía Política y Tributación
(1817), amén de formular las denominadas Tres grandes leyes de la economía, (ninguna de las
cuales es aceptada por la teoría económica actual), desarrolló el principio de la libertad económica y
su aplicación al campo del comercio internacional en términos tan convincentes, que desde entonces
muy poco de sustancial es lo que se ha agregado al tema. El libre cambio fue sin duda su gran
bandera y el progreso que el mismo trajo al mundo constituye su obra más imperecedera. No
obstante, no debe olvidarse a los dos grandes apóstoles de esta cruzada: Richard Cobden
(1804-1865) y John Bright (1811-1889), fundadores de la tan famosa y mal interpretada Escuela de
Manchester. Igualmente inteligentes y sagaces divulgadores de la ideología del laissez-faire durante
el siglo pasado fueron en Inglaterra Harriet Martinau y Jane Marvet. Además, en la tarea de difusión
del nuevo ideario durante este crucial período colaboraron diarios y revistas que cumplieron una
función trascendente, en especial The economist, entre los años 1843-1845, bajo la dirección de
James Wilson y Leeds Mercury, a cargo de Edward Blain. Unos y otros no sólo defendieron el
liberalismo, sino que se mostraron enérgicos críticos de la doctrina socialista ya en ascenso para esa
época.
Esta doctrina no sólo estaba apareciendo en forma clara y tajante a través de las ideas de socialistas
al estilo de Fourrier o Proudhon o, como se sabe, en la mucho más influyente modalidad de Karl
Marx, sino que además, al mismo tiempo la idea estatista comenzaba a subyacer escondida
propuestas por algunos que en muchos casos aun hoy son presentados como arquetipos de
liberales. Es el caso de J. Bentham y J. Stuart Mill, cuyas doctrinas y teorías, excepto en alguna que
otra de sus obras (por ejemplo, Sobre la libertad, de Mill publicado en 1859), envolvían elementos
conceptuales a partir de los cuales fue desarrollándose la idea colectivista.
Dentro de esa corriente de autores, dudamos en incluir a Herbert Spencer (1820-1903). Pese a
incurrir en heterodoxias inaceptables, (su idea de la nacionalización de la tierra constituyó una
excepción dentro de un macizo y sólido planteo individualista), sin lugar a dudas fue uno de los más
eruditos y prolíficos de los liberales en todos los tiempos.
Psicólogo, sociólogo, economista y filósofo social y político aportes al desarrollo de las actuales
ciencias sociales, se erigió en uno de los más inclaudicables defensores de la libertad individual
frente a lo que él consideraba y con razón, un avance ilegítimo del estado. El más nítido reflejo de su
sistema de pensamiento está en El hombre contra el Estado (1834).
Como se ha dicho, la corriente liberal inglesa, pese a sus indudables méritos, estaba basada en
algunos principios y presupuestos doctrinarios y teóricos que muchas veces la llevaron por carriles
equivocados. Correspondió a los economistas de la escuela austríaca o de Viena corregir gran parte
de los errores de la corriente clásica inglesa. A sus economistas les corresponde el mérito de haber
reducido a polvo la falacia de que el valor de las mercancías está en directa relación a su costo de
producción, y en especial a la cantidad de trabajo humano incorporado a ella. Ellos descubrieron que
los bienes no valen porque cuestan sino que cuestan porque valen, y que en último análisis los
determinantes del valor son la utilidad y escasez. De este descubrimiento fundamental al
desmoronamiento de todo un sistema de análisis no hubo más que unos pocos pasos, que fueron
dando progresivamente los pensadores de la primera generación de la escuela liberal con sede en
Viena. Sólo Marx y sus epígonos han quedado anclados en el error, y de ahí que no solamente la
teoría colectivista no se haya desarrollado sino que los mismos órdenes económico sociales
fundados en sus supuestos están hoy en la absoluta crisis.
Para decirlo brevemente, la revolución que a partir de 1870 se produjo en el campo de las ideas
económicas estuvo a cargo en primer lugar de Karl Menger (1840-1920). Su concepción la fue
plasmando sucesivamente en Los fundamentos de teoría económica (1871), Investigación sobre el
método de las ciencias sociales y especialmente de la economía política (1883) y en Los errores del
historicismo (1884). Su portentosa tarea fue continuada por Eugen Von Boehm-Bawerk (1851-1914),
quien además de importantes trabajos con los que revolucionó la teoría del interés, publicó en 1898
El cierre del sistema marxista, que constituye por sí mismo una de las más demoledoras críticas que
jamás se hayan formulado contra la teoría económica de Karl Marx.
Mientras tanto en Inglaterra, el liberalismo político, no obstante el embate que sufría por parte de las
diferentes corrientes estatistas, llegó a alcanzar niveles de gran profundidad aunque no con la
sistematicidad y el alcance que le dieron sus fundadores. Un ejemplo de ello fue el filósofo político,
John A. E. Dalberg-Acton (1834-1902). Curiosamente no dejó ningún libro. Su proyectada obra, que
de haberse escrito hubiera sido al decir de un contemporáneo, "la más importante jamás escrita en la
historia del pensamiento humano", y cuyo título iba a ser Historia de la libertad del hombre, no pasó
de ser más que una colección de agudos y penetrantes ensayos reunidos y publicados en 1977.
Liberal y moralista, quizás su ideario se condense en su célebre apotegma "el poder corrompe y el
poder absoluto corrompe absolutamente".
Todo el conjunto de ideas que en forma progresiva fueron elaborando estos pensadores alcanzaron
realizaciones prácticas no sólo en los países mencionados, sino también en los EE.UU., en donde
los valores de la libertad e igualdad, aunque siempre en tensión, comenzaron a alcanzar una
vigencia sin precedentes en la historia del mundo. Sin embargo, existía en ese país una cuestión que
le impedía realmente insertarse en una plena democracia liberal: la esclavitud. La acción decidida en
A. Lincoln hizo más en favor de los derechos del hombre que muchos tratados, mientras que en su
discurso de Gettysburgh, en el que definió y resaltó la democracia como el mejor de los gobiernos,
tuvo difusión universal. Desde el fin de la guerra de secesión en adelante, el progreso de las
libertades individuales, con sus altibajos, ha corrido casi parejo con el portentoso crecimiento
económico y social de EE.UU., aunque es importante advertir que ese proceso fue menos obra de
filósofos e ideólogos que de estadistas y hombres de gobierno. Durante el siglo XIX no existieron en
la tradición liberal de los EE.UU. figuras realmente descollantes, pero en su conjunto los sectores
pensantes y las clases gobernantes, usando de una extraordinaria sensatez y sentido práctico de la
vida, consiguieron forjar una verdadera avanzada de civilización y libertad. Creo que una de las
claves de este logro fue considerar que la verdadera riqueza de las naciones no la constituyen los
gobiernos, sino sus pueblos.
El concepto antes expresado, sencillo en su contenido pero formidable en sus consecuencias, fue el
que de un modo contínuo y a lo largo de toda su vida sostuvo el único liberal sistemático y doctrinario
de relieve que produjo nuestro país durante el siglo pasado: Juan Bautista Alberdi. Nacido con la
patria en 1810, un año antes de que se sancionara la Constitución de 1853 publicó sus famosas
Bases y muy poco tiempo después su Sistema económico y rentístico. Con estas obras integraba un
verdadero modelo de organización nacional. Sin lugar a dudas, Alberdi fue el gran arquitecto de la
Argentina moderna. A sus ideas, fuertemente influidas por los autores que hemos citado, tal cual el
mismo lo reconocía, les agregó la impronta de las peculiaridades y características propias de nuestra
sociedad. Pero preciso es reconocer que si Alberdi fue el arquitecto de la Argentina liberal y
progresista, sus ejecutores fueron los hombres de la generación del 80, quienes, al igual que los de
EE.UU., evidenciaron más capacidad que acción, organización y administración que de reflexión
intelectual. En el mejor de los casos, fueron, como diría Paul Groussac, prosistas fragmentarios. No
dejaron libros, pero entre 1880 y 1916 forjaron los cimientos sociales, educativos, económicos y
políticos de la Argentina moderna.

1929, El eclipse

El cúmulo de ideas elaboradas durante los siglos XVIII y XIX conformaron, como se ha explicado, el
sistema de pensamiento denominado hoy liberalismo. Sus efectos se comenzaron a observar, ni
bien fueron proclamados los principios de la tolerancia y la libertad, no sólo en el plano de las
instituciones sino también en la calidad material de vida. El liberalismo hizo que el mundo saliera de
un milenario letargo. Como lo reconocieron hasta sus más enconados críticos, Karl Marx y F. Engels,
en el Manifiesto comunista de 1848, "El capitalismo durante su dominación de colosales que las que
han producido jamás todas las generaciones pasadas".
En realidad, desde sus orígenes la humanidad evolucionó muy lentamente, siendo los cambios casi
imperceptibles. Sólo a partir del siglo XV se comenzó a observar un crecimiento comparativamente
significativo. Pero es recién desde mediados del siglo XVIII que el mundo, y sobre todo Europa
Occidental, comienza a transformarse a ritmo de vértigo. Entre 1776 y 1914 se produjeron cambios
verdaderamente espectaculares.
Durante esa etapa fueron declarados los derechos del hombre y del ciudadano. Surgieron las
Constituciones y el Estado de Derecho. Se afianzó el concepto de una justicia independiente. Se
difundieron los gobiernos representativos y democráticos. Se institucionalizó el sufragio universal.
Aparecieron los partidos políticos, los sindicatos y otras organizaciones sociales. Las universidades y
colegios se multiplicaron. La ciencia y la investigación se desarrollaron condiciones de vida material
mejoraron notablemente. Desaparecieron las grandes hambrunas y las pestes arrasadoras. El
hombre comenzó a controlar las enfermedades, medias de vida, al tiempo que descendió la
mortalidad infantil. La producción de bienes y servicios aumentó geométricamente. Se produjo una
revolución en el agro, la industria, la minería, los transportes, el comercio y la banca.
Es una época de grandes innovaciones tecnológicas: la máquina de vapor, el ferrocarril, los barcos
de hierro, los canales, los grandes caminos y el telégrafo. Después el automóvil y el aeroplano, la
electricidad, la turbina de vapor, el motor de gasolina, el motor de combustión interna y las grandes
usinas. Se desarrolla y difunde el crédito, lo cual permite el acceso de los distintos sectores sociales
al consumo masivo de toda clase de mercancías. El comercio internacional crece en forma
extraordinaria. El nivel de vida, en fin, aumenta espectacularmente. Este proceso sólo pudo
desenvolverse gracias a una doctrina y a un marco institucional que lo posibilitaron. El capitalismo
liberal es el verdadero creador del mundo moderno.
No obstante sus éxitos inobjetables, el sistema que lo produjo comenzó a perder credibilidad. La
confianza que la opinión pública de occidente le tenía al régimen liberal en vigencia, se debilitó
rápidamente. Esto comenzó a insinuarse en la segunda década del presente siglo, pero se acentuó a
partir de 1930. Hay distintas razones que explican este proceso, pero creo que son dos las causas
fundamentales. En primer lugar, el crack de la Bolsa de Nueva York en 1929 y la subsiguiente
depresión de los años treinta, que se caracterizó por una desocupación en escala no conocida hasta
entonces y que afectó a millones de personas. En segundo término, el surgimiento en la Rusia
soviética, a partir de 1928, de una nueva manera de organizar la producción de bienes y servicios: la
economía centralmente planificada, anunciada y puesta en ejecución por el dictador totalitario J.
Stalin.
Estas dos razones explican la creación de un nuevo clima ideológico en Occidente que perduraría
por cinco décadas. Sus características más salientes serían el recelo la libre empresa, una fe
supersticiosa en las posibilidades del Estado y la confianza desmedida en la planificación social. Se
comienza a suponer que el Estado puede sustituir al mercado. Nace así el Estado de bienestar, que
tenía por fin tutelar al individuo desde la cuna hasta la tumba. Con él se inician también la inflación
sistemática, los déficits presupuestarios y el crecimiento del sector público. En realidad, los orígenes
inmediatos del Estado protector hay que buscarlos en la Alemania autoritaria de Bismark a fines del
siglo pasado, que se continuó en Austria (1888) y Hungría (1891). En estos experimentos de
nacionalismo estatizante hay que buscar también las causas del expansionismo germano, que
produjo la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, durante todo el período en el que el liberalismo estuvo a la defensiva, hubo un puñado
de filósofos, sociólogos y economistas que trataron de preservar la doctrina de los ataques de que
era objeto. Con ese objetivo fue creada en 1947 la Mont Pelerin Society, que hasta hoy nuclea a los
más granado del liberalismo mundial. Alguno de sus fundadores sobresalieron por la energía y
claridad con que defendieron y difundieron sus principios. De entre ellos, Ludwig Von Mises
(1883-1973) aparece como el principal portaestandarte. Su vasta producción no le impidió mantener
centrada su penetrante inteligencia y formación en lo que él consideró que eran los más graves
peligros para la humanidad: la planificación económica, el estatismo y la inflación. Fue el primero en
plantear la imposibilidad del cálculo económico en una economía totalmente socializada. Su
explicación acerca de las causas de las crisis económicas tienen hasta hoy irrefutable vigencia. Sus
demostraciones de las falacias keynesianas iniciaron el debilitamiento progresivo de ese pernicioso
cuerpo de teorías y políticas que se encuentran hoy en repliegue en occidente. Toda su obra, en fin,
se encuentra compendiada en La acción humana (1949), monumental tratado de economía política
que bien puede ser considerado como el más formidable alegato en favor de la libre empresa del
siglo XX.
En el campo de las ideas políticas y sociales, dos franceses brillaron con luces propias durante este
período. Raymond Aron (1905-1982), sociólogo y periodista lúcido y sagaz, de cuya producción, si
tuviera que elegir un libro como el más expresivo del liberalismo a la defensiva y pesimista respecto
al futuro de la libertad, no dudaría en señalar a El observador comprometido (1981). Por otra parte y
también en la tradición de Montesquieu y de A. de Tocqueville, el tratadista político Bertrand de
Jouvenel (1903-1987), se especializó en desentrañar en El poder (1974), las complejas relaciones
entre la libertad y la autoridad.
En Francia, la reconstitución del orden en libertad se debió también a la perseverante lucha del
economista J. Rueff, quien en El orden social (1964) precisaba que las ilusiones de los falsos
derechos sólo podían llevar a la inflación y al socialismo o a la anarquía social. Se distinguió también
por sus críticas al sistema de patrón de cambio oro y al FMI, pues consideraba que ese organismo
alentaba a la inflación mundial. Para evitar este flagelo propuso específicamente el restablecimiento
del patrón oro que implica una relación entre el dinero en circulación y las reservas de oro
disponibles.
Por su parte a las bases ideológicas de la reconstrucción italiana hay que buscarlas en Los principios
de hacienda pública (1940), la obra fundamental del político y economista Luigi Einaudi.
El mal llamado milagro alemán fue una tarea de cuya arquitectura doctrinaria es responsable W.
Ropke (1899-1965), autor entre otros libros de la Crisis social de nuestro tiempo (1942) y Civitas
humana (1944). Sobre los principios liberales humanistas que éste sostuvo; Alfred Muller-Armack,
que acuñó la célebre expresión economía social de mercado, pudo construir los diferentes
instrumentos de política económica que luego pondría en ejecución con éxito asombroso L. Erhardt.
Este brillante economista relató después su magnífica experiencia en el célebre libro Bienestar para
todos (1951), en donde no obstante su orientación claramente liberal se ponen de relieve algunas
secuelas de la mentalidad estatizante prevalente en la época.
La Escuela de Chicago, relacionada con prestigiosos propulsores del liberalismo, pero vulgarmente
identificada con Milton Friedman (1912- ) quien se constituyó por muchos años en su principal
portavoz. Si bien este adoptó una posición fuertemente crítica de las políticas propiciadas por J. M.
Keynes aplicadas durante la pre y post II Guerra Mundial, desde posiciones liberales más ortodoxas
se le objetaron, no obstante, a sus propuestas algunas tonalidades keynesianas. Su más importante
obra de este período es Capitalismo y libertad (1962).
Pero en los últimos años, y desde la conservadora Hoover Institute, propone una organización del
mercado libre, más próximo a la que postulan las líneas más ortodoxas: Libertad de elegir (1981).
Pero de todas maneras estará distante siempre de la corriente libertaria o anarco-liberal en que se
encuentra revistando su hijo, David, y que orienta Murray Rothbard, que desde tesis inicialmente
austríacas se ha deslizado a propuestas que incluyen la privatización del propio Estado, incluida la
administración de justicia, seguridad interior y defensa exterior. Estas polémicas ideas y en
Individualismo y filosofía de la ciencia social (1979).
Por su parte, la denominada escuela económica de la oferta encabezada por A. Laffer, G. Gilder y P.
Craig-Roberts, inspiró a las políticas económicas aplicadas durante la gestión gubernamental de
Ronald Reagan.
Como quiera que sea, hoy el liberalismo ha vuelto por sus fueros. La batalla tanto en el plano de las
ideas como en el de las realizaciones, la ha ganado de un modo concluyente. El estatismo y todas las
formas de intervencionismo se baten en retirada. El liberalismo moderno no solamente está a la
ofensiva, sino que, además está también autotransformándose de una manera muy dinámica.
Cansados de tanta regulación y uniformidad producida por el Estado, los hombres y mujeres de
Occidente comienzan a buscar el realce de su propia personalidad y a afirmar sus derechos
individuales. Ya no se desconfía de los efectos sociales de la tecnología. Al contrario, ven en las
computadoras sus más firmes aliadas. Estas les permiten una participación más activa en la toma de
decisiones públicas. Los referéndums y plesbiscitos están en auge. Se abomina de la sociedad de
masas. La descentralización y el federalismo despiertan después de un secular letargo. Se
redescubre el rol crucial de la familia. Se propicia la privatización de la educación, la salud y la
previsión social.
Aquí en Latinoamérica se comprueba la consolidación de la democracia como forma de vida,
mientras que en Asia y Africa sólo los países que persisten en las fracasadas fórmulas socialistas
pasan hambre y miseria.
Por su parte en los países de Europa del este y en la U.R.S.S. se observa un acelerado proceso de
democratización y liberalización.
1979, El resurgimiento

Todo este vertiginoso cambio se comenzó a manifestar en el plano electoral con el impactante triunfo
en Inglaterra de M. Thatcher en 1979 y el de R. Reagan en Estados Unidos en 1980. Tanto aquélla
como éste se declararon acérrimos partidarios de las nuevas ideas liberales que en esos momentos
se estaban elaborando en los think tanks de los EE.UU. y distintos centros universitarios de Europa.
La doctrina liberal de nuestros días es rica en matices y contenidos. Sus escuelas son diversas y la
heterogeneidad de enfoques esconde por momentos el común denominador de todos ellos: la
defensa irrestricta de la libertad del hombre. En una rápida y apretada reseña podemos señalar sólo
a las más importantes e influyentes doctrinas escritas.
Antes que nada la corriente del liberalismo moral y ético. Esta surge a partir de la observación de
que, no obstante los éxitos incontestables del liberalismo, éste no lograba imponerse en amplios
círculos sociales, religiosos e intelectuales. Se creyó advertir, y con razón, que quizás el problema
consistía en el escaso interés que los filósofos y pensadores liberales habían puesto en los
fundamentos morales y éticos del sistema y especialmente en demostrar que era el más justo de los
sistemas conocidos. Después de algunos trabajos pioneros tales como La ética de la sociedad
competitiva, (1935) de F. H. Knight; Los fundamentos de la moral, (1961) y La economía del mercado
ante el pensamiento católico (1954) de Daniel Villey, es sobre todo la prolífera e inteligente obra de
Daniel Villey, es sobre todo la prolífera e inteligente obra de Michael Novak la que terminó de mostrar
en forma concluyente la inmensa superioridad moral del liberalismo frente a cualquiera de los
sistemas hasta ahora conocidos. A esto lo pone de relieve fundamentalmente en su libro más
notorio: El espíritu del capitalismo democrático, (1982). Además, en libros posteriores como Será
libertadora (1986) formuló una apabullante demostración de la falsedad de la denominada teología
de la liberación. También la filosofía política liberal recibió un vigoroso impulso de un pensador que,
curiosa y paradojalmente, pretendió al comenzar su más importante obra, Anarquía, Estado y utopía
(1974) darle al estado moderno una fundamentación socialista. En vez de ello, elaboró una de las
más luminosas utopías del liberalismo político de las últimas décadas. En efecto, Roberto Nozick
probablemente el más profundo filósofo político liberal contemporáneo, quien fue profesor de la
Universidad de Columbia y actualmente enseña en Harvard, tanto en la mencionada obra como en
su última publicada Explicaciones filosóficas (1981), se revela como el verdadero sepulturero de la
sociedad de masas y profeta de una sociedad en la que los individuos no buscarán ser iguales entre
sí, sino por el contrario, al disponer cada uno de ellos de una franja de libertad mucho mayor de la
que se posee actualmente, realizarse vitalmente en tanto se distinguen y diferencian de los demás.
El marco institucional que permitirá esto es el del estado mínimo, el cual sólo tendrá la función
primaria de asegurar justicia y seguridad para sus habitantes. A partir de ahí Nozick considera a toda
otra función que asuma el Estado como fundamentalmente ilegítima. De más está decir que, la
consecución de las metas drásticas de las relaciones establecidas entre el Estado y los individuos
para asegurar así un lugar donde las personas están en libertad de unirse voluntariamente para
seguir e intentar su propia versión de la vida buena en la comunidad ideal.
A diferencia de Nozick, filósofo solitario y de inspiración lockeana, James Buchanan de raíz
hobbesiana, es el principal portavoz de una escuela, la de Virginia o de la elección pública (Public
choice) cuyos integrantes Gordon Tullock, Los motivos del voto (1976), N.A. Niskanen, La burocracia
(1976) y otros, no sólo son responsables de las más importantes renovaciones operadas en el
pensamiento liberal, sino que, con sus trabajos han permitido una mejor y más racional comprensión
de los problemas y funcionamiento de las sociedades modernas. Sus aportes, basados en la
aplicación sistemática de los instrumentos analíticos económicos, no reconocen barrera disciplinaria
alguna. Van desde la ciencia económica (Buchanam mismo es Premio Nobel en esa especialidad)
hasta la ciencia política y el derecho constitucional. Lo fundamental del pensamiento político de esta
corriente está condensado en el libro de Buchanan Los límites de la libertad -entre la anarquía y el
leviatan (1974). En dicha obra, el autor distingue entre el Estado protector (equivalente al estado
mínimo de Nozick), cuya función sería preservar los derechos declarados en el contrato
constitucional, y el Estado productor, que tendrá la función de elaborar bienes públicos
indispensables para el desarrollo armónico de las sociedades, cuales son en primer lugar la ley y
luego todo otro servicio valorado socialmente y que no sería ofrecido en ausencia de la institución
estatal. Para lograr un sistema institucional como el que se sugiere, serán imprescindibles entre otras
cosas, cambios estructurales básicos o una revolución constitucional, de modo que se permita una
redefinición clara y un fortalecimiento de los derechos individuales y se reduzca el campo de la
actividad coactiva determinada estatalmente. Es necesario, pues, establecer con precisión los
límites entre el Estado y la libertad integral de los individuos. En fin, Buchanan coincide con Nozick
en que es necesario un nuevo contrato social si es que se pretende seguir ampliando la esfera de la
libertad y detener el avance del Estado.
Importante en la escuela objetivista de Ayn Rand (1905-1982), pensadora rusa radicada en los
EE.UU., cuyas ideas agudas y provocativas han influido mucho en amplios círculos intelectuales de
países de cultura predominantemente sajona. En algunos de ellos, como Dinamarca y Noruega, sus
partidos liberales declaran su cercanía doctrinaria con esta línea de pensamiento. Sin llegar a caer
en posiciones anarquistas, esta doctrina propicia la elaboración de un código moral que les
diferencia a los hombres los valores e intereses correctos de los que no lo son, para que aquellos le
sirvan de suprema guía, pues el fin esencial en la vida es la preocupación por el propio interés que se
equipara con una digna existencia moral. Pareciera que sus propuestas muchas veces entran en
colisión con criterios y principios aceptados convenientemente por la cultura tradicional de occidente.
De entre las principales obras traducidas al castellano podemos citar El manantial (1943) y La virtud
del egoísmo (1964).
Con Gary Becker, La inversión en capital humano (1964), y especialmente T. Schultz Invirtiendo en
la gente (1981), la escuela del capital humano logra éxito en refutar la hipótesis de los economistas
clásicos de que el progreso económico está determinado por la dotación de recursos naturales de un
país, o para decirlo en términos inversos, que la limitación o insuficiencia de los mismos es una
barrera para el desarrollo. La tesis central de esta corriente, radica por el contrario, en que la
verdadera clave del crecimiento de un país está relacionada con la cuantía y calidad de la inversión
en la educación y salud de sus habitantes. Al respecto, considero que hay actualmente en el mundo
moderno suficientes ejemplos de países que actúan como ilustración y demostración de estas tesis.
En el campo de la historia social y económica el liberalismo se vio rejuvenecido y fortalecido con la
contribución que han hecho los especialistas que se inscriben en la escuela de los derechos de la
propiedad. Constituyen una legión los que usan este enfoque en las disciplinas sociales, pero es
pertinente resaltar aquí las investigaciones de Douglas North, sobre todo la que surge de su
Nacimiento del mundo occidental (1973). En ella refuta de un modo definitivo y aplastante las teorías
de K. Marx acerca del surgimiento y fortalecimiento del sistema capitalista. Las influyentes teorías de
Douglas North, en síntesis, explican lo siguiente: el capitalismo nació en los Países Bajos durante el
siglo XVII porque fueron los primeros en dotarse de un marco de instituciones y de derecho de
propiedad que sirvieron para crear suficientes motivaciones en las gentes de la época, para canalizar
sus dineros hacia las actividades que suponían más útiles. Con posterioridad, sólo las naciones que
supieron dotarse de derechos de propiedad precisos y claros se inscribieron en el camino del
progreso. Para North, a diferencia de Marx, que privilegiaba el modo de producción, es el derecho,
definido como una tecnología de la organización de las relaciones humanas, económicas y sociales,
la clave del éxito de los países.
Las falsas tesis elaboradas por R. Prebisch que paralizaron el progreso de los países
subdesarrollados por dos décadas, fueron refutadas por J. Viner, G. Haberler y más modernamente
por Peter T. Bauer en La crítica de la teoría del desarrollo. Por su parte, desde la filosofía de la
ciencia, Karl Popper, acertadamente llamado el Kant del siglo XX, tanto en La sociedad abierta y sus
enemigos (1945), como en su producción posterior, que llega hasta hoy, fue marcando la falsía que
hay detrás de todas las ideologías historicistas y proféticas, especialmente el marxismo. Para
terminar, corresponde hacer referencia a lo que yo denomino la Vanguardia liberal representada hoy
por el más viejo y lozano de los liberales modernos, Friedrich Von Hayek, nacido en Austria en 1899,
quien vivió el auge, la declinación y el renacer del liberalismo. En 1944 escribió un libro que lo haría
famoso: El camino de servidumbre, donde advertía que la planificación llevaría irremediablemente al
comunismo. Después, al observar la crisis del socialismo, se dedicó a reformular y renovar al
liberalismo. En Los fundamentos de la libertad (1959) fue más allá de la economía para buscar una
mejor redefinición del orden jurídico y social de la libertad. Una de sus tesis es que los liberales
deben permanentemente ir ampliando el campo de las libertades. Para ello tienen que ensanchar el
horizonte de las utopías que proponen, a decir verdad, en esto fue consecuente. Premio Nobel de
Economía en 1974, produjo muy recientemente una verdadera revolución en la teoría económica
liberal al desarrollar propuestas que implican la rectificación de anteriores opiniones. Comenzó
declarando la inutilidad de la sacrosanta teoría cuantitativa de la moneda. Explicó después la
irracionalidad que supone el prejuicio de que el Estado debe mantener el monopolio de la emisión de
moneda.
Sugiere con entusiasmo llevar la libertad y la competencia al campo de la moneda para que se pueda
formar un verdadero mercado de monedas en concurrencia. Otro aspecto muy original de su
concepción es que no solamente descarta por completo la existencia de un Banco Central, sino que
se aleja de su anterior actitud en favor del patrón oro. Esta impactante propuesta desarrollada en La
desnacionalización de la moneda (1976), quizás no se quede atrás en audacia respecto a su última
utopía: la demarquia como sistema político que perfecciona y deberá sustituir en el futuro a la
democracia.
A esta teoría nos la explica Guy Sorman, el más notable difusor de la revolución liberal
contemporánea, en su anteúltimo libro Los verdaderos pensadores del siglo XX, (1989). Con todo, y
por lejos, Von Hayek ha sido quien más ha hecho durante el presente siglo, no solamente por
fortalecer el edificio intelectual del liberalismo, sino también por debilitar los cimientos del socialismo.
Y es nuevamente a Guy Sorman a quien debemos acudir para explicar la verdadera situación de
crisis que vive el mundo socialista. A todo esto el economista francés nos lo explica magistralmente
en su más reciente obra Salir del socialismo (1991).
En síntesis, durante la década de los ochenta, el mundo restableció el liberalismo y tras el muro de
Berlín, derrumbó toda alternativa de instaurar con éxito cualquier forma socialista de organización
social.

II. EL LIBERALISMO HOY.


Reflexiones críticas acerca de las tesis de F. Fukuyama

En julio de 1989, Francis Fukuyama, analista de la RAND Corporation y funcionario del


Departamento de Estado de Estados Unidos de América, publica en la revista Public Interest un
artículo provocativo por su título y contenido: El fin de la historia. Sorprendentemente, el escrito de
sólo dieciséis páginas generó una de las polémicas intelectuales más interesantes de los últimos
años. Muy pocos de los más notorios intelectuales políticos quedaron al margen de la misma. Desde
la derecha: A. Bloom e I. Kristol, pasando por posiciones más moderadas al estilo de las de S.
Huntington para llegar a la izquierda: N. Chomsky, R. Debray y L. Paramio; es decir, todo el espectro
ideológico participó de la controversia. En noviembre de 1989, Francis Fukuyama contestó a sus
críticos. Y después de comenzada la crisis del Golfo Pérsico, Fukuyama volvió a la carga. Pero en lo
esencial su posición no varió. Por el contrario, se vio robustecida por los hechos relacionados con el
colapso de los estados comunistas de Europa del Este y la disgregaciómn de la URSS y el acuerdo
Bush-Gorbachov. Los mismos episodios del medio oriente le fortalecieron algunas de sus tesis
básicas.
Pero hay en su planteo contenidos que no pueden ser pasados por alto. El trasfondo filosófico en que
se asienta su pensamiento evidencia peligrosos equívocos. Es nuestro propósito, pues, formular una
muy sumaria crítica del mismo en tanto y en cuanto considero, que más allá de sus aciertos y
agudezas, contiene una concepción que en último análisis contradice fundamentales principios
liberales.
Además adolece de errores de interpretación del pensamiento de notorios pensadores sociales y
denota una sorprendente falta de información sobre el avance del pensamiento social moderno de
signo liberal, mostrando por añadidura curiosos y significativos silencios sobre autores que mucho
han dicho sobre el tema.
A nuestros fines se impone distinguir en el trabajo de Fukuyama dos partes: por un lado lo que
describe, que es incuestionablemente verdadero; por el otro, la dimensión profética, que no es
verdadera ni falsa, sino más bien incomprobable y por consecuencia no científica, pero que en
cualquier caso puede producir la grave impresión de que el liberalismo adscribe a antagónicas
posiciones filosóficas de las que se diferencia con nitidez.
Empecemos entonces con lo que hay de verdadero, esto con su descripción de la realidad ideológica
de los años o más bien dicho de los días que corren.

"El liberalismo se quedó sin rivales"


El subtítulo anterior, no obstante señalar una realidad obvia, va entrecomillado pues no es de mi
autoría, sino que pertenece a Regis Debray, el teórico trotskista francés, que fuera nada menos que
el ideólogo de la frustrada aventura guerrillera del Che Guevara en Bolivia. "¡Qué ironía y qué
símbolo!".
En su trabajo, Fukuyama nos introduce a la realidad ideológica de fines del siglo XX sólo para llegar
a la misma conclusión que el intelectual francés recién mencionado, o sea que hoy ni el marxismo
discute el nuevo panorama de las ideas políticas del mundo.
Después de largas y traumáticas experiencias, el liberalismo vuelve a estar al fin del siglo XX en la
misma situación en que se encontraba al principio. Pero con el importante agregado de que ahora, a
diferencia de antes, no hay en el horizonte fantasmas ideológicos que puedan preocupar a la
concepción que hoy prevalece en todo el orbe. Y en el comunismo, incluso en sus principales plazas
fuertes -URSS y China- los vientos de cambio aparecen como irrefrenables. En síntesis, las
ideologías extremas, que durante su vigencia de algunas décadas convirtieron al presente siglo en el
más trágico de toda la historia de la humanidad, se han agotado intelectualmente y todo indicaría que
en el futuro próximo no van a quedar de las mismas nada más que algunas expresiones irrelevantes
en puntos geográficos periféricos del mundo. Después de años de lucha, el liberalismo emerge como
la idea triunfante y con él las ideas y los valores que son características de la concepción occidental
sobre el hombre, la sociedad y el Estado.
Hasta aquí coincidimos con la descripción del autor norteamericano de origen japonés. Pero en
adelante mucho me temo que vamos a tener que señalar errores, omisiones, o insalvables
diferencias con Francis Fukuyama.

La falsa opción del idealismo-materialismo

A diferencia de lo que sostiene el autor de El fin de la historia, Max Weber no fue un autor al que se lo
pueda inscribir sin más en la corriente idealista de pensamiento. Lo que el autor de la Etica
protestante y el espíritu del capitalismo se propuso demostrar a lo largo de gran parte de su obra, es
que K. Marx se equivocaba al pretender explicar el cambio social a partir de la ponderación de una
sola variable, a saber la propiedad de los medios de producción. Weber trató de refutar a Marx en
tanto éste sostenía una explicación monocausal de los problemas sociales. Pero al hacerlo no cayó
en el otro extremo, como sugiere Fukuyama, de sostener que sólo las ideas tienen idoneidad para
producir cambios sociales. Este es un aspecto de una polémica, diría, ya concluida, y es curioso que
el autor estadounidense la exhume en términos tan inadecuados. Por otro lado, afirma Fukuyama
que después de Weber no han habido teorías respetables que pongan énfasis en los factores
ideológicos y culturales para explicar el desarrollo económico. No obstante, revisando el panorama
de las teorías no-marxistas modernas, encontramos en el campo de la sociología el convincente
esfuerzo de Talcott Parsons desarrollado en Economía y sociedad (1956), en el ámbito de la
economía a T. Schultz con El valor de la educación en la economía (1963) y en el de la historia, los
trabajos de D. North, como algunos de los tantos ejemplos que podemos citar para refutar la
afirmación de Fukuyama.
De más está decir que a ninguno de los autores citados se los podrá incluir dentro de lo que
convencionalmente en filosofía se conoce como idealistas en sentido estricto. Para encontrarlos hay
que atravesar las fronteras del liberalismo y adentrarse en la línea de pensamiento que, arrancando
de Platón, encontró su culminación en Guillermo Federico Hegel. Del sistema de pensamiento de
este influyente filósofo alemán, y a través de la interpretación que del filósofo alemán, y a través de la
interpretación que del mismo hiciera el filósofo ruso A. Kojeve, extrajo centralmente Fukuyama el
marco filosófico dentro del cual desarrolla la parte más perniciosa de su planteo, plagada de
profetismo social.
Este último consiste esencialmente en la creencia filosófica de que la historia está regida por leyes y
principios cuyo descubrimiento puede permitir adivinar el futuro, esto es, hacia dónde marcha
aquélla. En una palabra, se trata de la creencia, apoyada en pretenciosos y herméticos sistemas de
ideas y términos a través de los cuales se intenta sin éxito conferir la imagen científica, en que se
puede conocer por anticipado el destino del hombre y de la humanidad. El destino estaría escrito o
adivinado y de nada valen los esfuerzos del hombre para escapar del mismo.
De todos los filósofos que han sostenido ese tipo de ideas, ninguno más pernicioso que Hegel, quien
fuera el padre intelectual de las ideologías extremas, responsables de todos los horrores del siglo XX
y cuyo agotamiento está a la vista. La disección de su falsa concepción ha sido realizado por agudos
pensadores liberales, sobre los que no abundaré.

¿Fin de la historia o de las filosofías de la historia?

Pero una de las omisiones más notables del artículo de Fukuyama es la relacionada con las teorías
del filósofo liberal Karl Popper. Como se sabe, en su libro La sociedad abierta y sus amigos Popper
realiza una de las más demoledoras críticas, no sólo de las ideas de Hegel y Marx, sino de todas
pretensiones de validez que quisieran asumir las ya mencionadas filosofías de la historia. En el libro
citado, el brillante pensador austríaco, se encarga de demostrar cómo las filosofías de la historia, de
izquierda o derecha, devinieron en trágicas ideologías basadas en imaginarias o mesiánicas
misiones históricas que inevitablemente debían cumplir la raza aria (en el nazismo) o la clase
proletaria (en el comunismo) y que una vez cumplidas el curso de la historia se detendría, por haber
llegado a su plenitud, lo que ocurriría cuando una raza alcanzare la supremacía total en el mundo o,
en el caso del marxismo, cuando no quedasen vestigios del capitalismo burgués. Como todos saben,
el milenio profetizado por Hitler o la irreversibilidad del advenimiento del comunismo, no pasaron de
ser ensueños que costaron a la humanidad millones de vidas.
Después del derrumbe de ambas concepciones, que no son otra cosa que herederas de formas de
pensamiento irracionales, poco espacio intelectual les quedará en el futuro a los sucedáneos de las
mismas que se intentaren construir. Estas formas de pensamiento, es necesario reiterarlo, suponen
falsamente que es posible descubrir el significado de la historia, como si ésta fuera una dimensión
que responde a leyes propias, ajenas a los hombres que en verdad la realizaron.
No estamos en vísperas del fin de la historia. Lo que sí es dable presumir es que lo que está
finalizando en el mundo es la era de las filosofías de la historia. Es decir, el fin de todos aquellos
intentos de ajustar y regimentar los comportamientos humanos en función de un destino que se
considera inevitable, en base a pensamientos que hunden sus raíces en la magia o cualquier otra
superchería. No es desde luego seguro, pero sí altamente probable que estemos asistiendo al
entierro de todas las especies de profetismos sociales. Todo lo anterior nos permite presumir que
hay razones para inferir que en el futuro se tenderá a confiar más en la voluntad y la razón humana
que en las fuerzas ciegas de la historia.
Pero es absolutamente aventurado afirmar que por el hecho de que el liberalismo ganó las batallas
ideológicas del siglo que finaliza, la historia ha terminado. Es incluso una afirmación peligrosa, pues
puede producir un debilitamiento en la responsabilidad de los hombres ante la convicción que la
humanidad estará definitivamente regida por los principales liberales. Enhorabuena si ello ocurriera.
Pero si así fuere, ello se deberá no a un destino inevitable, sino a la constante y celosa defensa y
ampliación de la esfera de las libertades del hombre. Pero nadie puede percibir y menos profetizar
que el rumbo de la historia ya no se alterará. Si desde el propio marxismo y antes de su derrumbe, un
célebre teórico italiano, A. Gramsci, planteó en última instancia que la posibilidad de la instauración
de una sociedad comunista dependería mucho menos de las irreprimibles leyes históricas
preconizadas por Marx, que de la voluntad y la razón operando sobre la conciencia de los hombres.
¿Quién nos puede asegurar entonces que los ensueños colectivistas que tienen sus raíces en las
ideas de Platón, no volverán a resurgir no basadas ya en la filosofía de la historia propiciada por Marx
sino en la voluntarista de Gramsci? ¿Y quién nos puede asegurar que en el futuro la libertad no se
encontrará en peligro, ante nuevos desafíos que provenientes del campo de la ciencia o de la
tecnología? ¿Los vertiginosos avances de la genética no le podrán plantear a la conciencia libre del
hombre problos casi a un paso de que las fantasías científico-literarias de A. Huxley puedan
convertirse en realidad, si es que el hombre, a través de su constante y responsable ejercicio de su
libertad, no lo impide? O, atento a la progresión exponencial con que avanza la tecnología de las
computadoras, ¿es arriesgado suponer que lo leído y visto en 2001, Odisea en el espacio, seguirá
siendo sólo una ficción relatada y filmada?

La alegría de defender la libertad

Fukuyama nos anticipa que cuando llegue el fin de la historia, ésta será triste. Ya no habrá lugar para
la imaginación ni el coraje. Tampoco habrá tiempo para el arte ni la reflexión profunda de los
problemas del hombre.
No creo en absoluto que ello vaya a ocurrir. Mas bien, creo que el disfrute a escala planetaria de los
valores occidentales y liberales harán más agradable la vida. Pero también considero que el ejercicio
de las libertades deberá ser asumido con responsabilidad para poder conservarlas y acrecentarlas.
Si eso no fuere así, muy probablemente la anarquía y el desorden serán sus correlatos inexorables.
La historia, en fin, no ha llegado a su fin.
Por el contrario, estoy persuadido que está recién comenzando. Lo que sí creo ha terminado es el
período de las supercherías ideológicas. Esto es, lo que estaría concluyendo es la era en que la
fuerza y la magia sustituyeron a la razón y al derecho. Desgraciadamente, para poder llegar a este
estadio en la historia de la humanidad, el hombre tuvo que pagar el alto precio de guerras y
genocidios que parecían no tener fin.
Pero no por ello los verdaderos valores de la civilización occidental, la paz, la libertad, la justicia y la
tolerancia estarán a salvo. La razón, la ciencia y la tecnología si no son puestas al servicio de esos
valores pueden llegar a constituirse en sus serios enemigos. Es pues imprescindible que la
esperanza en un mundo mejor y más libre no decaiga. Pero al mismo tiempo, que no se confíe en su
inevitabilidad. Los hombres deben convencerse que, muy probablemente, para alcanzar las metas
anheladas por toda la humanidad y para decirlo con palabras de Karl Popper -"en lugar de actuar
como profetas, debemos convertirnos en forjadores de nuestro propio destino".

III. ACERCA DE LA RELACION ENTRE CONSERVADORISMO Y LIBERALISMO

Las relaciones entre el conservadorismo y el liberalismo siempre fueron complejas. Nunca fue fácil
encontrar la frontera que delimita ambas esferas de pensamiento. Una de sus causas es la dificultad
que presenta la tarea de precisar sus respectivos contenidos doctrinarios. Aclarar esta cuestión es lo
que nos proponemos en este trabajo. La otra razón que es fuente de ambigüedades y confusiones,
es la semántica y la significación que tienen ambos términos en diferentes latitudes. Pero sobre esto
no nos detendremos. Sólo nos basta al respecto recordar -con relación al vocablo conservador- la
aclaración formulada por W. Harbour: "Pretender que el conservadorismo se basa simplemente en la
preservación de un status quo dado, llevaría al absurdo, planteando la perpleja instituciones
comunistas, liberales, conservadoras o fascistas en sus respectivos países, deberían quedar
rotulados de conservadores". Esto es el conservador no es sólo el mero defensor del orden
establecido. En la literatura política occidental se le da al término una significación más amplia.
El vocablo conservador adquirió status político cuando fue utilizado en Inglaterra para designar no
tanto a los proverbiales defensores de la monarquía y la iglesia, o sea los tories, sino más bien a los
que se opusieron a la revolución francesa, por considerar que toda conmoción violenta de las
instituciones era perniciosa para el progreso de los pueblos y las naciones.
Edmund Burke, el célebre político irlandés, quien en 1790 escribiera las Reflexiones sobre la
Revolución de Francia y sobre la actitud de ciertas sociedades de Londres respecto a ese
acontecimiento", obra más conocida en la historia de las ideas políticas como Reflexiones sobre la
Revolución Francesa, fue quien por primera vez presentó en forma orgánica los principios de un
conservadorismo definido y consciente. burke tenía en realidad un origen whig, pero fue adoptado
por los tories cuando advirtieron que defendía el principio de la transformación evolutiva de las
sociedades, contrario al cambio revolucionario.
Burke, quien desconfiaba de las filosofías políticas (se refería a lo que hoy se denomina ideologías,
pero este último vocablo recién fue acuñado por Destut de Tracy una década después), se
consideraba hombre de principios y pensaba que el gobernante sabio y capaz era sólo aquél que
sabía combinar la disposición para conservar con la habilidad para reformar.
Fue por ello, y esto no debiera resultarnos extraño, que con la misma intensidad con que se opuso a
la revolución de 1789, defendió antes, en 1776, la independencia de los Estados Unidos.

Diferencias de ayer

En realidad, es muy difícil poder sintetizar las características básicas del conservadorismo, dada la
multiplicidad de tendencias que se han manifestado en el tiempo y en el espacio, pero creemos que
las fundamentales son las siguientes: a) resistencia al cambio o en su caso, preferencia por el
cambio evolutivo; b) preferencia por la tradición, el orden y las jerarquías; c) desconfianza en la
capacidad del Estado para mejorar la condición y la naturaleza del hombre; d) protección de la
libertad individual, pero a la vez, impulsó a reforzar el principio de autoridad; e) visión realista de la
sociedad y del individuo. El conservador parte del principio que los hombres no son iguales por
naturaleza; f) acentuada defensa de la función que cumplen la familia, la religión y las fuerzas
armadas.
Siempre habrá una gran dificultad para definir lo que defiende el conservadurismo, porque como
realistas que dicen ser, cambian cuando el mundo cambia y por ello tienden a cambiar de opinión las
instituciones que hay que conservar. Pero en este aspecto no puede haber equívocos: no pretenden
conservar todo lo pasado, sino solamente lo que ha demostrado ser con el paso del tiempo lo mejor
y lo más útil.
El conservadurismo alude, en fin, a una forma de ser; a una mentalidad que se guía por muy pocos
principios. Por el contrario, el liberalismo es una ideología, esto es, un conjunto de valores o
creencias aceptados por un grupo determinado como válidos y verdaderos. Le permite al creyente
obtener una visión (a la que supone completa) del hombre, de las instituciones y del mundo. Por eso
tienen siempre pronta una propuesta de solución a cada problema de la sociedad. A la compleja
realidad social, la pueden organizar y simplificar así, a través del prisma de la ideología. Y es por ello
que se puede afirmar que mientras el liberal es lógico y abstracto, el conservador es concreto y
pragmático.
No obstante -como se ha visto- lo matizada que se presenta modernamente esta doctrina, creemos
posible caracterizarla también a través de sus principales notas distintivas: 1) creencia absoluta en la
razón humana (a diferencia de ellos, los conservadores piensan con Pascal "que el corazón tiene
razones que la razón no conoce"; 2) tendencia a favorecer el cambio; 3) confianza en las
instituciones para mejorar la condición humana; 4) defensa de las libertades del hombre poniendo
particular énfasis en las ligadas a la actividad económica; 5) acentuada proclividad a limitar la acción
del Estado.
Por extraño que pudiera parecer, en la Argentina, a diferencia de otros países del mundo occidental,
el liberalismo y el conservadurismo no han tenido manifestaciones partidarias propias y
contrapuestas. Por ejemplo, en Chile, durante largo tiempo o en Colombia hasta hoy, los conflictivos
procesos políticos internos tuvieron como protagonistas principales a los partidos conservadores y
liberales. En Uruguay esta distinción guardaba correspondencia con la oposición blancos vs.
colorados. En nuestro país, sólo en la Provincia de Corrientes creemos encontrar en los liberales y
autonomistas esta diferencia política tan característica en otras latitudes entre la segunda década del
siglo XIX y principios del actual. Se equivocan quienes quieren ver en la lucha entre unitarios y
federales una expresión de esta dicotomía.
Curiosamente fueron muy pocos los partidos provinciales que usaron el término conservador para
denominarse. El primero en hacerlo fue el Partido Conservador de la Provincia de Buenos Aires, a
principios de este siglo. Ello no obstante, la expresión se utilizó asimismo para designar a aquellas
agrupaciones políticas que, aunque nunca se llamaron de esa forma tuvieron un programa
conservador. Con el término liberal, ocurrió aproximadamente el mismo fenómeno. No solamente no
tuvieron entonces una expresión partidaria diferenciada, sino que por el contrario tendieron a sufrir
un complejo proceso de simbiosis. La visión conservadora de la política se confundió
inexplicablemente con la ideología liberal.
Ya en uno de los primeros partidos políticos argentinos con atisbos de organización moderna, como
lo fue el Partido Autonomista Nacional de Roca y Juárez Celman, podemos advertir una clara
tendencia a combinar una percepción conservadora del Estado y de la sociedad con principios
liberales. De una u otra manera este fenómeno ha sido una constante en la historia política nacional.
La aparición del vocablo centro y su derivación centrismo comenzó a usarse en nuestro país a raíz
seguramente de la injusta erosión que sufrieron en su prestigio los términos liberal y conservador.
No es ésta desde luego la oportunidad para explicar los motivos de ello, pero como quiera que sea
fueron los términos mencionados los que comenzaron a utilizarse para designar a esa fuerza de la
política argentina. Por el contrario, la expresión derecha nunca encontró terreno fértil en nuestro país
para reconocer a estas líneas de pensamiento. Su uso quedó reservado sólo para designar aquellas
posiciones que evocan el haz lictor del fascismo y todas las posiciones autoritarias-corporativistas.
No obstante, en los últimos años, el término liberal readquirió su prestigio de otras épocas y
progresivamente fue sustituyendo en el lenguaje político argentino al otro término que se usó para
designar esta franja del pensamiento. Pese a ello, la mayoría de los partidos, excepto el caso de
Corrientes y San Luis, no usaron todavía el término liberal para autodenominarse.
Coincidencias de hoy

Además, y por extraña paradoja, en momentos en que en todo el mundo el pensamiento conservador
y liberal comenzaba un proceso de fusión ideológica, en la Argentina, la diferencia empieza a
manifestarse, aunque en un plano más terminológico y de etiquetas políticas que de reales
contenidos doctrinarios.
En el mundo, el proceso de acercamiento de ambas visiones políticas, se inició cuando quedó clara
la prevalencia de las ideas estatistas, período que como se ha visto, transcurrió entre 1930 a 1980.
Durante esta etapa las ideas conservadoras y liberales a través de una serie de intercambios y
concesiones se acercaron notablemente. Así el conservadurismo, de tradición antidemocrática
acepta hoy sin reparos a ese sistema como el único legítimo. Asimismo, ven en el Estado, con su
inclinación a sobredimensionarse y limitar distintos ámbitos de la libertad individual, una institución a
la que hay que reducir sus poderes y funciones. Por su parte, el liberalismo ha abandonado su
creencia en la igualdad social entendido como un resultado, para rescatar el concepto conservador
de la igualdad jurídica. Inclusive los liberales modernos, como ya vimos, adhieren a la visión de una
sociedad en que sus miembros buscan realizarse individualmente, determinando una sociedad de
desiguales, que se contrapone a la sociedad de masas, característica del período de predominio de
las ideas socializantes. A este proceso ha contribuido la actual revolución tecnológica (la informática,
la robótica, etcétera) que está posibilitando formas de organización social, económica y política, en
donde el individuo adquiere un protagonismo en los diferentes procesos sociales en que participa,
que toda aquella problemática de la enajenación y alienación que algunos sociólogos y reformadores
sociales denominaron como propios de las sociedades industriales, está desapareciendo. El
principal aliado en el avance del pensamiento individualista son las computadoras.
Como explicó con agudeza A. Toffler, la tecnología de la sociedad industrial trataba de multiplicar la
fuerza física del hombre, la computadora en cambio potencia sus posibilidades mentales. Por eso el
conservador recela menos del cambio y recobra su confianza en la tecnología. Por su parte, el liberal
advierte que la dimensión que la propia legitimación social de una ideología depende de que sus
principios básicos tengan clara congruencia con los postulados morales propiciados por la cultura
occidental.
También se observa que al igual que el conservador, el liberal ahora desconfía de los proyectos de
ingeniería social que se proponen cambiar la naturaleza del hombre y de la sociedad. En fin, ambas
visiones coinciden en la necesidad de conservar y ampliar la esfera de las libertades individuales y
en fortalecer el derecho de propiedad privada. Ambas adhieren a todo intento de descentralización
social y rechazan toda forma de planeamiento estatal. Las coincidencias de hoy han sobrepasado a
las diferencias de ayer. Es como si se hubiera vuelto a las fuentes, cuando a fines del siglo XVIII
Burke y A. Smith se jactaban de coincidir en todos los aspectos relativos a la organización del
gobierno y de la sociedad.
Como se ha dicho, este proceso en la Argentina tiene características más terminológicas que
ideológicas. Sin dejar de tener en cuenta algunos matices, se puede afirmar que los partidos
argentinos de esta filiación poseen una base electoral nutrida por individuos que indistintamente
pueden identificarse como conservadores o liberales. Muy excepcionalmente estos matices pueden
generar situaciones de tensión ideológica interna. La actitud ante problemas como la relación iglesia
y estado, o fuerzas armadas y sociedad. O más puntualmente el aborto, divorcio, eutanasia, son
temas en que se podrá observar con más nitidez la mentalidad conservadora o liberal. Pero la
tendencia mundial es a una creciente indiferenciación de contenidos doctrinarios.
La cuestión del centro

En realidad, el término centro tiene una rica historia en el lenguaje político occidental. Las raíces las
podemos buscar con precisión en Francia en tiempos de la Revolución. En la Asamblea
Constituyente se sentaban a la derecha de la presidencia los defensores de las instituciones
tradicionales, a la izquierda los partidarios de la reforma y de la igualdad, y en centro -como se
encargó de recordárnoslo Manuel Fraga Iribarne "una serie de grupos partidarios de hacer algo, pero
con prudencia". Como se observa, a fines del siglo XVIII en Francia, el centro se diferenciaba de
conservadores y liberales, que estaban a su derecha e izquierda, respectivamente. Hoy en nuestro
país sirve para englobar ambas tendencias. De cualquier manera, es muy controvertida la función
política que cumple y la ideología que caracteriza la tendencia centrista.
El sociólogo Maurice Duverger, por ejemplo, sostiene que centro es el lugar geométrico donde se
reúnen los moderados de tendencias opuestas, moderados de derecha y moderados de izquierda.
"Todo centro está dividido contra sí mismo al permanecer separado en dos mitades: centro izquierda
y centro derecha. Ya que el centro no es otra cosa que la agrupación artificial de la fracción derecha
de la izquierda con la fracción izquierda de la derecha. El destino del centro es ser separado,
sacudido, aniquilado: separado, cuando una de sus mitades vota por la derecha y la otra por la
izquierda; sacudido, cuando vota en bloque, bien por la derecha, bien por la izquierda; aniquilado,
cuando se abstiene. El sueño del centro es realizar la síntesis de aspiraciones contradictorias, pero
la síntesis no es más que un poder del espíritu". Fraga Iribarne, por el contrario, sostiene en su obra
Teoría del centro político que el centrismo tiene entidad doctrinaria propia que no es conservadora ni
revolucionaria, sino reformista.
Podríamos, desde luego, continuar extensamente citando autores sostenedores de distintas
opiniones respecto a esta cuestión, pero lo que verdaderamente nos interesa aquí, más allá de las
disputas o querellas académicas o doctrinarias, es poner de relieve que en nuestro país, el centrismo
es una denominación más con la que se conoce a esa fragmentada corriente política que hoy, como
ideología más que como partido, gravita en la política nacional en una medida casi desconocida en
las últimas décadas.
Se ha dicho antes que la expresión liberal ha sido incorporada nuevamente al lenguaje político
argentino, sin las connotaciones negativas que tenía hasta hace una década. No obstante, el vocablo
centro y sus derivaciones siguen utilizándose para denominar los partidos de esa filiación.
Recuérdese que en las últimas elecciones presidenciales la conjunción de las fuerzas
liberales-conservadoras del país fueron a elecciones bajo la denominación de Alianza de Centro la
Unión de Centro Democrático.

IV. EL LIBERALISMO ANTE LA SOCIALDEMOCRACIA

Como se ha dicho con razón, el liberalismo es hoy la ideología predominante en el mundo. El


fascismo murió hace tiempo y el comunismo está atravesando una crisis terminal.
La ideología de la libertad se ha quedado pues, sin enemigos. Pero le quedan adversarios. Algunos
con gravitación focalizada en regiones periféricas del mundo, según la descripción de Fukuyama.
Otros con influencia en naciones rectoras. De entre ellos, el principal es sin lugar a la menor duda, la
socialdemocracia, también conocida en el mundo como socialismo democrático.
Por razones de espacio nos resulta difícil hacer, aunque más no sea en forma sintética, la genealogía
intelectual de esta concepción. Su aceptación de la democracia parlamentaria, sus diferencias
tácticas y estratégicas con una posición que hasta su muerte encabezó el mismísimo Karl Marx. Sus
luchas, en fin, con el marxismo ortodoxo. Pero precisamente eso ha permitido que, a diferencia de
antes, la confrontación entre liberalismo y la socialdemocracia se desenvuelve en un espacio
institucional: el democrático y que el pluralismo y la tolerancia sean los valores que, a modo de reglas
de juego, regulan pacíficamente el conflicto entre los actores políticos en pugna. Sería ocioso aclarar
que este sector del socialismo adoptó tan esenciales valores del liberalismo político. Son importantes
entonces los comunes denominadores de ambas concepciones. Pero eso no excluye fundamentales
diferencias, y muy probablemente sean éstas las que signen la controversia ideológica de la década
de los noventa.
El partido guía

Los contenidos doctrinarios, la estrategia global, las técnicas de acción y movilización política de la
socialdemocracia en el mundo son generalmente las que propone el partido socialdemócrata
alemán.
Esto ocurre así desde 1875, año en que virtualmente se funda esa agrupación política. En esa
oportunidad fue dado a conocer el famoso programa de Ghota. Famoso entre otros motivos porque
fue criticado por Karl Marx en uno de sus últimos trabajos.
Desde entonces y hasta hoy la agrupación alemana es la encargada de adelantar a sus congéneres
del mundo el rumbo ideológico a seguir. Así, después de ser disuelta en 1933 por el nazismo, y
refundada después de la segunda guerra mundial, fue la primera agrupación socialista gravitante,
que comenzó a podar de su plataforma consignas, técnicas, metas y objetivos característicos hasta
esa época de la izquierda neomarxista. Fue, como antes dijimos la primera en aceptar el pluralismo
democrático y después, aunque más en la letra que en el espíritu la economía de mercado, aunque
esto último con múltiples limitaciones y reservas. Esto se refleja con nitidez en el programa elaborado
y aprobado por el Congreso de Berlín en diciembre de 1989. Fue el programa que sostuvo en las
elecciones recientes en las que sufrió una aplastante derrota a manos demócrata cristianas y
liberales.
Un análisis somero de ese programa nos muestra que no obstante haber incorporado principios,
valores y formas de organización política y económica propiciadas desde hace décadas por los
partidos liberales, el alcance y sentido que tienen esas propuestas y la función que se les asigna
difieren esencialmente de la que tienen en la concepción liberal.

La libertad individual postergada y la propiedad privada ausente

El programa se propone en su primer punto sintetizar lo que quieren los socialdemócratas alemanes.
Dentro de ese capítulo la libertad del hombre pareciera que no es valor prioritario para los socialistas
alemanes. Taxativamente se pone de relieve la importancia de la paz, la justicia, la igualdad, la
solidaridad y la democracia. Pero la libertad recién la podemos encontrar si nos internamos en las
salas interiores del programa socialista alemán. Curiosamente y en un lugar destacado de ese primer
capítulo se propicia conservar lo que merece ser conservado.
La definición pareciera haber sido extraída del libro de Edmund Burke Reflexiones sobre la
Revolución Francesa en el que se establecen los fundamentos del liberalismo conservador moderno
y del que además, en estos días se cumplen dos siglos de su publicación. Pero cualquier semejanza
es pura ilusión. Pues el autor irlandés presenta entre otros valores como dignos de conservar la
libertad y la propiedad privada. Y es precisamente esta última institución de la cual no se habla ni se
la menciona en toda la extensión de las veintisiete páginas del programa ya mencionado.
¿Qué es entonces lo que quieren conservar los socialistas alemanes? ¿Será quizás el Estado
benefactor cuya descomposición se está operando en todo el mundo? La respuesta a este
interrogante queda librada a la perspicacia del lector, pues el programa nada explica al respecto, y
aunque después reitera la expresión no aclara que es lo que desea preservar.

Distintas igualdades

Las plataformas liberales como socialdemócratas hablan de igualdad. Pero a esta altura ya se sabe
que hablan de cosas diferentes. La igualdad para los liberales es igualdad jurídica de oportunidades,
pero de ninguna manera se propicia una igualdad de resultados. Es decir, una sociedad de iguales
como soñaba Rousseau y Marx. Y es más bien este concepto de igualdad que late a lo largo de todo
el programa de Berlin. Hace tiempo que los conservadores y liberales modernos coinciden con la
frase del ya citado E. Burke "Todos los hombres tienen iguales derechos, pero no a cosas iguales".

¿Arqueología o ideología política?

El programa aprobado en diciembre de 1989 se presenta solemnemente como una propuesta para el
siglo XXI. En realidad, dudo que pueda aguantar la década que resta para llegar a él. Y esto es así
por los esfuerzos que realiza por mantener vigentes objetivos sociales que en otras latitudes y en
Alemania misma se están dejando presurosamente de lado.
Veamos algunos ejemplos: "La socialización ha de ser al mismo tiempo un instrumento de la
democracia y de la política económica". "Tanta planificación como sea necesaria..." "Las empresas
públicas al no estar guiadas por el afán de lucro frecuentemente pueden satisfacer al máximo (sic)
una necesidad reconocida como tal por la sociedad..." El mercado por sí sólo no puede lograr el
pleno empleo ni la justicia distributiva (lo que hay que aclarar aquí es que ningún programa
genuinamente liberal se propone tales objetivos pues sus efectos sobre la economía y la sociedad
serían contrarios a los buscados). Cincuenta años de experiencia en el mundo lo demuestran.
La lectura del programa le sigue deparando al lector la sorpresa de encontrar contenidos más
arqueológicos que ideológicos. A saber: "La propiedad obliga (no se aclara si la privada o la estatal)
su uso debe contribuir al mismo tiempo al bien general". Más adelante sin embargo el programa nos
habla de la propiedad comunitaria la que aparentemente deberá ser creada cuando no se garantice
por otros medios que las relaciones del poder económico forme un sistema socialmente responsable.
En fin hay mucho en el programa analizado que las sociedades modernas a su turno han
experimentado y que su estruendoso fracaso las ha llevado a buscar en los modelos liberales formas
de organización social que concilie de un modo exitoso la democracia con el programa económico y
la calidad de vida. Pese a ello, los socialistas alemanes persisten en la defensa de postulados
perimidos.

Libertad versus igualdad

Después de realizar descubrimientos asombrosos como por ejemplo que el progreso económico
tiene poco que ver con la productividad y el nivel de vida más alto, sino con la solidaridad y la
coparticipación, el programa plantea (y nos parece bien) lo que es ya una constante en las
plataformas de los partidos políticos europeos, esto es la problemática ecológica. Y después, los
tópicos comunes; trabajo y tiempo libre, coparticipación de los trabajadores en los beneficios,
etcétera, etcétera
En síntesis, nada de lo que proponen los socialdemócratas de novedoso es válido, y nada de lo que
presentan como válido es original.
Todo esto revela que las izquierdas democráticas están atravesando una profunda crisis intelectual.
Pareciera por momentos que no tienen ideas aptas para un mundo que cambia vertiginosamente.
Finalmente, creo que el liberalismo puede encarar con tranquilidad la década que se inicia, porque su
principal rival pareciera que no ha comprendido que es lo que está ocurriendo en el mundo.
Sin embargo, el liberalismo deberá mantenerse alerta y atento, porque tenemos la impresión que el
ensueño y la ilusión de una sociedad igualitaria no ha muerto y que la tensión entre libertad e
igualdad está siempre en el fondo de ambas visiones en conflicto. Aunque los pensadores liberales
hace tiempo que han resuelto ese dilema. La síntesis moderna la formuló M. Friedman una sociedad
que antepone la igualdad a la libertad termina sin igualdad y sin libertad.

V. DOCTRINA DE LA IGLESIA Y EL LIBERALISMO

La iglesia católica, a través de su credo, sus evangelios y su doctrina social no aconsejó nunca en
forma explícita y permanente ningún sistema terreno de pensamiento social, político y económico.
Ello no obstante, creo que se puede demostrar en forma concluyente que el liberalismo democrático
es, de todas las ideologías conocidas, la que más se concilia con sus postulados básicos. No sólo
ello, sino que es la que más ha contribuido y está contribuyendo y está contribuyendo a resolver los
grandes problemas de la humanidad.
Por supuesto que dista de ser perfecta. Pero a través de las centurias ha demostrado una inmensa
capacidad de autocorrección que le permite hoy sobresalir, en los países donde se la aplica, como la
única ideología que ha podido conciliar la democracia con el progreso material. Por esta razón es
que no titubeamos en considerarla como la más justa de las ideologías hasta ahora conocidas.
Si analizamos la doctrina social de la iglesia desarrollada a través de las distintas encíclicas desde la
Rerum Novarum hasta Laborem exercens se podrá observar que en ningún caso formula una
condena sistemática e integral de la mencionada ideología liberal. En el peor de los casos ha
rechazado sus eventuales excesos. Durante algunos períodos, sobre todo el de Paulo VI, manifestó
respecto al capitalismo liberal una acentuada desconfianza. Pero en ningún caso los sumos
pontífices llegaron a execrarla, como lo hicieron respecto al socialismo y a los totalitarismos de
extrema derecha e izquierda.
Para una mejor ilustración y demostración de lo afirmado sólo cabe dejar hablar a los sumos
pontífices a través de distintos documentos pontificios. Comenzaremos recordando lo dicho por Leon
XIII en su ya inolvidable Rerum novarum (de la que precisamente este año se celebra el propio siglo
de su publicación) que condenaba al socialismo por ser esta doctrina "inepta porque es perjudicial al
mismo obrero, injusta y subversiva... pues aquel dictamen de los socialistas, a saber que toda
propiedad ha de ser común, debe absolutamente rechazarse, porque daña a los mismos a quien se
trata de socorrer, pugna con los derechos naturales de los individuos y perturba los deberes del
Estado y la tranquilidad común". Aquí León XIII sólo se limitó a continuar la obra de Pío IX quien a
través de la encíclica Syllabus calificara al socialismo de pestilencia doctrinal. Pero es recién en la
quod apostolici muneris, donde Leon XIII analiza y anatemiza al socialismo integralmente
considerado, tanto en sus aspectos políticos sociales como filosóficos. Respecto de esa doctrina
dice: "Porque si bien los socialistas abusando del mismo evangelio, a fin de engañar más fácilmente
a los incautos, tienen la costumbre de desnaturalizarlo para conformarlo a sus doctrinas, sin
embargo existe una diferencia tan grande entre su perversa dogmática y la purísima doctrina de
Jesucristo, que no la hay ni la puede haber mayor (el destacado es nuestro). Luego de poner a
descubierto algunas falacias filosóficas del socialismo dice con relación al derecho de propiedad "por
ser un derecho nacido de la misma naturaleza debe ser mantenido intacto e inviolado en manos de
quien lo posee". Finaliza Leon XIII la encíclica exhortando a "los hijos de la iglesia a que no se
inscriban en esta secta tan detestable ni la favorezcan en modo alguno".
Posteriormente, en 1914, Pío X en il Grave Dolore, al oponerse a algunos principios del socialismo,
señala "que el justo y loable intento de mejorar la suerte del obrero y del ciudadano debe ir siempre
unido al amor a la justicia y al uso de los medios legítimos para mantener entre las varias clases
sociales la armonía y la paz".
Tiempo después Benedicto XV da a luz su primer encíclica Ad Beattissimi en la que luego de aclarar
"no nos parece necesario repetir los argumentos que prueban hasta la evidencia lo absurdo del
socialismo y otros semejantes errores" hace un llamamiento a la paz social, por las perniciosas
consecuencias que trae aparejado la lucha de clases: "todos estamos viendo y deplorando las
frecuentes huelgas, en las cuales suele quedar repentinamente paralizado el curso de la vida pública
y social hasta en los oficios de más imprescindible necesidad; igualmente esas amenazadoras
revueltas y tumultos en los que con frecuencia se llega al empleo de las armas y al derramamiento de
sangre". En Divini Redemtoris, Pío XI profundiza el examen condenatorio del comunismo que ya
iniciara Pío IX en la encíclica Qui Pluribus, en la que se acusa a esa doctrina e ser totalmente
contraria al derecho natural. Pío XI por su parte, luego de anatemizar todas las corrientes comunistas
afirmando que son doctrinas "que niegan todos los derechos, la dignidad y la libertad del hombre",
advierte que el comunismo "no ha podido ni podrá lograr sus objetivos ni siquiera en el campo
puramente económico". En Mit brenneder sorge, Pío XI se define con no menor claridad y
contundencia, pero en este caso condenando los extremismos de derecha. En dicho documento
pontificio, dado a conocer dos años antes de la segunda guerra mundial, se advierte acerca de las
funestas implicancias de las ideologías racistas, a la par que se las condena en su totalidad.
Continuidad del pensamiento anterior, pero expresado una vez finalizada la contienda mundial, es el
sostenido por Pío XII en la Iglesia católica y el nacional socialismo, en el que hace un balance atroz
del III Reich.
Por su parte, Juan XXIII en su Mater et Magistra, expresaba con no menor claridad que sus
predecesores: "la historia y la experiencia atestiguan que, en los regímenes políticos que no
reconocen el derecho de la propiedad privada de los bienes incluso productivos, son oprimidas y
sofocadas las expresiones fundamentales de la libertad, por eso es legítimo deducir que esto se
encuentra en garantía y estímulo en aquel derecho".
Durante la etapa de Paulo VI, si bien se advierte un tono crítico al capitalismo liberal desconocido
hasta entonces, en ningún caso se llega a negar el derecho natural a la propiedad privada como
fundamento de un orden social y económico justo. Las amonestaciones de Paulo VI al liberalismo en
realidad fueron tergiversadas e incluso falseadas por católicos que en ese entonces planteaban un
acercamiento doctrinario con el marxismo. A ellos y también a quienes hoy, desde partidos con
denominaciones que sugieren equívocas relaciones con la Iglesia católica, les comprende la
condena de Pío XII quien, en el radio-mensaje de 1951 La decimaterza, advierte "a los hombres
políticos y a veces incluso hombres de iglesia que intentasen hacer de la esposa de Cristo su aliada
o instrumento de sus combinaciones políticas nacionales o internacionales, lesionarían la esencia
misma de la iglesia, dañarían a la propia vida de este; en una palabra, la rebajarían al mismo plano
en que se debaten los conflictos de intereses temporales, esto es y continúa siendo verdad aunque
se haga por razones e intereses en sí mismos legítimos".
Actualmente el Papa Juan Pablo II al cuestionar públicamente las desviaciones de la llamada
Teología de la liberación, y al reafirmar los derechos de propiedad de los medios de producción como
surge de su encíclica Laborem Exencerns no ha hecho más que continuar con una ya milenaria
posición de la Iglesia, que tiene respecto a este tema por sólidos puntos de partida el séptimo y
décimo mandamiento inscriptos en la Ley de Dios: No robar y no codiciar los bienes ajenos.
Pero como si esto no bastara, en la reciente encíclica Centesimus annus, no sólo se reafirma el
"fracaso de la solución marxista", sino que trascendentalmente le concede a la economía libre o
economía de mercado, en tanto y en cuanto esté encuadrada en un marco jurídico que la ponga al
servicio de la libertad, un camino adecuado de solución a los problemas de las sociedades
modernas.

VI. EL LIBERALISMO Y EL NUEVO ORDEN MUNDIAL

No a terminado de nacer y ya tiene acerbos críticos. Incluso estos últimos, como sus propios
defensores, le impusieron una denominación incorrecta: el nuevo orden mundial. Como si el que está
emergiendo sustituyera a otro que sería el viejo orden. En realidad, nunca hubo tal cosa

Un conflicto terminado

Lo que sí existió a escala planetaria fue un conflicto, que comenzó a gestarse al concluir la primera
guerra mundial y a declinar al iniciarse la década de los 80. Fue una batalla entre concepciones del
mundo contrapuestas. Entre ideologías irreconciliables.
Una colosal lucha de la que resultaron vencedores quienes piensan que nada puede estar por sobre
el hombre, su libertad indivisible y sus derechos inalienables.
En el bando de los vencidos, estuvieron quienes creyeron en el mito de la misión histórica de una
clase social, según la trágica utopía de Marx; o en la superioridad de una raza, propuesta por el
patológico pensamiento de Hitler; o la prevalencia absoluta del Estado como lo postulaba la
personalidad violenta y totalitaria de Mussolini; o de una religión para encubrir actos de violencia
como lo pretendió finalmente Saddam Hussein.
Fueron derrotados, en fin, los que quisieron sustituir la libertad por la opresión, la democracia por la
dictadura, el derecho por la fuerza y la justicia por la arbitrariedad. Como se sabe, ese conflicto ha
terminado. Ha finalizado lo que muy probablemente sea el más dramático período en la historia de la
humanidad. La guerra del Golfo fue en cierto modo un episodio bisagra en la historia contemporánea.
Con él se cierra una etapa y comienzan a darse las condiciones para el establecimiento de un orden
internacional que no conoce de precedentes.
Los comunes denominadores que algunos señalan que tiene con el período que va desde las
guerras napoleónicas hasta la primera contienda mundial, son tan débiles, que no bastan para tornar
convincente la comparación. Menos aun, la evocación de la pax romana como sugieren
absurdamente algunos de los apresurados críticos del nuevo escenario internacional.

Nostalgia por un orden que nunca existió

El lúgubre ciclo que termina, se caracterizó por las dos horrorosas guerras mundiales y sus terribles
secuelas en vidas humanas y bienes materiales. Además, las permanentes contiendas regionales,
que fueron en muchos casos epifenómenos de la pugna entre las dos superpotencias. Pero lo que
verdaderamente signó esta época fue la probabilidad cierta de una conflagración nuclear, que
destruiría toda manifestación de vida.
Durante las últimas décadas fue patente el avance de los países alineados en los denominados 2 do.
y 3er. mundo. Tanto en uno como en otro, oligarquías sostenedoras de equivocadas ideologías,
practicaron irracionales experiencias de ingeniería social que sólo produjeron miseria, subdesarrollo
y opresión. Las ideas socialistas y estatistas y los mesianismos religiosos parecieron por momentos
que prevalecerían en el mundo. El desplome de los regímenes comunistas de Europa oriental
sepultó los ensueños igualitarios.
Aunque parezca curioso y sorprendente, muchos de los críticos del orden que comienza a
establecerse en el mundo evidencian una fuerte nostalgia por la etapa superada. Es que, en último
análisis, siguen pensando con K. Marx que los conflictos y las grandes revoluciones son las
verdaderas parteras de la historia.
Otros, simplemente, manifiestan su resentimiento por el triunfo del modelo liberal de organización
social. Tanto estos como aquéllos, en sus ataques al ordenamiento en libertad que se está gestando,
pareciera como que prefieren los sombríos años pasados a la paz que podría alcanzarse.

Los requisitos de un orden en libertad.

Un orden social -tanto nacional como internacional- para que sea genuino debe cimentarse en una
escala de valores compartidos por la mayoría. En este sentido tengo la certeza de que sus beneficios
de la democracia pluralista y la economía de mercado son reclamados por los pueblos de la mayor
parte de los países del orbe. Como un corolario de lo anterior se difunde rápidamente el concepto de
un estado mínimo que cumpla con eficiencia las indispensables funciones sociales de seguridad y
defensa. Si proyectamos al plano internacional los principios y valores inherentes a esa concepción,
surgirá con claridad la necesidad de contar con instituciones que mantengan la paz y la seguridad en
el mundo.
Desde su creación la ONU fue un adorno que todos cuestionaban por su inutilidad. Hoy puede ser la
base institucional sobre la cual se pueda constituir un principio de autoridad que sirva no sólo para
impedir la reinstauración de regímenes políticos que pongan en peligro la paz, sino que además
podrá evitar cualquier exceso de concentración de poder. La conformación de diversos bloques en
Europa y Asia equilibrarán una eventual hegemonía perniciosa por parte de EE.UU.. Un presupuesto
de la libertad es que el poder -político, económico o tecnológico- esté adecuadamente distribuido.
Se deberá propender a la eliminación de todos los artificios aduaneros o arancelarios que dificultan y
traban el comercio. El proteccionismo fue en todos los tiempos una barrera para el progreso de los
pueblos y causa de la guerra entre las naciones. Asimismo será conveniente desmantelar todas las
estructuras económicas intervencionistas surgidas después de la 2ª guerra mundial, inspiradas en
las ideas estatistas de Lord Keynes. Me refiero especialmente al FMI que al decir del célebre
economista liberal francés J. Rueff fue la institución monetaria que más contribuyó para
institucionalizar la inflación en el mundo. Siguiendo los consejos del mencionado economista como el
de los más caracterizados exponentes de la moderna escuela liberal austríaca, se debiera
restablecer el mecanismo del patrón oro si realmente se desea la estabilidad monetaria y de los tipos
de cambio en el mundo.
En fin, mucho más es lo que se podría sugerir desde la óptica liberal pues el orden mundial es una de
las metas más trascendentes del liberalismo de ayer, hoy y de siempre. Por eso quizás sea oportuno
sintetizar nuestra idea con palabras de L. Von Mises "La doctrina liberal, invariablemente ecuménica,
lo contempla todo bajo el prisma universal. Es internacionalista; su campo de acción abarca la
humanidad toda. Por eso el liberalismo es humanista; y el liberal, cosmopolita ciudadano del mundo.
Por eso fue esta doctrina quien enseñó a los pueblos las ventajas de la paz interna, esa paz que el
liberalismo quisiera lograr establecer en el ámbito internacional".

VII. CAUSAS DE LA INEXISTENCIA DE UNA OPCION LIBERAL EN LA POLITICA


ARGENTINA

En nuestro país, a diferencia de la mayoría de las naciones avanzadas de Occidente, el resurgir de


las ideas liberales encontró sus dificultades. De entre ellas y fundamentalmente, la falta de un gran
partido liberal con suficiente potencialidad para canalizar esas nuevas y vigorosas ideas. Los efectos
de esta ausencia se vienen advirtiendo en la Argentina de las últimas décadas. Creemos que en
alguna medida, la crisis de la Argentina moderna tiene por causas no solamente al estatismo -que el
actual gobierno trata de revertir- y al centralismo; sino también a este fenómeno. Esta carencia a su
vez podría explicar el fortalecimiento de las corrientes privatistas en los dos partidos mayoritarios que
hasta hace poco mantenían una neta tendencia estatista.
Prácticamente desde la sanción de la ley de Sáenz Peña (1912) las vertientes conservadores y
liberales del país están tratando de protagonizar el proceso político nacional a través de una fuerza
orgánica que las represente. No obstante, las tentativas por constituir exitosamente una opción
permanente e influyente ante fuerzas adversarias, se han visto siempre condenadas al fracaso.
Ensayistas, historiadores y sociólogos, en forma fragmentaria algunas veces, de un modo
sistemático en otras, han intentado explorar ese fenómeno.
No obstante la pluralidad de hipótesis que existe sobre el tema, ninguna de ellas ha conseguido
explicar satisfactoriamente las causas del problema.
Al conjunto de esas argumentaciones, lo podemos reunir esquemáticamente en tres intentos de
explicación: el primero sostiene que el aumento brusco del padrón electoral, por imperio de la ley
Sáenz Peña, desbordó a los partidos liberales acostumbrados a movilizar cantidades pequeñas de
votantes. A partir de 1916, estos partidos habrían padecido una suerte de inhibición estructural para
constituir organizaciones capaces de canalizar nuevas capas de población.
El error de este argumento se basa en el desconocimiento de la forma en que verdaderamente
evolucionó el padrón electoral argentino. Por limitaciones de espacio no podemos mostrar cuadros
estadísticos, pero baste decir que en la provincia de Buenos Aires el padrón de 1901 aumentó con
respecto al de 1890 en un 120%, y que a su vez aquél representó un 65% respecto del padrón de
1912, ampliado ya por la ley del sufragio universal, secreto y obligatorio.
En rigor, en nuestro país, como en algunos países de Europa, la extensión del voto y la ampliación
del padrón pasó por un proceso gradual y oscilante, y en tanto en esas naciones del viejo continente
no se produjo un hecho como el que se menciona, nada autoriza a pensar que en nuestro país ha
sido el origen del problema. Recordamos, de paso, que muchos de los partidos liberales provinciales
triunfaron democráticamente en numerosas elecciones provinciales después de la reforma electoral
de 1912. Por consiguiente, no es ésta la razón que explica la ausencia a nivel nacional de un fuerte
partido liberal.
Una segunda argumentación explica esta carencia, debido al desinterés de la alta burguesía
argentina (agropecuaria, comercial, etcétera) en formarlo, por considerar que hasta el momento no
han surgido amenazas ciertas sobre sus privilegios económicos, que justifiquen su creación.
De más está decir que la evidente raíz marxista de esta pretensión explicativa, permitiría distintos
niveles de refutación. Pero a los efectos de nuestros análisis nos basta con señalar lo siguiente: 1) el
argumento se basa en el supuesto de que las clases sociales (en este caso de burguesía) son
actores colectivos con voluntad y conciencia propia. Al respecto cabe decir: a) que ni Marx ni los
marxistas se pusieron de acuerdo nunca acerca de lo que era una clase social; b) que la sociología
moderna no ha podido hasta el momento verificar la existencia de una conciencia de clase, por lo que
mal se le puede adjudicar a una clase que el marxismo no puede definir y cuya conciencia la
investigación social no ha podido probar, ser responsable de tan complejos razonamientos políticos.
2) Que en el hipotético caso de que fuera realmente así, sería sorprendente que las altas no hayan
advertido en las últimas décadas, no solamente avance de la fuerza socializante, sino también -sobre
todo en la década del 70- el peligro mismo de disolución de nuestra sociedad por obra de fuerzas
extremistas de distinto signo.
Otra argumentación muy utilizada, aunque superficial, es la que las Fuerzas Armadas desplazan
periódicamente del poder a los partidos populistas, para producir una suerte de restauración liberal
de facto. Quienes así piensan olvidan que excepto en 1930 -cuando luego de fracasar las intentonas
corporativistas de Uriburu, se convocó a elecciones dentro de un marco eleccionario con fuertes
limitaciones, triunfando en ese caso las fuerzas de la llamada Concordancia- los demás procesos de
facto tuvieron una dinámica y un desenlace harto diferentes. A propósito de la fuerza gobernante
durante la década del 30, no la consideramos naturalmente una opción liberal, pues durante ese
período de abstención del Partido Radical o las limitaciones que se le impusieron, impidió que el
electorado pudiera elegir u optar entre las dos fuerzas hasta entonces gravitantes: radicales y
demócratas - conservadores.
La revolución de 1943, no solamente depuso a un gobierno liberal-conservador, sino que la revuelta
se produjo el mismo día en que era proclamado candidato a presidente para las próximas e
inmediatas elecciones el Dr. Robustiano Patrón Costa, verdadero símbolo del conservadurismo del
interior.
Los revolucionarios crearon en esa circunstancia las condiciones adecuadas para la instauración del
régimen peronista. Los restantes procesos militares, que culminaron en las elecciones de 1958, 1963
y 1973 en ningún caso, como es sabido, pretendieron ni directa ni indirectamente beneficiar a las
corrientes liberales.
En el de 1976, hay que distinguir dos niveles: el de las municipalidades donde hubo un neto
predominio de dirigentes radical-peronistas y el de algunas provincias y ministerios nacionales donde
hubo una influencia de figuras de filiación conservadora. Pero lo incontestable es que la junta militar
que entregó el gobierno a Alfonsín en ningún momento intentó arreglar el proceso electoral para
favorecer a partidos centristas o liberales.

La autonomía de los partidos provinciales: un modelo equivocado

Hay una razón fundamental que explica la falta de una opción liberal en la política argentina: es
simplemente la celosa preservación de la autonomía de cada agrupación provincial que sus
dirigentes procuran defender. Es solamente esa la causa que ha determinado hasta el presente, la
imposibilidad de integrar una robusta fuerza moderada con proyección nacional.
Para entender el fenómeno hay que remontarse a los orígenes de los partidos provinciales actuales
y llegar así a la liga del interior que organizara Juárez Celman para darle al General Roca el soporte
político necesario para llegar a la presidencia.
Dicha liga fue la base del Partido Autonomista Nacional, que no era nada más, pero nada menos,
que un entramado de alianzas provinciales y regionales inteligentemente conducidas por Roca.
Durante toda esa etapa (los "tiempos de la República" como diría Pinedo), los conflictos de poder,
claro está, eran protagonizados por los núcleos internos de la agrupación gobernante. No había a
escala nacional, competencia por el control del gobierno entre partidos contrapuestos. Sólo cuando
ello ocurrió por primera vez en 1916 comenzó a exteriorizarse el problema.
Los dirigentes provinciales formados en las largas luchas contra los esfuerzos hegemónicos
metropolitanos, estaban acostumbrados a actuar en sus distritos con independencia de otros centros
superiores de poder. Eran acentuadamente federalistas. Por eso hicieron de la preservación de las
autonomías provinciales la principal de sus banderas. Por eso quisieron adaptar la forma de
organización partidaria al esquema federal de organización nacional, prescripto por la Constitución.
Los partidos provinciales cumplieron una inestimable función, manteniendo latente un espíritu
federal que el resto de las instituciones del país fue perdiendo a resultas de una arrolladora fuerza
centralista.
Pero paradójicamente, el mismo elemento que posibilitó su continuidad en el tiempo (el Partido
Liberal en Corrientes, por ejemplo, cumplió recientemente 135 años de existencia) determinó su
debilidad política. Con el surgimiento del Partido Radical comenzaron a modificarse las condiciones
de la lucha política. Con este partido hacen su aparición las organizaciones políticas centralmente
conducidas desde la metrópoli. Esta situación se agudiza en la década del 30, en que el proceso de
sustitución de importaciones que se produce en nuestro país, a raíz de la depresión económica que
padecieron los países desarrollados, tuvo como consecuencia que se iniciara una acelerada
industrialización para sustituir importaciones que, a su vez, dieron lugar al surgimiento o, en su caso,
al fortalecimiento de las estructuras sindicales. Estos sistemas de encuadramiento colectivo
mantuvieron desde entonces, como nota distintiva, una férrea conducción unitaria. La aparición en la
arena política del Partido Peronista, terminó de sellar la suerte de los partidos provinciales. Hoy
prácticamente todas las grandes instituciones que regulan la marcha del país estaban dirigidas
desde Buenos Aires. Los principales actores de la lucha política argentina son organizaciones
unitarias mostrando todas ellas, en general, una gran capacidad de acción, decisión y movilización.
Mientras tanto, y por contraste, las agrupaciones provinciales persistieron en mantener sus
autonomías partidarias y, en el mejor de los casos, se avinieron a integrar precarias coaliciones o
federaciones, todas ellas de efímera vida. Este distanciamiento de las reales reglas de juego político,
no solamente debilitó a esas agrupaciones, sino que por el momento les hizo perder su impronta
federal. Quizás ello explique la irrupción durante la década del 60 de los partidos federalistas. Estos
aparecen precisamente en el interior del país, es decir, donde el problema del centralismo
metropolitano produce mayores perjuicios. (En las provincias históricas donde había partidos
demócratas o conservadores al debilitarse estos pasan a competir con los federales por una misma
clientela electoral). Por la misma época pero en el área metropolitana con un sector privado más
fuerte y dinámico, el problema mayor ya no es el centralismo sino el estatismo, de ahí que aparezcan
en Capital Federal y provincia de Buenos Aires agrupaciones políticas con un fuerte impulso liberal.
Sucesivamente el Partido Cívico Independiente, Nueva Fuerza y la Ucedé son productos de ese
mismo proceso. Por su parte en las provincias patagónicas surgen vigorosas expresiones políticas
provinciales que plantean como principales banderas el control provincial de los valiosos recursos
naturales.
De esta manera, a las fragmentadas huestes de los partidos conservadores se agregaron como
savia nueva las agrupaciones federalistas y liberales. Amplió el espectro moderado pero también se
acentuó su dispersión.
Dijimos antes que la causa fundamental del mantenimiento de la división constante del centro
político, ha sido el formato excesivamente descentralizado de esta corriente. Pero además de este
factor principal aparecen como una constante, aunque las más de las veces operando como una
variable de efecto secundario, los conflictos personales entre los dirigentes principales de estas
agrupaciones originadas en las luchas por las candidaturas.
Sintéticamente, la historia de la frustración del centro-liberal argentino, a través de sus principales
etapas, es la siguiente:

Las elecciones de 1916. La primera frustración

Luego de la muerte del Presidente Quintana en 1906, lo sucedió Figueroa Alcorta, quien comenzó
rápidamente a desmontar la muy debilitada maquinaria política del Gral. Roca. Con el advenimiento
al poder de Roque Sáenz Peña este proceso se acentuó. En 1914, año en que fallece Julio A. Roca,
nada quedaba ya del Partido Autonomista Nacional. La desorientada constelación de fuerzas
provinciales que quedó en su reemplazo comenzó febrilmente a proyectar alguna forma de
organización que permitiera enfrentar con éxito a un radicalismo en ascenso. Este partido había
ganado en 1912 en Santa Fe y en Córdoba misma, en 1913, el Partido Demócrata de Córdoba triunfó
por una apretada diferencia. El gobernador electo, J. R. Cárcano, justificó ese hecho en términos que
exteriorizaban una visión autonomista de la política contrapuesta a la conducción centralizadora del
partido radical. Decía Cárcano entonces: "La invasión a un distrito, por personas sin inscripción, sin
voto ni domicilio en el mismo distrito, con el objeto exclusivo de operar en el mismo comicio, cambia
la opinión local y desnaturaliza la autenticidad del voto. Mi candidatura ha triunfado por 3.000 votos
en lugar de 12.000 que le asignaban cálculos prolijos, porque Yrigoyen se trasladó a Córdoba y
dirigió personalmente la lucha con abundancia de recursos y elementos adventicios importados".
Todo el drama de las fuerzas liberales provinciales se condensan en esta frase de Cárcano. Era el
estéril intento de contraponer a los partidos nacionales la precaria influencia de las distintas
vertientes provinciales.
Con la intención de enfrentar al radicalismo en las elecciones del 16 se forma el Partido Demócrata
Progresista. El núcleo básico de partidos provinciales que lo componían era: la Liga del Sur de Santa
Fé, Demócratas de Córdoba, la Unión Provincial de Salta, Demócratas de San Luis y el Partido
Liberal de Corrientes. Se pretendía constituir un partido conservador moderno y renovado. Este
hecho quizás quede simbolizado en el nombre de los que redactaron su manifiesto fundacional:
Joaquín V. González, Lisandro de la Torre, José M. Roca, Carlos Ibarguren y otros. A la debilidad
inherente a toda coalición de fuerza se le agregó como agravante, en este caso, la de las disensiones
entre sus dirigentes. El jefe del Partido Conservador de Buenos Aires, Marcelino Ugarte, no adhirió al
nuevo partido porque pretendía para sí la candidatura a presidente, pero el Lisandro de la Torre.
Inútiles fueron todos los intentos de soldar las partes fracturadas. Las huestes de Ugarte apoyaron a
Yrigoyen en las elecciones. Además, el Presidente de la República, Victorino de la Plaza, se
mostraba hostil a la candidatura de de la Torre. En definitiva, ganó Yrigoyen por un solo voto en el
colegio electoral y el Partido Demócrata Progresista se disgregó rápidamente quedando reducido a
una fuerte expresión electoral en Santa Fe y Buenos Aires.

La historia se repite: 1958, 1963, 1973 y 1983.

Si por razones de economía de espacio nos vemos obligados a dar algunos saltos en la historia y
pasar revista solamente del resultado de las últimas elecciones generales, es sólo para ilustrar y
demostrar con más nitidez cómo los esfuerzos de las corrientes provinciales moderadas por
constituir una alternativa permanente y gravitante, resultaron estériles.
En las elecciones de 1958 las fuerzas de extracción centrista ofrecieron un sorprendente grado de
atomización: hubo seis fórmulas de esa filiación. El grueso de los demócratas conservadores y
liberales apoyaron la fórmula González Iramay - Aguinaga; las expresiones de igual orientación de
las provincias de San Luis y Entre Ríos la fórmula Reinaldo Pastor- Martín Aberg Cobo; el Partido
Liberal de Corrientes sufragó en el Colegio Electoral por Ernesto Meabe y José Broushou. El
recientemente constituido partido liderado por Vicente Solano Lima, de orientación conservadora
populista (aunque progresivamente, fue perdiendo su signo conservador para agotarse en un mero
populismo demagógico) proclamó el binomio Lima-Maldonado. El flamante partido Cívico
Independiente de férrea filiación liberal, fundado y conducido por Alvaro Alsogaray, apoyó la
candidatura de Juan B. Peña y Ana S. de Goyeneche. El Partido Demócrata Progresista que hoy
representa el matiz laico y reformista del liberalismo argentino, proclamó la fórmula Molinas-Teddy.
Poco antes de ello, este partido había propuesto la formación de un gran frente partidario había
propuesto la formación de un gran frente partidario del que estuvieron excluido los radicales
intransigentes y del pueblo (el peronismo estaba proscripto), para imponer el régimen de
representación proporcional. La iniciativa fracasó. Como se sabe, a través del pacto
Perón-Frondizi-Frigerio, la UCR obtuvo una aplastante victoria.
En 1963 se realizaron con vistas a las elecciones de junio de ese año febriles gestiones para
cohesionar las distintas vertientes centristas alrededor de la prestigiosa figura de Pedro Eugenio
Aramburu. No obstante los esfuerzos no hubo acuerdo. La Federación de Partidos de Centro
proclamó la fórmula Emilio Olmos-Emilio Jofré, mientras que, por su parte, distintos sectores
independientes conformaron UDELPA como sostén de la candidatura del Gral. Aramburu, quien fue
acompañado en la fórmula por Arturo Etchevehere. Por su parte, el Partido Demócrata Progresista
adhirió a la nominación de Aramburu pero la fórmula fue completada con Horacio Thedy.
De haber concurrido unidas dichas fracciones hubiera tenido un porcentaje de votos ligeramente
inferior al que logró la primera minoría (el peronismo no participó, sus candidatos fueron vetados).
En las elecciones de marzo de 1973, el electorado centrista y moderado distribuyó sus preferencias
entre Manrique-Martínez Raymonda de la Alianza Popular Federalista; Martínez-Bravo por la Alianza
Republicana Federal; Orgaz-Balestra por el Partido Socialista Democrático y finalmente,
Chamizo-Ondarts por el Partido Nueva Fuerza.
Sumados hubieran obtenido un porcentaje casi equivalente al de la UCR, que logró el 21,9%, aunque
la sabiduría política popular afirma que cuando los partidos se unen los votos se multiplican...
Finalmente, las elecciones de 1983. A las mismas el centro concurrió una vez más dividido. Más allá
de las interpretaciones que se hagan, en relación a la acentuada polarización que se produjo, lo
incontestable es que el centro sufrió el más grande revés de su historia.

1989: Unificación y dispersión

En las elecciones presidenciales de 1989, las agrupaciones centro-liberales acordaron una sola
fórmula presidencial Alsogaray-Natale que pareció representar la antesala de un rápido proceso de
reunificación. Pero no fue así. La Alianza de Centro, denominación con la que se inscribió
electoralmente esta nueva conjunción de fuerzas liberales, si bien tuvo el componente positivo antes
mencionado, de llevar por primera vez un binomio representativo de la mayoría de ese sector, tuvo
por otro lado, el destino de las anteriores coaliciones electorales. Una efímera vida política que se
clausuró una vez finalizados los comicios. Cada una de las agrupaciones recuperó su autonomía y
las agrupaciones liberales argentinas volvieron a constituir el proverbial archipiélago que los
caracteriza.
Mientras tanto, las dos fuerzas mayoritarias realizaron esfuerzos para transformar sus contenidos
programáticos y métodos de acción política. La mayor adaptación a las circunstancias y a los
requerimientos de una sociedad en crisis fueron evidentes. Tanto en el justicialismo como en el
radicalismo surgieron y se afianzaron vigorosas corrientes internas que sostenían posiciones
próximas a las sostenidas tradicionalmente por los partidos liberales.
El liberalismo por su lado ni siquiera cumplía el objetivo largamente anhelado por sus seguidores: la
unificación.
Esta situación se agravó por el hecho de ver que en la principal agrupación nacional de ese sector, la
Ucedé, las querellas intestinas y la búsqueda por espacios personales de poder, se priorizó en
desmedro de cualquier intento por conseguir una mayor penetración social del discurso liberal.
Pareciera como si ese rol lo hubiere asumido el partido gobernante e importantes sectores de la
UCR.
Por paradojal que pudiera parecer, en momentos en que la ciudadanía del país va asumiendo los
fundamentos de la doctrina prevaleciente en el mundo, el liberalismo, en la Argentina y los partidos
que oficialmente representan esas ideas, parecieran estar en crisis.
Curiosamente, de esta situación han logrado salir indemnes agrupaciones provinciales de signo
liberal-conservador; históricas algunas (como los partidos Liberal y Autonomista de Corrientes y
Demócrata de Mendoza) o de reciente creación (como el Partido Renovador de Salta). Como quiera
que sea, el futuro de las fuerzas liberales del país es incierto. Por ahora lo único que se puede
señalar es que siguen sin dar muestras de presentarse como una opción electoral gravitante ante la
ciudadanía del país.

VIII. PRESENTE Y FUTURO DEL LIBERALISMO EN LA ARGENTINA

En épocas en que el liberalismo se encontraba en franca declinación, fueron en nuestro país los
economistas Federico Pinedo, Manuel Tagle y Alberto Benegas Lynch sus defensores más
perseverantes. Este último, desde el Centro de estudios de la libertad, que orienta y nuclea a un
importante grupo de estudiosos, pudo mantener viva la creencia en postulados que por momentos se
los consideraba en extinción. En el ámbito de la filosofía sobresalió J. García Venturini y en el campo
político partidario, Alvaro Alsogaray se distingue hasta hoy por su celosa defensa de la economía de
mercado.
En los últimos años y acompañando a un movimiento que se observa en toda Latinoamérica, que es
el de la conversión de los intelectuales al nuevo credo y cuyos más prominentes símbolos son Mario
Vargas Llosa y Octavio Paz, lo más caracterizado de los estudiosos de los problemas sociales
argentinos han adoptado esta posición. El principal foco de expansión es, sin lugar a dudas, la
Facultad Privada de Ciencias Económicas y Sociales (ESEADE) que dirige A. Benegas Lynch (h.).
Este economista y J. C. Cachanosky son los principales expositores en nuestro país de la nueva
escuela austríaca. En sociología sobresale Manuel Mora y Araujo. En antropología social Francis
Korn, mientras que en historia económica se destacan Roberto Cortes Conde y Severo Cáceres
Cano. Asimismo, en historia de las ideas sociales, se distingue con caracteres nítidos Ezequiel Gallo.
Por su parte, en filosofía política y moral son notables las contribuciones de Mariano Grondona.
Además del ESEADE, como principal centro de elaboración del pensamiento liberal, hay un conjunto
de think tank o usinas de difusión de la doctrina liberal que cumplen una función inestimable. De
entre ellas, cabe mencionar a la Fundación Libertad y Democracia cuyos directivos son elegidos por
la UCeDe. El Instituto de Economía Social de Mercado, relacionado también a la estructura de la
UCeDe. La Fundación Carlos Pellegrini, orientada por Ricardo Zinn. A decir verdad, la lista debería
ser muy extensa y obvias razones de espacio no nos permiten avanzar más.
En la esfera política el panorama es más complejo. La razón hay que buscarla en las posiciones
privatistas que han adoptado los dos principales partidos políticos del país.
El radicalismo lo expresó en un discurso que a la postre no aplicó. Por su parte, el justicialismo
estaría aparentemente decidido hoy a llevarlo a la práctica. Pero es necesario distinguir con claridad
privatismo de liberalismo. Lo primero puede ser sólo un programa de gobierno que imponen los
tiempos y las circunstancias, pero lo otro en cambio es un estilo de vida y una filosofía permanente.
Los liberales argentinos con prescindencia de eventuales apoyos que puedan prestar al actual
gobierno, deberán en todas las circunstancias preservar su identidad ideológica. La misma es la que
les va a permitir cumplir al menos con la misión que según Von Hayek es propia e indelegable de los
intelectuales de la libertad "preparar utopías de recambio pues en caso de que las demás fracasen,
estas aparecerán como las únicas soluciones realistas y razonables". De seguir el consejo del más
autorizado del liberalismo moderno. Esta ideología podrá continuar siendo la verdadera avanzada en
defensa de la libertad integral del hombre, la democracia y el progreso de los pueblos.
IX. BIBLIOGRAFIA GENERAL (1)

(1) La bibliografía citada es en castellano. La disponible en idioma inglés acerca del liberalismo y
conservadurismo moderno es sumamente extensa. Razones de espacio nos impiden su
transcripción.

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EL DISCURSO DEL NEOLIBERALISMO Y DEL SOCIALISMO DEMOCRATICO

María S. Bonetto de Scandogliero


María T. Piñero

INTRODUCCION

Este trabajo tiene como marco referencial el planteo de los espacios discursivos que hoy son la
expresión de las dos grandes líneas políticas capaces de marcar las tendencias de evolución de los
procesos estatales e internacionales. El discurso neoliberal, del cual analizaremos algunos de sus
presupuestos generales y puntuales, y el programa de 1989 de la Social Democracia Alemana como
manifestación de esa corriente de pensamiento.
La década de los ochenta abrió nuevos escenarios de discusión a partir de la producción de hechos
históricos precisos como la guerra del Golfo, los procesos del Este, la agudización de la crisis del
Estado de bienestar, etc., que sacudieron el sistema mundial irradiando sus efectos, de una u otra
manera, sobre todas las estructuras políticas.
Estos acontecimientos implican un momento de inflexión, de bisagra en la historia del mundo.
¿Existirá un nuevo orden mundial? ¿Nos encontramos en un período fundacional?
Los interrogantes son grandes y no hay respuestas definitivas; sólo podemos marcar tendencias de
evolución, ideas guías, en las que, sin duda, la valoración y el deseo se encuentran fundidos con las
condiciones objetivas.
En franca relación con estas cuestiones se hallan los discursos sociales, los que tratan de acentuar
su tónica particular. Se transforman a fin de poder adecuar su mensaje a la realidad existente.
El espacio entre esa realidad y el discurso es beligerante y de virtual importancia en cuanto existen
tantas lecturas de la realidad, tantos lenguajes, de acuerdo a qué ideología se posea para su
interpretación. A su vez cada ideología da cuenta de una ética y una política que instrumentaliza la
"praxis", es decir una práctica puesta en movimiento (1).
Todo discurso ideológico apunta a ser un discurso sobre lo social y así combina la formulación de su
proyecto de movilización, en nombre de una explicación racional de la realidad, con un informe sobre
lo bueno y lo posible, cuya estructura argumentativa relaciona en grados variables las prescripciones
de índole moral con el análisis y la interpretación de situaciones; las consideraciones técnicas y sus
reglas de implementación.
Por lo pronto observando la realidad, pareciera que, en relación con los discursos, las grandes
narrativas sellaron su destino, como nos explica Lyotard (2). Los discursos modernizadores, aquellos
de la revolución y de la razón progresista ya no pueden abarcar esta complejidad histórica en la que
los actores todavía están buscando su papel y su escenario. Ningún sentido común universal, ningún
principio unificador puede dar cuenta hoy de las realidades estatales y mundiales que se gestan con
mayor rapidez que la razón que pretende contenerlas.
Sin embargo, observando la realidad y escuchando los discursos, pareciera que lo antedicho es una
ilusión. El discurso neoliberal ya se adjudica el triunfo de una supuesta hegemonía mundial. En sus
letras todavía existe la ficción de que lo posible se debe a un principio racional y liberador cuya
formulación sólo el liberalismo es capaz de develar.
Como si desde una perspectiva teórica con pretensiones de univocidad se pudiera dar una
explicación exhaustiva de todas las realidades!

EL ORDEN DEL MERCADO COMO PROYECTO POLITICO

Si comenzamos con el discurso neoliberal es porque hoy es el que goza de mayor presencia e
influencia. Sus preceptos fundamentales: imperio del mercado, Estado mínimo, desregulación,
libertad absoluta en el ámbito de lo privado, aparecen como los criterios racionalizadores capaces de
describir las realidades existentes y de articular las relaciones sociales.
El discurso neoliberal se adjudica el mérito de ser el único que describe lo que efectivamente está
sucediendo en el mundo. Los países desarrollados han advertido, al fin, que allí donde menos
interviene el Estado se dan niveles saludables de eficiencia económica y por lo tanto mayores
posibilidades de armonía social. Allí donde se deja que el mercado ordene espontáneamente las
relaciones sociales se asegura la libertad. Aquellos hechos como la crisis del Estado de bienestar, la
caída de los países comunistas, la derechización de las políticas eurocéntricas otrora más de
izquierda, son tomados como argumentos a favor de su descripción.
La tentación del discurso neoliberal de explicar los complejos procesos sociales a través de un
reduccionismo económico es recurrente. Alimentando así ficciones como las siguientes: allí donde
no interviene el Estado y se deja al mercado como eje ordenador se estimula la creación de centros
competitivos de poder económico impidiendo su concentración en grandes unidades que posean
más poder que las demás.
El libre mercado soluciona otro gran problema político como es el control de las inversiones. Al fin de
cuentas el mercado suma las decisiones privadas de manera que esa suma corresponda a las
preferencias de los individuos como consumidores. Las decisiones tomadas por inversores
optimizadores de beneficios responderán a las preferencias de los consumidores en lo tocante a la
colocación ascética de los recursos.
En ningún pasaje de su discurso el neoliberalismo nos advierte que en las sociedades capitalistas
avanzadas las señales que transmite el mercado a través de los precios reflejan el control que de
éstos nacen las grandes corporaciones. Nos referimos a los oligopolios que manejan una influencia
decisiva sobre los términos de la producción de una rama industrial (3).
Tampoco se explicita que, en relación al segundo ejemplo, las preferencias a que responde el
mercado están gravadas por la cantidad de recursos que controla cada individuo.
"La primera lección de la economía de bienestar es que el mercado perfecto idealizado haga casar la
suma de las preferencias de bienes de consumo del consumidor. Su corolario, muchas veces
olvidado, es que la suma de las preferencias del consumidor refleja la distribución de la renta y la
riqueza" (4).
Cuando el discurso neoliberal se refiere a la libertad de mercado nos proporciona una auténtica
explicación de mano invisible.
"Una explicación de mano invisible explica lo que parece ser el producto del designio intencional de
alguien como no causado por la intención de alguien" (5).
Hagamos, entonces, una explicación de mano visible en relación a la libertad de mercado y esto
implica asumir que el mercado es una creación política en tanto no existen sistemas económicos
autosostenidos ni autorregulados. La acción del Estado siempre planifica, aun sobre nuestra
propiedad privada. Organiza los mercados, las estructuras monetarias, crediticias y fiscales, las
relaciones entre capital y trabajo, los esquemas de crecimiento urbano, etc.
El discurso neoliberal omite transmitirnos una realidad, esta es, que los sistemas económicos son el
fruto de lo que Nun (6) llama "régimen social de acumulación", el que puede explicarse como la
síntesis del campo de batalla ideológico, político y social en el que se articula el proceso de
acumulación de capital, entendido este como una actividad microeconómica de generación de
ganancias y de toma de decisiones de inversión.
El régimen social de acumulación focaliza su atención sobre el contexto particular que enmarca las
decisiones microeconómicas de inversión que toma el capitalista en su fábrica o en su empresa; ese
contexto incluye a la moneda, al crédito, al estado de tensión social, a la intervención del gobierno en
la economía, etc.
Pero además dicho régimen comprende el conjunto complejo de instituciones, prácticas e imágenes
que inciden en ese proceso de acumulación de capital y que son articuladas por decisiones políticas.
Esas decisiones políticas centrifugan las conflictividades que pueda surgir en el proceso de
acumulación de capital, a través de un modo de regulación determinado que implique asegurar a los
agentes económicos niveles mínimos de coherencia.
A través de años de consolidación, un particular régimen social de acumulación ve aumentada la
fuerza productiva de sus imágenes y modos de institucionalización, de forma tal, que esas
representaciones tienden a naturalizarse y una "particular forma de organización del mercado o de
las relaciones entre capital y trabajo, ingresan, entonces, al sentido común de los agentes
económicos" (7).
Ya construido un imaginario social en ese sentido, cualquier conflicto agudo que pueda
desestabilizar el régimen, es descripto por sus defensores como una ingerencia política y no como
"... lo que realmente es; una movida de piezas en el juego político del cual todos son parte" (8).
No obstante lo explicado, el discurso neoliberal opta por transmitirnos una imagen de autonomía del
mercado en relación con la política que pareciera ser que en la medida en que el mercado se
constituye en el foro en el cual los individuos deciden sobre sus asuntos, menos será la posibilidad
de que el gobierno intervenga imponiendo opciones excluyentes y parciales. Así el mercado
representaría la armonía social, el consenso y la libertad; el Estado y la política la esfera de la
imposición y del conflicto.
Esta separación tajante que promulgan entre lo político y lo económico conlleva a una escisión entre
Estado y sociedad civil que resuelven al articular dicha relación a través de mecanismos
democráticos de carácter puramente formal y por ende, también ficticios.
La participación de los individuos, en la versión neoliberal, se limita a ser analizada según una lógica
de mercado, en cuanto adecuación de las instituciones políticas al funcionamiento económico. Así,
las demandas por participación política son tratadas como demandas por participación individual en
el consumo de bienes, servicios, valores, etc.
No se ve en la participación la voluntad de disponer colectivamente sobre todas las condiciones de la
vida, aun sobre las materiales, ya que esto implicaría someter las estructuras económicas a
decisiones democráticas.
Esta versión específica de democracia (9) que contiene el neoliberalismo le asegura, tanto un
asentimiento difuso y generalizado de la población, como la necesaria independencia de la toma de
decisiones administrativas respecto a los intereses específicos de los ciudadanos.
Las consecuencias aparentemente no previstas por el neoliberalismo es que en la actualidad se
hace muy difícil seguir compatibilizando la intervención del Estado, obligado a hacerlo para
reproducir las relaciones capitalistas de una manera más aceptable para todos, con esa versión de
democracia altamente restrictiva de participación social.
El Estado se ve enfrentado a una multitud de demandas y requerimientos imposibles de satisfacer
dentro de los parámetros que limitan ese mismo orden con sus arreglos libera-democráticos. Y es
muy poco probable que estas demandas sociales sean desmanteladas directamente en tanto son un
logro irreversible del Estado de bienestar, pero además, los propios ideólogos neoliberales perciben
correctamente que el desmantelamiento del Estado de bienestar desembocaría en un conflicto
generalizado que, a la larga, sería muy difícil de controlar y en su conjunto sería más destructivo que
las enormes cargas del propio Estado de bienestar.
Es decir, el Estado de bienestar puede asumirse como un mecanismo relativamente eficaz para
reducir conflictos y legitimar las consecuencias de las políticas neoliberales. Es por ello que hasta
ahora hay muy pocas pruebas de que, por ejemplo, los programas de desempleo o los seguros
médicos y pensiones vayan a desaparecer.
Sin embargo, la pauta neoliberal va demostrando que se orienta a que el horizonte, el volumen y la
seriación de beneficios y servicios se vaya reduciendo y limitando, de manera tal, que se vayan
volviendo cada vez más rudimentarios demostrando a los individuos que el Estado no puede hacerse
cargo de éstos.
Sin embargo, esta quita de beneficios con su acorde programa de inversiones se va haciendo a
través de decisiones estatales inapelables que hablan de políticas decididas, de Estados fuertes y no
de Estados guardianes.
Para poder operar los términos del discurso neoliberal: éxito, eficacia, eficiencia y productividad, se
requiere destruir las fuerzas parasitarias, hedonistas y antiproductivas que no se adaptan a la
supuesta racionalidad del mercado.
Para legalizar estas políticas, el neoliberalismo apunta a la constitución de Estados fuertes con
programas decididos a crear decisiones inapelablemente vinculantes, frente a las cuales no quepa
disentir.
Pero ya la fórmula nos la había dado uno de los mentores del neoliberalismo: Milton Friedman (10)
"... que el Estado disponga de la fuerza política para imponer las amargas medicinas que es preciso
tomar".

LA DEMOCRACIA COMO PROYECTO POLITICO

Frente a la propuesta economicista del discurso neoliberal, consideramos que es el socialismo


democrático el que presenta la respuesta más innovadora y progresista a los cambios producidos en
las últimas décadas.
En su descripción de la situación subyace una percepción de la realidad que incluye presupuestos
virtualmente más adecuados para explicar la actual complejidad de las estructuras sociales -esto es-
la constatación de las relaciones de implicancia recíproca entre estructuras políticas y económicas.
Su concepción se aparta así, del estudio sesgado de economicismo de los análisis neoliberales y
marxistas ortodoxos.
Estos dos grandes discursos de la modernidad evidencian las limitaciones que supone considerar a
la política como algo externo y posterior al dato económico. Tal concepción (compartida por ambas
propuestas pero revitalizada por el neoliberalismo en virtud de la crisis de la ortodoxia marxista)
afirma una escisión entre sociedad y Estado cual si existiera una relación de exterioridad entre
ambos. Y no reconoce en la participación política la "forma en que la sociedad decide y dispone
sobre su desarrollo"(11) ni admite en el Estado una forma relevante de práctica social.
Sin embargo, no existen realidades puras en tanto no contaminadas por las luchas políticas y las
pugnas ideológicas. Toda praxis social (aún la económica) supone un proceso de producción y
reproducción de significados.
Por ello, para comprender los procesos sociales, estos deben abordarse como una totalidad en
donde los distintos sectores tienen una implicancia de dependencia. En este sentido, sociedad y
Estado, relaciones económicas y prácticas políticas, se implican recíprocamente. Así aun en contra
de ciertas posiciones positivistas, tan en boga, se puede rescatar el hacer política como una
comunicación constituyente de identidades colectivas y una ordenación de las relaciones sociales
que conforma sus significaciones de sentido y asegura sus principios organizativos.
Desde este punto de vista se reconoce el carácter mediador del Estado, el cual sería "la
fundamentación exteriorizada de la validez de las estructuras normativas de la sociedad" (12).
Los socialistas democráticos se enmarcan en esta concepción, pues sin dejar de lado la
consideración de las estructuras económicas y el actual peso de la tecnología como condicionantes
de las decisiones políticas, reivindican y asumen el espacio de las invocaciones políticas; de las
interpelaciones de sentido a través de las cuales se reconocen y aglutinan los actores políticos
democráticos. Así se sostiene "la cuestión fundamental que ahora se planeta no es si va a haber o no
un cambio en el planeta en los años venideros sino quién lo va a dirigir y cómo. La respuesta
socialista es terminante: corresponde al pueblo..." (13).
Las propuestas socialdemocráticas a la crisis presente han asumido diversas estrategias de
articulación en el discurso y en la praxis. Pero teniendo en cuenta la tradición histórica de la
socialdemocracia alemana en cuanto a marcar el rumbo a seguir por los partidos similares europeos,
tomaremos el último programa de 1989 formulado por esta agrupación, como base de interpretación
del discurso socialista democrático del presente y sus tendencias de evolución.
La relevancia de su discurso en cuanto orientador de la fundamentación, sentido y delineamiento de
los procesos de cambio, se explica por el significado de su praxis. No en vano sus 128 años de
vigencia la constituyen en el partido obrero y socialista más antiguo. Ello puede interpretarse porque
en las buenas y malas épocas se ha considerado "con la típica escrupulosidad alemana, un partido
de programa"(14). Y esto explica que no se constituyera en una agrupación de recurrente éxito
electoral, pero sí en el partido guía, por la notable influencia y expansión que sus postulados
programáticos han tenido en el socialismo occidental. Ha abierto camino y ha marcado rumbos. Así
los lineamientos del programa de Bad Godesberg (1959) referido a las bases pluralistas del
socialismo superaron los peligros de la ideologización unilateral y el dogmatismo, y marcaron
definitivamente el triunfo del socialismo democrático sobre la propuesta del Este.
En la actualidad su discurso busca iniciar y atraer voluntades orientadas hacia una profundización de
la democracia, y hacia la más amplia democratización de la política, la sociedad y la economía. Y
plantea estas cuestiones nacionales en el marco de la actual interdependencia internacional, porque
no se podrían lograr si no se relacionan con las demandas emergentes del escenario mundial cuales
son: la superación del conflicto Norte-Sur; el desarme y la paz y la protección ecológica.
¿No constituye esto una respuesta anticipada y progresista al nuevo orden fundacional que pudiera
estar en proceso de conformarse?
El programa de la socialdemocracia revaloriza la política como instrumento democrático de
conformación de la sociedad, sostiene que "la política es una dimensión necesaria de la convivencia
humana", "debe ser algo distinto y algo más que la administración", "debe asegurarse un espacio de
acción y debe ponerse nuevos objetivos". Así, entendiendo a las nuevas configuraciones
técnicoeconómicas del presente sostiene que la política no puede delegar las decisiones sobre la
técnica y el crecimiento a los intereses económicos. Por el contrario, debe crear conciencia de estos
problemas y sentar las bases para una cultura de debate democrático.
En cuanto a la economía: "Una economía responsable desde el punto de vista ecológico y social sólo
se puede conseguir cuando se logre que las decisiones democráticas tengan prioridad sobre el
poder económico y el afán de lucro"(15).
Su enfoque de la relación entre mercado y planificación estatal atiende a una instancia de
complementariedad. Se advierte que el desarrollo del mercado puro fuera del marco de la
planificación lleva a grandes desequilibrios tales como la pauperización, desempleo y la destrucción
del medio ambiente. Por otra parte, el desarrollo de la planificación en contra del mercado lleva a la
burocratización y a la sobreplanificación que ahogan la dinámica económica. Se propone una
concepción de equilibrio entre ambos. Así se sostiene "El Estado pone las condiciones marco para el
desarrollo económico". "Dentro del marco global establecido democráticamente, el mercado y la libre
competencia son imprescindibles". "Pero el mercado por sí solo no puede lograr el pleno empleo, ni
la justicia distributiva, ni puede proteger el medio ambiente"(16). En síntesis "tanta libertad de
competencia como sea posible y tanta planificación como sea necesaria".
"El Estado tiene que asumir funciones cuando los individuos o los grupos no puedan por sí mismos
cumplir las obligaciones que la sociedad requiere o cuando determinadas prestaciones necesarias
para el bien común no pueden ser realizadas de otra manera". "Son los ciudadanos los que han de
controlar al Estado y no el Estado a los ciudadanos" (17).
Las argumentaciones presentes en el discurso de la social democracia implican una reformulación
en la racionalidad implícita en los dos grandes discursos de la modernidad en dos cuestiones
relevantes que marcan sus límites y sus consecuencias destructivas: en primer lugar, la metafísica
del progreso acumulativo, infinito, que se puede encargar de la solución de los problemas humanos
por su propia inercia, por el contrario, el análisis del socialismo democrático advierte que hay
desarrollo técnico y crecimiento económico acumulativo, pero el significado que tendrá depende
enteramente del uso que se haga de él.
Por lo tanto, desde el punto de vista cualitativo, el progreso es inexistente, lo que existe en cada
estadio del progreso es la tarea de hacer la sociedad y las relaciones humanas lo más humanas
posible. Así se sostiene en el programa mencionado una idea de progreso diferente: "No todo
crecimiento es progreso. Debe crecer todo aquello que asegure los recursos naturales, que mejore la
calidad de vida y del trabajo, que reduzca la dependencia y fomente las posibilidades de decidir por
sí mismo, que proteja la vida y la salud, que asegure la paz, que eleve las oportunidades de vida y de
futuro para todos y que apoye la creatividad y las iniciativas de cada uno". "Las innovaciones
tecnológicas deben servir a la racionalización y renovación ecológicas, a humanizar el trabajo, a
proteger los derechos fundamentales y a realizar los valores básicos". En segundo lugar, la
superación de la metafísica del progreso implica la necesaria superación del espejismo de la
solución final y la utopía realizada, la sociedad perfecta (18).
Desde una perspectiva opuesta el discurso del socialismo democrático asume la conflictividad y la
complejidad de las estructuras sociales, renuncia a la factibilidad de la utopía y reenfoca a ésta como
lo absolutamente imposible, que por su imposibilidad puede inspirar todas las posibilidades.
Así se refleja en el programa la conflictividad de lo político y la búsqueda de un orden a través de
reformas que no prometen instalar la utopía sino como referencia paradigmática de lo deseable en la
esforzada construcción de una sociedad justa, libre y solidaria. "No cabe política sin controversia".
"En nuestras formas de lucha deberán ser identificables los objetivos por los que luchamos; tampoco
en la lucha por el poder el fin justifica los medios". "El trabajo de reforma se realiza con frecuencia en
pequeños pasos. Más aún que el tamaño de los pasos, nosotros nos fijamos en que se pueda
conocer su dirección. Nosotros no prometemos el paraíso en la tierra. Pero juntos, podemos evitar
los peligros, reducir los riesgos y alcanzar un orden nuevo y mejor" (19).
Y finalmente las ideas sobre democracia y libertad: "La democracia es norma de vida y libertad".
"Nadie puede ser excluido de la participación democrática en el Estado y en la sociedad ni ser
apartado de esa participación mediante barreras sociales". "El Estado debe realizar la democracia y
la justicia social en la sociedad y en la economía". "La democracia económica... garantiza y
perfecciona la democracia política".
Advertimos que para la socialdemocracia la cuestión democrática se plantea definitivamente en el
contexto socio-histórico en el cual se produce la generalización del sufragio universal. Según su
perspectiva, esta instauración implicó la superación del ciudadano-propietario, vinculando así al
poder político con la ciudadanía más que con la propiedad. Se conciben, por lo tanto, los derechos
democráticos de la ciudadanía como la facultad de ejercer influencia sobre todos los aspectos de la
vida social, comprendiéndose también el poder de decidir sobre la producción y la distribución,
superando la antigua estructura de poder económico. La transferencia de ese poder de decisión -lo
cual no implica necesariamente la titularidad de la propiedad- significa una continuación de la política
de reforma, que comenzó con la democracia política, continuó en la lucha por la justicia social, y en la
actualidad está orientada al control democrático de la economía.
En cambio, el neoliberalismo parece asimilar la democracia a una formalidad jurídico-política que no
puede transformar las condiciones de vida a través de la participación de todos. Se la relega a un
sistema formal-procedimental, tematizando la cuestión sólo a nivel jurídico institucional. Postulando,
es claro, que esa legalidad debe respetar el orden económico establecido.
En cuanto a la libertad "El hombre como individuo está llamado y capacitado para la libertad. Pero la
posibilidad de desarrollar su libertad es siempre un logro de la sociedad". "La libertad para unos
pocos sería privilegio" (20).
Se advierte así, que según la perspectiva socialdemócrata la promesa de la factibilidad de la libertad
absoluta (la utopía realizada) destruye todas las posibilidades de la libertad, que llegan a ser
efectivas por la inspiración utópica, pero cuya vigencia, no sin limitaciones, es el resultado de la
experiencia, no de una reflexión a priori.
La libertad posible es el resultado de la interrelación entre las espontaneidades subjetivas y la
autoridad, que intermedia entre tales espontaneidades en función de la creación de un orden,
aunque este sea siempre provisorio, sin acabar nunca su búsqueda.
En contraposición a esta versión de libertad, para el neoliberalismo, la propiedad privada y las
relaciones de mercado son los portadores de la gran utopía donde una mano invisible ordena
espontáneamente las relaciones entre los individuos y promete como resultado la realización de la
libertad.

CONCLUSION

La profundidad de la crisis de paradigmas o modelos vigentes hasta hace unos años, requiere
imperativamente la búsqueda de respuestas adecuadas a los nuevos desafíos que impone la
compleja y cambiante realidad. Estos procesos obligan a una reflexión y un replanteo global sobre
todos los problemas que aquejan al orden mundial y a las distintas regiones y pueblos.
Por una parte, la amplia restructuración productiva y tecnológica a nivel internacional y las nuevas y
duras condiciones del comercio mundial obligan, con efectos más negativos en algunas regiones que
en otras, a impostergables procesos de modernización económica, en muchos casos con fuertes
efectos en el plano social y político.
Pero a pesar del férreo constreñimiento material de tales procesos, es claro que las soluciones
provendrán de decisiones políticas y económicas. En este sentido debe destacarse la extendida
concientización sobre la necesidad de un impulso decisivo hacia los procesos de integración regional
como respuesta a la conformación de grandes espacios económicos.
También en esa dirección se admite el requerimiento -para dar respuestas a la situación con
estabilidad y justicia- de una política fundacional que sintetice las aspiraciones de democracia y
bienestar con la necesaria eficiencia y eficacia exigidas por la coyuntura. Porque para alcanzar la
resolución de los problemas imperantes de una manera estable y pacífica y no sólo en atención a
imperativos éticos, sino en consideración de intereses vitales comunes, se requiere tomar conciencia
de la interrelación de los distintos grupos de problemas. Así, a modo de ejemplo, la relación entre
endeudamiento y explotación abusiva de la naturaleza, ya que la necesidad de obtener superávit
comercial para poder atender el servicio de la deuda lleva a la explotación irracional de los recursos
naturales.
De esta manera, la actual realidad de la interdependencia no puede someterse a intereses
individuales, la interdependencia es indivisible y debe ser asumida con sus riesgos y oportunidades.
Frente a ello urge una mayor cooperación en la comunidad internacional que conlleve políticas y
acciones en una acción conjunta más equitativa. Pues sin ello, los próximos conflictos surgirán de las
tensiones ocasionadas por insatisfacciones sociales y económicas derivadas de la crisis y de un
sistema injusto de asignación de recursos.
Frente a esta nueva realidad la propuesta neoliberal del orden de mercado como proyecto político,
en cuanto coordina las decisiones privadas y nuclea las preferencias, tiende a sustituir a la
democracia. La Nueva Derecha ha asumido su propio proyecto histórico: liberar la acumulación de
todas las trabas que le impuso la democracia. No se trata simplemente de una cuestión de
impuestos, gasto público y ni siquiera de redistribución de la renta. Constituye un proyecto de nueva
sociedad, aquélla en que la acumulación se vea liberada del control político. Según sostiene
Przeworski (21), en esta perspectiva la tensión entre acumulación y legitimación habría terminado, la
acumulación autolegitimaría a aquéllos que se beneficien de ella. Se despolitizarían las relaciones
económicas, se abandonaría la intervención económica del gobierno, la legitimación quedaría a
merced del mercado y volvería a instalarse el látigo de la economía como principal mecanismo de
control político.
La factibilidad de una sociedad semejante es posible. El caso chileno, para algunos tan digno de ser
considerado como ejemplo, muestra que su realización puede ser exitosa siempre y cuando -lo cual
también debe tenerse en cuenta- vaya acompañado de una brutal represión, de la destrucción de
todas las instituciones democráticas y de la liquidación de todas las formas de la política. Pero no
debemos atemorizarnos, la propuesta de la nueva derecha también posee estrategias alternativas
para la conformación de la nueva sociedad: la penetración de su ideología transformadora
impregnando el sentido común de los actores políticos a través de la utilización masiva de los medios
de comunicación, acompañado de la destrucción y descalificación de las organizaciones
representativas de las demandas sociales democráticas. Completando el escenario con una
despolitización general de la sociedad que descreerá del hacer política y confiará la solución de sus
problemas al saber de tecnócratas y economicistas.
Y esto, claro, reenvía a la categoría de falaz espejismo las luchas llevadas a cabo por la
profundización de la democracia en los dos últimos siglos, ya que la única auténtica solución consiste
en instalar, esta vez definitivamente, el modelo liberal decimonónico.
Se olvidan los conflictos y convulsiones que provocó por su resistencia a la democracia y sus
controles, ya que por salvaguardar la autorregulación del mercado y sus leyes, se vio preso de crisis
económicas y sociales, preparó el surgimiento del totalitarismo y llevó a dos hecatombes bélicas
mundiales.

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