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En el clóset.

Rebeca Ávalos Barrera


4°E Bachillerato
Siempre supe que yo era diferente, y cuando me hice adolescente fue todavía más
evidente.

Quiero decir, más allá de que mis brazos y piernas se sentían extraños y que era
demasiado torpe. Por aquel entonces mis amigos no paraban de hablar de chicas, de
conseguir novias y de lo bonitas que eran. Nunca pude incluirme en sus conversaciones,
por más que lo intentase.

Luego conocí a un chico. Tenía 16 años, la misma edad que yo, y era alucinante. Nunca
había visto a alguien así de inteligente y atento y divertido. Su nombre era Alejandro,
aunque todo el mundo lo llamaba Alec y cada vez que yo me acercaba a él, mi corazón latía
un poco más rápido.

Me tardé un tiempo en notar que lo que sentía por él iba más allá de la admiración. Fue mi
primer amor.
Pero cuando por fin acepté que nunca podría sentirme atraído a una mujer, vino otra
preocupación. ¿Qué dirían mis padres?

La sola idea de contarles al respecto me impidió dormir durante días. En ese momento, ya
había salido del closet con uno de mis amigos, Carlos, y él en todo momento me mostró su
apoyo. Se lo agradecí, pero aún no me había armado de valor para contárselo a alguien
más. ¿Qué pasaría si me odiaban? A veces me despertaba de golpe, luego de haber tenido
una pesadilla donde todos me daban la espalda. Los ojos llenos de desprecio de mi madre
se me quedaban grabados en la mente por horas, lo que lo hacía aún peor.

Comenzaba el último año de la preparatoria cuando sucedió lo que siempre creí imposible:
Alec me invitó a salir. Yo nunca había tenido novio antes y estaba aterrorizado, porque
seguía en el closet con todo el mundo, pero acepté salir con él.

Dicen que estar enamorado te hace valiente. Y supongo que así fue.

Llevábamos casi siete meses de relación y Alec había sido muy comprensivo con mi
dificultad de decirle a la gente. Que yo era gay. Por ese entonces me costaba mucho decir
aquello en voz alta, aún en frente de mi novio. Pero estaba seguro de una cosa. No quería
mantenerlo a él en secreto. Estaba —estoy, aún a tres años de relación— super enamorado
de él y de cómo me hacía sentir cada vez que estaba con él, así que un día, mientras
caminábamos a casa después de una de nuestras citas, —mis papás creían que éramos
buenos amigos—, le dije:
—Voy a decirles.

Él se detuvo un momento y tomó mi mano, mirando alrededor para asegurarse que nadie
nos veía. Era una costumbre que ambos habíamos adquirido, luego de que yo le dijera que
no estaba listo para que me vieran saliendo con un chico.

—¿De verdad? —el brillo en sus ojos y la alegría en su voz solamente consiguieron que me
sintiera más seguro—. Eso es… Asombroso. ¿Estás seguro?
Le sonreí suavemente y continuamos caminando, todavía tomados de la mano.
—Si. No quiero seguir escondiendo esto. A tí —habíamos llegado a la entrada de mi casa y
noté que me temblaba la voz, pero en ese momento nada podría haberme hecho cambiar
de opinión—. Estoy seguro acerca de mi orientación sexual desde hace tres años. Y estoy
asustado, porque no quiero que mis padres me odien. Son las personas que más quiero en
el mundo y no sé qué haría si… Si decidieran que ya no me quieren, por amar a otro chico
—Alec me apretó la mano y me sonrió, mostrando que iba a apoyar cualquier decisión que
tomara. Yo lo amaba con todo mi corazón, aún cuando eso me llenaba de miedo.
—¿Cuándo? Si quieres puedo estar ahí contigo.

Le devolví la sonrisa y negué con la cabeza.


—Está bien. Prefiero hacerlo solo.

Quiero dejar en claro que en realidad mis padres nunca fueron exigentes conmigo, pero de
todos modos yo hacía lo que podía para no decepcionarlos. Por eso me costó tanto aceptar
que me gustaban los chicos, porque mi idea de "no decepcionarlos" incluía casarme con
una chica a la que quisiera y tener hijos. Aún entonces, todavía pensaba que eso era lo que
ellos esperaban de mí.

Así que, cuando finalmente me decidí a decirles, estaba temblando. No podía recordar otro
momento en que estuviera tan asustado.

Estábamos cenando y Alec acababa de irse a casa luego de acompañarme a casa. Mamá y
papá estaban conversando acerca del trabajo, pero apenas podía oír lo que decían. Me
zumbaban los oídos cuando levanté la cabeza, y con voz sorprendentemente firme,
comencé a hablar.

—Mamá, papá —los latidos de mi corazón se aceleraron cuando voltearon a verme—.


Bueno, la cosa es… Ustedes saben que me esfuerzo mucho para… Que no tengan que
preocuparse por mí —apreté los puños sobre mi regazo y por un momento pensé en
cambiar de tema. Fingir que este discurso no iba a parar al lugar a donde quería llegar y
posponerlo para otro día. Pero la sonrisa de Alec me hizo borrar esa idea de mi cabeza. No
quería seguir escondiéndome—. Y también que nunca he… tenido novia.

Mi mamá me sonrió por un momento.


—Ay, hijo, sabes que todo llega a su tiempo. No te preocupes por eso.

Negué con la cabeza y evité su mirada, apretando los dientes.


—No es a lo que me refiero… Es que hace ya un tiempo conocí a alguien y ahora estamos
saliendo.

Mi papá y mi mamá intercambiaron una rápida mirada y luego volvieron a verme. Traté de
hacerme pequeño en mi asiento.
—¿Tienes novia? —preguntó mi papá, con una sonrisa comenzando a aparecer en su boca.

Se me rompió la voz.
—Si, bueno. Es que no es una mujer —dije finalmente. No podía mirarlos y tenía los ojos
clavados en mi regazo—. Es lo que quería decirles. Soy… gay. Me gustan los chicos.

El silencio que siguió aquello fue tan largo que me obligué a levantar la vista.
Mi mamá estaba llorando y mi papá me miraba fijamente. Y pensé que lo había echado todo
a perder. Pensé que estarían decepcionados, que ya no querrían volver a saber de mí.
Recordé los ojos de mi mamá en aquella pesadilla, tan llenos de odio y asco que
conseguían despertarme de golpe.

Quería decir algo, cualquier cosa. Quería disculparme con ellos por decepcionarlos o
lastimarlos. Pero me había quedado mudo. Estaba temblando y por un momento, solo quise
desaparecer.

Entonces, mi mamá me acarició la cara. —¿Eres feliz? —sus palabras me hicieron levantar
la cara. Ni siquiera me había dado cuenta que yo estaba llorando hasta que ella me secó las
lágrimas.

Estaba mudo. Intenté decir algo, pero las palabras se negaban a salir de mi boca. Levanté
la cabeza hacia ellos y ah, la sonrisa de ambos. Sentí que me temblaba el labio y, como no
podía hablar, asentí con la cabeza.

—Miguel, está bien. No llores hijo —mi papá se había levantado de la silla y rodeó la mesa
para abrazarme. Me aferré a él como si fuera lo último que haría.

Mi mamá tomó mi mano desde donde estaba, inclinándose hacia adelante.


—Lo único que todo padre debería desear para sus hijos es que ellos sean felices —me dijo
mi madre, y su voz tembló ligeramente en la última palabra—. Si tú eres feliz con este chico,
entonces nosotros cumplimos nuestra misión —ella se levantó también para abrazarme—.
No tienes que asustarte. Puede que esto no sea lo que nosotros esperábamos, pero es lo
que queremos si es también lo que quieres tú. Estamos felices si tú eres feliz.

Un sollozo escapó de mi garganta y finalmente conseguí decir algo, aunque no fue más que
un susurro.
—Gracias.

Mi papá respiró suavemente por un momento y nos abrazó a mi mamá y a mí con fuerza.
—De todos modos, ese chico tendrá que pasar el interrogatorio familiar.

Y me reí, escuchando el suave sonido que salía del pecho de mi padre y con mi madre
abrazándome con fuerza.
"Pum…pum…pum".

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