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5 a PALABRA DE PADECIMIENTO.

Lectura: San Juan 19:28


“Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se
cumpliese: Tengo sed”.
No obstante la frase <<para que la Escritura se cumpliese>> no significa que Jesús expresara su sed a fin
de que se cumpliera la Escritura, sino que, con esta expresión y con el vinagre que le dieron, se cumplió la
Escritura; en concreto, el Salmos 29:21. “Me pusieron además hiel por comida, Y en mi sed me dieron
a beber vinagre.”
Jesús tiene sed. Es una sed espantosa. No ha comido ni bebido nada desde la noche anterior, la
transpiración natural, el sudor, la pérdida de sangre produce sed. Jesús ha perdido mucha sangre desde el
sudor de sangre en el huerto y luego con el tormento de la flagelación y con la crucifixión.
Lo extraño es que, al contrario que los otros tres evangelistas, quienes solo menciona lo del vinagre, sólo
Juan menciona esta palabra de Jesús (la quinta desde la cruz), que es la única en que Jesús pide algo para
sí. Es cierto que, con ello, expresaba <<la aflicción de su alma>> Isaías 53:11 “Vera el fruto de la
aflicción de su alma, y quedará satisfecho; por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos,
y llevará las iniquidades de ellos”. Pero es muy posible que, con esta sed, expresada después del grito de
desamparo, Jesús diese a tender también que estaba sufriendo por nosotros el doble tormento en el que
consiste básicamente el Infierno: el alejamiento de Dios y la sed insoportable.
Hacia casi un año que en la fiesta de los tabernáculos Jesús había clamado en Jerusalén: “Si alguno tiene
sed que venga a mí y beba. Quien cree en mí, como ha dicho la Escritura, de su interior correrán ríos
de agua viva” (Jn 7:37-38). Es lo que había dicho a la mujer samaritana en otro momento en que estaba
también acuciado por la sed: “Si conocieras el don de Dios y quien es el que te dice: Dame de beber, tú
le pedirías, y él te daría agua viva”. “mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed
jamás, sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para la vida eterna”
(Jn 4:10,14). Y sucede que, cuando la mujer se interesa por aquella agua, a Jesús se le pasa su sed; como
se le pasó también el hambre. Se extrañaron los discípulos de que tan pronto se le hubieran pasado el
hambre y la sed. Y “Jesús les dijo: Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe
su obra. ¿No decís vosotros: Aun faltan cuatro meses para que llegue la siega? He aquí os digo:
Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega”(Jn 4:34-35). Por obra
de aquella mujer, que ha bebido de su agua, el corazón de los habitantes de aquel pueblo de Samaria se
abre sediento y cree en Jesús. Esta es el agua que Jesús necesita para calmar su sed. Uno es el que
siembra y otro el que siega. “Les he enviado a segar" –les dice en ese momento a sus discípulos.
Saciaremos la sed de Cristo si nosotros respondemos como la samaritana. Esta es el agua y el pan que
Jesús necesita. Saciaremos la sed de Cristo si nosotros en primer lugar, arrepentidos de nuestros pecados,
nos acercamos a su Corazón para beber de él. Lo ha dejado abierto tras la lanzada. Saciaremos la sed de
Cristo si somos sensibles a su amor y le buscamos amadores. “Hemos creído en el amor”. Saciaremos la
sed de Cristo confiando siempre en él.
Si somos capaces de demostrarlo sufriendo algo por él. Si somos capaces de colaborar con él sembrando o
recogiendo. Si somos capaces de hacer lo que hizo aquella mujer recién convertida, manifestando a todos lo
que había hecho con ella. Porque es que, además, lo mismo que a Jesús nos pasa a nosotros. Apagaremos
nuestra sed y nuestra hambre si llevamos a otros el agua y el pan de la vida.
No demos a Cristo otra agua que la que le calma la sed: el amor de los hombres, que es vida para ellos;
porque ha venido “para que los hombres tengan vida y vida abundante”. Sin ésta, cualquier otra, aun con la
mejor voluntad como la del soldado por un momento movido a compasión, es para Cristo vinagre. Toda
nuestra vida debe ser cristiana y eso significa que en el templo y en la calle, en la familia y el trabajo, con
amigos y con los que nos miran mal, con todos y en todas partes manifestamos el amor de Cristo. “Como el
ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mia. Mi alma tiene sed
de Dios, del Dios vivo; ¿Cuándo vendré, y me presentare delante de Dios?”. (S 42:1-2). “Seran
completamente saciado de la grosura de tu casa, y tú los abrevarás del torrente de tus delicias.
Porque contigo esta el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz. Extiende tu misericordia a los
que te conocen, y tu justicia a los rectos de corazón”. (S 36:8-10).
Nos resistimos a beber de esa fuente de aguas vivas que es el Corazón de Jesús, del Señor de la
Misericordia. Somos fríos y perezosos. Le damos el vinagre de nuestra pasividad ante su palabra
encendida, de nuestra insensibilidad ante sus sufrimientos que no acaban de cambiarnos la vida, de nuestra
fe dormida que no reacciona ante tanto sufrimiento de Cristo por nuestros pecados para liberarnos del
infierno. El agua fresca que calma la sed de Cristo, son el arrepentimiento de nuestros pecados, el cambio
de nuestro pensar y nuestros valores, de nuestros deseos y aspiraciones, de las causas de nuestras
tristezas y alegrías.
Saciemos la sed de Cristo acercándonos a su Corazón traspasado y bebiendo del agua viva y de la sangre
que nos ofrece. No temamos en “llevar en nuestro cuerpo las señales de pasión de Cristo”, como dice el
Apóstol Pablo. ¿Sufres, hermano? ¿Quién no sufre? Aprendamos a sufrir por amor, como Cristo. La pasión
de Cristo abre el alma a la revelación divina. “Nos piden milagros –dice San Pablo– otros sabiduría. Pero
nosotros predicamos a Cristo crucificado, sabiduría de Dios, poder de Dios”.
“Todo cristiano, aprendiendo de la pasión el espíritu de la cruz y haciéndose víctima en la cruz, sacrifica su
propia razón a lo que para los no creyentes es un escándalo; pero para los transformados por la fe es
salvación y vida eterna. Déjenme imitar la pasión de mi Dios”.
Por no aceptar en su vida los sufrimientos de Cristo, muchos no alcanzan la santidad y viven con un
sentimiento de tristeza y de fracaso. “Si un cristiano no imita los sufrimientos de Cristo, su cruz y su muerte,
no obtendrá la salvación” (S. Bernardo).

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