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sobre todo hablábamos de lo que nos esperaba en

Sala manca . El estudio, sí, pero más que nada la li-


bertad. Estaríamos muy lejos de nuestras familias,
podríamos disponer del tiempo, sin tutela alguna.
Sabíamos, además, aunque no lo reconociéramos
abier tamente, que no solo nos esperaba la libertad:
también teníamos miedo a extrañar, a lo difícil que
20 sería sentirse distintos, a no adaptarnos a las nuevas
costumbres, a la distancia. Era una gran suerte que
fuéramos juntos; eso, sin duda, nos reconfortaba.
Todo llega, y al fin llegó el día de la partida. Hasta
el puerto se acercaron a despedirnos los Belgrano
en pleno, más todos los López. Mi madre y la de
Manuel lloraban sin ningún disimulo. Don Domingo,
hombre acostumbrado a los viajes y los desarraigos,
se mostraba tranquilo y seguro. Tal vez por imitarlo,
mi padre ocultaba su nerviosismo, y hasta su tristeza.
Sabía, claro, que la oportunidad que se me brinda-
ba era imposible de rechazar, pero yo estaba seguro
de que me extrañaría. Yo era el menor de sus hijos,
y hoy, casi ochenta años después, puedo decir sin
vergüenza que siempre me sentí su preferido.
Zarpamos, por fin. Atrás quedó la aldea dimi-
nuta, con nuestros recuerdos. Adelante, una vez

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