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Laureles amargos

Ahora el délfico laurel de mi cimera


bajo la tempestad se dobla y llora.

Valle-Inclán

Laureles amargos

Cuatro jinetes pasan al galope en sentido contrario. Miguel aparta su montura con ademán fatigado.
Por los gritos, que escucha entrecortados, diría que pertenecen a alguna de las naciones alemanas.
Podrían ser holandeses, no obstante. A estas alturas de la jornada, casi las diez de la noche, se la trae
al pairo. El origen marinero de la expresión le dibuja una mueca burlona en la boca: ha llovido
muchísimo desde que surcaba los mares en navíos de madera. O eso se le antoja.
Él también desearía poner su montura al galope. Incluso un perezoso trote resultaría aceptable, lo
que fuese con tal de llegar antes a su destino. Resignado, aparta esos pensamientos de su cabeza:
Rossie ha cumplido con su deber de una manera excelsa y, de hecho, se le antoja un milagro que aún
esté vivo. El potro se ha ganado todo su respeto, por lo que lamenta su broma fallida: le bautizó
«Rocinante» para ensalzar al Príncipe de los Ingenios entre tanto adorador recalcitrante del Bardo,
pero con la peculiar pronunciación inglesa, el poderoso nombre ha devenido en un ridículo
diminutivo. «No siempre se gana», piensa.
El español agradece esos segundos en los que deambula abstraído en la anécdota, puesto que la
visión a su alrededor es dantesca: su particular Ciudad Doliente está conformada por moribundos de
lamentos susurrantes; por cuerpos inertes que aconsejan desviar la mirada; por espectros humanos
reventados de fatiga que se avienen a pasar una noche miserable entre ese ponzoñoso mar de barro,
orines y sangre.
«Bendito barro», reconoce. En ocasiones, algo tan trivial como el estado del terreno puede tener
una trascendencia insospechada. Brutal, como en la jornada de hoy. Por su formación marinera
comprende la importancia del viento, de la lluvia y de las mareas. Se ha transformado en un lector de
cielos, de mapas y de paisajes. De hombres.
Los aleros de las primeras edificaciones ya se intuyen tras la loma, iluminados por las hogueras.
Miguel lo agradece no tanto por el cansancio, que es devastador, sino porque la herida recibida en los
vados de Villamuriel empieza a molestar. El cartel de la posada Jean de Nivelles se le antoja como

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un bálsamo de paz y descanso. Pronto sale de su propio engaño: esa noche no podrá echar ni una
breve cabezada.

El salón principal está dispuesto de manera idéntica al del desayuno de esta mañana: dieciséis
servicios. Solo se aprecian dos diferencias principales. La primera es la enorme fuente que contiene
un cerdo asado en el centro de la mesa. La segunda es más significativa: tan solo un hombre está
sentado en la cabecera. Su uniforme parece igual de castigado que el de Miguel, su cara denota
cansancio y su mirada vaga perdida en el fuego que crepita en un lateral de la estancia.
—¿Vivirá?
La voz es ronca y seca. La omisión del saludo es habitual entre ellos. El uso del inglés indica que
todavía está pensando en términos militares: en el fragor del combate las órdenes son más efectivas,
más entendibles, si circulan a través de esa lengua de monosílabos resonantes. Si el hombre sentado
experimenta ansiedad, está perfectamente velada tras sus ojos ausentes. Ojos que, por cierto, todavía
no se han posado en Miguel.
Duda este. Su última orden, tras la reunión con los prusianos en la granja de La Belle Alliance,
fue interesarse por la salud del Quartermaster General De Lancey, alcanzado por una bala de cañón.
Su reflexión dubitativa no tiene que ver con el estado del coronel —el español ha visto muchas
heridas como esa y sabe que pronto navegará con Caronte—, sino sobre qué tipo de respuesta espera
de él su interlocutor. Su amigo.
Cuando los ojos del Duque de Wellington se alzan demandando respuesta, Miguel compone un
gesto que en otro tipo de persona pasaría por vulgar, pero que en él queda grácil y elegante, con un
toque sardónico: encoge un tanto los hombros y ladea la cabeza, fingiendo indiferencia. «Gajes del
oficio», intenta transmitir. «Salió su naipe».
—Lo siento, Your Grace — sentencia breve.
—Comprendo… ¿Me acompaña? —el inglés apunta a la botella de Oporto sobre la mesa, de la
cual tiene un vaso lleno que parece no haber tocado, y señala con un gesto la sala—. Estoy escaso de
compañía.
El cambio al francés es significativo. Parece dar por concluida la parte militar del día. Comienza
una, si cabe, más funesta: la administrativa.

—Picton cayó al mediodía fulminado —enuncia el Duque, tras despachar el primer vaso de Oporto
de un trago—. Cooke tiene el brazo maltrecho, quizás lo pierda. Ponsonby muerto. Hill y Lennox
heridos de consideración. Uxbridge tuvo la asquerosa fortuna de recibir ese impacto de cañón en la
rodilla a última hora. ¿Recuerda al muy fantoche? «Creo, Your Grace, que he perdido una pierna».
Todo flemático, como si fuese el protagonista de una opereta italiana.

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Uxbridge es el segundo al mando, pero su pasada fuga con la cuñada del Duque le hace
merecedor de esas despectivas palabras. Además, su descontrolada carga a media mañana casi
compromete la jornada. Miguel comprende, aunque no comparte, el desprecio al que está siendo
sometido.
—El Príncipe de Orange ha sido herido en el hombro, lo justo para que las damas holandesas
pierdan la cabeza por la gallardía de su gentil heredero. Podía haberle ahorrado el rasguño si le llego
a fusilar hace dos días, tras casi provocar un descalabro en Quatre Bras. —ha sido una jornada dura
y están solos, así que Wellington se permite ciertas licencias—. ¡Ah! Y siento lo de FitzRoy, sé que
son amigos.
El último miembro de tan infausta lista acaba de perder su brazo derecho. El inglés mira hacia las
catorce sillas vacías con semblante adusto. Miguel sabe que ha omitido un nombre: Alexander
Gordon. En estos momentos lucha por seguir entre los vivos en la habitación personal del Duque,
con una pierna amputada a la altura de la cadera. Es amigo íntimo de Wellington.
Se crea un incómodo silencio que el español respeta con paciencia. Dos veces está a punto de
distraer la conversación y llevarla por otros derroteros, pero sabe que el Duque necesita parcelar,
organizar y clasificar todos los acontecimientos del día. Su fría tristeza es otro elemento a gestionar,
ni más ni menos importante que el resto.
—¿Cómo fue? —Wellington retoma la palabra, recompuesto. Miguel sabe que ha perdido el hilo
de sus pensamientos. Tratándose de la frenética mente del inglés, considera adecuado fijar el
objetivo.
—¿El qué?
—Aquello, en mil ochocientos cinco. La noche de Trafalgar.
Jamás han hablado de ello en años de amistad, respetando como un cordial tabú el trascendental
episodio que enterró al mejor almirante inglés y la pujanza naval hispánica en un ataúd espumoso.
Miguel luchó allí junto con su tío Ignacio María de Álava. Recuerda al Príncipe de Asturias vomitar
agua carmesí por los imbornales, los palos desarbolados, Gravina con el brazo astillado y la cubierta
resbaladiza por una repugnante mezcla de serrín y sangre.
—Poco agradable. —El alavés suele ser escaso de verbos, con tendencia a sentenciar con
epigramas, pero en la mirada que Wellington le envía percibe necesidad: le está implorando que
abandone su cinismo y compartan juntos, en voz alta, sus pesares—. En el fondo, hablando de
sensaciones personales y de paisajes, no hay mucha diferencia entre una batalla ganada y una
perdida.
El Duque asiente, comprendiendo. Parece haberle gustado la frase. Durante unos minutos, beben
en silencio.

—Ha estado cerca, ¿verdad?

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Wellington rellena ambas copas, toma la suya y reclina su espalda contra el respaldo. Miguel
medita la respuesta. Sabe que el Duque no se refiere al resultado del día. A que ellos repitan
alojamiento mientras otros huyen camino de París. Está hablando de algo más personal, más cercano.
Es por eso que ha cambiado al español, síntoma de que ahora no necesita un general ni un intendente
—funciones que Álava lleva desempeñando desde hace días de manera extraoficial—, sino un
amigo.
—La vez que más, Arturo.
Miguel recuerda el momento. A media tarde, con la caballería francesa creando el infierno en la
tierra y la línea aliada a punto de quebrarse, ambos se han visto obligados a picar espuelas para
refugiarse en los cuadros de la brigada de Halkett. En la relativa seguridad del recinto creado por
bayonetas y mosquetes, se lanzaron una significativa mirada: faltaban las banderas regimentales.
Plegadas y enviadas a retaguardia para no caer en manos enemigas, supusieron.
—Halkett no era optimista. Por poco nos toca la lotería —reconoce Miguel.
Wellington parece no comprender la metáfora durante un instante, luego sonríe sin ganas. Esa
especie de rifa sirvió para recaudar fondos entre los españoles y financiar la Guerra Peninsular. Un
pueblo complejo al que, tras seis años, todavía no sabe si despreciar o respetar. Posiblemente ambas.
—No ha sido solo en los cuadros, Miguel. Antes, en Hougoumont, le vi intentando reagrupar a
los cazadores de Nassau. El lugar más peligroso.
—También el más importante. —el español se encoge de hombros con sencillez, sin resultar
presuntuoso, como quien ha realizado una tarea rutinaria—. Si nos llegan a sacar de ahí, no nos salva
ni el de Arriba. Ni tampoco los prusianos.
El Duque abre mucho los ojos, sorprendido y a punto de ofenderse. La leve blasfemia es lo de
menos, pues no dejan de ser soldados y Álava tiene la extraña capacidad de bromear con todo, pero
reconocer el mérito de los prusianos es un tema sensible. Al comprobar de nuevo que están a solas,
Wellington se relaja. Ya se ocupará de fijar su versión más adelante.
—¡Eres un cagón, Miguel!
El español lanza una carcajada sincera, profunda, que alivia algunos pesares del día.
—No creo que su excelencia, todo un duque británico, quiera usar esa vulgar expresión de un país
atrasado —bromea—. En todo caso, se dice «cabrón». Es lo que nos llamaban en Badajoz, si se
acuerda. «Cabrones».
—¡Fuck! ¡No me hoda, Álava! —El cambio al apellido no pasa desapercibido para Miguel—.
También existe el dicho ese en su idioma, el de «romper huevos para hacer tortillas». Además,
¿cuántos soldados ha aportado su rey a esta… enésima coalición? Miniussir y usted.
Los excesos del ejército aliado en España son un plato amargo para Wellington, y no gusta que se
lo recuerden. Sin embargo, el dardo de Miguel no es gratuito: en pocas semanas, quizás días, estarán

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en París. Es conveniente aconsejar moderación, prevenir excesos. Así consiguió salvar Vitoria, su
ciudad, hace ya dos años.
—Miniussir y yo… Ya son dos soldados más que los ingleses que han combatido hoy aquí.
Enmarca la frase con su sonrisa burlona e inteligente. Su forma de plegar velas, de distender la
conversación, es ligeramente descarada. El ejército aliado está compuesto por un conglomerado de
belgas, holandeses, alemanes de cien condados y principados, escoceses, irlandeses y galeses. Ni
siquiera el Duque ha nacido en Inglaterra, sino en las posesiones familiares en Irlanda.
—No todo lo que nace en un establo es caballo, Miguel. —El retorno al nombre de pila apacigua
los verbos y restablece la complicidad—. Y, ¡por los cañones de Cromwell!: en ocasiones
comprendo al estúpido de su Rey.
Ríe el alavés, divertido. Su posición en la corte no es la óptima en los últimos tiempos: tras
participar en la proclamación de la Constitución en Madrid dos años atrás, el «Deseado» le envió real
factura en forma de prisión el octubre pasado. Prisión de la que, por cierto, salió gracias a una carta
cordial, pero contundente, de Wellington al Rey: «(…) y Vuestra Majestad debe a sus sentidos, a su
celo y sus talentos que no haya habido disputas entre los ejércitos de sus aliados y aquellos de
Vuestra Majestad, ni con los habitantes del país».
—¡Dios me libre! Tener a mi celebérrimo y respetadísimo Rey soliviantado y, además, enemistar
al «Vencedor de Napoleón».
El Duque se pierde entre los superlativos hispánicos, pero le agrada el halago. Suena bien el
título, aunque sabe que todavía no es suyo. Los prusianos desean compartir esos laureles y para
evitarlo deberá actuar rápido. Pero antes se puede permitir unos minutos más con ese español
diligente y valiente que, en ocasiones, saca a relucir su ingenio en conversaciones ácidas e
inteligentes. Estima mucho al alavés, capaz siempre de mirar a la fatalidad con una sonrisa irónica en
los ojos.
—Su país no le merece, Miguel. Ojalá se dejase contratar por el mío. ¿Cómo se llamaba aquel
guerrero que mataba moros? El de Burgos. —El nombre de la ciudad lo escupe rápido y apagado, no
le trae buenos recuerdos—. ¿Sir? ¿Silk?
—Cid.
—¡Eso! Pues lo mismo: «Qué buen soldado sería si tuviese buen señor». Los Borbones son
execrables.
Wellington es un aristócrata conservador hasta la médula. Odia la revolución jacobina desde el
fondo de su ser, pero eso no le impide despreciar ambas ramas de los Borbones, a los que considera
estúpidos y menguados. Miguel sospecha que es un sentimiento que extiende a la monarquía como
institución, pero nunca se lo ha oído decir. Es un hombre demasiado cauteloso y preocupado por su
reputación. Después de varios años juntos, sin embargo, tras escuchar a quien prodiga elogios y a

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quien critica abierta o soslayadamente, Miguel no tiene dudas de que su amigo tiene una particular
visión meritocrática de la vida.

La grasa del cerdo comienza a solidificarse en la fuente. Nadie lo ha probado. La botella de Oporto,
sin embargo, hace tiempo que está vacía. Antes de desaparecer escaleras arriba para interesarse por
el estado de Gordon, el Duque entrega la carpeta de De Lancey a Miguel.
—Es necesario apuntar bajas. —El cambio al francés zanja la charla informal—. Recomponer
regimientos y reorganizar el cuadro de oficiales. Mañana iniciamos una carrera en la que ya vamos
con retraso. Es lo que ocurre cuando tu aliado llega tarde y te toca encargarte del trabajo sucio.
Miguel está a punto de indicar que idéntica jugada habían usado dos días antes, en Ligny, dejando
que Blücher se zampase el primer derechazo del Emperador, sin atenuantes. Pero ya no están
hablando en castellano, y Wellington se ha vuelto a colocar el traje de administrador. No es el
momento.
—Me encargaré en persona.
—Otra cosa: debo enviar a mi gobierno uno de esos informes complicados, que pueden catapultar
o hundir carreras. Cerciorarme de que la noticia de esta gran victoria inglesa —pronuncia la palabra
con el énfasis con el que da órdenes en el campo de batalla— llega a todos los lugares del planeta.
No añade nada más. Son sus ojos los que solicitan el favor, silenciosos.
—Estaba pensando escribir a Cevallos un informe. Lo dejaré en su mesa. Para correcciones.
Miguel sonríe sin malicia. A pesar de los horrores del día, de la trascendencia histórica del
momento, de las emociones vividas… No dejan de ser muchachos copiándose la tarea, como cuando
era niño en el seminario de Vergara.
—Podría revisarlo, sí. —El Duque está ya recompuesto de ánimo y preparado para ingresar en la
posteridad—. ¡Ah! Y no se le ocurra volver a minusvalorar sus acciones ni a desdibujarse en el
cuadro. Ese imbécil de Fernando debe saber que usted es un excelente soldado, un perfecto general.
Un héroe.
—Se hará lo que se pueda, Your Grace.
Miguel detesta describir sus acciones en el campo de batalla, disfrutando con anonimato de
espectador discreto que aprehende el momento con mirada perspicaz.
—Una última indicación. Blücher, sin duda aconsejado por Gneisenau, quiere nombrar a la
batalla «de La Belle Alliance», el puesto de observación de Napoleón durante todo el día. El Viejo es
demasiado limitado para ver el alcance político del asunto, pero no su Zorro: implica una victoria
conjunta. Eso no puede ocurrir, Álava.
Miguel lo entiende al vuelo. De hecho, ya lo ha anticipado de camino a la posada, pero finge unos
segundos, como si recapacitase:
—Se llamará Waterloo, Your Grace.

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A las tres de la mañana Miguel sale a tomar el aire. Está extrañamente lúcido, sin apenas notar la
fatiga. Ha escrito rápido el parte de batalla —De Lancey realizó un buen trabajo documentando las
órdenes—, pero la traducción al inglés le ha costado algo más. Buscar las palabras precisas en un
documento de esa envergadura es complicado. Condecoraciones, popularidad, euforia en la bolsa de
Londres… Todo depende, en gran medida, de los matices que deslice en el documento.
Afuera el doctor Hume fuma, sombrío. Le saluda aliviado al comprobar que conserva todos sus
miembros.
—¿Cuántos? —pregunta Álava. Ninguno está para circunloquios elaborados esta noche.
—Todavía es pronto. Superaremos las diez mil bajas, sin duda.
A Miguel se le antojan pocas, tras lo vivido.
—¿Y Gordon?
—Acaba de morir. Herida fea. Demasiado arriba. Mal lugar para torniquetes o cauterizaciones. —
El tono profesional de Hume le permite contener el torrente de emociones que transita por su sistema
nervioso. Las gestionará más adelante, con güisqui y a solas—. Hace unas horas, antes de irse a
dormir, el Duque acudió a verle. Dijo algo que me dejó pensativo: «Excepto una batalla perdida, no
hay nada más triste que una batalla ganada».
La mueca burlona acude de nuevo a la boca de Miguel: Wellington ya tiene su cita para la
Historia. Permanece en silencio mientras Hume rumia la frase de nuevo. Luego, como si se acordase
de dar un recado importante, el doctor prosigue:
—He oído que Sir Broke reemplazará a De Lancey como Quartermaster General. Quizás le
vengan bien unos consejos.
En aquel ejército todos están al tanto de las funciones no oficiales del General Álava.
—Me pondré a su servicio lo antes posible.
El doctor respira aliviado.
—¿Qué hará ahora? ¿Volverá a España?
Miguel considera la pregunta por primera vez. No ha hecho planes más allá de este momento. Se
toma unos segundos antes de contestar.
—Creo que marcharé a París con el ejército. Hay cierta colección permanente en el Louvre que
me gustaría convertir en temporal.

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