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48 horas en Cartagena
Una guía para experimentar en dos días lo mejor de esta ciudad de Colombia.
Los lugares para visitar, el casco histórico, las playas sobre el mar Caribe y los
sabores locales.
No sucede con frecuencia, pero esta es una de las pocas excepciones: Cartagena de
Indias es una de esas ciudades que mezclan lo imposible. Y en dosis justas.
Otrora joya de la Corona española, caminar sus barrios antiguos es poner un pie
dentro de la historia sin perder de vista los rascacielos de la zona moderna y los
aires cosmopolitas que le imponen ser el destino más visitado de Colombia. Todo
coronado por la seducción del mar Caribe y sus playas.
Ubicada en el norte del país, Cartagena fue fundada por Pedro de Heredia en 1533.
Allí funcionó uno de los puertos más importantes de la época de la colonia, lo que
la convirtió en objeto de deseo de piratas (aún se puede ir tras los rastros de sus
batallas). Muchos la conocen como “La Heroica” por haber sido la primera ciudad en
lograr la independencia, en 1811. La fusión de culturas indígena, africana y española
se respira en cada rincón y dice presente en su arquitectura, su gastronomía y en la
calidez de su gente.
PRIMER DÍA
9.00 Para surfear el calor que se impone desde temprano, nada mejor que comenzar el
itinerario por el Fuerte de San Felipe de Barajas. Construido por los españoles entre
1535 y 1657 para defender a la ciudad de los ataques de corsarios ingleses y franceses,
al estar ubicado sobre el cerro San Lázaro, habilita una espléndida visión de 360° de
la ciudad. Sus gruesas paredes de piedra coralina y ladrillo de la que fue la edificación
militar más grande de América Latina permanecen intactas pese al paso del tiempo. Al
igual que la construcción, en la que es posible circular por el enredado sistema de
túneles (de baja altura, para emboscar a los invasores) y conocer su estratégico sistema
defensivo de baterías, rampas, cañones y casamatas (orificios que permitían
resguardarse ante ataques). La entrada cuesta 7 dólares.
11.00 La Torre del Reloj nos da la bienvenida a la ciudad amurallada. Una ciudad
–con dos barrios, Santo Domingo y San Diego- dentro de otra y custodiada por un
muro defensivo de piedra de 11 kilómetros complementado por fortificaciones y
baluartes. Mapa en mano, es momento de enredarse por sus angostos callejones
adoquinados de nombres tan encantadores como la Calle de las Damas o la del
Porvenir que, de manera casi antojadiza, cambian de nombre en cada esquina.
l atravesar la arcada bajo la torre y cruzar la Plaza de los Coches, donde estacionan
antiguos carruajes tirados por caballos, el Portal de los Dulces pone a disposición
de paladares golosos una variedad de manjares locales. Cocadas de coco o guayaba,
bocaditos de leche, panelas de sésamo (que es ajonjolí para los colombianos) no sólo
son deliciosos, sino que resultan ideales para acompañar la caminata. Se pueden
comprar por unidad (desde US$ 0,30 cada una) o en bandejitas (desde un dólar).
13.00 La oferta gastronómica del centro es tan seductora como variada: la movida
incluye desde puestos callejeros hasta restaurantes ultra chic.
En este caso, la pausa para el almuerzo nos permite descubrir Alma, un elegante
restó con una carta que evoca la esencia de la cocina autóctona: carpaccio de pulpo,
empanaditas de langosta y una abundante cazuela de mariscos a la cartagenera. De
postre, se suma un original snooky de coco con un toque de menta.
15.30 La ruta nos lleva atravesar de nuevo el casco histórico, con destino al Santuario
de San Pedro Claver. En el trayecto cruzamos por la Plaza de Santo Domingo, uno de
los espacios más populares de la ciudad. Rodeada de bares, sobre uno de sus lados está
la iglesia y al frente, la gorda “Gertrudis”, la escultura de Fernando Botero que
aporta su cuota de modernidad y nos abre la mirada hacia lo más reconocido -y
reconocible- del arte colombiano contemporáneo.
En las estancias del convento, hoy devenidas salas, se exhiben variados objetos de la
época, la enfermería donde atendía a la población esclavizada, la habitación donde
murió y, en el frondoso patio, el aljibe en el que bautizaba. La entrada al lugar cuesta 4
dólares y la visita guiada, 8,50.
SEGUNDO DÍA
8.30 A 40 kilómetros de la ciudad, el archipiélago del Rosario -28 islas, de las cuales
7 son privadas- es un edén para los amantes de la naturaleza, la tranquilidad y los
deportes acuáticos.
Islas del Rosario, excursión para aprovechar mientras se visita Cartagena, Colombia.
Desde el muelle de la marina Santa Cruz, en el barrio de Manga, la lancha zarpa a las 9
y llega, una hora después, al hotel San Pedro de Majagua, en la Isla Grande, un
verdadero paraíso ecológico rodeado de barreras de corales, playas de arena
blanquecina y toda la calidez del mar Caribe.
Para conocer los manglares, lo ideal es hacer un paseo en kayak (23 dólares) o en
canoa (18 dólares).
Aguas transparentes en Islas del Rosario.
Caminar o andar en bici por los senderos agrestes -bajo la sombra de los altísimos y
añosos majaguas que, con sus enormes troncos anaranjados, pincelan el paisaje-, es la
mejor manera de explorar un entorno tan natural como instagrameable.
Para disfrutar del sol, el hotel tiene dos playas privadas: una con música y abundantes
corales; la otra, más amplia y tranquila. El relax también tiene su espacio en el spa,
una confortable cabaña en la que hacen masajes y otros tratamientos (desde 25
dólares).
Allí mismo, en el centro del predio, sirven el almuerzo entre las 12 y las 14. La
propuesta tiene la marca local y el pescado frito -el pargo en particular- es protagonista
principal, siempre acompañado de arroz con coco o ensalada. Para terminar, un
refrescante plato de frutas típicas, como el cocorozo y la papaya.
En sus inicios, fue una isla separada de la ciudad (a la que luego se unió por puentes) y
era el lugar en el que residían los esclavos y, después, las clases bajas trabajadoras. Por
su ubicación, en aquel entonces alejado del centro, el barrio funcionó como la “caja
fuerte” de la corona española, que resguardaba su tesoro en la iglesia de la Trinidad,
que aún se mantiene en pie y puede visitarse.
Lo mejor es conocer a pie, sin prisa pero sin pausa, la impronta que tiene cada una
de sus calles, apreciar los grafitis que decoran las paredes, disfrutar de los artistas
callejeros y de la salsa que nunca deja de sonar en el ambiente. Sentarse a tomar un
trago en cualquier bar de la Plaza de la Trinidad es la mejor forma de terminar el
paseo.
Una terraza con una espléndida vista de la bahía y de la marina de fondo es el espacio
ideal para disfrutar de una deliciosa cazuela de mariscos y despedirse de una ciudad
que siempre nos invita a volver.