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…Amelia recorría la cocina de un lado para otro, contemplando la manera de intentar

reaccionar ante una enfermedad del corazón susceptible y agonizado, ese que normal y
saludablemente percibe química en ojear recuerdos, y que estremece cuando se cierran
los ojos, pero en éste caso, el corazón de Arturo estaba dejando de palpitar por amor, y
sus estímulos se iban mecanizando para darle un régimen ortodoxo a la vida, tal cómo
era un libro que nunca abrieron, un florero sin flores, o un callejón sin gatos.
Y la cocina se hacía inmensa con los pasos que previamente daba a ritmo del reloj y sus
tic-tac, tic-tac, tic-tac, que retumbaban en los oídos vulnerables de Amelia. Recordaba
con el alma hecha pedazos cómo era la perspectiva de Arturo antes de tomar tanta
pastilla, que de una u otra manera había provocado su presencia y su inevitable
enfermedad…

Un coñac

Amelia sufría de una grave enfermedad, Amelia quería saber cual era la cura, pero no
sabia nombrar a su propia enfermedad, sus cinco sentidos se enfermaban cada 29
noches, y su enfermedad le duraba 3 días con sus noches incluidas, no había excepción
alguna, se alteraban sus ojos, ya no tenían esa magia eufórica con lo que enamoraban,
su porte se encorvaba cual luna menguante, y su aliento se hacía rincón de cenizas y
polvo.
Amelia sabía que cada 29 noches se enfermaba, e intentaba esconder su enfermedad,
sin que los demás percibieran como se le iba atrofiando la energía de vivir, porque
para eso existía Amelia, para vivir. Sin embargo no eran inútiles las noches que
enfermaba, porque se dedicaba a cuidarse de contagiar a alguien, y salía a caminar con
una bufanda en el cuello, y un libro en la mano, que era su tipo de defender a los
demás de si misma; no podía dormir, y la vulnerabilidad se le agudizaba a tal punto
que el primer rayito de sol de la mañana le dolía. La noche número 28 de su estabilidad
decidió salir a tomarse un coñac, pero solo un coñac, sola y sin motivos, disfrutando
esa noche antes de enfermar, “…cuando de repente, detrás de aquel árbol se aparece
él, mezcla rara de penúltimo linyera, y de primer polizonte en el viaje a Venus, medio
melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavas
en los pies, y una banderita de taxi libre levantada en cada mano…” parece que solo
Amelia lo ve, y que él solo ve a Amelia, le regala una sonrisita muy picaresca, y brinda
con su Martini desde lejos, cómo disfrutando acercarse un poco por ese instante, por
la ventisca de su aroma vendrá a desvelarla con su demente mirar. Amelia se embelesa
en sus ojos color marrón, se acerca suavemente entre el cúmulo de indiferencia que
envuelve el bar, y sutilmente… como bailando, llega y le pregunta – Sabías que puedo
contagiarte si sigues mirándome así?-. Él la miro curioso, y le sonrió de nuevo, ella se
sentó a su lado, y como esas aberraciones que se comportan de acuerdo al momento
pidió otro coñac. –cómo te llamas?- pregunto Amelia. –Arturo y vos?- Amelia se
acomodó un poco el cabello, como queriendo conquistar al Martini de Arturo, sobre
sus caderas se movía una falda delicada, que simultáneamente se hacía jardín violeta
en los ojos de Arturo. –de verdad querés saber mi nombre?- -me encantaría-
respondió él.
Amelia abrió la boca, como para modular cualquier A, seguido de melia, pero se puso a
pensar que a la noche siguiente se enfermaría, y tal vez el podría buscar su numero de
teléfono en el directorio por su nombre, y su enfermedad también era contagiosa por
teléfono, celular, fax y hasta internet. Entonces prosiguió –a mi me gusta desayunar
temprano en la mañana, disfrutar de un rico baño, y luego salir a caminar por cualquier
lugar…- él miraba extrañado, de alguna forma hipnotizado, pero queriendo escuchar su
peculiar nombre en frases y disfrutes de su cotidianidad. –me inquieta la oscuridad
como a nadie, porque la disfruto serenamente, y me siento cómoda cuando escucho
cualquier milonguita que encuentre en la radio, mientras voy en el bus. Frecuento
visitar algunos cementerios de vez en cuando, sin tener a nadie a quien llevarle flores
ni a quien llorar, sencillamente considero a los cementerios lugares tranquilos y
silenciosos. Cuando era pequeña creía que el viento sabía a mar, entonces me gustaba
tragarme bocanadas de aire mientras nadie me miraba, para llevar el mar en la boca y
desplegarlo en la ciudad. Tengo un gato que se llama Domingo, porque me gustan los
domingos, y creo que a él le gustan mas los jueves, porque siempre me mima los
jueves en la tarde, mientras se me acurruca en los pies. Vivo sola en el centro de la
ciudad y escribo canciones para niños cada fin de mes, que regalo luego a cualquier
desconocido que tenga bien afuera el niño que dicen llevamos dentro. Me gusta
trenzar historias aleatorias, que me invento cuando me distraen las parejas que van de
la mano, y me pasan de frente, y cuando quiero pensar un rato en el pasado, me
dedico a leer artículos del periódico que no me interesan, para engañar la mente,
mientras es el pecho entero quien recuerda los anhelos del ayer.-
Arturo quedo cautivado con el perfil que Amelia resumió mientras se tomaba un
montón de coñacs, y se dedico a contemplar el sonido de su voz, mientras se callaba el
resto de gente para poder escuchar exclusivamente la poesía que gritaba Amelia sin
que ella misma lo notara.
Pasó una hora, y dos y luego no se sabía cuantas noches sentía él que llevaba
escuchándola, pero en realidad se estaba cerrando el bar, y tanto Amelia como Arturo
conservaban la lucidez del principio. Amelia se despidió, sin decirle su nombre a
Arturo, y él insistió en llevarla a su casa, pensando en poder conocer el nombre de una
mujer tan particular, mientras pensaba que al fin y al cabo sabía de ella, mucho más
que un nombre.
-Llegamos, es este edificio desgastado donde vivo. Espero volver a verte- dijo Amelia
con una sonrisa de olor a alcohol, y de mirar cansado con maquillaje esparcido.

Para engañar a la muerte

Esa madrugada Arturo no pudo descansar, y cuando tenía esos escasos atisbos de
sueño, se embadurnaban de jardines violetas y bocanadas sabor a mar, entonces al
otro día decidió ir a visitar a esa mujer sin nombre, en ese edificio desgastado.
-Qué haces aquí Arturo!?- él la besó intensamente, y se desmayó al instante.
Amelia sabía bien que lo había contagiado, y lo envió a un hospital, ya que su
enfermedad era más incompatible con los hombres, entonces llegaba a puntos letales,
y mas aun al haber tenido contacto de boca, y de sentimientos, y de miedos.
Amelia le dejo un antídoto y una nota, que decía:
-”Perdóname Arturo, estoy enferma, te dejo el antídoto pero no puedes volver a
buscarme. Me encanto ese beso, no lo voy a olvidar jamás. P/D: Mi nombre es
Amelia.”-
Arturo se dio cuenta que cuando se contagia una vez, no puede volver a tener
contacto con el origen de la enfermedad, ya que hay riesgos mortales. Entonces decide
escribirle avisos en los clasificados de las revistas, dedicarle canciones en la radio, y
enviarle rosas los últimos días de cada mes.
Se enamoraron a perpetuidad, entonces como engañando a la muerte, se esconden
entre la rutina de la vida, y siendo Amelia de Arturo y Arturo de Amelia dejan pedacitos
de amor regados por la calle, que solo ellos ven y entienden.
Empezaban con los desayunos en la cafetería que quedaba en Santafe con Anchorena;
ella dejaba mensajes con los granitos de azúcar en la mesa, que después el acariciaba
con la punta de los dedos, y cuando ella se metía a una cabina telefónica él le escribía
mensajes con su aliento en el vidrio, para que ella contemplara con esa mirada dulce,
que anhelaba no haber vidrio, ni granos de azúcar, sino besos por todo el cuerpo y
noches interminables a su lado.

Una de tantas tardes

Amelia no soportaba más la pequeña distancia que tenía con Arturo y fue donde una
bruja para encontrar una solución metafísica, la bruja era una tía abuela de una cuñada
suya, y sin mirar los ojos de Amelia, le dijo: -No te preocupes querida, no es fácil tu
posición, pero es fácil la solución, para poderte acercar a Arturo tienes que colgarte del
cuello un diente de cocodrilo pero no cualquier cocodrilo, debe ser un cocodrilo del
Nilo, de la familia de los Crocodylus Niloticus. Es imprescindible guardar distancias los 3
días que te enfermas, porque de lo contrario él podría morir.- Amelia asentó con la
cabeza y le agradeció inmensamente a la bruja; estaba feliz de por fin dejar el susto a
un lado, y amar tranquilamente, como cuando uno sinceramente ama tranquilamente.

El secreto de Amelia

-el precio del diente es a mi elección- dijo Julio, un comerciante del callejón escondido
en el centro, donde se encontraba el mercado negro de dientes de cocodrilo. –un
diente de cocodrilo de los Crocodylus Niloticus no es fácil de conseguir… que tal 20
noches de sexo… o tal vez unas 10 más.- Amelia miraba resignada a Julio, que tenía
una apariencia desagradable, como de cuerpo sin alma, de esos que solo son carne
descompuesta con huesos descarrilados.
Se acostó con él las 30 noches, exceptuando los tres de enfermedad, y al final logro
obtener el diente de cocodrilo. Pero quedó como un secreto inconcluso frente a
Arturo, que iba a esconder en una parte de su cabello, para luego enredarlo en unas
tijeras desafortunadas que tenía en un cajón del chiffonnier.

12 de abril

Esa noche era diferente, las estrellas alumbraban más, y los niños reían más y las
escenas se prolongaban más, para que los espectadores pudieran contemplar
suavemente el contorno de ese instante en especial. Esa noche el amor de Arturo y
Amelia se hacía físico y carne y dormir juntos, entonces era difícil imaginarse cuanta
energía podía confinar el universo en ese momento exacto, porque había estado
aplazado por muchas noches de cigarros y café sin azúcar o mate con mucho azúcar.
Arturo caminaba distraído por Corrientes, estaba escuchando “Fly me to the moon” de
Frank Sinatra, y se le cruzaban las notas en la cabeza, para no caer en cuenta que el
centro de la ciudad vuelve a los locos entes insensibles, que solo van de un lugar a
otro, manteniendo un mismo ritmo al caminar, para no estorbar el tráfico peatonal.
De repente alguien toma su mano, y siente un corrientazo que lo estremece
completamente, y Corrientes se hace rosedal con pajaritos tricolor y aroma a miel. Era
Amelia, con un diente de cocodrilo colgando del cuello, cierta blusa que enaltecía la
suavidad de su pecho, y un peinado natural que el viento acomodaba como le diera la
gana. Por obvias razones Arturo se asustó, y tímido se detuvo, como revisando
internamente sus signos vitales. Al ver que cualquier síntoma había desaparecido, la
beso plenamente, recobrando un montón de sensaciones que no había tenido desde
su dada de baja en el primer beso. Caminaron de la mano un rato pequeño, porque
después empezaron a correr para encontrar un lugar donde hacerse el amor. Así se
hizo el amor en el departamento de Amelia, que se derrumbaba de toda esa pasión
que no cabía en sus cuerpos, en la cama de Amelia, que era pequeña, cabían ellos dos,
era perfecta para desinhibir coerciones implantadas por la iglesia o la nación, en esa
camita pequeña se diluyeron temores invisibles, y así pasaron las semanas sin salir de
esa camita, haciéndose el amor, pero ya el amor sentía envidia, porque dejaron de
hacer el amor, para hacerse amor, y después no se sabía que hacían porque llamarlo
amor era profanar una generalización de sentimientos, ellos se respiraban, y la cadera
de Amelia dejaba de ser cadera, si las manos de Arturo no la sujetaban.

El secreto de Arturo

Llego el día número 29, y Amelia se encerró en su casa después de trabajarle


psicológicamente a la idea de no saber nada el uno del otro por 3 días, que parecían
llegar como eternidad. Fueron los tres días más largos para Arturo, él no soportaba la
ausencia de Amelia, entonces para aplacar ese mal sentimiento de no tenerla, empezó
al mes siguiente a tomar pastillas para dormir. Averiguando en “Google”, descubrió
que debía tomarse 32 pastillas, ni más, ni menos el primer mes, descubriendo así que
podía dormir profundamente por 3 días, con sus noches solitarias, pero aumentando
su dosis por mes, para no perder los indicios del medicamento.
Pero al mes siguiente olvido aumentar su dosis y se despertó a las 48 horas; al tercero
de los días, necesitaba tanto del amor que le producía Amelia que motivado por la
locura, fue a un cabaret, escogió la mujer que mas se le pareciera a Amelia, la obligó a
tener el mismo corte, el modo de maquillaje, la ropa, el perfume y hasta la postura de
Amelia; luego para tener su singular obsesión corporal y supuestamente verídica le
vendó los ojos, y tuvieron sexo. Es que él conocía bien los ojos de Amelia, y nunca iba a
encontrar otros ojos sabor a caramelo como esos dulces ojos de ella.
Arturo ahora debía esconder éste secreto inconcluso en su billetera, que después de
desocuparla de tarjetas de crédito y documentos que hacen carga, quemaría con un
encendedor desafortunado que tenía en un cajón de la cocina.

Pasaron un par de años, y cada vez Arturo tenía que aumentarle el número de pastillas
a su dosis, porque de otra manera despertaría antes y producida su necesidad
sensitiva, le sería infiel a Amelia, sin ella saber que en algún rincón de la prostitución
estaba su doble imagen creada por Arturo, vendiendo sus alientos y suspiros por
algunas monedas para poder comer antes del amanecer.

600 besos

Cada día Amelia recibía seiscientos besos, porque su amante siendo multifacético,
caracterizaba cada beso que le daba con una faceta diferente. Entonces de ésta
manera Amelia nunca dejaba de sorprenderse con Arturo, porque siempre había algo
más, algo distinto, algo nuevo en su forma de tomarla por el cuello y tirar de su cabello
cada vez con una firmeza desigual, su porte también tenía sus determinantes, y el
sabor de los labios variaba según la estimulación del momento, el lugar y la perspectiva
de la faceta.
A veces Arturo notaba sus cambios, que parecían ser desapercibidos, pero sin duda
Amelia siempre lo hacía, ya que se había vuelto suyo, entonces siendo de su
pertenencia podía conocer sus puntos dulces, sus puntos débiles, sus puntos fuertes y
hasta sus extremos.
Tendía a cambiar el color de sus ojos de marrón a azul, cuando estaba muy feliz; sus
manos sudaban excesivamente cuando estaba enamorado, ya que su amor se producía
por dentro como agua, entonces tenía que salir de alguna manera. Su cabello brillaba
en la oscuridad cuando se le olvidaba algo, así podría recordarlo en la noche, que tanto
le gustaba a Amelia; sus piernas se hacían inquietas cuando no encontraba una
respuesta, de esta manera le era necesario salir a caminar antes de hacer el
crucigrama de preguntas inconclusas, de esos que son imaginarios en las cajas de
cereal. Sus mejillas se sonrojaban cuando se sentía descubierto, entonces Amelia sabía
que tenía que abrazarlo fuerte, y su ombligo se ponía horizontal cuando se
avergonzaba de un chiste barato, y vertical cuando se encontraba en apuros. Sus
orejas se encorvaban cuando sentía miedo, que después para sentirse seguro, se metía
debajo de la mesa que estuviera mas cerca, él tenía cierta filosofía acerca de las mesas,
porque las mesas guardaban cordura, y sostenían los brazos de aquellos que se
apoyaran, para descargar energías que desinhibían prejuicios, y demás estupideces
instauradas por la sociedad. Sus dientes producían un dulce particular que solo se
hallaba en las noches que hacían intensamente el amor. Todas sus facetas tenían un
específico encanto, que desvelaba con cada detalle a Amelia, para saber que en un día
podía recibir 600 besos diferentes, con su locura independiente.

Bolsillos vacíos

Después de algún tiempo, Arturo se tomaba exactamente 62 pastillas, y para que


tuvieran su efecto puntual al momento de reaccionar patológicamente, debía empezar
a tomárselas cierto tiempo según la frecuencia de aumento de la porción, en éste caso
3 días antes; cada vez era mayor el tiempo que tenía que dormir, entonces le tocaba
aumentar su fracción, empezando a sus 24 años problemas del corazón, pero no del
órgano, ese solo tiene aurículas y ventrículas que impulsan la sangre a cada rinconcito
del cuerpo, y que a su edad aun funcionaban perfectamente; Arturo se enfermo de
amor, entonces el amor que tenía dentro empezó a desfallecer, y de ésta manera ya
no le nacía poesía de los bolsillos.
Prólogo

Amelia recorría la cocina de un lado para otro, contemplando la manera de intentar


reaccionar ante una enfermedad del corazón susceptible y agonizado, ese que normal
y saludablemente percibe química en ojear recuerdos, y que estremece cuando se
cierran los ojos, pero en éste caso, el corazón de Arturo estaba dejando de palpitar por
amor, y sus estímulos se iban mecanizando para darle un régimen ortodoxo a la vida,
tal cómo era un libro que nunca abrieron, un florero sin flores, o un callejón sin gatos.
Y la cocina se hacía inmensa con los pasos que previamente daba a ritmo del reloj, con
sus tic-tac, tic-tac, tic-tac, que retumbaban en los oídos vulnerables de Amelia.
Recordaba con el alma hecha pedazos cómo era la perspectiva de Arturo antes de
tomar tanta pastilla, que de una u otra manera había provocado su presencia y su
inevitable enfermedad. Mirando por la ventana, parecía desaparecer el cielo, y llevarse
consigo las invenciones que producen las escasas nubes de verano, las grises de
invierno y las suaves de primavera, esta vez el otoño se iba llevando la inusual neblina
que psicodélica envicia mirares y delirios.
Es que ya se iba haciendo difícil encontrar una leve similitud en la forma que tenía
Arturo de caminar, o sus comentarios típicos al tomar el té. Cuando desolada,
encontró en un cajón pequeño un curioso encendedor, que decidió guardar en el
bolso, para después encender cualquier cigarro con él.

Miércoles 12:35 PM

-Llegaste Arturo, por qué tardaste?- preguntó Amelia con una breve tristeza
enmarañada en su lengua. –Me quedé un rato leyendo unas notas desordenadas, que
escribí cuando empezaste a usar ese diente de cocodrilo, estaban regadas en una caja
que encontré en el ático, y realmente había olvidado que estaban allí.-
Una de las notas decía:
“Miércoles 12:35 PM aproximadamente
Es un coctel de sensaciones, quizá el sol y la cerveza fueran el mezclador de todo y
resulta maravilloso siempre y cuando la cerveza esté bien fría, resulta mejor aún
cuando se siente correspondido, si, pensaba en ella, ella tiene la facilidad de
metérseme en la cabeza de una manera terriblemente descarada, pero no lo sabe, o
por lo menos no lo sabía hasta leer esto, en fin, hacía calor y yo pensaba en ella,
recordaba que soy su gato, soy un gato, eso lo sé bien, lo que no logro entender es
como hace ella para saberlo, pero no me importa y eso forma parte de la magia que
envuelve todo, es un aire denso que se sale de los labios cuando sonríe, yo se lo robo
cada vez que la beso y eso tampoco lo sabía, lo que si sabía es que yo soy su gato, lo
que siempre me pareció curioso fue el posesivo al respecto, los gatos y los posesivos
nunca se la han llevado bien, eso también lo sé, después de todo soy un gato y tal vez
sea su gato porque lo que amamos lo consideramos nuestra propiedad, no estoy
diciendo que me ame, estoy diciendo que me gustaría que así fuera, y el miércoles me
acordé de ello, una cerveza, sol, conversaciones entintadas de filosofía, más sol, otra
cerveza, necesito ir al baño, un cigarrillo, un sorbo de cerveza, una fumada, más
filosofadas y todo con aire a ella; no espero mucho pero anhelo bastante, vivo de
ilusiones y a veces creo q eso me hace un gato celeste, pero si así lo fuera ella ya me lo
hubiera dicho, creo q más bien soy un gato de techos, su gato de techos, y la idea del
posesivo está empezando a gustarme… hacía calor, era miércoles y eran las 12:35 pm
aproximadamente y pensaba en ella, solamente quería decirle que en ese momento
fue parte de mi alegría, que ella estuvo ahí conmigo austera e inmaterial, pero
sonriente y hermosa.”

Arturo

El secreto de las margaritas

-es hermoso Arturo!-


-si, ahora recuerdo esa revoltura de sensaciones que me produjiste ese miércoles.-
Arturo se situaba en esa nota que había estado perdida, para volver a relucir la tinta de
ese día, y no otro. Arturo en ese momento amó de nuevo a Amelia, y la sujetó de la
cintura para salir a caminar.
Pasaban de la mano por ese atardecer, y se les cruzo en el camino una margarita.
-puedes escuchar la canción que tararea la margarita?- preguntó Amelia.
-no- respondió Arturo, y de inmediato entendió que estaba perdiendo esa sorpresa por
las cosas simples, y que ya su imaginación se volvía elitista, para poder desplegarse y
volar, de alguna forma se dio cuenta que necesitaba a Amelia mas que nunca, para que
pudiera conservar esa mágica locura que había habitado algún día su gran corazón. Se
dio cuenta que se estaba enfermando, pero extasiado de pastillas decidió intentar
disimular que nada pasaba.
-Me contó un secreto- prosiguió Amelia. Y Arturo queriendo aplacar su descubrimiento
quiso robársele la ingenuidad y la miró extrañado, haciendo como si nada hubiera
escuchado
Llegaron al café que quedaba en la plaza a unas cuadras del departamento, y Amelia
entusiasmada pidió una servilleta, escribió el secreto que le había contado la
margarita, y luego se metió la servilleta al bolsillo. Se tomaron un expreso pequeño,
como para meterse los dos ahí y nadie mas, pero Amelia se quedó pensando en el
secreto que le había contado la margarita, mientras Arturo intentando conservar la
idiota postura que había decidido tomar, se quedó como pensando en otra cosa. Ese
fue el expreso mas amargo de todo Buenos Aires.
De regreso Amelia se encontró una niña que iba como bailando un valsecito
encantador, le acarició una mejilla, y le regaló la servilleta con ese secreto que tenía a
Arturo tan inquieto. La niña la miró, como cuando uno se enamora, y salió cantando
una melodía extraña y sigilosa. Arturo se quedó ahí, como esperando que una ventisca
lo empujara o tal vez el peso de las horas; de alguna manera la sintió realmente ajena
a él, tan independiente de esa esencia que pensaba producía en ella, ese azul que
pensaba pintaba en su día, y todo lo inusual de cada detalle.
Arturo intentando sanarse de su enfermedad, dejó de tomar las pastillas, y para
destruir el rutinario horario que tenía para dosificarse el medicamento encontró unas
extrañas tijeras en un cajón del chiffonnier, que luego decidió colocar en el escritorio
inundado de libros que tenía en su estudio.

Hoy
Amelia:-cómo amaneciste hoy?- Arturo:-pensando en ti-

***Parecías perdido, contemplando esa pintura de Chagall que encontraste en una de


las nubes antes que oscureciera el cielo porteño. Y entonces algo me empujo hacia
delante, y se me salieron un montón de letras por la boca, que estaba acumulando
para un momento bien oportuno, para poder definirte el color de éste anocher, para
que no se me pierda todos esos apuntes que tomo mentalmente cuando se me hace
sublime la forma de ver los perros en la calle, y tu mano entre la mía, ese aroma a
poesía y a otoño. Y esas letras se volvieron mariposas que se te metieron en la boca. Es
que de alguna forma podes entender que la calle deja de ser calle cuando se calla, y
solo existe el cielo, con esas mariposas que yo produzco contigo, que cuentan cuentos,
y que hacen que uno deje de mirar el piso, y reaccione ante la imaginación que genera
ese momento en especial el cielo. Me miraste de reojo, con esa mirada que conozco,
que sabes que me provoca ciertas sensaciones, entonces de un momento a otro
estábamos en mi casa, intentando controlar esos besos que se nos salen de las manos,
y que jugamos a atrapar por toda la habitación, mientras te vuelves loco, y me vuelvo
loca. Y se me va regando la ropa por encima del suelo; el ambiente se hace tenso en
calma, calma en ruidos, ruidos que no perduran, perduran en tu piel, piel que se hace
agua, agua que me arrulla, me arrullas en tus brazos, tus brazos en mi cuerpo, mi
cuerpo todo tuyo, yo tuya y tu mío, mío en ése momento y no otro.

Azul profundo casi infinito (cambio el nombre de la escena… )

Arturo estaba cansado de jugar al idiota mientras el corazón se le secaba cada vez más,
se imaginaba horrorizado que tenía una uva pasa en el pecho que podía
perfectamente seguir bombeando sangre, pero que con el tiempo lo haría incapaz de
amar, que unos años más tarde le daría lo mismo corazón o marca pasos, pero siendo
tal cual era no quería vivir de esta manera y le resultaba odiosa la idea de ser un
autómata que no se diferenciara en lo más mínimo de un reloj mecánico. Decidió
entonces ir donde un chamán del que había escuchado por la prima de un amigo cuya
tía se había curado de un extraño mal inclasificable que le impedía desayunar y cenar
los primeros cinco días de cada mes.
- Vengo a que me cure.
- Déjame verte.
El chamán sentó a Arturo en la mitad de un tapete carmesí y tomo un tabaco de
exageradas proporciones y comenzó a fumarle encima mientras él ni se inmutaba con
lo sorprendente del ritual, el humo iba describiendo palabras que el chamán
interpretaba en cantos que quedaban entre él, su tabaco y el humo; no habiéndose
terminado el tabaco el chamán lo apaga en un cenicero proporcional al tabaco y se
sienta frente a Arturo, lo observa un rato y luego lo acuesta boca arriba, el cielo raso
era un coctel de animales que irrevocablemente absorbían la mirada, el chamán tomó
un puñado de arena, se lo metió a la boca y mientras Arturo se perdía en ese extraño
collage se lo escupió en los ojos
- ¡Mierda!
Gritó Arturo y se intentó llevar las manos a los ojos para remover aquella sustancia que
ardía bastante, pero el chamán tenía sus manos bien agarradas y sólo tres minutos
después lo soltó para que pudiera lavarse con agua de un recipiente que tenía cerca a
su espalda.
- ¿Qué hiciste? – le preguntó al chamán entre desconsolado, aturdido y cansado.
- ¿Qué animal vez en el techo?
Arturo miró el techo y atónito encontró que todos los animales habían desaparecido.
- No veo nada, no hay ningún animal.
- Observa bien, aprovecha la arena que te queda en los ojos.
Se tumbó nuevamente pues estaba comenzando a marearse y dejó que la vista se
fuera perdiendo lentamente en el techo y una vez se hubo perdido totalmente vio un
pequeño punto azul que se movía lentamente en el techo, era escurridizo y juguetón,
hacía formas un momento y al siguiente lo aleatorio de sus movimientos hacía difícil
percibir al punto mismo, luego se fue calmando y se hacía más y más nítido.
- ¿Qué es ese punto azul?
- No sé, sólo tú puedes verlo, es una proyección de tu pecho, para eso necesitaba
las arenas, no luches contra lo que ves, deja que tome su tiempo es importante
que fluya y más aun si es de agua.
- ¿Qué cosa es de agua?
- No te he pedido que hablaras, te pedí que observaras, observa.
Se sintió como un niño pequeño que es atrapado mientras intentaba robar galletas y
sintió que algo en el pecho se le movía y la proyección en el techo se hizo más clara, el
cielo raso era ahora de un azul profundo casi infinito y de el emergió un pez globo con
un brinco.
- Es un pez globo – dijo Arturo.
- Curioso animal para alguien tan mecánico como tú, pero no me sorprende
después del asunto de los somníferos.
- ¿Cómo sabe de los somníferos?
- Me lo ha dicho el humo que sabe escuchar a la ropa que llevas puesta, tus uñas
y tu pelo.
- ¿Y qué ha pasado con el pez globo?
- Para esperar las tres noches has empezado a tomar somníferos y en un principio
te funcionó sin consecuencias, ahora has logrado dormir a tu pez globo y es por
él por quien amas, no se ama desde un órgano, sino desde un animal.
- ¿Y qué tengo que hacer para despertarlo?
- Has tomado demasiados somníferos, no bastará con café para despertarlo, pero
puedes agitarle el mar, si causas una tormenta quizás se despierte, pero no es
nada seguro.
El chamán lo dejó solo en aquel cuarto donde entendió que el cielo raso era su pecho,
que ese era el mar que llevaba adentro y que ahí vivía un pez globo, lo siguió
observando para darse cuenta de que éste se inflaba cuando él se enamoraba y que no
tenía púas sino una suerte de plumas de pingüino que soltaban pequeñas descargas
eléctricas en su pecho que le daban esa sensación de acariciante tormenta, que su piel
no se bastaba con un azul estático sino que se reflejaba como si adentro tuviera una
suerte de líquidos azules que nunca se mezclaran del todo y en un momento dado se
quedó dormido. Cuando despertó vio que estaba sentado y que el chamán continuaba
con su ritual de humo aunque el tabaco estaba ahora apunto de apagarse, el chamán
lo observo y se paro, apagó el tabaco y preguntó:
- ¿Te he sido de ayuda?
- Eso espero, aunque no lo sabré hasta agitar el océano.
- Shhhh… Lo que has visto y oído es sólo para tu alma, a mi no tienes que decirme
nada, deja algo de comida o de licor antes de irte sobre el comedor y estaremos
a mano.
- No traigo nada conmigo, pero enseguida iré a buscar algo.
Arturo salió y le compró una botella de vino, dos hogazas de pan, una ocena de huevos
y un poco de carne, le pareció un precio justo.

Vino tinto casi sangre

- Debiste habérmelo dicho desde el principio – le replicó Amelia tras oír toda la
verdad respecto a su comportamiento de androide y las pastillas.
- Vos le encontraste una solución a tu problema sin decírmelo y yo, por mi parte,
le encontré una solución al mío.
- Pero mi solución no me ha enfermado… - y entró un nudo en su garganta-
necesitás sacudir el océano ¿no es cierto?
- Sí, ya encontraré la forma de hacerlo antes de que Marcello se quede dormido
para siempre.
Amelia sabía que su secreto podía sacudir su océano y crear todo un tsunami, podía
hacer una tempestad huracanada en su pecho pero temía hacer de Arturo un
naufrago.
Los meses siguieron pasando y Marcello estaba cada vez más dormido y Arturo retomó
su costumbre de burdel para no recurrir más a somníferos, mientras tanto la
enfermedad de Amelia empeoraba, mientras más tiempo pasaba más largo era el
tiempo de afección de su enfermedad y cuando llegó a los seis días Arturo, que ya casi
no sentía nada, sintió el desespero correr en su sangre y desgarrarle las venas, como
fluyeran enjambres de abejas rabiosas en lugar del océano que alguna vez circulara.
Amelia no pudo resistir ver esto al primer día del reencuentro y saco del chifonier
aquellas desafortunadas tijeras que enredaran un pedazo de su pelo y el secreto con
él, le contó el valor del diente de cocodrilo y lo repugnante de aquel hombre, le contó
con detalle cada una de las noches y como el putrefacto olor del comercio había
profanado su pecho, como su vagina había tenido un precio diferente al amor y al
deseo, pero le contó también que había sido por él y que había valido la pena por cada
una de sus caricias o de los 600 besos diarios, que sólo por uno de esos besos vendería
el resto de sus noches y con esto esperó que Arturo no naufragara, pero quizás la
tormenta había sido demasiado fuerte para él que rompió en llanto, sintiendo el dolor
pleno con el despertar de Marcello que no se movía inquieto como de costumbre sino
que se escondió en el bajo vientre para que no se lo tragara el agujero negro que se
había formado en el pecho que antes fuera su cómodo hogar.
Habían pasado ya dos semanas desde que Amelia no sabía nada de Arturo, había
dejado mensajes en todas las cafeterías que visitaba, en cada uno de los teléfonos
desde los que intentaba llamarle, a cada flor que veía le susurraba secretos y a cada
árbol le dejaba gritos que reclamaban su ausencia y su amor, el azul de sus besos, la
miel de su mirada, la amorosa violencia de su sexo y todo cuanto podía recordar de él,
que no era menos que todo aquello que la hizo amarle.
Así la enfermedad continuó empeorando aunque el diente de cocodrilo continuaba
colgado en su pecho, ahora tenía suerte si contaba con una semana de buena salud al
mes, ninguno de sus mensajes había sido respondido, aun así esto le preocupaba
menos que su amor por Arturo, hasta que su enfermedad llegó a grado tal que algunos
días dejaba de sentir cualquier tipo de emoción, otros se levantaba ciega, sorda, sin
gusto o sin habla; recordó a la bruja que alguna vez le ayudara y pensó que si iba a
seguir buscando a Arturo lo mejor sería estar bien.
- Veo que tienes la posición pero has vuelto ¿qué mal te acontece ahora?
Amelia le contó la des mejoría de su enfermedad y la bruja le señaló un cáliz de
madera que estaba sobre un estante repleto de botellas, ella se le llevó, luego le
añadió un par de yerbas y le dijo q lo bebiera completo y una vez hecho lo ordenado
cayó en un sueño profundo. Se encontró en un bosque lleno de guayacanes, todos
eran vino tinto, la madera, las flores e incluso el césped, a lo lejos oía un canto, un
silbido tenue y caminó hacia él, aunque parecía acercarse el sonido era cada vez más
tenue y el bosque más espeso, los árboles cada vez tenían menos espacio entre ellos y
el tapete de flores que riega el guayacán se encontraba enredado y medio podrido
entre las copas de los árboles , el olor se hacía pesado y ya no sabía si encontraría la
fuente del sonido, ahora a duras penas cabía entre los árboles que ya comenzaban a
hacer cavernas entre las grandes raíces, era todo un laberinto de madera color sangre,
tras mucho recorrer llegó a el punto más cerrado del bosque donde el canto era casi
imperceptible, pero algo se movía y estaba cerca, se acerco y extendió la mano para
que una alondra del tamaño de su corazón se posara en ella, aunque el pico se veía
abierto con fuerzas la pobre pajarilla no podía darle potencia a su canto y era más
notorio el hilo de sangre que brotaba como un tierno manantial que la misma canción,
tenía las plumas revolcadas y no lograba abrir las alas, el color de aquella cantora no
era ajeno al del bosque y al igual que Marcello las tonalidades jugaban en la superficie
incesantes, como si mesclasen vino y sangre y estos nunca terminaran de juntarse.
- Así que tienes una alondra que no vuela, canta sangre y está atrapada… que
interesante animal, libre y cantor, un ser etéreo, debería estar en el cielo y no
atrapado en un bosque… mi niña, necesitas un huracán para remover los árboles
y darle vuelo a tu alondra… y ya que la conoces ¿cómo la vas a llamar?
- Se va a llamar Amanda – y le brillaron un poco los ojos de alegría y otro tanto de
tristeza, estaba feliz de haber conocido a Amanda, pero le dolía verla cantando
sangre.
- Cura a Amanda y te curarás, quizá cuando emprenda vuelo libre deje de cantar
sangre, no dejes que se desangre completamente o… has estado encerrándola
con el tiempo, debes dejar fluir tu naturaleza, encuentra ese huracán.

Reencuentro ajeno

Ya sabía la cura para su mal aunque nada le parecía tan importante como encontrar a
Arturo entonces volvió al sitio del primer coñac esta vez con una carpa en mano y una
mochila que guardaba una serie de víveres entre los que se incluía un pequeño fogón
portátil que siempre dejaba la comida con un terrible aroma a gasolina, armo la carpa
en medio de la calle y pasó allí cuatro noches sin ninguna señal de Arturo, en tres
noches más enfermaría nuevamente y tendría que ir a su viejo edificio así aumentó la
ansiedad y parecía que cada persona a la distancia pudiera ser él volviendo por ella o
por otro coñac, no le importaba siempre y cuando pudiera volver a verlo, pero
mientras la distancia se acortaba y pasaban de cuadras a metros se desdibujaba más y
más su figura. La noche siguiente estaba pensando en desistir, sentía que se le iba la
energía y ya se había leído cuanto libro había llevado consigo, además estaba harta del
sabor de aquel hornito portátil, pidió un coñac y se sentó fuera de su morada
temporal, una vez lo terminara se olvidaría de Arturo e iría en la búsqueda de su
huracán, cuando a lo lejos ve un caminar peculiar que sube más de lo normal en cada
paso, la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta y la mano izquierda tomando una
mujer que no era ella, sí, tenía que ser él, tenía que ser Arturo ¿quién más tendría esa
silueta desarreglada con el pelo siempre cayendo en catarata?, efectivamente era él y
verlo con aquella puta (no era difícil notar su condición laboral dada su vestimenta y
cantidad de maquillaje) no fue huracán suficiente para ella y salió en carrera a
abrazarlo, se lanzó a sus brazos y él se quedó inmóvil, la puta le preguntó si debía irse y
el asintió, Amelia intentó besarlo, pero él la rechazo suavemente con la yema del
índice en su boca, ordenaron un par de coñacs y se sentaron adentro de la carpa.
- Estoy enferma.
- Yo ya me curé, desgraciadamente gracias a vos, ya vivo y siento como antes con
la breve diferencia de que ahora me dueles todo el tiempo, Marcello ya no
revolotea como antes, se la pasa todo el día desinflado y a veces me da un par
de cabezazos en los pulmones cuando fumo.
- Yo quiero conocer a Marcello…
- Ya es muy tarde, hay momentos que requieren de sincronía y nosotros, entre tu
enfermedad y la mía, le hemos perdido.
- ¿No quieres saber qué me pasa ahora?
- Prefiero no saberlo, sé que trataría de ayudarte.
- Necesito un huracán – le dijo bruscamente – así como vos antes necesitabas una
tormenta.
- No sé cómo se llama la mujer con la que estaba pero me he acostado con ella en
remplazo tuyo cada vez que tenía que dejar de verte, cuando no funcionaban las
pastillas o la dosis no era suficiente, quizás eso te ayude.
- …
Amelia se terminó el coñac de un trago, le pidió a Arturo que se fuera y rompió en
llanto mientras ordenaba su maleta y su carpa para volver a casa donde dos días
después no se enfermó, ni siquiera en aquel mes entero sufrió síntoma alguno, ahora
Amanda volaba tranquila pero nostálgica.

Horizonte

Pasado un mes de aquel encuentro a Arturo todavía le daba cabezazos Marcello y


Amelia había perdido las ganas de cantar, adentro ya no resonaba más la voz de
Amanda; esa noche tenía malos aires, el cielo porteño se mostraba intranquilo, turbio
y violento, pero expectante, sabía que iba a pasar algo y estaba en espera de ella y
llamó a la luna para que lo acompañara a observar la ciudad. Por su parte Arturo había
salido a emborracharse con coñac, estaba solo y no le interesaba estar con nadie,
quería estar con Amelia pero cada vez que la veía volvía ese agujero negro que pesaba
30 noches y un diente de Crocodylus Niloticus, Amelia en cambio estaba en casa con
Domingo y decidió fumarse un porrito, ahora lo que pasó fue absolutamente
magnífico, Arturo llegó a casa y vomito muchísimo, tanto que en una arcada salió
disparado Marcello que ya lo tenía todo planeado, si a Arturo no le bastaron los golpes
en el pecho para entender el buscaría a quien amaba por su cuenta, se fue entonces
por el desagüe y mientras recorría interminables y apestosas cañerías Amelia fumaba y
de una inhalación casi se le rompe la garganta, comenzó a toser como nunca, la
garganta le ardía y sentía un nudo gigante que no la dejaba respirar, de repente se le
voló de la boca una pajarita de humo rojo que de inmediato salió por la ventana,
Amanda buscó de inmediato el camino al mar y Domingo salió a ver un poco
confundido, pero el espectáculo completo sólo fue visto por el cielo y la luna quienes
se maravillaban del espectacular canto de Amanda y la electricidad de Marcello (pues
ni siquiera el concreto y los metros de tierra lograban opacarlo), los dos huían camino
al este y cuando por fin éste hubo logrado desembocado en el mar miró para arriba y
vio a Amanda justo encima de él, el océano resplandeció por un momento, los dos
seres estáticos se miraron embelesados el uno por el otro y hubo un breve momento
de quietud, luego los dos entendieron que su único punto de convergencia era el
horizonte, allí donde se funden mar y cielo, y emprendieron camino, les basto con
esto, con vivir juntos allá en el horizonte.

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