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LITERATURA

6TO. 4TA.
TM

ESCUELA DE EDUCACIÓN
SECUNDARIA Nº 6

1
La falsa biografía
6 marzo, 2014

Hernán Casciari nació en Mercedes, en 1971, y todo lo que sigue es relativo o fragmentario. Nadie es
como informa su biografía. En realidad, nadie es de una manera única o lineal. Pensaba en esto ayer
porque —en medio del rediseño de este blog— quería actualizar el apartado «El Autor». Estaba a punto
de agregar datos nuevos, y de repente me quedé en blanco. ¿Quién soy realmente? Y sobre todo, ¿quién
debería explicarlo?
Las biografías estándares dicen qué libros escribimos, qué premios ganamos y otro montón de luces
de colores; pero nunca explican a quiénes hicimos daño o qué piensan de nosotros los que nos
desprecian. Si en lugar de personas fuésemos gobiernos, nuestras biografías serían un medio oficialista
vergonzoso. Una mirada obsecuente sobre nuestra propia gestión.
Esto ocurre porque, en general, a las biografías las redactamos nosotros mismos en tercera persona
del singular —nació, estudió, obtuvo— y le hacemos creer al lector que fue redactada por otro, por un
escribano neutral de bigote sardina.
Pero no; son nuestros dedos los que teclean, en noches que después nos van a hacer poner
colorados. Y a veces es todavía peor, porque dejamos que la redacte el departamento de marketing de
la editorial que nos publica.
En la solapa de mis primeros libros, cuando los editaba Mondadori, decía: «Hernán Casciari es el
escritor virtual más leído en lengua española». Tardé mucho en sentir vergüenza por ese engaño. Al
principio los dejé mentir y hasta me sentí orgulloso de la frase, incluso sabiendo que no existe ninguna
estadística seria que lo certifique.
Ahora por suerte esos libros están descatalogados, y las reediciones de mis novelas en Editorial Orsai
no llevan esa línea curricular patética. Dos por tres recuerdo que hay gente que tiene libros míos en sus
bibliotecas con esa frase en la solapa, y siento vergüenza en retrospectiva.
Además, ¿qué significa eso de escritor «virtual» más leído? Suena bastante a premio consuelo. La
editorial quería venderme de un modo importante, sospecho ahora, pero yo no tenía mayores méritos,
y entonces debieron agregar la variable online que les mejoraba el recuento de votos.
Esta triquiñuela semántica me hace acordar a una costumbre de Chichita, mi madre, cuando yo era
chico. A ella le encantaba contar frente a los demás mis hazañas, pero como yo tenía muy pocas virtudes
debía maquillarlas un poco.
Una tarde, frente a un montón de parientes, Chichita dijo:
—Y un aplauso para Hernán, que en los exámenes de matemáticas de todo cuarto grado quedó
ubicado como el segundo mejor varón.
Yo había quedado undécimo, después de nueve chicas y Walter Fedullo, pero ella se las había
arreglado para mejorarme la biografía. Por suerte mi papá (que además de sensato fue un gran
humorista) dijo enseguida:
—Y no solo fue el segundo mejor varón, también fue el primer mejor gordo.
Al final decidí que la nueva versión del apartado «El Autor» deberá tener desde la semana próxima
diferentes versiones biográficas, y no solo la estándar que existe ahora. Ese será mi humilde intento de
ser neutral.
Elegí a cuatro personas para que ofrezcan ópticas diferentes de mi curriculum vitae. Dos son
oficialistas, y dos practican una salvaje oposición.
1) Una madre. La mía escribió hace años un comentario en este blog, a raíz de mi cumpleaños número
cuarenta; ese texto me pareció adecuado como biografía a favor.
2) Un amigo. Vuelvo a los medios afines y llamo al frente a Chiri, que en 2008 ayudó a presentar mi
segundo libro en un teatro de Buenos Aires. Un fragmento de su coloquio servirá como biografía
oficialista.

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3) Un abuelo. En mi caso, el materno. Un hombre al que decepcioné de principio a fin. Este cuarto
texto es el único falso (es decir, lo escribí yo mismo en ausencia del protagonista, que está muerto). Pero
juro que lo hice con las palabras exactas que él usaba en vida para describirme.
4) Un lector. Esta idea no estaba en los planes; se le ocurrió a Sole en el comentario #18 y me parece
justo.
Los dejo con estos cuatro mosaicos de mi rompecabezas personal, que desde el próximo jueves
estará también en la sección biográfica de este blog.

Biografía según una madre

Hernán Casciari, también llamado «mi gordo», nació un 16 de marzo de 1971, que era lunes.
Habíamos pasado un hermoso domingo de marzo en la quinta de mis suegros. Estábamos todos en
familia y entre amigos, esperando la llegada del primer hijo, el primer nieto, el primer sobrino. Él parecía
estar muy cómodo donde estaba, porque no quería salir.
Aumenté veinte kilos durante todo mi embarazo. ¡Una barbaridad! Mi médico, el doctor Rebagliati,
me había dicho que podía haber un error en la fecha. De todos modos, si para el 16 no pasaba nada, me
inducirían el parto.
Nuestro amigo Peti, que estaba con nosotros en la quinta, me llevó en su Citroën amarillo a buscar
una pelota para jugar en la quinta. Cuando pasábamos por las vías lo hizo a mucha velocidad. «Vas a ver
como así vas a tenerlo», me dijo.
Y tuvo razón. A las seis de la tarde empecé con dolores muy fuertes, y así estuve hasta la una de la
mañana. Me internaron y decidieron hacerme cesárea, porque el bebé estaba atravesado, y así siguió
toda la vida.
«Nació un varón —dijo el doctor Russi—, y qué grande es: cuatro kilos setecientos». Ninguna de la
ropita que pacientemente le había tejido le entró. Las abuelas tuvieron que salir corriendo a comprarle
ropa. Extasiada por todo lo que pasé, yo solo quería dormir. Pero el doctor Russi me dijo: «No, el hijo
debe estar con la mamá», y me pusieron al lechón sobre el pecho.
Lloraba tan fuerte que parecía un bebe de cinco meses. Roberto y yo estábamos felices: había nacido
por fin nuestro primer hijo, el 16 de marzo a la una y cincuenta de la mañana; lo llamaríamos Hernán.
Casualidad o no, un 16 de marzo de cuatro años antes Roberto me había declarado su amor por carta.
A partir de ese día supe que ya nunca más descansaría de noche como lo hacía antes. Y supe también
que el gordito era único. Todo lo que me hizo sufrir después, lo curaba una sonrisa suya. Así fue antes y
también así es ahora, porque imagino su sonrisa y se me borran todos los dolores.

Biografía según un amigo

Hernán Casciari nace en Mercedes, Buenos Aires, en 1971, pero yo lo veo por primera vez en 1977.
Tengo siete años, a lo mejor ya cumplí los ocho. Vuelvo en bicicleta de la casa de mi abuela por la calle
Treinta y Cinco y hay un grupo de chicos, en silencio, que escucha una melodía triste y dulzona. La
melodía brota de un pequeño acordeón a piano.
El que está detrás del instrumento es un gordito engominado para atrás, que gesticula emocionado
mientras avanza la melodía y sus manos acarician el teclado. Me alejo del lugar un poco triste porque
quiero quedarme con esos chicos; pero no los conozco.
Si lo pienso un poco, no es raro que el primer recuerdo que tenga de él sea ese. Hernán en el centro
de la escena, cautivando a sus amiguitos. Siempre fue igual.
Ya en la primaria las maestras elegían sus redacciones para leer en voz alta, y nosotros esperábamos
ese momento porque nos divertía. Una vez en quinto grado la señorita Nélida nos pidió que
completáramos una historia a partir de esta consigna: «los exploradores apartaron las ramas, y detrás
apareció la ciudad perdida».

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Toda la clase continuó con la historia de los exploradores. Hernán se quedó en las ramas, contando
cómo dos hormiguitas cayeron al vacío a causa del manotazo de un explorador. En ningún momento
mencionó la ciudad perdida. Las únicas protagonistas del cuento fueron esas dos hormigas.
Hernán era un nene que escribía de verdad, como los escritores de los cuentos que a mí me gustaban.
Podría profundizar en otras cuestiones, pero no quiero ponerme sentimental. Sí quiero dejar en claro
que quienes lo conocemos de chico siempre supimos de algún modo que, tarde o temprano, iba a ser
escritor. Era inevitable.

Biografía según un abuelo


Mi primer nieto no nació en San Isidro, como le pedí a la madre, sino a cien kilómetros de mi casa;
esto explica en parte que haya salido tan pelotudo. No sirvió de mucho el amor que le brindé mientras
crecía. Fue el primero de mis nietos; le saqué miles de fotos en la infancia y deposité en él mis ilusiones
de abuelo. Pero algo fallaba en su personalidad.
Le dije varias veces a la madre que ese chico iba a necesitar las riendas cortas, pero en su casa nadie
se las puso. Ni mi hija, por demasiado compasiva, ni mucho menos mi yerno Roberto, un buen muchacho
pero incapaz de pegar un golpe sobre la mesa.
Por culpa de esta educación informal, que muchos creen que es moderna, a Chichita los dos hijos les
salieron torcidos: el varón un drogadicto, un roñoso, un bufón de circo, y la más chica se tuvo que casar
embarazada muy joven. Yo estuve a punto de no ir a ese casamiento; me dolía en el alma que mi nieta
arruinara su futuro.
Pero fui, porque algunas cosas en la vida hay que hacerlas. Y en ese salón de fiestas vi la decadencia
de mi nieto mayor. Él tenía entonces más de veinte años, estaba gordo, con un traje prestado que le
quedaba corto de mangas, en una mesa con otros impresentables. Había un amigo suyo con el que era
carne y uña —se llama Chupi, o Chipi— y este amigo le tiraba aceitunas de una punta a la otra de la
mesa. Mi nieto las cazaba al vuelo, con la boca abierta.
Se me encogió el corazón de tristeza al verlo, pero sobreviví un tiempo a esa noche. Supe algunos
otros dislates sobre su vida: que escribía o quería ser escritor, que se escapaba por las madrugadas de
los departamentos donde vivía para no pagar el alquiler, que fumaba y no creía en Dios, que a veces no
tenía domicilio fijo, que apostaba.
Su madre jamás me informaba estas cosas, yo las sabía porque paraba la oreja en las conversaciones;
Chichita se cuidaba mucho de contarme lo malo, únicamente me informaba sobre algún logro literario
del hijo.
Tampoco creo que eso fuese cierto: yo leí algunos cuentos de mi nieto, en una breve época que vivió
en mi casa, y me decepcionaron muy mucho. Escribía groserías, había temas sexuales y casi ningún valor
ético a resaltar.
Puedo hablar sobre él solo hasta el momento de mi muerte, a finales del siglo pasado. Desconozco
qué habrá hecho después. Solamente sé que no estuvo en mi entierro y que la última vez que pensé en
él, antes de morir, vino a mi memoria aquella escena del casamiento: a mi nieto, a Hernán, alguien le
tiraba aceitunas verdes como en un circo, y él las atrapaba en el aire, haciendo un sonido gutural con la
boca. Cada vez que tragaba una, los otros drogadictos de la mesa le aplaudían la gracia.
Eso es todo lo que puedo decir sobre él. Que Dios lo ayude.

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El cuentista
Saki

Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada,
Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña,
otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba
un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre
soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban,
enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero
persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los
comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre
soltero no decía nada en voz alta.
-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando
una nube de polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.
El niño se desplazó hacia la ventanilla con desgana.
-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.
-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.
-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba.
Tía, en ese campo hay montones de hierba.
-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.
-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.
-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como
si estuviera llamando la atención ante una novedad.
-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que
era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la
hierba del otro campo.
La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia
Mandalay». Solo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea
una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien
hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces
seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la
perdería.
-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella
y una al timbre de alarma.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía.
Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la
estimación de los niños.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en
voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés
sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue
salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.
-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.
-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella
no les hubiera gustado mucho.
-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.
-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.

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La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a
murmurar la repetición de su verso favorito.
-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero desde su esquina.
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.
-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.
-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.
-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.
-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.
-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente
buena.
El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias
se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara.
-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de
leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.
-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.
-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena.
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una
novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la
vida infantil que narraba la tía.
-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba
puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen
comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba.
Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de
ser una niña extraordinariamente buena.
-Terriblemente buena -citó Cyril.
-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era
tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo
afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso
fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar.
-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.
-No -dijo el soltero-, no había ovejas.
-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.
-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño
en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por
esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.
-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero
despreocupadamente-. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos
corriendo por todas partes.
-¿De qué color eran?
-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas
blancas y algunos eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa
de los tesoros del parque; después prosiguió:
-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en
los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa
por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.
-¿Por qué no había flores?
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-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le
habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener
flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido
lo contrario.
-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y
verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que
cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente,
y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso
parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras
al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba
merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.
-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.
-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que
brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan
inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que
se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo
lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales
de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas,
su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente
asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad».
Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta,
y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin
verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo
merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena
conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se
detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con
los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado.
Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.
-¿Mató a alguno de los cerditos?
-No, todos escaparon.
-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.
-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.
-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
-¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años
de cuidadosa enseñanza.
-De todos modos -dijo el soltero, cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he
mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.
«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos
seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»

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Cosmovisión humorística
- Hacia una definición del humor

El diccionario define HUMOR como un estado de ánimo, disposición, talante. El buen humor es una
disposición alegre y complaciente, una cualidad consistente en descubrir o mostrar lo que hay de
cómico o ridículo en las cosas o en las personas, con o sin malevolencia. Por el contrario, el mal humor
implica una actitud o disposición negativa e irritada. Se puede ir desde el llamado "humor benigno" -
cuyo fin último es generar placer y distensión- hasta la ironía y la sátira, que se sirven del humor como
arma crítica. El mensaje humorístico crea una imagen de su autor, deja entrever su postura ante la
realidad, su valoración de los grupos humanos, su actitud ante los conflictos y los problemas de la
sociedad y de la vida.

Podríamos considerar el humor como un registro, un modo de aproximarnos o de rodear lo real que
permite burlarse de las costumbres, prácticas y poderes dominantes. El humor siempre involucra en su
génesis una infracción a alguna convención o institución que goza de autoridad en el interior de una
cultura.

El humor es una especie de espejo -a menudo distorsionador de imágenes-que refleja la sociedad de


cada época y de cada zona. En el mensaje humorístico, los personajes se consideran a menudo
representantes de un grupo, un pueblo, una clase social y sirven para poner de manifiesto el carácter,
las preocupaciones o la visión de mundo de ese grupo -recordemos los innumerables chistes sobre
suegras, pueblerinos, homosexuales, madrileños, andaluces, catalanes, gallegos, médicos o abogados-.
Pero el fenómeno de la risa está íntimamente ligado a las distintas consideraciones históricas,
civilizaciones y razas. Por eso los extranjeros no siempre comparten el sistema de valores ni las
connotaciones culturales con el que marcamos nuestro humor porque, aunque la experiencia de lo
cómico y del humor es un universal humano, su relatividad cultural es innegable.

Podríamos caracterizar el humor como el derrumbamiento de la lógica (de la lógica "normal",


esperable, sensata y predecible). La experiencia de lo cómico tiene su propia connotación de realidad;
es una forma de conciencia distinta; un "estar fuera de los presupuestos y hábitos corrientes de la vida
cotidiana"; una "realidad separada, con su lógica, sus normas, su distribución de papeles y sus
coordenadas de espacio y tiempo particulares.

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Para ir pensando el humor…

El filósofo contemporáneo, Henri Bergson, ganador del Premio Nobel de Literatura escribió el libro La
Risa en el que estudia, analiza y definen los elementos que generan comicidad. A continuidad te acerco

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los principales conceptos del libro de Bergson, extraídos en forma de cita para ver su concepción de lo
risible.

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Concepto de Sátira

El Diccionario de la Real Academia Española define a la sátira como la composición poética u otro
escrito cuyo objeto es censurar acremente o poner en ridículo a alguien o algo. También o dicho
agudo, picante y mordaz dirigido a este mismo fin.

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El ingenioso hidalgo don Quijote de
la Mancha
A continuación, leerán el tercer capítulo de la primera novela moderna escrita en el siglo xvii: Don Quijote de la
Mancha, en el que su ilustre y desequilibrado protagonista solicita a un simple posadero (a quien don Quijote ve
como un importante noble en su castillo) que lo ordene caballero para, de esta manera, poder salir al mundo en
busca de aventuras y “deshacer agravios, enderezar entuertos y enmendar sinrazones”.

Capítulo III: Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero

Así, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la cual acabada, llamó al ventero y,
encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:
—No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don
que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué
hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le
otorgaba el don que le pedía.
—No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío —respondió don Quijote—, y así os digo
que el don que os he pedido y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado es que mañana en aquel día me habéis
de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las armas, y mañana, como tengo
dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder como se debe ir por todas las cuatro partes del mundo
buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros
andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su
huésped , acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones y, por tener que reír aquella noche,
determinó de seguirle el humor; y, así, le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía y que tal
prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia
mostraba; y que él ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por
diversas partes del mundo, buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de
Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar,
Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies,
sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y
engañando a algunos pupilos y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en
toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con
las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, solo
por la mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo.
Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba
derribada para hacerla de nuevo, pero que en caso de necesidad él sabía que se podían velar dondequiera y que
aquella noche las podría velar en un patio del castillo, que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas
ceremonias de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero, que no pudiese ser más en el mundo.
Preguntole si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las
historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba: que,
puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores dellas que no era menester
escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había
de creer que no los trujeron, y, así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de que
tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles, y que
asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recebían,
porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, si
ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire en alguna
nube alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que en gustando alguna gota della luego

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al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido; mas que, en tanto que
esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de
dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los tales
caballeros no tenían escuderos –que eran pocas y raras veces–, ellos mesmos lo llevaban todo en unas alforjas
muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia, porque,
no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por
esto le daba por consejo, pues aun se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser, que no
caminase de allí adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas,
cuando menos se pensase.
Prometiole don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba, con toda puntualidad, y, así, se dio luego orden como
velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba, y recogiéndolas don Quijote todas, las
puso sobre una pila que junto a un pozo estaba y, embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil
continente, se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo, comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón
de caballería que esperaba. Admiráronse de tan extraño género de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y
vieron que con sosegado ademán unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas,
sin quitarlos, por un buen espacio, dellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna, que podía
competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos.
Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar
las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
—¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que
jamás se ciñó espada! Mira lo que haces, y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.
No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes,
trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo y, puesto
el pensamiento (a lo que pareció) en su señora Dulcinea, dijo:
—Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me
desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo.
Y diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran
golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que, si segundara con otro, no tuviera
necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo
que primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó
otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin
hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza y, sin hacerla
pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la
gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga y, puesta mano a su
espada, dijo:
—¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos
de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie
atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don
Quijote, el cual lo mejor que podía se reparaba con su adarga y no se osaba apartar de la pila, por no desamparar
las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se
libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y
traidores, y que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se
tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recebido la orden de caballería, que él le diera a entender su
alevosía:
—Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto
pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y así por esto como
por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus armas
con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de
caballería luego, antes que otra desgracia sucediese. Y, así, llegándose a él, se desculpó de la insolencia que
aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna, pero que bien castigados quedaban de su
atrevimiento.

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Díjole como ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era
necesaria, que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él
tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y que ya había
cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más que él
había estado más de cuatro.
Todo se lo creyó don Quijote, que él estaba allí pronto para obedecerle y que concluyese con la mayor brevedad
que pudiese, porque, si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en
el castillo, eceto aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría. Advertido y medroso desto el
castellano, trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela
que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó
hincar de rodillas; y, leyendo en su manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la
mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil espaldarazo, siempre
murmurando entre dientes, como que rezaba.
Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y
discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las
proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la espada dijo la buena señora:
—Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la
merced recebida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella
respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo, que
vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor.
Don Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante se pusiese don y se llamase “doña
Tolosa”. Ella se lo prometió, y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de
la
espada. Preguntole su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera y que era hija de un honrado molinero de
Antequera; a la cual también rogó don Quijote que se pusiese don y se llamase “doña Molinera”, ofreciéndole
nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a
caballo y salir buscando las aventuras, y, ensillando luego a Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le
dijo cosas tan estrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a
referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras,
respondió a las suyas y, sin pedirle la costa de la posada,le dejó ir a la buen hora.

Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha,


tomo I, Buenos Aires, Losada, 1945. (Fragmento).

La parodia en Don Quijote de la Mancha


En El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha se cuentan, a modo de parodia, las aventuras de un viejo y
empobrecido hidalgo que durante años lee sin parar cientos de novelas de caballería y, como consecuencia de
esto, termina enloqueciendo y creyendo en la existencia de ese mundo de fantasía. Este convencimiento lo lleva
a salir al mundo convertido en caballero andante, en una época en la que los caballeros ya eran solo relatos de
un pasado heroico. Para poder realizar sus elevados objetivos de defender el bien y la justicia, y luchar contra los
enemigos de la caballería, en primer lugar, el protagonista debe elegir un nombre a la altura de las
circunstancias: don Quijote de la Mancha, y luego imagina una dama destinataria de sus hazañas. Con su nuevo
nombre y ese amor ideal, ya está en condiciones de partir, primero junto a su caballo Rocinante, y más adelante,
con su escudero Sancho Panza sale a
vivir numerosas aventuras.
La historia que se cuenta en el Quijote, íntimamente ligada a las novelas de caballería, deja planteado el contraste y la
oposición existentes entre la dura realidad empobrecida y en crisis que atraviesa el hidalgo y toda España, y el delirio
del protagonista de pretender vivir la realidad de un mundo caballeresco.
El personaje de don Quijote cree posible resucitar la vida caballeresca de otras épocas, y recuperar y poner en vigencia
los ideales medievales de justicia en medio de una realidad decadente y en crisis. Para algunos críticos literarios, la
caballería formaba parte exclusivamente de la imaginación, ya que nunca existió en la realidad histórica de esa era,
pero que sirvió en su momento para que los lectores de sus historias huyeran de una realidad en crisis que les tocaba
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vivir. De esta manera, ese mundo de fantasía, en donde la sociedad estaba regida por el honor, el orden, la justicia y la
existencia de caballeros heroicos, funcionaba como refugio. La literatura caballeresca era declaradamente no realista;
se presentaba como un mundo en el que triunfaba siempre la justicia, y el mal y el delito eran castigados.
Como contraste de esa construcción de relato maravilloso, en el Quijote queda plasmada cierta observación y
descripción de las relaciones sociales desde una perspectiva realista. Aparecen descripciones detalladas, tanto de los
lugares por donde pasa el Quijote como de los personajes con los que se encuentra. Además, la forma de hablar de los
personajes da cuenta de cierto tratamiento realista del lenguaje.
Como se manifiesta, por ejemplo, en el contraste entre el lenguaje utilizado por don Quijote, imitando el lenguaje de
las novelas de caballería, y la forma de hablar del posadero que aparece en el capítulo tercero.

Aproximación al Quijote
Martín de Riquer

Así, pues, de buenas a primeras nos hallamos en una anónima aldea de la Mancha, lugar de vivir monótono y apacible,
donde jamás ocurre nada extraordinario. En ella habita, como en todas las aldeas castellanas, un hidalgo de mediana
condición, solo ocupado en cazar y en administrar sus bienes, el cual “los ratos que estaba ocioso –que eran los más
del año– se daba a leer libros de caballerías”. Para adquirirlos había malvendido algunas de sus tierras; y, sumido en su
lectura, llegó a olvidarse de la caza e incluso de la administración de su hacienda, de suerte que “se le pasaban las
noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el
cerebro, de manera que vino a perder el juicio”.
La locura lleva a este hidalgo manchego a dos conclusiones falsas:
1. Que todo cuanto había leído en aquellos fabulosos y disparatados libros de caballerías era verdad histórica
y fiel narración de hechos que en realidad ocurrieron y de hazañas que llevaron a término auténticos caballeros en
tiempo antiguo.
2. Que en su época (principios del siglo xvii) era posible resucitar la vida caballeresca de antaño y la fabulosa
de los libros de caballerías en defensa de los ideales medievales de justicia y equidad. Y como consecuencia de estas
dos conclusiones, el hidalgo manchego decide convertirse en caballero andante y salir por el mundo en busca de
aventuras. Fijémonos bien en que la locura de don Quijote no es consecuencia de ningún desengaño ni de ningún
desdén amoroso, ni puede tener su punto de arranque en ningún lance de armas ni de amor, ya que el hidalgo vivía
tranquilo y sosegado en su lugar de la Mancha. Ello diferencia fundamentalmente la locura de don Quijote de la del
Orlando furioso de Ariosto, producto de los desdenes de Angélica la Bella. Lo esencial de la locura de don Quijote es
que nace en los libros, frente a la letra impresa.
Se trata de una enfermedad mental producida por la literatura, concretamente por un género literario: los libros de
caballerías.

La novela moderna

Una definición general del término novela se asocia a la idea de que toda novela es un texto que pertenece al género
narrativo de ficción, que está escrito en prosa y que es lo suficientemente extensa como para ocupar un volumen
independiente.
Para el teórico ruso Mijaíl Bajtín, la novela moderna se constituye como la representación de diferentes lenguajes, es
decir, es consciente de que solamente se puede hablar de los otros a partir de la representación de sus lenguajes. Por eso
se reconoce a partir de la pluralidad de voces y conciencias independientes e inconfundibles que aparecen en ella, es
decir, es netamente polifónica.
En la novela moderna, conviven diferentes géneros discursivos; pueden aparecer tanto cartas, como recortes de diarios,
poemas, recetas, etcétera. Además puede basarse en formas de otros tipos de novelas, como en el caso del Quijote, en
donde se reconocen las marcas de la novela de caballería, la pastoril y la picaresca. En la medida en que los diferentes
géneros aparecen en la novela, empiezan a funcionar de manera distinta que cuando están de forma independiente, ya
que aparecen como representación.
A su vez, la parodia funciona como otro elemento propio de la modernidad, ya que es un género que incluye la voz del
otro en un nuevo contexto, otorgando nuevos sentidos al discurso del otro y proponiendo cierta mirada crítica. La
modernidad del Quijote no solo reside en una cuestión de técnicas narrativas, sino que se trata también de una nueva
concepción del mundo.
Una de las características de esta novela es la gran riqueza lingüística, dada por la aparición de diversas variedades
lingüísticas, diferentes registros y gran cantidad de refranes y frases hechas (sobre todo, en boca de Sancho Panza), que
aportan un inconfundible color y vitalidad a la novela. También aparecen chistes, juegos de palabras y expresiones
graciosas.
Otro rasgo de la novela es la gran variedad de personajes, que presenta diferentes estereotipos de la sociedad de ese
momento, junto a otros que parecieran haber sido tomados de modelos de carne y hueso, por un lado, o de modelos

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literarios, por otro. También aparecen algunos tomados de la realidad histórica y hasta el propio autor, Cervantes,
aparece como personaje.
Además, la inclusión de diferentes estilos, como el estilo pastoril, la novela morisca, la picaresca o las cartas, junto con
el humor y la parodia, la relacionan con la concepción de novela moderna.

El gordo Luis - Fontanarrosa

Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá
Noel.
Casi se convierte en otra víctima del imperialismo salvaje el pobre Gordo. Del colonialismo, por decirlo
de otra manera. Porque, decime vos, qué carajo tiene que ver con nosotros y con nuestras costumbres
el Papá Noel. ¿Quién le dio chapa al Papá Noel? Un tipo vestido para la nieve, abrigado como para ir a la
Antártida, en un trineo tirado por renos. ¡Renos, mi querido! ¿Cuándo mierda hemos visto un reno
nosotros? ¿Alguna vez te fuiste a Buenos Aires en auto y viste al costado del camino un reno morfando
pasto debajo de un árbol?
Pero el pobre Gordo casi la palma con esa historia... ¿No te conté la del Gordo Luis? Porque se la cuento
a todos. Fue hace como quince años. El Gordo estaba en la lona total. Pero en la lona lona, no tenía un
mango partido por la mitad, lo habían despedido de la proveeduría donde laburaba y lo ponías cabeza
abajo y no le caía una moneda. Para colmo, se venían las fiestas y algo había que comprar para poner
arriba de la mesa el 24 a la noche.
El Gordo tiene dos pibes que eran muy chiquitos en ese entonces y a esa edad a los pendejos no les vas
a andar explicando el fato del FMI, la tecnología que reemplaza a los trabajadores y todas esas
pelotudeces.
La cuestión es que empezó a buscar laburo, alguna changa, cualquier cosa, trabajar de lo que fuera.
Primero empezó por su barrio, con los amigos y conocidos, ahí por Mendoza al fondo. Ya después entró
a andar por cualquier lado para conseguir algo.
Y resulta que en el barrio Echesortu, una vieja que tenía una casa bastante grande de electrodomésticos
le ofrece disfrazarse de Papá Noel y repartir caramelos a los chicos en la puerta para promocionar su
negocio. Lo de siempre. Le tiraba unos mangos, por supuesto, que al Gordo le venían bastante bien. Y
ahí fue el Luis, che.
Ahora, imaginate la escena, porque estamos hablando de Rosario, Capital de los Cereales, ubicada a
orillas del anchuroso río Paraná.
El Gordo Luis, tenés que pensar en un tipo arriba de los cien kilos, fácil fácil debe andar por los 120,
porque es alto, grandote, Luis.
Y te digo que resultaba perfecto para Papá Noel porque el Luis es más bueno que Lassie, nunca lo he
visto enojado al Gordo, es un pan de Dios.
Pero tenés que tener en cuenta una cosa ineludible. Rosario... pleno verano... mediodía, un sol de la
puta madre que lo reparió, algo así como 83 grados a la sombra, y ese gordo metido adentro de un traje
de Papá Noel con una tela tipo felpa así de gruesa, así de gruesa no te miento, gorro, barba de algodón,
bigotes, botas y guantes.
¡Guantes! Porque la vieja era una vieja hinchapelotas, conservadora, que quería que el Gordo se
pareciera exactamente a Papá Noel y que se vistiera todo como correspondía, el pobre Gordo.
¿Viste que hay veces en que tipos hacen de Papá Noel pero sin guantes y hasta a veces sin barba, o
pendejas jovencitas vestidas de colorado pero con polleritas cortonas, tipo minifaldas, y las gambas al
aire así están más frescas?
Pero claro, el Gordo Luis era perfecto para hacer de Papá Noel y por eso se le ocurrió eso a esa vieja hija
de puta. Porque lo vio al Gordo gordo y con esos cachetitos medio coloradones que tiene el tipo, el
personaje, Santa Claus.
Hasta la voz media ronca tiene Luis... ¿viste que Papá Noel se ríe siempre con esa risa ronca? Jo, jo.
Hasta eso tiene Luis, la voz ronca.
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Jo, jo, jo... Pero vuelvo al tema. Doce del mediodía, pleno diciembre, un sol que rajaba la tierra, un calor
infernal, los pajaritos que se caían muertos al piso por la canícula, se venían en baranda y se
desnucaban contra la vereda... y el Gordo ahí, che, con el traje de lana gruesa, barba y bigote,
sacudiendo una campana de papel maché o algo así y dándoles caramelos a los chicos que se juntaban
para verlo.
A los quince minutos, a los quince minutos te juro, el traje del Gordo ya no era colorado... ¿viste que
esos trajes son colorado medio clarito? Bueno, era violeta, violeta era, por la transpiración a chorros
que largaba el Gordo. Pero no un pedazo, alguna zona del traje, no. Ni tampoco era solamente debajo
de los brazos o arriba de la zapán que es donde uno transpira más, no.
Era todo, completo, íntegro. Al Gordo le corrían ríos de sudor sobre la piel, ríos, torrentes que le
empapaban acá, acá, acá, las ingles, las pelotas, las pantorrillas, ríos que le inundaban las botas, por
ejemplo. Me contaba después -porque todo esto me lo contó él mismo- que sentía las botas llenas de
agua, como si las hubiera metido en un balde de agua caliente, le chapoteaban. Todo alrededor, no te
miento, todo alrededor, en el piso, en un diámetro de ocho metros más o menos en torno al Gordo,
parecía que habían baldeado. Toda la vereda mojada, de lo que chivaba el Gordo, se le saltaban los
goterones de la cabeza, parecía las Aguas Danzantes el Gordo, imaginate.
Te digo que era ya un espectáculo grotesco, lamentable, pero Luis le seguía metiendo voluntad, le ponía
ganas, caminaba de un lado al otro, se reía, llamaba a los chicos.
En eso, una vecina, una vieja de esas que nunca faltan, que están al reverendo pedo como bocina de
avión, que vivía a unas dos puertas del negocio de electrodomésticos, sale a la puerta y lo ve al Gordo. O
escuchó el griterío de los chicos y salió a ver que pasaba. Lo ve al Gordo y se apiada de él... ¿Viste? Esas
viejas comedidas, bienintencionadas, chuecas, que caminan medio encorvadas, que les cuesta moverse
pero que rompen las pelotas permanentemente, un cuete la vieja, una ladilla.
Se manda para adentro de nuevo la vieja, flaquita ¿viste? Bajita, canosa con un rodete y aparece al rato
con una jarra así de grande, pero así de grande, con un líquido amarillento que parecía limonada, lleno
de hielo. Transpiraba de fría la jarra. Y se la ofrece al Gordo, che.
El Gordo medio le dice que no, que no se hubiera molestado, que no puede desatender su trabajo pero,
en definitiva, la acepta, lógicamente.
Además, los hijos de mil putas del negocio de electrodomésticos no le habían alcanzado ni un vaso de
agua al Gordo. ¡Ni un vaso de agua siquiera! Después hablan de los norteamericanos. Nosotros somos
tan hijos de puta como ellos para explotar a la gente. Lo que pasaba también es que a esa hora había
quedado un solo encargado en el negocio. La vieja que contrató a Luis tenía como cinco negocios por
otras partes de la ciudad y andaba de recorrida; y el otro empleado que laburaba ahí se había quedado
en el fondo del local, rascándose las bolas debajo del único ventilador de techo que tenían esos
miserables.
La cuestión es que la vecina saca un banquito chiquito a la calle, lo deja al lado de la puerta de su casa,
medio sobre el umbral para que no le diera el sol directo, le dice a Luis "Aquí se lo dejo", y ahí se lo
deja.
Cuando el Gordo pudo zafar un poco del pendejerío, te imaginás que con ese calor llegó un momento
en que había mucha menos gente en la calle, se prendió a la limonada y se bajó media jarra de un
saque.
Pero resulta que no era limonada, boludo, no era limonada. Era vino blanco, vino blanco era.
La vieja le había zampado en la jarra un par de botellas de vino blanco, le había metido hielo a rolete y
se lo había dejado ahí, con las mejores intenciones.
El Gordo, con la desesperación, con el calor que tenía en el cuerpo, recién se dio cuenta cuando ya se
había mandado más de catorce litros sin respirar, de un saque. Y aparte, seamos sinceros, cuando ya se
dio cuenta no pudo parar, no pudo parar. Te estoy hablando de un muchacho de 120 kilos después de
estar moviéndose casi tres horas a pleno sol con 4000 grados de temperatura. No pudo parar. Se
mandó todo el vino blanco. Fondo blanco.
Bueno, te imaginarás... te imaginarás el pedo tísico que se levantó ese muchacho. Una curda inmediata
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y espantosa, demencial. Una curda como para trescientas personas.
Casi no había desayunado, estaba sin almorzar, para colmo, el Gordo no era un tipo que tomara mucho
alcohol, al menos que yo recuerde. Un poco de vino con la cena, nada más. Alguna copita de sidra. O a
veces, en los bailes, alguno de esos tragos maricones como el gin tonic, pero con mucha más agua
tónica que otra cosa.
¡El pedo que se agarró ese muchacho, Dios querido, el pedo que se agarró!
No te digo que empezó a cantar boludeces, ni a caminar torcido, ni a vomitar contra las paredes, ni
nada de eso. Pero entró a regalar todo lo que tenía a su alcance, se le dio por la beneficencia, le dio un
ataque de comunismo acelerado. Primero terminó en cinco minutos con la existencia de caramelos y
chocolatines que eran para toda la tarde...
¡Y después empezó a regalar los electrodomésticos! Empezó regalándole una tostadora eléctrica a un
pendejo. Después le regaló un ventilador a la madre de otro de los pibes, después siguió con
multiprocesadoras, veladores, hornos a microondas, etcétera...
Llamaba a la gente a los gritos, entraba al negocio y les daba algo, repartía, entregaba todo.
Y el empleado que se rascaba las bolas adentro del negocio ni se dio cuenta, debía estar en el fondo, en
una oficinita que estaba detrás, arreglando papeles o apolillando una siesta mientras esperaba la hora
en que el patrón llegaba.
Lo cierto es que, te imaginás, a los quince minutos en la puerta del negocio había un mundo de gente
que venía de todas partes alertada por los otros que ya habían ligado algo de arribeño, por la mamúa
del Gordo.
La gente pensaba que era una promoción del negocio o, en todo caso, se hacía la turra, cazaba los
artefactos, se los llevaba y a otra cosa mariposa, si te he visto no me acuerdo, andá a cantarle a Gardel.
En eso aparece el dueño del boliche, un pelado con cara de amargo que llegó en su auto, un coche
nuevo.
Y cuando el tipo se dio cuenta de lo que estaba pasando se puso loco, lógicamente se puso loco. Entró a
gritar, a arrebatarles las cosas a la gente, a recuperar licuadoras, televisores portátiles, radios que la
gente se llevaba
Ante el despelote se despertó el empleado de adentro y salió cagando aceite a ayudarlo al pelado.
Había tironeos, forcejeos, agarrones, hasta voló algún puñete. Y en eso llegó la cana, un patrullero que
andaba de ronda.
En el despelote, cuando medio se enteró de cómo había venido la mano por lo que contaban los que se
piraban con las licuadoras y todo eso, que gritaban que Papá Noel se las regalaba, el pelado les indicó a
los policías que lo metieran en cana al Gordo, responsable de todo ese quilombo.
Y bien dice el Martín Fierro que no hay nada como el peligro para refrescar a un mamado. Ahí el Gordo
se despejó, se dio cuenta, volvió a la realidad, se esclareció el Gordo.
Además, ya había vuelto a transpirar como un litro del vino blanco, me imagino, se había aliviado un
poco de la tranca, y comprendió la cagada que se había mandado.
Pero te conté que es un tipo manso, un tipo tranquilo que no se iba a poner a resistirse o a echarle la
culpa a nadie. Supo que tenía la culpa, y entonces, todavía medio tambaleante, bajó la sabiola, se fue
para adentro del negocio para cambiarse la ropa en el baño y meterse, derechito viejo, solito, adentro
del patrullero.
Afuera seguía el desbole entre el pelado, su empleado, la gente y los canas que ahora también se
habían unido a la tarea de recuperar todo lo que había regalado el Gordo.
El Gordo se fue al baño, se mojó la cara, cosa que terminó de despejarlo, se sacó esas pilchas de mierda
de Papá Noel, se puso la ropa que había llevado en un bolsito y salió de nuevo a la calle.
Cuando salía para la calle -el negocio es bastante largo- lo ve venir al dueño con uno de los canas,
desencajado el pelado, a las puteadas, buscándolo. Claro, lo ve al Gordo, sin el traje colorado, de
camisita celeste y pantalones vaqueros, un bolso en la mano, el pelo negro achatado por el agua de la
canilla, y no lo reconoce.
No lo reconoce porque tampoco era él quien lo había contratado sino la conchuda de su esposa.
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"¿Adónde está? ¿Adónde está?" me contaba el Gordo que preguntaba el pelado, que venía a los pedos
con el policía. Y el Gordo pensó que se refería al traje de Papá Noel que se había sacado.
Yo no sé si el Gordo lo entendió así, seguía en curda o se hizo bien el boludo, la cosa es que señaló hacia
el baño y el pelado y el policía se mandaron para allí. Cuando el Gordo salió a la calle todavía había un
amontonamiento de gente y el otro empleado discutía con medio mundo reclamando facturas o recibos
de compra.
Nadie lo reconoció entonces al Gordo, sin el disfraz. Incluso de última, el otro policía del patrullero que
se había quedado afuera, lo encara al Gordo cuando el Gordo ya se piraba y el Gordo piensa:
"Cagamos".
Y el cana le pregunta "¿Ese bolso es suyo?". El Gordo me contó que él le iba a decir la verdad, que sí,
que era suyo.
Pero tuvo miedo de que el cana le hiciera más preguntas, o que se lo hiciera abrir y le dijo: "No, lo vengo
a devolver". Y se lo entregó, un bolso de mierda que después de todo a él no le servía para un carajo.
El Gordo se piró haciéndose el pelotudo, temeroso todavía de que alguien lo reconociese y lo mandara
en cana cuando ya estaba a una cuadra.
Casi termina preso, el Gordo, mirá vos. Zafó porque la vieja que lo contrató tampoco sabía ni cómo se
llamaba ni adónde vivía. Era un contrato basura, pero realmente basura el del pobre Gordo. Pero casi
termina engayolado. Por tener que disfrazarse de Papá Noel con esos vestidos de invierno, podés creer.
Que los argentinos nos tengamos que vestir con ropa de abrigo en pleno verano porque a los yankis se
les ocurrió que Santa Claus vende más que el Niñito Dios.
Eso le decía yo al Gordo, después, en el club. "El año que viene ofrecete para algún pesebre, Gordo. Por
lo menos de Niño Dios te ponen en bolas en una cunita y te cagás de risa porque estás fresco." Eso le
decía yo, para joderlo.
"De lo único que puedo hacer yo en un pesebre viviente es de vaca, Zurdo -me decía el Gordo- De
vaca".
Pero por lo menos es un animal conocido, ¿no es cierto? Un bicho familiar al paisaje, el rumiante
emblemático de la pampa húmeda, base de la riqueza de nuestro país. Algo nuestro... ¡Qué me vienen
con que a los chicos les gusta Papá Noel, el trineo y los alces esos! Si mis pibes me vienen a pedir un
alce de ésos les pongo tal voleo en el orto que aterrizan más allá de la Circunvalación del voleo que les
pego, tenelo por seguro.
Ya bastante que el otro día les compré un conejo, un conejo de verdad, que es terriblemente pelotudo y
lo único que hace es comer lechuga y cagarnos todo el patio. Y si me insisten con esas pelotudeces
inventadas por los yankis que se vayan a vivir a Cincinnati, pendejos colonizados de mierda. Que a mí no
me dicen el Zurdo al pedo, me lo dicen por tener una formación doctrinaria...
¡Pobre Gordo! Estuvo a punto de convertirse en una nueva víctima del capitalismo salvaje.

Las malas palabras1

Roberto Fontanarrosa

No voy a lanzar ninguna teoría. Un congreso de la lengua es un ámbito apropiado para plantear
preguntas y eso voy a hacer.
La pregunta es por qué son malas las malas palabras, ¿quién las define? ¿son malas porque les pegan a
las otras palabras?, ¿son de mala calidad porque se deterioran y se dejan de usar? Tienen actitudes
reñidas con la moral, obviamente. No sé quien las define como malas palabras.

1Fragmento de la ponencia del escritor, dibujante y humorista rosarino en el III Congreso Internacional
de la Lengua Española, llevado a cabo en noviembre de 2004 en Rosario, provincia de Santa Fe.
24
Tal vez al imaginarlas las hemos derivado en palabras malas, ¿no es cierto?.
Muchas de estas palabras tienen una intensidad, una fuerza, que difícilmente las haga intrascendentes.
De todas maneras, algunas de las malas palabras...no es que haga una defensa quijotesca de las malas
palabras, algunas me gustan, igual que las palabras de uso natural.
Yo me acuerdo de que en mi casa mi vieja me decía muchas malas palabras, era correcta. Mi viejo era
lo que se llama un mal hablado, que es una interesante definición. Como era un tipo que venía del
deporte, entonces realmente se justificaba. También se lo llamaba boca sucia, una palabra un poco
antigua pero que se puede seguir usando. Era otra época, indudablemente. Había unos primos míos
que a veces iban a mi casa y me decían: “Vamos a jugar al tío Berto”. Entonces iban a una habitación y
se encerraban a putear. Lo que era la falta de la televisión que había que caer en esos juegos ingenuos.
Ahora, yo digo, a veces nos preocupamos porque los jóvenes usan malas palabras. A mí eso no me
preocupa, que mi hijo las diga. Lo que me preocuparía es que no tengan una capacidad de transmisión
y de expresión, de grafismo al hablar. Como esos chicos que dicen: “Había un coso, que tenía un coso y
acá le salía un coso más largo”. Y uno dice: “¡Qué cosa!”.
Yo creo que estas malas palabras les sirven para expresarse, ¿los vamos a marginar, a cortar esa
posibilidad? Afortunadamente, ellos no nos dan bola y hablan como les parece. Pienso que las malas
palabras brindan otros matices.
Yo soy fundamentalmente dibujante, manejo mal el color pero sé que cuantos más matices tenga, uno
más se puede defender para expresar o transmitir algo. Hay palabras de las denominadas malas
palabras, que son irremplazables: por sonoridad, por fuerza y por contextura física.
No es lo mismo decir que una persona es tonta, a decir que es un pelotudo. Tonto puede incluir un
problema de disminución neurológico realmente agresivo. El secreto de la palabra “pelotudo”- que no
sé si esta en el Diccionario de Dudas – está en la letra T. Analicémoslo. Anoten las maestras.
Hay una palabra maravillosa, que en otros países está exenta de culpa, que se la palabra “carajo”.
Tengo entendido que el carajo es el lugar donde se ponía el vigía en lo alto de los mástiles de los
barcos. Mandar una persona al carajo era estrictamente eso. Acá apareció como mala palabra. Al
punto de que se ha llegado al eufemismo de decir “caracho”, que es de una debilidad y de una
hipocresía....
Cuando algún periódico dice: “El senador fulano de tal envió a la m....a su par”, la triste función de esos
puntos suspensivos merecería también una discusión en este congreso.

Hay otra palabra que quiero apuntar, que es la palabra “mierda”, que también es irreemplazable, cuyo
secreto está en la “r”, que los cubanos pronuncian mucho más débil, y en eso está el gran problema
que ha tenido el pueblo cubano, en la falta de posibilidad expresiva.

Lo que yo pido es que atendamos esta condición terapéutica de las malas palabras. Lo que pido es una
amnistía para las malas palabras, vivamos una navidad sin malas palabras e integrémoslas al lenguaje
porque las vamos a necesitar.

CANELONES
Hernán Casciari

A las bromas telefónicas las llamábamos «cachadas» y eran tan antiguas como el teléfono. Había una
gran variedad de métodos, pero casi todos tenían como objeto molestar a un interlocutor
desprevenido; sacarlo de las casillas, desubicarlo. Con el Chiri nos convertimos en expertos cuando
promediábamos el secundario. Éramos magos al teléfono. Pero entonces ocurrió una desventura que

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nos obligó a abandonar el profesionalismo. Una historia que aún hoy nos recuerda que llevamos la
maldad dentro del cuerpo.
Empezamos, como todo el mundo, siendo niños. Cuando los teléfonos eran negros, a disco y del
Estado. Las primeras cachadas infantiles siempre tienen como víctima a personas que se apellidan
Gallo (nadie sabe por qué, pero es así). En la guía telefónica de Mercedes había nueve y los
llamábamos a todos, uno por uno.
—Hola, ¿con lo de Gallo?
—Sí —decían del otro lado.
—¿Está Remigio?
—Acá no vive ningún Remigio.
—Disculpe, entonces me equivoqué de gallinero —y cortábamos, muertos de la risa.
Existían docenas de estas bromas básicas, y siempre nos las copiábamos de hermanos mayores o
primos que ya se dedicaban a otras más elaboradas. Como se comprende, las primeras incursiones en
el oficio buscaban sólo la propia risa: una carcajada limpia que no causaba grandes molestias a la
víctima.
Ah, ojalá nos hubiésemos quedado en ese punto muerto de la infancia, donde no existen la maldad y
la culpa. Pero no: debíamos avanzar, y avanzamos.
En los pueblos chicos siempre circulan rumores, informaciones y datos sobre la existencia de
vecinos propicios a las cachadas. Vecinos a los que llamábamos «chinches». Se trataba de una
clase de señor mayor que, ante una broma telefónica, desataba toda la fuerza de su ira y era
incapaz de colgar el teléfono. Alrededor de los diez o doce años, nos llegó una información de
primera mano: había que llamar al señor Toledo y decir la palabra clave. —Hola, ¿hablo con lo de
Toledo?
—Sí.
—¿Está «cornetita»?
Ésa era la contraseña para que el señor Toledo, que tenía la voz aguda y estridente, comenzara a
insultarnos con frases llenas de palabras groseras, resoplidos desopilantes y desenfrenados
neologismos. Nos poníamos el Chiri y yo en el mismo auricular e imaginábamos a Toledo en su casa, en
calzoncillos, con los cachetes de color borravino y sacando humo por las orejas. Cuando, a los diez
minutos, su diatriba perdía la fuerza y sus pulmones el aire, sólo era necesario decir «pero no se enoje,
cornetita» para que todo comenzara otra vez. Era el desiderátum. Pero el niño crece, y con él madura
también la ambición, la estructura dramática y —aún dormida— gana forma la maldad. Con el Chiri no
tardamos en aburrirnos de invisibles Gallos y Toledos, que sólo eran voces incorpóreas detrás de un
cable, y nos pasamos al nivel de las cachadas en tres dimensiones, que tenían como víctimas a sujetos
presenciales.
A las siete de la tarde, el pelado de enfrente comenzaba a cerrar su negocio para volver a casa, sin
haber vendido nada en cinco horas de aburrimiento. Nosotros podíamos verlo, resignado, desde la
ventana del comedor. Cuando el pelado bajaba la persiana pesadísima del local, justo antes de poner
el candado, lo llamábamos por teléfono. El pobre hombre, que no quería perder una venta, se
desesperaba y abría otra vez la persiana, corría hasta el fondo del negocio y, al quinto o sexto timbre,
decía jadeante:
—Alfombras Pontoni, buenas tardes.
Colgábamos.
Al rato lo veíamos otra vez, humillado y vencido, cerrar la persiana gigante; le costaba el doble. Su vida
era una mierda, se le notaba en los ojos y en la curvatura de la espalda. Entonces el pelado escuchaba
otra vez el teléfono dentro del local. «Si el que ha llamado antes llama ahora, quiere una alfombra con
urgencia», pensaba el comerciante, y otra vez le bombeaba el corazón, y otra vez levantaba la
persiana, otra vez corría hasta el fondo, y otra vez decía «alfombras Pontoni, buenas tardes», con un
hilo de voz.
Colgábamos. Colgábamos siempre.
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Un día repetimos el truco tantas veces, pero tantas, que al enésimo llamado falso el pelado no tuvo
más remedio que decir «alfombras Pontoni, buenas noches».
Hubiéramos seguido así hasta el final de los tiempos, pero un año después nos dimos las narices
contra el futuro. Al primer llamado, el pelado Pontoni sacó del bolsillo un mamotreto con antena y dijo
«hola». Se había comprado un inalámbrico.
La llegada de la tecnología, antes que amilanarnos, propició nuevos métodos de trabajo. Cuando en
casa tuvimos el segundo teléfono (uno con cable, otro no) con el Chiri inventamos la telefonocomedia,
que era una forma de cachada a dos voces con receptor pasivo. Consistía en llamar a cualquier número
y hacer creer a la víctima que estaba interrumpiendo una charla privada.
VICTIMA: —¿Hola?
CHIRI (voz de mujer): —...claro, pero eso es lo que te gusta.
VICTIMA: —¿Diga?
HERNAN (voz masculina): —Lo que me gusta es chuparte el culo.
CHIRI: —Mmmm, no me digas así que me se ponen las tetas duras.
VICTIMA: —¿Quién es?
HERNAN: —Yo lo que tengo dura es la poronga, (etcétera).
El objetivo de este reto dramático era lograr que el interlocutor dejara de decir «hola» y se
concentrara en nuestra charla obscena, como si se sintiera escondido debajo de una cama de hotel.
Cuanto mejores eran nuestras tramas, más tardaba la víctima en aburrirse y colgar. Fue, supongo, un
gran ejercicio literario que nos serviría —en el futuro— para mantener a los lectores atrapados en la
ficción de un relato. Una tarde, después de diez minutos de telefonocomedia, una de nuestras víctimas
comenzó a jadear, y nos dio asco.
Con dieciséis años, o diecisiete, ya podíamos considerarnos profesionales del radioteatro.
Habíamos ganado en pericia escénica, en impronta y, sobre todo, en naturalidad de reflejos. El Chiri y
yo faltábamos a las clases vespertinas de gimnasia y nos encerrábamos en casa con dos o tres
teléfonos, un grabadorcito Sanyo y algunos elementos para generar sonidos de lluvia, de tráfico, de
incendio, de ventisca. También teníamos a mano claras de huevo, por si era necesario cambiar los
matices de la voz.
No nos hacía falta hablar entre nosotros: nos comunicábamos con gestos y miradas, como locutores
de radio detrás del vidrio. Hacíamos magia. Éramos capaces de mandar a un desconocido a la
Municipalidad a buscar un impuesto inexistente, seducir a la secretaria de un médico hasta
enamorarla, hacer sonar la sirena de los bomberos en el momento que se nos ocurriera y convencer al
kiosquero de la 19 y 30 que estaba saliendo en directo para una radio de Luján.
Nos creíamos dioses, y quizás por eso tocamos fondo en el cenit de nuestra gloria. Promediaba el
año ochenta y ocho. Lo recuerdo porque ya usábamos relojes digitales para cronometrar nuestras
hazañas. Era de noche y mis padres no estaban en casa. Hacía horas que, con el Chiri, jugábamos un
juego apasionante: hacer durar a la víctima en el teléfono a cualquier precio. Cuando te convertís en
un profesional de la cachada volvés a lo básico, a lo simple. El mecanismo del juego era llamar a
cualquier número y sacar una conversación de la nada. El reloj corría desde el «hola» y hasta el
«clic» de cierre.
Esa noche Chiri llevaba una performance ideal: había logrado una conversación de 17m 12s con una
señora, diciéndole que hablaba desde la tintorería. Tuvieron una charla graciosísima sobre el
planchado en seco y acabaron cantando Nostalgias a dúo. Chiri la paseó por donde quiso, con guiños
magistrales y toques de genialidad. Era imposible que yo pudiera superar esa maniobra. Tiré los dados.
Me salió el 24612. Marqué el número. Chiri tenía el cronómetro en la mano y me miraba cancherito.
Cuando la voz de una vieja dijo «hola» comenzó a correr el segundero. Yo había desarrollado una
técnica, una marca de la casa, que sólo usaba en momentos clave. Era un sistema muy arriesgado que
consistía en poner una voz masculina estándar, atónica, pausada, y provocar que la víctima adivinase
mi identidad. Aquella noche, en la que sería la última cachada de mi vida, utilicé este método.
—¿Quién habla? —preguntó la vieja después de mi «hola».
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—Lo que faltaba —dije— ¿Ya ni de mi voz te acordás?
Eso era un peón cuatro rey. La apertura clásica. Generaba del otro lado sensación de familiaridad.
Siempre hay un sobrino que ha crecido y le ha cambiado la voz, o un ahijado; siempre. —No sé
—dijo la vieja—. ¿Con quién quiere hablar?
—¡Con vos, boludona!
Jugada arriesgadísima. Yo estaba sacando la reina al medio del tablero. Muy poca gente del entorno de
una vieja le dice «boludona». Pero si quería superar el tiempo de Chiri, tenía que actuar como un
kamikaze. Funcionó:
—¿Daniel! —dijo ella, en ese tono intermedio entre la interrogación y la exclamación. El tono se llama
«deseo».
La entonación del nombre propio me dio un millón de pistas. Daniel no era un sobrino, ni un ahijado,
porque el grito de la vieja había sido estremecedor. No podía ser más que un hijo. Posiblemente,
único. Y ese mismo dato me llevaba a otra cosa: el hijo vivía lejos y no era muy dado a llamar a su
madre. Me tiré de cabeza:
—¡Claro, mamá! ¿Quién va a ser?
—¡Dani, Danielito! —sollozó la vieja, mientras Chiri, en silencio, se sacaba de la cabeza un imaginario
sombrero, rendido ante mi jugada.
Ahora, el tiempo corría de mi parte. Me fui a caminar con el inalámbrico, para que Chiri no intentara
hacerme reír con gestos. Él se quedó escuchando desde el fijo. En cinco minutos supe que Daniel vivía
en el sur («¿y hace frío ahí?», preguntó la vieja en pleno septiembre) y también que la relación entre
ellos no había sido, en los últimos años, muy afectuosa.
—Papá hubiera querido que estuvieses en su entierro.
—No es fácil, mamá. Hay heridas abiertas, la vida no es tan simple.
Supe que Daniel tenía una esposa, la Negra, y dos hijos. El más chico, Carlitos, no conocía a su abuela.
Supe también que la ciudad en la que vivía Daniel era Comodoro Rivadavia, y que trabajaba en una
fábrica de televisores. A los doce minutos de charla, cuando ya todo estaba encaminado para superar
el récord del Chiri, la vieja empezó a sospechar algo, comenzó a hacer preguntas ambiguas, y debí
improvisar.
—¿Pero cómo es que te escucho tan cerquita, nene? —quiso saber ella, y entonces no tuve opciones.
—Mamá —dije, sorprendido por mi crueldad—. Estoy acá, en la Terminal.
Del otro lado escuché un silencio, y después un llanto contenido. Me di vuelta buscando los ojos de
Chiri, que me miraba pálido. No sonreía. Yo sentí, por dentro, la pulsión de la maldad. La sentí por
primera vez en la vida. Estaba en el estómago, en el pito y en el cerebro al mismo tiempo, como una
santísima trinidad diabólica. Con un gesto, le pregunté a Chiri qué tiempo llevaba. 16 minutos.
—No llores, viejita —dije.
—¿Habías venido ya otras veces a Mercedes? —me preguntó con la voz rota— A veces sueño que
venís, de noche, y que no pasás por casa...
—No. No, no... Es la primera vez que vengo, te lo juro. Pero no quería aparecer así, de golpe. Por eso
te llamé.
—¡Hijo! —gritó ella, desgarrada— ¡Colgá y apurate, vení, vení!
Casi 17 minutos, hacía falta algo más. Cuando supe lo que iba a decir, mi puño izquierdo se cerró.
Ahora creo que la maldad ya me había invadido. Creo que no era yo el que hablaba. Eso que no
sabemos qué es, eso que nos hace humanos y horribles, ahora estaba enquistado en mí y yo era su
marioneta.
—Tengo que hacer un par de cositas antes, y después voy a casa —dije—. Escucháme, mamá. ¿Me
hacés canelones? Estoy muerto de hambre.
—Claro, Dani.
—Siempre extraño tus canelones.
—Apurate, yo ahora te hago.
—Un beso.
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—Chau, nene. Estoy toda temblando, apuráte.
Y la mujer colgó.
Lo miré a Chiri, que tenía la vista en el suelo. No me miraba, supongo que no podía verme a la cara. Ni
siquiera se acordó de parar el cronómetro, así que tampoco supimos quién ganó. Estuvimos un rato
largo en los sillones, sin decirnos nada. Media hora más tarde entendimos que en alguna parte de
Mercedes había una casa, que en esa casa había una mesa, y que en esa mesa ya humeaba un plato
caliente.
Nuestra adolescencia, supimos entonces, duraría hasta que se enfriaran los canelones de Daniel.

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