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1
su
verdad
oculta.
Los
brazos
cruzados
son
el
código
de
un
desapego,
algo
a
lo
que
Barthes
está
acostumbrado
ante
la
arrogancia
de
todo
lenguaje
dominante.
El
famoso
punctum,
terreno
de
intensidad,
funciona
aquí
con
el
efecto
de
un
sentido
estremecido,
y
eso
es
lo
que
calienta
a
Barthes,
convencido
militante
contra
las
tautologías
de
lo
visible,
como
ya
lo
habían
sido
Bretch
o
Benjamin.
¿Se
reconoce
Barthes
en
ese
cuerpo
sutil
de
la
disidencia?
Posiblemente:
“Describo
faltas,
fantasmas,
imposibilidades
cuya
única
posibilidad
es
la
tensión
(intensidad)
que
trato
de
hacer
reconocer
(a
mí
mismo)”.
*******
Barthes
sabe
que
la
imagen,
como
la
emoción,
no
dice
solo
“yo”.
Sabe
que
ver
implica
saber
leer
relaciones
de
tiempo
y
que
la
fotografía
contiene
el
desafío
al
que
se
somete
un
acto
auténtico
de
visibilidad:
el
retorno
de
lo
muerto.
La
imagen
tomada
por
Kertész
del
pequeño
Ernest
en
París
en
1931
le
hace
a
Barthes
sopesar
la
vida,
le
coloca
como
punto
de
referencia
de
las
generaciones
que
han
sido.
También
de
la
infancia
que
ha
sido
la
suya
propia.
Porque
ese
chico
menudo
de
mirada
tímida
y
afable
que
sostiene
un
lápiz
en
la
mano
podría
haber
sido
el
propio
Barthes.
En
la
fecha
de
la
imagen
tendría
16
años
(nace
en
1915)
y
en
el
momento
en
que
escribe
sobre
ella
tiene
65.
Se
cruzan
pues
en
su
mirada
la
niñez,
la
adolescencia
y
la
vejez
(el
descanso
del
sentido).
Con
la
foto
de
Kertész,
Barthes
se
sabe
y
se
siente
sujeto
presente
de
una
historia
que
es
la
suya
en
coexistencia
con
la
de
otros.
El
misterio
de
la
concomitancia,
lo
llama.
El
pequeño
Ernest
y
el
joven
Roland
existieron
a
la
vez,
es
más,
se
sentaban
a
la
vez
en
un
2
pupitre,
pero
en
distinto
curso.
Quizás
Barthes
fantasease
con
un
encuentro
casual
en
la
barra
de
un
bar.
¡Qué
novela!,
¿no?.
Tú
no
podrías
encontrarte
con
él,
como
tampoco
con
Roland:
ambos
están
muertos.
Imposible
relato.
Pero
sus
vidas
se
cruzan
con
la
tuya
en
el
momento
en
el
que
escribes.
Tú
eres
ahora
el
punto
de
referencia
que
te
hace
heredar
el
asombro
de
Barthes:
¿por
qué
razón
vivo
aquí
y
ahora?
La
imagen
de
Barthes
ante
la
imagen
de
Ernest
te
desnivela.
Te
hace
perder
el
equilibrio.
No
te
deja
ser
sola.
Quizá
eso
es
lo
que
Barthes
quería
decir
con
la
metafísica
corta
a
la
que
enfrenta
la
fotografía.
Esa
es
la
ironía
que
te
deja
su
libro.
*******
Barthes
tolera
mal
la
imagen
de
sí
mismo.
¿Y
quién
no?
Lo
han
fotografiado
mucho
pero
teme
que
sólo
quede
de
él
una
imagen
de
identidad
y
nada
de
valor.
Teme
que
no
hayan
sabido
ver
en
su
rostro
su
aire.
“Si
la
foto
no
muestra
ese
aire,
la
sombra
luminosa
que
acompaña
al
cuerpo,
el
cuerpo
es
entonces
un
cuerpo
sin
sombra,
un
cuerpo
estéril”.
¡Ah!
Sin
aire
se
arruina
el
cuerpo,
su
principal
reivindicación.
¿Y
la
tuya?
Avedon,
a
los
ojos
de
Barthes,
no
ha
fracasado
en
su
retrato
del
líder
laborista
Philip
Randolph,
pues
le
ha
dejado
el
cuerpo.
Su
sombra
de
bondad
eclipsa
cualquier
pulsión
de
poder.
¿Se
puede
ser
tan
bueno?
Dice
otro
delicado
llamado
Georges
Didi-‐
Huberman:
La
sombra
es
el
suplemento
intangible
de
oscuridad
al
que
se
enfrenta
la
visibilidad.
La
de
Barthes
es
una
sombra
clara,
un
suplemento
intangible
de
luz
que
da
a
ver
la
verdad
de
un
alma
sin
máscara,
limpia
de
suplementos
de
ser.
El
aire
no
se
descompone
desde
dentro,
como
gusta
hacer
Barthes
con
casi
todo
lo
relacionado
con
el
sentido.
Con
el
aire
no
puede
jugar
a
eso
del
terrón
de
azúcar
sumergido
en
el
agua,
y
eso
le
punza
de
nuevo,
le
recuerda
su
herida,
la
estira.
3
La
sombra
luminosa
es
lo
que
le
queda
siempre
al
rostro,
su
verdad
esencial
para
el
que
lo
mira.
PARA
EL
QUE
LO
MIRA.
Ciencia
imposible
de
la
mirada.
La
verdad
para
Barthes
del
rostro
infantil
de
su
madre
en
el
invernadero.
Una
verdad
de
la
subjetividad
que,
como
la
fotografía
misma,
no
se
puede
poseer,
sólo
sentir;
no
tiene
que
ver
con
la
propiedad,
sino
con
la
viscosidad
y
la
fluidez
escurridiza
del
sentido.
Barthes
se
queda
sólo
con
el
papel
rugoso
de
la
foto
de
su
madre
entre
las
manos.
Fracasa
en
su
ambición
de
propiedad.
Lo
que
de
la
fotografía
no
se
puede
tener
ni
decir
para
Barthes,
lo
que
de
ella
pone
en
cuestión
su
vida
y
la
desespera
de
verdad,
no
es
la
verdad
que
tú
no
puedes
tener
ni
puedes
decir.
La
tuya
es
otra
que
quizás
haya
sido
fijada
por
un
humilde
fotógrafo
de
pueblo
costero.
O
en
el
fondo
del
selfie
de
un
francés.
Por
eso
Barthes
no
te
muestra
la
foto
de
su
madre
en
el
invernadero,
porque
no
tocaría
en
ti
herida
alguna.
No
te
haría
oscilar
el
cuerpo,
no
te
haría
desesperar.
La
individualidad
de
toda
herida.
La
mancha
de
toda
mirada.
La
ciencia
del
ser
único
que
fue
Barthes
tiene
el
eco
del
código
de
desapego
de
Pasolini:
¿Qué
tiene
en
su
activo?
¿Yo?
Una
vitalidad
desesperada.
Laura
Suárez
González
de
Araújo
Mayo
2016
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