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Cuestiones preliminares

LA SALUD COMO DEBATE PERMANENTE

La vida del hombre, generación tras generación, en su continuo


devenir histórico, en su lento e incesante peregrinar, cambia y se trans-
forma de modos y maneras inimaginables, imprevisibles. Esta evolu-
ción está presente en todos los órdenes de la existencia de la criatura
humana, tanto en aquellos que la favorecen como en los que tratan,
de alguna manera, de hacerla difícil, cuando no imposible.
Colectividad e individuo siempre se han preguntado por qué enfer-
ma el hombre: y este y aquella han buscado una respuesta acudiendo
a diversas interpretaciones. Sumergidas en el olvido permanecen teo-
rías que entendieron la enfermedad unida a la conjura del maleficio
divino.
Importantes descubrimientos se han hecho, pero no por ello hay
que pensar en un total dominio de la enfermedad. Sí, en esta milena-
ria batalla sólo caben esperar efímeras y pasajeras victorias. Ha sido
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posible, y lo seguirá siendo, controlar, y hasta aniquilar, ciertos males,


pero, a unos suceden otros. Se asiste a un cambio constante, continuo.
Tal acontecer se repite en los tiempos una y otra vez. Y es que en ello,
aunque pudiera parecer paradójico, se encierra el germen de la vida, lo
que supone lucha continua, un conflicto que reclama constantemente
energía; esto es, salud.
Vida y salud, también enfermedad, han de ir unidas en una trans-
formación que va paralela al discurrir de los años, los decenios, los
siglos, conforme lo hace el hombre. Es inevitable, puesto que este
último no puede escapar tampoco al ineludible proceso evolutivo, en
el que no hay que olvidar las nuevas formas de enfermar ligadas a la
civilización y a los modernos estilos de vida y de trabajo, lo que supo-
ne un desarrollo creciente de la denominada «epidemiología fría».
Disfrutar de un equilibrio saludable es el deseo que anhela, en

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general, todo ser humano. Otra cosa es lo que cada cuál entiende por
salud y, todavía más importante, cuáles son los medios adecuados que
la proporcionan, conservan e, incluso, mejoran. Si la ausencia de en-
fermedad, o «silencio orgánico», colmaba a muchos las aspiraciones
en este terreno hasta fines del siglo XIX, a partir de entonces se ha ido
imponiendo una evolución continua, aunque tampoco resulte apro-
piada la definicín de salud propuesta por la O.M.S. en 1946: «estado
de completo bienestar físico, mental y social». Este concepto resulta
forzosamente agresivo y frustrante para muchas personas cuando se
detienen ante tal espejo. Es más, esta misma definición constituye en
la actualidad un error de principio que arroja serios obstáculos para la
puesta en marcha de una nueva estrategia, que cada vez se hace más
inaplazable. La concepción de «bienestar» equivocadamente entendi-
da, ampliamente divulgada por un organismo que goza de gran autori-
dad internacional, ya casi ha tomado el valor de un dogma, de verda-
dero «becerro de oro» de nuestros días, de poderosa fuerza cuya
inercia no permite que se opere un cambio de actitud ni individual ni
colectiva. Las sociedades «demasiado satisfechas» generan inevitable-
mente un hechizo maléfico y sofocante que, en su apatía, termina por
imponer un clima que propicia la autodestrucción individual. Una
«cultura» del cuerpo, sin estimar otros recursos internos, otras poten-
cias, termina por significar una contracultura nociva y aniquiladora.
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SALUD Y CONFLICTO

Admitiendo que el concepto de enfermedad está sujeto a evolu-


ción, otro tanto habrá que entender para cuanto afecta a la salud, así
como a las formas y maneras de conservarla, retenerla y recuperarla.
Todo ello exige una revisión. La sociedad de hoy, inmersa en la como-
didad, ha de modificar sus planteamientos, reconsiderando la idea que
pretende que la enfermedad es todo cuanto amenaza, perturba o in-
quieta su equivocado vivir, que huye del conflicto.
Y conflicto es la lucha de nuestros miembros contra la gravedad; el
contacto de los jugos gástricos, pancreáticos y biliares para digerir los
alimentos; los pequeños desajustes emocionales a lo largo de la jorna-
da; las frustraciones y los fracasos en la vida. Mas esta pugna es im-
prescindible: sin el movimiento los músculos se atrofian; sin una ade-
cuada digestión y asimilación de los alimentos el organismo se

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depaupera; las vivencias amargas contribuyen a llenar el caudal de


experiencia; profundizando en los problemas es como el pensamiento
se entrena y se desarrolla la inteligencia.
La salud viene íntimamente ligada a la vida, conjugándose aquí
energía, resistencia y equilibrio; la salud es la energía que permite vivir
dentro de un razonable bienestar, capaz de afrontar un comprensible
malestar. Si «el dolor es el precio del ser» (TEILHARD DE CHARDIN), y
la salud «un desarrollo continuo a través de la vida» (EFFIE HAN-
CHETT), todo esto crea un estado de conflicto con cargas y fuerzas,
observando un dinamismo constante, como consecuencia del princi-
pio de acción y reacción que rige en el grandioso Universo, en toda la
Naturaleza, en el microcosmos individual e, igualmente, en las socie-
dades humanas. Descendiendo a los niveles elementales de la materia,
se comprueba cómo el átomo subsiste merced a la conflictividad de
sus cargas, cuya desigualdad genera una diferencia de potencial que
impide su desintegración, resultando, finalmente, un estado de equili-
brio en continuo movimiento, donde se ven respetadas las áreas de
actuación y competencia del todo a la parte. Y esta última referencia
es posible trasladarla a las distintas formas de sistema, incluyendo a
los sistemas sociales.
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SALUD Y TRABAJO

El trabajo, se ha dicho, constituye un factor de liberación para el


género humano, pero, también aunque no se propague tanto, puede
adquirir un carácter opresivo y violento, hasta el punto de ser capaz de
aniquilar a los individuos. De la contundencia que caracteriza a las
máximas y reglas jurídicas, participa la que recuerda que «Officium
suum nemini danmosum esse debet» (A nadie debe serle perjudicial
su propio oficio); sin embargo, a esta, como a otras, excepciones no
faltan.
El ser humano vive acechado por innumerables peligros que conti-
nuamente comprometen su existencia. Este contexto amenazante no
es ajeno al mundo del trabajo, sino que, contrariamente, lo vive de
una forma más directa y acusada que otros sectores de la sociedad.
Unos, están obligados a arriesgar día a día su vida, buscando dónde
ganar el sustento para poder llevar a sus hogares lo indispensable.
Otros, se exponen al peligro esperando alcanzar, nada más, fama y

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riqueza. A los unos engulle la mar, los atrapa la tierra para siempre o,
bien, los va matando poco a poco el aire viciado y malsano que respi-
ran. A los otros, les desgarra las entrañas, aunque sólo algunas veces,
una bestia herida, a la que dicen noble, que sólo trata de defenderse
desesperadamente; luego ríos de tinta desbordan columnas de periódi-
cos. Pero, en cualquier caso, la muerte de un ser humano es siempre
dolorosa y triste, ya sea bajo el andamio, o sobre la arena.
En la antigüedad, espíritus observadores estudiaron la relación en-
tre ciertas formas de enfermar y de trabajar. Paralelamente a los avan-
ces y descubrimientos de la ciencia, las condiciones de trabajo se fue-
ron haciendo menos duras y se otorgaron derechos a los hombres que
venían obligados a cumplir el imperativo bíblico «ganarás el pan con
el sudor de tu frente». Comenzaba a brotar el germen de lo que, en su
día, daría lugar a la Medicina y al Derecho del trabajo. En un breve
repaso histórico cabe señalar: el Código de Hammurabi, que otorgaba
ciertos derechos al esclavo; el Talmud, que preveía la indemnización
en el caso de accidentes de trabajo; en el antiguo Egipto los esclavos
tuvieron que ser respetados en el marco de los derechos que los aco-
gían; en Grecia, Aristóteles comenta las lesiones de los gladiadores;
Platón, las deformaciones causadas por determinadas actividades, e
Hipócrates describe los síntomas de la intoxicación por el plomo, tan-
to en su forma aguda como crónica; en Roma, Galeno analiza las
lesiones traumáticas de los gladiadores; Lucrecio estudia la tos y la
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expectoración sanguinolenta de los mineros, profundizando en los co-


nocimientos sobre la silicosis; también es en Roma donde se origina el
primer contrato de trabajo que se conoce, referido al alquiler del escla-
vo. En la Edad Media crece el interés que con anterioridad habían
despertado estos problemas, siendo importante el impulso prestado
por los gremios y las corporaciones medievales; Paracelso, en su obra
«De morbis mortales», investiga sobre el trabajo en las minas y Ulrico
Ellembos da a conocer la morbilidad del antimonio.
Pero, sin lugar a dudas, es el italiano Bernardino de Ramazzini
quien, en 1701 escribe la obra fundamental sobre la patología del
trabajo, consiguiendo sistematizar la práctica totalidad de los conoci-
mientos habidos hasta la fecha en esta disciplina. No aparecerán ver-
daderos continuadores de esta meritoria labor hasta el siglo XIX. Es
entonces cuando se constata que las grandes aglomeraciones de traba-
jadores propician la enfermedad y los accidentes. En lo que respecta al
establecimiento de los derechos de los hombres que trabajan, se consi-

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CUESTIONES PRELIMINARES 5

guieron importantes logros a partir del siglo XVIII; continuas


reivindicaciones sociales tienen su traducción en la implantación
escalonada, pero definitiva y con carácter irreversible de los aludidos
derechos. Desde entonces hasta nuestros días se han logrado conquistas
cada vez mayores. En esta lucha por la implantación de la justicia han
participado entes de muy diverso origen, alimentados, a veces, por
ideologías, al menos en apariencia, opuestas, pero que, en resumen,
propendían hacia un mismo fin, pues unos y otros buscaban que
todos los hombres respiraren en libertad. Así, con la publicación de
«El Capital», Marx pone en auge los derechos del trabajador; el
mismo fin está presente en las Encíclicas de la Iglesia Católica,
especialmente en «De Rerum Novarum» (1891) y «Mater et
Magistra» (1961)
Con el progreso de nuestra civilización, muchos peligros han sido
despejados, pero, en su lugar, casi enseguida, van apareciendo otros.
Modernos y nuevos sistemas de producción han dulcificado alguna
tarea, aunque, en ocasiones, sólo en cierta manera. La máquina ha
supuesto un importante medio de ahorrar esfuerzo y fatiga muscular.
Pero, precisamente por la transformación de la producción, por la
complejidad de los actuales procesos industriales, nuevos e importan-
tes problemas han aparecido: unos, ya existentes, se han visto acrecen-
tados, otros son de nueva aparición. Aun dejando a un lado tan lasti-
mosa verdad, el trabajo, en no pocas ocasiones, continúa siendo
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agresivo para el que lo realiza, pues los riesgos que comporta se ven
frecuentemente actualizados en situaciones de infortunio que se plas-
man en las enfermedades y accidentes directamente ligados al trabajo;
hasta en ocupaciones aparentemente ofensivas.
El trabajo monótono, con actitudes y movimientos repetidos innu-
merables veces, es capaz de provocar graves consecuencias para el
individuo, y lo es más aún cuando la posibilidad de mejorar laboral-
mente no existe. «El esclavo no debe hacer esto y no debe hacer aque-
llo; muy determinadas ocupaciones, sin embargo, debe repetirlas, y
cuanto más monótonas sean, más se complace su amo en asignárselas.
La división del trabajo no es peligrosa para la metamorfosis del hom-
bre mientras pueda ejecutar diversas ocupaciones. Pero, no sólo no se
le restringe a una sola, sino que, además, ha de lograr lo máximo en el
menor tiempo posible, es decir, ha de ser productivo, se convierte en
aquello que propiamente debería definirse por esclavo... El deseo de
convertir a hombres en animales es el impulso más potente de la
esclavitud» (CANETTI).
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La guerra, una de las formas más burdas de violencia, un aspecto


más de lo estúpida que puede ser la conducta humana, impresiona y
asusta, pues recuerda una visión trágica de la vida, y este sentimiento
se ve acrecentado al estar preñado de incomprensión. Cierto; pero, si
el balance de muertos y heridos que sigue a tanta barbarie produce
espanto, muchos ambientes de trabajo son más peligrosos que un cam-
po de batalla. Sólo los accidentes de trabajo ocasionan un muerto cada
minuto en el mundo, a lo que hay que añadir las víctimas de las
enfermedades profesionales y del trabajo; otros datos revelan que se
produce un muerto cada tres minutos por accidente o enfermedad
profesional, además, cada segundo que pasa hay cuatro trabajadores
heridos (según informe difundido por la Organización Internacional
del Trabajo —OIT— 1985). De nada sirve que se establezcan «plus»
de peligrosidad, pues, en definitiva, lo único que hacen es disimular el
auténtico problema, ahogando quejas cobardes. España arroja unas
cifras que oscilan entre seis y nueve muertos al día por accidentes de
trabajo, variando los datos según la fuente de origen. Hay centrales
sindicales que han acusado a la Administración de «ocultismo», sien-
do constantes las denuncias por falta de una política en materia de
salud laboral. Las inculpaciones son, con frecuencia, contradictorias,
cruzándose reproches las distintas partes implicadas.
Hay que admitir que el trabajo, o mejor dicho, ciertas formas de
trabajo, son fuente de calamidad y desgracia. Existen datos y antece-
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dentes más que suficientes para afirmar, sin riesgo a incurrir en error,
que el trabajo, en determinados casos, acorta la vida y que «todos los
trabajos comportan riesgos para la salud» (OIT). Sí, el hombre necesita
trabajar para enriquecer su espíritu, desarrollar su personalidad,
promocionarse e intentar ser feliz, pues, sepan especialmente los hara-
ganes que no hay mejor dicha que la satisfacción que proporciona la
laboriosidad. Pero esta actividad ha de ser desplegada de manera que,
en ningún momento, sea o pueda ser perniciosa para el sujeto que la
realiza. Y la realidad, triste y traumática, a menudo, es muy otra.
Urge adecuar soluciones que sean fruto de actitudes reflexivas y
responsables. Basta ya de números, encuestas y estadísticas que nada
aportan a algo sobradamente probado. Y, en cualquier caso, siempre
habrá de chocar la frialdad numérica con el calor de humanidad que
desprende un cuerpo herido en su agonía.

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LA SALUD COMO UN PROYECTO DE CULTURA

La salud, hoy más que nunca, ha de ser entendida dentro de un


marco multidisciplinario, de tal forma que sea una cuestión que tras-
pase los exiguos límites de la clínica, de la Medicina. Partiendo de esta
idea progresista y moderna, será importante recabar, si realmente se
quiere llegar a un desarrollo conceptual evolutivo y de futuro de lo
que es la salud, la opinión de los filósofos, moralistas teólogos, pensa-
dores y de los estudiosos de todas las ciencias de la humanidad, sin
olvidar la importante aportación de los ciudadanos, cualquiera que
sea su condición, única manera de que la salud encuentre un campo
propicio dentro de ese contrato social que es la empresa humana.
Los actuales sistemas de salud, fruto, en su mayoría, de actuacio-
nes paternalistas, creadores de una filosofía de catástrofe y de terror,
han expropiado la autocapacidad de los individuos, impidiendo su
desarrollo —su autodesarrollo y expansión— intentando ahogar al
ciudadano en un sistema gregario. Tales sistemas merecen una severa
crítica, al ser nocivos y perjudiciales para la persona. Los problemas
que la salud comporta no pueden ser únicamente imputados a las
deficiencias sanitarias. Ni los médicos, ni los hospitales, ni cuantiosos
gastos sanitarios, pueden hacer ya frente a determinadas patologías.
Ahora bien, la tesis contraria constituye, de una parte, el trampolín
idóneo para políticos desaprensivos carentes de escrúpulos, que em-
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baucan a la audiencia con promesas que crean un ambiente de satis-


facción momentánea en un electorado poco informado; de otra parte,
los malos resultados de la gestión de los gobernantes, causantes, con
toda seguridad, de «nuevas formas de enferman», serán eludidos medi-
calizando la vida, psiquiatrizando las conductas. Al mismo tiempo,
tanto tartufo no desperdiciará la ocasión para repetir que se ve mate-
rializado el derecho a la salud —instituido bajo «una retórica constitu-
cional de buenos y píos deseos» (GARRIDO FALLA)—, arrojando a sus
súbditos a los médicos —para que los curen.
Entonces, el Estado, hará oír una vez más su voz, alardeando toda-
vía en un discurso henchido de vanidad, preñado de arrogancia: Yo,
el Estado, te acojo en todo momento, dándote guía y amparo desde
que vienes a la vida hasta tu muerte. En mis escuelas te enseño cómo
has de pensar. Nombro a los jueces para que se acate mi ley. Corrijo a
los funcionarios desviados. Silencio a los rebeldes. Incluso, cultivo tu
ocio. Y, cuando es la enfermedad la que te doblega, te doy médicos y

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8 ERGONOMÍA BÁSICA

toda clase de píldoras. Los hospitales y los manicomios tienen abiertas


sus puertas para ti. Tú, ciudadano, no tienes derecho ni razón para
hacerme ningún reproche. Si no te curas, son ellos, los médicos, los
que no te quieren entender. Es, en todo caso, la ignorancia de su
ciencia, y no mis desaciertos, la causa de tus males. Yo, el Estado, he
cumplido con mi compromiso: mi conciencia social está tranquila.
La confianza en este «aparato formal de asistencia» (ALDO NERI)
cobra aún mayor solvencia cuando la sociedad, en su quietud, es con-
formista ante la propensión que fomenta la indolencia y la despreocu-
pación, comportamientos que se distancian cada vez más de las posi-
ciones que exigen afrontar la salud como un proyecto de cultura, en el
que han de participar todos los que componen el tejido social. Y es
cultura porque la salud contribuye a formar parte del conjunto de
valores que enriquecen a un pueblo y a los que con su trabajo y
entrega lo hacen posible. Y ha de ser proyecto porque se trata de una
tarea que nunca se ultima, que siempre requerirá nuevas metas, nue-
vas ambiciones, lo que, sin duda, entre las muchas acciones que hay
que emprender, hará reflexionar sobre la cuestión en la que se ha
querido incidir en las páginas siguientes.
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