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EL CIRCO

Rauch, 20 de abril de 1972


El circo llegó a las calles conocidas del pueblo; vimos desfilar los osos, un
osito, un león flaco que solo dormía y demás animales. Solos, fané y
descangallados los bichos pasaron tristemente ante nuestros ojos
infantiles.
La carpa se armó en el terreno enfrente de la estación de tren. Ya para
media tarde los pibes del barrio hacíamos cola frente a la descolorida
armazón, con la mirada fija en un solo punto. El osito chico había captado
la atención de todos, en especial la de mis hermanos y mía.
Éramos 3, el varón – el mayor - me llevaba 9 años y era el jefe de la banda
de forajidos que jugaban a la pelota en el fondo de casa. Le seguía mi
hermana 2 años menor que él, suave y delicada flor, y luego venía yo. La
más chica, varonera y desprolija, la pequeña chantajista a la que no se
podían sacar de encima porque se les prendía como bicho al foco.
Como teníamos bastante diferencia de edad, no había muchas actividades
que pudiéramos hacer los 3 juntos, fue una excepción lo que nos unió frente
a la entrada del circo. Esta situación fuera de lo habitual estaba dada porque
ese día, 20 de abril, era mi cumpleaños. Pero lo más importante, era que
ese 20 de abril nuestro pueblo cumplía 100 años; de allí la visita del circo
que se sumaba a las festividades previstas oficialmente.
Mi hermano estaba fascinado porque se presentaba a la osa como una
luchadora e invitaban a los pobladores a inscribirse para pelear con ella con
un premio fantástico a nuestros ojos.
El antecedente lo marcó la madre de un compañero de la escuela que se
anotó y fue a pelear con la osa. Nunca me quedó claro quién ganó, pero “la
loca Bermúdez” quedó grabada en mi memoria como una audaz luchadora
de osas.
A lo nuestro, que nos encontramos los 3 en la entrada y Martín nos advirtió
que no podíamos contar en casa que él se había anotado para semejante
lid. Deberíamos quedarnos Flor y yo juntas y quietas mientras él cumplía
con llevar adelante la hazaña que llevaría al cielo la honra del barrio.
Las niñas ya de pequeñas habíamos aprendido que a los varones hay que
decirles a todo que sí, poner cara de nada y luego hacer lo que se nos cante.
Así que bastó una mirada entre ambas para comprender que allí teníamos
mucha tela para cortar.
Martín rumbeó hacia la pequeña casilla en la que anotaban a los luchadores
con las rodillas como un flan, la cabeza en alto y la soberbia de los 14 años
reluciendo en su acné adolecente. Pensaba en que se las vería negras al
llegar a casa, los viejos se iban a enterar lo de la lucha, pero ya no podía
echarse atrás, había aceptado el desafío de la barra y no podía quedar como
un cagón.
Así que metiendo pechera, se inscribió en la lucha. Cuando giró para volver
con sus hermanas, vio a la osa encadenada junto a un tráiler y se le
revolvieron las tripas. Junto a ella, tan triste y pachucho como la madre, el
osito miraba entre los barrotes a las estrellas que iluminaban suavemente
el campito frente a la estación.
¿Y ahora, de qué me disfrazo? Se me parte el alma, pero ya me anoté y los
pibes no me lo van a perdonar si no peleo… ¿y si intentamos algo con el
osito? Capaz que en el despelote de la lucha alguno puede hacer algo.
Aunque claro, después nos quedamos sin circo forever. Algo se me va a
ocurrir, ahí están los chicos, che Fortier!! Vení, vos que sos grandote podes
servir.
Flor y yo compramos caramelos y nos sentamos en la tercera fila en unas
sillas de chapa helada sobre el suelo de tierra apisonado. En la primera fila
los amigos de Martín se reían de las bailarinas que tenían las medias cancán
corridas y lucían los rollos brillantes de lentejuelas desparejas.
Un frío de la masita en aquella noche de abril, a las 6 de la tarde era de
noche y caía una helada machaza. Nosotras ahí clavadas como una estaca
ni muertas nos perdíamos la diversión del año. Así que cuando salió el
presentador y anunció el gran show de la osa peleadora aplaudimos y
chiflamos como corresponde. Vimos a Martín saltar a la pista al tiempo que
traían a la osa encadenada escoltada por el domador. Sonó el silbato y se
armó el relajo.
Los pibes encabezados por Fortier invadieron la pista y Flor y yo rajamos a
las casillas de los animales; soltamos cadenas, abrimos candados y corrimos
hasta dar con el osito y llevarlo lo más lejos que nos dieron las piernas.
Detrás de los vagones abandonados de la estación de tren encontramos un
hueco donde dejar el animal y emprender la vuelta; nos disponíamos a
volver cuando escuchamos los disparos. Varios, alto y fuerte. Nos
quedamos heladas, sin movernos, vimos la estampida de gente de la carpa.
Martín salió último, los pibes lo esperaban en la esquina. Tenía una herida
en la pierna y estaba sucio de pasto y paja pero la sonrisa le atravesaba la
cara. No quedó un solo animal en el circo. No los encontraron jamás. Les
dispararon con rifles de aire comprimido, pero igual se fueron. No sabemos
qué pasó con ellos. Nosotros nunca más tuvimos circo en el pueblo, pero
fuimos los más felices ejecutores de la acción libertadora más importante
de nuestra vida. San Martín no nos llegó ni al talón de esos zapatitos llenos
de tierra, ni atravesando los Andes a pie.

Sombra

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